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jueves, julio 28, 2011

Insatisfacción

Nací insatisfecho; nunca supe la razón. Mis primeras fotos lo delatan: aparezco viendo las cosas con un aire de molestia, como si el sol me diera de frente. ¿Habré intuido un reflejo irritante en el ojo de la cámara? ¿Alguien me quiso hacer reír con una majadería? No lo sé, no lo recuerdo.
Más tarde me hicieron entrar al colegio, aunque debo confesar que yo mismo quería meterme dentro de esa boca de lobo, tal vez por ese afán tan humano de repetir y repetir hasta el cansancio lo que hacen los demás. Quería, en efecto, entrar al colegio; lo deseaba con ardor, tanto que mi madre me inscribió un año antes de lo que me correspondía. Inicié así una nueva escalada. La misión era demostrarles a mis semejantes que yo no sólo era capaz de llevar el ritmo de la clase, sino hasta de ir uno o dos pasos adelante.
Aún no asumía la insatisfacción; a cada minuto se me abrían caminos infinitos y el tiempo no bastaba para transitarlos. El día era una interminable sucesión de hechos. No imaginaba que esos hechos, en el fondo los mismos de siempre aunque parecieran diferentes cuando me asaltaban a cada vuelta de la esquina, esos hechos eran los ingredientes para el caldero donde se estaba cocinando mi mente. Mi ser veía hechos y mi ser se fundía con sus consecuencias, creando nuevos hechos a partir de los anteriores, de tal forma que el final resultaba ser casi siempre el que yo había planificado antes de que los hechos sucedieran, ¡qué paradoja! Desde luego, hablo del producto final como lo hace un niño, que piensa que todo es para siempre, que cada hora es definitiva y que cada día es un universo.
Así eran mis días y así llegué a la juventud, que encendió mis pasiones y consumió gran parte de mis energías, pues ya había llegado el tiempo de empezar a demostrar, lo que significaba competir. Y competir no era el juego fraternal y bienintencionado que nos pintan las películas inglesas, sino la sucia maquinación que tejen los miembros de las razas sobrepobladas cuando el reparto se hace escaso.
Pude sobrevivir, mientras muchos de los míos iban cayendo. Me logré levantar y me gané mi puesto en la sociedad; nada envidiable, pero para mí, un tesoro. Aun con los pies en el barro, pero ya pisando un fondo relativamente firme, me asenté, hice familia, contribuí a que el mundo siguiera girando y sentí verdaderamente, con cándida pasión, el último de los placeres, el placer de la conquista, aquel que se goza el día antes de que llegue la peste.  
Comencé entonces a tomar conciencia de la insatisfacción. ¿Para esto había vivido? ¿Para esto me había preparado tanto? ¿Para esto había pisoteado sin querer, por omisión, a mis propios semejantes? Llegaba a fin de mes con dinero en los bolsillos, es cierto; muchos se veían obligados a recurrir a préstamos para lograr lo mismo. Mis hijos crecían, sanos. ¡Cuántos niños vi morir a diario en mi barrio, en mi ciudad, en las noticias! Mi mujer me amaba, no como otras que hacían de la traición un diabólico vicio. Cuando me sentía solo entraba a la iglesia, me arrodillaba en la oscuridad y miraba hacia más allá de los vitrales, buscando a Dios. Dios bajaba de lo alto, me acompañaba unos momentos y yo abandonaba la iglesia en paz. ¡Cuántos de mis hermanos, a esa misma hora, se debatían en la angustia que genera el ateísmo! ¡Cuántos de ellos eran perseguidos, acribillados por las armas del poder! ¡Cuántos caían en el vértigo de la evasión a través de una pastilla comprada en la farmacia!
Como dice el lugar común, lo tenía todo para ser feliz, y sin embargo me sentía profundamente insatisfecho.
Recurrí a un sacerdote, hombre de edad madura y firmes convicciones. Lo había conocido durante un retiro y me pareció que se acordaba de mí. Cuando me saludó y me miró a los ojos fabriqué una infeliz asociación: uní el vago recuerdo del religioso con la amnesia de la meretriz visitada por libertinos presumidos que esperan mantenerse frescos en su memoria. Conversamos un momento, me tomó las dos manos con fuerza y me incrustó la fe, medio a medio de la frente. Sentí cómo sus manos de padre y sus palabras de profeta me traspasaban su energía y abandoné el confesonario en un estado de éxtasis, pero el éxtasis me duró justo hasta el momento en que un conductor me echó un par de palabrotas por cruzar la calle con el semáforo en rojo.
Caí luego en manos del siquiatra. El siquiatra elaboró intrincadas teorías que poco a poco me fueron vaciando los bolsillos y aumentando la insatisfacción. Siempre me hacía llegar a mi infancia y siempre a mi madre. Yo le decía a todo que sí, pero al cabo de un tiempo abandoné la consulta, cansado de renegar de las dos realidades más felices de mi vida. ¡Ah, mi madre y mi infancia! Si pudiera explayarme, qué de cosas no diría...
Descubrí los bares y amigos de bar, pero al cabo de un tiempo hasta ese tipo de personas, que bebían prácticamente a mi costa, se cansaron de escuchar mis lamentaciones.
Así se desenvolvía mi vida; así era yo. Un mediocre. Un ignorante. Un hombre que vivía un poco más arriba de la base de la pirámide.
Un día cualquiera me senté a la mesa, tomé un lápiz y comencé a desplazarlo sobre una hoja de cuaderno. Me sorprendió la lentitud con que avanzaba, comparándola con la velocidad de las imágenes que le ordenaba mi cerebro. Las palabras iban quedando rezagadas, como la mujer de campo que trata de ir junto a su marido con la carga a cuestas. La campesina suplica su nombre, él se da vuelta, ofuscado, y la espera; luego vuelven poco a poco a tomar distancia uno del otro, de la misma forma en que mi mente se distanciaba de la mano que sostenía el lápiz. Aun así, ayudado por la memoria -el trecho que necesitaba cubrir el lápiz para alcanzar a la mente- el ejercicio resultó estimulante, aunque no sus resultados. Poco me importó, pues durante unos quince minutos había vislumbrado el destello divino de los mundos imposibles. Nadie me había impedido el ingreso a ese portal. Yo era libre de traspasarlo en cualquier momento del día o de la noche, en cualquier lugar de la tierra, y no necesitaba ni a Dios ni a la ciencia ni al amor tan mezquino que entregan los amigos para hacerlo. ¡Era ya un aprendiz de escritor!
Han transcurrido muchos años desde entonces. Mi vida se fue orientando naturalmente hacia la comodidad, a través del trabajo y el ensueño. Ideé una fórmula relativamente fácil, con la cual logré sostenerme, pagando el precio no demasiado elevado de la insatisfacción. Consistió en dividir las 24 horas del día en ocho para el descanso, nueve para el trabajo, dos para comer, dos para el ocio y la familia, una para la lectura y dos para escribir. Escribía en un localcito relativamente alejado de mi casa, para caminar un poco. A menudo me dormía con el argumento incompleto de un cuento que se negaba a avanzar, o me despertaba con una idea que había surgido en el sueño. Me acostumbré a dejar un lápiz y un papel sobre el velador. Leía en los cafés, pero mi mente afiebrada se inspiraba en los libros para crear nuevas historias; entonces sacaba una boleta cualquiera del bolsillo y comenzaba a garrapatear a la velocidad máxima, antes de que la idea volase. Mis hermanos en el oficio saben de lo que hablo, pues lo viven a diario: no hay novedad en mi relato.
No es necesario ser tan suspicaz para adivinar que dichos hábitos se respaldaban en el reconocimiento ante la tarea que se desempeña relativamente bien. Al menos, de eso me convencieron los pequeños galardones literarios que logré con mis cuentos. Y si digo pequeños no es por falsa modestia, sino que porque en realidad fueron pequeños. Otro escritor ya habría abandonado las ansias de fama ante la tan pobre calidad de sus laureles, pero yo no lo hice. Mi mente, que es la que me gobierna, se convenció bien pronto de que no había mejor salida que esa. Podía escribir, con todos los placeres y beneficios que genera la escritura, y podía hacerlo en forma anónima, con todas las virtudes que implica el anonimato, sobre todo la ausencia de discursos y entrevistas. ¿Qué me hacía pensar que lo que hacía era razonablemente bueno? Concluyo que así como una ley natural ordena que los padres se fascinen por sus crías, un artículo marginal de dicha ley establece que los poemas y cuentos salidos de mano propia provoquen placer al autor al momento de leérselos a él mismo, de tal forma que querrá repetir el procedimiento una y otra vez.
Pero en ese sereno esquema había menospreciado el sabor de la insatisfacción. Las 22 horas del día se me empezaron a hacer interminables, en tanto que las dos restantes, aquellas dedicadas a la escritura, se hacían demasiado breves, transcurrían como agua de cascada. Y así como Charles Crumb, el hermano mayor de Robert, fue llenando poco a poco de texto sus comics hasta que las palabras terminaron devorando sus dibujos; así, imperceptible pero implacablemente mis dos horas empezaron a alimentarse de las otras. La lectura me inspiraba, la escritura me vaciaba. Al separar mis dedos de las teclas me sentía más una forma espiritual que material y en ese estado caminaba hasta mi casa, sin acusar el golpe de la realidad ni el de mi propia vulgaridad. Luego los hechos se hacían presentes naturalmente, mediante nimiedades. Cundía el desaliento y surgía el ensueño; comenzaba a esperar internamente la llegada del otro día, el momento del ingreso a ese templo de piedra y seda, extraño y oscuro, luminoso y silente. Anotaba invenciones, metáforas, palabras nuevas, personajes y argumentos en las boletas que ya he dicho que guardaba en los bolsillos, ansiando que llegara el instante de pasarlas en limpio. El día se me hacía eterno, casi insoportable. Me dormía  imaginando que a la mañana siguiente amanecería sin sueños, sin un argumento: toda mi fuerza creativa habría sido arrastrada hacia un lugar desconocido dentro de mí, el lugar en que la memoria se extravía y va a dar a un fondo de lodo. Despertaba obsesionado con el deseo de correr a la máquina y cuando mis dedos volvían a golpear las teclas experimentaba una sensación inefable, un gusto indefinible. El gusto que siente el hombre al saciar su vicio.
¿Era el mío un vicio? Era una necesidad, no cabe duda, y si concordamos en que todo vicio se sostiene en una necesidad, la que al ser satisfecha va provocando un daño, esta diaria entrega mía a las teclas de un computador se estaba convirtiendo, si no en vicio, al menos en obsesión. Durante los almuerzos de fin de semana en el hogar mis hijos me sorprendían con la mirada ausente. A veces reían; otras murmuraban. Mi mujer prefería ignorarme, y yo no hallaba qué decir. Mi mente estaba puesta en el día lunes, en la máquina. Después de tantos años había llegado a eso.
Los cuentos clásicos comienzan presentando al sujeto y su tiempo. “Una mañana el viejo escritor se hallaba dispuesto a reanudar su tarea, cuando de pronto surgió de la nada un personaje y le propuso traspasar el umbral para acceder al escenario donde se edificaba su propio cuento”. Así debió empezar este relato, y en tercera persona, pero está escrito que se inició de otra manera...
Era un día frío y nublado, que invitaba a quedarse la mañana entera dentro del café, leyendo los diarios, alguna novela de Graham Greene, tomando apuntes. Mas la urgencia de sentarme ante la máquina me sacó de esa atmósfera y me introdujo a la del local de internet. Entré al de siempre. La dependienta me tenía reservado el mejor asiento, con los mejores audífonos. Abrí una ventana en la pantalla y elegí la radio irlandesa que me acompañaría esas dos horas. Abrí otra ventana, que me conectó al diccionario. Abrí la tercera ventana y desemboqué en mi blog, aquel donde escribo mis cuentos. Estuve frente a la página en blanco unos cinco minutos. Luego recordé que la víspera me había propuesto hablar del diablo, ese personaje tan presente y tan venido a menos en estos tiempos. A poco andar borré lo escrito; el relato iba directo hacia la estupidez panfletaria. El diablo conducía a su grupo de héroes a una colina, donde todos, salvo él, eran despedazados por ráfagas de ametralladoras. Me quedé otra vez ante la pantalla en blanco, acompañado por una música emitida desde Dublín, exasperado y somnoliento, desaprovechando parte de esas dos horas. En mi estado de letargo esbozaba la degenerada transformación del diablo bíblico en una suma de efectos especiales; el verdadero había optado por dividirse en mil pedazos y alojarse en la mente de cada uno de nosotros. Desde allí el muy parásito se refocilaba contemplando las maldades ideadas aparentemente por su huésped. Elucubraba ideas como estas cuando una voz masculina me interrumpió.
-Usted no encuentra el personaje que busca porque mira el mundo exterior por la ventana.
La oí con desagrado; había algo en ella que me resultaba familiar.
-Algunos ruegos se pueden atender sin necesidad de conocer detalles -añadió. Del escritorio de la encargada humeaba el café.
-¿Quiere café? -me ofreció ella.
En ese instante los otros dos clientes del local se levantaron como si se hubiesen puesto de acuerdo, pagaron el tiempo ocupado y se fueron. La mujer sirvió mi taza con cariño y me dejó a cargo, mientras salía a ordenar su almuerzo al restaurante de al lado. Él me pidió que me retirara los audífonos.
-No tengo mucho tiempo y deseo proponerle algo.
-¿Qué se le ofrece? -la interrumpí secamente.
-Iré al grano, no malinterprete lo que digo y escúcheme con atención: lo que yo observo es que usted quiere hacer de estas dos horas una eternidad, prolongando para siempre las dos horas de felicidad que vive a diario en este espacio, haciendo de ellas su vida completa. ¿Desea disfrutar el placer que emana de su vida interior sin interferencias materiales, sin que nadie en el mundo lo moleste, sin que deba llevar sobre sus hombros ninguna otra carga que no sea la que le proporcionan sus propios fantasmas creativos? ¿Ansía crear personajes de verdad, inmortales? ¿Reconocer por fin el tono exacto de su voz y dejarme vivir de una vez por todas?
Desde luego, estaba dando una cabezadita. El sueño de una voz que le habla a uno dentro del sueño, que bien podría ser la voz del diablo alojado en el cuerpo, por qué no. De sus preguntas entendí lo que quise. Me cuesta tomar decisiones. Generalmente espero hasta el final y cuando ese final llega, espero hasta que haya un nuevo final, más conveniente que el anterior. Cada vez que he decidido con prisa me ha ido mal.
-Me gustaría... -le respondí. El sueño se alargaba.
-Haremos una pequeña prueba. Luego usted decidirá. Continúe con los ojos cerrados. Ábralos cuando me vaya -me propuso.
Los ojos se me nublaron repentinamente y dejé de percibir los colores en su brillo original, lo que atribuí a inofensivas pelusas, que no me causaron mayores molestias. La dependienta entró en ese momento. Un hombre se levantó.
-¿Ya se va? -le preguntó ella.
-Así es, amiga.
-Tan poco que estuvo hoy.
-Usted lo ha dicho.
-¿Se aburrió?
-No. Se me acabó la imaginación.
Ver salir a mi compañero de asiento fue como si hubiese despertado. ¿La voz le pertenecía a él? ¿Me habló mientras dormía o siempre estuve despierto? ¿Cuándo había entrado al local? ¿Qué me había querido decir? ¿Cómo es que parecía conocer tan bien mis anhelos más íntimos? ¿En qué lo contrariaba, en que podía interferir en su vida? Cavilaba, desorientado, cuando un hecho pedestre pero insólito me volvió a la realidad: la dependienta cerró la puerta, corrió las cortinas y empezó a comer con una voracidad envidiable.
Si me hubiesen dado a elegir habría optado por percatarme de mi situación con una certeza en la que no cupiesen dudas, mas no fue así y hube de resignarme a tomar la nueva experiencia como venía. Mi visión seguía nublada, pero ya no sentía igual; era incapaz de oler y de reconocer al tacto y los sonidos me llegaban como con sordina. El panorama lucía un tinte indefinido que la vista no lograba precisar, disolviéndose a veces en la nada y reapareciendo también de la nada, fuera lo que fuera. No estaba ciego, pero me di cuenta de que veía con otros ojos. Por otro lado, los malestares que siempre me acompañaban, por mínimos que fuesen, habían desaparecido y el saberlo me provocó un placer que no pude localizar en ninguna zona de mi cuerpo. Con todo, algo me decía que el mundo me atosigaba por la espalda, como si ideara una trampa. Así han sido siempre mis sueños -paisajes brumosos, argumentos ridículos-, de modo que me entregué plácidamente a éste. Pero tal como los sueños se transforman en pesadillas cuando el protagonista es emboscado por sus fantasmas, así también se me fueron complicando las cosas. No recordaba haberme quedado dormido, sin embargo había sucedido algo que no acertaba a comprender. Era un malentendido, naturalmente, no había que desesperarse, ya descubriría de qué se trataba esto. En los sueños el remedio es la espera. Mas la espera no logró otra cosa que profundizar mis temores. No soy capaz de medir exactamente el tiempo que pasó, pero presumo que debieron ser unas siete u ocho horas, pues de pronto la dependienta comenzó a desconectar los computadores y a apagar las luces, terminando por cerrar la puerta del local con candado y llave.
Dicha escena no podía obedecer más que a una sola y lógica razón, de modo que terminé por aceptar que no estaba en mi cuerpo. Yo era sólo mi imaginación y mi otro yo, si cabe hablar así, deambulaba por la ciudad con la mente vacía, desprovisto de conciencia, cumpliendo con sus hábitos como lo hacen los robots de la ciencia ficción o los animales; recibiendo órdenes en su trabajo, acostándose en la misma cama que su esposa, lavándose los dientes frente al espejo, yendo de allá para acá. Pobre humano, pensé, de aquí en adelante va derecho al despeñadero; disponía sólo de dos horas para darle sentido a su día y ahora lo han despojado de esos preciosos minutos. Sin imaginación, ya no le resta más que tratar de arreglárselas con la vida como mejor pueda.
Así fantaseando, me di por divorciado de tan lamentable forma de carne y hueso y me sentí yo mismo repentinamente alegre, liberado de la mayor de las esclavitudes y con el abanico del tiempo abierto a mi favor.
Era hora de sobarme las manos, como se dice, y de entregarme a nuevos sueños, historias fascinantes, escenas tórridas, ciudades lejanas, pero la sensación de lástima me seguía rondando, hasta que el motivo se me hizo evidente. Había dado por hecho que él estaba sufriendo, pero ¿y si ahora fuese feliz? ¿Por qué no? Cuando salió del local lo hizo con bríos, su voz no me pareció afligida. Nada en sus actos delataba a un hombre deprimido, angustiado, lo que fuera. El pesar que yo le estaba cargando gratuitamente en sus espaldas podía atribuirse con toda propiedad a un afiebrado producto de mi imaginación. ¿Acaso no era yo, mi extraño yo, quien lo había tenido siempre de rehén, desde su más tierna infancia? En una suerte de interpretación de acuerdo con las conveniencias, ahora lo condenaba a jugar ese papel poco menos que de bestia, de hombre instintivo, sin disponer de pruebas para confirmar esta suposición. De modo que a medida que pasaba el tiempo y observaba los raros sucesos acaecidos en el local de internet desde un punto de vista inverso, me parecía más verosímil que la persona libre de ataduras fuese aquella que llevaba mi nombre en su cédula de identidad y yo, el que creía ser yo, fuese el verdadero preso de mis fantasías, de mi lenguaje, sobre todo de mis adjetivos, y de mi arquitectura.
Imaginé, en dos segundos, con ese velo grisáceo del que he hablado, que a esta misma hora él estaría bebiendo su cóctel favorito, mirando hacia un punto indefinido de su habitación mientras el whisky le quemaba la garganta y lo hacía revivir. Las gatas se le refregarían en los zapatos; él las alejaría con un movimiento leve y se echaría un segundo sorbo, picotearía pepinillos y aceitunas verdes y abriría el diario en la sección de espectáculos, con el fondo de un televisor que le mostraría los goles de la jornada. Luego su mujer lo llamaría a la mesa, cenarían juntos, comentarían el día; finalmente se lavaría los dientes, ella se retiraría el maquillaje y se irían a la cama.
Mi imaginación ideó esa segunda fantasía, opuesta a la del hombre abrumado de mente vacía. Sospeché que mientras yo me las comenzaba a batir a partir de este instante con un sin fin de cuentos que se abrían en la mitad, sin sentido alguno, cuentos que bajaban como un rayo para perderse en la bruma y recomenzar del mismo modo que cuando se habían extraviado; mientras yo luchaba vanamente por mantenerme dentro del pobre argumento ideado, sin poder contener la furia de una imagen cualquiera que saltaba como pez sobre un mosquito, impertinente, el hombre sin imaginación, extasiado, miraría volar una polilla alrededor de la lámpara de pie plantada sobre el sofá, con los ojos de un niño de dos años, o de un gato. Desde el sillón opuesto, su mujer lo estudiaría con un aire de alarma y él la calmaría. “No te preocupes, no ha pasado nada. Solamente me ha sucedido que esta tarde perdí la imaginación”.
Levemente angustiado, enteramente insatisfecho, decidí olvidarlo y concentrarme en mi propia felicidad. ¡Yo era dueño de lo que a él le faltaba!, sobre eso no podía haber dos opiniones, y debía sacar partido de mi circunstancia. La imaginación es mil veces más poderosa que la inconsciencia y si bien ésta dispone de la virtud de aislarse del futuro y de los efectos del pasado, aquella construye lo que el presente niega.
Así las cosas me dispuse a trabajar “sin interferencias de ningún tipo”, listo para encontrar de una vez por todas a mis “personajes inmortales”. Una nueva imagen llegó, como una chispa desvanecida. No me era posible guiarla, más bien ella guiaba mis pensamientos, como suele suceder en los sueños. Me hallaba dentro de una cueva y con los minutos, de la negrura del espacio surgió el aura de una loba enferma. El pobre animal estaba aquejado de una herida en las encías y a la menor provocación escupía al enemigo. No se podía amar mientras se habitaba en esa cueva; sólo restaba vivir. Me agaché, le abrí el hocico y le soplé las encías; la bestia entendió y se adormeció. ¿Qué seguía en ese cuento, del cual era mero espectador, qué pasaba después? Mi imaginación porfiaba en adentrarse únicamente en esa escena, que se gastaba mientras más recurría a ella, como si yo fuese el operario de un carrusel. ¿Cuánto tiempo transcurrió en el intervalo? Lo ignoro, pero fueran segundos, minutos u horas, el quiebre ocurrió cuando se me vino a la memoria una verdad a la que nunca le había dedicado atención, por obvia: mi imaginación no era nada sin una mano de carne y hueso que la plasmara en una superficie mediante palabras. Sin esa mano que cada ocho días debía recortar en sus extremos, sin esa mano cada vez más cubierta de manchas y arrugas podría pasarme horas, días y años creando imágenes revueltas, vanas, desordenadas. Y qué decir de las palabras, si ya todo ha sido dicho por los grandes sabios: resultaban ser ellas las verdaderas propietarias de mi imaginación, no a la inversa, como siempre había creído, con esa suerte de orgullo inocente que caracterizó a mi pasado.
De modo que soy yo quien está encadenado al hombre que mandó al diablo su imaginación y es él quien me gobierna, con su cuerpo y sus palabras; de modo que ahora él es capaz de sentir como los niños, ver las cosas como si fuese la primera vez, gozar los placeres y soportar los dolores con una facilidad escalofriante, mientras yo me doy vueltas y vueltas entre figuras insensibles que más parecen recuerdos de recuerdos, esbozos de mi vida interior; de modo que así están las cosas, rumié, con aire vengativo, dispuesto a reanudar la lucha.
En mi actual estado la energía seguía siendo primordial y la insatisfacción no se calmaba. Las imágenes, si surgían, corrían desbocadas dentro de un coche sin cochero, no era yo su dueño. En este mundo las cosas se sucedían en una amalgama de visiones y no parecían tener vida real. No existían personajes inmortales sino remedos de vida, grotescas caricaturas.
Del vacío surgió un bote abandonado a la orilla de un lago intranquilo. El muelle y las aguas se unían con furia y me obligaron a caminar alerta, echando un pie muy adelante antes de afirmarlo en la madera húmeda, que no se sabía dónde terminaba. Mi casa se había llenado de nieve y no encontraba a mi hija; la vi entonces caminar entre los juncos, con la mirada perdida. Qué hago ahora, cómo enlazo esta imagen a la de la loba enferma. ¿O son dos historias?, pero entonces, ¿se trata de acumular, de ir bosquejando en el infinito hasta que todo caiga por su propio peso? Cansado como estaba, me las arreglé para cambiar de escena y recostarme en unas dunas tibias que protegían de la fría brisa que venía del mar, a la hora de la siesta. Echado en ellas mis fantasías comenzaron a fugarse y creo que dormí durante un buen rato.
Al despertar tomé conciencia de que no había forma de retener ni imágenes ni personajes ni tramas ni nada de nada; la concentración era en este mundo un tesoro imposible de desenterrar. No tuve más opción que rendirme ante mi imaginación, dejarla que tomara su propio camino. Intentar controlarla rebasaba mis fuerzas. Entonces enfilé hacia el bote abandonado.
Caminé por un estrecho sendero flanqueado de ramas que ocultaban la vista del cielo. Cada una de las hojas de las ramas era un recuerdo, de tal manera que los recuerdos fueron lo primero que salió a mi paso. Todo lo que había visto hasta entonces se hallaba en esas hojas; mis llamadas creaciones no eran más que vagos ejercicios de la memoria.
Los recuerdos brotaban por sí solos, mecidos por la brisa; muchos eran voluntarios, pero la mayoría resultaban ser involuntarios y operaban como una cadena. El sendero se abrió y tuve entonces ante mí la orilla del lago, cubierta de hojas. Unidos a los recuerdos se me aparecieron los habitantes del pantano de la mente. Era un pantano tan extenso que la otra orilla se vislumbraba en un leve resplandor que recordaba al amanecer. Mientras remaba, noté que unas algas se adherían a la quilla y no dejaban avanzar. Eran las distracciones. Me desprendí de algunas y aparecieron otras, y así en todo el trayecto. Cada cierto trecho se dibujaban bajo el agua serpientes eléctricas que amenazaban con incendiar la nave. Eran los miedos, que de tanto aparecer y desaparecer se fueron convirtiendo en tranquilos enemigos, mas no inofensivos, puesto que orientaron la nave hacia la zona más densa del lago: aquella donde reinaba la depresión. ¿Cuánto me tomó salir, sortear ese lodo? No lo sé, pero al hacerlo me topé con las angustias, arbustos retorcidos, enraizados en el légamo, que ensombrecían todo aquello que surcaba entre sus ramas. Navegaba entonces en estado de máxima alerta, porque ya había aprendido que muy cerca de esas sombras habita el terror, un monstruo marino que salta, engulle a la mente, se la lleva a las profundidades del pantano y casi de inmediato la devuelve, por repulsiva. Cuando calculé hallarme justo encima de la bestia me arrojé al vacío. Fui devorado antes de tocar el agua, ambos desaparecimos bajo el líquido viscoso y en un instante que duró mil años estuve otra vez en el bote.
Con el alivio de la salvación temporal a cuestas guié la nave hacia la zona de los deseos y sus hermanos menores, los vicios. Allí nadé largo rato, las aguas se habían aclarado y sin darme cuenta llegué a la otra orilla, ya estaba afuera. Me recibió la alegría, en la forma de filosos juncos verdes. Miré hacia atrás, donde ahora resplandecía la serenidad: el pantano volvía a ser un lago de aguas cristalinas, espejo en una tarde de verano; pero a poco andar caí en otro pantano, tan inmenso como el anterior. Era asombrosa la cantidad de tiempo que ocupaba mi mente en salir de allí, aunque era mejor que estar en tierra firme. Cada vez que pisaba la hojarasca que separaba los lagos experimentaba el miedo a la muerte. Era la carga más penosa de todas, porque me dejaba angustiado, rendido y falto de deseo.
Aún quedaba más. Me alimentaba la esperanza. En sí misma se trataba del rey de los fantasmas, fenómeno abstracto y absurdo. A diferencia del futuro, que era pura imaginación, la esperanza se dejaba ver una que otra vez, en el lago o los senderos, pero cuando lo hacía venía moribunda. Al descubrirse finalmente en todo su esplendor, despidiendo rayos fulgurantes, ya era un cadáver luminoso.
En lo más profundo del último lago vivía la tristeza, bajo dos formas: la tristeza que nace del amor y la belleza y la tristeza donde anida el desamparo. Ardiente locura; allí se pierde la razón y la euforia se transforma en dolor en cosa de segundos.
Del cielo se dejaban caer de vez en cuando los relámpagos del pensamiento y resultaban inexplicables, salvo si se trataba de aquellos que surgían como meros disfraces de otros entes. En ese caso estaba ante falsos pensamientos, espejismos de razón.
Más allá de toda imaginación estaba el vacío, la médula de la vida.
¿Cuánto estuve navegando? Si me aboco a la escena que vendrá a continuación, conjeturo que menos de una semana: en mi estado era capaz de sentir el paso del tiempo por días y aun horas, de manera que cuando ese viejo conocido volvió al local y pidió un computador comprobé que había envejecido poco más de cinco días. La dependienta lo miró y le habló, sorprendida.
-Qué se había hecho.
-No venía porque no se me ocurre de qué escribir.
-¡Usted!, que escribe tanto.
-Ahí tiene.
-Y ahora que se le ocurrió de qué escribir... lo tendremos unas buenas horas acá, me imagino.
-No se imagine.
-¿Que anda apurado?
-Vine porque echaba de menos este momento.
-¿No va a escribir?
-Voy a tratar, pero antes quisiera jugar un poco al solitario.
-Hay solitarios más entretenidos que ese que abrió. Deme su correo y le mando un link.
-Gracias, muy amable.
Mientras jugaba y se reía de sus errores que le iban marcando puntos en contra, yo lo acompañaba desde mi lago fangoso, donde transcurría casi todo mi tiempo. Él sorteaba malamente vallas artificiales, cibernéticas; las mías eran trampas profundas. Una vez que las suyas lo vencieran por enésima vez, se levantaría de su asiento y caminaría por la plaza Pedro de Valdivia, fascinado por el canto los loros desde las copas de los árboles; yo continuaría buscando esa orilla que se me ofrece nada más que para diluirse ante mis ojos.
Juro que en ese momento pensé cuánto me gustaría dar por terminada esta pequeña prueba -no de golpe, paulatinamente- y volver a su cuerpo, ser él. Lo pensé a pesar de sus tics y sus molestias físicas y de los relámpagos y personajes que llenaban mi mundo, las tramas policiales que surgían en un abrir y cerrar de ojos, la voluptuosidad de dos mujeres que habitaban una casa de pensión, el acantilado al que galopaban ciegamente dos potros salvajes.
-¿Recibió el link? -le preguntó la mujer.
-Sí, amiga, muchas gracias.
-¿No le gustó?
-¿Le digo la verdad? Lo voy a dejar para otro día. Mi mujer me encargó detergente, un paquete de bolsas para la basura y un kilo de limones. Se me está haciendo tarde.

Pasa el tiempo; mi soledad se hace llevadera, habito entre el desorden y el bombardeo de imágenes, pero sería injusto conmigo mismo si viese más defectos que virtudes en mi nuevo acontecer. Cuando la balanza se llega a inclinar hacia el lado negativo sospecho que se debe a que la piedad comienza a apoderarse de mi imaginación. Soy como una mujer a la que se requiere cuando brota la necesidad. Se puede vivir perfectamente sin mí y si yo no existiera, nadie moriría.
Todos los días hábiles de la semana entra mi viejo conocido y se sienta frente al computador. La buena relación que se generó desde el principio con la locataria se ha incrementado a niveles de excelencia, tal como parece ser que le ha ocurrido con mucha gente, con el mundo entero. Lo que es yo, debo admitir que lo espero con ansias, porque él reduce mi insatisfacción y me hace sacar lo mejor de mí, si se me permite el cliché utilizado por los futbolistas respecto de sus entrenadores. Mas, y lo declaro sin falsa modestia, comienzo a darme cuenta de que él también me necesita; necesita mi imaginación, que yo le convido de a trozos, de otro modo no aparecería día a día en el local. Y al precisar de mí se deteriora, es como si su trato se fuese enmoheciendo.
Estudié la situación con frialdad, lo reconozco, y lo convencí de que hiciéramos un pacto. No me costó demasiado; hice uso de toda mi imaginación para dorarle la perdiz; él se dejó llevar por ese efímero placer de dos horas ante la pantalla y aceptó, sin meditar en lo que perdía. Desde entonces, apenas abre su sitio habitual comienzo a dictarle mis memorias, que van desde las imágenes más cuerdas a las más disparatadas. He descubierto que sólo así logro dominar mi caos interno y capturar aunque sea por unos minutos el tesoro de la concentración. Todas le gustan, unas más que otras, y a mí también. Sus manos se detienen, observa la pantalla, se frota la punta de la nariz, se arregla la camisa y continúa. Yo lo dejo hacer, valoro esos baches, esos tiempos de espera, porque me permiten... como diría, contenerme, organizarme; en el fondo, disfrutar este momento de felicidad que me ha quedado, el único tiempo que realmente me mantiene no sólo vivo, sino principalmente anclado a la realidad.
Como si de una venganza se tratara, o de un repentino soplo de lucidez, he comenzado a dictarle en estos días el cuento esbozado sobre el diablo. Bruscamente alojado en cada ser humano e inmerso en la disyuntiva de alma y materia, el parásito emprende el ataque a todo lo que lo rodea no a través de la imaginación sino del cuerpo de sus huéspedes. Así, deja a la psique excluida de los patrones morales y esta le entrega la responsabilidad de sus ideas al cuerpo que las lleva a cabo. Sin embargo, en una sentencia inesperada, el juez mayor castiga con la pena de cárcel a la imaginación y deja libre al cuerpo de carne y hueso. “Vete a la calle, eres un simple títere del monstruo agazapado en tus entrañas. Y a ti, te castigo a navegar por el estanque de tu mente hasta que el cuerpo que te sirve de excusa para cometer tus fechorías abandone este mundo”, dictamina.
Mas, todo en la tierra está condenado a la oxidación. Al proceder diariamente al intercambio, cada vez que se efectúa esta transacción con mi viejo conocido, percibo el paso del tiempo en su figura, algo de lo que él no se percata. ¿Se puede ser feliz sabiendo que se va al despeñadero? Él lo es, porque ha sido reacondicionado para vivir el presente; lo convencieron y no se queja. Para él la vejez se siente cuando renueva la foto de un carnet, no minuto a minuto, que es como yo la vivo.
En cuanto a mí, admito, como he dicho, que tampoco debería quejarme demasiado. Erradicadas las molestias y los dolores, idas para siempre las tortuosas obligaciones a las que los hombres se condenaron a sí mismos para poder salir adelante con sus vidas; obviando esas 22 horas de tráfico luminoso, penumbras y abulia, en las cuales mi imaginación hace cada vez menos viajes, cada vez se engaña menos a sí misma con delirios de grandeza, ¿qué me queda sino el disfrute de mi libertad?
No domino el arte de predecir el futuro, salvo si lo miro a través de mi imaginación, aunque ya he demostrado que mi imaginación es veleidosa, inofensiva e insignificante. No domino ese arte, reitero, pero si lo hiciera, sospecho que el acuerdo al que llegamos fue el siguiente: con el correr de los meses el hombre sin imaginación se irá quijotizando en tanto que yo me iré sanchificando. Su forma de vivir la vida no habrá sido eterna ni mi estado tampoco; cada uno se fundirá en el otro y una vez que se retomen los antiguos hábitos, las mañas olvidadas, una vez que se nos haya vislumbrado con ejemplos la categoría de nuestros sueños, una vez que sus científicos dolores físicos se mezclen con los míos, ambiguos y especulativos, ambos volveremos a sentir el sabor original de la insatisfacción.

lunes, junio 13, 2011

Esos niños no nos podían ganar

Días atrás leí la historia de una tenista alemana que rompió en llanto cuando advirtió que se le iba un partido de entre las manos. Tras perder, se derrumbó y fue sacada en camilla de la cancha de Roland Garros. Hace muchos años a mí me pasó algo parecido, y debo confesar que se trató de una sensación inolvidable.
Vistas las cosas con una ligereza no exenta de objetividad, el partido lo teníamos ganado de antemano. Nosotros nos conocíamos y nuestros rivales se venían conociendo. El terreno era menos neutral para nosotros que para ellos. De hecho era "nuestra canchita" en las proximidades del refugio del liceo, que usábamos todas las tardes de campamento. Ellos habían acampado en el bosque la noche anterior y cuando llegamos a ocuparla nos encontramos con su presencia. Como oficialmente no era de nadie, el inspector ideó un partido entre ambos equipos y así fue como salimos a la cancha.
Con el correr de los minutos nuestras expectativas se hicieron realidad. Eran bastante malos y, además, dos o tres de ellos evidenciaban problemas de motricidad que resultaron patológicos. Quizás eso hizo que nos contuviéramos, que sacáramos el pie del acelerador, como se dice en el fútbol, y mantuviésemos una discreta ventaja de dos goles. Era más que suficiente, considerando que nuestro rival disponía de una barra femenina ubicada al pie de los álamos, ubicada a una altura de unos dos metros de la cancha y a la que no resultaba caballeroso humillar. La cancha era un trecho de tierra robado al bosque y sus dimensiones, las de un campito de baby fútbol. Los arcos habían salido de los troncos de los álamos. Ese era todo el paisaje en el que dos grupos de niños que rondaban los once años se enfrentaban entre ellos.
Las niñas no saben nada de fútbol, pero sus gritos encienden los corazones. Era emocionante hacer jugadas y dárselas de héroe en su presencia, aunque uno intuyera que estaban más preocupadas del bochinche que armaban ellas mismas que del partido. Después de todo era su forma de jugar.
De pronto, el más enfermizo de nuestros rivales hizo un gol que fue celebrado como una hazaña por el bosque, ya cubierto de sombra. No era algo como para preocuparse; sin embargo, daba rabia que hubiesen sido capaces de convertir. Vino el empate y vino el tercer gol, con que dieron vuelta el encuentro. Arriba, la algarabía era irracional y hoy, para rebajar la intensidad de la sensación, me trato de convencer de que las niñas no comprendían el score.
Sin que nadie me hubiese puesto la jineta me las di de capitán y comencé a increpar a mis compañeros, que cometían error tras error, al igual que yo, influenciados por los nervios. Los minutos corrían y se acercaba el final del partido, que seguíamos perdiendo, inexplicablemente. En mi interior nació una torpe desesperación que hoy sé muy bien de dónde vino: del desprecio hacia la raza inferior, de la rabia de constatar que fuesen capaces de competir y aun de osar ganarles a los poderosos, encima con una alegría, una ingenuidad y una pureza de sentimientos que sacaban de quicio. A esa altura estaba fuera de mí y recuerdo que me perdí goles increíbles, sobre todo uno frente al arco sin arquero y con la pelota en los pies. Sólo me quedaba llorar y rompí en llanto, como la tenista. Lloré largos minutos, corriendo como un loco detrás de la pelota. La angustia nos estaba haciendo naufragar. Lloré a moco tendido con el llanto más trágico que se puede dar en un hombre de diez años: el llanto incontrolable delante de un grupo de niñas de su edad.
El partido terminó y regresamos al refugio. Nadie me consoló y creo, si mal no recuerdo, que el inspector me llamó la atención en el camino de bajada, merecidamente, por mi falta de espíritu deportivo.
Cuando más tarde me lavaba los pies en el lavamanos vi que por la puerta se asomaban dos compañeros a mirarme, risueños. Luego fueron tres, cinco. Nadie decía nada, pero les costaba contener la risa. Eran mayores que yo y descubrí que no habían venido a ver al derrotado, sino mi pene minúsculo, pene de angelito, que había quedado al descubierto con mi maniobra de aseo.
No le di importancia al asunto. Mi pene jamás fue constitutivo de complejos durante mi infancia. Sólo con los años el tema adquirió una categoría a la que realmente no le encuentro explicación, siendo como soy, un tipo bastante normal, analítico y aunque fantasioso, no ajeno a la realidad.

viernes, junio 10, 2011

Repugnancia

Le he preguntado repetidas veces qué le atrae, o le molesta, de la escena, y no sabe explicarlo con palabras, aunque sus gestos revelan incomodidad, nerviosismo, cierta sudoración. Le pido que me describa nuevamente al personaje y se le sale el calificativo de "pelado gordito".
-¿Es esa la razón de su intranquilidad? -le pregunto.
No dice nada.
-Por favor, trate de contarme de nuevo la historia y veremos qué se puede hacer.
Guarda silencio y comienza:
-Eran cerca de las cuatro de la tarde, en las inmediaciones de la Estación Central. El hombre que de pronto comenzó a destacar entre la demás gente que llenaba a esa hora el sector no lo hizo por su apariencia...
-Me acaba de decir que era un pelado gordito.
-Pero eso no quiere decir mucho.
-Mas, a usted le ha llamado la atención.
-No eso, sino su actitud.
-Entonces no es importante que sea un pelado gordito.
-Es insólito que lo sea, así lo veo yo.
-¿Qué es lo insólito?
-Que un hombre como ese adopte esa actitud.
-No le veo lo raro. Conozco varios pelados gorditos que son homosexuales.
-Es que este pelado gordito no tiene la pinta de ser un maricón. Pero se está comportando como si lo fuera.
-¿Me quiere decir por qué? Usted ni siquiera le ha visto la cara. Él siempre le ha dado la espalda.
-Yo creo que me estoy equivocando de nuevo. Ahora que lo pienso mejor, tal vez sea su vestimenta lo que no concuerde con la escena.
-Me ha dicho que viste igual que todos.
-Esa es la cuestión. Viste una camisa de franela arremangada, a cuadros azules y blancos, y unos pantalones negros bien afirmados a la cintura, que acentúan su culo gordo.
-¿Hace ostentación de...?
-Ninguna.
-¿Es totalmente calvo?
-Tiene cabellos sobre las sienes y en la base de la nuca. Yo lo describiría como un hombre de campo. Un hombre del campo que ha venido a la ciudad. No lo sé; estoy dudando nuevamente. No lleva maleta, no lleva nada. Sólo camina en dirección contraria a la mía.
-¿A cuánta distancia se encuentra usted de él?
-Creo que a unos 20 metros. Quizás 30...
-De lo que me ha relatado, no hay nada que haga pensar que ese hombre es maricón.
-Eso es justamente lo que me ha traído hasta aquí. Quiero saber por qué me ha chocado tanto la escena.
-¿Por qué usted afirma que el pelado gordito es maricón?
-Al caminar ha dado una especie de salto infantil, nada relevante, pero no es normal que la gente ande a saltitos. Han sido dos o tres, y más que saltitos, yo los calificaría de ondulaciones de su cuerpo, movimientos para llamar la atención.
-¿Lo logra?
-Al principio no, pero luego de un momento la gente comienza a mirarlo con extrañeza. Yo mismo fijo mi vista en él. No es miedo ni rechazo. Es la rareza que da ver a alguien haciendo algo inusual.
-Tantas veces que vemos locos. Hablan solos, hacen gestos extraños, amenazan a interlocutores invisibles...
-¿Me entiende? Uno mira a esos locos al principio con sorpresa, pero enseguida entiende la situación y los deja actuar.
-Y seguimos cada cual nuestro camino...
-Exacto. Y ya que usted lo ha dicho, y se lo agradezco, pudo haber sido un loco, no un maricón.
-Existen los locos homosexuales, por si no lo sabía.
-No lo había pensado. Este pudo ser el caso.
-Me imagino que dice que pudo ser un loco debido a los saltitos.
-Sí, creo que sí, aunque no lo parezca. Pero... ¿sabe lo que me tortura? Ahora creo estar viendo mejor...
-¿Qué?
-Es una sensación como de asco, al ver que alguien se está ofreciendo públicamente.
-¿Cómo sabe que se está ofreciendo?
-Porque lo sé.
-Hay mujeres que se ofrecen todas las noches en las calles.
-Es su oficio. No se siente asco de ellas.
-Pero sí del pelado gordito.
-Porque no cuadra. Un hombre así no puede andar ofreciéndose, a la vista de medio mundo. Un hombre así debe guardar la compostura. Por último, si tiene una necesidad, hay formas y formas de llevarlas a cabo.
-Lo que me quiere decir, advierto, es que hay conductas para la publicidad y otras para la privacidad.
-¿Me entiende? No está permitido que hagamos todo lo que deseamos hacer, pero sí se nos permite hacerlo entre cuatro paredes, guardando las apariencias.
-Lo que a usted parece molestarle tanto es que él no guarde las apariencias.
-¡Se ofrece a los hombres a vista y paciencia! Eso es algo que no había visto nunca.
-No ha caminado usted por calles tortuosas por las noches.
-Si lo hiciera, no me llamaría la atención encontrarme con una escena así. Esperaría ver algo parecido.
-Le molesta que la gente desnude su alma en situaciones inadecuadas.
-Me molesta la falta de respeto al pudor ajeno.
-¿Le molesta que el pelado gordito haya expresado sus más oscuros deseos?
-Sí.
-¿Son esos sus propios deseos?
-¡Por favor! No lo creo. No puede desear uno algo que le provoque repugnancia.
-Se asombraría si supiera la cantidad de pacientes que acuden a verme por esa causa.
-Yo sé lo que pienso y lo que siento. No puedo adivinar lo que no siento. Muchas veces he pensado que ustedes ansían convencernos de asuntos sobre los que no estamos en absoluto de acuerdo. Influenciados por oscuras teorías nos transforman en objetos de estudio para demostrar supuestas verdades.
-Yo busco ayudarlo. No siempre las cosas suceden como usted dice. Me atrevería a asegurar que la gente no sabe lo que piensa y no sabe lo que siente. Usted mismo se encuentra agitado, sin conocer la razón. Yo intento guiarlo, para que usted halle el camino. Pero me temo que por esta vez el camino se ha extraviado y tendremos que recomenzar su búsqueda en la próxima sesión.
-No puedo irme aún. Debo terminar de contarle la historia. Si no lo hago saldré de aquí profundamente insatisfecho.
-Le daré cinco minutos más. Hay más pacientes que esperan.
-Está bien. Se lo agradezco.
-Termine. El pelado gordito se ofrece a vista y paciencia...
-Hay una sensación de protesta y de rechazo en el ambiente. Se arma un pequeño alboroto y alguien intenta llamar a los Carabineros. El pelado gordito se empieza a bajar los pantalones y de la multitud surge un hombre que lo sigue. Viste un chaquetón raído de cotelé color ladrillo y está mal afeitado. Es a todas luces un hombre de ademanes vulgares, lo demuestran sus manos grasientas. Pertenece a esa clase necesitada que toma al vuelo lo que se le ofrece. De la esquina opuesta aparece un grupo de carabineros seguido por un uniformado a caballo. Se dirigen velozmente al lugar de los hechos, detrás de un buzón de Correos, donde la pareja está a punto de consumar la cópula. Cuando llegan, el hombre del chaquetón está arrodillado detrás del pelado gordito y se muerde la uña del pulgar izquierdo, con los ojos cerrados.

jueves, junio 02, 2011

La muerte del bombero

En el centro el comentario obligado era la muerte del bombero. Todos hablaban de ello; muy pocos lo vieron morir. Un muchacho joven participaba en una maniobra nocturna en el Liceo de Niñas cuando perdió el equilibrio y cayó al vacío. Las mujeres lo describían con piedad no exenta de detalles escabrosos. Mi madre las escuchaba, agregaba su comentario y yo miraba desde abajo. Ciertas voces lo identificaban por su pelo rojizo, pero otras decían que era rubio y otras, negro azabache.
El voluntario atravesaba un puente hecho con una escalera. Ante sus ojos tenía la Catedral con sus dos torres. Detrás, la cornisa del liceo. Abajo, la multitud expectante y los focos que le daban un aire cinematográfico a la escena.
El muchacho no estaba hecho para ser bombero. Sus manos no se apretaban como garras a lo que fuera. Sus sentidos solían extraviarse hacia cualquier cosa que llamara la atención. Su corazón palpitaba demasiado velozmente ante el vértigo de la altura. Su sed de futuro era incapaz de calcular el valor del presente.
Perdió el equilibrio y se vino abajo y lo recibió el pavimento de la calle, pobrecito, decían las mujeres y luego venía el tema del funeral, también de noche, y yo me imaginaba a todos los bomberos vestidos de rojo entrando al camposanto alumbrados con antorchas, mientras el carrobomba ululaba en la calle, como hace el perro cuando echa de menos a su amo.
Por esos días, junio de 1957, en todo Rancagua se respiraba incertidumbre. La muerte había calado hondo entre las vecinas y los hombres perdían la seguridad en sí mismos. Aún quedaban rastros de sangre en la Plaza de los Héroes, epicentro de la tragedia, que las máquinas no habían podido borrar. Muchos escogían vías alternativas en sus viajes al centro, aunque los más torcían su destino con el expreso propósito de acercarse a una historia de la que no pudieron ser testigos. El mártir era una mancha que ofrecía su enseñanza desde el suelo, puesto que no había sabido hacerlo desde las alturas.

lunes, mayo 30, 2011

Canasta

Al atardecer, acabada la once, despejábamos la mesa y sacábamos el naipe inglés. No era algo de todos los días, sino de contadas ocasiones. Hoy lo recuerdo como un regalo interesado que nos ofrecía el destino para esa tarde, tan mezquino que lo dejaba inmediatamente anotado en su cuenta. Los ingredientes se unían como por arte de magia: ánimo sereno y optimista, ningún panorama por delante, gas en la estufa, ausencia de tareas y de pruebas para el día siguiente, y mi padre en casa.
Sabida era la buena disposición de mi madre para todo tipo de asuntos; cuando a ésta se le unía la de mi padre podíamos cantar victoria.
Disponíanse las parejas al azar, pero de forma dirigida, como en el fútbol, de tal modo que un chico fuera pareja de un grande. Mi papá ponía un long play y nos sentábamos a jugar. El disco podía ser "Carrera de éxitos número 1", "Carrera de éxitos número 2", "Las cinco monedas", "Concierto en ritmo" o todos juntos. No pecaría de mentiroso si denominara ahora mismo a esos discos como el canto del cisne. Correspondían, al menos en mi pueblo, a la última música que el mundo destinó a los adultos, y que por esos días le ganaba aún los espacios en la radio a la Nueva Ola. No mucho después Bert Kaempfert y compañía se cayeron a pedazos y sus vinilos fueron destinados a los rincones de las disquerías, reemplazados por Los Beatles y su propuesta que lo desorganizó todo, pues fue tomada en serio, al contrario del rock de Elvis Presley y Bill Halley, anterior, de fines de los cincuenta, mal definido como una barrabasada de coléricos y calcetineras, ruidosa advertencia de unos nuevos tiempos que nunca habrían de llegar, tan seguros se sentían los mayores de su poderío.
De modo que esa tarde los discos iban cayendo al plato uno a uno, y así llegaba la noche.
Sobre la mesa no había nada más que los naipes, una hoja y un lápiz. En esos tiempos no se usaba el picoteo. No se conocían la pichanga, los quesos en sus diversas variedades, las galletitas, el jamón, el salame, las papas fritas, las aceitunas, el paté, las rodajas de pan integral. Eso era propio de ricos, una ofensa a la austeridad de la clase media. Si había un momento para el cóctel, éste correspondía al día domingo, antes del almuerzo, una vez al mes. En esas ocasiones mi papá preparaba su famoso trago Serma, bautizado así en honor a su propio nombre y apellido. Era una variante del trago Mave, patentado por el tío Mario, cuyo apellido era Venegas. Mi papá lo hacía con Americano Gancia mezclado con clara de huevo, jugo de naranja y un agregado especial que le daba un sabor diferente, riquísimo, inolvidable. Lo tomábamos alrededor de la mesa de centro, acompañado de un paquete de papas fritas. La palabra delicatessen aún no había llegado a Rancagua. Por ejemplo, la once consistía en una taza de Milo con leche, pan con mantequilla y dulce de membrillo. De modo que al momento de jugar a la canasta la mesa estaba limpia y así el juego se tornaba más apasionado.
Durante el transcurso de la tarde se iban visualizando y al final, exagerando, las diferencias de caracteres. Si mi hermano o yo hablábamos, mi madre nos recordaba que el naipe lo habían inventado los mudos. Si hablaba mi mamá, mi papá la hacía callar de un grito que dejaba temblando las paredes. Si nos daba por bromear repetía su grito aun más fuerte, haciéndonos comprender que estábamos acometiendo una tarea severa y formal.
El Vitorio era ambicioso y decidido. Le gustaba ganar siempre y por eso, apenas se le presentaba la oportunidad, se robaba los pozos, aunque fuesen mínimos, apenas ocho a diez cartas recién acumuladas. Armaba canastas limpias y sucias sin distinción. Todo era bueno para él, porque iba sumando. En esas ocasiones nos contagiaba con su estilo y los juegos resultaban livianos, rápidos y agradables.
Pero si el pozo se iba acumulando crecía la ansiedad en los cuatro jugadores, como sucede al aproximarse uno a la esquina que supuestamente esconde al bandido. El simple hecho de robar y botar nos paralizaba el corazón y cualquier transeúnte que hubiese levantado la cabeza para mirar la escena por la ventana se habría topado con un cuarteto del terror. Cada carta abierta que se arrojaba a la mesa equivalía a una bomba de tiempo que aumentaba la altura del pozo. Sólo perdía su poder cuando el jugador la despreciaba, para preferir la misteriosa, la tapada, la que disminuía el mazo. ¿Era la que necesitaba para bajarse y hacer suyo el pozo? ¿No? Decepción de uno, alivio de tres y nuevamente el alma en un hilo, al momento de botar, seguir engrosando el mazo y esperar la reacción del próximo jugador.
Mi mamá era expresiva y alegre, tenía esa capacidad de sorprenderse de todo, y cuando la suerte le sonreía anunciaba su triunfo a viva voz, lo que presagiaba tormenta. Mi padre estallaba en cólera y a menudo las cartas volando por el comedor daban por terminada la sesión de un zuácate. Por eso yo tenía la costumbre de ganar sin gran ostentación, si era su contrario, y de no cometer errores infantiles si me tocaba por pareja.
Cuando la fortuna premiaba a mi papá, se le atragantaba la voz y casi no podía articular palabra por los nervios. Prácticamente se olvidaba del mundo con las decenas de cartas que le habían llegado del cielo, y al exhibir su espacio en la mesa repleto de canastas limpias, canastas por armar y una que otra canasta sucia se reía solo, con la vista fija en el tesoro. Luego, apenas acabado ese juego, se deleitaba explicándonos su hazaña. Cómo aguardé con paciencia. La angustia que me vino cuando del otro lado lanzaron una carta que necesitaba. Y esa jugada en que desprecié el pozo, por considerarlo chico. Nosotros lo escuchábamos porque nos gustaba verlo alegre, adorábamos esa alegría infantil que le venía tan de tarde en tarde. Mi madre sonreía a medias, picada.  
Si la primera partida culminaba de manera civilizada había un entretiempo en el que nos preparábamos café batido, una moda que en ese tiempo imperaba en Rancagua y que consistía en batir el Nescafé de la tacita con poquísima agua -más de media cucharada y menos de tres cuartos- cantidad precisa que hacía surgir una densa mezcla blanquecina que al momento del relleno quedaba convertida en sabrosa espuma. Con las cuatro tacitas en la mesa iniciábamos una nueva canasta y así se nos iba el día, hasta que el reloj daba las diez y terminaba el juego. Separábamos el naipe en dos, echábamos cada mazo en su correspondiente envase y las cartas desaparecían dentro del cajón del escritorio. Las luces se apagaban, mis padres se iban a acostar a su cama de plaza y media, nosotros a nuestro dormitorio y por lo general un rosario de pedos de mi padre, acompañado de la inútil protesta de mi madre, le corrían la cortina al día.

viernes, mayo 13, 2011

Copenhague

El telescopio y las sondas espaciales ya han dado buenas pruebas de que pueden robarle sus secretos al mundo desconocido. Desde la inmensidad del espacio se les ofrece a sus lentes una difusa esfera ensuciada por un sinfín de partículas cósmicas. Al aguzarse la observación surgen las nubes y los ciclones, las montañas, las torres y las amplias avenidas. Van apareciendo entonces los detalles, inesperados maceteros en ventanas melancólicas, mujeres con otras vestimentas, el piso plagado de desechos. Finalmente los instrumentos logran penetrar en la vida subterránea: las cloacas fluyen hacia el río que lleva sus aguas asquerosas a la mar. Los científicos tienen el deber de entregar la información, pero usualmente se la callan y la archivan en depósitos sellados. Del nuevo mundo se exhibe a la comunidad un prospecto idealizado de esperanza.
Bajé a la calle. Estaba en Copenhague, la nubosa Copenhague, plagada de graves reminiscencias. Ante mis ojos se abrió una plataforma de cemento y de silencio y deseé no haber estado solo. Me invadió una intensa angustia, esa que viene de pronto ante el vacío en un viaje de turismo. No conocía a nadie, salvo a mi admirada lectora, pero ella se hallaba tan lejos. Baudelaire no me sirvió de nada. Fue así que me las di de hombre y enfrenté el malestar con un paseo.
Se me figuró que la vida entera era un incesante ciclo de olas que rompen y se recogen, lo digo porque recordé, por experiencias anteriores, que este momento de melancolía inevitablemente habría de dar paso al otro. Nada es para siempre, ni siquiera el desaliento, al que tanto tememos, al punto de creerlo infinito.
Las sensaciones eternas sólo duran instantes.
Hubo quienes nacieron héroes; para ellos no existió el reposo. Lucharon por su pueblo y no tuvieron tiempo de pensar en sí mismos. Esa misión, la de pensar en sí mismos, la de hablar por ellos, se me asignó a mí, mas las críticas hacia mi trabajo arrecian. Los que entienden de estas cosas argumentan que me concentro demasiado en mí mismo, que no aludo a los demás y que hay otras formas de enfrentar los desafíos que impone el arte. Lo sé, no dejan de tener razón en eso, y sin embargo no me arrepiento de enfrentar al monstruo con mis armas. Alguien saldrá beneficiado de mis observaciones, tarde o temprano.
Los santos se entregan, los asesinos matan, los reos hacen volar su imaginación en las cuatro paredes de su celda y los pastores fijan la mirada en las ovejas. Cada cual hace lo suyo, lo que les viene mejor, lo que les nace del misterio del espíritu. No se trata de comparar santos con asesinos, sino de contarles lo que sucedió a continuación, en un abandonado galpón de Copenhague, y luego...
El frío me llevó hacia allá; las nubes, más y más bajas, presagiaban nieve. La edificación había servido para el almacenaje de la carga de las naves y, sospecho, se hallaba en tierra de nadie, a la espera de la remodelación que anunciaba un lienzo colgado en su frontis. No entendí nada lo que éste proclamaba, pero por las imágenes de gente joven leyendo, comiendo y bebiendo, me figuré que el espacio pasaría a ser una biblioteca o un centro gastronómico. Desde adentro, un ser humano sentado en el piso me gritó. No lo había visto, debido a la diferencia entre la escasa luz exterior y la casi completa oscuridad del recinto. Le contesté: "No entiendo su idioma" y corrió a abrazarme. Era chileno. Se llamaba Ismael Baeza y había llegado a Dinamarca huyendo de Pinochet. Ya tendría sus buenos sesenta años, muy mal conservados, se le notaban en las manos partidas y en las arrugas que le atravesaban el rostro en todas direcciones. Su hálito alcohólico delató su forma de vida. No hubiese querido encontrarme con un compatriota, con este tipo de compatriota y creo que con ningún tipo de compatriota. Inevitablemente hay que hacer las veces de altavoz y relatar hechos que no tienen la más mínima importancia para la víctima, cuyo papel desempeñaba yo en esas circunstancias. Sin embargo, le resumí los últimos logros de la selección, las protestas de moda, los escándalos locales y los avances urbanísticos de Santiago y Valparaíso, que era la ciudad que le interesaba, ya que de Quilpué no pude decirle gran cosa.
Estiró el brazo, alcanzó una botella de vodka y me instó a beber. Le di un sorbo, por complacerlo. Admito que la situación me estaba sacando del recogimiento y ya podía vislumbrar la rompiente. Aun así sentí el impulso de ser sensible; esto es, de ponerme en el lugar suyo, de escucharlo y de animarlo a vivir. Baeza se reía de mis palabras, luego descubrí que reía de gozo al rescatar desde el fondo de su cerebro chilenismos que creía olvidados.
Abrió un paquete grasoso y me ofreció arenques; el revuelo del vodka dentro de mi boca le dio un sabor delicioso a los pescados. Comí con ganas. Entonces una voz filuda me estremeció. No contaba con que hubiera alguien más, pero sí lo había. Más bien, la había. Era una chica danesa de unos 24 años, naturalmente rubia. Vestía parka, minifalda y botas y hablaba con ese tono cortante que más se parece al mago haciendo el número de los cuchillos alrededor de una figura humana que a un idioma europeo. Baeza la increpó en danés y de pronto se armó un jaleo descomunal, del que me desligué, corriendo a la salida. Pero afuera ya nevaba intensamente y me vi obligado a mirar la escena desde el portón, no sabiendo en definitiva si irme o volver. Baeza se había bajado los pantalones y la había agarrado, es el verbo correcto, de la cintura. La chica lo rasguñaba hasta que él la sentó en su miembro. De pronto ambos se anudaron y rodaron por el piso, volcando la botella y aplastando unos frascos de remedios, pensé en mi ingenuidad. Tal vez en el fragor de esa sucia pasión él le dijo algo al oído, porque de pronto la rubia me habló en español, con un timbre que reveló su estado mental y emocional. "¡Veing chileno! ¡Veing chileno!", me llamaba, perdiendo abruptamente el interés por su compañero, quien ahora parecía dormir o descansar, tumbado en el piso de cemento. La saludé, crucé la calle y me guarecí en un paradero de tranvía. Subí al primero que pasó y me bajé a unas dos cuadras del hotel. Llegué a duras penas, con los zapatos cubiertos de nieve; los botones corrieron a atenderme. Uno de ellos me llevó al bar y ordenó un vodka. Me lo tomé de un trago, sentado ante la chimenea, sumido en la sensación agradable que despierta un recuerdo desagradable que lo ha hecho a uno revivir. El fuego acariciaba pensamientos constructivos, edificantes, pero al mismo tiempo me anunciaba una nueva ola de recogimiento, como si profetizara que el placer merece un castigo. En el sofá de al lado, dos militares discutían acaloradamente en torno a una botella de whisky. Cada vez que examinaban unos planos surgían palabras de discordia, mas al fin conjeturé que mi impresión se debía al sonido de los vocablos. Tal vez sólo estuviesen dándole la última mirada a unos cuartos de regimiento, no había cómo saberlo. Una mujer que tenía carta libre para operar en este ambiente se me acercó. Al instante el barman le habló desde la barra y ella le pidió algo. Bien pronto tuvimos con nosotros una botella de champaña dentro de una hielera. Le serví y se tomó la copa echándoles el ojo a los militares. Masculló algo escabroso; éstos le concedieron apenas dos segundos y siguieron conversando. Ofendida, les dio la espalda y me apretó el muslo; sentí sus uñas y experimenté una ligera erección. Frotando el pulgar con el índice le pregunté por el valor de su servicio. Sacó un fajo de billetes y los contó delante de mí. Los militares volvieron la vista, hicieron un comentario y prosiguieron su apasionada charla.
Era demasiado dinero. Incliné mi rostro hacia la derecha, como lamentando no tanto lo caro que cobraba sino mi imposibilidad de cubrir aquella cifra. Entonces la bajó bruscamente y subimos a la habitación.
Luego de sucedido todo recordé la escena del galpón y me pareció increíblemente parecida a la que acabábamos de montar. Discurrí un par de estupideces y ella me confesó entonces en un pésimo español que durante las mañanas oficiaba de maestra de lenguas en un colegio para adolescentes. Me recitó de memoria varios versos de poetas latinos y una estrofa de "El poeta y la muerte", de Nicanor Parra.
Ella declamaba, yo repetía:
-Anti morrir tení
-Antes de morir tení
-Qui cham nai güen cach
-Quechame una güena cacha
-Lai puertak abrió dei golp
-La puerta se abrió de golpe
-Yak pas viej cuifuf
-Ya, pasa, vieja cufufa
-Ella k seim pelot
-Ella que se empelota
-Eil viej k selo enchuf
-Y el viejo que se lo enchufa
Le pregunté cómo interpretaba esos versos y me dijo que, por lo que había estudiado en la universidad, se trataba de una historia en que la muerte acosa a un poeta, acudiendo personalmente a su domicilio con el fin de seducirlo. Añadió que primero el poeta se rehúsa y a continuación cede a sus deseos y terminan haciendo el amor.
Me reí a gritos. No había entendido nada. Ella se sintió humillada y me insultó en danés, empequeñeciéndome. Me hizo saber con su lenguaje indescifrable que quien se encontraba en tierra extraña era yo. Es más, dejó claramente establecido que es arriesgado reírse de los daneses en su propio país. Marcó un número en su celular y no pasaron dos minutos antes de que golpearan la puerta. Tal como estaba vestida, con las medias rotas y los calzones sucios, sin sostenes y la falda tirada sobre la cama, así mismo se levantó y abrió. Yo había logrado entrar el baño y desde allí, por la ranura de la puerta, vi a dos agentes de la policía. Los invitó a pasar, pero no entraron. Le hicieron un par de preguntas, anotaron algo y se fueron. Ella los siguió por el pasillo, pero luego se devolvió, cerró la puerta y me llamó. Al momento de pagarle me exigió un monto bastante mayor que el acordado previamente. Contó el dinero sin ganas, se metió a la ducha y se vistió con prendas nuevas que sacó de la cartera. Las usadas las dejó en el tacho de la basura ubicado al costado de la cómoda. Se veía hermosa, con sus labios rojos brillantes. Me miró con dulzura, nos recostamos sobre el lecho, nos besamos y entrelazamos las piernas, sin parar de acariciarnos el cabello. Por primera vez llegó a mis narices la fragancia de su sexo. Luego se levantó y me deseó suerte. "Hasta la vista, chileno", dijo, como si deseara quedarse para siempre conmigo; así lo interpreté, porque al despedirme la apreté con una fuerza algo desmedida, lo que la hizo separarse de mi cuerpo y reír con ganas. Ahora le había tocado el turno a ella pues, con sus palabras filosas, parecía decirme: ¡Quien no entiende nada eres tú, hipócrita!
A la mañana siguiente ingresé al salón donde se ofrecía el seminario sobre turismo ecológico en Groenlandia. Había representantes gubernamentales y de agencias de viaje de toda Europa, Estados Unidos y Japón. Cuando entré exponía una señora del gobierno; usaba lentes y pelo corto, teñido de color cobrizo. Pedí audífonos, pero al momento de entregármelos, el caballero que atendía en la mesa me preguntó mi nombre y revisó una lista, no hallándome. Vino entonces un confuso diálogo en inglés sobre mi inscripción, mi país de residencia, el número de mi tarjeta de crédito. Antes de que el asunto se tornara delicado abandoné la sala, pero el caballero salió a buscarme. Insistía en querer solucionar mi problema. Vestía chaqueta verde y corbata anaranjada. Era extremadamente flaco; le sobresalía la nuez y me pareció que sus patillas excedían el tamaño convencional. Aun así no desentonaba del resto, y con esa sola impresión creo que he dado a entender el tipo de concurrencia que repletaba el salón.
La nieve cubría las angostas calles, los edificios lucían impecables, como recién hechos hace quinientos años, si cabe la figura. Venía hacia mí una multitud con el rostro enrojecido por la rabia. Vociferaban dos o tres conceptos claves; lo intuí porque el sonido era el mismo y se repetía como un mantra. Las construcciones servían de eco y ampliaban el griterío a un nivel fantasmal. Más que nunca pude percibir el silencio que reina en Copenhague; sólo era cosa de desatender la manifestación para darse cuenta: casi se podía oir a las olas lamiendo la roca de La Sirenita. Pasaron marchando, me invitaron a unirme a ellos y pronto se perdieron por una callejuela que llevaba al ayuntamiento.
A las dos de la tarde fui a buscar a mi esposa al aeropuerto. La cubrí de besos, pero venía muy cansada; el viaje agotador le había afectado las piernas y los riñones. En el hotel orinó sangre. Cuando dieron las seis le pedí al taxista que nos llevara a la sala de conciertos, a la función de las 6.30. Dirigía Esa-Pekka Salonen. A la salida caminamos del brazo hasta el hotel, a pesar de la nieve que aún cubría las calles. El cielo estaba despejado y se veía un recorte de luna. Cuando pasamos frente al galpón le conté que allí vivía un chileno y se sorprendió gratamente.
En el bar vi a la mujer. Me hice el desentendido; ella rió amargamente. Mi esposa pidió un jugo de naranja y yo un Martini seco; la mujer ordenó una copa de vino blanco y le dijo al barman, primero en pésimo español y luego en danés, que la cargara a mi cuenta. Pagué sin chistar y al momento de subir a la habitación escuchamos a nuestra espalda un grito como cuchillo de hielo:
-¡Qui cham nai güen cach!
"Está ebria", comentó mi mujer. "En todos los bares del mundo es igual", le hice ver. "Qué idioma más ácido", dijo ella.
En la pieza encendí la TV; mi esposa protestó. No es que deseara sexo, sino que odia ver TV en el dormitorio, siempre ha sido lo mismo.
Seis días después regresamos a Santiago.
Durante el vuelo aproveché de llevar la conversación hacia uno de mis tópicos favoritos, con la facilidad que da el tener al interlocutor prácticamente cautivo en el asiento de la ventana. Ella leía una revista y me respondía con monosílabos, pero de pronto la abandonó de entre las manos, hizo una pausa y admitió estar sintiendo una pequeña debilidad, repito sus palabras, por un compañero de oficina, nada importante. Se me heló la sangre y mi corazón se paralizó por un instante, pero al siguiente se lanzó furiosamente a recuperar el terreno perdido. Por fuera, la presioné con estilo, de modo que no se notara mi ansiedad. Terminó confesándome que precisamente mientras yo paseaba en Copenhague, usó el verbo con resentimiento, se había dejado acariciar. La apreté más; dijo que ese día fue a la oficina con ropa sexy, no sabía por qué lo había hecho, pero a partir de ese punto de la historia, que para mí era verdaderamente el punto de partida, no pude sacarle más detalles, aunque juro que lo intenté. El resto del vuelo casi no hablamos, estaba demasiado ocupado construyendo rompecabezas. Al aterrizar me tomó la mano y me besó en la mejilla. Del compartimiento superior bajamos los regalos de los niños, que nos estaban esperando junto a sus abuelos. Cuando nos vieron agitaron sus manitas, como locos.

lunes, mayo 09, 2011

Informe fallido sobre el paso de una sombra

La cantidad inicial de dinero que se me puso sobre la mesa era desproporcionada, rayana en lo insólito. Acepté la misión, mas sabiendo de antemano que se trataba de una misión imposible. Debía seguir los pasos de una sombra, de una determinada sombra, y redactar un informe. No hablaré de quien me formuló el encargo; equivaldría a cambiarle el blanco al tiro. Por lo demás, la esencia del informe caería en falta si diera luces o versara sobre el motor, por no decir el cerebro de esta investigación.
En cuanto a la sombra... confieso que los primeros días la misión se me hizo más llevadera de lo que había imaginado. No era una sombra... diría... muy activa, movediza. Se desplazaba en torno a ciertos espacios, que con el tiempo marqué con detalle sobre el plano de la ciudad. Iba de su casa al trabajo, del trabajo al bar, del bar a su casa. Los fines de semana visitaba un supermercado, un parque, un cine, por las noches algún departamento. En muy contadas ocasiones se desvió por callejuelas tortuosas; dos veces la vi entrar al hipódromo. No me fue difícil averiguar que una vez al año se subía a un tren y partía al sur, y que a los 15 días exactos retornaba a su casa y a su rutina.
Dichas las cosas de este modo, todos afirmarán que me gané el dinero fácilmente. Cuán errados los necios incapaces de mirar bajo las aguas. Aún espero la remesa faltante y sé que no vendrá. Mi informe resultó vago; el cerebro vigilante exigió precisiones y al no poder entregárselas, no ha vuelto a dar señales de vida.
Y es que jamás logré saber realmente nada de esta sombra; ni siquiera puedo asegurar a estas alturas si es la misma sombra o son varias, millones de sombras que se camuflan entre ellas, comparten una carrera de postas.
La sombra salía efectivamente de su casa a cierta hora; pero ¿era ella, en circunstancias que por las noches, al apagar la luz para meterse a la cama, desaparecía?
La sombra, como toda sombra, vivía de la luz. Bastaba una leve nube, el más leve asomo de tiniebla para que dejara de existir. ¿Era mi sombra al volver el sol? ¡Cómo saberlo!
Había momentos en que se transformaba en dos sombras. Sucedía cuando se interponían en su esencia dos haces de luz. ¿Cuál era la verdadera? ¡Nunca lo supe!
En la multitud se me confundía, entre tantas parecidas. Cuántas veces, al bajar del Metro, perseguí a la que no era. ¿Cómo hablarle, cómo averiguar de propia fuente sus desvelos, cómo levantarla cual alfombra para observar sus pliegues ocultos? ¡Tarea obscena!
Ni siquiera logré saber cuándo nació, cuando se desprendió de su cuerpo físico. Eso hizo las cosas aun más complicadas pues, al no poder intercambiar palabra alguna con ella, jamás pude comprobar mis datos de primera fuente. Una noche la invité a la taberna; pensé que era abstemia o que temía que le hiciera una encerrona, porque entré y se quedó en la esquina, bajo el farol. Me arrimé a la chimenea y ordené una jarra de cerveza negra con dos vasos. Afuera hacía un frío que calaba los huesos. Al verme solo, el mozo me preguntó si esperaba a alguien. Le dije que el otro vaso era para mi invitada. La sombra entró a regañadientes, se hizo la sentida y no hubo modo de levantarla del suelo. Me enfurecí y le di un par de gritos que alertaron a los parroquianos. Se levantó y se fue contra la pared, como esos animales asustados que se cubren la cola. En la pared iba de un lado a otro; cuando pasó frente a la ventana me fijé que los vidrios estaban llorando. Me pareció de una brutalidad sin nombre continuar torturándola con preguntas estúpidas y abandoné mi afán. Antes de que me tomaran por loco salimos de la taberna; sabía que me venía siguiendo, ni siquiera miré hacia atrás. La sombra insistía en desplazarse como perro apaleado.
Alguna vez comprobé con mis propios ojos los segundos en que su forma se redujo a una suerte de enanismo grotesco, achaparrado; también la vi adoptar trazos dignos de El Greco. El último día que fui testigo de algo así se echó a volar, sin despegarse del suelo, hasta que la línea se estiró tanto que terminó por confundirse con la llovizna del invierno. Esa misma tarde redacté el informe.

martes, mayo 03, 2011

Engañarse a uno mismo

Irse apagando, descubrir valores, reconocerse. El tiempo cambia para bien. Revela la verdad. La verdad puede asumirse o combatirse. Hay culpa, deseo, goce y suplicio en medio; no es una decisión fácil.
Empantanarse en la locura. Aferrarse a los mitos. La historia de Tristán e Isolda es sublime, pero a fin de cuentas es sólo una ópera, estoy hablando de la ópera, de un espectáculo al atardecer, sentado en la butaca, echando una cabezadita ante la pesadez del drama.
Y de pronto un rayo, que lo pulveriza todo.
Engañarse a uno mismo. ¿Quién no se engaña? ¿Hasta dónde estoy seguro de lo que pienso? ¿Por qué me avergüenzo de mis pensamientos de joven sino porque eran ridículos? ¿O así era yo? No, así no era yo. Yo era más bien como soy ahora, pero tenía mucha cáscara. Ahora me queda aún la piel; espero que con el tiempo ésta se renueve o caiga y deje mi nervadura al desnudo.
La vida es tan corta; tengo la impresión de que su fin es la preparación para los últimos días, aquellos en que no cuentan la esperanza, la vanidad, los halagos ni los apetitos. El enfermo no se pregunta ¿para esto viví? Se pregunta ¿qué sentido tuvo lo que hice antes? En su lecho no valen los trabajos ni los triunfos. Sus diabluras de sano pasan por mentiras piadosas y la corte sólo está pensando muérete luego.
No es que ya esté enfermo, pero si no muero antes de estarlo, lo voy a estar. Entonces ya me habré hecho las preguntas, tendré ahorro acumulado y me quedará todavía un poco de tiempo para vivir la vida.

jueves, abril 28, 2011

Los temas

¿De qué versa hoy una novela que se precie de tal? Los grandes temas en Chile: la pedofilia y las perversiones de los religiosos, las minorías sexuales, la infidelidad sin culpa, el matrimonio como fenómeno efímero, los mapuches, el daño a la naturaleza por parte de los grandes consorcios económicos, todo aquello que tenga que ver con la mujer, especialmente si tiene menos de 40 años, el rock de los 80 y los 90. Una novela que verse sobre alguno de estos tópicos, estando medianamente bien contada; esto es, sin demasiadas faltas de ortografía y con un par de polvos relativamente exóticos y crímenes entre medio (desarrollar: qué es lo exótico hoy en día), será éxito seguro.
Debo admitir que al pensar en estos temas me pongo a bostezar. Ustedes son testigos de que no suelen aparecer en mis escritos. Debe de ser porque tengo bastante más de 50 años, porque ya no marcho con la corriente, porque me da acaso lo mismo marchar con la corriente, casi diría que me apasiona marchar en contra de la corriente con cierta violencia; o porque, por el hecho de ser periodista, terminé por hastiarme de la noticia del día.
No me siento un ser social. He dicho alguna vez que me las he ingeniado para hacerme el adaptado, no siéndolo. Quienes me conocen personalmente se sorprenden de mis escritos. Quienes me leen se desilusionarían si me conocieran. Mi tarde ideal se compone de siesta, once con sopaipillas pasadas, un vaso de whisky al caer la noche y un paseo a la perrita con mi mujer. Mi relato ideal trataría sobre la inmensidad del absurdo en un extraño lugar creado por mi imaginación. Mis amigos hablan de mi doble personalidad; terminé por darles la razón. No tengo remedio. Lo bueno de ponerse viejo es aceptarse.
Y sin embargo estoy metido en esto, es lo malo. No puede uno evitar vivir en el mundo en el que vive. Si hubiere una guerra, tendría que alinearme. Agradezco a la paz del mismo modo en que agradezco a la rueda de la fortuna por haber girado a mi favor. Cuando estuvimos a punto de la guerra civil, me abandericé como todos. Habría tenido que matar a mis enemigos, si hubiese llegado la hora. Diariamente discutía con mis padres y mis tíos, ellos no me entendían, yo no los entendía. Había un abismo entre ambas posiciones. De esos días es la canción "Todos juntos", de Los Jaivas, a quien con tanta liviandad se les tilda hoy de izquierdistas. Esa canción no era ni izquierdista ni momia. Era para todos juntos. Por eso la cantaban unos y otros, pero sin creer en ella. "Todos juntos" no entendía lo que pasaba en Chile y Chile no entendía "Todos juntos". Ahora todos la entienden, porque a nadie compromete. Y por eso hoy es tan fácil condenar los crímenes de esos años. La sangre ya no salpica, se quedó en el cuerpo de las víctimas y sus victimarios. Hoy es más fácil ser joven.
Prefiero las cosas difíciles. Lo fácil no dura. Es inconsistente, no deja huella. ¿Qué queda tras una rica cena en el Barrio Bellavista? ¡Qué bien lo pasamos anoche!
Admiro a aquellos aun más complicados que yo; es decir, a los que se atreven a bucear en las profundidades abisales y a los bienaventurados románticos que se rigen por ideales supremos. A los que han leído mucho, a quienes han dedicado su vida a la lectura, a los pobres de situación y ricos de conocimiento, a los que me cuesta entender. A Vargas Llosa le tengo un enorme respeto por su peso intelectual, su palabra siempre certera, sus análisis profundos, su narración limpia y brillante, pero no lo admiro. En cambio admiro a Hoffmann con sus errores, el filo de Salinger, la audacia de Byron, incluso la honestidad del marqués de Sade. A Bolaño le tengo una envidia secreta, que hoy confieso. Somos del mismo año; él dio sus frutos, yo he dado poco y nada.
En cuanto al discurso, no me canso de dar las gracias por mi anonimato. Me permite escribir de lo que siento y me exime de hablar en público. No tengo que justificar tema alguno ni pasar por esos horrendos exámenes de ingenio que son las entrevistas. Elijo mis temas de acuerdo con mi estado de ánimo o para sacarme una espina que se me atravesó de repente, en  el sueño, durante un descanso, mientras doy una caminata, al recordar, al mirar las nubes.
¿Está exento el artista de las prohibiciones a las que la sociedad somete al hombre común? No en los hechos, sí en la obra. La obra no es un hecho, la obra es un destello de la imaginación y así, debe sortear incólume el filtro de la censura. El que la historia registre tantas excepciones no invalida la regla.

lunes, abril 04, 2011

Mis compañeros de curso

No creo haber tenido amigos en mi segunda infancia. Por más que hago memoria no recuerdo a ninguno. He dicho en otras historias que hubo ciertos compañeros por los que sentí compasión, pero eso no es propiamente amistad. A uno de ellos lo llevaba a tomar once a Ibieta, advirtiéndole a la abueli que lo alimentara porque "este niño es pobre", frase que el aludido oía sin hacer el menor comentario. En realidad mi compañero pobre no hacía comentario sobre asunto alguno, dejaba que hablara yo solo y cuando había que tragarse el café con leche en la taza verde con estrías diagonales, se lo tragaba junto al pan con dulce de membrillo. Nos íbamos, llegábamos a la esquina de Bueras con Palominos y nos despedíamos hasta el otro día. Yo entraba a mi casa y él caminaba una cuadra, hacia la población Sewell. Eso era todo. Mi candidez era tan propia de mis siete u ocho años -y puede que haya sido aun más cándido que eso- que no sentía ninguna culpa de invitarlo a la casa de la abueli, no a la mía, algo que en Ibieta 732 se me hace ver hasta hoy. Pero en esos tiempos era la abueli quien llevaba la casa, y ella jamás puso reparo alguno en servirnos la once.
Ahora que escribo me doy cuenta de un detalle: nunca supe si realmente ese niño era pobre; yo fabriqué la imagen para desahogar un sentimiento guardado en mi corazón, en este caso la necesidad de sentir compasión. Lo aclaro porque todo lo que viene a continuación se basa en opiniones.
En primero preparatoria tenía un amigo al que admiraba. Era alto y bueno, de cursos superiores. Debí de inspirarle ternura porque en la Escuela 1, la escuela vieja, me buscaba para abrazarme, regalarme caramelos, jugar conmigo. Durante los recreos los niños hacíamos una larga fila y estirábamos nuestros jarros. El cocinero metía el cucharón dentro de una olla gigantesca y lo sacaba lleno de leche humeante. Mi amigo grande me ayudaba, para que la leche no se me cayera del jarro. Un día, al momento de retornar a las salas, yo de puro gusto salté y le di un beso. Algunos testigos de este hecho espontáneo me hicieron burla. No recuerdo nada más de esa breve amistad, pero si escribo sobre ella es porque el asunto me ha hecho reflexionar. Desde luego, existe alguna desconocida razón por la que la anécdota se me quedó grabada. No está en mi ánimo conjeturar de temas que desconozco, pero sí hacer una afirmación sobre algo que conozco muy bien y que viene a contradecir mi anterior juicio sobre la subjetividad de las opiniones: los niños distinguen perfectamente lo bueno de lo malo. La bondad del corazón de mi amigo no tenía dobleces y mi beso tampoco los tuvo. Mi beso fue una manifestación de auténtico cariño, que con los años debí ir reprimiendo, conforme a los dictados de la sociedad. Y así como distinguía a los buenos también distinguía a los malos. Ante las conductas de los niños es más o menos fácil hacer ese ejercicio; el problema está con los adultos. Hay adultos buenos-buenos, buenos-malos, malos-buenos y malos-malos, sin contar los más o menos.
De la Escuela 1, en su nuevo edificio y con mi nueva profesora, la señorita María Eugenia, tengo en la memoria al Herrera, al Aliaga, al guatón Berríos, al Ricarte Soto, al Fuenzalida, al Pierré, al Abud. Con uno que se llamaba Torres éramos compañeros de banco y leíamos las aventuras de Hipólito y Camilo. El Ricarte Soto era nieto del director. Entró al Segundo B igual que yo, pero a los 15 días desapareció. Después supimos que se había ido a Argentina con su papá, que era director de cine. El guatón Berríos tenía una habilidad extraordinaria para escribir composiciones. En eso siempre ganaba y se las hacían leer en los actos importantes de la escuela. Al escuchar las palabras que pronunciaba con tanta gracia desde el escenario pensaba en la pobreza de las mías, al tiempo que observaba que el buzo le quedaba chico y estrecho, y más encima se lo amarraba fuerte a la cintura. Cuánta profundidad y sentido de conjunto encerraba su prosa poética, qué cantidad de palabras bonitas se distribuían con acierto en la hoja. Nunca se me ocurrió pensar que se las pudieran haber escrito en la casa, aunque no creo, porque después se inclinó hacia el mundo de las letras y tengo entendido que finalmente se recibió de abogado. Era un auténtico genio del género de la composición y si ha de buscársele un parecido físico con alguien, para que se hagan una idea, el Berríos se parecía a Charles Laughton, pero de 9 años.
El Aliaga era el segundo mejor alumno del curso. No sé por qué, recuerdo algo burlesco en su semblante, como esas personas que aplastan a todo el mundo sin la menor sensibilidad. Se peinaba para atrás. Un completo cachetón. Nunca me cayó del todo bien. Debió ser empresario porque tenía la pasta, pero le perdí el rastro. El Herrera era el mejor de todos. Era hijo del doctor Herrera y por lo que sé, hoy es doctor. Nos hermanaba el mismo soplo al corazón, pero que yo recuerde, nunca hicimos un comentario del asunto. Me gustaba apegarme a él porque sus palabras me hacían entender muchas cosas. Era culto, inteligente, malo para la pelota y de una fealdad atractiva. Le sudaban las manos y siendo serio como lo era siempre, a toda hora, era un serio amable. El Fuenzalida también era hijo de doctor, del doctor Fuenzalida, pero la figura; es decir la metáfora, no era igual. Como su papá además jugaba de centrodelantero en el O'Higgins, él había salido excelente para la pelota. Tenía cara bonita y se peinaba a la moda, estilo cepillo, todo lo cual le daba un aire envidiable, que en un momento me hizo desarrollar una tirria hacia él, que desembocó en una pelea a la salida de la escuela. Perdí lejos.
El doctor Fuenzalida no debió ser muy bueno como médico, porque una vez atendió a mi papá y mi papá llegó a la casa contando que el doctor estaba angustiado porque creía que le habían hecho una brujería, de modo que mi papá terminó consolándolo, y eso que fue a pedir licencia por depresión.
Se me olvidaba el Abarca. Le gustaba usar las uñas largas y su caligrafía despertaba admiración. No hacía las letras bonitas porque se dedicara a eso; le salían bonitas naturalmente. Era delgado, no flaco, y se peinaba para el lado. Sin ser afeminado había algo extraño en él, una especie de serena delicadeza, en realidad una delicadeza impropia de lo que éramos a esa edad: una tropa de vándalos. En cuanto al Pierré, de partida ya era raro porque tenía apellido francés. Decían que su mamá era locutora de la radio Rancagua; a lo mejor, yo casi nunca escuchaba la radio Rancagua, mis preferidas eran la Corporación y la Minería, donde por las noches llegaban a actuar Los Cinco Latinos, Paul Anka, Dean Reed o los TNT como si nada, sin mencionar La Caravana del Buen Humor, con el Flaco Gálvez y Firulete. Yo los sintonizaba de muy lejos, con la luz apagada, y fue tanta la admiración que en mí despertaron Los Cinco Latinos que les escribí una carta a la radio. Traté de hacer la letra derechita pero se me fue para abajo. A las dos semanas me llegó la respuesta: una foto con dedicatoria escrita de puño y letra por los cinco, incluyendo a Estela Raval. A propósito, una vez un humorista de los famosos de entonces chocó, fue a dar al hospital de Rancagua y lo atendió el doctor Fuenzalida. Al otro día el Fuenzalida nos contó que el humorista andaba con las uñas de los pies pintadas y todos abrimos los ojos de par en par.
El Pierré era el más tímido del curso, y por eso se ganó el calificativo de guailón. Como en esos tiempos nadie sabía lo que era el bullying, cada uno debía soportar estoicamente las burlas de los otros cuando le correspondía el turno. Ya vendría el momento de la venganza. En el caso del Pierré, las burlas consistían en risotadas y chistes cuando lo llamaban a interrogación, porque se ponía a tiritar y no era raro que largara el llanto, cuyo efecto chistoso se multiplicaba en su figura alargada de nariz ganchuda y ojos finos con pestañas como de patas de araña y frente de luna llena. En momentos como esos la señorita María Eugenia se veía en la obligación de pararnos el carro:
-¡Ya comieron caca de mono! -gritaba y el curso volvía a guardar silencio, pero a medias.
Por ser el Abud el más despierto del curso agarró temprano el privilegio de ir al banco a pagarles las cuentas y cambiarles los cheques a la señorita María Eugenia. Otros que optaron a ese cargo nunca fueron elegidos. Yo respiraba aliviado cada vez que el Abud salía de la sala con los papeles en un sobre: si me hubiesen escogido a mí no habría hallado qué hacer. El Abud era alegre y bromista, sin ser pesado. Le relucían los cachetes y también le quedaba el buzo corto, lo que no constituía mérito alguno: en esos tiempos a todos nos quedaba el buzo corto, porque nos tenía que durar el año entero y hasta dos años.
Mis grandes amigos del colegio surgieron en humanidades. Al entrar a sexto preparatoria mi mamá me cambió de la Escuela 1 al Liceo de Hombres y el cambio me transformó por entero. Me puse aplicado, estudioso y ya en el primer trimestre obtuve el primer puesto, que no solté en todo el año, lo que me llenó de alegría porque impresionó a mi mamá. Desde luego, estudiar era un martirio, un trago amargo que sin embargo se recompensaba con creces cuando el señor Olavarría dictaba las notas en voz alta. Para sacarme un siete en las pruebas de historia leía la materia tres veces hasta que me la aprendía de memoria; de allí que mi fuerte siempre fuera historia. Pero como el calvario del estudio no bastaba, además me las ingeniaba para atrasar hasta el último minuto el momento de hundirme en el libro de Francisco Frías Valenzuela. Cuando llegaba la noche y la ansiedad ocupaba por entero mi pensamiento lo abría y empezaba a estudiar. El Vitorio, en la cama de al lado, dormía. Hay que ser un completo imbécil para tener ese sentido de la realidad, pero confieso que en esos años yo pensaba exactamente así. Los buenos tenían buenas notas, los flojos eran despreciables y el pololeo era una forma de malgastar el tiempo. Y si por casualidad yo también llegaba a caer en ese bajo pensamiento de carácter romántico averiguaba antes con el máximo detalle, pero tratando de no despertar sospechas, el promedio de la alumna.
Aun así, de miserable desconocido me puse popular. Al tiempo descubrí que el curso le tenía mala al mateo y que mi llegada lo había ensombrecido. El Plátano González no era mala persona. No se ufanaba de sus notas, parecía tener ese orgullo muy escondido. Tampoco era competitivo, pero ahora pienso que ocultaba ese rasgo. En todo caso, jamás me hizo daño alguno y hasta me invitó un domingo a su cumpleaños, al que falté con pesar, porque ese día jugaba Colo Colo con O'Higgins. Se peinaba para atrás con gomina y tenía linda letra, para el lado, una letra especial, entre nerviosa y ordenada, escribía la ge de una forma única, inimitable, no sé cómo la hacía. Al egresar entró a la universidad y estudió medicina. Y como si el curso hubiera querido sacarle pica al Plátano, ese año me eligió mejor compañero. De mejor compañero nunca tuve nada; es más, ese año ni siquiera hice amigos, absorto como estaba en la obsesión de las notas. Los amigos llegaron en primero humanidades, cuando me relajé. Bajé del primero al segundo puesto. Al año siguiente bajé al cuarto y sólo retomé el primero en sexto de Letras, cuando me volví a poner estudioso.
De estos nuevos tiempos fueron el Ogaz y el Juan Carlos González. El Ogaz usaba lentes poto de botella, tenía voz nasal, como de vieja, y se peinaba para el lado, con gomina. Lo que más envidiaba de mí no eran mis notas sino mi talento para el dibujo. Devoraba mis historietas. Su papá era carnicero, lo que no es poco decir, ya que en esos tiempos los carniceros ganaban mucha plata. Por eso el Ogaz siempre andaba con  los bolsillos llenos y una vez que el curso fue a Santiago a ver "La niña en la palomera", a la vuelta abrió la ventana del tren y lanzó tres o cuatro billetes a la vía, uno tras otro, enloquecido de placer. Como a los seis meses de nuestra amistad me fijé que había empezado a dibujar caricaturas, que le salían bastante bien, aunque todas las caras se parecían. Le pregunté cómo lo había logrado y me contó que estaba siguiendo un curso por correspondencia. Para mi cumpleaños los invité a los dos, pero justo en la mañana nos peleamos en un recreo y les retiré la invitación. En venganza me mostraron los libros que me tenían de regalo, Ivanhoe y Colmillo Blanco, de gruesas tapas amarillas, y delante mío los regalaron a la biblioteca, con dedicatoria. Yo hervía de rabia. Del Juan Carlos me hice amigo porque me gustaba su hermana y tenía casa en la playa. Su papá era fabricante de baldosas y un día el Juan Carlos me enseñó a hacer baldosas; era fácil. Viajábamos a la playa en la parte de atrás de la camioneta del papá, con el Miguel Alea, pero con el tiempo descubrí que tenía costumbres que no compartía y me alejé de él.
En segundo humanidades estaba descansando en el gimnasio, al terminar la clase de educación física, cuando me fijé en el Tonyi y pensé: "Voy a ser amigo de ese". Me acerqué y nos hicimos amigos.
El Tonyi me enseñó la parte oscura de la vida, o sea, la realidad. Me enseñó a aspirar el cigarrillo, los rincones donde esconder las cajetillas en la casa, los lugares donde vendían cigarrillos importados, el salón de pool del Lucerna y cómo debía abordarse a una mujer. Era el más chico del curso y sumamente tímido, pero al conocerlo se revelaba en él un carácter maduro. No era mal alumno, pero las pruebas y sobre todo las interrogaciones orales lo bloqueaban y para los exámenes llegaba con un valium en el cuerpo. Su papá era el comisario de Investigaciones de Rancagua y un día lo subió y lo bajó porque entró a su oficina justo cuando entre dos detectives le estaban dando la fleta a un preso. Con él nos hermanaba el mismo calvario de tener papás buenos para el trago y gran parte de nuestras conversaciones versaban sobre eso. El Tonyi además me introdujo a su círculo de amigos, que se incorporaron a mi repertorio. No eran mateos, pero me ganaban lejos en experiencia vital. El Tatán Berríos ya se había desarrollado, de modo que lo admirábamos. Vivía en Freire, en una casa grande y oscura, sin calor de hogar. Trataba a su mamá a la patada y el combo delante de nosotros y se ufanaba de conquistar minas parándose en la puerta e invitándolas a entrar. Como su mamá vendía boletos en el cine San Martín, siempre estaba solo. Se sabía todas las películas, coleccionaba afiches y dominaba los repartos. A veces nos invitaba, no tantas como hubiésemos querido, y entrábamos gratis. En ese cine daban especialmente películas francesas de la nueva ola, que no se entendían. A la proyectora le faltaba más luz y por eso cuando abandonaba la sala lo hacía con una sensación de pena que no se me pasaba durante un buen rato. El Tatán nos aclaraba que esas películas eran "para pensar". No estudiaba nunca y al final quedó repitiendo. Años después, cuando él ya trabajaba en la mina El Teniente, ganando un sueldo muy superior al mío, nos encontramos en los billares. Me contó que acababa de ser papá. Lo felicité y le pregunté qué había sido la guagua. "Mujer, carne pal pico", me contestó, resignado, y seguimos jugando.
Me decían Mono o Pelao. El Tonyi con cariño, el Tatán con un aire irreverente y el Honeyman con cierto desprecio. De los tres, el Honeyman era lejos el más pesado. Fumaba Liberty o Capstan, andaba siempre con un abrigo pata de gallo, lucía su pelo rubio engominado como si fuera actor de cine y jugaba muy bien al básquetbol, pero no tanto como el Montes de Oca o mi primo el Lucho, las estrellas del Liceo. Pensaría que todo eso le daba derechos, mas jamás consiguió liderar el grupo. Allí el líder natural era el Tonyi, que fumaba Lucky. Un día fumábamos los cuatro en un escaño de la Plaza de los Héroes cuando vimos de lejos que el rector atravesaba la calle. Los tres apagaron sus cigarros y los aplastaron, pero yo apliqué la razón y me lo guardé encendido en el bolsillo, porque la posibilidad de que el rector nos dirigiera siquiera la vista era remotísma; pues no sólo nos miró sino que se acercó a conversar con nosotros. De repente me dijo: "Mardones, le está saliendo humo del bolsillo" y me vi forzado a reconocer la falta.
Si me decían Pelao o Mono era porque en estos tiempos acostumbraba cortarme el pelo estilo regular corto cada 15 días. Mi mamá decía que si el pelo empezaba a tapar la oreja había que aplicar tijera y como la peluquera era mi tía yo me pasaba bajo la máquina todo el tiempo, reconozco que voluntariamente, porque mi mamá me había convencido de su juicio y porque a nadie que tuviera el pelo largo le iba bien en el colegio. Lo peor eran los mordiscones y los pelos sueltos que quedaban todo el día en la espalda y a veces días enteros, porque en esos tiempos la costumbre era un baño de tina a la semana.
El Honeyman era tan cagado que para unas vacaciones fuimos al refugio que tenía el Liceo cerca de las Termas de Cauquenes, en Sauzalito, camino a Sewell, y el Honeyman se lució con un numerito que hasta hoy se recuerda. Éramos como cincuenta alumnos tomando once en una mesa larga, una mesa parecida a la de los apóstoles, pero con niños a ambos lados. Tomábamos el jarro de café con pan pelado que nos daban a esa hora cuando de pronto notamos que el Honeyman había escondido las manos debajo de la mesa: ¡El infeliz untaba para callado su pan de un tarro de manjar que tenía entre las piernas! En cambio, el Tani Suárez nos repartía las sardinas que su papá le mandaba del almacén. En todo caso, yo tampoco me destacaba como modelo de generosidad. Una vez el Tatán me pidió un cigarro y le dije que no podía convidarle porque sólo me quedaban 17 en la cajetilla.
El Loro Espinoza quería congraciarse con todos porque era fome. Los fomes viven exponiéndose; si guardaran silencio nadie les diría nada y la vida iría mucho mejor para ellos. Un día iba pasando por la calle el hijo de Germinal Hernández y el Loro Espinoza nos advirtió: "Le voy a hacer una broma". Con qué irá a salir, pensamos con vergüenza ajena anticipada. Le gritó ¡Germinalito! y cuando el niño se paró a escucharlo le dijo: ¡Flaco! Era muy fome, pero además, pésimo para la gimnasia, en un tiempo en que los héroes del curso eran los buenos para la gimnasia y los peludos. El Loro tampoco era peludo, el verdaderamente peludo era el Bencho Silva, le decían Manta de Castilla y subía la cuerda como un mono; en cambio el Loro apenas llegaba al nudo. Yo también era malo para subir la cuerda, pero era bueno para la pelota, las carreras y los saltos, aunque el caballete me daba un poco de susto. Eso sí que el Loro era súper esforzado, vivía intentando hacer la vela, la posición invertida y la vuelta de carnero, pero no le salía. Andando el tiempo pregunté por él y me contaron que se había recibido de profesor de educación física. Al Loro se le murió el papá y todos fuimos al velorio; se notaba en sus ojos que estaba agradecido. Tenía buenos sentimientos, pero cuando le daba por hacerse el gracioso la embarraba medio a medio. Ahí se ponía pesado y fome.
A medida que fui creciendo me fui poniendo espiritual. En una decisión de la que hasta el día de hoy me lamento, por lo injusta que fue para ellos, renegué del Tonyi y su grupo y me alisté en otro tipo de sociedad. Entré a la Juventud Estudiantil Católica, la Jec, y viré hacia el lado de los buenos. Cada vez que me hacía la paja corría a confesarme. En las reuniones de corazón abierto debatíamos sobre nuestra obligación, como cristianos, de ser faros que alumbraran al mundo. Otros grandes temas eran la amistad, los padres, la responsabilidad y los dilemas de Jesús. Allí me hice amigo del Carolo y paralelamente, del Rucio Medina, a quienes recibía casi a diario en mi casa. El Rucio vivía en el internado del Seminario Cristo Rey porque venía del campo y su única posibilidad de estudiar en el liceo era esa. Tal vez por lo mismo odiaba todo lo que oliera a cura. Utilizó los mecanismos que la Iglesia le dio para labrar su propio destino. Era dueño de una inteligencia y una tenacidad notables, que contrastaban con la tristeza que emanaba de sus ojos y sobre todo con la idealización casi patológica de las liceanas que le gustaban. Las mujeres eran para él o vírgenes o putas. Cuando sufría un desengaño; o sea, cuando ponía los pies en la tierra, caía en un estado del cual le tomaba semanas reponerse. Mas en lo que correspondía a sus deberes de estudiante, como tenía su camino absolutamente claro, nada ni nadie lo sacaba de sus afanes. Hoy es un acaudalado ingeniero y cumplió religiosamente con lo que en esos atardeceres de pobreza y desesperanza me prometió que iba a poseer: una casa con piscina, cancha de tenis y sala de billar. Del Carolo, en cambio, se me perdió la pista. Tanto o más pobre que el Rucio en su tiempo, estudió actuación, se recibió y se dedicó al teatro infantil. Vivía en un conventillo con su abuelita. El piso de la habitación era de tierra y la luz se colaba por un ventanuco cerca del techo. Sus demás hermanos y sus papás vivían en un edificio en la población Rancagua Norte. Un día murió uno de sus hermanitos y lo acompañé en el velorio. El niño estaba jugando a las bolitas a los pies del edificio y otro hermanito lanzó desde arriba un cenicero de metal que le cayó en la cabeza y lo mató. Esa vez noté que el Carolo estaba resignado. Siempre le sudaban las manos, igual que al Herrera, y cantaba en un cuarteto que imitaba al Clan 91, para lo cual el grupo se mandó a hacer camisas op art. Me decía Huguito y durante un año fue mi jefe en el grupo de la Jec. Yo lo encontraba tan criterioso al momento de tomar decisiones que no podía comprender que se sacara malas notas. Lo que más me gustaba de él era su desapego ante las cosas materiales. Yo, por ejemplo, si no tenía plata para comprar una cajetilla me desesperaba, pero él se podía pasar la tarde entera sin fumar, aunque bastaba que alguien le ofreciera un cigarrillo para que aceptara. El año que veraneamos en el campamento de la Jec él trabajó un mes en una panadería para andar con algo de dinero. Todos los días, al regresar desde la playa de Las Vegas de Pupuya al campamento, a la hora de almuerzo, pasábamos por una ramada y compraba dos cervezas, una para mí y otra para él. Después nos íbamos cantando, ligeramente achispados; él haciendo la primera voz y yo la tercera.
Creo que con el Rucio y el Carolo repetí inconscientemente mi candorosa conducta de la segunda infancia. Para mí, la pobreza constituía un valor a seguir y como nunca fui humilde, ni espiritual ni materialmente, soñaba con rozar ese estado de gracia aunque fuese a través de otros. Los verdaderos pobres, sin embargo, sólo ansiaban, ansían y ansiarán salir cuanto antes de su estado.
Y si de remontarme a las comparaciones con la segunda infancia se trata, la figura del Marco Puga vendría a completar el cuadro.
El Marco Puga fue otra de tantas versiones de ese compañero más grande del que hablé al principio, una especie de figura de padre que hasta hoy necesito, pero que ya no encuentro en nadie, porque, que se sepa, los abuelos no andan buscando padres. El Marco era grande y obeso, parecía Nerón o algo así, le faltaba la pura toga y los laureles para ser un emperador romano. Me atraía su sarcasmo, acompañado siempre de una sonrisa mefistofélica, porque delataba su diferencia con el resto. Mientras la masa de pequeños burgueses gastaba el tiempo pololeando o fumando a escondidas, mejor dicho pendejos burgueses, él leía filosofía, o se hacía el que leía. En el fondo, creo que se burlaba de todo el mundo, partiendo por mí. Una tarde en la Jec, haciendo gala de sus dotes actorales, emitió un quejido, se desplomó y luego de un minuto, ya recuperado, me tomó de los hombros y dijo, o más bien declamó: "¡Oh, amigo!, acabo de ver tu tumba. Es una cruz sobre la hierba con tu nombre. Allí reposarás antes de que termine el año 69". Me lo dijo un invierno de 1968. El infeliz me tuvo con depresión como tres meses y juro que la noche de año nuevo que dio paso al año 70 pensé, al dar los abrazos: ¡Me salvé!
Sin embargo, le reconozco sus méritos y pensándolo bien, sus palabras fueron las de un profeta que se adelantó a su tiempo. Por lo demás, me enseñó a Poe y me prestó el libro "Mil años de amor",  que hasta hoy conservo. Además, el segundo cuento que escribí en mi vida nació tras una competencia entre los dos. Había que imaginar una historia sobre Dios. A mí me ocupó casi todo el día y el resultado fueron dos páginas a máquina de las que no recuerdo nada; él se debió tomar menos tiempo, porque llegó con una decepcionante reflexión de dos párrafos que carecía de argumento.
Y así he llegado al final de este monólogo. La historia de mis compañeros de curso, que no es otra cosa que la historia de una parte de mi vida, se cierra un luminoso día de diciembre de 1969, cuando los tres sextos de humanidades abandonamos el liceo rumbo a la plaza, el último día de clases. La gente que transitaba por el centro nos vio tomarnos la calle y aplaudió con entusiasmo al escucharnos cantar "Adelante, juventud". Por el camino se nos fue cerrando la garganta y al llegar a la ansiada plaza, meta provinciana, fumamos a vista y paciencia de todo el mundo, por fin libres; hicimos planes para el día siguiente y no habiendo otro motivo por el cual permanecer allí, nos fuimos cada uno a su casa.