Visitas de la última semana a la página

miércoles, julio 30, 2008

Ted

Dibujar un cuerpo humano apoyándose en las herramientas de que dispone la técnica de la proporción tiene algo de científico, de curso por correspondencia. Se comienza plasmando esferas y óvalos en la hoja en blanco, luego las figuras geométricas se parten por dos o por tres, luego se les agregan líneas, luego ciertas sombras y de pronto una mujer o un hombre cobran vida en el papel. Cualquiera puede hacerlo, no hay arte en eso. Pero cuando Werner tomaba el lápiz daba vida de la manera menos ortodoxa a una figura en el papel. Para Werner era un juego, doble razón para que sus dibujos fueran calificados no sólo de artísticos, sino de obras de arte. No por nada muchos de ellos se exhiben en diversos museos y galerías o forman parte de reservadas colecciones particulares. De sus óleos y esculturas podría decirse lo mismo, a pesar de que comprenden el aspecto secundario de su obra. Sin embargo al final de sus días, más bien al presunto final de sus días, su gusto se encaminó hacia estas dos disciplinas.
Su sensibilidad y su perseverancia, su entrega enfermiza al trabajo, lo convirtieron en el creador millonario, envidiado por sus pares y codiciado por las mujeres que fue. Lamentablemente, como todo artista, Werner caía preso de repentinos accesos de melancolía. La verdadera belleza está revestida de un manto de tristeza; no hay más que decir sobre esto.
Sin asomo alguno de duda puedo declarar que con el tiempo Werner me tomó cariño. Mi corazón tiende naturalmente a predisponerse ante las almas que sufren y él lo captó de inmediato. No peco de vanidoso entonces, sino al contrario, al afirmar que por ésa y no otra causa me invitaba frecuentemente a su mansión. Era, por graficarlo con un lugar común, su paño de lágrimas. Sé que mis escritos no lo impresionaban, aunque poseía el tacto de no decírmelo con esas palabras. Werner lo que hacía era regalarme, tras el halago inicial, un pequeño consejo que, ¡diablos!, siempre resultaba procedente. Baste lo anterior para que se dé por entendido de que en lo más profundo de mi alma se fue incubando hacia él un innoble resentimiento.
¡Qué doloroso resulta odiar al que se ama!
Pero Werner todo lo entendía y dejaba pasar esas miserias. Y cuando advertía mis caídas lograba sacarme de mi propio ensimismamiento para llevarme al suyo.
La penúltima vez que nos vimos nuestra charla recayó en la rara pasión que lo consumía hace más de un año. Cuesta entender a los genios. Hace tiempo que decidí no cuestionarme sus pasiones. Del mismo modo en que a los eruditos les cuesta entender las pasiones de Wagner, los académicos e intelectuales que han asumido el desafío de codificar a Werner tampoco se explican su postrera inclinación romántica y hasta morbosa por las ciencias ocultas, una fe tan pasada de moda como el siglo diecinueve. Dentro de ese contexto, la biblioteca de dos pisos de su mansión era mudo testigo de nuestras digresiones. Sobre una mesa circular reposaban dos copas de coñac. Enfrascados en el manido tema de la vida y la obra de los artistas, Werner volvió a una idea que lo obsesionaba y que corría en paralelo con sus investigaciones sobre ocultismo. Con una voz sobrecogedora, insistía en que su propio devenir por el mundo recién tendría sentido y por ende, habría culminado, cuando consiguiera legar a la humanidad una obra suya realmente viva y original. Yo intentaba rebatirlo, asegurándole que muchas de sus creaciones ya figuraban en esa categoría, pero su obcecación esta vez parecía sobrepasarlo a él mismo. Según su hipótesis, con una pequeña ayuda sobrenatural no estaría lejano el día en que la humanidad conocería su obra final, la que, decía, se hallaba hoy en ciernes. Subrayaba demasiado la palabra “vida”, al punto que en un instante me atreví a hacer una broma.
-Para qué tanta magia. Bastaría meter la puntita y listo -dije, y enseguida me arrepentí de la vulgaridad del chiste. Werner no estalló de furia, como pensé; más bien lo asoló la desazón.
“Si supiera usted, Mardones... pero usted no entiende... no logro que la gente entienda”, respondió.
No me atreví a llevarle la contraria.
Fumábamos nuestros habanos cuando de pronto me pareció escuchar un susurro venido de alguna parte de la estantería. Agucé el oído y moví la cabeza hacia el sector desde donde provenía el ruido. Pensé que en cualquier momento vería los ojos negros de un roedor oculto entre los libros, lo que se podría definir con toda propiedad como un ratón de biblioteca. Mi distracción no me permitió darme cuenta del cambio que se había operado en Werner. Por su expresión pensé que estaba siendo víctima de un malestar estomacal, pero no me atreví a preguntárselo. Transcurrieron varios minutos antes de que me mirara con enfado y dijera, indicando el sector de la estantería desde donde provenía el murmullo:
-De eso le hablo, precisamente.
Volví a mirar. Delante de los libros había una cajita de madera, una especie de joyero poco más grande que un paquete de cigarrillos. Me levanté. Werner me agarró del brazo pero al instante me soltó. “Bueno, ¡hágalo ya! Después de todo, para eso le pedí que viniera”, se exaltó.
Dentro de la cajita había unos labios cerrados, apretados, tensos, unos absurdos labios no humanos, pero casi exactamente iguales a labios humanos, unos labios que parecían temerosos de haberse autodelatado.
-Pero qué... qué es esto.
Werner respondió:
-Mardones, debo ir al atelier; no puedo seguir atendiéndolo. Le rogaría que se fuera.
Cuando Werner hablaba así no había forma de contradecirlo. La charla había terminado abruptamente; el misterio de esa cosa extraña en la cajita debería permanecer oculto para mí.
Aún sentía el rubor en las mejillas mientras caminaba de vuelta a mi hogar. Seguía inflamado de vergüenza y, por qué no confesarlo, de rabia. Me pregunté entonces acerca del sentido de esta amistad con Werner. Werner, el artista sufriente que ansiaba mi presencia pero que ante el más infantil de sus caprichos me expulsaba de su hogar como a un ratón de biblioteca. Werner... a quien yo llamaba por su nombre en tanto él lo hacía por mi apellido. Mardones, no puedo seguir atendiéndolo, había dicho. Atendiéndolo. Con qué derecho. Me da, luego me quita. Y yo me presto para su juego. Resulta que ahora voy a su mansión para que él me atienda. ¿No es al revés? ¿No fue él quien me llamó, angustiado, meses atrás, y no me soltó durante dos o tres días, imposibilitado, como me aseguró, de dar un solo paso, atacado de un extraño mal que denominó burdamente hiperconcentración? Aun así (era curioso como el desplazamiento de la suela sobre la acera iba debilitando mi rabia) aun así admitía en mi fuero interno que su amistad había inspirado varios de mis últimos relatos, los premiados; y que sus palabras, sus dibujos, sus esculturas y sus lienzos habían iluminado paisajes normalmente apagados o escondidos de mi mente, los que emergieron a la superficie gracias a esas pequeñas ayudas de Werner. Se entenderá que cuando giré la llave dentro de la cerradura mi sensación de pesar había desaparecido. En fin, me dije, se sumará a la cuenta de los misterios de su genialidad. Y olvidé el asunto.
Esa misma tarde me enfrasqué con cierta urgencia placentera en el último de mis relatos, que trataba de la vida de Pereptil Pérez, un personaje que, aunque actuaba siempre de la manera más lógica y respetuosa ante la sociedad, terminaba siempre atrapado por las garras de la ley. Esa historia, lo había descubierto apenas la inicié, poseía la virtud de devolverme el humor. Sentado ante la pantalla del computador me sorprendí de pronto riéndome solo ante las desgracias que le acaecían, unas tras otras, a tal punto de que detuve mi trabajo, lo releí y me pregunté seriamente si estaba escribiendo una historia imposible, ausente de lógica interna, como dicen los críticos, o si realmente podía haber tipos así en el mundo. Tuvo que despedirme Werner de su casa, tuvo que decirme que no me podía seguir atendiendo para que me diera cuenta de que en el fondo el cuento que absorbía mis energías era una especie de autorretrato. Eso me alteró el humor, para mal. ¡Claro que era un autorretrato!, pero un mediocre autorretrato, no como los retratos de Werner. Ese pobre tipo al que la sociedad se empeña en destruir estaba inspirado evidentemente en mi persona y nuevamente era Werner quien me entregaba la luz. ¿Cómo pude haberme engañado a mí mismo durante tantas semanas? ¿Valía la pena proseguir la historia o había llegado el momento de parar?
Si un narrador se hace esa pregunta, lo más probable es que se la responda del mismo modo que un hombre que se cuestiona la vida. La sola duda basta para seguir. Así, sin demasiada esperanza, se continúa a pesar de todo, la vida y la obra. Se escribe de una sola manera pues, aunque el tiempo perfeccione el estilo, no se puede escribir de otra, no puede escapar uno de su ser, se halla encadenado a él hasta la muerte. Del mismo modo, la vida es una sola para cada ser; está encadenado a ella. Y a cada amanecer, a cada anochecer, apenas podrá contemplar, con envidia o compasión, las de los demás.

***


El desgraciado devenir de Pereptil Pérez hubo de entrar sin embargo en un voluntario estado de hibernación cuando semanas después sonó el teléfono. Era Werner.
-Mardones, ¿puede venir un momento?
Había cierto tono en su voz que me hizo dejarlo todo y poco menos que correr a su casa. Ante un personaje como aquél, una caricatura ficticia como la de Pereptil se diluía en la nada.
Su agente me hizo pasar al atelier, que estaba casi completamente en tinieblas, apenas iluminado por un halo que se desprendía del tragaluz, pero antes me advirtió que la situación era “crítica”. ¿Por qué su agente estaba allí? ¿Qué había sucedido en el intertanto?
Werner, sentado, reía a carcajadas. Cuando me vio, sus risas aumentaron. Evidentemente estaba bajo los efectos de una droga.
-¡Usted entiende poco! -reía sin parar-. ¡Aun así... lo necesito! -era un huracán destemplado, pero un huracán malévolo, no una risa sana lo que salía de su boca-. Pero siéntese, siéntese, Mardones, fúmese un cigarro y escúcheme, trate de concentrarse y escúcheme.
Era él quien no podía concentrarse, pero cómo iba yo a decírselo. Luego de varios minutos se hizo el silencio. En ese momento observé de reojo que su agente salía del taller y nos dejaba solos.
-Escúcheme, Mardones -me miraba intensamente, con un interés metafísico; desde la sombra el fuego de su mirada parecía el combustible de una máquina destinada a retener para siempre mis rasgos-. Debo hacer un viaje, nada importante, pero antes quiero legarle mi última obra. No está terminada, le falta. Es muy diferente a las demás, me llena en cierto modo de orgullo. Hay detalles; sí, debo hacer ese viaje... esto me sobrepasa. Pero ya le comuniqué la decisión a mi agente. Todo ha sido oficializado.
-¿No estará usted pensando en quitarse la vida? -le lancé a boca de jarro. Aún hoy no me explico cómo pude haber dicho eso.
-¡Tranquilícese, hombre! -se exasperó-. ¡Un viaje es un viaje! ¡No piense otra cosa! ¡No piense, Mardones! -la ira se iba apoderando de él- ¡Es imposible, no se puede hablar con usted!
Otra vez humillado, otra vez culpable. Werner volvió a caer en un estado de mutismo, y todo por mi espontánea reacción. ¿No sería hora de levantarle la voz de una vez por todas, de hacerle ver lo niño que estaba siendo? Mientras esperaba un cambio cualquiera en su conducta repasé con mis ojos el atelier. Estaba plagado de lienzos, bocetos, esculturas insólitas.
Entre ellas me llamó la atención, justamente por no estar expuesto, un objeto tapado por un paño que tenía la particularidad de emitir ciertas vibraciones o susurros, se me antojó. Debía de ser una cosa extrañísima, tal vez un hamster preso dentro de una jaula, o una radio portátil, no había manera de adivinarlo, menos aún con la escasísima luz de esa habitación.Werner salió de su estado. Se levantó, caminó a la mesa y corrió el paño: quedé atónito. Allí había indudablemente una cabeza humana; peor aún, una cabeza sin la bóveda del cráneo.
-Mi legado -dijo, su voz se iba elevando-. Nació de unos labios, luego fueron los dientes, los párpados, las mejillas... pero, ¿sabe usted algo de formas plásticas?... creo que pierdo el tiempo... mire bien, Mardones, ¡abra los ojos!... observe el nacimiento del tracto digestivo... ¿se ha hecho antes algo así? ¡Nunca! Hubo una mujer que engendró un monstruo... pero no fue eso una obra con vida propia, independiente del creador, eso fue apenas una voz de alerta acerca de los horrores del progreso, encerrada en las páginas de un libro; es decir, una metáfora acerca de lo que le esperaba al ser humano en los siglos venideros. Ese monstruo fue el nacimiento de un mito, o sea, una completa ficción... Pero esto no... y usted tiene mucho que ver, Mardones, aunque no lo crea... Lo que está viendo es real, es vida que nace del arte, no del hombre ni de la ciencia... vida que no acaba... sí... creo que pronto podré morir en paz... porque... no se le vaya a ocurrir que la obra está completa. ¡No piense, Mardones! -lo invadía la euforia-. Debo proseguir esta noche, antes de viajar, ya di con el hilo de la madeja -se agitaba-. Al regreso me abocaré al resto.
Me acerqué a observar aquel engendro. La oscuridad no me daba buenas pistas, pero de alguna forma sus formas me parecieron extrañamente familiares. Era efectivamente lo que pensaba, parte de una cabeza humana, pero un hecho insólito me hizo retroceder: sus ojos no estaban absolutamente quietos. Comprendí de golpe que el discurso de Werner se refería a certezas, no a principios. Tuve que ser zamarreado por sus fuertes brazos para volver a la realidad:
-¡No se asuste, por favor! ¡Y ahora váyase o lo echará todo a perder!
Antes de cerrar la puerta y dejarlos dentro del taller escuché un chillido que me erizó los pelos. Una voz muy suave, una voz que me recordó al ratón de biblioteca, susurró:
-Buenas noches, señor Mardones.

***

Ha pasado algún tiempo desde aquel episodio. Una breve reseña que publicó un diario electrónico español me entregó una pista sobre el paradero de Werner. El artista ofreció una conferencia en la facultad de artes de la Delta State University de Nigeria, que culminó de manera bochornosa. Pareció ser que algunos de los asistentes se ofendieron por sus alusiones a ciertas prácticas de oscurantismo indígena y exigieron su expulsión del país africano. Werner proclamó en esa velada que la estética definitiva exige la elaboración de una obra que viva objetiva y literalmente y no sólo en el alma del espectador, para lo cual él se había apoyado en una antigua y original cruz tuareg. Gracias a dicho talismán -y a su genio, agregué mentalmente durante la lectura- estaba logrando confeccionar un cuerpo humano inmortal del que hasta ahora sólo podía exhibir su busto. Werner -agregaba la reseña- proyectó un video que enfureció a la concurrencia y obligó a dar por terminada la charla, por razones de seguridad.
Confieso que al leer la noticia mi espíritu se reencontró con las sensaciones de nuestro último encuentro. ¿Dónde estaría hoy Werner? ¿Qué sería de él? ¿Y qué sería de esa cabeza monstruosa que me había estremecido en su taller? Sumergido en la redacción de las páginas finales de los “Fragmentos de la vida de Pereptil” había descuidado la relación con mi admirado artista. Admito que durante esa etapa no lo eché de menos, e incluso interiormente agradecí la ausencia de sus llamadas. Pero luego de enterarme de estas novedades me preocupé de veras y maldije el origen de mi descuido. Había abandonado a su suerte a Werner por un personaje literario ideado por mi fantasía, que tuvo vida mientras fue escrito y que hoy se debatía en las fauces de anónimos comités de selección de minúsculas editoriales, a la espera de una milagrosa resurrección que a lo más despertaría el interés de unos pocos lectores y solamente durante algunos minutos. A qué engañarse: no cabía esperar otra cosa de mis meses de trabajo. No era ese el camino. Una vez más, el camino me lo iba abriendo Werner.
La internet no me entregó más datos sobre su persona. Dos de los principales diarios nigerianos, “The Guardian” y “Thisday online”, recogían el episodio de la Delta State University, el mismo que leí, con fecha posterior, en el diario electrónico español. Rastreando “The Guardian” hallé una breve nota policial, escrita dos semanas después, que informaba sobre el hallazgo de un cuerpo occidental en el bosque de leprosos de Abo, ubicado en el sector del delta del río Níger. “Nadie ha reclamado el cadáver, que presentaba signos atribuibles a agresión humana o despedazamiento por fieras. Debido a la humedad del terreno, éste se hallaba además en avanzado estado de descomposición”. Nigeria es un país de enorme población. Sin duda, Werner no era el único cuerpo occidental que ponía sus pies en dicho territorio. Con los datos que entregaba el periódico no había forma de aproximarse a la verdad. Decidí abandonar la investigación.
Quiso el destino que en ese momento el cartero depositara en mis brazos una voluminosa encomienda, que aumentó mi ansiedad. Era un busto, un busto humano. Dentro de la encomienda venía también un sobre. Lo abrí. La hoja manuscrita decía lo siguiente: “A don Sergio Mardones, por encargo especial de Werner”. Remitía su agente.
Desde luego, nadie habría dicho del famoso legado que se trataba de una obra maestra. A simple vista no podía tomarse más que como una escultura inacabada, un mero bosquejo, un ejemplo de mediocridad. Se me hacía imposible que un creador como Werner legara al mundo una pieza de tan estrecho horizonte y llegué a pensar, mientras la colocaba en un pedestal, enfrentando al escritorio, que el valor del hombre supera al valor de sus obras y que éstas son apenas un mal reflejo de su espíritu, de la misma forma que un motivo cualquiera imaginado resulta notablemente inferior una vez que se materializa en un lienzo. Me extrañó asumir una idea como esa, pues hasta el momento pensaba exactamente lo contrario. Bach, siempre me lo había dicho, era su Pasión según San Mateo antes que sus 14 hijos y sus problemas a la vista; pero Werner, descubría ante esta imagen, ¡Werner era infinitamente más que esta bazofia!, Werner era un gran artista, un genio y sobre todo un hombre. ¡Qué injusto sería que la humanidad lo recordara por este mamarracho!
Noté, a pesar de todo, que el parecido conmigo resultaba diabólico. Había una belleza secreta, escondida detrás de esas formas toscas y grotescas. Nada sugería mi figura, mas al contemplar el busto supe de inmediato que eso era yo, incluso algo más allá que yo mismo. Entendí de pronto ante qué estaba cuando la imagen me saludó con toda naturalidad.
-Buenas tardes, señor Mardones.
Qué locura, Werner cumplía su palabra y se excedía una vez más, pero, ¿juzgarlo por eso? ¿Era capaz cualquiera de algo así?... Vaya, qué estupidez más grande la que tenía ante mi vista: una obra... viva. porque ese mamarracho realmente parecía estar vivo; no se trataba de un truco de magia.
Me acerqué a examinar la pieza. No había metales, o bien se trataba de un metal desconocido. Tampoco podía decirse que estuviese hecha de carne y hueso. No era plástico, ni cerámica, ni yeso. Era algo extrañísimo, facultado para mover los ojos y los labios. De hecho, capté que tenía unas ganas locas de hablar.
-Creo que este sitio me acomoda bastante, señor Mardones; me siento muy bien y le agradezco el traslado. El olor a trementina ya me estaba mareando. Mi amo y creador no ha podido disponer de un mejor destino que este rincón, donde este humilde servidor podrá ser testigo a diario del nacimiento de cuentos y novelas de innegable maestría...
-¿Cómo te llamas? -lo interrumpí, más que asombrado, intrigado.
-Ted.
-¿Sólo Ted?
-Sí, señor Mardones, sólo Ted.
-¿Y cómo sabes mi nombre?
-Yo no me sé su nombre, señor Mardones; sólo me sé su apellido, pero honestamente debo confesarle que no recuerdo quién me lo dijo. Y si no es un atrevimiento de mi parte, me gustaría hacerle una pregunta a usted.
-Hazla, Ted.
-¿Por qué Ted?
-¿Por qué Ted qué?
-Si mi memoria no me falla, me bautizó usted mismo. ¿No recuerda cuando me dijo “Tú serás para el señor Mardones, Ted, para que ese badulaque entienda de una vez”?.
Reí a carcajadas. Ted me confundía con Werner. Pero decidí seguirle el juego.
-¿Así dije?
-No exactamente, señor Mardones. No dijo “señor”. Tampoco dijo “badulaque”, dijo algo irreproducible. Pero debo confesarle que me encanta la palabra badulaque.
-¿Ah, sí?
-Sí, señor Mardones. Me encantan las palabras pasadas de moda. Cuando me traían para acá escuché por la ventana la palabra “macanudo”. ¡Me hizo gozar! ¡Me sentí tan bien, señor Mardones! Sin ir más lejos, los foros políticos me alimentan de giros enjundiosos. Hace poco oí dos palabras macanudas: cazurro y ladino. Se referían al general que los gobernó a ustedes durante un buen tiempo y que este humilde servidor no tuvo el gusto de conocer. Pues sabrá usted, señor Mardones, que yo más bien soy hijo del otro 11 de septiembre...
Su charla tendía a adormecerme. Pasada la novedad, Ted resultaba insoportablemente aburrido, falto de seso, predecible.
-Y Werner, ¿no dijo algo? ¿No dijo algo más... de mí?
-Creo que no. ¿Quién es Werner?
-Trata de recordar, Ted.
-No tengo muy buena memoria, señor Mardones. Admito que no he sido hecho para pensar. Mi especialidad, si es que tuviera alguna, es el análisis político. En este momento, por ejemplo, puedo anticiparle que la Democracia Cristiana está a las puertas de la extinción, como recordará usted que pasó antes con los radicales, quienes por estos días sólo pueden vivir al estilo de ciertos parásitos que se alojan en un huésped...
-Ah.
-Créame, señor Mardones, que a este hecho político no se le ha dado la importancia que merece. El advenimiento de las clases emergentes y del consumismo desatado, todo lo cual se origina en el capitalismo norteamericano, como usted lo sabrá mejor que yo, señor Mardones, ha hecho desaparecer los ideales de la clase media y está convirtiendo a los ciudadanos de este país en una piltrafa. Y si se fija usted, hay una gran relación entre los hechos en Irak y los de América Latina, pues no de otro modo se podría explicar el giro populista e izquierdista que han tomado los gobiernos del continente...
-Cállate un momento, Ted, por favor.
-Perdón, señor Mardones, creo que me he excedido. ¿Sabía usted que...?
-¡Cállate, por Dios!
El busto guardó hermético silencio y sus ojos se cerraron. Viéndolo así podía confundirse con uno de tantos que dormitan en plazas, museos y casas de antigüedades.
Me senté al computador y traté de proseguir el relato que ahora me quitaba el sueño. Se trataba éste de una casa a la que la gente podía acudir para cambiar su carácter; o sea, literalmente una “casa de cambio”. Decidí situarla en los Estados Unidos. La llamaría “La casa de cambio Sullivan”. Descubrí, con pesar, que el mamarracho me estaba perturbando. A su lado, los temas de mis cuentos parecían tan menores, evasivos, faltos de épica. Ted, con su absurda existencia y sus preocupaciones, insistía en llevarme hacia la realidad. Habría que darle una vuelta a su ubicación. Encendí un cigarrillo y le hablé.
-¿Cuándo fue la última vez que lo viste?
Ted despertó instantáneamente.
-Disculpe usted si no le presté la atención que le es debida, señor Mardones. Creo que me dejé tentar por una cabezadita. Habrá sido el agradable calorcillo que reina en este lugar. ¿Me podría repetir la pregunta?
-¿Cuándo fue la última vez que lo viste?
-¿Se refiere a ese señor Walter?... Me parece que... no recuerdo bien. Mi memoria es muy frágil, señor Mardones. Perdóneme usted.
-Al menos recordarás quién te envolvió y te mandó a mi casa.
-Lo siento, señor Mardones. Soy un mal ejemplo de una obra de arte. Por otra parte, admitirá que soy un gran caballero, pues sabrá usted que los caballeros no tienen memoria.
-Vaya, Ted, no sospechaba que fueses tan humorista y majadero. ¿Fue su agente?
-¿Qué agente?
-El agente de Werner.
-No lo recuerdo, se lo digo con toda sinceridad, señor Mardones. Y perdone usted... pero ya que estamos en confianza, ¿me permitiría solicitarle un pequeño servicio?
-Di.
-¿Tendría la bondad de hacer instalar en el futuro más inmediato un televisor encima del escritorio?
-¿Para qué?
-Usted se dedica a escribir y eso yo lo admiro sobremanera.
-¿Y qué?
-Donde estaba solía aburrirme por las tardes, señor Mardones...
-¿De modo que por fin recuerdas donde estabas?
-Sería en la casa de ese señor Walter, como ha dicho usted, pero la verdad es que solamente recuerdo que permanecía siempre solo y me aburría por las tardes, aunque nunca me atreví a confesarlo. Sería muy feliz si pudiese ver la teleserie y las noticias. También me encantaría ver “Tolerancia cero”. He escuchado cosas macanudas de ese programa y sospecho que acrecentaría mi acervo cultural. Usted se reirá de mis inclinaciones televisivas, pero ya que no hay nadie más en esta habitación y usted ha pasado a ser mi dueño, se lo debo comentar con entera honestidad. ¡Me encantan las teleseries, señor Mardones!, debo admitirlo. Prefiero mil veces una teleserie a un libro. Fíjese que las teleseries chilenas han progresado mucho, señor Mardones...
-¿Te puedes callar, Ted? Me desconcentras.

***

Desde aquella noche Ted se halla en la sala de estar. Llevé el pedestal al rincón que enfrenta al aparato de televisión y programé el control remoto para que lo encienda a partir de las 18 horas. Desde mi escritorio, mientras pretendo darles vida a mis personajes menores y evasivos, suelo escuchar su risa cándida y sus sollozos de niño taimado en los episodios cruciales de alguna teleserie, o su aprobación o reprobación al ver determinadas noticias. Este hábito de espectador que no discrimina lo ha convertido además en fanático de los programas de baile juvenil. Por todos estos detalles, admito que le ido tomando cierto cariño, parecido al que despiertan las mascotas. Ted se ha convertido en un buen compañero para mis momentos de tedio, aquellos que se suceden después de acabado un relato o cuando la inspiración me abandona, cosa que me está sucediendo cada vez más seguido. Si traigo compañía, Ted tiene terminantemente prohibido hacer un solo gesto. En tales ocasiones la orden es que no mueva la cabeza y mantenga los ojos cerrados. Sin embargo, a veces, lo he sorprendido mirando ruborizado hacia el sofá, con las cejas muy erguidas...
Hoy me he levantado con la rabia propia de los conflictos no resueltos. ¿Qué derecho ha tenido Werner de legarme este mamarracho incompleto y mediocre? ¿No lo pudo terminar antes de regalármelo? ¿Era ese el aprecio que me tenía de verdad, o pensaría que a esto le voy sacar millones en una casa de remates?
Werner y Ted me han arrojado a la cara, por otra parte, un problema bastante crítico. Mientras el primero ejerce sobre mí un poder casi hipnótico, que me blanquea la mente cada vez que me dirige la palabra, Ted me despierta sentimientos de superioridad y deseos crueles. La genialidad de Werner es irrebatible. La estupidez de Ted, repudiable. Y sin embargo, uno es obra del otro. Lo más notable, sin embargo, es que ante la desaparición al parecer definitiva de Werner sus argumentos parecen flaquear y soy capaz de hallarles sus debilidades. Y al contrario, cuando no estoy con Ted y recuerdo sus palabras, éstas me parecen bastante sensatas. Lo anterior me lleva a la pregunta de fondo: ¿Quién, de verdad, soy yo? ¿El que le teme a Werner o el que mira en menos a Ted? ¿Pudiera ser posible verlos a los dos tal cual son, y no verme a mí a través de ellos?
Todo esto me angustia. Me angustia sobre todo la forma que ha tomado este relato. Nunca quise que fuera así; me lo imaginaba de otro modo y hasta gocé divisando sus vericuetos en mis noches de insomnio, pero las circunstancias me trajeron a este punto del camino. A este mamarracho. Ted debió surgir desde el principio de la historia, no como lo hizo de pronto y tan burdamente. Ted debió surgir como un dilema de alcances mayores. Era su destino original que su encarnación representara una especie de enfrentamiento de escuelas. A través de sus palabras se desarrollaría un larvado conflicto entre las fantasías que se anidan en la mente y los simples hechos cotidianos con que la vida va marcando a las personas. En ese campo de batalla, Ted derrotaría con sus trágicas armas al siglo del exhibicionismo y la exteriorización de las conductas y los sentimientos. Ted sería el pudor, la vergüenza, el deseo oculto, el honor, la sencillez, la represión, la culpa y el pecado. En los verdes prados manchados de sangre, los depredadores se saciarían con las vísceras de cadáveres repugnantes: el de la obsesión por la belleza física, el de la juventud, el de la salud; el cadáver del orgasmo televisado, el cadáver del desprecio a la autoridad y al orden. Visto desde otra perspectiva, Ted estaba destinado a ser el ejemplo más sencillo e irónico de capitulación de la obra artística en sus aspiraciones de inmortalidad ante su enemigo superior: el olvido. De paso, haría trizas la enfermiza y banal aspiración a la trascendencia en el artista que la crea. Convengo en que aquello resulta pedante, al menos resumido de esa manera. Pero de ahí a este punto a que ha llegado el relato...
No se lo he contado, pero en mi fuero íntimo he decidido acabar con Ted, hacerlo de nuevo...
-Eh, Ted, ¿estás despierto?
-Sumamente despierto, señor Mardones.
-No sé ti te gustará lo que te voy a decir, Ted, pero he decidido fabricarte a partir de cero. Nunca es tarde para arrepentirse. Si confirmo que vas a la deriva es mi deber encaminar nuestros pasos. Los tuyos, los míos y los de Werner, a quien dejé abandonado a su suerte. Me carcome un resentimiento en su contra que no logro explicarme. Pero no sé por qué hablo de estas cosas contigo.
-¿Se encuentra bien, señor Mardones? Parece estar en uno de sus días...
-Me encuentro perfectamente, Ted. Y ahora, lo siento, pero voy a proceder a...
-Yo lo pensaría un momento, señor Mardones. ¿Acaso no le despierta a usted compasión este pobre busto inválido, pero que al menos se deleita domingo a domingo escuchando a los informados contertulios de Tolerancia cero?
-A eso me refiero. Quiero hacerte de verdad, Ted. Eres un mamarracho, aunque no lo sepas. No puedes moverte... hablas tonterías...
-Yo me dejaría como estoy. Fíjese que dentro de todo me siento de lo más bien. No puedo negarle que hay ciertas comodidades que me adormecen y me nublan los sentidos, como se dice. El tabaco, por ejemplo, cuyo hábito aprendí de usted, no me termina de desagradar. Y qué decir de un Martini seco a las siete de la tarde. ¡Eso es vida, sí señor! Le cuento que si no estuviera hecho de esa madera tal vez concordaría con usted y yo mismo le pediría un cambio... un pequeño ajuste...
-Lo siento, Ted. Mi decisión está tomada. No debí partir el relato de ese modo. Debí presentarte desde un comienzo. Debí darle a nuestra relación un sentido... como decirlo... una proyección mayor... una proyección moral. Y el asunto ese de la cruz tuareg, ¿habías escuchado alguna vez algo parecido?
-A mí me parece bastante lógico dentro de su historia, señor Mardones. Es más, ¡me encanta su historia, creo que es genial!
-Cómo desearía que Werner estuviera conmigo. Apenas lo vi dos, tres veces, y no le entendí nada. No supe darme cuenta de lo que probablemente había detrás de sus humillaciones.
-Sin ánimo de ofensas, señor Mardones, a mí me parece que usted adolece de una baja autoestima. El simple hecho de querer eliminarme lo comprueba. ¿Le permitiría usted a este modesto servidor una pequeña elucubración?
-Di.
-¿Qué lo lleva a pensar que si me crea de nuevo, el nuevo Ted llegará a buen puerto? Desde luego es muy posible que naufrague apenas abandone el muelle. Me gustan las metáforas marinas, señor Mardones, vi anoche una película muy entretenida sobre un hombre que se iba a vivir a un faro...
-¿Es todo lo que tienes que decir?
-No, señor Mardones, perdone usted. Fuera de reiterarle que un nuevo zarpe no le asegura que apenas entre a mar adentro lo sorprenda una tormenta, la verdad es que mi elucubración tuvo siempre como génesis una oculta motivación, asaz vergonzosa.
-¿Sí? ¿Se podría saber cuál?
-Tengo miedo.
-No me causas gracia, Ted. Estás hablando como Hal.
-Ah, como Hal. ¿Quién es Hal?
-Desde el principio he tratado de evitar el símil, pero sabía que tarde o temprano se te iba a salir una frase parecida, o igual. Tú no tienes nada que ver con Hal, Ted. No se parecen ni remotamente.
-¿Es otro personaje memorable de alguna de sus obras magistrales, señor Mardones?
-Olvídalo, Ted. Pero, ¿de qué tienes miedo?
-Se supone que yo sería inmortal, señor Mardones, y ya ve: estoy en sus manos, a las puertas de la muerte. ¿Sabía usted que a las obras también les aterra morir? No quiero morir, señor Mardones. Si usted crea un nuevo Ted sepultará al antiguo, que soy yo. Las obras no se pueden duplicar, Ted tampoco se puede duplicar. Y al igual que el afamado futbolista Carlos Caszely, quien gusta de referirse a él mismo en tercera persona, Ted hay uno solo, señor Mardones. Ted no quiere morir y un ser humano como usted no lo puede matar. No permita que la vida de Ted termine en un museo o en un desván... en un horno crematorio, ¡por Dios! ¡De sólo pensarlo se me pone la carne de gallina!
-¡Ja ja ja! Ahora tu forma de hablar me recuerda a Ignatius J. Reilly.
-¿Otro de sus memorables personajes, señor Mardones?
-Sí, Ted, otro de mis personajes.
-¿Quisiera hablarme un poco de él? Me encantaría escuchar el resumen de sus labios para comprobar el parecido.
-Quieres desviar el foco de mi atención, Ted, lo adivino en tus ojos.
-La verdad sea dicha, señor Mardones, si usted me elimina ni siquiera habrá otro Ted. Abandonará el proyecto a poco de reemprenderlo, lo echará al olvido. Usted no es ese señor Walter, usted no tiene esa capacidad de fabricar maravillas de la nada y sin ensayo previo, usted tiene que conservarme así como estoy y sentirse más que satisfecho con este logro. ¡Véale el lado bueno a las cosas, señor Mardones! Escriba, disfrute, déjeme acceder a la teleserie en los días de semana, a Don Francisco los sábados y como gran favor -y esto se lo imploraría de rodillas, si tuviera rodillas, señor Mardones- no permita usted que mi lúcida mente deje nunca de recibir el maná que fluye de los grandes sabios de Tolerancia cero.
-Tal vez tengas un poco de razón. Creo que le daré una vuelta al asunto.
-¡Gracias, señor Mardones! Me vuelve el alma al cuerpo.
-Te dejo por hoy, Ted. Mañana decidiré qué hacer. El aparato se encenderá puntualmente a las seis.
-Muchísimas gracias, señor Mardones. Le confieso que estoy realmente preocupado por la suerte del carnicero de Sarajevo. ¿Coincide usted conmigo en que la figura del carnicero, que es el sencillo eufemismo con que se denomina al genocida, representa el aspecto espiritual más primitivo de los pueblos y el que realmente los aúna en torno a una causa?
-Ja ja, no tienes remedio, Ted. ¡Cállate de una vez!

***

Monólogo de Ted

Habrán pasado ya más de 20 años desde que se fue el señor Mardones. ¿Quién lo recuerda? ¿Lo recuerdo yo acaso? Era un poco nervioso, eso viene a mi memoria. No era de una sola línea. Cada vez que recibía visitas me prohibía hablar. Yo le seguía la corriente y me quedaba quieto, mirando fijo. Me costaba contener las ganas de salir al ruedo cuando notaba que lo trataban con cierta displicencia. Él, en su afán de agradar a los poderosos, tendía a rebajarse, a hipotecar su dignidad. Después se iban las visitas y se desquitaba conmigo. ¿Has visto a esos miserables?, me decía, ¿te has fijado en lo poco que valen? Pero qué le podía decir yo, si él mismo los invitaba para repartirles sus escritos. Me trataba tan mal, pero me quería, a su modo. A los demás se les hacía difícil quererlo pero a mí, no tanto. No tenía alternativa.
Noto, no sin alarma, que con el correr del tiempo me voy poniendo cebolla. Debe de ser el influjo de mis amadas teleseries.
Este desván no se presta mucho para revivir el pasado. A veces me pregunto quién soy de verdad. Luego de pensar unos momentos no llego a nada, salvo a una idea de lo más caprichosa: todos los que me vieron se reflejaron en mí. “Ese soy yo”, decía uno; “es igualito a mí”, decía el otro; “estás equivocada, ¿no ves que tiene mis rasgos?”, decía la de más allá. Pero en cuanto a mí mismo, a lo que se podría denominar Yo con mayúsculas, a la verdadera identidad de Ted; no sé, ese misterio supera el corto alcance de mi seso. Si para unos era una belleza, para otros el modelo de la gallardía y del honor, para otros el siniestro rostro del pecado, para otros la traición llevada a la categoría de arte, para otros un puntero izquierdo de la “U”; en fin, si para el señor Mardones fui un mamarracho que no le llegaba ni a los talones a Walter, ¿qué viene a ser Ted a final de cuentas? Puchacay, qué cosa más rara...
Echo de menos esos programas tan encachados que veía en el televisor del señor Mardones. No duré ni una semana en esa pieza después de que se marchó. Como se dice, estaba calentito el finado cuando me mandaron al desván.
Menos mal que esto de tener poca imaginación ofrece grandes beneficios. Una persona de carne y hueso recluida 20 o 30 años en un desván ya estaría loca. Una obra de arte como yo, en cambio, se desenvuelve lo más bien. Si aguzo el oído puedo escuchar las conversaciones del primer piso. Eso no es mejor que mis teleseries favoritas, pero saca de apuros. Los niños siempre salen con ocurrencias macanudas. En los malones, a los grandes no les faltan motivos para discutir; más de una vez han llegado a las manos... eso no me gusta nada, no tolero el llanto, a menos que sea un llanto de teleserie. Esos sí que me gustan, me emocionan hasta las lágrimas...
Tampoco espero mucho de la vida. Es mi drama, el drama de los inmortales. Por eso mi sueño fue siempre ser como el señor Mardones, “un hombre con fecha de vencimiento”, como a él le gustaba decir, eso no lo he olvidado.
Por lo que escucho de abajo, el mundo sigue siendo el mismo de antes. No se dan cuenta de los grandes cambios socioeconómicos que se están produciendo en la faz de la tierra a raíz de la escasez de agua y del enfriamiento del planeta. El turismo lo ahoga todo, a eso tampoco se le está dando la importancia debida. El mundo ha pasado a ser una mezcla de razas que luchan por conservar la identidad. La marea china bebió de su propia medicina.
El señor Mardones me hablaba de Walter. Sostenía que un artista de ese nombre me había creado. Curiosamente, ninguno de sus amigos dijo conocerlo. Yo he llegado a pensar que su enfermiza modestia le hacía creer que de verdad existió un artista llamado así. De esa forma podía reírse de mí a su gusto y decir que Walter, en el fondo, había sido un fraude, un remedo de artista. En sus últimos días hablaba demasiado de vengarse de ese hombre. No era tan bueno el señor Mardones; tenía sus cosas...
Vivir en un desván. Si supiera el señor Mardones que Ted yace en un desván, olvidado del mundo, arrinconado, cubierto de tela de araña y caca de ratón. Es verdad, la obra no muere. Pero, ¿vivir así?
Tal vez uno de estos días haya mudanza, la copucha me llega desde abajo. Se habla de una casa más pequeña, de una división en la familia. Los niños están inquietos, no juegan ya como antes. Me encantan las copuchas, siempre y cuando no termine uno víctima de ellas. Y ésta no me está gustando nada. Un desván después de todo es un desván. Pero un horno, un basurero... eso ya vendría siendo una cosa muy diferente. No me gustaría irme a las pailas.

martes, julio 29, 2008

Recuerdos de la montaña mágica

Aunque el mundo no marchaba como Dios manda, yo me sentía demasiado bien, como Hans Castorp, el "niño mimado por la vida". Me levantaba a buena hora, dejaba a mis hijos en casa y salía a tomar el café del mediodía, que acompañaba de un buen libro. Al principio llegué como todos, como un desconocido. Luego los mozos me reconocieron. Me parecía que la tímida joven de ojos verdes se ruborizaba al preguntarme ¿lo mismo de siempre?, pero ahora que hago memoria, creo que el que se ruborizaba era yo al decirle que sí. Allí fue donde terminé de leer "La montaña mágica", un 28 de julio de 2008, casi dos años después de que abriera el regalo y leyera en la primera página "con mucho amor a mi esposo". Allí leí además tantos libros, el Rey Lear traducido por Parra, La conjura de los necios, los Viajes con mi tía, los ensayos de Montaigne, los cuentos de Marcelo Lillo, poemas de Pessoa, de Cernuda, de los clásicos ingleses. De todos guardaba algo, todos me influenciaban. Luego acudía al ciber café, donde escribía. Al entrar a la galería comercial les echaba una mirada a los locatarios. La deformidad profesional me hacía pensar que eran personajes de cuentos. En la peluquería había una rubia aprendiz con su maestro el peluquero maduro. En la tienda de excentricidades, una mujer entrada en años de arqueadas cejas dibujadas sobre el arco superciliar, labios rehechos y abrigo de piel. No miraba, sino que perforaba con unos ojos que se adivinaban detrás de sus lentes oscuros, insólitos para el subterráneo donde había armado su nido. En la perfumería nunca había nadie; era un misterio que un local ofreciera en venta productos tan caros a una tropa de fantasmas. Otro local lo ocupaba un grupo de señoras que se reunían a estampar figuras en género o en platos de porcelana. En el ciber echaba mis huesos delante de un computador y comenzaba a imaginar mundos posibles y mundos imposibles. Los posibles me sumergían en el desánimo; los imposibles despertaban mi parte lúdica. Para Ximena también fui un extraño que se comenzó a desenrollar con los días. Sus miradas severas, originadas, ya lo sé, en mi ceño adusto, que despierta rechazo a primera vista, trocaron en familiaridades, como ofrecerme siempre "el 5", mi favorito, "lo está esperando".
No puede uno evitar enterarse de las vidas de los demás cuando está con los demás. Ximena vivía discutiendo con su hermano, arrendatario del local de bicicletas próximo a ella. Había una tercera hermana, la dueña de todo. Era dueña también de una suerte de sensualidad exquisita que no compartía con nadie, lo que la tornaba más bien fría. Los tres no podían vivir el uno sin el otro. La gordura de Ximena era colosal. En el fondo del alma de los gordos habita una inmensa sensación de fracaso. Consiste en no aspirar, no merecer, ni siquiera vislumbrar. Ximena abría el local temprano, al almuerzo comía resignadamente un plato de pescado frito o de hamburguesas servidos en una bandeja y comprados en el local de al lado, y al oscurecer cerraba con llave y se marchaba en microbús a su hogar, ignoro dónde. Esa era la vida que le conocía, más el sueño de volver algún día a su lluviosa ciudad del sur, donde pasó los años de juventud. Su hermano hablaba con voz de marica. Con el tiempo he aprendido a recelar de las apariencias. Voz no significa vocación ni conducta. Sospecho que su tono escondía el apresuramiento de la víctima. De allí las eternas discusiones con Ximena por una cuenta olvidada, una decisión errónea, un favor que se pide a destiempo.
En el ciber también me enteraba del producto de mi trabajo del día anterior. Mi labor, por esos días, consistía en seleccionar noticias para publicar en el periódico. Era una labor nocturna, que había elegido yo mismo luego de años y años de haber pisado el asfalto caliente, reporteando hechos insustanciales que no dejaron huella alguna en el país. Así me había ganado la vida y así me la ganaba ahora, seleccionando noticias. En mi diario existía un índice de lectoría, especie de oráculo divino. Si al día siguiente la barra se elevaba producto de mi selección yo me alegraba; si resultaba al revés me decaía. Hasta el día de hoy me pregunto cómo pude haber trabajado con la mira puesta en cosas como ésas. Cómo pude haber sido tan sensible a cosas así. Había sido un completo orangután de zoológico pendiente del maní y del plátano, pero ya era tarde para remediarlo.
Siempre quise levantarle la voz al mundo. Incluso había días en que mi voz tomaba la peligrosa forma de una advertencia. Peligrosa para mí, desde luego. Mis amigos afirmaban con cariño que yo tenía dos personalidades: la del tipo ansioso y responsable y la del sarcástico brutal. En mi trabajo, los más jóvenes me respetaban, pero me temían. En mi casa, mis hijos decían que los vigilaba como hacen las lechuzas.
Quería ser yo mismo, individuo egoísta, pero me atormentaba la imperfecta relación con mi mujer y el futuro de mis hijos. Tuve la fortuna de tener tres hijos artistas. A la postre, coseché lo que sembré: el deseo de hacerse notar para ser querido por una autoridad invisible. Mi sacrificio periodístico no valió de mucho o al menos no fue ejemplar.
Había momentos en que el más artista de los tres entraba en estados de depresión que me angustiaban más que a él mismo. Cómo acercarse a un hijo, pensaba, qué decirle, y lo que hacía era evadir, tratar de olvidar, seguir viviendo la vida en la montaña mágica.
Creo que mi hijo necesitaba tanto un padre de verdad. Ansiaba desprenderse del otro, matar al otro como fuera. Pero nos queríamos y nos comprendíamos, con qué fuerza. Habíamos descendido ambos a los túneles mojados, conocíamos la fuente donde brota la belleza.

miércoles, julio 23, 2008

Memorias del dr. Vicious

Hemos vivido, sí, estamos de acuerdo en eso. Pero desde que tuvimos uso de razón el mundo nos interpuso una montaña. De nuestro lado no hubo cruces de calles ni grandes contubernios. Todo ha sido como corresponde que sea en un pueblito de provincia. Las chicas salen a la calle y hablan de ellas. Mueren los abuelos y en sus velorios se reúne el vecindario. A todo el mundo le gusta la carne asada. De vez en cuando un terremoto abre colectas nacionales. La guerra nos ha sido dada a conocer solamente a través de los libros. Durante esas lecturas de invierno la emoción de batallas y masacres se nos combinó con bostezos sosegados.
Hubo una guerra interna, es verdad, estamos de acuerdo en eso. Murió gente acribillada y torturada de la manera más cruel. A las mujeres las violaron animales y a los hombres les aplicaron corriente en los testículos. ¿Y yo dónde estuve, y los demás? Donde mismo estaban todos, trabajando silenciosa, arduamente, llevando un hogar, con los ojos muy abiertos.
A los pies de la montaña, la gente olvida pronto. Olvida razones, causas, consecuencias. Viste de mártires a políticos miopes; condena a los que tuvieron el poder y hoy no lo tienen o murieron.
A Hitler lo obligaron a matarse. A Carrera lo fusilaron. A Napoleón lo desterraron. A Hussein lo mataron. ¿Qué hicieron las dos hijas mayores con el viejo Lear? María Estuardo, ¿cómo terminó sus días?
Nosotros no hemos visto nada así. En nuestro pueblo no se ven esas oleadas de invasores que se cuenta que hay detrás de la montaña; el altar de nuestra Iglesia vendría a ser el mismo de antes, no transita el pasajero temiendo un atentado. A los héroes se les viste con zapatos de fútbol. Qué se condena. Una marcha estudiantil. Qué se critica. El manejo de la inflación. Qué se siente. El hastío de la felicidad.
Con los años la montaña va creciendo. Algún día nos tragará como se los traga a todos. Yaceremos bajo sus pies entre una masa de cadáveres que ya le habrán dado lo mejor de sus frutos a la tierra, mis crímenes quedarán prescritos sin polémica; ella se levantará aun más erguida que antes.
Nuestros ojos no verán la escena, pero sucederá también el día en que la montaña caiga arrodillada, derretida de calor, humillada por el cielo. Ese será el último día.

martes, julio 15, 2008

Oleadas de pasión

Se suceden en el mundo, unas tras otras, oleadas de pasión. Los viejos las ven llegar desde la costanera. Vienen del mar.
Al principio era un mar encabritado, espumoso, el que los arrojó a la playa. Corrieron por la arena, eufóricos de frío. Se sentían intensos, tenían ganas de hablar. De lejos eran mirados por unos ancianos miopes que con su mirar les arrancaban carcajadas delirantes de grandeza.
Sin darse cuenta, subieron a la costanera y los viejos fueron ellos. Miraron hacia atrás: nada había cambiado. Estaban en las bancas mirando a los que venían desde el mar.
Era un mar gastado, lechoso. Un mar de ansias ajenas de vida. Del mar nacían nuevos viejos, sus iguales.
Cuando fueron reemplazados miraron al cielo desde un fondo cavernoso de la tierra.
Una figura negra los hizo pasar a un palacio negro y allí están los viejos de ayer, esperando novedades, oleadas de pasión.

viernes, julio 11, 2008

Impresiones de un encuentro con el diablo

Eran cerca de las 11 de la mañana cuando volví a encontrarme con el diablo. A Dios gracias lo había dejado de ver hace un tiempo, pero como sucede con el diablo, por una u otra rendija me recordaba de cuando en cuando su existencia. Esta mañana vestía suéter gris y como de costumbre, me saludó con cariño.
Lo que impresiona del diablo es su desfachatez. Una característica propia de los ángeles caídos es ser desfachatados. Aunque bajo el microscopio son bien poca cosa. Pero eso no les aproblema porque los ángeles caídos no tienen Dios ni ley: viven para pisotear a los demás.
Hay ángeles a los que se admira. A otros se les teme. Si se le teme demasiado a alguien, entonces se le invitará a la mesa. Eso me sucedió con el diablo. Y mientras el diablo hablaba con naturalidad, yo me deshacía en pensamientos rápidos. Todo el mundo cree que los bloqueos mentales paralizan la mente y es al revés: la activan a niveles prodigiosos. La mente, en ese estado, se transforma en una máquina de pensamientos y de recuerdos que permiten fabricar inusitadas asociaciones, única forma de hacerle frente al enemigo. Es tal el trabajo interno, que generalmente se pierde el contacto con la verdadera realidad del momento y por eso se dice que la persona está bloqueada. No oye, o más bien no asimila lo que escucha, responde brutalidades, pregunta insensateces.
Dentro de ese estado yo debía ir al ritmo vertiginoso de su charla, no podía quedarme atrás; es más, debía anticiparme a sus pensamientos y la única forma de lograrlo era preguntar y preguntar. De la boca del diablo salían códigos desconocidos, nombres que me sonaban, lugares nunca visitados. Yo no pensaba en otra cosa que en caer bien, decir inteligencias. El diablo, desenvuelto, me miraba en menos, reparaba en detalles increíbles, hablaba desde la cuesta y yo sube que sube...
-Conque has vuelto a las andadas -me dijo.
-Así es -asentí. Era mi forma de venganza.
Más tarde, con el estómago revuelto, de retorno al hogar de la normalidad aunque herido aún, mi mente tramaba asesinatos, reacciones brillantes pero tardías, imposibles. Recién entonces tomé conciencia de haber estado con el diablo y la conciencia me pesó, pues asumí con dolor y rabia que una vez más le había hecho una reverencia.

miércoles, julio 02, 2008

Pequeñas dudas acerca de la locura

Estoy por creer que realmente soy un loco, lo que me llena de asombro. ¿Son así los locos, los temidos locos que moran en mi subconsciente? Porque si fuesen así, entonces, como dice la gente, no es tan fiero el león como lo pintan.
Varios me han llamado loco en los últimos días. Mi mujer, porque elevé la voz. Mis colegas, por los comentarios que hago o las cosas que escribo. Mi nieta, quien utilizó otra palabra para decir lo mismo (me dijo nervioso). Yo mismo debo admitir que de vez en cuando desarrollo conductas no habituales. Si se pusieran éstas últimas en un saco y se vendieran en la feria quedarían a la vista esas desconocidas facetas de mi locura. Pero como corren cada una por su cuenta por las calles o dentro de cuatro paredes, entonces nadie puede hacer la relación. Y qué decir del plano ético, aquél que separa los campos de la existencia, dándoles a uno un nombre bíblico y al otro un aborrecible disfraz de pintura cubista. Y qué decir del amor, verdadera escuela de la locura.
Hasta hoy me sentía muy seguro de mi criterio, pero con estas señales que surgen pierdo la fuerza. ¿Estoy haciendo lo correcto o mi actitud momentánea es una prueba más de mi enajenación? Si guardo la compostura, ¿acaso no hago más que reprimir mi yo más íntimo y real? Y si soy yo mismo, ¿debo aguantar el chaparrón o tengo derecho a réplica? ¿Pero no ha sido siempre la réplica de un loco el mejor acicate para la burla ajena?
Son pequeñas dudas que alguna vez tendrían que ser sometidas al escrutinio público.

miércoles, junio 18, 2008

Variaciones fallidas sobre un cuento corto de Graham Greene

Graham Greene no peca de falsa modestia al declararse una especie de aprendiz del cuento corto. "El cuento corto es una forma literaria exigente que no he practicado nunca en debida forma", declara. En ese mismo comentario, escrito antes de dar a luz sus obras maestras, el escritor británico considera a los cuentos cortos como "productos subsidiarios de la carrera de un novelista". Yo creo, por lo tanto, en esa declaración. No obstante, su relato "El inocente" es una obra maestra y podría figurar en cualquier antología del género. No es el mejor que produjo su pluma (creo que "Una salita cerca de la calle Edgware" es aún más brillante, aunque en la segunda lectura lo hice bajar un escalón) lo que me da pie para detenerme a experimentar en él. De paso, debo admitir que relatos suyos posteriores a los que he mencionado me decepcionaron vivamente.
¿A qué aspiran los cuentos cortos? ¿A qué aspiran los cuentos? Creo que a tumbar al lector con un golpe de nocaut, y a dejarle marcado el recuerdo del golpe. Hay cuentos cortos que logran ese efecto noqueador, como los de Maupassant, que la memoria retiene a pesar de los años. Su secreto es la fuerza de la anécdota. Otros actúan por lenta demolición, por adormecimiento (valga la paradoja) como sucede con los relatos de Kafka. Creo que los relatos borgianos, tan cerebrales, están construidos para deslumbrar y allí se les va un poco la fuerza. La sinceridad que les falta, esa impresión que dan de que Borges ocultara su verdadero yo detrás de estos fuegos artificiales, es la que le sobra a Rulfo, quien parece jugarse la vida en cada historia. Chejov y la bandita norteamericana comandada por Salinger y Carver figuran también en el ránking de los mejores. Al ruso le basta una página para hacer llorar. Salinger estremece, sin desperdiciar una sola coma. Carver lo deja a uno atónito, pensando en lo fácil que parece ser escribir de nimiedades. En fin, Boccaccio, Chesterton, Chaucer, las mil noches y una noche... es prudente detenerse.
Un cuento corto ideal debería cambiar en algo la vida del lector. A mí "El inocente" me cambió la vida. Me devolvió por unos minutos a mi niñez provinciana, a mi primer enamoramiento. Me hizo comparar la sensibilidad del autor con la mía, me hizo comparar su técnica cuentística con la mía, me obligó a escribir este ensayo de ensayo. Me ha hecho variar por un momento el curso que les quiero dar a estas Memorias. Por todo aquello le rindo el tributo de estas variaciones fallidas.
"El inocente" es un cuento que se compone de tres o cuatro elementos, dispuestos con precisión matemática y ascendente. Un adulto joven ya corroído por los años retorna a su pueblito natal, a petición de su amante, una atractiva pero insensible meretriz que desea gozar de un fin de semana en el campo. No más descender del tren el protagonista se da cuenta de su error. Pudo escoger otro lugar, "otro campo" para satisfacer el capricho de su compañera de turno, pero el primero que se le vino a la cabeza fue ése, el suyo. Los coches en la estación, el mismo cerro de arena a la salida, las primeras casitas, apenas modificadas por una ampliación o una nueva mano de pintura, le devuelven de golpe a la memoria sus años de niñez. Ella está decepcionada, él desearía estar solo. Alquilan una habitación en el viejo hotel, bajan al bar, un parroquiano lo mira con envidia desde su mesa solitaria. Acicateado por la emoción, por ese refresco de imágenes olvidadas, él sale a recorrer el pueblo a solas (¿No te molestaría que lo hiciera?, le pregunta antes a su amante). Ella acepta y se queda en el bar.
Mi primera variación, pues, consiste en la relación que traba el parroquiano con la vistosa mujer. El apetito carnal de este hombre se despierta ante la posibilidad de una aventura, avalada por el descuido del protagonista. El choque de dos formas de vida, la de la banal y artificiosa mujer de la ciudad con la del simple hombre de campo, cede paso a la tensión física. Podría introducirse aquí un dato valioso: ella guarda un pasado similar y sueña con una casa rodeada de gallinas y cerditos. En los brazos de un desconocido del pueblo le dice entonces adiós a su pasado y le abre los brazos a su destino de granjera. Pero el parroquiano, ¿quedará con dudas o tendrá la valentía de hacer caso omiso de la historia de corrupción y bajeza que carga la que es a partir de hoy compañera de su vida? Dicho de otro modo, ¿ha renegado ella realmente de su vida licenciosa por el solo encuentro con un hombre en un miserable pueblito de campo? Si fuese así, no era la anterior su naturaleza, se escondía detrás de máscaras utilitarias. Pero si era esa su condición esencial, ¿qué lo anticipó en el relato? ¿O se trataba de una sorpresa que nos reservaba el autor? ¡Cuidado con las sorpresas en la literatura!
Pero hagamos cuenta que prostituta y parroquiano inician una relación sentimental. ¿Qué será entonces de ellos, lo sabremos? Si no lo sabemos estaríamos probablemente ante un cuento acerca del triunfo del amor primigenio. Si lo llegamos a saber, de un cuento sobre las consecuencias de una pobre transacción sentimental. Cualquiera de estas soluciones, que van surgiendo como consecuencia de erradas jugadas en el tablero, complican más de lo aconsejable una historia sencilla, profunda y efectiva.
También puede suceder que, a solas en el bar, la mujer ve en el hombre la posibilidad de ganarse unas libras extras. Entonces ambos suben rápidamente a la habitación y ella le satisface su deseo. El hombre, al bajar las escaleras, toma conciencia de que ha malgastado parte de los ahorros de meses destinados a la compra de animales. Ella se ríe íntimamente de la guinda de la torta que le sacó al fin de semana de campo. Pero tal opción argumental importa una grave falla: no es posible cambiar el tono del relato sin dañarlo. Si el protagonista se ha revelado como una persona sensible, inteligente, aunque decepcionada tempranamente de la vida, no es razonable que el cuento se transforme de pronto en un relato picaresco, a sus espaldas.
Nunca creo haber leído que un crítico haya considerado la constante bifurcación de senderos con que se topa el argumento de un cuento para destacar su majestad. Mi discernimiento, eternamente en busca del cuento perfecto, toma en cuenta ese aspecto antes que cualquier otro, descartado lo básico. Graham Greene no empleó ninguno de estos ejemplos de variantes, y se me antoja que pudo tener varias más en mente al teclear la máquina. Finalmente decidió dejar fuera toda posibilidad de desarrollo de los personajes secundarios. El parroquiano no volvió a aparecer y de la mujer sólo sabremos que en la noche, luego de hacer el amor con su compañero, se dio vuelta en la cama y se durmió.
Descuiden, queridos lectores: aún queda mucho cuento y por ende, muchas variaciones. La maestra de piano que da clases de baile daría para un final al estilo de Joyce, quien gusta cambiar la dirección del viento en el último tercio de sus relatos. El papelito en un agujero del portón me recuerda un cuento de la escritora española Marta González Acosta, titulado, si no me equivoco, "La tercera gestación". En ambas ocasiones el corazón de la vida parece estar encerrado en un perímetro microscópico: he allí otra posibilidad de cambio. Y en cuanto al dibujo obsceno de un hombre y una mujer... pero la prudencia me vuelve a llamar a su redil. Mejor abandono este fallido ensayo; lo dejo hasta aquí, sin más.

martes, junio 10, 2008

A mis lectoras y lectores

Menguan las lecturas de estas Memorias. Menguan los comentarios. Si eso me causa inquietud se debe a la intuición de que al descuidar vuestras experiencias, queridos amigos, los ofendo. Nada más lejos de la verdad. Si escribo es en parte por ustedes, aunque la motivación principal siga siendo la de llegar al centro mismo de mi soplo vital. Una vez que lo haya conseguido ya no habrá necesidad de plasmar mis ocurrencias por escrito y podré retirarme a mi casa de campo. En tanto no suceda, debo seguir insistiendo, poniéndolos por fuerza como testigos de este sueño pesadillesco, de este arrebato que se asemeja a una proeza civil. Y aunque quisiera, no puedo detenerme un minuto a contemplar otros paisajes; bastantes ya reclaman su exhibición en una sombría lista de espera.
Todo es miseria y vanidad; nada sacamos con negarlo. Hasta la sabiduría es vanidad. Ésta sólo deja de alumbrar en el paraíso perdido de Lao Tse y de las sagradas escrituras. Cada uno de nosotros ha descubierto el mundo y reclama su pertenencia con los mejores argumentos. Ni siquiera los jueces del más versado de los tribunales de la tierra podrían fallar un caso como éste.
No es mi ánimo parecer pedante, sino reivindicar al corazón, órgano tan sacado de contexto en los tiempos que corren.

lunes, mayo 19, 2008

Domingo

Vargas pedaleaba sin goce por un sendero cubierto de hojas secas. Su mujer lo hacía por un sendero paralelo. El parque disponía de varios; cada quien podía escoger el suyo y en ésa, como en tantas materias, resultaba increíble la diferencia de gustos y de pensamiento entre ambos. Increíble, considerando la cantidad de años que llevaban casados. Aún así, continuaban porfiando en remar para el mismo lado.
Era el paseo de prácticamente todas las mañanas de domingo, que ya llegaba a su fin. Comenzaba cuando ambos se dirigían a la cafetería, se instalaban a leer (Vargas, literatura; su mujer, sicología) e intercambiaban tres o cuatro impresiones acerca de la semana que se había ido. Luego venía el retorno y a continuación, el almuerzo en familia. El día solía culminar por la noche con su mujer recogida tempranamente en la habitación y con Vargas frente a la pantalla, bebiendo un trago ante un programa de análisis político.
El sendero, las hojas, la brisa cálida que anunciaba lluvia configuraban un cuadro de hermosura tenue, algo inquietante, otoñal, pero para Vargas era un cuadro ya visto y por lo tanto, ya disfrutado. Al día siguiente comprendería, tarde, que había desperdiciado un buen momento de sencillo placer.
No bien entró a la casa lo aquejó el mal humor, como cada domingo. Su mujer no reaccionó de manera diferente. En eso sí se parecían. Todo estaba igual. Ninguno de sus hijos les había leído el pensamiento. La cocina lucía fría, desordenada y vacía. La olla dormía en la despensa, el horno era una cripta olvidada. Las verduras reposaban en la parte baja del refrigerador. Sobre la mesa del comedor no había mantel, copas, vajilla, servilletas, panera, vino, velas. No había nada.
¿Se es esclavo de los hijos? ¿Se les debe amor y cuidado eternos? ¿Crecen los hijos y pasan a ser pares, amigos, confidentes, incluso cómplices, o nunca dejan de ser hijos? Ambos lo pensaban en silencio mientras partían rábanos, echaban el salmón al horno, papas a la olla, gritaban órdenes que más que órdenes eran quejas, y más que eso, súplicas.
La casa se iba animando. La menor disponía el arreglo del comedor; la mayor se enfrascaba en la elaboración de complejas ensaladas; la nieta se levantaba de vez en cuando del sofá, corría por la casa y repartía abrazos sin motivo, el hijo seguía ensimismado en su pieza con su batería y sus dibujos. La casa de locos, otra vez, nuestro sino, pensaba Vargas, concentrado en sus labores de chef de pacotilla, sumido en esa tensión que ya tan bien le conocían los demás y que se prestaba para tantas bromas.

***

Encendió la estufa y se sentó a la mesa, el primero. Sirvió el vino y esperó un tiempo prudencial. De a poco se fueron integrando los demás, menos el hijo de la batería, a quien se habían cansado de llamar. Afuera parecía que se iba a hacer de noche, cuando no eran ni las tres y media de la tarde. En vez de iniciar un tema agradable, Vargas protestó a medias, desnudó su desencanto con el estado de las cosas, como si los demás tuvieran algún grado de culpa del estado de las cosas. Lo tenían, es verdad, pero ¿no era un pecado fabricado por él mismo a lo largo de los años? Su mujer fue la primera en burlarse de él y a ella le siguió la nieta, que solía analizar sus pasos en los más mínimos detalles. El hijo apareció de pronto y se hundió en su plato. Vargas farfulló un remedo de reclamo y se echó un pedazo de carne a la boca, que se comió con un placer atroz, oculto en un rostro amargo, tenso, angustiado. Mientras comía recordaba la cara que tenía su padre en momentos como ésos, de "sana alegría familiar". Cuando lo miraba de reojo, de niño, de adolescente, en la adultez, ese rostro agrio le parecía mezquino, injusto; pero ahora, al hacerlo suyo, lo comprendía cada vez mejor. El peso del destino, los sacos de tristeza guardados en el desván de la memoria, la renuncia de la alegría a cambio de la ilusión del control sobre los demás. Ese había sido, al final de cuentas, el resumen de la vida de su padre, más allá de sus vicios y de su eterno mal humor. Con cuánta claridad le enviaba hoy ese mensaje desde el más allá.
La segunda copa de vino lo tranquilizó y ya en la mitad del almuerzo comenzaron a volar bromas afectuosas, bromas buenas, tan diferentes de aquellas que dichas con las mismas palabras destilan veneno y dan inicio a encarnizados combates. Vargas al fin entraba en vereda y escogía, de las dos opciones, la mejor.
Brindó, aceptó las bromas, limó asperezas, concilió, dio consejos y se ofreció incluso para lavar los platos, pero sus hijos se le adelantaron, al considerar sabiamente que poco habían hecho hasta el momento por justificar sus invaluables existencias. La oferta le vino como anillo al dedo: se tendió en el sofá, se arropó con su manta favorita y sintonizó el concierto de la tarde. Abrió uno de los libros que tenía a medio leer, fijó la vista en el párrafo indicado y se durmió profundamente.

***

Cuando despertó, su mujer leía el suplemento dominical. El sonido placentero de las hojas al dar la vuelta lo había sacado del sueño, de modo que su retorno a la vida fue grato. Propuso entonces comprar pasteles, darle un paseo a la mascota y arrendar una película en el local de la esquina. Una a una, sus ideas fueron cayendo como el clásico castillo de naipes. Su mujer tenía otros planes, como siempre y como por lo demás resultaba lógico. ¿O consideraba Vargas que el mundo se había detenido con una pequeña siesta? El domingo ya iniciaba su descenso hacia el océano, donde se pone el sol, y ya no era momento de placeres: había que planificar la semana, planchar ropa, revisar cuadernos, en fin, navegar por los ríos que surcan entre sombríos desfiladeros, como hacen las personas hechas y derechas que saben disfrutar la luz... en el momento apropiado.
En ese punto de la tarde entró una vez más en una ligera depresión. Sintió que su vida no estaba hecha para sacrificios, que sólo el placer lo atraía; incluso más, que sólo el placer de encontrarse consigo mismo le decía algo en esta suerte de plan absurdo que lo retenía y lo doblegaba, a pesar de sus defensas. Pero sintió también lo que sentía todos los domingos a esta hora: que todo placer tiene hora de término; o en otras palabras, que nada es eterno, nada puede postergarse hasta el infinito. Y si Vargas deseaba ser un hombre bien hombre, como lo deseó desde que tuvo uso de razón, debía enfrentar este reto a lo hombre.
Salió a la calle y caminó unas tres cuadras bajo un cielo negro y amenazante, hasta llegar a su destino. De vuelta notó que el viento ya cimbreaba las copas de los árboles y plagaba la calle de grandes hojas amarillas. Si enfocaba su vista hacia los focos encendidos de los automóviles podía ver cientos de chispitas blancas que los atravesaban en diagonal. Se acercaba al galope una tormenta, el peor de los presagios que albergaba su inconsciente. Aunque podría ser -había una esperanza- que la tormenta misma no llegase a los niveles míticos del vaticinio que le daba su mente y cumpliera noblemente su sencillo rol de fenómeno atmosférico. Aunque él mismo aún no estuviera preparado para enfrentar los relámpagos mentales que alumbraban por segundos los rincones más horrorosos de su interior, aquéllos que dejaban al descubierto un vacío inefable, imposible de comprender; su casa, fundada en bases sólidas, sí lo estaba. Tal idea lo entusiasmó y cuando entró de nuevo al hogar, Vargas depositó con ingenua alegría una docena de pasteles sobre la mesa.

miércoles, mayo 14, 2008

Galletas de oxígeno para Romero

Jorge Romero se vio obligado a suspender la lectura para ir al cajón por su cuota de oxígeno. Dio gracias a Dios, sin pensarlo, sólo sintiéndolo, por contar con los medios para ello. Desde la ventana de su departamento del sexto piso miró hacia la calle: la gente que aún permanecía en el planeta se desplomaba en el suelo como moscas rociadas con insecticida. Antes de expirar, pataleaban. Nadie recogía a nadie y no había perros que devoraran los cadáveres. El mundo evolucionaba a pasos agigantados hacia una nueva forma de vida, en la que no parecía haber cabida para el ser humano, entendido como el espectro de lo que alguna vez fue La raza.
Sacó una galleta y se la comió: el oxígeno que contenía le daría para media hora más de vida.
Recordó que no hace mucho los hombres respiraban normalmente, con la misma naturalidad con que pensaban. Ahora iba quedando solamente el pensamiento, ya que la respiración había desaparecido y con ella, el ritmo y la música. En un futuro cercano del hombre no quedaría nada. Habría animales de tallos enormes que apuntarían al sol, animales parecidos a flores; monstruos sin dientes pero con bocas del tamaño de una cancha de fútbol, bocas imantadas hechas para captar y tragar polvo metálico; habría huéspedes de dichas criaturas nacidos para disolver y procesar en segundos los metales. Por los rincones de la urbe ya se intuía la aparición de estos nuevos seres. No se percibían, pero estaban en el aire. No era una situación para cortarse las venas al estilo de los patricios romanos desencantados. Bien vistas las cosas, la realidad era bastante sostenible, incluso placentera, más que "en los buenos tiempos". A Romero siempre le había llamado la atención el cariz sombrío y terrorífico de las novelas de ciencia ficción, en circunstancias de que cuando se vive inmerso en mundos similares a los que describen con tanta ingenuidad los libros es harto el provecho que se puede sacar de esas falencias. Por lo demás, las consecuencias seguían siendo las mismas: mientras los débiles se desplomaban, pataleando, los fuertes se paseaban victoriosos, contemplativos.
No había un profético más allá, los profetas no sacaban nada con vociferar, sus advertencias parecían tan vacías, divertidas, posmodernas. El mundo de los profetas había llegado a su fin. Al menos en el mundo en que vivía Romero. Aún así o quizá por eso mismo, los profetas proliferaban como zombies.
El paseo de la tarde lo sumía en esas hondas reflexiones. Hacía frío. En el bolso que le colgaba al hombro llevaba una provisión de galletas para unas tres horas, dos más que lo calculado. No podía sucederle nada malo. Los zombies no tenían la fuerza necesaria para asaltarlo y quitarle las galletas. Ni siquiera cincuenta zombies lo podrían hacer. Tal vez cien, pero decir cien era como interpelar a un ángel.
Entró al Bristol, su café de siempre, y ordenó lo de siempre. Aunque nadie se engañaba con el evidente artificio, todo dentro del local intentaba crear la ilusión de un café "a la antigua", como a él le gustaban, con mesas y sillas de madera y canciones viejas, oxidadas. Reconoció la voz de un bolerista mexicano, tal vez de apellido Soza o Solís, de timbre meloso, agudo, pero no desagradable. Sacó el libro de turno y comenzó a leer. La chica de ojos verdes, la misma de siempre, no tardó en volver con la bandeja. Cubrió la mesa con el mantelito azul, depositó la taza humeante, el vaso de agua y el bizcocho, uno solo. Antes de retirarse lo miró con cierta ternura y él le sonrió.
Entre sus manos tenía una edición de bolsillo con ensayos escogidos de Montaigne, pero digerir una mísera página le estaba costando demasiado, pues la música que emitían los parlantes ubicados en ángulos discretos del local lo distraía abiertamente.
"Si te pudiera mentir, te diría que aquí todo va marchando muy bien, pero no es así. Estas tardes oscuras me asustan y no me hace bien caminar. A veces creo oír que me necesitas...", cantaba el bolerista.
Afuera, los zombies se aferraban a la ventana sin fuerza, lo miraban a los ojos, y caían. Caían, pataleaban y morían. Romero le hizo un gesto a la chica. Ésta corrió a cerrar la cortina y luego se encogió de hombros, como disculpándose. Fue un momento extraño de felicidad y miseria: al parecer ambos se entendían mejor de lo que pensaban, mientras el vidrio se hacía trizas de un golpe. Comprendió que los mundos, incluso los paradisiacos, encierran en sí mismos el germen del horror.
Saliendo del café se echó a la boca una tercera galleta: le quedaban dos. Los zombies le suplicaron vanamente una migaja de oxígeno; él los ignoró. No podía actuar de otra manera. Era simplemente su vida o la de ellos. A su paso iba dejando un reguero de pataleos. Los sentía, pero no se daba vuelta para mirar la escena. Tuvo que hacerlo veinte minutos después cuando a su espalda, más allá de las sombras, le pareció oír una voz conocida. Aguzó la vista y divisó la silueta de un hombre desnudo. Por el timbre de la voz y vista desde lejos se le antojó la de su viejo compañero de curso, Miguel Fredes, único amigo que sobrevivió al tiempo y los cataclismos. Romero lo hacía en Montana y tal vez Fredes estuviera realmente en Montana; últimamente le había perdido un poco la pista.
El hombre desnudo que parecía ser Fredes hacía fuego en plena calle con una provisión de galletas de oxígeno sacadas desde su departamento. A primera vista parecía una de tantas profecías, uno de tantos actos delirantes que se veían a diario. Sin embargo era más que eso. Los zombies lograban rescatar algunas cajas antes de que se quemaran y desaparecían como ratas, por rendijas subterráneas, pero la mayor parte de las galletas era consumida por un fuego exigente y devorador. Tal derroche sólo podía explicarse como un acto de locura extrema, un acto suicida.
El hombre desnudo gesticulaba y maldecía a viva voz, como si ofrendara su cuerpo a una fuerza intangible. Romero no lograba escuchar sus palabras, debido a la distancia; juzgó riesgoso acercarse. Eso lo obligó a intentar un inusual rodeo para volver a su hogar.
Inició el trayecto, algo nervioso, por callejuelas oscuras, plagadas de zombies moribundos. En un momento intuyó que sobrepasaban la centena. Los zombies le tironeaban el bolso con una torpeza irritante. Se vio obligado a lanzarles una galleta, que desapareció en el suelo bajo una especie de ameba de mil caras, enloquecida por la esperanza. Antes de que lo desvalijaran sacó la que restaba y se la quiso echar a la boca, pero una mano angustiada actuó más rápido que la suya y se la robó. Ahora le quedaban, a lo sumo, dos o tres minutos para llegar a casa.

lunes, abril 28, 2008

El mundo de Ark ark Nauw, donde no todos los días amanece

Existe un mundo donde no todos los días amanece. Fue vislumbrado por Lovecraft en uno de sus extraños escritos. Los críticos y los lectores tomaron al pie de la letra el mensaje; o sea, interpretaron dicho relato como una más de sus locas fantasías. Pero se equivocaban: ese mundo existe y yo lo descubrí cuando mi expedición se extravió en el Ártico.
Habíamos bajado a tierra firme cuando la expedición se topó de pronto con una laguna, que no pudo ser confirmada por imágenes satelitales, pero que en modo alguno sorprendió a los científicos de la nave, quienes vienen alertando junto a sus pares sobre el peligro del calentamiento global.
Mientras tomaban muestras en la orilla me subí al zodiac y eché a andar el motor. ¿Qué buscaba?, no lo sé. Tal vez, desaparecer de una vez por todas, hastiado de una vida que, era mi sentimiento de esa tarde, no me había regalado lo que merecía. De modo que me interné en la laguna y navegué varias horas, ya que se trataba de una laguna inmensa, de una superficie tres o cuatro veces mayor que la del lago Llanquihue.
El trayecto tuvo su momento clave cuando surgió un abismo en medio de las aguas, de aproximadamente 30 metros de ancho por cuarenta de largo. En ese punto la laguna estaba congelada, luego entendí que artificialmente. Bajé del zodiac y caminé hacia el precipicio. Ante mi vista se abría una escalera de hielo en forma de remolino. Descendí con todo cuidado, pues carecía de barandas. De acuerdo con mi reloj pulsera llegué a la base exactamente 47 minutos después.
Me recibió un hombre muy delgado. Vestía con extrema humildad. Al presentarse me dijo que la semana pasada había cumplido 148 años. "Yo soy Ark ark Nauw, el rey". Me disponía a arrodillarme, pero me tendió la mano. "No lo merezco; para eso están los sabios". Dijo entonces que en la ciudad submarina de Bhraq bhraq Wauw -con ese nombre había sido bautizada hace 243 mil años- el rey era el menor de los seres vivos, por no decir el menos sensato. Con la excepción de un extraño mareo que me invadió apenas toqué el piso, yo me encontraba muy a gusto y no sentía hambre, a pesar del tiempo transcurrido desde que emprendí la aventura. Ark ark Nauw pareció comprender mi pequeño drama, porque antes de iniciar el recorrido por la ciudad me entregó una píldora para el mareo y un vaso de agua. "¿Tiene hambre?". No, le dije. "O sea, estamos bien". Apenas me tomé la píldora se me pasó el mareo, fue inconcebible. En tierra firme, cualquier píldora demora varios minutos en hacer su efecto, pero aquí éste fue instantáneo. Eso me llevó a pensar en dos posibilidades: que Ark ark Nauw me había administrado un placebo o que me hallaba en la antesala de un lugar mágico, desconocido por la ciencia y capaz de abrir grandes perspectivas al mundo que hasta entonces habitó el humano.
El piso era de hielo brillante pintado en cuadros verdes y amarillos y contrastaba naturalmente -sin rebuscamientos de diseño- con la opacidad de la escalera y de los muros, también de hielo, pero sin pintar. La gente se paseaba por los amplios pasillos con túnicas transparentes; el calor en ciertos trechos se hacía insoportable, a pesar de que el brillo del sol era de los más tenues que alguna vez contemplé. El ancho de los pasillos se aproximaba al de la avenida 9 de Julio, en Buenos Aires. Le dije entonces que los demás miembros de la expedición se encontraban tomando muestras arriba, en la orilla de la laguna, y le pregunté si eso era peligroso. "Sí, lo sabemos". Miré entonces la hora y descubrí que los punteros del reloj habían retrocedido unos 25 minutos, pero no me preocupé mayormente; antes bien me alegré: así dispondría de más tiempo para recorrer la ciudad. "Lo llevaremos al salón central de la gran Asamblea. Allí conocerá la verdad". Cualquier otro se habría angustiado ante este cuadro delirante, mas yo me sentía feliz. Ninguna pesadilla vivida en mi vida anterior se parecía a ésta; lo malo de las pesadillas no son los ambientes, sino las sensaciones que se experimentan en los ambientes. Anoche, por ejemplo, soñaba en el barco que un ejemplar de jabalí-ternero pugnaba por entrar a mi casa para darme coces y yo apenas podía sujetar las puertas, que presentaban graves fallas, rendijas absurdas. Pues bien, allí la ansiedad se mezclaba con una especie de miedo al futuro: sabía que de un momento a otro el jabalí-ternero vencería mis fuerzas y entraría, mas no estaba seguro de qué daño me podría hacer entonces. Aquí, en cambio, la sensación que rodeaba todos mis actos y los de los demás era la sensación de la maravilla ante la serenidad, y eso no podía ser malo.
"Ya falta poco". Pero veía a la misma gente pasearse, como si fuésemos caminando al revés. ¿Cree usted, Ark ark Nauw, que realmente falte poco? A mí se me hace que ya va a amanecer. "Ya falta muy poco". El sol bajó hasta perderse entre la bruma de las montañas y entonces amaneció. "Tenía razón, amaneció. Hace como 14 días que no amanecía. Es buena señal. Ya falta muy poco". Efectivamente había amanecido. En ciertas esquinas de los pasillos la gente hacía ejercicios para entrar en calor. Un hombre tocaba un pito y cientos de mujeres en fila intentaban la posición invertida contra el muro de hielo. Las que tenían éxito quedaban pegadas al muro con sus pies pelados; las que iban a dar al suelo se deshacían y eran barridas por una máquina, luego depositadas en un embudo al centro del pasillo. Unos 30 metros más adelante surgían de un pozo y el hombre del pito les exigía que se ubicaran contra el muro e intentaran el ejercicio una vez más, hasta que finalmente todas quedaron pegadas. "Clap clap clap". ¿Por qué aplaudes tan efusivamente, Ark ark Nauw? "Lo han hecho, por fin. Ahora les queda muy poca vida".
Entonces pasaron mis padres. ¿Hijo, tú aquí? No sabíamos, nadie nos contó; pero no podemos atenderte ahora, vamos atrasados a la función de las seis.


Me sentía tan feliz. Se veían rozagantes envueltos en sus túnicas. ¿Son ellos, de verdad, Ark ark Nauw? "Los vio con sus propios ojos". Tengo otra duda, Ark ark Nauw: durante todo el trayecto no he sabido si tratarlo de tú o de usted. "Tráteme de usted". Pero me siento más en confianza tratándote de tú. "Entonces tráteme de tú". Qué bien, muchas gracias. ¿Puedo hacerte una pregunta, oh, rey? "Bueno". ¿Por qué los relojes en esta ciudad submarina a veces van al revés y a veces van al derecho? "¿Que en su mundo no es así?" No, en mi mundo van siempre al derecho. "¿Qué es ir al derecho?" Ir hacia adelante. "¿Qué es ir hacia adelante?" Es ir hacia adelante en el tiempo. "Ah, veo que es un principiante. Le voy a explicar un pequeño detalle semántico para que nos vayamos entendiendo: en el reino de Bhraq bhraq Wauw llamamos principiantes a las personas que hacen preguntas". ¿Es malo hacer preguntas, me castigarás? "No es malo; sólo que es una actitud de principiante". ¿Qué cosa es ser malo en Bhraq bhraq Wauw, Ark ark Nauw? "Ser malo es no comerse la comida y no lavarse los dientes antes de acostarse. No. Es broma". Comprendí que estaba ante un rey lúdico, no como los grandes patriarcas de Israel, pero no debía confiar en él. Aunque me leyera el pensamiento, no debía confiar en ese tipo de rey. Y efectivamente a los pocos segundos un gesto suyo me lo confirmó. En una curva del pasillo dobló antes que yo y se me perdió de vista entre la multitud. Era un gentío impresionante y encima parecían ir todos atrasados, pues se pasaban a llevar unos con otros; muchos rodaban por el hielo y los más veloces corrían en zig zag, como si calzaran patines. ¡Espera, espera!, pero no había caso. Dónde va, le pregunté a una dama que se veía bien respetable. Ay, no me mire así, joven, dijo bajando la vista, encendida, y se escabulló. Le hice la misma pregunta a un hombre de mediana edad, aunque ya sabía, por lo que me había informado Ark ark Nauw, que por lo menos ese hombre debía tener 148 años y un mes. Me respondió que se dirigía a la gran Asamblea. Le pregunté si lo podía acompañar y me dijo que sí. Me tomó del brazo, como hacen los jubilados, y comenzó entonces una gratificante charla de la que no recuerdo nada, salvo que fue gratificante. Llegamos a la Asamblea cuando amanecía otra vez. Ahora que recuerdo, el hombre dijo sentirse asombrado de que hubiese amanecido dos veces en el lapso de una hora. También me acuerdo de que cuando dijo eso miré el reloj pulsera: el calendario fallaba visiblemente porque marcaba que habían pasado tres días.
Luego de tantos amaneceres me dispuse a dormir una siesta; un ayudante de Ark ark Nauw me llevó a una habitación retirada del mundanal ruido, a instancias del rey. Allí me encontré con un grupo de personas que desarrollaban acciones por separado, rayanas en lo absurdo. Me acerqué al que estaba más cerca de mí y le pregunté qué hacía. Su barba le llegaba al suelo y tropezaba al caminar; le recomendé que se la amarrara con un elástico y le pasé uno que guardaba por casualidad en el bolsillo. “Gracias”. Qué hace usted. “Hago un cuento”. Usted es artista. “Hago cuentos”. En mi tierra los cuentos se escriben. “Aquí se hacen... ¿cómo dijo que era la cosa en su tierra?” Los cuentos se escriben. “Aquí también se escriben, pero primero se hacen”. En mi tierra también generalmente se hacen y luego se escriben. “Entonces hablamos el mismo idioma”. Su diálogo me confundía y por un momento sentí que usaba sofismas para tenderme una trampa de impredecibles resultados. Acababa de afirmar que hacía un cuento, pero en la práctica se estaba disfrazando. “Le digo que estoy haciendo el cuento. ¿No es así en su tierra?”. No, arriba en mi tierra primero sucede algo, luego el escritor se inspira basándose en el recuerdo y luego escribe el cuento, poniendo de su cosecha. “Ahora entiendo. Acá es muy diferente”. Le pedí que me explicara la diferencia. “Bueno”. Pero se quedó mirando un buen rato hacia el bus-carril que pasó a toda velocidad, sin detenerse en el paradero. Luego miró la hora en su reloj pulsera y disipó mi duda con visible malhumor, pero antes me advirtió que yo lo distraía porque el diálogo en que nos estábamos enfrascando no formaba parte del argumento. “Ahora estoy haciendo un cuento sobre una visita secreta que le hago a mi amor imposible”. ¿Cómo se llama el cuento? “Se llama En la mañana me verás, en la tarde me hablarás, en la noche me besarás. Así se llama”. ¿Y cómo hace el cuento?. “Ahora viajaré donde mi amada, son cuatro lunas y tres amaneceres, y me pasearé disfrazado de mendigo ante ella. En la mañana me verá, pero no me reconocerá. Por la tarde entraré donde está comiendo, le regalaré una ranita de juguete y me dará las gracias, sin saber aún que soy yo. Por la noche la llamaré a su balcón y le diré que mire su ranita porque se ha convertido en príncipe, me sacaré el disfraz y entonces al ver la ranita y mirar hacia la calle me reconocerá y bajará a besarme. Luego de que pase todo eso tengo que escribir el cuento”. ¿O sea que usted fabrica primero la acción y después la relata? “Usted lo dijo, yo no he sido”. Pero recién va en la parte del disfraz. “Es que soy un cuentista lento, me cuesta que me salgan las palabras. Además, ¡hace tantas preguntas!”. Creo que entonces me quedé dormido; al incorporarme todavía no terminaba su disfraz. Se veía casi igual e hizo parar un bus-carril sin matrícula que lo llevó a destino incierto. “Adiós, futuro rey, espero entrar en el ránking de los cuentos más leídos en dos semanas más, llevo mucho efectivo”. Antes de doblar, el vehículo ya se había descarrilado: el escritor salió disparado por la ventana y se hizo un chichón al golpearse contra el muro. Entre todos los pasajeros, que eran unos diez, volvieron la máquina al riel y partieron nuevamente, esta vez sí se perdieron tras la curva y ya no los vi nunca más.
Me avisaron que estaba lista mi cama; creí que ya había dormido pero me insistieron que me acostara a disfrutar la siesta. Como ya no tenía sueño se puede decir que me vi afectado de insomnio, de modo que abrí los ojos y contemplé a los demás miembros de la habitación. Me llamó la atención una dama de pelo entrecano y maneras voluptuosas. Le calculé unos 175 años, a vuelo de pájaro. Es atractiva. “Gracias, pero entre usted y yo no puede haber nada”. ¿Por qué? “Somos de mundos diferentes”. Casi me caí de la cama: ¿cómo podía saber que yo no pertenecía a su mundo? "Intuición femenina". ¿A qué se dedica? “Soy pintora”. No la veo que esté pintando. “¿No le han dicho que usted hace muchas preguntas?”. Perdón, estoy tratando de dormir la siesta pero no me da sueño. “Podría haberlo dicho antes. Mire, yo le daré una clase de pintura. Así… así… así… y así. ¿Entendió?”.
La verdad es que no entendía nada. Tuve que explicarle que efectivamente venía de otro mundo y que en mi mundo los pintores tomaban un pincel, lo untaban de color y lo pasaban por una tela, hasta que se iba formando el cuadro. Ella en cambio no paraba de moverse a un lado y otro. “¿Entendió… entendió?”. ¿Por qué se movía tanto? Conseguía que me diera sueño otra vez. “¿Que el escritor no le contó como se hace acá?”. Me contó sobre su oficio, sí. “Bueno, la pintura es igual, primero se crea la realidad y después se pinta”. Pero usted lo único que ha hecho es moverse. “Es que yo formo parte de la nueva escuela abstracta, pero no se le vaya a salir porque me pueden mandar a Siberia”. ¿En Bhraq bhraq Wuaw también existe Siberia? “Sí, es un horno espantoso... ¡lléveme con usted! ¡Llévame lejos! ¡Llévame al fin del mundo!” y se lanzó sobre mí, pero con el vuelo pasó de largo y patinó sobre el hielo.
Un hombre de unos 204 años me agarró del brazo; me advirtió que estaba loca y que no le hiciera caso. "Acá las cosas no son como ella dice, son diferentes". Le pregunté quién era él y por qué hablaba con más juicio; en su compañía me había vuelto a tranquilizar, pero me llamaba la atención que aspirara cada rincón de la sala y hasta el aire de los espacios vacíos con una máquina que terminaba en un embudo invertido. "Soy compositor". ¿De huesos? "Hago mi Sexta Sinfonía". Ah, sonreí. "Usted se quiere pasar de listo, pero por lo que le he escuchado hablar en este rato, en su mundo el arte es una burrada porque nace del entorno. Aquí el arte hace el entorno, de modo que está indisolublemente ligado a la religión. Nuestra religión cree en Wuaw wuaw Wak. Él fue el primer artista. Fue quien creó el reino de Bhraq bhraq Wuaw; a cada momento le rezamos y le damos las gracias por eso". ¡Cómo hablaba! "No se burle. Aquí las burlas del tipo de las suyas se castigan con la pena de muerte. Agradezca que me cayó bien y que estas notas le sirven a mi sinfonía, le dan un aire patético". En efecto, la boca del embudo apuntaba directamente hacia mí y por un instante temí que me tragara.
El reino de Bhraq bhraq Wauw consta de siete subreinos, gobernados por líderes que se hacen llamar príncipes. Durante mi estadía trabé una fructífera relación con Bornj nornj Lornj, primo en segundo grado de Kornj kornj Lornj, quien a su vez mandaba en el subreino de Waugw waugw Grauw. Bornj nornj Lornj era príncipe del subreino de Laurnw laurnw Wraunw. Me preguntó qué tal me había parecido el rey Ark ark Nauw y yo le di las mejores referencias, pero en un momento determinado no le pude ocultar que me pareció algo lúdico, por no decir irresponsable. "Es buen tipo. Ya está aprendiendo". Ante esa respuesta callé: no convenía llevarles la contra a las autoridades en un lugar tan extraño como éste.
Yo le planteaba qué sentido tenía la existencia de los habitantes de Bhraq bhraq Wauw, si nunca se estaba seguro del concepto del tiempo, que es el que mueve todas las vidas hacia un fin determinado. "Se quedó corto". Reflexioné en su breve respuesta; el tiempo no tardó en darle la razón: eran muchas más las cosas diferentes, aunque no sabría explicarlas. De momento noté que ciertas mujeres, o me pareció así, digo que ciertas mujeres que vi pegadas al hielo aparecieron más tarde vestidas con túnica de hombre en la gran Asamblea. ¿Serán las mismas, Bornj nornj Lornj? "Ahí tiene usted". En cuanto a las piernas de las gentes, eran sin excepción de pantorrilla gorda, a pesar de que había personas delgadas, bajitas y hasta de complexión anoréxica. Los montes tan altos ocultaban el cielo; costaba ver el sol. En dos ocasiones el sol descendió por una ladera, como rueda de bicicleta. Iba quemando todo a su paso. Uno de los príncipes envió un destacamento y de lejos se veía a los soldados amarrándolo entre todos a una cuerda y tirándolo de nuevo hacia la cima, para dejarlo caer hacia el otro lado, conocido por todos como "el lado oscuro de los montes". He allí una de las grandes paradojas de Bhraq bhraq Wauw: el lado oscuro resulta ser el lado más iluminado, pues el sol se esconde detrás de los montes y una suposición lógica indicaría que aquel sector desconocido para los habitantes del reino se halla completamente iluminado a partir del momento en que el sol se esconde, y no al revés. Pero esos son detalles que se pueden graficar. Las diferencias a que aludo son incorpóreas, aunque hay algo en la mente que hace que uno las presienta. Esto es tan difícil de explicar que para hacerlo sólo se me ha venido a la cabeza un asunto que descubrí por entera casualidad. Conversando en los pasillos con la gente reparé en que al menos el noventa por ciento hablaba, fuera de su lengua materna, un inglés con acento británico. Comprobado el hecho de que allí no existían institutos para ninguna clase de idiomas y de que tampoco se sabía del beneficio de cierto tipo de becas o de cursos por correspondencia llegué a la conclusión de que algo desconocido para los hombres que habitan la superficie de nuestro planeta Tierra hacía a los seres de este reino hablar así. Dentro de las posibilidades figuraban la instalación de dispositivos dentro del cuerpo, el aprendizaje subconsciente y generalizado, venido de labios de un mismo maestro, en las horas de sueño; una suerte de mecanismo genético aplicable a la raza, en fin, la impresión en el oyente de que las cosas eran como uno creía. Esta última hipótesis se vio reforzada cuando al abrir los libros reverenciales detecté que la situación no siempre fue así. En el video que acompañaba a las actas de la semana anterior el acento que se desprendía de las palabras pronunciadas en inglés era australiano, y en la antepenúltima semana los testimonios de los vecinos se entregaban en un francés muy bien pronunciado, al estilo del que se habla en Lyon. De modo que las diferencias eran incorpóreas, como ya lo enuncié.
En la gran Asamblea usaba la palabra Ark ark Nauw: ¡allí estaba otra vez!, lo vi desde afuera, aunque la túnica que vestía resultaba un tanto pretenciosa, atendido el tenor de su discurso. En la sala no cabía un alfiler. Al ruido del pito hubieron de levantarse andamios sobre los cuales se iba colocando un piso de madera entablonada. Desgraciadamente el peso de la improvisada edificación hundió las bases en el hielo y fue bajando los pilares hasta que éstos se encontraron con la roca sólida. Consecuencia del accidente fue que aquellos ubicados en el primer nivel, los que llegaron de los primeros, injusto castigo, tuvieron que escuchar a Ark ark Nauw flotando en las aguas, como si estuviesen disputando un partido de waterpolo. Debido a mi desconocimiento de las costumbres del reino, no a mi impuntualidad, accedí con bastante suerte al tercer nivel, pero muy detrás entre el gentío, de modo que parte de mi testimonio se basa en suposiciones. La gente escuchaba con extrema atención sus palabras y cada vez que Ark ark Nauw bajaba la voz, sonaba el pito y la Asamblea estallaba en un aplauso matemático. "Qué dice, qué dice", comentaban unos con otros. "Está diciendo que uno de los presentes en la gran Asamblea no es del reino", me llegó finalmente la frase al oído, que me estremeció. La fiebre aumentaba y por momentos los zumbidos se tornaban insoportables. Mi cabeza parecía una nuez partiéndose con el martillo. Las articulaciones hacían acto de presencia sin motivo, desde los hombros hasta las últimas falanges. Una lija recubierta de brasas me raspaba la garganta. Bornj nornj Lornj se acercó con una píldora blanca en la palma de la mano. "Tómese una aspirina". Tras ingerirla el dolor pasó en el acto, como la vez anterior. El príncipe me leía el pensamiento, qué duda cabe. La gente volvía a sus casas en camiones estacionados en calles que nacían a los costados del pasillo central. Los caminos eran angostos laberintos. Se trataba de un sistema primitivo de transporte, evidenciado en tres detalles: no existían escaleras para que la gente se apeara de los acoplados ni barandas para afirmarse. Del mismo modo, los neumáticos resultaban inoperantes a la hora de desplazarse en el hielo para subir la pendiente y así, a menudo se veía descender a los camiones marcha atrás a toda máquina hasta chocar contra las paredes. No existía otra forma de transporte pues el ancho de las calles -con la excepción del pasillo central, reservado únicamente para el tránsito de personas- no permitía el uso de automóviles. Los camiones que lograban llegar al paradero lo hacían casi siempre a destinos cambiados, debido a lo intrincado de los laberintos, que por lo demás no disponían de una buena señalética. La gente entonces se veía obligada a pernoctar en casas ajenas. Esta circunstancia tan nimia que relato con detalle explica el frágil valor que en el reino de Bhraq bhraq Wauw tiene el concepto de la propiedad privada. Las casas, todas equipadas con calefacción central, disponen sin embargo de insignificantes elementos, algo más que un refrigerador, que de poco sirve, y un par de camas. La gente hace sus necesidades a toda vista en la primera pieza, en el rincón de la derecha, en un hoyo abierto en el hielo. El príncipe Bornj nornj Lornj, quien resultó ser el más humano de los príncipes, exceptuando al rey, me convidó a alojar en su palacio. Era una casa como todas. Allí vi desplazarse a dos gatos vistiendo elegantes túnicas. Fíjese Bornj nornj Lornj que es la primera vez que veo animales en el reino de Bhraq bhraq Wauw, le comenté. "Sh... eso no se dice por ningún motivo". Me enseñó la cama y me ofreció a su esposa, pero rehusé, pues se trataba de una dama entrada en años. ¿Cuántos años tiene? "Tengo 245, pero represento 212". ¿Aquí no existen los cirujanos plásticos? "¿Que no me encuentra bonita?" Reproduzco este diálogo al pie de la letra para graficar la esencia de la sicología femenina, que es similar a la de este género en la tierra. Bornj nornj Lornj miraba la escena desde afuera. Se había asomado a la ventana y de no habérseme informado con anterioridad de que en Bhraq bhraq Wauw los hijos no eran procreados mediante la triquiñuela de la satisfacción sexual, juraría que se estaba masturbando.
Me hicieron pasar a la pieza de alojados y con suma delicadeza Bornj nornj Lornj me convidó un par de frazadas extras, pero el calor era insoportable y no las necesité. Cuando desperté me di cuenta de que había dormido como un lirón. Cualquiera habría dicho "cuando me desperté a la mañana siguiente". Yo debo declarar con toda certeza que no me desperté a la mañana siguiente sino al menos tres decenas de años antes. Lo afirmo porque al mirarme al espejo constaté que era poco más que un bebé. Cuando la esposa de Bornj nornj Lornj me llevó el desayuno corrió a darle la noticia a su marido. Éste volvió con la corona en sus manos y dijo: "Bienvenido. Ark ark Nauw me encarga avisarle que ahora que cumplió cien años usted es el rey". Ya me sentía uno de ellos y mi primera orden fue que se me llevara al corazón del reino, a su recinto más sagrado, en el entendido de que intuia que no se trataba de la gran Asamblea sino de algo trascendental. "Aprende rápido". Sí, le respondí, orgulloso.
Me llevó a una sala donde me esperaban todos los patriarcas. Ark ark Nauw se acercó a saludarme y le corrieron las lágrimas, estaba emocionado de verdad. "¡Hermano!". Nos abrazamos y me presentó a los siete príncipes. Cuando saludé a Bornj nornj Lornj me hice el leso, en un gesto de cobardía y timidez que hasta hoy no me explico. Él me saludó como a un viejo conocido. "Se puso colorado como un tomate". Hace menos calor hoy. "No me cambie el tema". ¡Pero si lo digo de verdad! "Y qué me importa". Era la primera señal de agresividad que detectaba en el reino, justo ahora que yo era el líder. Tuve que reconocerle que sí y entonces se quedó tranquilo. Ark ark Nauw no pareció darse cuenta del problema de fondo que ocultaba dicho diálogo y tomó la palabra. "Mire". En el centro de la sala había una extraña máquina. Le pregunté de qué se trataba. "Ésta es la máquina que hace la última máquina". No entiendo, Ark ark Nauw, ¿quisiera explicármelo con más detalle, ahora que yo soy el rey? "Nunca se preguntó como se hacía la última máquina porque no le gustaba ir al fondo ni menos pensar obviedades. Pues se hacía con esta máquina y ahora que ya lo supo le está llegando su hora". Explíquese mejor, si tiene la bondad. "Mire, le voy a dar un ejemplo. Un libro se hace con una máquina para hacer libros. Pero usted nunca se preguntó de dónde salía la máquina para hacer libros. Pues bien, salía de una máquina para hacer máquinas que hacen libros. Las máquinas que hacen máquinas para hacer libros salen de una máquina y así sucesivamente. Ésta que ve es la última máquina, o la primera máquina, si lo quiere mirar desde el otro punto de vista. O sea, ésta es la máquina que permite el funcionamiento de todas las demás". ¿Pero cómo surgió esta maravilla, Ark ark Nauw? "Fue hecha a mano, pieza por pieza". ¿Pero con qué máquina se fabricó cada pieza? "Todo se hizo a mano". Pero se ve mohosa. "Es que ya no se usa". Entonces quiere decir que en este reino todo está estancado. "Usted lo ha dicho, mas no lo dije yo".
Sentí un pánico infernal al escuchar la última frase. ¿Me puedo ir? "Usted tiene la palabra, nosotros obedecemos". Quiero volver al zodiac, amado Ark ark Nauw. "Qué se cree". No se enoje. "Es que me ofende". Por qué. "Váyase ahora mismo".
Subí las escalinatas de hielo mientras el reino entero me despedía con pañuelos blancos que salían de los bolsillos de las túnicas. ¡Adiós, amigos! "Adiós". ¡Adiós, Ark ark Nauw! "Adiós, buen hombre". ¡Adiós, Bornj nornj Lornj! "Adiós". Adiós, papá y mamá. "Adiós, hijo, vuelve pronto". Mientras subía los ochocientos o novecientos escalones el océano revuelto iba cubriendo los de más abajo. El agua me llegaba a los talones y al arribar a la superficie me cubrió por completo y sólo alcanzó a emerger una de mis manos sobre el hielo. Sentí unos picotazos y luego unos brazos humanos me subieron al zodiac.
"¡Vaya qué milagro!" "Hace como media hora que te andábamos buscando". "¡De la que te salvaste!".
Eran Joe Francis, Dean Harrison y Werner Stutz, tres oceanógrafos de prestigio mundial que viajaban conmigo en la expedición: me acababan de salvar la vida.