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viernes, mayo 08, 2009

Dulce abrazo de mujer

A Liliana Cádiz

Dulce abrazo de mujer
El más dulce del canto de cisne que es la vida
Momento eterno, materia exhausta
Pidiendo amor
Entregada a lo que disponga el Orco, rendida
Suplicante, transfiriendo sensaciones
Sin máscara y sin asomo de vergüenza

Goza el instante, Madre Tierra
Tal vez no haya otro
El átomo hace las maletas
Abraza con tus manos, tus brazos y tu cuerpo entero
Y con el rostro pegado al pecho de tu amado
Tu amado que se fue
El fantasma redivivo

Los niños abrazan y corren
La amante abraza, estruja y se va
Liliana abraza
Quisiera que su tiempo terminara allí
Que el tiempo nunca terminara
El fin del tiempo se abrasará en el amor
Dulce tormento, amarga piedad

La cajita

Un vendedor ambulante atraviesa la calle llevando en sus manos una cajita de cartón que protege como un tesoro. Dentro de la cajita guardará a lo más dos docenas de chocolatitos en barras. Su tesoro son obviamente los chocolates; perderlos equivaldría a una tragedia. No hay otra razón por la que atenace la cajita con sus manos. Ambos pulgares, en la base; los ocho dedos restantes aplastando las barritas para que no se vayan a caer. Una persona indolente la habría tomado al revés, y con una sola mano: el pulgar arriba y el resto de los dedos abajo.
Todo en él es pequeño: su porte, sus manos, su miseria, la cajita, los chocolatitos. La posición que exhibe al caminar recuerda a la del sacerdote que lleva el cáliz, el vino y las hostias desde el sagrario hacia el altar, al momento del ofertorio, sólo que en el vendedor no se aprecia majestad alguna. Noto que se desplaza asustado y algo ebrio; la vereda es estrecha y pareciera que dos mocetones lo vinieran siguiendo, porque también acaban de trasladarse a la acera del frente.
En Rancagua las calles suelen estar desiertas a ciertas horas; es casi un milagro que en este momento yo me dirija hacia el poniente y los otros tres hombres, hacia el oriente.
Hay tantas cosas que hacer en el día. Siempre he pensado que si uno se organizara mejor habría tiempo para hacer más cosas o al menos el tiempo no faltaría. Los atrasos se deben a la mala organización y la mala organización es un resabio latino que heredamos quizás de quiénes. Los ingleses son muy puntuales; o sea, tienen tiempo para hacer más cosas. Por ejemplo, si un inglés advierte que un pobre hombre está a punto de ser víctima de un asalto en la calle quizás haría algo, porque tendría tiempo. Para un latino, en cambio, primará el atraso que lleva y en vez de intervenir apurará el paso, para ganar tiempo.
A lo más el latino dará vuelta la cabeza al doblar la esquina para llevarse el recuerdo del asalto que sufrió un pobre hombre al cual casi por diversión le arrebataron de las manos su tesoro más preciado.

jueves, abril 09, 2009

Los crímenes

Es parte de la vida vivirla entre paradojas. Todos tenemos el camino muy claro, creo yo, pero nos vamos saliendo de a poco o de a una vez, o salimos para volver a entrar, esto es lo más común. Por ejemplo, si nos abocáramos al pecado supremo, que es no matar, a todos se nos ha enseñado desde muy pequeños que matar es malo. La decisión, por ende, parece simple: no se debe matar a nadie. Dicho esto, qué fácil resultaría ver el futuro de la humanidad: los destinos correrían todos parejos, el mundo entraría en una suerte de remolino del tedio. Pero tal sensación, la de vivir en un remolino del tedio, la pensaríamos, nunca la declararíamos en voz alta, porque si lo hiciéramos sentiríamos vergüenza; esto es, culpa. Este tema ha sido extensamente tratado en estas Memorias, no es el momento de abundar en su significado.
Los sicópatas se apartan temprano del camino, por una extraña razón. Luego de que se han apartado, meses o años después, llevan a cabo el acto de matar. Me refiero a matar seres humanos; antes se han ejercitado con plantas y animales. Y antes, con convenciones sociales, que es lo primero que deben eliminar para que el acto resulte impecable. Los sicópatas les quitan el sueño a los lectores de la mente. Son normales, tienen la misma cantidad de glóbulos rojos y de azúcar que todos, piensan y actúan como cualquiera. Después de la batalla es relativamente fácil analizar las causas que los llevaron a matar; pero antes sería la gracia.
El Estado disfraza el crimen con razonamientos que apelan a la supervivencia y hasta a la espiritualidad de la gente por la que vela. Las iglesias del mundo hacen lo mismo, pero esgrimiendo argumentos aun más profundos. En las iglesias el crimen se justifica por una abstracción: la del servicio a Dios.
Si no hubiese sicópatas y no hubiese Estado y no hubiese religión quedaría el problema de los celos. En el fondo, casi todos los crímenes son por celos. Y qué son los celos: una concordancia entre lo más profundo y lo más superficial que habita en el hombre. Examino un ejemplo: una buena mujer ve salir a su esposo de un motel, bien acompañado. Es un hecho a flor de piel, a ras de piso, que no se lo esperaba. Lo más probable es que del túnel de su alma broten celos intensos. Si no lo amaba tanto, el amor hacia él crece a la velocidad del rayo. Se le despierta una forma de sexualidad no experimentada antes; la acomete un deseo inexplicable, el deseo de ser poseída por un traidor. Todo esto ha sido explicado mil veces antes y mejor, de modo que me detengo con la siguiente paradoja: ese deseo de la buena mujer necesariamente lleva al crimen. Todos los crímenes por celos han debido transitar ese camino previamente.
Quedaría aun un tema: el tema hormonal, que en palabras vulgares se podría traducir como la fuerza bruta. El hombre es más fuerte que la mujer, de modo que el hombre mata más que la mujer, es una verdad que no admite réplica. Aquí el camino está muy claro. El hombre nació para matar. Si se desvió del camino fue porque lo han domesticado.

jueves, marzo 12, 2009

Noticia sobre los últimos días de Fidel Castro

Dicen las crónicas de la época que los últimos días de Fidel Castro pasaron relativamente inadvertidos. De vez en cuando se lo recordaba a través de una fotografía o de una columna que escribía para su diario, pero la verdad es que a esas alturas a pocos les importaba su suerte. Ni siquiera al gobernante de los Estados Unidos, nación que durante 50 años lo había mantenido entre ceja y ceja.
¿Ha sido informado de la muerte de Fidel Castro?
Vaya, no lo sabía. ¿Cuándo murió?
Hace unos días.
¿Mandamos delegado?
No, emitimos una declaración.
¿Y quién quedó al mando? ¿Habrá elecciones?
Lo estamos averiguando, prometo tenerle esa información el lunes, a más tardar.
A Fidel Castro lo habían olvidado. Carecía ya de influencia en el mundo.
Murió como Pinochet, tuvo la muerte menos traumática de todas: aquella que se padece en la intimidad de una clínica o de un hogar cálido, bajo el efecto de los sedantes mientras afuera el protocolo ha echado a andar y los representantes tienen su discurso preparado.
En cuanto persona, no hubo llanto a los pies de su cama.
En cuanto mito, el tiempo lo hizo madurar demasiado y cuando cayó del árbol estaba seco, harinoso.
A última hora no se convirtió al catolicismo, como suelen proceder los hombres de poca fe, mas no ha quedado claro cuál fue su postrer pensamiento, qué idea quiso llevarse a la tumba. Dejó escrito una especie de testamento político que nadie entendió e incluso pocos analizan. Es un documento que fue a dar a las universidades, un "documento de estudio" que ha hecho agua la boca de los eruditos.

El legado del compañero Fidel Castro Ruz
Para entender medianamente bien el legado de Fidel Castro, debo declarar que mis padres nos dejaron una casa para cada uno, un amoblado de comedor y un amoblado de living, además de un automóvil marca Toyota, que nos repartimos entre los dos hermanos. El legado inmaterial fue inmensamente superior y sumamente objetivo, pero ha quedado entre Víctor y yo, y nuestra descendencia. No es más importante ni trascendente que eso.
El legado del compañero Fidel Castro Ruz se compone de un sinnúmero de estadísticas. Las estadísticas pueden ser interpretadas de dos maneras: una manera buena y una manera mala.
La esposa de Mao era una diosa. Al año se convirtió en líder de la "Pandilla de los cuatro".
Fidel Castro fue el primer revolucionario del Tercer Mundo de tomo y lomo, antes que Jesucristo, pues Jesucristo fue nombrado el primer revolucionario después de que Castro lograra ascender al poder.
La casa de apuestas Gamebookers de Londres hizo un concurso entre Fidel Castro y el Che Guevara de quién era más famoso y ganó lejos el Che Guevara. Pagó apenas 5 chelines por libra.

Enorme muchedumbre lo acompañó a su última morada (a Fidel Castro); como su funeral no se recuerda otro en Hispanoamérica; tan solo el de Camarón de la Isla podría servir de parangón. Pero mientras en el de éste último se vivió una auténtica pasión y el cajón pasó de mano en mano, en el de Fidel Castro las masas le rindieron un tributo silencioso, desanimado. Los vítores se perdieron con la furia de las olas que azotaban el malecón.

Han caído tantos. Cayó Pedro el Grande, cayó Julio César en un charco de sangre, cayó Carlos Martel, ¡cayeron Cromwell, Enrique Octavo y sus seis mujeres! ¡Cayó María Stuardo, reina de Escocia!
¿Qué recuerda el mundo de ellos? A los mexicanos, Pedro el Grande les suena como Pedro Vargas; a los chilenos amantes del fútbol María Estuardo se les antoja hermana de un futbolista que jugó en Magallanes, en tanto que Carlos Martel sería el papá de Fernando Martel que jugó en Cobreloa; Julio César habría sido un emperador romano anterior a Napoleón, eso se prueba porque Julio César vestía túnica y Napoleón ya andaba con pantalones. Cromwell es Richard Harris en la versión cinematográfica de Ken Hughes y Las seis esposas de Enrique Octavo un disco 33 un tercio de Rick Wakeman, tecladista.
A Fidel Castro sus contemporáneos lo asociaban con los habanos, también conocidos como puros o cigarros. Sus seguidores aseguraban que los aspiraba y no tosía. Pero sus contemporáneos fueron muriendo uno a uno y con ellos la historia de Fidel. La generación siguiente lo identificó gracias a su barba, pero con los años la barba blanqueó y el raleo original se transformó en hilachas de lavandería, de modo que ese ejemplar robusto de traje verde oliva que se puede ver en las páginas amarillentas de los diarios que se guardan en las grandes bibliotecas devino en un viejito que vestía buzo americano. Y así fue enterrado, con el buzo que tan bien le sentó en sus días finales. Claro que para guardar las apariencias, sobre el buzo se le puso traje militar.

¡Loor a Fidel Castro Ruz! ¡Loor a sus inolvidables discursos de siete horas!, que el pueblo seguía extasiado.
No hay chileno que no recuerde dos de los más memorables que jamás haya improvisado, aquel del 28 de septiembre de 1973 efectuado en la Plaza de la Revolución, en el acto conmemorativo del XIII aniversario de los comités de defensa de la revolución, discurso intitulado "De solidaridad con el heroico pueblo de Chile, y de homenaje póstumo al doctor Salvador Allende".
O aquel mítico discurso pronunciado el 12 de septiembre de 1973 en Viet Nam ante sus queridos compañeros Le Duan, Truong Chinh y Pham Van Dong, en el cual lamenta los sucesos de nuestro país con estas palabras:
"Queridos compañeros vietnamitas: debemos mencionar las dolorosas noticias que señalaba el compañero Le Duan acerca de los acontecimientos que han tenido lugar en la República de Chile. Sabemos que el imperialismo yanki conspiraba enérgicamente para derrocar al Gobierno de la Unidad Popular, y en el día de ayer las noticias procedentes de Chile indicaban que el imperialismo había logrado golpear al movimiento popular de Chile, que el gobierno del presidente Allende había sido derrocado. Todavía a estas horas no se tienen noticias exactas de la suerte del presidente Allende, no se sabe si vive o si está muerto. Al lado de esas noticias, les puedo informar que la Embajada de Cuba en Santiago de Chile en el día de ayer fue atacada por elementos de las Fuerzas Armadas chilenas. También podemos informar que un barco mercante cubano que había ido a llevar azúcar a Chile -azúcar que en parte corresponde a donaciones gratuitas que nuestro pueblo, quitándosela de su propia cuota, enviaba a Chile- fue ametrallado por aviones de las Fuerzas Armadas chilenas y fue atacado en aguas internacionales por naves de guerra chilenas.
"Estas son acciones odiosas de elementos fascistas provocadores contra la Revolución Cubana. La Embajada de Cuba fue amenazada por un alto oficial de la Armada chilena. De más está decir que la representación diplomática cubana, lejos de intimidarse, le advirtió que defenderían la Embajada cubana hasta la última gota de su sangre (APLAUSOS PROLONGADOS). Y los tripulantes de la nave mercante cubana, que lleva el nombre de Playa Larga, recordando la agresión mercenaria de 1961, frente a la agresión de las naves de guerra, gritaron: "¡Patria o Muerte!" y se negaron a obedecer las órdenes de las naves militares que la atacaban en aguas internacionales (APLAUSOS PROLONGADOS)".

¡Y qué de esa pieza maestra pronunciada para la inauguración del tramo del ferrocarril rápido Habana-Santa Clara, el 30 de diciembre de 1977!, cómo olvidarla. ¿Alguien le ha tomado el peso al simbolismo que encierran las siguientes palabras? Sospecho que aún no.
Helas aquí, para delicia de los eruditos.
"Hace algo menos de tres años se inauguró en esta misma provincia el primer tramo del ferrocarril central, 25 kilómetros. Sabíamos el trabajo que nos esperaba a todos mientras se construía esa vía. Porque al principio se comenzó a trabajar por los tramos nuevos, donde se enderezaba la vía; no había que interrumpir el tren. Pero llegó el momento en que había que trabajar sobre los tramos viejos, y eso nos ocurrió mucho entre Santa Clara y La Habana.
"Se hizo una concentración de brigadas en ese tramo, porque mientras tanto el tren se estaba desviando por Cienfuegos, prolongando el tránsito entre Santa Clara y La Habana en montones de horas. Se paralizó, como es lógico, esta vía, se consagraron a trabajar en esa vía 11 brigadas de terraplén, y cinco brigadas de puentes para avanzar rápidamente. Con ese esfuerzo se logró avanzar en las explanaciones -que es como le llaman a los terraplenes-, y en la construcción de puentes rápidamente. Fue necesario hacer algunos puentes respetables, como por ejemplo, el puente de Canímar. Un gran puente, parece que el tren va por el aire cuando va por ese puente".

Oh Fidel, ex compañero, lloro ante su tumba. Movilizó grandes masas, forjó Usted el espíritu de una nación y hoy quién es, en qué se ha convertido, en lo que más deploraba, en un montón de gusanos, en una suma de palabras gastadas, de palabras gastadas, de palabras gastadas, de palabras gastadas, de palabras gastadas, de palabras gastadas, de palabras gastadas, una suma de palabras vacías, de palabras vacías, de palabras vacías, de palabras vacías, de palabras vacías, de palabras vacías, de palabras vacías y el cielo resplandece en lo alto.

jueves, enero 15, 2009

Antifaces, título provisorio

Presumí de afligido; era alegre
De fracasado; vencedor
Lúgubre; optimista
Creador; simple copista

Quise impactar a Dios; guardaba una carencia
Conquistar a las mujeres; ceguera
Penetrar en el laberinto de las letras; ceguera
Ser bueno; cálculo

Me declaré viejo; estaba joven
Enfermo; sano
Retirado; vigente
Rebelde; de café

Desprecié el vil dinero; atesorando
A mis hermanos escritores; intentando penetrar sus laberintos
Los vicios; ensayando conquistas
La soberbia; provocando a Dios

Ahora soy qué
Hombre de un solo norte
Al menos lo tengo claro
Vida
Virtud
Vicio
Letra
Miedo
Muerte

viernes, enero 09, 2009

El Mundial del 62

Ahora que se acercan a pasos agigantados los 50 años del Mundial de Fútbol repaso la literatura nacional y considero que se ha hablado bien poco de ese fenómeno social, que en Chile sólo podría compararse con el del golpe de estado, descontando los terremotos. Callaron Neruda y Parra, debiendo haber escrito. Seguramente les sucedió lo que a todos los intelectuales de fuste de su tiempo: habrán considerado insignificante referirse a un torneo de fútbol. El doctor en filología hispánica Jesús Castañón Rodríguez escribió que "en Chile, la fase final de 1962 inspiró el poema Homenaje al Mundial, con el que Julio Barrenechea obtuvo el Premio Nacional de Literatura de Chile", afirmación completamente falsa, ya que Julio Barrenechea recibió dicho premio en 1960, que fue el año del terremoto de Valdivia, no el año del Mundial. Entre paréntesis, qué dirá ese poema y qué dirá la obra de Julio Barrenechea, hoy sepultado en el olvido. El Mundial sigue creciendo, mientras que esos versos y tantos conflictos trascendentales que vivió el país... para qué seguir.
Me he propuesto la titánica misión de escribir un poema en prosa dedicado al Mundial, "para que quede para el recuerdo". No se vayan a reír si empiezo mal; generalmente los comienzos de cualquier iniciativa que emprende el ser humano son imperfectos. La carga se va arreglando en el camino. Dice así:

El Mundial del 62

El Mundial del 62 fue una fiesta universal del deporte del balón. Porque no teníamos nada lo queríamos todo y los Cuatro Mosqueteros de Lisboa lo consiguieron. Alvear, Dittborn, Pinto Durán, Bianchi. Los periodistas Luis Urrutia y su colega y amigo Guarello escribieron un libro donde sale que un relator deportivo vio llegar al estadio a los Cuatro Mosqueteros de Lisboa, pero confundió el noble apodo y dijo al aire: "Ahí vienen entrando los Cuatro Jinetes del Apocalipsis...". Cuando llegué a esa parte me maté de la risa; es realmente una de las anécdotas más sabrosas del libro, éxito de ventas por lo demás.
Nunca he sabido de alguien que se haya muerto de la risa, pero sí de muchos que se han muerto de miedo.
De modo que el Mundial fue creciendo con los años. ¡Ese partido con Rusia en Arica! Lev Yashin, "La araña negra", desconcertado ante el zurdazo de Leonel, todo Chile poniéndose de pie y un grito largo y apagado que surge al mismo tiempo desde un receptor de radio en Siberia, un lamento en onda corta que hace maldecir y sucumbir al grupo de hombres reunidos en torno al receptor en un galponcito en medio de la nieve, bajo la noche más oscura que jamás se haya visto en los confines del planeta. Goool de Chile... Goool de Chile...
El sol abrasador del desierto de Atacama. La escalofriante estepa de Siberia, metáfora del símbolo.
Y qué decir del duelo ante Italia, el combo de Leonel, el gol de Jorge Toro mientras Inglaterra humillaba a la Argentina en el estadio Braden de Rancagua.
¡Oda a Maravilla Gamboa, a Efraín Caimán Sánchez! ¡Oda al gol olímpico de Colombia y a las fintas de Garrincha! ¡Oda al Cinco Copas Carbajal, el gran arquero mexicano! ¡Cómo lloraba ese hombre el 3 de junio, cuando Peiró de España le metió un gol en el último minuto! Lloraban también Di Stéfano, Sivori y Pelé desde la banca, los tres grandes ausentes del Mundial.
Ya estamos entre los cuatro primeros, decía el Maestro Lucho. Esa noche todo se veía movido. La gente corría de un sitio a otro de la casa. La frase del Maestro Lucho a la que aludo fue pronunciada en la cocina; me parece que la dijo de lado, pero al momento siguiente la cocina estaba vacía. Todas las luces se encontraban encendidas y de cualquier rincón irrumpían ecos de voces triunfales. El Maestro Lucho ya está muerto, pero su frase quedó para la posteridad: Chile le había ganado 2-1 a la Unión Soviética en Arica y se ubicaba entre los cuatro grandes del mundo, por primera y única vez en su historia. ¡Loor al taponazo de Eladio Rojas desde 30 metros!, algunos dicen 35 y ya hay quienes hablan de 40.
Vino entonces lo esperado, la profecía autocumplida. Habíamos volado demasiado lejos, llegamos a los pies del Olimpo y al levantar la cabeza vimos algo así como el Castillo de Kafka. No hay vacantes; laureles reservados hace cien años. La tragedia estaba escrita, sólo había que representarla en el teatro griego a cielo abierto. Debía perderse con Brasil; se perdió con Brasil. Debía ganársele a Yugoslavia; se le ganó a Yugoslavia. Pero debía ganársele con heroísmo; se le ganó con heroísmo. Nunca en la vida hubo algo más perfecto para Chile; el tercer puesto encajó como pieza de un rompecabezas mitológico. Se juega el último minuto, Chile espera el espantoso alargue con tres hombres lesionados que hacen número en la cancha del Estadio Nacional, impresionante zapatazo de Eladio, Marcovic desvía la pelota, el arquero Soskic se retuerce y llega tarde, la pelota se anida en el fondo de la red y el estadio se levanta, se le hinchan las venas del cuello a Julio Martínez Pradanos, se inicia el paseo de Riera en andas, los jugadores dan la vuelta olímpica, la Plaza de Armas aplaude por la noche a un negro de Brasil montado en un caballo blanco, Brasil gana al otro día el título y en Praga los checos se levantan el lunes a mirar los diarios en los quioscos, se detienen en la foto de Mauro con la copa Jules Rimet y siguen caminando, no compran el diario, el Mundial se ha terminado.
Los archivos fílmicos han creado una interpretación particular de ese momento de la historia. Para los más jóvenes el Mundial del 62 es un episodio de media hora en blanco y negro; sería inconcebible que aquello equivaliera a "nuestros días", en que el mundo está normal, viste normal, camina corre y piensa normal. El pasado tiene algo de ridículo, aun en la forma de hablar de las personas. Supiera la gente cuán parecida es no lo creería. Dicen que los hombres prehistóricos sentían celos y que había dramas pasionales en la cueva de Altamira, no puede ser, si eran poco menos que animales.

miércoles, diciembre 31, 2008

El día que murió mi padre

A mi padre, en el aniversario de su nacimiento

El día que murió mi padre empezó la noche anterior. Con Víctor nos turnamos para velar su sueño. Podía irse en cualquier momento, aunque más tarde comprendí que cualquier momento no es cualquier momento. Para el moribundo hay diferencias gigantescas entre una hora y otra. En casos como el suyo, la muerte generalmente avisa a campanadas. 
La voz de mi madre recitaba con angustia qué hay que hacer, qué hay que hacer, no sé qué hacer. Le respondimos que no se preocupara, que por esa vez ella no tenía nada que hacer. Le dijimos que todo correría por cuenta nuestra. Pero, ¿qué era todo? Lo ignorábamos, aunque ella debió interpretar que todo era un sinónimo de tranquilidad y se fue a dormir. 
Cuando llegó mi turno me levanté del sofá y me recosté junto a él, encima de la cama. Eran cerca de las cuatro de la mañana del 28 de abril del año 2002; hacía un poco de frío. 
Le tomaba la mano y se la apretaba. Él sentía mi presión y su mano retribuía el cariño, moviéndose apenas. Manos de fierro, le decíamos en los buenos tiempos, cuando golpeaba los dedos contra el borde de la mesa, haciendo ostentación de su dureza. 
Me levanté temprano, me duché y me fui a sentar al sillón del living, cansado. Mi madre nos preparó el desayuno. Desde el dormitorio, mi padre se quejaba. Le costaba respirar; se le acumulaba mucosidad en la garganta. De modo que esa manía suya, la de carraspear y escupir a cada rato no era tal. Ahora no podía hacerlo y eso le provocaba sufrimiento. La noche anterior dos enfermeros le habían venido a despejar la tráquea, pero ya se empezaba a obstaculizar de nuevo. 
Se corría el Tour de Francia. Hizo un gesto y le sintonizamos el canal que lo transmitía. Luego hizo otro gesto. Le pusimos un partido de fútbol. Después hizo otro gesto: había que cambiarlo de posición o arreglarle los almohadones. Después hizo otro gesto: que lo sentáramos como al principio. 
Me fui de nuevo al living. Puse uno de sus discos preferidos y subí el volumen del equipo de música, para que le llegara la canción de Raúl Shaw Moreno a sus oídos. Osito de felpa, juguete de mi hijo, de mi chiquitito que una madrugada se llevó el Señor... pero qué iba a escuchar. 
Por la tarde aparecieron mis primos. Entraban a verlo; al salir nos regalaban muecas horribles. Mi padre estaba sentado, con los anteojos puestos y el rostro evidenciando un dolor insoportable. Su quejido fue el quejido más valiente que nunca vi. Se notaba demasiado que le dolía, que el cáncer se la estaba ganando, pero lo que más se notaba era su lucha, la exhibición de su última batalla. La mirada fija tras los lentes, los dientes apretados, la cara tensa. Un rostro que transmitía un choque interno, su postrera enseñanza en su última hora. Nos miraba a cada uno, como si no entendiéramos nada de nada. Una mirada violenta, pero de violencia interna, no contra él sino contra lo que jamás quiso admitir: la supremacía de algo que estaba más allá y que parecía burlarse de su dolor y encima de la trascendencia. A último minuto las almas suelen doblegarse ante la esperanza; la suya permaneció firme. 
Pudo entonces haberse largado a llorar o a gritar; tenía todo el derecho. Mas no lo hizo. 
Cerca de las ocho de la noche volvieron los enfermeros. Accionaron la máquina y la máquina comenzó a traspasar la mucosidad a una botella. Cuando se la retiraron sucedió la paradoja: mi papá respiró a todo pulmón y se murió. Los enfermeros se asustaron y arrancaron con la sonda, el motorcito y la botella. Yo los vi cuando se iban, porque no soportaba ser testigo de ese procedimiento y prefería esperar en el living. Mi madre gritaba Sergio, Sergio, se murió, pero no pudo con su instinto de anfitriona perfecta y salió a despedirlos, incluso a darles las gracias por la molestia que se habían tomado por venir esa noche de domingo a casa. Me crucé con ella en el pasillo y corrí al dormitorio. Mi padre respiraba con los ojos abiertos. Volví al living y le dije no mamá, está vivo, está vivo, llorando con alegría, por qué, pienso hoy. Entonces fuimos todos a la pieza, pero estaba muerto. Su mirada era una mirada vacía, la mirada de un muerto. Y el aire que le salía de los pulmones, aire atrapado durante horas por esa asquerosa infección, era aire muerto. 
Con Víctor lo rasuramos, lo peinamos, lo vestimos y le hicimos el nudo de la corbata dos veces, porque a él le gustaba que las dos puntas calzaran perfectamente y la primera vez habían quedado muy separadas la una de la otra. 
Esa noche la pasó en su lecho de muerte, de terno y corbata. Mi madre durmió a su lado por última vez. Al día siguiente nos encargamos del rito funerario. 
Con el tiempo, durante los almuerzos familiares, me he sorprendido mirando al vacío, contestando con monosílabos, irritándome por pequeñeces, tal como actuaba él en esas mismas ocasiones. He terminado por comprenderlo como no lo comprendí en vida, cuando lo miraba tan en menos, siguiendo el ejemplo de mi madre. Cada vez más a menudo pareciera regresar a la Tierra para alojarse en mi figura, mientras mi hijo estudia mis movimientos y mis pensamientos.

viernes, diciembre 26, 2008

25 de diciembre

Si les pidieran graficar el 25 de diciembre, estos tres amigos elegirían un día de trabajo. Nada de niños jugando en las calles; más bien calles vacías, locales cerrados y un café por la mañana. A lo largo del paseo verían a un solo lustrabotas, aplicado. El otro, el que no debía estar allí, se agarraría a cabezazos contra el muro, patearía su lustrín, se marcharía del lugar, quién sabe adónde, angustiado de la vida. El lustrabotas aplicado comentaría acerca de su compañero de trabajo que es un loco de remate y seguiría embetunando los zapatos del primer amigo, que es el único de los tres que ha visto la escena, pues los otros dos lo esperan sentados en el escaño de más allá. De los labios del hombre que vive un tercio de su vida en la acera iría saliendo una historia triste, pero contada como si fuese la vida misma, algo normal. Diría que si es por él no estaría embetunando, que únicamente busca hacer el dinero de la pieza en que se echarán sus huesos por la noche. El primer amigo dejaría de pensar en su resaca y lo miraría con asombro, estudiaría su ropa limpia, su aire de hombre sano, abriría más los ojos para verlo. Le hablaría de la noche anterior el lustrabotas, de su Nochebuena, de la visita que le han hecho los alegres muchachos católicos en la hospedería. Recordaría la carne asada, las canciones hasta las tres de la mañana. Iría más atrás, cinco años ya ausente de la casa, tanta soledad, atrapado por el vicio.
El vicio tiene garras que no dejan volar a las almas de los lustrabotas alcohólicos. El primer amigo lo instaría a volar por su propia voluntad antes de pararse del asiento para saludar a sus amigos. Los tres se irían al café y el lustrabotas ahora sí que quedaría solo a lo ancho y largo del paseo.
En el café la escena sería harto diferente. La conversación se enredaría en las cosas del fútbol, en los misterios de Palestino, en el poder de la estadística, mas de pronto la charla del tercer amigo arribaría a extraño puerto. Pasaría entonces un hombre parecido a Escuti, un hombre viejo, acabado, que ya hace tratos con la muerte. Mientras se desplaza ante sus ojos, el amigo que ha llevado la charla a extraño puerto reviviría un atisbo de romance. Ha sido en la fila del banco, la ha llamado, no lo ha reconocido, la ha vuelto a llamar. Es tan real y tan raro todo, se hace en un instante tan diáfana la forma en que las mujeres manejan los hilos de la vida, pues si había estirado ella tanto la cañuela, por qué la recogió, qué pasó entretanto, se pregunta y los dos amigos analizan y concluyen que hay un gato encerrado en esa historia. No se ha dicho todo, faltan los detalles más reveladores. El tercer amigo no ha soltado el cuento completo, porque habría quedado demasiado expuesto, aun ante sus amigos.
Caminarían por las calles desiertas, pero entonces, sin aviso previo, el tercer amigo entraría a la oficina de apuestas. Qué lo ha hecho torcer la senda, qué emociones busca, no bastan las que ofrece la vida. Por las pantallas se verían caballos flacos, desganados, corriendo por el hábito de correr. Hombres solitarios estudiarían sus papeles, repetirían sus cábalas. Las escupideras se irían llenando con el correr de las horas. Impresiones como ésas llenarían la conversación de los amigos 1 y 2, hasta que las sendas de ambos se bifurcarían y cada uno volvería a lo suyo.
Avanzada la tarde, hecho su trabajo, el segundo amigo descansaría la vista, ordenaría su pieza, se echaría un pan a la boca, contemplaría sus trofeos, tomaría un libro y seguiría viviendo, ausente de su vida la maldita semilla de la angustia, pero pertinaz en su manera de mirar los defectos de la gente, implacable a la hora de enfrentar la estupidez humana.
A esa misma hora el primer amigo llegaría a su casa. La mesa estaría llena, las sillas también. Voces de niños y jóvenes alegrarían el ambiente, se escanciaría el vino de la jarra. Y mientras los demás dirían palabras que a él le sonarían como meros sonidos del ambiente, concluiría a destiempo y en silencio, porque así es él, vive después de haber vivido, concluiría que de los tres fue el que más transó, el más cobarde, el más hipócrita, el que mejor entendió la naturaleza de las cosas.

domingo, diciembre 14, 2008

El vicio y la virtud

Los dioses vigilan mis excesos
A cada mal, un espíritu ácido y oscuro
Que se encarga de frustrar, de obsesionar
Pero es un solo dios el que me habita
Un dios tentacular


Antes no fue así
La vida era un espectáculo
No sobresalían las raíces
El núcleo del átomo, escondido
Libraba las cosas y me estallaban en la cara
Al gusano lo vi como gusano
A la gente de mi cuadra como gente de mi cuadra
Reía el ignorante y sentía yo su risa, ignoraba que ignoraba
Pero las cosas transmitían señales de la esencia
Sólo había que interpretarlas en el gesto cruel de la maestra
Y la verdad se escondió para siempre
Las raíces salieron a la superficie de la tierra
Descascaró el átomo
Como diafragma de cámara se fue cerrando el círculo
Se redujo

A excesos
Frustración
Obsesiones
Voluntad debilitada

Vino entonces la era del vicio. Llegó de golpe, se presentó como una desagradable emoción que dejaba a su paso un ángel caído. El placer fue vago; más grande el deseo. Su recuerdo torturó las venas del cerebro. La segunda vez fue extraña, como divisar de nuevo al prestamista; lo que se había ido para siempre volvía sin ser llamado en alta voz: el vicio tocó la puerta de mi casa con las maletas en la mano. Lo dejé entrar pero ordené que se llevaran las maletas. Lo acomodé en la pieza de servicio y dispuse de él a voluntad.
Pero he aquí que el vicio fue tomando fuerza y ha terminado disponiendo de mí. Me llama cuando quiere, se me ha metido en un recodo del cerebro; habrá de estar navegando en esa vena de que hablé.
Está compuesto de materia viscosa, como dicen que debe ser. Cada vez que hablamos a calzón quitado le anuncio que tiene contados sus días. En esas instancias me aflora un don de mando increíble. El vicio asiente y se retira a su pieza, como perro apaleado. Al año siguiente me asomo a espiarlo, no sea que haya muerto y se esté descomponiendo a los pies de la cama. Pero apenas me ve mueve la cola. Entonces lo saco a pasear, por última vez, antes de arrojarlo desde la cima del acantilado.
Si lo pudiera graficar lo asociaría con las imágenes del águila que devora el hígado de su víctima o con la piedra que rueda desde el monte, la piedra rodante.
Hace poco volvieron a tocar la puerta de mi casa. Eran sus maletas. Me extrañó el envío, venía sin remitente, pero el cartero no aceptó mis argumentos. No había forma de rechazarlo.
¿Quién habrá mandado esas maletas?

El vicio tiene un enemigo que nació de su costilla
Es el miedo
El vicio y el miedo tienden a anularse
A veces vence el vicio
A veces vence el miedo
Vencido el miedo, renace el miedo
Vencido el vicio, renace el vicio
Si ha ganado el vicio, tiende a dormir siesta
Si ha ganado el miedo la conciencia está tranquila
El pensamiento está intranquilo
La sangre bulle
Es que ha entrado la invitada de piedra
La obsesión
La obsesión es una idea loca
O sea, una idea que brota desde lo que no podemos controlar
Bien al centro de nosotros hay pozos negros que sólo algunas almas sacan a la luz
Son pozos astutos, se disfrazan de elementos químicos para despistar
Al pozo se le echa cloro y vuelve a su lugar, donde lo espera la idea loca
¡Qué hiciste, imbécil, te dejaste atrapar como un niño!
El pozo baja la cabeza y le abre sus aguas
Porque la idea estaba seca y quería beber

Se está preparando una batalla colosal. De un lado, obsesión y vicio; miedo y virtud, del otro lado. El vicio es el Rey Negro, su dama es la obsesión; la virtud es el Rey Blanco, su dama es el miedo. Géneros cambiados, qué le vamos a hacer, así es el idioma castellano. Nos somete a sus reglas y hay que obedecer; de lo contrario se corre el riesgo de no ser entendido. Pero, ¿qué es ser entendido, si a fin de cuentas cada uno entiende lo que le conviene? Porque no me vengan a decir que a alguien le importa la batalla que libro. Lo que les importa a los académicos es el estilo, a los poetas la emoción, al vulgo le interesa que se les resuelvan sus problemas. Pero yo no estoy en condiciones, lo siento. No sé resolver ni los míos. De modo que la virtud es la Rey Blanco y su dama, la miedo.

Surgió serena y grandiosa la virtud
No bajaba de las nubes en corceles alados
Ni conducía cuadrigas de oro
Era como si fuese una niña humilde
Parecida a María Virgen, semejanza ésta de aquella
Encarnación de lo supremo, que es lo que estuvo antes y estará después
Apenas sabía leer
Y sin embargo los libros la enviaron a mi casa
Los libros
Esos recipientes de signos
Tú ves un signo y te imaginas otra cosa
He allí el misterio del libro
Así se me reveló esta Virgen de doce años
Más bien, así se les reveló a quienes me la transmitieron
Cómo dudar de los siglos de los siglos
Cómo dudar de Homero
Y del Dante, a quien no he tenido el gusto de conocer
Duerme en mi velador
Su misión es quitarme el sueño
Llegó la virtud, decía
Los ignorantes proclamaban que costumbre suya
Era ser avasallada por el vicio
¡Cuán equivocados!
La virtud es un conejito de goma que flota en el Golfo de Penas
Las rabiosas ondas pasan y pasan por debajo
El vicio enfurecido atrapa al muñeco inocente
Lo lanza de una cresta a otra
Qué vano plan; allí quedó, siempre flotando
A la vista de todos, deslumbrante
La tormenta declina, el vicio mengua
Vencido por el tedio fenece y renace y forma nubes
La belleza es perversa, entrometida
Enloquece al que se introduce a su sendero, que no lleva al paraíso
La belleza conduce a la escenografía del paraíso
Se apagaron las luces, buenas noches, nueva función mañana
Y qué decir del amor
El amor es triste, lo tienes y lloras, lo pierdes y lloras
Si nunca lo tuviste, lo anhelas
No podrías vivir sin él
Ya saben de qué clase de amor estoy hablando
Nadie que se diga Hombre puede vivir sin él
Tú y yo estamos condenados a la flecha y al grillete
Mas la virtud, la humilde analfabeta, esa Virgen
Jamás me pesará
Es mi manantial, mi ruiseñor de Keats
Un canto perenne que se deja oír de golpe
Desde la copa de un olmo de un bosque de suelo musgoso
Más alta que la belleza y el amor, más lejana
Ensombrecida por el vicio como las nubes ensombrecen al sol
Radiante la virtud
¡Nunca mía!

lunes, noviembre 17, 2008

La rama y el hombre

Con la vista seguí a una ramita a la deriva. La había lanzado yo mismo a la corriente cristalina del arroyo; quería ver cuando cayera en la minúscula cascada, cuando entrara en los rápidos.
La ramita no era dueña de sus actos, tampoco sufría daños aparentes por el agua. Pensé que si yo fuese tan pequeño como ella, del mismo largo, no duraría mucho allí. Buscaría la orilla con angustia, intentaría evitar los rápidos, pero ya dentro de ellos me abandonaría hasta que los remolinos y las piedras me vencieran. Mis restos quedarían dando vueltas en un recodo o serían humillados por la corriente río abajo. Una chica del campo los hallaría y se taparía la boca, correría a contarles a sus padres que ha visto un duende muerto, al rato llegaría la policía, buscaría un documento entre mis ropas, me sacarían del agua, me meterían a una bolsa, me llevarían a la morgue; tarde o temprano otra persona volvería a mirar mi rostro con la boca tapada. Diría sí, es él y así comenzaría el fin de una historia que tendría su epílogo en una caja oblonga que tres pares de manos depositarían en el nicho destinado a recibirla.
Pero la ramita, la ramita... sin usar razón ni resistencia, pesando menos que yo, con las únicas virtudes de su capacidad de flotación y de su pobre humanidad, objeto de desprecio de animales, objeto inservible, no deseado por nadie, objeto que no nació para el deseo, que no sufre dolores ni siente placeres, la ramita se iría con el agua, empataría en los recodos, volvería a navegar, caería en grandes precipicios de espuma blanca, divisaría campos floridos sin emoción aparente, alerces eternos, vacas que pastan, camiones que llevan televisores de una ciudad a otra, nubes que descargan lluvias torrenciales, soles quemantes, lunas para allá y para acá, para terminar sus días la ramita avistando el océano.
Sólo el poder del agua, que para la rama significa el poder del paso del tiempo, finalmente la doblegaría, la iría enflaqueciendo, hasta hacerla desaparecer.

lunes, octubre 13, 2008

Canción por Ella Fitzgerald y Louis Armstrong

Se requieren claves para apreciar la belleza, y sin embargo los poemas hablan por sí solos.
Rilke dice que la belleza es el umbral de lo terrible, lo que justo podemos soportar, y sin embargo no me conmociono ante sus versos; antes bien, me incomodan: no logro descifrar las claves que hay en ellos.
Creo que llorar ante un poema es demasiado, como una especie de sensibilidad fingida. El verdadero llanto proviene de la pena; todos los demás son fingidos. El verdadero llanto es sinónimo de tristeza, no de dicha. El llanto de felicidad es en el fondo un llanto de tristeza, pero ¿por qué? Tal vez porque se intuye lo que se va a perder; de allí que los poetas hablen tanto del paso del tiempo. Un poema hace llorar cuando el que lo lee descubre la belleza, pero ese llanto proviene ante lo que realmente se pierde. Y lo que se pierde es el momento, la intuición de la belleza. Se llora porque se traspasó el umbral, se comprendió lo que hay más allá y eso se perdió un momento después, cuando vino el llanto: se fue la vida.
Los poetas hablan de la melancolía que se arrastra con el paso de las horas. La vida está demasiado viva ante nosotros para verla. Apenas la describimos estamos describiendo el paso del tiempo.
Ella Fitzgerald y Louis Armstrong cantan, una vez más, "Summertime". Ambos están muertos. Casi toda la buena música que llega a nuestros oídos proviene de gente muerta.
La música también precisa claves, mas parece que las claves de "Summertime" son más fáciles de comprender, justamente porque no deben entenderse. Es posible que la clave esté en la repetición de una armonía que se extrajo de la naturaleza. La repetición lleva al acostumbramiento y al entendimiento y eso gusta mucho. Luego cansa. Cuando más se goza de la música es cuando menos se concentra uno en ella. Y sin embargo no puede estar pendiente de otra cosa para gozarla: debe prestarle toda su atención.
Lo que estremece es lo nuevo. Allí está lo terrible de que hablaba Rilke.
Si la muerte sólo fuera muerte, nadie le cantaría. Pero habiendo dolor... y habiendo olvido. Eso ya es otra cosa.
¿Por qué sufrimos tanto de ser olvidados? ¿Por qué le tememos tanto al olvido? Pues, porque hay una sensación de envidia por los que se quedarán con vida. Una intensa rabia indigna de ser expresada, que se convierte en dolor. Si nos quisiéramos menos, en el buen sentido, ¡la muerte podría ser tan buena compañera!
La vida era nuestra, ahora sólo es de ellos, ¡ay!
Y se llora.

miércoles, octubre 01, 2008

Si mañana amaneciera...

Si un buen día amaneciera desnudo bajo un árbol...
Procuraría cubrirme, lo primero. Buscaría luego una corteza que protegiera mis pies y me iría al pueblo más cercano a pedir comida y ropa. Saludaría a la gente, me presentaría ante ellos, tocaría las puertas con la máxima humildad, hasta encontrar un alma generosa, y en ese hogar pernoctaría. Al día siguiente me iría temprano, antes del alba, para bañarme en el estero. Sumergido hasta el cuello en sus aguas cristalinas miraría desaparecer las estrellas del cielo. Entonces daría gracias a Dios por el nuevo sol que irradiaría mis espaldas.
Desde luego, viviendo en esas condiciones creería en Dios y no sólo creería: le temería. Es que a cada minuto esperaría la muerte. Sería mi existencia tan frágil que bastaría una simple granizada, un leve descuido de mi parte, para decir adiós.
Pasaría el segundo día de mi estado recorriendo el valle. Dedicaría las primeras horas a caminar. Lo haría recogiendo frutos y raíces, que me echaría a la boca. Luego iría al árbol donde amanecí, el árbol de la vida, y me recostaría a dormitar a su sombra. La brisa fresca me animaría a levantarme, a seguir andando, y todo me maravillaría, lo feo y lo bonito, la podredumbre de las hojas encima del pantano y el canto del ruiseñor en la rama fornida. Pronto volvería a caer el sol tras las montañas. Entonces, entrada la noche, haría fuego. Sintiendo dentro de mi cuerpo el giro de la tierra me calentaría las manos y los animalitos del bosque harían algo parecido: uno a uno acudirían lo más cerca que pudieran para aprovechar la llama. Mi alma, expandida, daría paso a mi voz. Les hablaría a todos, le hablaría con respeto a Dios, le pediría por nosotros y así me dormiría. Dulces sueños acompañarían mi segunda noche; nada perturbaría.
Al tercer día buscaría un trabajo y lo hallaría de inmediato. Consistiría éste en proclamar la unidad y el sacrificio. A quien quisiera escucharme le diría lo siguiente: date por entero, huye de los vicios, témele a Dios, siéntete un gusano, agradécele el dolor. Viviría de limosnas, me alimentaría de rayos de sol; los árboles me regalarían sus frutos, la tierra sus verduras; el agua, su néctar; la vid, su alegría. Sentado bajo mi árbol de la vida contemplaría el mundo en que vivo, alborozado. Si tenemos conciencia para separar el bien del mal y voluntad para no torcer el camino, me diría entonces que no somos animales. Los animales viven devorándose unos a otros, porque así fue escrito. Consisten sus vidas en buscar eternamente el alimento y procrear, una fórmula sencilla, natural. Lluvia y sol valen lo mismo; no saben de ocio ni angustias metafísicas. Al hombre se le planteó desde el principio el mismo desafío: hacer como hacen ellos, pero sabiendo lo que hace, o dar un paso hacia adelante. Por años de años hemos decidido hacer como las bestias y el mundo ha prosperado según esa creencia. Pero el tercer día me revelaría que no es bueno aplastar a nuestros semejantes para vivir y que es bueno compartir con ellos el tesoro. No es bueno quitarles su parte; es bueno sacrificar la nuestra. No hay otra forma de vida plena que en el sacrificio. Sólo así el animal que habita en cada uno de nosotros da paso al hombre. Cuando la ambición declina nace el deseo de unidad y la riqueza vuélvese pobreza.
Dedicaría el cuarto día a la lectura. Estudiaría la belleza y sus formas, los misterios de la creación, las profundidades del alma. Los sabios acudirían a mi encuentro. Los recibiría a todos, sin dejar a nadie afuera, ni siquiera a los fanáticos. Cada uno de ellos tendría algo que ofrecerme y estaría en mí recoger lo que pueda del mensaje o desecharlo. Por la tarde hablaría desde un claro del bosque a mis discípulos, que ya los habría; no tantos, pero los habría. El mensaje seguiría siendo el mismo, mas dentro de él se palparía una sutileza, una claridad que sólo podría haber surgido de los tres días anteriores; una enseñanza exenta de ambición.
El quinto sería el día de la duda. La repetición del acto, la proximidad del fin, la sensación de oscurantismo, los vicios acechantes, los pecados capitales me envolverían en un remolino de angustia. La Iglesia se fundó en grandes bases que le dieron fuerza espiritual al mundo, pero no cambiaron en nada el alma de los hombres. Bajo la mirada piadosa de los santos se ha matado, se ha humillado, se ha torturado, se ha experimentado con animales y se ha arrasado con la vida de los bosques, de los ríos y los mares. ¿Es eso lo que a la larga enseñaría? Pues mis discípulos se esparcirían por el mundo con la nueva verdad en sus almas, plenos de bondad, y en poco tiempo todo volvería a ser lo mismo: la nueva Iglesia se adornaría de oro, los nuevos seres deslumbrarían de codicia. Todo mensaje está destinado a caer en un vacío insoportable. Sólo el dueño es su amo; los demás repiten como pueden y así, caen. La palabra engendra la guerra. De allí que al llegar la noche renegaría de lo dicho y buscaría una cueva. Dios no puede ser el mismo para todos, no hay forma de incorporarlo al alma de los otros. Los maestros no son más que páginas de imprenta.
El sexto, el de la obra en el retiro. Basta de sociedad, basta de hombres. En cinco días los conocí a todos; conocí a la mujer y esparcí la simiente, nuevos bríos nacieron de la tierra. Amé y gocé y fui amado, se hace tarde. Tengo el día de hoy y el de mañana para tratar de arribar a mi puerto. El tiempo se me acaba y vislumbro nada, tinieblas. Despertaría con la imperiosa necesidad de entregar mi testimonio. Comenzaría diciendo que un buen día amanecí desnudo bajo un árbol y que luego busqué saber dónde vivía, quién era, quiénes me rodeaban. Hablaría para mí mismo, dentro de la más absurda ignorancia. Me cabría la penosa misión de obsequiarle otra página al archivo de Babilonia.
Si no hubiese muerto antes, el último día sería el séptimo y lo dedicaría a disfrutar de lo que mis ojos alcanzaron a mirar. Volvería al mundo, sentiría a los hombres como hermanos que viven y pasan, sin miedos, sin envidias, sin ofensas. Buscaría sobre todo a los niños, para hacerles morisquetas. Correría detrás de ellos disfrazado de cuco, repartiendo trompos y cometas, ojitos de gato y bolitas de perilla. Rodeado de inocencia, convertido en el viejo loco de la plaza, oiría el anuncio volando desde lejos. Sería al comienzo una mancha chiquita que bajaría de una nube; luego desplegaría sus alas negras de ángel. A la más leve seña subiría en sus brazos sin chistar, y así terminaría para mí el fin de los tiempos.

martes, septiembre 23, 2008

Un cuerpo hasta la cintura, de bruces en la cama

Vargas abandonó a sus fantasmas nocturnos al oír un gemido. Era su mujer, que se movía levemente en la cama. Se acercó hacia ella para oír mejor; antes del gemido parecían tan alejados uno del otro, parecían dos tiras de algas sobre la arena. Ahora Vargas sentía que algo los unía: un lamento venido de la profundidad de la noche.
Su mujer despertó con el tiritón típico de las pesadillas. Lloraba, se podía ver su llanto en la oscuridad de la habitación. Vargas intentó consolarla, diciéndole una y otra vez que no pasaba nada, que la pesadilla ya había terminado. Pero las pesadillas dejan una herencia de angustia. "Es un miedo que viene de mí", sollozaba, y así se volvieron a quedar dormidos, tomados ahora de la mano.
Al día siguiente ocuparon la mesa del lugar de la ventana. El mozo les ofreció la carta. Vargas pidió un expreso y su mujer, una taza de té y tostadas con palta. Afuera pasaban trenes en uno y otro sentido; corrían sobre rieles silenciosos. El espectáculo se completaba con el desfile de decenas de rostros anónimos que caminaban por la acera. Era un espectáculo evasivo. Vargas nunca terminaba de sorprenderse de la cantidad de parejas que no se decían nada mientras compartían un café. Le pasaba a él mismo y no lograba comprender el porqué. Bastaba que estuviera con un amigo para que su lengua se volviera remolino; con su mujer no sólo la lengua sino su cuerpo entero se transformaba en ese bulto vegetal muerto en la playa.
-¿Qué soñaste anoche? -le preguntó con voz débil, tímida.
Su mujer dejó de mirar los trenes y bajó la vista. Estaba a punto de llorar. Entonces habló, como para sí misma:
-Soñé que estaba en una habitación en penumbras, en una pieza a la que había entrado la niebla. La cama de bronce de mi papá relucía, pero alguien había instalado una pelota de plástico en una perilla. La saqué y la hice desaparecer; suprimí esa vulgaridad. "Me voy a acostar en la cama de mi papá. Sé que está muerto pero no me da miedo, porque él me cuida", fue lo que pensé en el sueño. Pero la pieza tenía una segunda cama y sobre ella dormía de bruces una persona. ¿Quién era? Debía saberlo. Le tomé el pelo negro a la altura de la nuca y la remecí, pero no se movió. Bajé las frazadas y se me reveló su cuerpo: le llegaba hasta la cintura. Me dio tanto miedo que grité: ¡Quién eres! Una voz masculina, muy profunda, me respondió: "Eres tú... eres tú".
Volvió el silencio. El mozo depositó el café, las tostadas y la taza de té sobre la mesa y se marchó. Vargas sorbió de inmediato; su mujer comió sus tostadas sin mayor interés. Pasaron unos minutos antes de que Vargas volviera a hablarle.
-¿Sabes interpretar los sueños?
-No, le dijo ella.
Era mentira. Ambos conocían a la perfección esa ciencia. Conocían sus vidas al dedillo, sabían incluso que cada una de esas vidas escondía profundos misterios. ¿Qué podía importarles una pelotita de plástico en un bronce, un cuerpo cortado por la mitad? Lo que sí les importó de verdad fue ese miedo, que los unió por un instante. Pero eso había sido anoche.
El tren hacia el sur estaba detenido. De uno de los vagones bajó un anciano vestido de negro.
-Mira, el doctor Martínez, ¿de dónde vendrá con esa maleta? -comentó Vargas en un tono vivaz, como si la aparición del médico los hubiese salvado de algo desconocido y peligroso. Su mujer dirigió la vista hacia el personaje con un sentimiento de amargura y frialdad.
-Qué flaco está -dijo.

martes, septiembre 16, 2008

Decadencia de un sicópata

Vestido enteramente de blanco, a lo Tom Wolfe, bajo a la calle a hacer de las mías. Intento volverme invisible entre el gentío, pero mi traje, mis zapatos y mi sombrero panamá me delatan, a propósito: es que debo llamar la atención. Aunque odio convertirme en centro de las miradas, resulta necesario para mi plan de esta tarde.
Me instalo en un banco. La gente pasa y me mira. Dos muchachos comentan algo entre ellos y vuelven la vista. Les tiro un beso y se largan a reír.
Pasa una mujer de aire iracundo, baja estatura, peinada con laca. A ésa le echo los puntos. Me levanto y la sigo. Antes de llegar a la esquina le hablo.
-Dónde vas, preciosa.
-Y usted, ¿quién es?
-Me calentaste apenas te vi.
Me mira de arriba abajo.
-¡Qué se cree, roteque!
-Estái bien buenona.
-Voy a llamar a los carabineros.
-Te invito a comer un hot dog.
-Oiga. Usted está hablando con una dama.
-Vamos, acompáñame.
-¿Cree que porque anda elegante puede hacer lo que quiera con una mujer decente?
-Aquí es, entremos.
(El mozo).
-¿Qué les puedo ofrecer?
-Dos completos y dos cañas de vino blanco.
(Al rato, en el motel).
-¿Viste lo que te estabai perdiendo por tonta?
-¡Ay, mijito, métamelo hasta las costillas!
-Date vuelta, maraca de mierda.
-Bueno, pero no me trate así.
-¡Date vuelta, mierda!
-Me está dando miedo.
-Atraca el poto pacá. Quiero que suenen los cocos cuando te lo enchufe.
(Dos minutos después).
-¡Ay, mijito, déle más fuerte!

(Por la noche, ante el diario de vida).

Cada vez siento menos la emoción. Veo fluir la sangre y corre igual que todas las sangres del poblado. Los ojos vacíos terminan siendo los mismos, los tediosos estallidos de la carne se hacen fuego de vela. Ni siquiera el placer de saborear a hurtadillas los estertores de la muerte me anima. ¿Debo entregarme a la justicia o existe aún otro método inexplorado?
De joven, este teatro y su escenario se me hacían iniciáticos.
Revelado ya el secreto, sólo hastío.
El aura poética debe dar paso a lo esencial: la poesía es una linterna mágica que ilumina la verdad que se guarda en los rincones. Es sólo un chispazo de luz. Si no se aprovecha, la verdad se olvida.
Y mi verdad es ésta:
Conocí el amor. Quien ha amado alguna vez sabe de lo que hablo. Al decir que conocí el amor digo también que conocí la tristeza. No existe la correspondencia exacta, no puede existir en dos almas que habitan este mundo. Quien ama sólo desea que se le ame de la misma forma. Y si a alguien se le ama aún más de lo que ama, es que no ama. Por lo tanto, si amé es que no fui amado.
Pasada la experiencia del amor me dejé llevar por el deseo. Quien ama, vive; quien desea, mata. No se puede afirmar que los animales amen y si aman, no es ése el amor del que hablo. El de los animales es un amor instintivo, natural. El amor del hombre es moral. No es casual entonces que ciertos animales culminen el rito del apareamiento con la muerte de uno de ellos. Los hombres se estremecen al ver esas imágenes por la televisión, las asocian con una bestialidad que no les pertenece. Yo les advierto: ¿No es acaso la misma bestialidad y sed de muerte la que gobierna vuestros maliciosos actos privados y los míos?
¡Ay del que diga "es sólo sexo, placer, juguetería"!
El sexo precisa pensamiento, todo crimen debe ser cometido antes de llevarse a cabo.

miércoles, agosto 27, 2008

Páginas del diario de un circo pobre

11 de junio

Pasado el mediodía de hoy llegamos a Rancagua. El pueblo nos recibe fríamente. Yo pienso que es porque se avecina una tormenta. Nos juntamos a tomar mate en el carromato del señor Mussimessi. Gondolita nos llama a vestirnos y salir de paseo por el centro y las poblaciones para promover la función nocturna. En la calle los gemelos reparten volantes. La calzada vacía le hace murmurar a Gondolita que no tendremos una buena función. Yo le digo que no sea tan pesimista, pero me contesta con una frase que no entiendo. Bueno, así es él, qué le vamos a hacer.
A las ocho de la noche la carpa está vacía, una hora antes del debut, con dos o tres familias en los tablones. El señor Mussimessi nos reúne y tras tensos minutos surge la decisión, dividida: la función se realiza, por respeto al público presente. No contento con eso, el señor Mussimessi libera del pago del boleto al que desee entrar.
La función se ve empañada por una terrible tormenta. Ésta comienza en forma tímida, no recuerdo en qué momento, pero muy pronto la carpa zumba que da gusto. El agua corre como río sobre la lona y se cuela por las costuras viejas para caer al aserrín en pequeñas cataratas.
Los gemelos han estado más atontorronados que de costumbre y cuando se les olvida la rutina improvisan una lucha falsa. El Silabario Hermafrodita es garantía de espectáculo, porque sólo tiene que mostrarse. Además, su carácter misterioso viene de perillas con el ambiente que reina en el circo en esos momentos. Sybila, la reina gitana, actúa a regañadientes; el Gusanómeno del Círculo intenta el número árabe, pero se retira sin pena ni gloria. Cuando yo voy entrando y él va saliendo me dice al pasar: está difícil la cosa.
He tenido tan mala suerte que justo cuando me voy a tirar al tonel se corta la luz. Los gemelos entran con unas velas. Apenas se ve desde arriba. La carpa mojada me golpea la cabeza, con el viento que hay. Cuando voy por el aire me acuerdo de mis sueños, donde todo es tan tranquilo y las cosas no pasan, sino que uno cree que pasan. Deseo en ese momento que todo no sea más que un sueño, pero la caída dentro del tonel de agua me vuelve a la realidad. Una vez más he triunfado, pero al salir del tonel me pregunto: es verdad, he triunfado, pero ¿sobre qué?
El interior de la carpa parece un recinto ahogado, en el que la gente, mecida por el viento, camina por las frágiles tablas de la galería a empujones. Para aligerar la tensión, Gondolita y el señor Mussimessi se desdoblan. A veces pienso que ellos dos son los únicos que tienen vocación circense en la compañía. El público apenas sonríe.
Durante el intermedio las caras languidecen. Magra taquilla, de las peores de la gira, pero hay que seguir actuando. Douglas Cordelito propone suspender la función, pero nos oponemos y él levanta los hombros, en señal de indiferencia. Tita y Humberta son las más ansiosas, pues esta noche tan especial les ha dado por zanjar una antigua rivalidad. Ambas son audaces y tozudas y siempre quieren imponerse una sobre la otra. Yo creo que eso le hace bien al circo, pero no a ellas.
Las artistas deciden jugarse la función al todo o nada. Tita se asocia por primera y única vez con Humberta para realizar el doble salto mortal: gana la que arranque más aplausos. Hieronimus no ha querido actuar con ellas y se escuda una vez más en su trompeta. Hieronimus es un resentido y yo creo que nunca logrará cambiar. El accidente que lo confinó en una silla de ruedas no lo exime de sentir alegría, pero él se automutila. Reclama por cualquier cosa. Quiere hacerles la vida imposible a todos.
La luz de las velas no llega a las alturas y las ampolletas se encienden y se apagan como faros, como focos de ambulancia en cámara lenta. Aún así, ambas estrellas renuncian a la red, por amor propio. Tita debe saltar y Humberta, pescarla de las manos. Las miradas se tensan. Tita salta y Humberta estira en vano sus extremidades superiores. Gondolita corre a la pista, pero no alcanza a tomarla en sus brazos: ¡la reina del trapecio ha caído al aserrín! La sangre brota desde la comisura de sus labios. Humberta, testigo del accidente desde su trapecio, se siente culpable y prosigue con el número. Se ríe de la muerte a carcajadas, salta de un trapecio a otro, sola en la oscuridad del cielo, con la música de la trompeta de Hieronimus y el sonido de los truenos como mar de fondo. Un rayo destruye la carpa de un plumazo, dando con ella por el suelo. El público se retira, enloquecido, pisoteando a los heridos que gimen sobre el aserrín mojado, mientras las sirenas ululan a lo lejos.

12 de junio

Son las tres de la tarde y emprendemos viaje en los carromatos, bajo un cielo azul profundo y un camino barroso. En el hospital quedan Tita y Humberta, internadas con fracturas múltiples, pero fuera de peligro. Por una razón circunstancial están convaleciendo en piezas separadas. El cobarde de Hieronimus, aislado por sus compañeros, ensaya bajo el triste sol radiante; el señor Mussimessi fustiga a los caballos, Gondolita lo acompaña. El Silabario Hermafrodita se mira al espejo y se pinta los labios, yo escribo. Nuestro próximo destino es San Fernando.

13 de junio

El alcalde de San Fernando ha venido a pedirnos esta mañana, con toda discreción, que suprimamos cualquier número con animales, por razones políticas. Tal parece que en víspera de elecciones los animales del circo restan votos. El señor Mussimessi le aclara que por razones presupuestarias el circo ya no cuenta con animales. El león, el oso y la elefanta fueron vendidos al Zoo de Paine porque se hacía imposible mantenerlos, a pesar de que el oso se alimentaba con pescada y frutas podridas, la elefanta con verduras y el león con perros y gatos que los vecinos ofrecían a precio de huevo. El alcalde le solicita 50 entradas para repartir entre los niños huérfanos y el señor Mussimessi se las regala, a sabiendas de que serán usadas para comprar votos.
De almuerzo sirven pescado frito.
Esta noche tendremos menos artistas. Gondolita habla con Hieronimus, de parte del señor Mussimessi, y le pide que se suba al trapecio. Hieronimus le contesta: ¿y la trompeta? Gondolita, casi suplicando, le sugiere con la máxima delicadeza que primero la trompeta, después el trapecio y luego de nuevo la trompeta. Hieronimus hace un gesto con el brazo, lo levanta y lo mueve atrás y adelante. Gondolita interpreta ese gesto como un sí a regañadientes y vuelve a su cuchitril rodante antes de que cambie de opinión.
Por la noche Hieronimus cumple su palabra. Entra en silla de ruedas, le pasan la cuerda y la sube con sus brazos de acero. En la carpa el murmullo de admiración se generaliza. Uno de los gemelos, situado en la cima, le alcanza el trapecio. Hieronimus muestra su bella rutina. Es un número frío, exacto y mezquino, como su carácter torvo y estreñido. Hieronimus no es de los que anda proclamando su arte y no se enorgullece de lo que es capaz de hacer. Hieronimus es un apasionado frío, un artista inculto y grosero. Dicen que solo cambia cuando está bebido. Le han visto salir del carromato del Silabario Hermafrodita con lágrimas en los ojos. Los gemelos me han contado una de cosas que pasan dentro de ese habitáculo... pero me las cuentan con cierta indiferencia, como si fuera normal que pasaran cosas así. Yo los escucho sin creerles demasiado. Cada vez que el señor Mussimessi los oye hablar de eso cambia de tema. Le molesta mucho que la gente se entrometa en la vida privada de las personas. El señor Mussimessi es práctico y organizador. Su norte es el espectáculo que brinda el circo. Eso lo hace velar por nosotros. Es más que un empresario, ha llegado a ser como un padre para todos.
Dicen que los artistas son más sensibles. Yo digo otra cosa. Los artistas no somos ni más ni menos que cualquiera, con la diferencia de que nuestra doble vida es pública, en tanto que los demás hacen sus cosas a escondidas. No lo digo por Hieronimus. Mal que mal, todos intuimos su inofensivo vicio, su debilidad por el Silabario Hermafrodita. Lo digo por todos nosotros, que en el día levantamos la carpa, lavamos ropa, planchamos, prendemos fuego, repartimos volantes, y en la noche nos vestimos con lentejuelas para deslumbrar al respetable.
No es una vida de perros; nosotros la hemos elegido. Preferimos ir por el borde. Yo, en lo personal, no imagino otro modo de vivir.

3 de agosto

Cuando era pequeño y recién me iniciaba en el circo el señor Mussimessi me dijo algo que nunca se me pudo olvidar. Me dijo que el mundo nos había desterrado. Le pregunté qué quería decir eso y se rió, porque entendía que le iba a enseñar algo importante a un niño, como de hecho ocurrió. Me explicó que ser desterrado quería decir que al circo siempre lo echarían a las provincias. No habló de desprecio ni de discriminación, pero en mi alma quedó esa sensación tras escuchar sus palabras. Yo ni siquiera conocía esos conceptos, pues mi vida había sido hasta ese momento bastante llevadera, muy cercana a la felicidad.
No tenía que estudiar, hacía muchos ejercicios, recibía aplausos y nunca me faltó la comida. Una madre tierna me hacía dormir por las noches.
Al poco tiempo descubrí que mi madre andaba en enredos con el señor Mussimessi, pero no le guardé rencor. Después de todo era su vida, a mí no me faltaba nada y el señor Mussimessi se preocupaba de todos nosotros.
Cuando el circo pasa por Linares acudo al cementerio y le deposito claveles rojos. No puedo dejar de recordar entonces el desgraciado accidente con el león. Antes de ser vendido, el animal fue mañoso y traicionero; mi madre no debió entrar esa mañana a la jaula. Los gemelos olvidaron darle la carne. El león no obedeció a su domadora. El señor Mussimessi me alejó de allí, ordenó que la taparan, me llevó al centro y me compró golosinas. Me dijo que desde ese día él iba a ser como mi padre y que no me dejara llevar por la tristeza de haberla perdido. Entonces adiviné lo que me quería decir y le di las gracias.
Tal vez el señor Mussimessi sea mi padre de verdad; nunca me he atrevido a preguntárselo. Pero pequeños detalles me hacen sospechar, como el hecho de privilegiarme con el número central de la función, o con el carromato más bonito.
"Echar a las provincias"... cuánto tardé en darme cuenta de la metáfora. Para el circo, el destierro es un paraíso melancólico. Se vive al margen, con brillos, afeites y lentejuelas. Nos levantamos tarde, aceitamos las ruedas del cañón del hombre bala, protegemos la pólvora de miradas malsanas, somos libres. No se nos considera; mejor dicho se nos evita, se nos acepta una vez al año durante unos pocos días y luego se nos despide sin pañuelos, sin alcalde en el estrado, a través de miradas de niños que nos van indicando con los dedos mientras dejamos la ciudad. Desterrados, errabundos, vagando de pueblo en pueblo el paraíso se hace soportable y la rutina, menos cínica.

22 de agosto

Hoy he conocido el amor. Nunca antes había experimentado algo así. Desde la galería ella me clavó los ojos en la función de la vermouth. Salté mejor que nunca y caí medio a medio del tonel, derramando muy poca agua. Al término de la función fue a verme al carromato y me declaró su admiración, sin asomo de vergüenza, con un acento levemente extranjero. En medio de mi algarabía la invité a servirse un completo al carrito de la esquina. Se lo comió con delicadeza y sin apuro. En el platillo, en el suelo y en su boca no quedó rastro alguno del hot dog. Como mi situación era completamente inversa, enrojecí. Entonces declaró que yo podía hacer lo que quisiera y que nunca dejaría de amarme, porque yo era un artista completo, de pies a cabeza. ¿Estaba loca o pertenecía a esa raza en extinción, la de los iluminados? Me incliné por lo último y le correspondí con lo poco que sabía del amor, que era besar, apretar, ansiar y darme. Antes de besarla me volví hacia un lado para limpiarme los dientes con una servilleta de papel. Ella correspondió mi beso con los ojos cerrados, sin asomo alguno de ardor. Su pasión ha sido la más intensa que jamás conocí en ser humano alguno: la vivió tan profundamente que estando junto a mí se transportó y al contemplarla sentí como si ella estuviera en el paraíso.
Me confidenció, sin miedo, como si hablara de una odiosa cruz que debería soportar el resto de su vida, que en su hogar su padre la acechaba día y noche. Imaginé a un demente espiando por la cerradura, metiéndose al baño, a la cocina, intranquilo, falto de algo que completara su esencia. No me atreví a preguntarle nada; creo que en todo aspecto de cosas no lograba entenderla, llegar a las alturas de su alma. Ella era tan fogosamente dulce que me hacía delirar. Nunca fui tan niño como entonces.
Debía actuar para la función nocturna y notaba que desde lejos el señor Mussimessi me hacía señas. Volví a la carpa. Antes de despedirse me escribió en un papel una frase que no entendí, porque estaba en otro idioma. Esa noche actué como los dioses. Desde la galería, ella me miraba con unos ojos húmedos de amor, que no se despegaban de mi cuerpo. Era de condición humilde, pero había pagado de nuevo la entrada para verme.
La esperé ansiosamente en el carromato, decidido a pedirle que me acompañara para siempre en las giras por las provincias de mi patria, pero no llegó. Ahora he entrado en un estado de angustia y desolación del que espero salir pronto, aunque adivino que ese amor dejará una huella imborrable en mi ser. El señor Mussimessi ha venido a consolar mi llanto e infundirme ánimos. Vienen más pueblos, me dice, más emociones, ¡nuevos sentimientos! Le digo que sí, pero ambos sabemos que estamos mintiendo.


23 de agosto

Cuando tomamos el camino secundario, rumbo a Coronel, y todo se hace más tranquilo, le muestro el papelito. El señor Mussimessi lo lee y comenta: es el aria de una ópera, hijo, pero de qué vale traducir; olvídala, tú perteneces al circo.

1 de septiembre

Ha comenzado el mes del circo.

4 de septiembre

Me asombra constatar la necesidad que tiene la gente de contemplar a tipos como yo dentro de una carpa. Hemos nacido para eso y lo sabemos. Llevamos emoción al corazón del provinciano aletargado, que ansía ver pasar lo más intenso y colorido de la vida delante de sus ojos. ¡Cuántos admiradores nos invitan a sus casas después de la función! Pero a medida que el efecto hipnótico va perdiendo fuerza todo tiende a volver a su color inicial. Nuestro lenguaje resulta ser el mismo de ellos, las necesidades son iguales; así, a medida que transcurre la velada, la noche va rebajándonos de rango. Al dejarnos en la puerta nos despiden como a pobres diablos. Hasta para los niños hemos perdido interés.
Mas puede suceder también que durante la conversación se traben relaciones, se cante una canción alrededor de una botella, se sueñe, todos juntos, con mundos más felices. A veces pasa; sucede cuando el alma del artista y la del observador se confunden en una sola. Al ruso de los anillos le pasó. Desertó de la troupe y nos dijo adiós en Ovalle. Al año siguiente pasamos por su pueblo y nos fue a ver, pagando su entrada. Por la noche nos invitó a su casita. Vivía en una apartada población, con una joven tímida y apagada, casi una sirvienta que lo tenía elevado a la categoría de dios. Recogía ella su pelo en una cola de caballo y cocinaba de maravillas los camarones de río sobrantes que el ruso llevaba todos los días al hogar, luego de ofrecerlos en la carretera. Durante la cena quiso impresionarnos con historias de grandezas económicas derivadas de su quehacer, pero a todas luces resultó evidente que se trataba de inventos. Al despedirse nos abrazó, uno a uno, nos apretó largo rato entre sus brazos, como si suplicara en silencio, y luego entró a su casa, donde lo esperaba su mujer. Cuando al doblar la esquina me di vuelta para mirar por última vez su casa, las luces se habían apagado.
De un tiempo a esta parte el circo está siendo reemplazado por la televisión. El vulgo se ha puesto cómodo y exigente. Nosotros les ofrecemos lo mismo de siempre; la masa, en cambio, quiere vivir experiencias fuertes, que la despierten de su estado de embrutecimiento. Los mamarrachos poéticos son reemplazados por fetiches brillantes que dicen palabrotas y lucen unas piernas desnudas que salen de la pantalla y se meten con violencia en los ojos de los voyeristas. Dicen que se trata del signo de los tiempos, que estamos pasados de moda, que el código hoy es otro. Pero temo que esas emociones lleguen pronto a su fin, como dicen que le sucede al cocainómano cuando ha entrado en un estado de espiral ascendente. La televisión caerá por su propio peso y será reemplazada por nuevos códigos, pero no es mi tarea buscarle solución a ese problema. Mi destino es y seguirá siendo el circo.

18 de septiembre

La función de homenaje a la patria se ha dado a tablero vuelto. Al almuerzo, el señor Mussimessi mandó comprar carne y los gemelos encendieron el carbón. Tita y Humberta llevan ya una semana con nosotros y cantaron a dúo, acompañadas en la guitarra por Hieronimus. El señor Mussimessi bailó dos pies de cueca con Sybila, quien con el efecto de la chicha levantó la falda más allá de lo conveniente. Me pareció que al Gusanómeno del Círculo se le hizo agua la boca; también, pero en menor grado, a uno de los gemelos.
Si existe algún soñador en este circo, es Sybila. Vive para que los demás admiren su cuerpo y declara con simpleza su predilección por los forzudos. La estética de un rostro y el dinero del amado le son indiferentes, lo que la vuelve loca es la fuerza viril. En los asados siempre le echa indirectas a Hieronimus, pero éste le gruñe desde su rincón. El más entusiasmado con su baile es el Silabario Hermafrodita. Quisiera ser como ella y se esfuerza en parecérsele, pero el efecto final es catastrófico. A un ser de su porte no le vienen esos zapatos de medio taco que se hunden en la tierra blanda.
Hace un par de años la perdimos en La Unión. Se enamoró del dueño de un supermercado que la fue a ver al camarín después de la función. El hombre le llevó flores, pero a Sybila lo que le impresionó fueron su tórax y sus brazos. Subieron a un Impala, era muy de noche. Ella apenas podía caminar por el corte de su falda estrecha, que redondeaba sus caderas hasta el delirio. No volvieron.
Uno o dos meses después la vimos aparecer en Rengo. Averiguó nuestro paradero y nos contó que acababa de bajar del tren. Hacía un sol brillante y por más que intentaba ocultar con afeites las decenas de moretones, éstos fueron un imán para nuestros ojos. La historia de amor, muy bonita, que salió de sus labios, fue escuchada con respeto y cierta lástima, y yo diría que por parte de Tita y Humberta, con un poco de esa alegría que emana del desquite. El señor Mussimessi la protegió de nuestras miradas y se la llevó a un carromato. Desde lejos escuchamos el característico vozarrón paternalista, esa mezcla de reproche y amor, entre el cual se colaron sus sollozos. Apenas él salió, nos dispersamos.

2 de octubre

La cena anual nos sorprendió en Curanilahue. Mucho minero pobre, mucho rostro apesadumbrado por la carga que significa extraer el dinero desde las profundidades, arriesgando la vida en cada kilo de carbón. Las mujeres se destacan por un temple silencioso, que recuerda la servidumbre del campo.
A la función de gala invitamos a la orquesta estudiantil. Les repartimos 40 entradas, con la condición de que llevaran sus instrumentos y ofrecieran una pieza. Todos salimos ganando. A la salida un alumno que tocaba el contrabajo me contó que todos los días tenía que esconderlo con llave en el ropero de su casa, pues su padre estaba loco y cada vez que tomaba vino buscaba el instrumento para hacerlo pedazos.
Los gemelos fueron los encargados de hacer el contacto con la quinta de recreo. Cerca de las doce de la noche el señor Mussimessi hizo sonar su copa con el tenedor. A Hieronimus, callarse no le costó nada. Pero a los demás... la Reina Gitana trataba de contener las carcajadas tapándose la boca; el payaso Gondolita no paraba de acosarla y los demás discutían de política. El Gusanómeno del Círculo llevaba la voz cantante. Con alcohol en la cabeza su carácter sibilino se presta de maravillas para elaborar las más disparatadas teorías. Se me figura que un amanecer cualquiera no despertaremos más: habremos muerto por su mano.
El señor Mussimessi pronunció un discurso emotivo, que nos dejó pensando, pero no cosas buenas. En lo personal, me pregunté qué iría a ser de mí. Lo único que sabía a ciencia cierta era saltar a un tonel. Reflexioné entonces si no pudo ser mejor haber ejercido un oficio más... común, requerido. A mi edad ¿podría aprender otro? Hay quienes viven de repartir cartas, de cavar fosas. Los ahorros, ¿para cuántos días alcanzan? ¿Se puede dirigir a otros sin ensayo previo? Sin padre, ¿se puede vivir tranquilo? El señor Mussimessi me obligó a pensar en esas cosas mientras hablaba de los malos tiempos, el peso de la vida y el lúgubre despertar de los achaques físicos. Cuando anunció su próximo retiro creo que a la mesa entera se le hizo un nudo en el estómago.
Anoche se empezó a acabar nuestra vida y nos dimos cuenta. Su discurso fue como ir al doctor por una dolencia extraña y salir de la consulta con las peores noticias.
Me indicó con el dedo y palidecí. Hubo tibios aplausos. ¿Yo, su sucesor? Me cupo la completa certeza de que conmigo a cargo el circo se iría al despeñadero.
Camino al carromato rodeó mi hombro con su brazo firme, me impulsó a la acción y me aconsejó que actuara a la primera y nunca sintiera escrúpulos a la hora de tomar decisiones. Enumeró las virtudes y defectos de cada uno de los miembros de la troupe, me advirtió de dónde vendría el peligro y en quién podía confiar a ciegas. Yo lo escuchaba con pavor, temiendo que sus ideas me salieran por el otro oído o peor aún, no se me pegaran en el cerebro. De hecho, minutos después, acostado en mi cama, mirando la lata sucia del cielo del carromato, no fui capaz de recordar ni uno solo de sus consejos. Resultó evidente que no era yo el destinatario de sus palabras.

8 de noviembre

Días atrás Hieronimus obligó al Silabario Hermafrodita a dejar la compañía para quedarse con él en Salamanca. Cuando retomamos el camino el pobre travesti salió corriendo a despedirnos, con lágrimas en los ojos, casi se cae. Su figura de hombre con vestido de mujer se me tornó patética. Si alguna vez lo contemplé con un asomo de inquietud, especialmente cuando nuestras miradas se cruzaban en ausencia de Hieronimus, a la luz del día en ese pueblo sin árboles volvió a ser un mamarracho antinatural digno de lástima.
Hoy recibí una carta suya. Me escribe palabras que no quisiera conocer, repletas de faltas de ortografía. Habla pestes del "cafiche de la trompeta", así lo llama; denuncia la vulgaridad de los "mineros curados que por dos chauchas me montan y me manosean el pico". Hay en su carta una explosión subterránea de lascivia, de oda a la carne. Su misiva huele a exhibicionismo poético, brutal, filoso, como en toda ella o en todo él. ¿De dónde ese interés por tejer complicidades? Me implora que vaya a rescatarla de "este pueblo de mierda en el desierto" y jura que cuando yo sea el dueño del circo se fugará del dominio de su amo y trabajará gratis para mí.
Le comento la carta al señor Mussimessi, pero me guardo lo esencial.
-Aléjate de ese maricón -dice, sin mirarme, concentrado en el nudo de una soga.

30 de noviembre

Si he de nacer de nuevo debo ser de otra manera y abolir el pasado. El señor Mussimessi debía abandonar mañana el circo, pero no lo hará: se durmió para siempre bajo la carpa. Esperé que todos estuvieran adentro y le prendí fuego. Nadie pudo escapar. Declaré ante los bomberos y la policía y quedé libre.
Mientras esperaba los cuerpos a la salida de la morgue apareció mi amante, la humilde iluminada. Acababa de bajarse del bus; dijo que tenía mil cosas que hacer. Ante ella olvidé mi pena, pero se apropió de mí una sensación de dulzura y tristeza insoportables. Imaginé que en cinco minutos más se iría y yo volvería a quedar solo.
Apenas pudimos abrazarnos. Alcancé a sentir su aliento antes de besarla en los labios; luego bebí sus lágrimas y ella las mías. Me llamó a ser fuerte en la hora difícil y a no abandonar jamás a mis seres queridos. Le dije: "Los míos están allí". Ella me corrigió: "No, los verdaderamente tuyos son los que no mencionas para nada en este diario. Lo que has matado ha sido tu pasado, la figura del padre que siempre te ha hecho sombra, tus fantasías desquiciadas, tu concepción derrotista del mundo. El tuyo no es un crimen contra la sociedad. Has matado algo de ti mismo y desde hoy se abren para ti los líricos campos de batalla. Nunca lo dudes: te amo y me siento orgullosa de amarte, mas quiso el cielo que naciera a destiempo".
Lo que decía era verdad. El testimonio de su acierto es este diario, que no pasa de ser un manuscrito ficticio. Ella volvió a tomar el bus y media hora después me fueron entregados los cuerpos. Quedé efectivamente solo, rodeado de fantasmas carbonizados. Me sentí libre por primera vez en mi vida, pero mil veces hubiese preferido estar encadenado a ella.

2 de diciembre

El funeral adquirió ribetes coloridos. Las carrozas ingresaron al cementerio Metropolitano flanqueadas por vistosos artistas; el gremio circense acudió en masa y con él, la prensa, la radio y la televisión. No hubo dolor, en cambio sobró espectáculo, representación del dolor. A mí me dominaba la curiosidad, pero sobre todo la efervescencia del recuerdo. Uno a uno entraban los cuerpos al nicho húmedo, pero mi alma estaba en otro lado; no conseguía olvidarla.

2 de febrero

Mi realidad nace más allá de las fronteras. Lo que me brinda mi tierra es demasiado pobre.

(Fin)

jueves, agosto 14, 2008

Plasma

Hace unos días me enteré de que lo habían despedido. Pregunté la razón y se improvisaron tres teorías. La primera decía relación con el fútbol y en síntesis proclamaba que si un oficinista juega en el campeonato que organiza la compañía tiene el puesto asegurado, sobre todo si es un crack. El vendedor nunca fue crack, pero se inscribió en el equipo de su jefe apenas ingresó a la empresa, rodeándolo de alabanzas en los camarines y en la cancha, y así se mantuvo en su puesto durante dos décadas. Pero los años le pasaron la cuenta. Últimamente veía los partidos desde la banca, casi no compartía en los camarines y se había tornado prácticamente invisible para los demás jugadores, casi todos jóvenes; o sea, le quedaba solamente su talento laboral, que siempre transitó por la medianía. La segunda teoría especulaba con la ambición del ser humano. De acuerdo con ésta, el hombre asciende hasta llegar a un puesto que no logra dominar. Allí comienza a vegetar. Disimula entonces su incompetencia con mil argucias y se torna necesario mediante triquiñuelas. Si esta teoría fuese realmente cierta, el mundo entero se encontraría gobernado desde todos sus rincones, aun los más microscópicos y miserables, por una masa de ineptos. Según este modelo, el vendedor ascendió en la oficina hasta que tomó una cartera de clientes "que se le fue en collera": la consecuencia era previsible. La tercera teoría, de moda, sostenía que las personas debían acomodarse a los tiempos y quienes no eran capaces de hacerlo tenían que ser reemplazados. El vendedor continuó ofreciendo su mercancía a la antigua usanza y sus clientes mermaron. En definitiva, la semana pasada lo llamó el jefe. Él se sentó en su amplia oficina, nervioso, temiendo lo peor, que fue lo que efectivamente ocurrió.
El jefe es una persona que proviene de la clase acomodada; sensata, pero fría. No llegó como otros al cargo, producto de grandes genuflexiones, ambición e ideas ingeniosas. Llegó porque ese puesto lo estaba esperando durante años, desde el día en que nació. Por eso mismo es sensato y frío. Frío para aplastar, sensato para hacerlo con decoro. Tiene la manía de llevarse el pulgar al costado de la boca y mordérselo. Cuando su pensamiento lo captura, entonces se lo succiona con fruición, sin darse cuenta. Ante esa persona se encontraba el vendedor, intentando caerle en gracia, ya fuera a través del cálido apretón de manos que le dio al entrar, o de la sonrisa absurda con que lo miraba mientras éste hacía observaciones de buena crianza y le preguntaba acerca de la familia, o bien adoptando una postura relajada que se ejemplificó en un sorpresivo e inapropiado cruce de piernas, o finalmente en una actitud de obediente silencio. En realidad, el empleado no hallaba qué hacer, y se le notaba. Pero el jefe no se daba cuenta de eso, sencillamente porque no pensaba en eso. Lo que le preocupaba era pasar rápidamente ese amargo momento al que de vez en cuando se enfrentan los jefes de verdad: el momento en que despiden a un funcionario que ya no le es útil a la empresa. Tal vez había otras cosas que le preocupaban mayormente, pero no vendría al caso analizarlas. Por lo demás, debo admitir que las ignoro por completo.
El vendedor, sentado ante el jefe con las piernas cruzadas y uno de sus brazos rodeando el respaldo de la silla, comenzó a oír una serie de elogios que junto con ruborizarlo le confirmaron que efectivamente la noticia que iba a recibir habría de ser de las peores. Y así fue. Apenas oyó que le sacaban a relucir sus pobres resultados del último semestre e incluso del último año se enderezó y miró seriamente a los ojos a su superior, al amo, al que en ese momento le pareció más enorme que nunca. El jefe lo trataba de tú y lo llenaba de calidez mientras le exhibía la carpeta con las metas incumplidas. El vendedor se lo imaginaba como al padre afectuoso que esta vez ha decidido no perdonar, sino dar un castigo ejemplarizador, "por su propio bien", de tal manera que sus sentimientos hacia él eran encontrados: lo amaba y lo admiraba hasta el delirio pero tenía el pálpito de que en pocos minutos su alma sería invadida por una pena inconsolable originada en su propia miseria, miseria que le habría dejado al descubierto su amado jefe, de allí que por asociación mental éste pasaría a convertirse no ya en el padre afectuoso que siempre imaginó sino en la persona fría y calculadora que siempre fue. Así sentía.
Nunca he entendido ese mecanismo humano de la defensa ante la muerte inevitable. Hay un principio instintivo que desconozco y que generalmente desprende al hombre del atuendo que ha conservado hasta el final: el manto de su dignidad. En esas ocasiones más bien valdría inclinar la cerviz y retirarse al valle del Hades, cruzando la laguna Estigia como lo debería hacer un verdadero hombre. Pero el instinto lo prohíbe. Hay que dar la lucha hasta la súplica; se debe uno arrodillar a los pies de la parca, si es necesario. Sólo después de eso se está en condiciones de dar paso al resentimiento.
Y así lo hacía el vendedor, que conocía el desenlace. Admitía una a una sus fallas, siempre sonriendo con esa sonrisa estúpida del acusado ante el presidente del jurado, esa misma sonrisa que exhiben en las películas los sentenciados por la mafia. Prometía resarcirse de las derrotas parciales con grandes progresos a partir del próximo mes, tengo varios contratos a punto de la firma, don Esteban, usted mismo puede llamar a la cadena de cines, si desea; no es necesario, hombre, le creo, pero no se trata de eso, este es un asunto de fondo en que ni siquiera la decisión la he tomado yo, ¿entiende? Esto viene de más arriba, ¡si supiera usted! Si dependiera de mí cambiar el rumbo de la empresa, ¿sabe lo que haría? No, don Esteban, dígame; ¡pues los mantendría a todos, sin excepción! ¡Subiría los sueldos! Haría de ésta una compañía de gente agradecida, haría que sus empleados volvieran a ponerse la camiseta, ¡eso haría! y no se sorprenda, le apuesto tres a uno que la facturación subiría al menos un 7 por ciento; qué bien, don Esteban, eso mismo pienso yo... usted... usted sabe... usted debería llevar las riendas de la compañía, yo siempre lo he dicho; pero hombre, a qué viene eso, las cosas en su lugar, nos estamos extendiendo en demasía, hay personas esperándome, tome, firme usted, tenga la certeza de que se le ha dado el mejor trato, su finiquito no puede ser mejor, encargué personalmente el mejor trato, no por nada usted nos ha entregado más de 20 años de su vida...
Todos quienes lo vieron salir cuentan que se atolondró, que a unos miraba y saludaba mientras tropezaba con otros, que retiró sus enseres personales sin cálculo ni tino, en medio de la sala abarrotada de colegas que lo observaban de reojo, con lástima, queriendo que se fuera pronto y sin escándalo. A los pocos que le hicieron señas amistosas desde lejos les decía, riendo, el rostro completamente encendido, los ojos verdes vidriosos, las manos algo temblorosas, qué me dice tatita, se quedaron sin líbero, cuiden el arco para el próximo partido tatita...
Nadie se acercó a reconfortarlo. Según las teorías, su muerte laboral estaba escrita desde hacía unos dos años, era cosa de tiempo la llegada de ese momento; incluso, había tardado demasiado.
Y, pensándolo hoy, fue justamente hace dos años, durante la fiesta de la empresa, cuando me anticipó su desenlace con una extravagante señal.
La fiesta anual es la misma de siempre. Uno describe una y las describe todas. La empresa gasta una pequeña fortuna en una cena a la que sigue un show con los artistas de moda y luego un baile en el que algunos sacan a relucir sus dotes dancísticas mientras otros se lanzan como beduinos al oasis donde funciona el bar abierto. La reunión comienza con el clásico aperitivo en el que la regla no escrita, la más inamovible de todas, impone que el presidente de la compañía ingrese al patio y se pasee junto a su esposa entre los empleados, saludándolos de mano uno por uno. Éstos lo esperan organizados en grupos espontáneos. Los de la sección A con los de la sección A. Los vendedores con los vendedores. Los subjefes con los subjefes. Los de la sección B con los de la sección B. La idea del presidente es que su gente se mezcle, trabe nuevas relaciones, comparta como una gran familia, la idea es que la compañía sea esa noche un solo corazón, pero todo el mundo sabe que aquello es una mentira, incluso los organizadores. Todos lo saben, menos el presidente. De manera que allí esperan de pie, muy unidos y separados, muy compuestos, apenas probando sus tragos, el paso del presidente. Y cuando esto sucede, aquellos que son tratados por su nombre de pila reciben cálidas felicitaciones apenas el presidente y su mujer se trasladan al grupo siguiente. Se considera una vez más que el reconocimiento les renueva su seguro anual de vida, incluso se escuchan frases de esa laya junto con los palmoteos, pero hubo tantos casos que contradijeron esta creencia, que resulta insólito que aún así los beneficiados sigan apostando sus fichas a esta muestra de afecto.
Cuando el aperitivo está en lo mejor y al menos la mitad de la concurrencia va en la segunda o tercera copa se abren las puertas de la carpa gigante, preparada durante días para el magno evento, y se da por entendido que los empleados deben pasar a instalar sus posaderas frente a las maravillosas mesas engalanadas con flores y copas de cristal. Todo este ambiente hace creer cosas raras a los asistentes, los mete en cuentos de hadas. Aparecen cenicientos convertidos en príncipes que buscan con ahínco a las cenicientas de la noche. Pero esto sucede después, me adelanté un par de pasos. Primero se engulle la entrada, el plato de fondo y el postre, se bebe vino blanco y tinto, se aplaude a los artistas del show y se ríe a carcajadas con las vulgaridades del humorista de turno, no sin antes observar a hurtadillas la impresión que causa el chiste en la mesa del presidente. Si él y su esposa ríen, las carcajadas derivan en griterío y hasta llanto. Si ríe él, pero ella no, surgen condenados chilenismos en los que de alguna forma se pone en entredicho la relación conyugal de ambos. En ese instante los hombres de la fiesta toman partido por la risa del presidente y redoblan sus expresiones de euforia, mientras las damas tienden a condenar al humorista. Así se actúa y así debe ser. Pero si ella calla y él también, el comentario es del tenor de "se le pasó la mano" o algo así. Yo mismo habré dicho algo parecido unas cuantas veces.
Esa noche el humorista se retiró entre vítores, pero nadie le pidió que regresara al escenario, pues a esas alturas los danzarines morían por estrenar sus nuevos pasos de baile. Los primeros sones de la orquesta de turno, que interpretaban lo que se da en llamar "los hits bailables de la temporada", llenaron la pista que un minuto antes se encontraba vacía, expectante. Completaban el cuadro los sedientos beduinos, los sosegados funcionarios que preferían conversar en la mesa el whisky que los mozos ofrecían a discreción, las feas que se buscaban para disimular el bochorno de seguir sentadas, y creo que nadie más. El presidente y su mujer habían escogido precisamente ese momento para retirarse: entendían que lo que restaba era el desahogo, la libertad de su gente para hacer lo que les ordenara el instinto durante un par de horas.
Cierro este paréntesis para volver con nuestro buen vendedor. Esa noche, ya comenzado el momento del baile, ambos coincidimos en el baño. No se sabe por qué, pero en el baño los hombres se dicen cosas estúpidas, más aun si el consumo de alcohol enturbia sus cerebros. En el urinario, uno al lado del otro, hablamos sobre los mejores chistes y la calidad de los platos. Concordamos en que éstos habían mejorado con respecto al año anterior y en lo personal, en que cada uno ya se había bebido dos whiskies. Mientras nos lavábamos las manos me invitó al tercero, pero decliné. Sin embargo vi en sus ojos una necesidad tan grande de compartir ese último trago que terminé aceptando, contra mi voluntad. Fue entonces cuando me entregó la extravagante señal de que hablé.
-Tatita -me dijo-, quiero pedirle un favor. Cuando se le presente la oportunidad de hablar de mí le pido que diga que soy buen vendedor. Diga que soy un gran vendedor, usted sabe, diga que me conoce hace tiempo y que soy un gran vendedor, tatita. Usted se codea con los jefes, entonces si le preguntan, diga que soy un gran vendedor.
Estaba ebrio, decía la verdad, descubría su temor más oculto. Le prometí cumplir con el encargo, aunque internamente me preguntaba cómo diablos se le había ocurrido que yo podía tener algún grado de influencia en la compañía. Por lo demás, era una promesa fácil: jamás me había codeado con sus jefes, nunca tendría la menor oportunidad de hablar ante ellos.
Esa noche me fui a mi hogar con la sensación de haber compartido un whisky con un condenado en la antesala del patíbulo.
Recuerdo que al día siguiente día los sobrevivientes de la fiesta comentaron con desparpajo, vergüenza y curiosidad los escándalos de la noche anterior alrededor de una mesa, en el café más próximo. Me incorporé al grupo con retraso y hube de rogar que me repitieran las anécdotas en que un empleado le regaló su corbata de seda al director mientras otro, completamente borracho, le ofrecía conducir su auto para llevarlo sin peligro a casa. En fin, se habló de las habilidades de Guíñez en la pista de baile, que contrastaban con su habitual carácter taciturno, apagado, ausente; también se habló de un auto estacionado que se movía por dentro, de un condón hallado en el baño de mujeres, de una pareja masculina sorprendida por los guardias detrás de la cancha de tenis, chismes que abrían un nuevo cárdex en el abultado historial de la empresa. Cuando se me preguntó si podía agregar una ficha al cárdex, a falta de algo realmente sabroso relaté la conversación que se inició en el baño y que culminó con el tercer whisky. Mi torpe comentario rompió de inmediato la atmósfera de distensión que reinaba hasta entonces entre los contertulios, incluyéndome. Algo en el aire se hizo relativamente amargo, desagradable. Afloró, como para despejar esa sensación, el lado sarcástico, cruel, de nosotros. El líder natural de la mesa era Ortega. Le encantaba usar la palabra para provocar; poseía un estilo endiablado que podía dejar en ridículo al mismísimo cardenal, o haciéndolo más difícil aún, a su propia madre. Recordó entonces Ortega que la conducta del sujeto, así lo nombraba, no le llamaba demasiado tanto la atención, pues si se trataba del mismo que había visto en Falabella pocos días después de recibir el bono de Navidad, resultaba lógico que actuara así. Sus palabras, muy calculadas, concentraron la atención del grupo y exigieron un relato de la historia con todos sus detalles. Ortega dijo simplemente, brutalmente, sabiendo que los pocos elementos de que disponía no daban para un relato extenso, que se había topado con "el sujeto" justo cuando un empleado de la tienda procedía a entregarle "un televisor de plasma de cinco mil pulgadas que apenas cabía en el living de su casa". La risotada fue general y Ortega se encargó de aumentarla. Relató que "los ojos del sujeto estaban entornados, plenos de romanticismo ante la adquisición que lo había desprendido hasta de la última chaucha del bono, pero cuya pantalla gigante le prometía tardes felices a la iñora y a sus hijos", así le había comentado en la tienda, pero Ortega completaba el cuadro inventando una escena en que "los cabros chicos con los mocos colgando veían la tele sentados en un baldosín cerámico cubierto de papas fritas mientras el sujeto y su mujer disfrutaban la película de Batman desde el sofá arrinconado contra la pared, lo más atrás que se podía en la sala de estar, pues de otra manera la visión se les tornaba ligeramente dificultosa (le dio un tono engolado a estas dos palabras). Y el serafín -culminaba- porque de chico le habrán dicho Serafín, por sus rulitos rubios, sus cachetes colorados y sus ojitos verdes; el serafín estaría por fin en las puertas del cielo mientras por la calle pasaba un huevón haciendo sonar balones de gas con un fierro y en las otras casas las viejas menopáusicas agarraban a chuchadas a sus propios querubines". Qué desubicado comprar algo así, dijo alguien en la mesa, no se supo si con sinceridad o con un dejo de envidia. Pero un colega agregó que esa compra no era nada si se comparaba con el destino que le había dado al mismo bono el Cara de gallina, qué destino, preguntamos, adivinen, una moto, no, un auto usado, no, se compró un nicho familiar en el Parque del Recuerdo, dijo, desatando un vendaval de carcajadas.
Pagamos la cuenta y volvimos a la oficina. Allí estaban en sus puestos todos los de la noche anterior, trabajando como si nada. Guíñez entre un fardo de documentos, el dueño del auto que se movía por dentro escribiendo a máquina, la chica anónima del condón del baño haciendo quién sabe qué, el Cara de gallina completando unos datos, el empleado sin corbata de seda llamando por teléfono y el vendedor, el buen vendedor, revisando su lista de clientes con la misma cara alegre de cansancio y vaga tristeza que le vi en la tienda, ante su juguete soñado. Pasamos por su lado sigilosamente, como saliendo de un velorio, y corrimos a ubicarnos en nuestros respectivos lugares de trabajo antes de que alguien nos llamara la atención.