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domingo, enero 08, 2012

Bitácora policial

El abuelo se moría en la casa de campo. Abierta de par en par, la ventana invitaba al calor a meterse a la pieza oscura para convertir su lecho en un río de humores. Su nieta no se la quería cerrar pues consideraba que la visión más allá del marco era una forma de mantenerlo distraído. La sumatoria de lo que se podía ver daba poco, aunque al anciano moribundo parecía resultarle suficiente: siluetas de pájaros surcando el horizonte, el baile de las hojas verdes del álamo, que semejaba el giro de unas hélices, alguna nube que teñía de blanco el azul del cielo para deshacerse en instantes, moscas que entraban y salían, sin hallar lo que andaban buscando. La nieta le limpió la frente, la nariz, los sobacos y  le cambió los pañales. Luego le dio un beso en la cara y se fue a la escuela.
Había un monstruo suelto y otro agazapado, eso nadie lo sabía.
Sobre el velador quedaron un jarro de agua de hierbas, un rollo de papel higiénico, un frasco de remedios y un pedazo de pan con queso de cabra, que el abuelo se comió con dificultad en el primer tramo de la caminata de la niña,  recostado como estaba y encima moribundo. Cualquier testigo de ese acto habría adivinado que comía por instinto, por dar la batalla de pasar la hora. Y así como entonces sus energías se concentraban en ese acto único, los pensamientos de la nieta también eran exclusivos. Pensaba que en cualquier minuto la muerte visitaría la casa. Al volver de la escuela, apenas metía la llave en la cerradura y cruzaba el umbral, caminaba sigilosamente y le echaba un vistazo a la pieza desde el borde de la puerta entreabierta. Entonces suspiraba con alivio, pero en el fondo intuía que ver a su abuelo vivo sólo postergaba el momento crítico, aquel en que se vería obligada a pedir ayuda.
Al caer y darse un par de vueltas por el piso de tierra de la cantina, mientras mordía el polvo del fracaso, riendo, el Charro decidió "irse a la cama". Si nadie lo esperaba en parte alguna, no había otra cosa que hacer. Si ni siquiera lo podía cobijar un techo, ¿dónde iba a ir? Si no tenía dinero, ¿qué podía beber que no fuera agua? Su único bien era el resto que le quedaba de dignidad, pero desde esa posición le pareció que lo estaba perdiendo. De otro modo no lo habrían pateado así, de yapa un afuerino irascible. Costaba tan poco hacerse de amigos cuando había dinero para invitar; costaba menos perderlos cuando se acababa. Y no costaba nada convertirlos en enemigos si el discurso resultaba majadero, estúpido y aun ambiguamente procaz. El hombre se levantó del suelo polvoriento, riéndose de sí mismo, de su condición, pidiéndole perdón a su agresor y al cantinero, quien se encogió de hombros, compasivo. Se hacía de noche y una hilera de postes melancólicos le señalarían un horizonte difuso. Si caminaba en esa dirección iría a dar al bajo. Al cruzar la línea del tren aparecerían las casas de adobe de la gente marginada, envueltas en una oscuridad que se tragaría por completo el paisaje, a menos que una luz de vela anunciara vida interior, vida de pobres. Como dominaba bien el sector, buscaría a tientas su lugar a la orilla del camino, más allá de la vía férrea y de las últimas viviendas, entre arbustos secos, y allí se echaría a dormir.
-¡Qué diablos!
Al sujeto irascible le habían contado en la cantina que en esa casa había mucha plata, pero que la usurera desconfiaba de todo. Se lo habían contado para darle a entender que en la fauna humana del pueblo, esa vieja era una persona odiada. Pero el afuerino entendió otra cosa. Entendió que había que robar. Cuando abandonó la cantina apenas hizo un vago intento por retomar sus pasos, un intento más para despistar que para otra cosa, un show barato. Al momento entendió que sus pies lo llevaban hacia la verdadera dirección. La ambición, el deseo insano, pesaban más que su conciencia.
El enemigo lo acechaba, lo sintió apenas salió de la hospedería y pisó la calle. Cada ladrido le decía algo. Había descubierto la gran conspiración del perro sobre la faz de la tierra y parecía ser el único en percibirla, de modo que esa certeza de ser un profeta ignorado le hacía insoportable su tormento. El mundo se había vuelto insensible al peligro que lo rondaba. Nadie escuchaba sus advertencias a viva voz, nadie atendía su voz de alerta. Se había cansado de escribir cartas a los diarios, cartas que jamás se publicaron. Citas completas de la Biblia a la basura, metáforas del demonio que se volvían objetos de burla, la mejor prueba de que el can se salía con la suya. Los perros crecían en número, día a día, mientras la gente se paseaba por las calles, como si nada. Había llegado el momento de enfrentarlos. Valor, mi Señor, rezaba una y otra vez, con el paquete de carne envenenada en la mano, el cuchillo escondido en el pantalón y el cuerpo carcomido por la energía que consume la angustia.
Cuando sintió que alguien intentaba abrir la puerta de calle, su mente se pobló de demonios, figura no tan difícil de imaginar, ya que sus demonios siempre la aguardaban en una zona indefinida de su fantasía, separados de su conciencia por un frágil velo, a la espera de un bocado que se dignara liberarles. Nadie más tenía llave, nadie sabía dónde guardaba el dinero, pero había formas de sacarle la verdad; había maneras. Si un bandido quisiera, lo podía hacer. En el fondo, sólo estaba protegida por una cerradura. Pero una cerradura, dos cerraduras, tres cerraduras eran cosas frágiles, y cuatro cerraduras, cosa extravagante. Se precisaba de algo más... definitivo. Su voz de anciana desconfiada vaciló, la ferocidad se le hizo espanto, apagó la luz y esperó en la cama. El ruido aumentaba, como si detrás de la puerta hubiese un roedor que tuviera una sierra en vez de dientes. Tiritando, metió la mano derecha debajo de la almohada y tomó su crucifijo. Hacía años que esperaba este momento.
-Quién es...
Volvía a tener hambre y con los datos a la vista suspiró, satisfecho. Los partes policiales decían siempre tan poco con su lenguaje enrevesado. Lo mínimo, pero obligaban a lo máximo. Tenía en sus manos varios casos que en conjunto resultaban atractivos, pero no lo suficientemente atractivos para lo que en estos tiempos le estaban exigiendo. Atractivo habría sido ahondar, ver con los propios ojos y escuchar de boca de los testigos, pero para eso estaban los reporteros estrella. Para él ya no no había tiempo ni espacio, ni celulares con internet. Las noticias, le repetían con inquietante majadería sus nuevos editores, las noticias necesitan llenarse de ruido porque el mundo se llenó de ruido. Fíjate en la TV: ya no repiten los goles en silencio; los ahogan con música rock. Así es la gente de hoy, los que venden y los que compran. Y si no les das lo que te exigen te irás cualquier día al cementerio de los elefantes, y no es chiste. ¿Qué le habían querido decir exactamente? No lo sabía y tampoco le importaba mucho, pero su intuición de viejo reportero policial lo impulsaba a imaginar aditivos, la música de fondo que le faltaba al papel que tenía entre las manos. Atravesó el cuartel y se metió a una fuente de soda, donde ordenó una paila de huevos revueltos. Allí habría tiempo de sacarle provecho periodístico a los crímenes que se le ofrecían ese día.
La nieta atravesó el cerro como lo hacía cada mañana; en el camino se le unieron dos compañeros que salieron de una choza protegida del sol por un viejo espino. La madre de sus dos compañeros la saludó con una sonrisa triste y le preguntó por su abuelo. La niña le dijo que todavía estaba vivo y siguió su camino. Los tres pequeños se perdieron en un recodo y la mujer se dirigió a la pirca. Había tanto que hacer, tanta cosa vana; le esperaba un día tan largo y estéril que de pronto se quedó estática, recordando la falta que le hacía  aquel que la dejó por la muchachita de la casa del estero. ¿En qué pueblo se hallarían hoy probando suerte, se habrían levantado ya, le habría servido el desayuno? La nieta y sus dos compañeros andaban a zancadas; de pronto trotaban, a veces los hermanos se sentaban un momento a descansar, esperándola. Cuando se enfrentaban a una cerca la ayudaban a subir. En una curva ella les contó que cuando muriera su abuelo quedaría sola. El sendero se había estrechado ante una pared de tierra seca sobre la cual se levantaba un bosque de pinos. La escucharon y siguieron caminando. Sólo ella decía lo que pensaba. Los hermanos provenían de una familia silenciosa, compuesta por la madre, el padre ausente, una docena de cabras y cuatro perros famélicos que parecían alimentarse de aire y que reservaban sus ladridos exclusivamente para situaciones de emergencia.
En la escuela se abría la sala de clases mientras la mujer le preparaba el desayuno a su marido, el profesor. Antes de que aparecieran los primeros niños se sentaron a tomar café con la leche en polvo, las galletas y la mermelada de membrillo que enviaban trimestralmente al colegio, desde la capital, para la alimentación de los estudiantes. El profesor apartaba siempre una cantidad para él y su mujer; no había nada de malo en eso, sabía que todos sus colegas de las escuelas rurales lo hacían, aunque nadie lo comentara abiertamente. Llevaba ya veinte años dictando clases y viviendo en esa escuela. Como los demás educadores, vino por seis meses y terminó quedándose, porque en el fondo le encantaban esos niños, tan dejados de la mano de Dios, tan desprotegidos. En este mosaico de instructores ninguna historia era igual y sin embargo todas desembocaban en lo mismo: profesores rurales anclados a la tierra. Cada 18 de septiembre se juntaban a comer empanadas y tomar chicha en las ramadas, luego del desfile de todas las escuelas en la cancha de tierra, frente al retén de Carabineros. Veían pasar la tarde y solían recordar sus tiempos urbanos. Cada uno relataba su pasado con emoción, a veces con la emoción que se vierte en lágrimas, sobre todo si la añoranza nacía en el segundo o tercer jarro. Gumercindo hablaba poco y sus recuerdos eran vagos, demasiado generales como para que los demás se formaran una opinión cabal de su persona, lo que con el correr del tiempo provocó fatalmente que desconfiaran de él. Influenciados por su cara alargada, salvaje, de pómulos hundidos, lo apodaron el Lobo Gumercindo y terminaron aislándolo de sus juntas. Su mujer también ignoraba su pasado y la mitad de su presente, si hay acuerdo en que lo que piensa un hombre es la mitad de su presente, pero a ella le bastaba con tenerlo por marido y no se hacía problemas con sus silencios. En el campo, marido era techo seguro, comida segura y ropa sucia. De vez en cuando podía hasta darse el lujo de pelar una gallina; su hermana no. Servía a su hombre día y noche y le planchaba la ropa. Nada de eso le quedaba a la otra. A veces, por compasión, le mandaba un cogote y un par de patas nudosas con sus dos hijos, quienes recibían el regalo sin decir una palabra. Sentía una sensación extraña al sacar la gallina del agua hirviendo. Cuando le arrancaba las plumas de un tirón recordaba las pocas fiestas de su niñez.
-¿Hoy día terminan las clases, Gume? -ella lo miraba como desde el suelo; él desviaba la vista hacia el patio.
-Ya le dije que sí.
-¿Le falta algún examen?
-Y qué le importa.
-Le pregunto por si quiere que le lleve la tiza a la sala.
-No... guárdela.
-A la Normita se le está muriendo el tata.
-¿Sí?, ¿le contó ella?
-Sí.
-¿Qué más le dijo?
-Nada más. Que lo tiene acostado, que le tiene que cambiar los pañales y servir la comida.
-¿Vendrá hoy?
-No sé. Usted dice que nunca falta.
-Sí. Nunca falta, pero... esto...
-¿No hará clases, Gume?
-No lo había... yo estaba... ¿qué dice?
-¿No hará clases el último día?
-Que jueguen -contestó, ensimismado. Antes de que ella se retirara a la cocina le preguntó, a media voz:
-¿Qué va a hacer de almuerzo?
-Voy a matar una gallina para que los niños se vayan contentos y vuelvan el próximo año -rió.
Después del bajo venía la curva, después de la curva el letrero con forma de equis y la barrera blanquirroja levantada que anunciaba el cruce ferroviario. Lo habían echado a patadas y no conseguía aplacar la sed; aun así, todo encajaba a la perfección. Dominaba la ruta y su destino, pero como no había a quién decírselo se lo cantó a sí mismo, con esa voz de tenor mexicano que hacía reír al villorrio.
-Vamos llegando a Pénjamo...
La nieta se quedaba atrás, de nuevo. Tenía la manía de ir levantando piedras. Los compañeros la esperaban sentados en alguna roca, fumando. Ahora eran ocho; iban brotando de las casuchas de adobe a medida que se acercaban a la escuela. En el camino, los mayores compartían sus cigarrillos con los menores que ya podían ser iniciados en el vicio, dejando con las ganas a los más pequeños. Le fascinaba a la niña levantar piedras. De allí salía vida, insectos asustadizos que corrían a esconderse a la piedra más cercana al quedar al descubierto. Debajo de las piedras había vida, lo podía comprobar, pero inevitablemente había terminado por formularse preguntas para las cuales sus ocho años no tenían respuesta. ¿Por qué esos bichos vivían debajo de las piedras? ¿Para protegerse o porque les acomodaba? Y ¿qué se escondía aún más abajo, allí donde no le era dado llegar? ¿No habitaría por casualidad el vacío gigante de la muerte en un hoyo parecido a aquel donde pronto iría a dar su abuelo? Le costaba imaginase a su abuelo enterrado, por eso no hacía más que hablar de aquello, de cómo sería, de cómo se vería dentro de la tierra, de si alguna vez un muerto había tratado de huir, de si los aparecidos que la gente veía en las noches de invierno no serían cadáveres que surgían de la tierra para buscar calor en las casas. En cada recreo abría el mismo diálogo con uno, con otra, con varios, y todos le inventaban respuestas absurdas que la dejaban aún más insatisfecha. El único que tenía respuestas amorosas para ella era el profesor, pero no se atrevía a acudir a él, porque el profesor la atraía pero le daba miedo. Alguna vez le habían contado que en las clases la miraba demasiado fuerte a los ojos y cuando probó a ver si era cierto, mirándolo también ella fuerte a los ojos, notó que era verdad y se asustó.
Inerte en la cama, el abuelo ni siquiera era capaz de pensar, al menos del modo en que lo hacen las personas sanas. Sus pensamientos, si es que pudiesen llamarse así, se resumían en dolores. Dolor del brazo izquierdo, dolor del estómago, de las manos, de la garganta. El aire le entraba como por un desfiladero atascado y le hería, le encendía las tuberías que desembocaban en los pulmones. Las tetillas huesudas sufrían lo indecible por el peso de las frazadas. Sentía ganas de llorar de dolor, en el fondo de terror, pero a sus ojos ya no les quedaban lágrimas, de tanto estar abiertos. Se imaginaba que si los cerraba podía ser para siempre, de modo que se obligaba a mirar; era su mirada un anzuelo que lanzaba a lo que fuese, a la distancia que fuese, para aferrarse a la cosa vista con la insólita pasión del animal entregado a su suerte.
La puerta cedió; en su afán por desaparecer la vieja se tapó la cabeza con la colcha. El miedo y la indefensión la llevaban a hacer todo mal, no como tantas veces lo había ensayado, con frialdad ejemplar, y en su cueva de sábanas se coló un hilo de luz. Una puerta más y lo tendría ante sus ojos.
-Quién anda ahí.
Ebrio de esa sensación que los victimarios sienten ante la inminencia de la brutal dominación, el hombre entró al dormitorio, fue directo a la cama y la destapó. Quería ver sus formas, quería ver cómo era, a quién estaba asaltando para robarle su dinero. La vieja, en posición fetal, dándole la espalda, se cubrió la cara con el brazo izquierdo, ocultando el derecho debajo del vientre, como protegiendo su sagrada intimidad, pero antes hubo un segundo en que entrevió un rostro feroz, asesino. La ira del hombre crecía a medida que tomaba conciencia de su poder ante la víctima de piernas flácidas entregada a la muerte. En el paroxismo, su mente se llenó de relámpagos de desprecio, burla, sadismo, deseos de hacer daño. Preguntaba, ordenaba, pero pensaba en otra cosa.
-¡Dónde está la plata!
-Debajo del baúl. Allá... allá...
Cuando se acercó al primer animal, éste cruzó la calle y se quedó mirándolo desde la vereda del frente. Al profeta lo habían traicionado sus nervios. Entonces vio a la perra echada, imaginó que en actitud sospechosamente pensativa. Se le acercó lentamente. Sentía que la gente, al mirarlo, le leía el pensamiento.
-Ven, perrita...
La perra enseñó los dientes y quiso arrebatarle el paquete que le había puesto en la nariz, enloquecida por el hambre, pero de un veloz movimiento el profeta dejó la carne envenenada fuera de su alcance, no tanto como para que no siguiera olisqueando. Había demasiada gente; debía llevarla a un sitio eriazo para dar inicio al plan que por fin eliminaría al demonio de la faz de la tierra. Recordó el elefante blanco, edificio abandonado a media construcción, tapiado con cholguanes para que no se colaran los mendigos. Del cielo le llegó una señal divina a su mente: había una abertura, la recordó claramente. Era la prueba decisiva de que Dios vence al demonio porque está sobre él, lo incluye y lo fagocita para ejemplo de la humanidad. Gloria a Dios, Dios divino majestuoso, gloria a ti Señor, gloria eterna mi Señor, sálvame del demonio, válete de mi fuerza para liquidarlo, gloria a ti mi Dios divino, majestuoso, iba murmurando a media voz con un perro, dos, tres, una leva de perros detrás de la perra en celo, la primera de una fila que encabezaba el enviado del Señor, angustiados y rabiosos por el hambre de carne y de sexo, mientras a lo lejos ya se divisaba el terreno cercado, altar de Dios, infierno del can.
Los niños corrían detrás de una pelota de plástico; las niñas ocupaban un rincón del patio para sus juegos. Cuando la mujer del profesor los llamó a todos a almorzar notó que faltaba una. Con toda inocencia se dirigió a la oficina del Lobo, pero no alcanzó a articular palabra. Se limitó a mirar, boquiabierta, por la rendija de la puerta y de inmediato volvió a la cocina sin hacer ruido alguno. Mandó a su sobrino mayor a tocar la campana y comenzó a servir la sopa a cada niño, maquinalmente. No quiso apagar el fuego, a pesar de que la sopa hervía dentro de la enorme olla. Mientras, su cerebro entraba en relampagueante ebullición. Al repartir, el cucharón derramaba al piso preciosos trocitos de zapallo. No podía sacarse de la mente la idea de su hermana abandonada, de sus sobrinos casi huérfanos viviendo en esa choza bajo un espino, del cogote y las patas que les mandaba de regalo. Las ardientes burbujas de su fantasía rechazaban ese destino para ella. Podían engañarla, engañarla aun perversamente, pero no dejarla. Nadie, ninguna ocuparía su lugar, por muy joven que fuese. Cuando todos tuvieron su ración entró la niña que faltaba, corriendo, ruborizada. La mujer no dijo nada: la estaba esperando. Cuando la niña estiró la mano para tomar su porción, la repartidora extrañamente resbaló.
El asaltante sintió el disparo. Le costó darse cuenta de la situación. Se llevó la mano a la cabeza, pero no había mucha sangre, apenas un rojo hilo flacuchento. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué con el correr de los mínimos segundos se le hacía tan pesado ambicionar, moverse, relacionar las cosas? Ya no sabía cabalmente lo que quería, lo que había entrado a buscar a esa casa. Las primitivas urgencias de sus deseos habían dejado de poseer importancia y si le hubiesen hecho la pregunta, si se le hubiese concedido un deseo, éste habría sido entender, sin lugar a dudas; gobernarse a sí mismo, levantarse y caminar, descansar en una cama, dormir plácidamente, soñar. Sólo uno era posible, sólo el último, pero ¿era realmente lo que ansiaba, soñar? ¿No era mejor escapar, correr a un centro médico, hacerse atender antes de que...? Pensamientos como esos nublaban su mente ya de por sí turbia, afiebrada, aumentando a cada segundo las incoherencias de un raciocinio que se batía en retirada.
De modo que iba llegando a Pénjamo, aunque Pénjamo quedaba un poco más allá de la vía férrea, eso era obvio y como tal, imperceptible a su canturreo de borracho de cantina, que aumentaba de potencia, haciéndose cada vez más ridículo y desafinado. La línea no era una valla, sino un verso cualquiera de su canto. "Vamos llegando a Pénjamo, si un hombre te invita la copa, si es decidido y muy atrevido es que es de Pénjamo, pos ya ni dudar..." En su paroxismo se detuvo a entonar a viva voz el estribillo, mirando al cielo con los ojos cerrados, si cabe la expresión. "Que me sirvan las otras por Pénjamo, soy de Pénjamo, soy de Pénjamo. Que me sirvan las otras por Pénjamo, por mi Pénjamo voy a tomar". Una lejana luz brillante crecía y crecía frente a él, un pitazo tardío apagó sus versos.
En las entrañas del elefante blanco, la perra se dejó cruzar por el más fiero de la especie. Los demás perros se abalanzaron sobre el paquete, arrebatándoselo. El veneno resultaba insuficiente y sus movimientos, torpes. Había que sacar la cuchilla en nombre de Dios. ¡Muerte al demonio, vuelve a los infiernos!, la sangre brotó de un cuerpo y los animales sacaron los colmillos, con sus saltos llegaban más arriba de su cabeza, eran prodigiosos, satánicos. Ya había demasiada sangre, demasiado olor a celo, había todo lo que enloquece a los canes. El profeta justiciero los elevó al lúgubre altar del gran perro escarlata de siete cabezas y diez cuernos. "Y el perro se paró frente a la mujer que estaba para dar a luz, a fin de devorar a su hijo tan pronto como naciese", rezó desesperado, con los ojos salidos de sus órbitas, confundido entre la leva. "Después hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el perro; y luchaban el perro y sus ángeles". La cuchilla bajaba y subía, abriendo carnes enfurecidas, de pronto haciéndolo caer. "Y fue lanzado fuera el gran perro, la serpiente antigua, que se llama Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él", clamó desde el suelo, a cuchillazo limpio. "¡Ay de los moradores de la tierra y del mar! porque el diablo ha descendido a vosotros con gran ira, sabiendo que tiene poco tiempo".
Aburrida de lamer el resto de queso del platillo, la mosca voló a la cara del abuelo y se posó en sus labios entreabiertos; el pobre viejo adolecía de fuerzas para espantarla y se limitó a respirar con la nariz, pero su empeño gigantesco minó aún más sus fuerzas y se sintió desfallecer. Debía abrir la boca para que entrara todo el aire posible, aire que incluso así le resultó insuficiente. Aspiró con desesperación, la mosca voló y se alejó hacia las alturas, no debía cerrar los ojos, no podía hacerlo, puede que fuese su última vez y todavía quedaba algo de mundo por ver, no tanto, lo mínimo si fuese posible, con lo mínimo se conformaba, la mosca salía de la pieza lúgubre cuando un golpe de viento repentino venido del espacio luminoso la retuvo entre las cuatro paredes y la mandó directo a un nido blanco, algodonoso, alojado en un ángulo del marco de la ventana, la mosca quiso huir pero unas violentas patas negras se le abalanzaron a la velocidad del rayo desde las profundidades del nido y la atraparon al instante; la vida, ese fenómeno incomprensible, esa aspiración, se agitaba desgarrada dentro del cuerpo del abuelo, era su forma de despedirse, de tratar de huir de las garras de la muerte, no podía despegar la vista de la escena, de la mortal batalla que se libraba allá arriba ante sus ojos, y sin embargo sus ojos se fueron cerrando, a su pesar, tras el último suspiro.
Satisfecho luego de tragarse el tentempié que consolaría a su estómago por no más de una hora, de pie frente al mismo garzón solícito que le guardaba sus apuntes para que no estorbaran su momento de placer, remolón, agradablemente cansado, el viejo reportero caminó a la oficina a despachar los párrafos que llenarían la columna derecha de la página roja, casi al fondo de su diario, al día siguiente. Antes de entrar pasó por la panadería y compró dos marraquetas. Más tarde escribiría automáticamente, sacando de vez en cuando un trozo de pan del cajón, entre bromas y conversaciones con sus colegas más cercanos, de pronto levantando el cuello para ver mejor algo que lo había atraído de la pantalla ubicada sobre el estante, escribiría lo que sentía haber escrito tantas veces, algo así como la misma noticia de siempre, día a día a lo largo de los años, la noticia con que se ganaba la vida.

Bitácora Policial

Un mendigo de nombre desconocido, apodado el Charro, se suicidó a las 22.15 horas de ayer arrojándose a la vía férrea en el cruce de Palos Quemados, cercano a Catapilco, se ignora el motivo. El maquinista Carlos Norambuena Araya declaró que cuando lo vio a boca de jarro accionó los frenos pero no pudo impedir el impacto. Quedó en libertad, citado al tribunal. El suicida no dejó carta.

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Alertados por el hedor, vecinos denunciaron la presencia de un cuerpo en descomposición al interior de un viejo edificio abandonado de la comuna de Pedro Aguirre Cerda, conocido en el sector como El elefante blanco. Personal de la Brigada de Homicidios se hizo presente en el lugar y retiró el cadáver, calculando la data de muerte en unos cinco días. Se trata de un cuerpo de sexo masculino y mediana edad, que estaba irreconocible y al parecer fue asesinado en una riña, ya que en el lugar se encontró un cuchillo. Posteriormente fue devorado por los perros. Ningún familiar ha reclamado sus restos.

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Muerto de un certero disparo en la cabeza resultó un asaltante que intentó violar a una anciana en el pueblito de Catapilco. La mujer de 82 años, Domitila Hernández Ferrer, tenía el arma de calibre 22 inscrita y declaró que el hombre, identificado como Pedro Moreno Huaipil, entró a su hogar con el único propósito de abusar de ella.

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Un desgraciado accidente empañó el último día de clases en la escuela E-125 de San Vicente de Pucalán, sector de Rosario lo Solís, cercano a la playa de Matanzas, en la VI Región. Una niña de ocho años, N.B.C., se debate entre la vida y la muerte en el hospital de Rancagua, al derramársele una olla de sopa hirviendo. La manipuladora de la escuela resbaló al momento de servirle, lo que fue corroborado por su esposo, el profesor Gumercindo Soto. La niña permanece internada en la UCI, con quemaduras de tercer grado en el 60 por ciento del cuerpo. Por ironía del destino, casi a la misma hora moría su abuelo, Homero Briceño, de muerte natural, en la vivienda que compartía con la niña.

miércoles, enero 04, 2012

El refrigerador

Del primer refrigerador que tuvimos no habría mucho que decir. Llegó una tarde de verano, embalado sobre un triciclo y supimos que venía en camino porque escuchamos el griterío de los pelusitas a la cola del triciclo. Los pelusitas eran todos aquellos niños que no eran los Mardones. Los Mardones éramos ocho primos hombres y jugábamos pichangas contra los pelusitas. La cancha era un tierral a un costado de la línea del tren a Sewell que daba al quiosco de mi tío Pablo en una punta y en la otra, a un murallón del que nunca me preocupé de averiguar qué había detrás. Los pelusitas eran los niños de la población Sewell, entre los cuales destacaban el Chamelo, el Muchilo y el Cochefa, además del Lucho Tonto, que iba a la siga de todos, arrastrando su abrigo negro. Siempre me llamó la atención la presencia de la letra Che, de la que hoy abjura la RAE, en los sobrenombres de esos niños de población de mineros. Hoy especulo que esa influencia pudo venir de México, con sus chamacos, chapulines, chilindrinas, chavos, charros, chanfles, chapatines, chespiritos y una pila de nombres más.
El refrigerador, como dije, venía en una caja, de modo que los pelusitas, si corrían detrás de ella, era más que nada por saber qué habría dentro; en el fondo, por tener algo que hacer en la tórrida hora de la siesta.
Casi junto con el triciclo llegó don Bruno Estefani en persona. Era el dueño de la tienda de electrodomésticos, el responsable de hacer andar el refrigerador Trotter. No recuerdo otra gran cosa sobre el asunto. Ignoro incluso si los pelusitas lo vieron, pero sospecho que si fue así, sintieron lo mismo que yo; es decir, se encogieron de hombros y buscaron otra cosa en qué entretenerse. ¿Qué podía tener de maravilloso un aparato que enfriara o congelara las cosas? Hasta ese día la mantequilla se mantenía lo más bien dentro de un plato con agua y la carne, en una caja de madera con una rejilla en la ventana. Ante las fantasías desmesuradas que provocó en nuestros corazones la compra e instalación del televisor, años después, la novedad del refrigerador no pasó de ser algo macanudo, pero conceptual, semi abstracto; se parecía a un tótem del Siglo Veinte destinado a darse ínfulas ante los pelusitas y por extensión, ante los papás de los pelusitas, consagrando una vez más ese Muro de Berlín invisible que separaba la población Sewell de la población Rubio.
Es curioso lo que voy a decir, porque tiene menos que ver con la memoria que con la estructura, el esqueleto literario de un producto tan minúsculo como éste, aunque el problema de fondo sí es la memoria. Se trata de que a este relato no le habría puesto tantos adornos distractores si lo hubiese escrito hace unos cuatro, cinco años. Habría ido al grano, me habría concentrado en la anécdota y todo habría sido más ligero, divertido; en cambio ahora se me hace hasta imprescindible la siguiente reflexión, porque si no la hiciera no quedaría satisfecho. El tiempo dirá si fue una torpeza. El caso es que el asunto de Los Mardones y los pelusitas constituyó para los ocho primos una verdad y un código que compartimos durante años, cada vez que nos reuníamos en un matrimonio o un funeral. Los Mardones versus los pelusitas nos agrandaba a los Mardones como estirpe, nos convertía en una unidad perfectamente identificable en el pequeño mundo rancagüino. Esas pichangas eran como alguna de esas batallas que se aprenden en los libros de historia universal y por un momento a mí también me pareció vivir en ese mundo de gigantes, al escribir ahora sobre este recuerdo. Sé que estoy diciendo tonterías, nada original, que estoy hablando del peso de la pequeña historia en el corazón del pequeño hombre, un peso que se me antojaría fundamental si alguien ajeno a ese recuerdo no irrumpiera y declarase su indiferencia ante el asunto, lo tornara difuso con su sola presencia. El hecho es que al sentirlo debo desprenderme de él y esa sensación es la que me pacifica.
Final del cuento del refrigerador: cuando mi papá llegó del trabajo y vio el flamante aparato fue al quiosco del tío Pablo y volvió con una Coca Cola familiar. Nos enseñó en qué espacio se guardaba la botella y allí quedó durante un par de horas. Cada cierto tiempo abríamos el refrigerador y la tocábamos; cuando mi papá consideró que había llegado el momento la destapó, la repartió en cuatro vasos grandes, como aseguraba la propaganda, sacó hielo de la cubetera y celebramos.

lunes, enero 02, 2012

Palabras de un maestro a su discípulo

Desde luego debiera tratarse de un asunto menor de orden bioquímico, de aquellos que la ciencia le encarga a la medicina. Y más que a una patología mental yo apuntaría probablemente a un problema genético que no haría mal en ser examinado. No estás sentado silenciosamente porque sí ante la gente, mirando al vacío pero queriendo unirte a ella, haciendo esfuerzos por incorporarte a la conversación, haciendo esfuerzos, incluso, por proponer temas y aun contar vivencias personales. No es el tuyo un estado de desánimo, de timidez, indiferencia, egocentrismo, hasta soberbia, como proclaman algunos. Lo parece, pero no lo es.
¿Ante qué estás? ¿Qué fenómeno vives? ¿Por qué tienes la sensación de estar malgastando el tiempo y por qué solamente la comida y la ingestión de bebidas alcohólicas te alivian en parte el malestar?
No basta que digas no soy feliz. Tampoco estoy sano, aunque si estuvieras feliz, si estuvieras enfermo, la sensación cambiaría y ya no habría abulia; más bien alegría, angustia viva.
Como decía, vives haciéndote esas preguntas cuando estás entre personas a las que quieres o al menos estimas. Y más tarde vives flagelándote por no haber podido ser tú mismo ante ellas. Esto es, más franco, más audaz, menos observador y más bueno de corazón, más sencillo. Me temo que piensas que si lo fueras, que si demostraras lo que realmente eres, podrías caer en una espiral de descontrol y locura, pues no pertenece a tu hábito comportarte como se estila; no conoces las delicias ni los salvavidas de los códigos de la diplomacia.
Creo que en momentos como esos te avergüenzas de ser quien eres y de escribir lo que escribes, como si el hecho de poseer alma; esto es, vida interior, no cuadrara con tus conductas tan pedestres. Piensas que se reirían de ti con toda razón, que te harían ver en la cara tu inconsecuencia, tu pose sensible. Sensiblera. Tú mismo te repites estas ideas preconcebidas, y entras a dudar...
Conjeturo, en consecuencia, que vives fantaseando y que tus fantasías no son siempre creativas. Diría más bien que son esclavizantes, ancilares, como le agrada observar a Vargas Llosa, y que se mueven entre las sensaciones de abandono e infidelidad que martirizan tu conciencia.
Quizás el remedio de este mal sea la soledad. Por sus frutos los conoceréis puede que sea tu destino. Si no fuiste hecho para decir inteligencias no le temas al vacío. Es todo lo que puedo aconsejarte en esta hora, más irónica que difícil.

viernes, diciembre 30, 2011

Oración

Fuera, vanidad. Entra en mí, luz del universo. Hoy es el mundo del hombre, el adiós de las aristocracias. Y es la hora de mirar hacia lo alto. No soy nada sin ti, y a ti me debo. Te ofrendo mi debilidad. ¡Sana a los enfermos! y reconfórtame en mis fracasos.

miércoles, diciembre 28, 2011

La señorita Juana

Yo ya la conocía de antes, pero el día que me hizo sentir su presencia brutal fue durante un recreo, en la Escuela 1. Ella no era mi profesora. Mi profesora era la señorita Esperanza, que era linda y de la cual he admitido en otra ocasión que estaba tan enamorado como puede estarlo un niño de cinco años; es decir, profunda y completamente enamorado. La señorita Juana, en cambio, era fea, tenía cara de caballo, dientes de caballo y carácter de bruja. Con los años descubrí, para mi sorpresa, que de espaldas se transformaba en un portento, como esa diosa de dos cuerpos que aparece en la mitología de no sé qué pueblo. Morena, alta, delgada, caderuda y con zapatos de taco aguja que daban pasos enérgicos, que retumbaban a lo largo de toda la cuadra, la señorita Juana podía engañar a muchos hombres desprevenidos que la veían pasar rumbo al colegio o la veían salir del cine Rex junto a su esposo, una noche cualquiera.
Esa mañana, por alguna razón que no está al alcance de mi memoria, la señorita Juana se las daba de algo así como de inspectora y yo tuve que haberme portado mal, haber ofendido a un compañero, haber derramado la leche de mi jarro o haber dicho un garabato, no creo, pero algo malo tuve que haber hecho en ese recreo, porque ella me llamó la atención y en castigo me obligó a recoger una piedra. Yo el muy ingenuo me agaché y la señorita Juana me pegó a la maleta un puntapié en el poto. Su ataque provocó grandes carcajadas entre los alumnos presentes en el patio y en ella misma. Se reían a gritos y yo con la piedra en la mano, sin saber qué hacer.
Vino entonces la hora de mi venganza. La ideé en cuestión de centésimas de segundo. Consistió en llorar a moco tendido, con sacudidas y suspiros. A decir verdad, se trató de un llanto verdadero, un llanto de humillación contra la traición de la autoridad y un llanto contra mi propia ingenuidad, cómo haber caído tan fácil; pero ahora que han pasado los años debo confesar que le puse un poco. Hice una escena. Dramaticé. Y volví los hechos a mi favor. En efecto, desde el suelo vi cómo a la señorita Juana se le iba congelando la sonrisa, cómo se acercaba a mí, me tomaba de las manos, me limpiaba las lágrimas con un pañuelo y me llevaba a la inspectoría para darme un mejoral.
Nunca supimos si fue siempre tan agria de carácter o si se volvió así cuando el doctor le comunicó que jamás podría tener hijos. Su marido no tuvo ninguna responsabilidad en esa tragedia, porque con su segunda mujer fue padre de una linda niñita de pelo ensortijado, a la que bautizaron Paulette. En efecto, después de que la señorita Juana se murió de cáncer él se puso rápidamente en campaña. Antes de conocer a su nueva esposa trabó incluso amistad con una vecina separada, con tan mala suerte que al primer entrevero nocturno se percató por sus propias manos de que poseía un solo seno, ya que el otro se lo habían extirpado. Como mi mamá era una especie de recipiente de lamentos, la mujer se le quejó amargamente. Le contó que en el momento culminante "el vecino abrió así unos ojos y salió arrancando", cuento que nos llegó de segunda mano, como secreto que no se debía revelar por ningún motivo.
Don Armando, que así se llamaba el esposo de la señorita Juana, era un descendiente de franceses que usaba un bigote tipo Hitler al centro y fino hacia los lados. Tuvo sus 15 minutos de fama en el deporte del ciclismo rancagüino, de lo que se desprende que era dueño de un cuerpo atlético, pero ya había demasiados cracks para una ciudad tan menor, de modo que limitó la bicicleta al pedaleo entre su casa y el trabajo y cuando se compró una citroneta finalmente la vendió. Un invierno se subió a un avión y partió con la señorita Juana a Francia a conocer a sus parientes; a la vuelta ella le trajo un jarrón de cristal a mi mamá, que aún se conserva. Don Armando no tenía vicios, pero la señorita Juana le decía a mi mamá que prefería mil veces a un hombre como mi papá, que se curaba cada cinco días, antes que al sangre de horchata de su marido, lo que a mi mamá no le provocaba celos, ya que entendía la frase como un lamento de amiga. La mayor broma de don Armando consistía en tirarnos agua con la manguera por detrás de la pandereta. Cuando se compró la citroneta se iban juntos con mi papá a la Braden, un cuarto para las siete de la mañana; pero no siempre volvía con él, ya que el viejo solía quedarse en el bar Caletones o donde Juanico, ahuyentando sus penas.
Retrocediendo en la historia, por esos años del puntapié en el traste vivíamos a media cuadra, en la población Rubio. Aún no éramos vecinos casa con casa, como lo fuimos cuando ellos y nosotros nos cambiamos a la población Covimar, de la Cooperativa de Vivienda del Magisterio. Como don Armando y la señorita Juana no tenían hijos se habían llenado de animales, pero animales cautivos. En su casa pulcra y ordenaba, donde no volaba una sola mosca, había jaulas con pájaros y un montón de peces de colores en un acuario, que nadaban sin jamás tocarse. Con el Vitorio nos gustaba ir a ver el acuario. La caja de vidrio luminosa ubicada al final del comedor destacaba en ese ambiente completamente oscuro y apagado, como de película de terror, en el que sólo se oía el tic tac del reloj de pared. Una vez don Armando me invitó en su motoneta al río Cachapoal a recoger hierbas y alpiste para los canarios. El río Cachapoal quedaba a más de 4 kilómetros de la ciudad y se llegaba a través del Camino Longitudinal, hoy Ruta 5 Sur. Mi mamá me dio permiso porque sabía que yo lo que más quería era andar en motoneta. Como a las dos horas vio llegar a don Armando, quien estacionó la moto y entró a la casa con el alpiste.
-¿Y Huguito? -le preguntó.
-Bah, se me olvidó -le respondió don Armando, agregando desde ese día a su fama la de volado.
Me fueron a buscar y me hallaron cerca del río, a la orilla de la vía, caminando en dirección a mi casa.
No es bueno decirlo, pero creo que la señorita Juana odió siempre a don Armando, con toda su alma. En cuanto a él, parecía sentir por ella un cariño más británico que francés. En una de esas largas tardes tediosas de provincia, aquellas tardes en que mi papá no estaba y la señorita Juana visitaba nuestra casa para escapar un rato de su película de terror, le contó a mi mamá un chiste que las hizo reír a carcajadas, más a ella que a mi mamá. Iban dos amantes en un auto y la mujer le preguntaba al hombre si se la podía para manejar con una sola mano. Él le respondía que sí y ella le ordenaba, brutalmente: "¡Entonces saca un pañuelo y límpiate los mocos, cochino infeliz!". En otra ocasión llegó contando la escena de una película que la había impresionado vivamente, me parece que "Divorcio a la italiana". La protagonista le hacía cariño en el pelo al chofer del auto mientras se besaba con su esposo. Le gustaba contar historias así, y yo las oía porque siempre estaba presente, debiendo haber estado en otra parte, afuera o en mi pieza. Pero estaba allí, como una culebra regalona.
Pero así como ella odiaba, amaba. Al Vitorio lo convirtió prácticamente en su ahijado y fue evidente la preferencia que le manifestó cuando le hizo clases. A favor de mi hermano habría que decir, eso sí, que poseía una risa abierta y un carácter chispeante, altivo y resuelto, como a ella le gustaba. Durante una ceremonia de aniversario en la Escuela 1 representó el papel de madre en una obra de teatro con alumnos, entre ellos el Vitorio y el Toro Bastías. Había una muerte de un niño y la señorita Juana se metió demasiado en el papel. Dejó vibrando las paredes del salón de actos con su llanto desgarrador y a todos los presentes, con un nudo en la garganta. Hubo críticas contrarias de algunos apoderados y se sacó a relucir su esterilidad. La gente de Rancagua no era mala, pero vivía pendiente de todo, sobre todo de cómo se hacían y se decían las cosas en Santiago. El modelo de la clase media rancagüina estaba en cualquier señal que se alejara del alma minera que bajaba de Sewell, tan fuerte, casi inmanejable en su brutalidad y su instinto básico, de modo que un llanto desgarrador en un acto infantil, por muy teatral que fuese, no era bien visto.
Cuando se le declaró el cáncer negó su enfermedad hasta el penúltimo minuto. La última vez que entró a mi casa fue en la primavera de 1967. Se veía demacrada, ojerosa, pero aún con bríos. Estuvieron admirando los primeros brotes de la parra y mi mamá le prometió que para el verano se comerían juntas la uva rosada. Paseó por el patio fijándose en el pasto, las flores, los gorriones que se paraban en el guindo, las cuncunas que se desplazaban por las ramas, las mariposas, hasta las moscas que zumbaban, todo lo que oliera a vida. Yo la miraba a prudente distancia; no me atreví a acercarme a ella. No más de dos a tres semanas después se recluyó para siempre en su dormitorio, donde otra vez dio origen a una amarga polémica. Sin que nadie supiera cómo, se encariñó con un ex alumno, Ángel, un joven de unos 16 años, humilde y bien parecido. Lo veíamos entrar a la casa de la señorita Juana después de almuerzo, estuviera o no estuviera don Armando, para retirarse ya entrada la noche. Esa rutina diaria fue juzgada duramente por el vecindario y dio para todo tipo de fantasías y rumores. Los hombres tomaron parte por el marido y hasta las mujeres comentaban un escándalo del cual no había una sola prueba.
La señorita Juana murió el 8 de diciembre, antes de que la parra diera sus frutos. Eran cerca de las tres de la tarde cuando mandó a llamar a mi mamá. En la pieza estaba don Armando, un par de vecinos y un notario. Entre los cuatro le rogaban que firmara el documento que convertía a don Armando en único hederero; de lo contrario su plata de la jubilación se iría directa al Estado. La señorita Juana se salió de sus casillas y eso le hizo mal. Los echó a todos con un grito aterrador y en la habitación dejó solamente a mi madre. Hablaron algo, se quejó como pudo; a los pocos minutos arrojó una bocanada de sangre sobre la colcha y expiró.
Pasada una semana del funeral vimos salir a Ángel de la casa de don Armando. Se llevaba en un carretón tirado por él mismo la cama de su maestra, único bien que le heredó, a sabiendas de que sería visto por toda la cuadra, apostada detrás de los visillos.

miércoles, noviembre 30, 2011

El viejo contador

Cansado, con una gran deuda de sueño por pagar, envuelto en la monotonía y en sus eternos miedos, imaginando el paraíso del retiro, así amaba. ¡Le era tan difícil concentrarse en su amor! Cuando se sentía bien, enérgico, pensaba en cosas sucias y se olvidaba de ella, o le nacían celos ilógicos, lo que viene siendo una redundancia.
Ella, por lo demás, había dejado de hablarle hace mucho tiempo. ¿Lo amaría, aún?
En días como estos la buscaba, la espiaba; creía, como si se tratara de una posibilidad cierta, que a través de un acto impuro como el de rastrear su nombre la podía atraer hacia su corazón.
En el fondo se sentía abandonado, y el desaliento natural que surge de un sentimiento de esa calaña lo hacía dudar del amor de ella, no del actual, pues era irrebatible que de este pedazo de tiempo no podían brotar grandes esperanzas; sino del original, del resplandor que por un tiempo cubrió de luz toda la Tierra y su alma también.
¿Acaso no se había abandonado él mismo a su suerte, no se había hecho la víctima, obedeciendo al destino que lo marcó desde el inicio? ¿Cómo fue que ese resplandor no tuvo el poder de quemar la nave del pasado, con sus velas y sus mástiles, para dársela de regalo a los peces que se alimentan de naufragios? ¿O su intuición le decía que no era un resplandor tan sagrado como parecía, venido de la inmensidad más recóndita del Cielo, sino un fuego fatuo nacido bajo la losa de un cementerio?
En días como estos se hacía tales preguntas y no llegaba a nada. El cansancio lo vencía; pero el recuerdo del resplandor, cual chispa que arde en la mente a pesar de los años, alimentaba sus venas y así podía continuar con su vida.
Hubiese preferido alimentarse de su luz, no del recuerdo de su luz. Sin embargo no le urgía que otros lo hicieran. Era el tema de haberse bañado de ella, de la luz que desprendía, lo que lo trastornaba.
En el fondo estos versos en prosa intentan esbozar una alegoría de la locura. Al respecto se cuenta la siguiente historia. Un viejo contador de provincia, por una casualidad que no viene al caso detallar, accedió al libro de contabilidad de una empresa dedicada al rubro de la poesía. Hizo un trabajo correcto y entregó su informe, que en síntesis refrendaba el parecer de la compañía auditora. Al siguiente año empezó a esperar la llegada del libro con meses de anticipación. Cuando le llegó se sumergió en sus páginas, con tal pasión que no quería salir de ellas. Luego volvió a entregar su informe; la compañía auditora reparó en un par de fallas "por exceso de ímpetu", consignó. Al siguiente año pasaron los meses y el libro no le llegó. El contador lo tomó como un hecho de la causa y se rindió mansamente, sin protestar. Pero en las tardes de otoño pensaba ante la estufa a parafina que al menos pudo haber preguntado de qué se trataba todo esto, si era tan normal que le llegara un libro y después no le llegara más.
Hay tantos amores, tantas clases de amor, pero no cabe confundirse: quien ha sentido ese fulgor cae presa de la llama y jamás lo olvida.

lunes, noviembre 28, 2011

Reloj luminoso

Dos veces a la semana, la Mariquita llegaba cojeando a lavar y a planchar. Echaba la mañana entera en la artesa. La escena transcurría en el patio, que era un cuadrado claustrofóbico cubierto por un naranjo y por un parrón que daba uvas rosadas de un sabor que no he vuelto a probar en mi vida. Mientras la ropa se enjuagaba sacaba una prenda del montón y la refregaba con la escobilla sobre una tabla inclinada en un extremo de la artesa. Con el uso la tabla iba quedando lisa y de borde romo, daba gusto verla, duraba meses, hasta que le llegaba la hora y había que cambiarla por otra. En la tarde era el turno del planchado en la cocina. Me parece que la Mariquita siempre andaba de buen humor y cuando se iba con su paga no parecía cansada.
Dos detalles suyos me llamaban la atención. Uno era evidentemente la desproporcionada bola de guaipe y pedazos de género atados con cáñamo con que cubría el muñón de su pierna derecha (¿o era la izquierda?). Parecía que caminaba mejor con ese guaipe que con el pie bueno, al menos daba la impresión de que pisaba más blandito. El segundo detalle era su reloj luminoso, instrumento insólito en la mano de una lavandera y que ella me enseñaba con una sonrisa, cada vez que yo le pedía que me lo mostrara.
Aquel año, el 63, andaba antojado con los relojes que tuvieran calendario y fueran luminosos. Se los había visto a los grandes y hasta a varios de mis amigos de la plazuela Simón Bolívar. No lo puedo explicar, pero me parece que esa fue la primera señal inequívoca de que estaba empezando a dejar de ser niño. Mientras jugábamos en la plazuela hacía un paréntesis y le rogaba al Arratia que me enseñara la muñeca para verle el reloj. Lo examinaba atentamente y tomaba mis decisiones. Lo curioso era que mi padre coleccionaba relojes, pero no recuerdo que tuviese un reloj luminoso con calendario incluido. Para él no era importante, más valía la marca o que tuviera cronómetro; para mí, en cambio, un verdadero reloj debía ser luminoso y con calendario. De modo que me vi obligado a andar mirando otras manos, a inspirarme en manos ajenas.
Este tema del reloj luminoso me está resultando, al escribirlo, un verdadero y gran misterio. Me doy cuenta de que lo que fue un tímido deseo, el de tener un reloj luminoso, se fue transformando y creció a pasos agigantados hasta terminar ocultándolo todo. Sucede, como siempre les pasa a los obsesivos, que buscando lo verdadero se llega a un solo objeto y entonces nada más tiene valor.
Por ese tiempo mi papá me daba una mesada. Correspondía a la ayuda estudiantil que otorgaba la Braden al trabajador por cada hijo estudiante. Mi papá, en vez de incorporarla a su sueldo, nos la entregaba semanalmente al Vitorio y a mí. Le decía a mi mamá que era lo que correspondía, que esa plata no era suya. No era poca cantidad; de hecho, la ahorré durante todo el año y manifesté que la estaba juntando para comprarme un reloj luminoso. Llegado el momento, por ahí por julio o agosto, le pedí a mi papá que me acompañara a la relojería. Me llevó donde Schultz, que en Rancagua era como decir la Mercedes Benz de los relojes. Era un localcito ubicado en la calle San Martín, con una vitrina donde uno se podía pasar el día entero hipnotizado ante tanta variedad. Mi padre se sentía orgulloso de su hijo, continuador de su hobby, e hizo las presentaciones. Creo que Schultz no me vio ni como cliente ni como niño. Simplemente me saludó y se enfrascó en una conversación técnica con mi papá. Como buen especialista, el relojero era completamente miope y siempre andaba con una lupa en el ojo derecho (¿o sería el izquierdo?). Completaban su figura una generosa papada, una voluminosa barriga y unos suspensores sobre su camisa blanca a rayas. Tras el saludo me enfrasqué en el estudio de cada uno de los relojes a la venta, pegado al vidrio de la mesa. Eliminé de inmediato los que no cumplían con el requisito obligatorio, dejando para la gran final a cuatro o cinco aspirantes, que se fueron decantando naturalmente hasta llegar al elegido: un Delbana de 24 rubíes, luminoso, con calendario, números arábigos, horario, minutero, segundero, resistente al agua y con correa de metal. "Ese", le dije a mi papá y a Schultz, sacando la plata del bolsillo. Éste metió la mano dentro de la mesa de exhibición y lo retiró, puso la hora exacta, le dio cuerda y me lo colocó en la muñeca.
Durante al menos las primeras quince noches siguientes a la flamante adquisición me tapaba entero dentro de la cama y miraba la hora. Entonces "sentía una sensación".

viernes, noviembre 25, 2011

Rigidez

Cuando advierte que las circunstancias no le son del todo favorables construye sus defensas. Si se lo examina desde afuera puede parecer igual a los demás, pero bien sabe él lo que lleva dentro. No está claro si los que observan son de los mismos o de otra calaña; me atrevería a asegurar que esos genes, esas armaduras, fueron diseñadas hace mucho tiempo por la misma mano.
En el fondo es bastante sencillo de explicar. Hay un sujeto rodeado por miles de enemigos. Es como una ciudad fortificada de la edad media. Tal como en la ciudad, dentro del sujeto late el corazón, late la vida, se mueve la sangre de un sitio a otro y van creciendo los huesos y se alargan los intestinos. Los enemigos acechan y logran colarse de vez en cuando al interior, con resultados desastrosos. Así, el cuerpo se va haciendo cada vez más rígido. La armadura se llena de puntas filudas; se le refuerza el metal y las protecciones. Entrada la tarde ya se hace difícil penetrar. Los enemigos se han replegado a la sombra del bosque; ha conseguido lo que deseaba y el hombre puede gobernar su propio mundo.
He hablado expresamente del hombre, porque no hallo símil en la naturaleza. La cordillera es así. No esconde sus tesoros, sencillamente los contiene. No ha sido el ánimo de la tortuga llevar la caparazón por fuera, ni el del árbol cubrir la savia con la corteza. Él, en cambio, fabrica, se lo pasa en el taller, como el zapatero que no se cansa de remendar. Comienza en la mañana y termina al anochecer, con los ojos cansados y los dedos callosos.
Si no fuera por el resentimiento que va alimentando su alma sería muy feliz. Sus enemigos lo señalaron con el dedo y lo apartaron del campo de batalla, en buen castellano lo marginaron, lo arrinconaron, ya que no lo podían ganar para su ejército. Él se protegió con maestría, pudo vivir y viajó por el mundo, pero estaba marcado desde tiempos remotos y eso nunca lo olvidó. Se hizo incompatible estar con Dios y con el diablo y eligió la rigidez.

martes, noviembre 22, 2011

El Lucho intercede por nosotros en el campo de fútbol

Me cuesta recordar un hecho que generara más expectativas en mi espíritu infantil que el que pasaré a narrar. Los viajes a Santiago tenían ese encanto extraordinario de meterse de golpe, a la bajada del tren, en una ciudad gigante, gris y bulliciosa, plagada de calles, edificios de cuatro y hasta seis pisos, cines, pasajes interiores, jugueterías y restaurantes. En Santiago tomé por primera vez té en bolsita; no sabía qué hacer con la bolsa, me asustaba dejar al descubierto mi ignorancia ante los clientes que llenaban el local. El mozo terminó echándola dentro de la taza y se acabó. En Santiago probamos con el Vitorio, por única vez, los helados calientes, moda que se transmitió a Rancagua a través de la radio y que duró menos de un mes: era una mezcla absurda. Fracasaron estruendosamente. En Santiago almorzamos un día en el restaurante Germania. El tío Isidoro, que iba con nosotros, pidió erizos y de pronto vimos que se le asomaba por la boca un animal negro parecido a una jaiba, que huía de la caverna humana caminando por encima de la lengua. El tío Isidoro se reía de nuestras caras de espanto, la mía y la del Vitorio, y también la de mi mamá, no así la de mi papá, hasta que cerró la boca, aplastó al bicho contra el paladar y se lo comió. En Santiago vimos a Los cinco latinos, a Los santos y a La caravana del buen humor, en el auditorio de la radio Corporación. Allí también visitaba año a año al doctor Schifrin para que revisara si mi soplo al corazón avanzaba o seguía estancado, acechando. En Santiago mis papás se descuidaron y me dejaron solo al otro lado de la calle, a la salida de la Estación Central. Pude atravesar cuando un carabinero detuvo el tránsito especialmente por mí.
Pero aun esa gran fantasía hecha realidad una o dos veces al año, Santiago, pasaba a segundo plano si se la comparaba con una prueba para la selección. Incluso un rotativo con películas de jovencitos y de monos animados era sacrificable por una prueba en la selección. Hasta el día del cumpleaños. La Nochebuena con sus días previos tal vez no; ante tal disyuntiva habría que afinar la memoria para desempatar.
La prueba para la selección consistía en llegar a un centro deportivo, apenas comenzada la tarde, aceptando de buena gana el llamado del profesor. Allí se juntaban todos los niños de la escuela a quienes les gustaba el fútbol, que eran casi todos los alumnos, por no decir todos, salvo uno que otro como el Pierré o el guatón Berríos, que por vocación y genética eran malos para los deportes y por ser malos, lógico, evadían el fútbol. Las canchas de pasto estaban llenas de niños de todas las edades; vale decir, de ocho a 13 años, y los balones de cuero del tres al cinco volaban en una y otra dirección, mientras el profesor revisaba su cuaderno con un pito en la boca y los equipos se empezaban a formar.
Ignoro si hoy las pelotas de fútbol tienen número, pero antes sí lo tenían, y el número era muy importante. Las del uno casi no existían, creo que solo en una ocasión vi una con mis propios ojos: era casi del porte de una pelota de tenis, acaso un poco más grande. Por lo tanto, no se consideraban. Las del dos se usaban para jugar en los patios, pero tampoco eran masivas. Las verdaderas pichangas comenzaban con las pelotas del tres, de un tamaño realmente infantil, especial para dar puntetes o intentar vencer las leyes del chanfle. Como seguían siendo pequeñas eran lobas, no les obedecían lo que uno desearía a los pies. Las del cuatro eran las más populares. Venían siendo lo que significaban las del cinco para los grandes. La proporción con el pie infantil era perfecta. Las del cinco eran las profesionales. Solo se usaban en los partidos oficiales, por los puntos. Era un orgullo jugar uniformado a los ocho años en una cancha a todo lo largo, con árbitro, arcos con mallas y una pelota del cinco en equipos de once contra once. Lo hacía sentirse a uno un pequeño as, a pesar de que la pelota apenas saliera expulsada al dar el chute con toda la fuerza.
Esa tarde la cancha número uno se designó para los partidos de prueba y la número dos quedó para entrenamiento. Cuando los equipos salieron a la primera yo iba en uno de ellos y el Lucho ya se había arrimado al profesor. El primer partido de la tarde correspondía a la cuarta infantil; es decir, los más pequeños entre los pequeños, chiquillos de ocho a nueve años. Yo debo de haber tenido menos que eso, unos siete años, porque evidentemente era el más bajo de todos. Siempre me ha intrigado que durante la infancia los niños chicos resulten más simpáticos que los altos, los gordos y los flacos esqueléticos. En mi caso, ese prejuicio me era favorable y creo que a la larga el espejismo dejó huella: hoy, con mi estatura media, mis valores intrínsecos no me convencen y presiento que en algún momento fui engañado, me hicieron creer cosas que no era. De todos modos esa tarde contaba con un ángel protector. Con esa falsa inocencia de un niño de diez años, el Lucho le iba resaltando las virtudes de su primo hermano al profesor, sin decirle que era su primo hermano. Me imaginaba que le hablaba con voz firme y convencimiento, a juzgar por su manera de gesticular, que yo advertía desde la cancha. Sus consejos caían inexorablemente en tierra fértil y el profesor anotaba en el cuaderno, nótese que el adverbio nos subraya que no siempre el destino es trágico.
El Lucho me indicaba con el dedo y el profesor tomaba apuntes. Después de eso vino el penal.
Hubo en efecto un foul dentro del área y el referee cobró la pena máxima a favor de nuestro equipo. No recuerdo la razón, mas de pronto me vi ante los doce pasos, frente al arquero. Tomé vuelo, le pegué de puntete, la pelota se levantó e hizo inflar la red, tornando estéril la volada del goalkeeper. Fue un chute perfecto, al centro del arco, casi a ojos cerrados, y con los días creo que me lo relaté varias veces a mí mismo con esas mismas palabras, que por lo demás eran las que usaba Darío Verdugo en la radio Cooperativa Vitalicia.
El profesor ya había anotado, a instancias del Lucho, mis condiciones de velocista, mi juego por la punta derecha al estilo de Mario Moreno, con las medias caídas, y sobre todo el elemento distorsionador de la estatura. Yo sabía además que estaba jugando bien, porque esas ocasiones en que me hago notar siempre han constituido mi alimento. Me reconozco un apasionado frío, como esas bestezuelas que ven pasar la vida a través de un recoveco.
El partido terminó y el profesor me notificó que había quedado en la selección. El Lucho lo tomó como un triunfo personal y corrió a felicitarme pero volvió de inmediato junto al profesor, porque le tocaba el turno a su hermano. El Julio jugaba en la tercera infantil y era un tanto acaballado, algo tosco, de manera que los discursos del Lucho el profesor no se los tragaba tan fácil, aunque iban haciendo mella, al constatar, gracias a las palabras del niño que tenía al lado, que la entereza de ese jugador, sobre todo las chuletas de ese jugador que juega de cinco, profesor, ese de los cachetes colorados, generan respeto y hasta temor en el equipo contrario, fíjese, profesor, se llama Julio Mardones. De manera que un poco a su pesar y un poco convencido, finalizado el segundo encuentro el profesor anotó el nombre del Julio en la selección y el Lucho corrió a felicitarlo.
Ahora venía el turno del Lucho en la segunda infantil.
Salió vestido de arquero y jugó todo el partido, pero como nunca llegaron a su arco, salvo en una o dos ocasiones en que la pelota se paseó por el área sin mayores consecuencias, no pudo demostrar sus dotes y el profesor lo dejó fuera de la selección. Cuando vino a increparnos por nuestra falta de solidaridad, el Julio y yo seguíamos jugando, ahora en la cancha de entrenamiento. Escuchamos sus quejas airadas por no haberlo recomendado al profesor, sus indecentes epítetos, sus recriminaciones; nos hizo ver el egoísmo de nuestro actuar y eso fue todo, no había nada más que hacer.
En rigor, la anécdota fue esa y el recuerdo debiera parar aquí; pero la pluma se niega a volver a su sitio. El Lucho nunca logró formar parte de la selección de fútbol de la Escuela 1 en ninguna de las categorías, pero pocos años después después descubrió en el básquetbol y la natación su real vocación deportiva. Era admirado por las liceanas por su pelo ensortijado, sus mejillas rubicundas y su estatura de tallarín. Cada vez que encestaba en los grandes partidos contra el Instituto O'Higgins bajaba la vista y sonreía, asorochado, mientras se dejaba admirar.
En cuanto a la selección, no recuerdo un solo partido en que yo haya descollado. Me sucedió lo de siempre: al acceder al grupo de privilegio me replegué, temeroso, sintiéndome menos que los demás, y no lucí mis talentos. El único recuerdo que me quedó de ese paso por el fútbol escolar fue el de aquel día de noviembre, por esta misma fecha, en que por la mañana comí kilos de ciruelas verdes en el árbol de la abueli, por la tarde fui a jugar por la selección y cuando me aprestaba a volver sentí un violento retortijón. En vez de entrar a un baño del estadio decidí correr a todo pulmón a mi casa. Andaba de pantalón corto y me cagué a la primera cuadra; tuve que atravesar la ciudad completa con las piernas chorreadas, pasando por el centro, antes de que mi mamá me recibiera en sus brazos.

miércoles, octubre 19, 2011

Lo que no le fue revelado

En una isla de los mares australes de Chile, de esas perdidas en el mapa, vivían en variable armonía poco más de 200 habitantes de un pueblito consumido por la lluvia y el frío. A falta de párroco, la madera de la iglesia se fue carcomiendo por la humedad y los insectos, de modo que la gente optó por rezar en sus casas al atardecer. Tras las oraciones, los espíritus menos espartanos del género masculino se dirigían a la taberna, donde en animada charla o casi en completo silencio devoraban las horas, hasta que el tabernero les daba las buenas noches y tomando sus correspondientes senderos, que se conocían de memoria, regresaban a sus moradas sin hacer uso de sus linternas, a pesar de la oscuridad.
Destacaban en el grupo tres curiosos habitantes. Era uno de ellos un maestro que luego de jubilar había decidido vivir sus últimos años en esas tierras. Era, desde ese punto de vista, un nortino, un hombre de ciudad, un forastero. La desconfianza inicial que le regaló el villorrio pronto fue rota por la templanza y calidez de su carácter, que aunque sacaba a relucir una cólera soberbia cuando era agredido, sobresalía en general por su grandeza de corazón, propia de aquellas almas que desarrollaron un apostolado que acumuló dulzura de sobra en sus vidas.
Hízose amigo el profesor casi de inmediato de un hombre pequeño, de maneras caballerosas y sobresaliente discurso, aunque repleto de fuego interno alimentado por el rencor y las pasiones. Era una especie de jefe de la isla, nunca se supo exactamente bien su cargo; el hecho es que el verdadero dueño, que vivía en la zona central del país, le había encomendado administrar el insignificante territorio. El hombre minúsculo debía rendirle cuentas de su hacienda una vez al año.
Completaba el trío un habitante originario de la isla, hombre tosco pero no rudo, terco mas no imbécil, imbuido de esas ansias de conocimiento que solo se dan entre quienes viven encerrados dentro de un cuadrado. Trabajaba para el hombre minúsculo y su labor era contarle diariamente sobre "las cosas de la isla", definición ambigua que -tras contratarlo en calidad de informante- su superior le formuló se diría que a propósito. En la isla muchos rumoreaban que el informante era una especie de soplón que se había ganado el cariño del patrón a punta de llevarle datos, confidencias, cahuines y hasta mentiras y calumnias; otros tantos lo exculpaban argumentando que hacía su trabajo decentemente. Y había quienes lo apreciaban de verdad.
Cada noche el tabernero disponía una botella de vino para ellos. La hacían durar generalmente hasta cerca de las doce de la noche y no pocas veces pedían una segunda y hasta una tercera, que dejaban marcada cuando el tabernero comenzaba a carraspear; entonces pedían la cuenta, se ponían de pie y se iban, cada uno guardando sentimientos diferentes en su corazón. El maestro se marchaba satisfecho y como caminaba algo entonado, solía rozar la vegetación de los bordes del sendero y llegar a su casa con los pantalones empapados de arriba abajo, a pesar del impermeable, lo que no pocas veces desembocaba en afectuosas reprimendas de su mujer. El hombre minúsculo se retiraba cabizbajo, a veces risueño, otras airado. Si la negrura de la noche no hubiese sido completa, definitiva, de vez en cuando se le habría visto dar golpes al aire con los puños cerrados. El informante, en cambio, retornaba con una gran ansiedad originada en la insatisfacción, pues sus dudas crecían a medida que iba tomando conocimiento de ciertas cosas que antes ignoraba.
Durante el día cada habitante de la isla hacía lo suyo. La mayoría se arriesgaba a desafiar al mar, eran pescadores temerarios que gozaban del placer infame de la adversidad. Normalmente su premio consistía en descargar desde los botes róbalos, merluzas, congrios, corvinas y sardinas, que le vendían al tabernero o preparaban para ellos mismos y las demás familias a módico precio, o ahumaban para los tiempos difíciles del invierno, aquellos en que el mar les cerraba la puerta con grosería desde la misma playa. Muy de tarde en tarde el premio era absoluto. De cinco botes volvían cuatro. Las mujeres, que oteaban desde un acantilado estratégico, siempre angustiadas, distinguían con sus vistas de águila, por ausencia, el bote faltante y entonces abrazaban a la nueva viuda, a quien intentaban consolar con un extraño pésame. "Recibió el beso del mar, el niño está crecido". De ese modo el pueblo daba por iniciado el ceremonial de reemplazo del pescador por su hijo, ceremonial que tras el funeral simbólico culminaba por la noche, cuando el niño, vestido de pantalón largo, entraba a la taberna y compartía un vaso de aguardiente con los mayores, quienes bebían de pie, a su salud.
Otros pescadores, los menos arriesgados, vivían de lo que les entregaban los roqueríos y las profundidades accesibles; vale decir de locos, machas, ostras, jaibas, choros y peces de orilla. A diferencia de sus hermanos de mar adentro, que lucían pieles bronceadas y limpias, aunque resquebrajadas por el sol, el viento y la sal, los de orilla ostentaban vistosas cicatrices producto de sus contínuos choques contra las rocas, a raíz de la fuerza de las mareas que se veían obligados a enfrentar. Eran marcas de fuego que cultivaban inconscientemente, para que no los llamaran cobardes.
Había unos pocos cazadores; se internaban isla adentro y volvían varios días después con pájaros que mataban con hondas, más alrededor de una docena de conejos que caían en sus trampas. Bien vistas las cosas era el oficio menos peligroso de todos, pero gozaban de la secreta admiración de las mujeres, por ser aventureros; es decir, minoría.
Las mujeres se dedicaban a la casa y cultivaban hortalizas en invernaderos cuyas protecciones de plástico debían reponerse al menos cada dos semanas debido a las ventoleras que azotaban la costa.
El día del terremoto encontró a los tres amigos en la taberna. Eran cerca de las dos de la mañana cuando la tierra empezó a temblar. Al principio se miraron entre todos, sin hablarse. Era noche de sábado, la taberna estaba llena. Cuando se hizo evidente que la fuerza era superior, atávica, unos pocos se arrimaron a la puerta y otros salieron a la intemperie y vieron con sus propios ojos cómo las altísimas copas de los árboles se batían a duelo entre ellas; en tanto, el tabernero se abrazaba a la estantería de los licores, tratando de salvar los que pudiera, a riesgo de que le cayeran las botellas y el mueble entero encima. Terminado el movimiento, que duró entre dos y tres minutos, vino la hora de las decisiones. Allí se comprobó que el hombre minúsculo no había nacido para lidiar con casos como el que por su rango le estaba tocando dirigir. Entró en demasiadas contradicciones, no hallaba por dónde empezar ni cómo organizar a la gente. El informante hubo de recordarle que la naturaleza le había enseñado a la isla que luego de un terremoto como ese sobreviene un maremoto aún más dañino. Apenas el maestro escuchó esta frase corrió a buscar a su mujer, pues su casa, junto a las de los pescadores de orilla, estaba ubicada cerca de la playa, contradiciendo la antigua costumbre de edificar en el bosque que subía hasta el acantilado, para protegerse tanto del mar como del viento. Alcanzó a llegar minutos antes de que se produjera la catástrofe. Halló a su mujer tiritando, con la Biblia en las manos. La tomó suave pero resueltamente del brazo y se la llevó hacia las alturas. Caminaron más rápido de lo que jamás hubiesen imaginado y cuando lograron acceder al promontorio donde se reunía el pueblo entero fueron testigos de una visión apocalíptica: el mar se había recogido unos tres kilómetros y en su lugar, iluminado por la luna, surgía el destello escamoso de miles de peces que se revolcaban en la arena, a punto de la asfixia. Reinaba un silencio desconocido para los árboles de la isla, que no agitaban una sola rama, permitiendo oír un ronquido extraño y profundo que emanaba desde lejos. Era la voz del mar que anunciaba su regreso, como si volviera a consumar una venganza contra los atrevidos que lo habían expulsado abruptamente, lo habían obligado a recogerse, a humillarse ante las demás fuerzas de la naturaleza. El mar arrasó con todo lo que halló a su paso y los peces pudieron reintegrarse a su ambiente natural, mezclados con tablas y techos de alerce, sillas, salamandras y zapatos de cuero.
Hubo dos muertos y tomó varios meses reconstruir el muelle, los senderos más bajos y las casas desaparecidas. La ensenada adoptó una nueva forma y los pescadores de orilla procedieron, contumaces, a levantar sus viviendas casi a ras de mar, pensando que no antes de cien años la isla padecería el azote de otro maremoto. El maestro y su mujer, en tanto, optaron por arrendar una pequeña casa en el bosque, que había quedado vacía cuando la viuda que la ocupaba decidió irse a vivir con su hermana menor. En las labores de reconstrucción de la isla el hombre minúsculo sí que desempeñó un papel sustancial. A su cerebro le venía de perillas la planificación reposada y como desde el continente llegó ayuda material, pronto el trabajo conjunto y sabiamente organizado convirtió las huellas del terremoto y maremoto en unas pocas marcas, visibles expresamente para conservar la memoria histórica.   
Ese año la isla vivió su otro gran fenómeno. Un crucero de lujo recaló a unos dos kilómetros de la costa y los turistas descendieron en botes a conocer tan escondido territorio que, luego se supo, el capitán les describió como "una isla virgen, sin contacto con la civilización, una isla de salvajes". Tras la natural desilusión de los norteamericanos, japoneses y europeos que viajaban en la nave, al ver que los habitantes se parecían a cualquier otro ser humano, vino una oferta del mismísimo capitán, que encendió los ánimos de los isleños jóvenes. Les ofreció siete cupos laborales en el crucero, tres para ayudantes de cocina, dos para el aseo, uno para la percusión secundaria del grupo musical y uno para servicios varios. Los muchachos, que jamás habían pensado salir del lugar, entraron en ebullición y rápidamente organizaron un concurso interno para llenar las vacantes. Ni se les ocurrió que antes necesitaban de la aprobación del Consejo y cuando chocaron las dos fuerzas, la juvenil resultó superior, pero con el tiempo eso produjo catastróficos resultados. Los seleccionados se embarcaron por la tarde y prometieron escribir. Los que se quedaron adoptaron un aire de resignación y hasta de alegría, mas con los días muchos de ellos, la mayoría, comenzaron a entrar al unísono en una condición que el hombre minúsculo inmediatamente diagnosticó como de depresión profunda. Hechas las entrevistas correspondientes a los afectados y a sus padres llamó a sus dos amigos a discutir el tema en la taberna. Así entonces, cuando los tres se reunieron esa noche, había una misión que analizar y discutir.
El tabernero, vivamente interesado en el tema, pues dos de sus hijos habían escuchado el canto de las sirenas, siendo uno de ellos arrastrado por ellas y el otro sumido en la tragedia del fracaso por culpa de ese mismo canto, quiso emitir opinión. El trío decidió escucharlo para aumentar las posibilidades de remedio del problema, pero pronto se dieron cuenta de que sólo oían lamentos de padre que, por muy sinceros que fuesen, no contribuirían en nada a sacar a la isla de su nuevo estado, estado que se balanceaba entre la recesión y la revolución; o sea, entre la pesadumbre y la ira, fenómenos ambos causados por la frustración. El tabernero les hablaba con el corazón; en aquellos momentos resultaba el órgano más inapropiado para resolver el puzzle planteado por el capitán y su crucero. Sin embargo fue escuchado y consolado. El maestro le hizo ver que el hijo viajero enfrentaría nuevos mundos que le abrirían los ojos y que el hijo derrotado aprendería tarde o temprano de su fracaso. Nada estaba escrito en esas dos vidas y bien pudiera ser que al final el más exitoso resultara ser el derrotado. El hombre minúsculo le agregó que escribiría al dueño de la isla para que éste se comunicara con la compañía propietaria del crucero, de manera de hacer que la nave volviera cada dos o tres años a renovar la cuota de isleños que a partir de ese momento conformarían la tripulación, estableciendo una especie de sistema de becas que serviría para aumentar el prestigio mundial de la firma naviera. El informante, que lo conocía no mejor, sino más, se limitó a palmotearle la espalda. El tabernero les sirvió la segunda botella con una expresión de melancolía que ellos nunca habían visto en su rostro, y luego retornó a la barra a atender a los demás clientes.
Esa noche los tres amigos se habían sentado en el rincón más apartado para hablar con mayor libertad de este crucial tema, el de las consecuencias que arrojaría la apertura del horizonte en los jóvenes isleños. Cuando el informante iba a tomar la palabra la taberna entera escuchó un grito desgarrador proveniente del bosque. Era una mujer, anunciaba que habían empezado las reyertas y que un muchacho de pantalones cortos estaba botado a la orilla del camino principal, echando sangre por la boca entre estertores. Algunos pescadores bajaron a mirar, pensando en sus propios hijos. El joven ya había muerto. Lo rodeaban unos siete chicos, varios de ellos de pantalones largos, y la versión resumida por ellos fue una sola: él tuvo la culpa, todos tuvimos la culpa, nadie tuvo la culpa. El velorio fue más triste que todos los anteriores, porque el pueblo adivinó que esa muerte no cerraba capítulo alguno, sino que abría una historia de alcances inimaginables. Hubo además un pacto. Esa muerte y las que probablemente vendrían no saldría de los límites de su territorio. El hombre minúsculo aceptó el trato con gran incomodidad; lo aceptó porque no tenía otra salida. Lo habían obligado a jurar poniendo una mano en la Biblia. El hombre minúsculo tuvo esa vez la primera señal de que había dejado de ser el mandamás. Desde ese momento pasaba a ser un rey de papel.
Los funerales del muchacho se realizaron a la noche siguiente. No fue sepultado sino arrojado al mar desde el acantilado, envuelto en una bolsa con piedras. Cayó medio a medio de las olas, entre dos inmensos roqueríos. Casi toda la isla se hizo presente y la oportunidad de evadirse del ritual fue aprovechada por los tres amigos, quienes vieron luz en la taberna y entraron, decididos a retomar el grave asunto que había quedado inconcluso la víspera. Se sentaron de nuevo en el lugar más apartado, esta vez como prueba inequívoca para el tabernero de que no querían ser molestados. El tabernero les llevó la botella marcada poco más abajo del cogote, sirvió tres copas y se retiró con aire resentido. Había aprendido la lección, pero le dolía que la pena que lo embargaba a él mismo pasara a engrosar el mundo de los recuerdos olvidados y que esos tres clientes, entre los que se contaban un forastero, un rey de papel y un eventual soplón (pensaba en esas características con resquemor), se concentraran en sus propios asuntos, sin siquiera intentar un consuelo. Todo eso que sentía el tabernero lo adivinó el informante de una ojeada, pero se mantuvo fiel al grupo.
Inició la conversación, como siempre, el informante. Haciendo preguntas, ya se sabe. Al recordar el cambio provocado por el paso del crucero preguntó qué iba a ser del pueblo. Tanto el maestro como el hombre minúsculo entendieron que la pregunta se refería, en lo inmediato, a la muerte del muchacho a manos de sus amigos, de modo que fue el maestro quien dio su parecer a continuación. Tras beber un largo sorbo y comentar que el vino había mejorado con el transcurso de las horas, tal vez por haber "respirado lo suficiente", lamentó con sinceridad la tragedia del joven, a quien meses atrás había enseñado una lección. El hombre minúsculo se interesó vivamente por el caso y quiso saber detalles. El maestro les pasó a contar que meses atrás caminaba por uno de tantos senderos que llevan a la playa, en uno de sus acostumbrados paseos matinales, cuando sorprendió al muchacho masturbándose detrás de unos arbustos. El muchacho se dio cuenta y huyó, avergonzado. Días después se encontraron en la playa y el maestro lo saludó cortesmente. El chico le dio las gracias y volvió a huir. A la semana siguiente se toparon en la playa y el joven de nuevo le dio las gracias. Esta vez el maestro lo detuvo y le preguntó a qué se debía su extraña conducta, eso de dar las gracias y escapar. Costó unos buenos minutos sacarle al muchacho la verdad, porque estaba cohibido. Finalmente le confesó que el primer día había pensado que él lo acusaría a sus padres y que eso lo aterrorizaba. Cuando comprendió que el maestro no había abierto la boca se sintió en deuda y por eso actuó así. Ahora que se lo revelaba sentía alivio. El maestro sonrió, lo abrazó con ternura y le explicó que ese día él no había hecho nada malo y que su único pecado fue no haber tomado mayores precauciones. Con gran delicadeza se fue internando en la esencia del problema, que parecía ser el terror que al muchacho le inspiraban sus padres. Éste le confesó que se sentía culpable de causarles la mínima incomodidad, debido a que ellos lo daban todo por él, al menos eso era lo que veía. Su madre trabajaba el día entero en la casa, cocinando, limpiando, lavando, cuidando la huerta, alimentando a las gallinas; su padre era uno de los más viejos pescadores de mar adentro y cualquier día el mar le cobraría el crédito a largo plazo. Como ese día no llegaba el muchacho se sentía cada vez más culpable, porque no se podía poner los pantalones largos y seguía siendo un niño para su familia y para la isla. Era el hijo mayor y sus hermanitos ya comenzaban a burlarse de él. El maestro entendió que el tema era serio, ya que lo que en realidad deseaba el joven era que su padre muriera, para dejar de ser un lastre, mas ese solo pensamiento le retorcía los intestinos y lo tenía en un estado difícil. El maestro entonces cargó sus dos manos en los hombros del muchacho, lo miró fijamente y le explicó que el destino dispone un tiempo para que se cumplan sus designios y que ese tiempo no pertenece a la naturaleza humana, sino a la naturaleza divina, de modo que si él hacía lo posible por satisfacer los sueños de sus padres, como de hecho ocurría, podía dormir tranquilo, mientras el destino no lo llamara "a jugar un nuevo papel en el carrusel de la vida". El hombre minúsculo sonrió levemente al escuchar la última frase pronunciada por el maestro con una pequeña traba en su lengua, se hizo un nuevo brindis y se ordenó otra botella, acompañada esta vez de un róbalo escabechado con papas cocidas. El informante contó que el muchacho había muerto en una apuesta, fue todo lo que logró saber, porque los demás jóvenes se empeñaban en guardar el secreto. Antes de que el tabernero les sirviera el pescado, y quizás por la felicidad que le provocó la perspectiva de la cena con vino y amigos, el informante se sintió abatido y enclaustrado; de pronto se levantó y declaró que tenía que salir un momento al aire libre. El hombre minúsculo y el maestro le preguntaron si le pasaba algo y el informante les contestó una vaguedad; ambos lo miraron con preocupación cuando salió de la taberna.
El informante bajó trotando hacia el muelle; era un camino que ordinariamente le tomaba diez minutos pero que esta vez hizo en cinco. No sabía exactamente lo que buscaba, pero al llegar lo tuvo claro. A pesar del frío y de unos goterones que anunciaban noche variable -las nubes se iban combinando, revolviéndose y separándose con el correr de los minutos, dejando ver cada tanto la luna creciente y el paso de aves nerviosas que se recortaban sobre ella- se desnudó y se arrojó al mar, dispuesto a aguantar lo que le permitiera su carne. Nadó por necesidad, para entrar en calor. Cuando estuvo a unos cien metros del muelle, entre los dos inmensos roqueríos que le servían de puntos de orientación, sintió un estruendo: era la bolsa con piedras que contenía el cuerpo del muchacho y que caía al mar desde el acantilado. La bolsa intentó flotar y se hundió lentamente. Dos pájaros levantaron vuelo, el informante nadó en torno al espacio donde cayó la bolsa y regresó a tierra firme, mientras desde el cielo se desataba una tormenta. Ascendió lleno de bríos y ánimo renovado, cubierto de mar y lluvia. Cuando llegó a la taberna la luz estaba apagada y sus amigos se habían ido.
En las semanas que siguieron la isla no experimentó novedades de tipo social. Un temporal inacabable dejó en suspenso el gran cambio que se gestaba. Los frentes se sucedían uno tras otro, con lluvias torrenciales y vientos espantosos que arrancaban árboles de cuajo; es un decir, siempre se dice lo mismo, pero así es la memoria, olvida fácilmente la crisis o le parece que cada nueva crisis es superior a las anteriores. En este sentido debe levantársele un monumento a la experiencia del miedo, una de las pocas a las que el cuerpo no se logra acostumbrar, a pesar de que cuando la sensación se acaba la mente aterriza y coloca al momento vivido en su sitio verdadero en el ránking del recuerdo. Aun así los tres amigos, los únicos que se atrevían a desafiar al tiempo, se las arreglaron para reunirse en la taberna, ya que su necesidad de vivir la amistad era irracional y más grande que todo. Las puertas de la taberna se abrieron sólo para ellos y el tabernero los recibió con unos ojos explosivos, los ojos de alguien que está a punto de volverse loco por el encierro. Encendió fuego en el horno, amasó el pan y mientras se cocinaba bajó de la viga un pescado ahumado que sirvió con cebollas crudas aliñadas con sal gruesa, vinagre de manzana y aceite de oliva. Enseguida descorchó una botella "por cuenta de la casa" y se largó a hablar como un río correntoso, sin que nadie lo pudiera parar, durante unos veinte minutos. Tenía el alma hinchada de pensamientos y necesitaba eliminarlos. Los tres amigos entendieron su problema y lo escucharon atentamente, mientras el pescado y el vino iban desapareciendo ante su vista. Cuando el pan estuvo listo el tabernero pareció volver a sus cabales. Fue al armario, sacó un trozo de queso, un salame, bajó otro pescado de la viga y descorchó la segunda botella. Entonces hablaron del temporal, de "la maldita isla", de los mares australes y cada uno recordó asuntos que se le vinieron a la cabeza. El tabernero, que poco a poco se sentía mejor, dando paso su amabilidad compulsiva de los primeros instantes a una alegría cálida y sincera, contó que su vivencia más extraordinaria la tuvo en su época de juventud, cuando era pescador. Cierta madrugada, echada la red, de pronto vio venir un temporal. Era una sola nube negra, sin matices, como muralla de edificio que empezó a cubrir el cielo. Recogió la red, apenas contenía unos cuantos peces, y remó hacia la playa con todas sus fuerzas, pero algo lo hizo darse vuelta. Era una enorme ballena azul que salía a la superficie, a pocos metros de su embarcación. Justo entonces desde el cielo, ya completamente negro, nació un rayo que recorrería por lo menos un kilómetro, sino más, para caer sobre el lomo del cetáceo, carbonizándolo al instante. El tabernero, todavía asombrado por el recuerdo, comentó que en el último segundo el rayo, que venía hacia él, se había desviado hacia el peso mayor, de modo que concluyó, convencido, que la ballena le había salvado la vida.
El hombre minúsculo dijo, asombrado de veras, que le parecía una historia increíble, pero que por ningún motivo se atrevería a dudar de ella y ofreció un brindis por el tabernero. Los cuatro alzaron sus copas y bebieron al seco. Luego las copas se volvieron a llenar. El hombre minúsculo relató a continuación su propia experiencia imborrable relacionada con la lluvia, "bastante menos espectacular que la de nuestro anfitrión", se disculpó con elegancia, obligando a los demás a presionarlo para que contara su anécdota, con frases de apoyo. De esta manera pasó a narrar que hace unos doce años, mucho antes de llegar a la isla, y desempeñándose como jefe de comunicaciones de una gran compañía salitrera, le correspondió organizar una gira periodística a las plantas de María Elena y Pedro de Valdivia, en pleno desierto de Atacama. Con su habitual maestría adornó el relato con descripciones de personajes y ambientes, que eran las que les daban el verdadero sabor a sus historias. Dijo, por ejemplo, que la primera noche y por indicación suya al momento de cursar la invitación, todos los periodistas debían reunirse al momento de la cena vestidos de terno y corbata. Y así se hallaban en esa oportunidad, en efecto, alrededor de una vieja mesa ovalada de roble dispuesta en el centro del salón, siguiendo la tradición de los antiguos dueños ingleses de la salitrera. Las cortinas estaban corridas; desde el salón se advertían frondosos tamarugos, únicos árboles en aquella zona del desierto. Estaban dispuestos a hacerle honor a la abundante cena cuando el hombre minúsculo notó que faltaba un comensal. Era un joven reportero que compartía habitación con otro que trabajaba para la televisión y que al ducharse se había pasado a llevar la frente con la regadera, ocasionándose una herida sobre cuyas características todos bromearon que a la vuelta no iba a saber justificar ante su esposa. Comisionado por el grupo, el herido fue a la habitación a apurar a su compañero. Cuando entró lo halló sentado en la cama, los codos apoyados en las rodillas y las manos en la cara, con una expresión de general decaimiento. Le hizo ver que la cena estaba servida, pero el joven reportero no le contestó. Le preguntó qué le sucedía y tras unos momentos de indecisión éste se atrevió a contarle que la maleta se la había hecho su mamá y que dentro de ella no venía ninguna corbata, por más que buscó, como en efecto lo delataba un alto de ropa sobre la cama, de modo que le pedía por favor que pretextara ante el grupo que estaba sufriendo una indisposición gástrica. El herido volvió al salón, relató la historia, se produjo una risotada y el asunto se resolvió en segundos, cuando otro periodista fue a su habitación y sacó una corbata de repuesto, que le ofreció gentilmente, aceptándola el joven reportero con mucho gusto, ya que su apetito había crecido ostensiblemente.
El maestro le insinuó al hombre minúsculo que, por lo que había entendido, su historia trataba de una lluvia. Este le dijo "para allá voy" y continuó el relato. Contó entonces que a la mañana siguiente el grupo salió temprano a conocer las plantas salitreras, comenzando por la de Pedro de Valdivia y terminando en la de María Elena. Había visto tantas veces lo mismo, con otras delegaciones, que mientras los periodistas oían la disertación de uno de los gerentes, provistos de cascos y ubicados en una esquina de un galpón lleno de polvillo blanco, él sintió la necesidad de escaparse. Tomó un vehículo y llegó a un barranco desde el cual se veía, a unos 300 metros de distancia, una serpiente de agua que cruzaba el desierto: era el río Loa. Bajó y al llegar al río, que es como decir un arroyo cualquiera en otro punto del país, se sacó la ropa y se bañó en un pequeño pozo creado naturalmente por una conjunción de rocas. El agua era cristalina y estaba increíblemente helada, pero arrastraba unos componentes químicos que le ensuciaron la piel, quedando como si se hubiera echado barro amarillo. Entonces, de la nada, comenzó a llover. Caía el agua del cielo como gasa húmeda; luego distinguió las gotas y al rato era una lluvia común y corriente para su recuerdo de oriundo del valle central, pero extraordinaria para los antecedentes históricos del desierto de Atacama, lluvia que se mantuvo durante todo el día, dañando buena parte de los caminos y obligándolo a modificar la agenda del programa: las visitas de la tarde se suspendieron y la delegación se concentró en la casa de huéspedes, donde mataron la tarde bebiendo whisky, jugando a las cartas y contando anécdotas.
El maestro se disponía a relatar su propia historia cuando el hombre minúsculo lo interrumpió suavemente para indicarle que su recuerdo no terminaba allí. En ese instante se ordenó una tercera botella y el tabernero corrió a buscarla, tratando de no perderse detalle de lo que faltaba del relato, aunque no fue necesario que parara tanto la oreja, ya que el hombre minúsculo decidió esperarlo a él y a la botella. Se descorchó, se llenaron las copas, el maestro comentó que le parecía que el vino estaba más áspero que el anterior, siendo de la misma marca y cosecha, y el hombre minúsculo reinició su historia. Dijo entonces que unos seis a ocho meses después de ese acontecimiento le correspondió acompañar a una nueva delegación al mismo lugar, y que se maravilló al encontrar el desierto tapizado de flores. Era como si un avión hubiese lanzado chorros de pintura de los más diversos colores, alfombrando la tierra hasta la base de la cordillera de los Andes y dejando únicamente dos serpientes azules que se arrastraban entre la paleta de colores: eran el río y la carretera de asfalto. Había sido un testigo privilegiado del desierto florido y en homenaje a aquel día de lluvia en que se bañó en el Loa, acabada por la noche la cena "de terno y corbata", abrió dos botellas de whisky etiqueta azul para sus invitados.
El informante tomó la palabra antes que el maestro y pasó a contar que la experiencia vivida por el hombre minúsculo le recordaba una que había vivido él mismo días antes, en la isla. Al igual que su amigo, él también sintió la necesidad urgente de escaparse, pero no se atrevió a confesárselas, ni en ese momento ni después. Lo que lo asombraba, trató de precisar, relativamente alterado, era que el hombre minúsculo tomara esa necesidad de huir de su grupo de invitados a las salitreras como algo natural, en circunstancias que él traducía su experiencia de esa noche en la taberna como algo extraño, casi enfermizo, digno de guardar en secreto. El maestro y el hombre minúsculo sonrieron al unísono ante esta candorosa confidencia y comentaron que ya les parecía que esa noche algo raro le había pasado, aunque no le dieron mayor importancia. El informante les explicó que a su juicio las personas deben tratar de conservar la calma y no dar a conocer sus emociones, aun si están entre amigos, porque la vida privada es de cada uno y las cosas de la mente cuesta explicarlas, de modo que esa noche bajó a la playa a nadar porque quería darle una salida a su inesperada angustia y no halló forma mejor que esa para hacerlo. Los amigos entendieron su hipótesis, aunque no la compartían, y los tres bebieron otra copa. El tabernero solo escuchaba; daba la impresión de que le aburría el relato del informante. Este culminó la narración contándoles lo que había visto en medio de las olas; es decir, la caída del cuerpo envuelto en la bolsa con piedras. El clímax de su relato resultó apresurado y la historia acabó abruptamente, sin estilo. Tras contarla el informante se sintió ansioso, como en desacuerdo consigo mismo, como si quisiera seguir hablando, pero sin saber de qué. Los amigos comentaron algo sobre las casualidades y entonces el maestro tomó la palabra. Refirió una anécdota fallida, ya que partió de la base errada de que sus dos amigos conocían al personaje y la circunstancia que lo envolvía, de modo que  la falta de contexto la tornó poco menos que indescifrable. Trataba de alguien, al parecer un amigo al cual le debía un antiguo favor y a quien había invitado a pasar una temporada en su departamento en la playa. Dijo así: un día mi amigo intentó hacerse el simpático y le quiso dar una tierna sorpresa a mi mujer, llevándole a la cama la bandeja con el desayuno. Mi mujer despertó de repente y al ver frente a ella al bobalicón mirándola fijamente a los ojos soltó un alarido y estiró los brazos en afán de defensa, derramando el contenido de la bandeja sobre la colcha. El informante le preguntó si se trataba de ese amigo chicoco colorín del que hablaba a veces y el maestro respondió a media voz que sí, tratando de no ofender al hombre minúsculo por el asunto de la estatura. El informante le preguntó si había algún antecedente erótico en el historial de ese amigo; el profesor terminó por molestarse y lo trató de tonto, le dijo que nunca entendía nada. El informante protestó por la descalificación de que había sido objeto y buscó la complicidad del hombre minúsculo, pero éste solidarizó tácitamente con el profesor, a juzgar por las carcajadas que le dedicó al informante. Éste insistió en que faltaban detalles para formarse un juicio cabal sobre la historia. El profesor hundió más el dedo en la llaga y declaró que "el inteligente no precisa detalles de lo que no le fue revelado, los intuye". El informante contraatacó reclamando que la historia del profesor no trataba de lluvia alguna, ante lo cual el profesor le echó la caballería encima, replicándole que jamás habían acordado hablar de lluvia, lo que en estricto rigor era cierto. El hombre minúsculo sonreía y atribuyó la diferencia entre sus amigos a las tres botellas, lo que también en estricto rigor era cierto. En ese momento el informante levantó su copa y dijo brindo por el curagüilla, mirando de reojo al profesor. El tabernero avisó que cerraba, para evitar peleas.
Esa noche se produjo el primer quiebre entre los tres amigos y cada cual se marchó por su propio sendero. Aunque no había recibido más que un pullazo, y de rebote, a esa hora el hombre minúsculo era el más nervioso de todos. Resolvió abruptamente desviar su camino al sentir el llamado y pasó a ver a la mujer del bosque, a la que todos consideraban loca. Era una viuda de unos 45 años, quien como tantas había perdido a su marido en el mar, pero que a diferencia de las demás no se había resignado a seguir la suerte del resto, que era soportar la viudez mientras no hubiese consenso popular sobre el reemplazante en el lecho. Esta mujer vivía sola en una vivienda descuidada en medio del bosque y en sus noches de celo emitía un aullido suave, que imitaba el ulular del viento, para dar a entender que podía ser visitada por cualquiera, fuese hombre o mujer. Como en el pueblo alguien había corrido la voz sobre unas supuestas infecciones que transmitía su vagina, sus llamados no eran obedecidos públicamente por nadie, menos aún en noches de tormenta como la de esa ocasión, de modo que el hombre minúsculo se dirigió confiadamente al nido de amor y tocó a la puerta. La mujer lo reconoció por el modo de golpear la madera y salió de inmediato, semidesnuda, ya sabía lo que le gustaba a él. El hombre minúsculo la agarró violentamente de la cintura y con una fuerza desmedida la arrojó al barro acumulado entre la hierba, donde la montó como animal, sin que la viuda opusiera la menor resistencia. Luego ambos se lavaron en una charca formada por la lluvia y el hombre minúsculo siguió su camino, furibundo. Antes de entrar a su casa lanzó varias veces los puños al aire. Los golpes tenían el objetivo de alejar su frustración, pero esta vez lo que lograron fue abrir sus heridas. El hombre minúsculo veía cómo pasaba el tiempo y no conseguía ascender. Concluyó por enésima vez que las cosas no eran como el dueño de la isla le había asegurado al darle la misión. No lo enviaba para administrar ese pedazo de tierra como otros no habían sabido hacer, sino que lo nombraba jefe a secas para sacárselo de encima. Así eran las cosas y esa noche la llaga abierta le volvía a recordar que necesitaba más poder; que la isla no le era suficiente, que la isla lo desterraba y lo estaba enloqueciendo. Al entrar encendió la luz y se agachó para mirarse en el espejo de medio cuerpo instalado sobre un pisito, mas de pronto se dio cuenta de la ridiculez que había fabricado para engañarse a sí mismo y quebró el vidrio de una patada. Pensó con angustia cuándo asumiré mi baja estatura, cuándo asumiré mi baja estatura. Puso los restos del espejo sobre la pared a una altura normal, se miró lo que pudo verse y se echó a dormir con la ropa puesta sobre la cama, cubriéndose con tres frazadas de lana de oveja.
La mañana siguiente fue radiante; el sol resplandecía y las mujeres iban por allí mirando hacia la hierba mojada, para no dañarse la vista. El día anterior el cielo estaba cubierto; hoy se veía completamente azul, de lado a lado. Era de esos días totales en que el viento filudo se metía por cualquier resquicio de la piel. Los pescadores habían salido al mar como alienados, llevaban demasiados días metidos en sus casas mirándoles las caras a sus hijos, quienes no se cansaban de pedir comida; desde el acantilado la escena se parecía a una carrera de botes. Los cazadores se internaron en el bosque y el informante notó que no había jóvenes, que los jóvenes habían desaparecido, que tal vez se habían reunido en algún lugar secreto para debatir el asunto que los martirizaba, de modo que recorría las casas buscando datos que lo llevaran a su paradero. Como esta vez nadie se los quiso dar, aduciendo los más ingenuos pretextos, como por ejemplo una mujer que le dijo que debía volver a la cocina porque se iba a subir la leche, se dirigió a la capilla, donde solía pasar las horas cuando no tenía mucho que hacer. Y allí estaban todos, debatiendo a puerta cerrada. Se escondió entre los árboles, ya que si se pegaba a las paredes más de alguien lo vería, tan carcomidas y separadas estaban las tablas del recinto consagrado a Dios. Adentro había mucho movimiento, una vibración de pasos y voces que hacían resonar el piso y ensanchar y reducir las formas de la capilla, como si ésta fuese un corazón. Al informante, sin embargo, le resultaba casi imposible diferenciar las palabras que salían de esa masa de madera y carne; la única palabra que se repetía constantemente era crucero, crucero, pero no había forma de entender el contexto en que se pronunciaba, lo que se estaba tramando. Más tarde salieron todos y se dispersaron; a los pocos días las reyertas dieron paso a los incendios selectivos.
Cuando se le preguntó por la noche, en la taberna, el informante recordó la reunión secreta pero no dijo nada, sino que al día siguiente volvió a la capilla, para buscar señales. Entró y la examinó; se hallaba tal como siempre, derruida, agonizante, aunque pudo sentir el soplo de vida dejado por los jóvenes. La vieja foto de una pintura que representaba a Cristo estaba donde mismo, en la pared tras el altar, sostenida con clavos oxidados. Le pareció que había envejecido un poco más. Para el informante esa foto era la única manera segura de comprobar el paso del tiempo, la fragilidad del pasado. Siempre que entraba a la capilla le notaba algún cambio; en esta ocasión se había producido una fisura casi invisible en el margen superior izquierdo. En el mismo sentido, el conjunto de los tonos de la foto continuaba su marcha hacia la degradación. Mas lo que lo alertó en el sentido sociológico fue una cruz milimétrica en los pies de Cristo, hecha a propósito por alguno de los jóvenes. El informante la describió con el máximo detalle a la noche siguiente, ante sus amigos, tratando de llevarlos a la conclusión de que había sido una acción menor, inofensiva, motivada por el aburrimiento o el afán lúdico del autor presente en esa extraña reunión conspirativa. Pero era evidente que el hombre minúsculo no pensaba lo mismo, tampoco el maestro. Y hasta el informante se convenció de que él tampoco pensaba eso.
Según el maestro, la cruz era una prueba más de la revuelta que germinaba entre los jóvenes, sumada a la pérdida de sus valores. El hombre minúsculo rebatió su argumento y presentó una hipótesis que hablaba de la inexistencia de valores supremos; decía que éstos cambiaban con el tiempo y que no había que asustarse de ello. Con la imprudencia que lo caracterizaba, el informante le preguntó cuál era entonces su misión como jefe de la isla, momento en que el maestro y el hombre minúsculo intercambiaron miradas con altanería, dejándolo al margen de ese guiño intelectual. Conocí un país, dijo el maestro, en que un burro quiso entender un crucero, subrayó la palabra, y no halló nada mejor que subir por la pasarela y meterse a la sala de máquinas para dar con la clave de su funcionamiento. El hombre minúsculo rió a carcajadas y agregó que cuando entró a la sala de máquinas el burro se encontró con el fogonero, quien lo distrajo de su misión a tal punto que el crucero zarpó con el burro adentro. Reían ambos, no así el informante, quien aparte de no comprender la fábula sospechó que estaba dirigida a su persona. El maestro ordenó otra botella, pero el hombre minúsculo pretextó un dolor de estómago y se retiró casi sin despedirse. Cuando entró a su casa se sirvió un agua de menta y se sentó a estudiar la situación, bastante más intranquilo de lo que había aparentado minutos antes con sus amigos. Los incendios se sucedían con un ritmo desconocido y aunque por el momento resultaban todos controlables, le parecía que en dos o tres semanas como máximo la crisis terminaría llegando a oídos del continente, con la consiguiente pérdida para su imagen.
Cuando el buque Cirujano Videla ancló frente a la isla los jóvenes experimentaron una desilusión subterránea. En primera instancia, la gigantesca forma metálica velada por la tiniebla matutina se les antojó que correspondía al mítico crucero. Luego, al comprobar la verdad, sintieron que el temor les coartaba las ansias de expresión. Todos los demás, en cambio, sintieron alegría y de pronto salieron a relucir ante los miembros de la delegación los achaques más insospechados. Viajaba en el buque, en efecto, un cuerpo sanitario que integraban tres médicos generales, un dentista, un oftalmólogo, enfermeros y asistentes. Se improvisó una especie de clínica en la capilla, la que se dividió en cuatro para que se pudiera examinar a toda la gente de la isla que requiriera de atención, en el menor tiempo posible. Mientras sucedía esto el hombre minúsculo y el capitán, acompañado de un hombre de mediana estatura y sonrisa fácil, se reunían en la oficina del hombre minúsculo. El capitán le presentó al hombre de sonrisa fácil como su reemplazante en la gobernación de la isla. El desconocido le dio la mano y le extendió además una carta enviada por el dueño. El hombre minúsculo la leyó a la velocidad del rayo y experimentó una sensación de júbilo y decaimiento sicológico que apenas pudo disimular. Sus clamores habían sido escuchados, el dueño lo llamaba al continente para confiarle una misión más elevada. Pero también le comunicaba que su reemplazante asumía el poder de la isla con el título de Gobernador Plenipotenciario, título que él nunca tuvo. Sin embargo primó en él la alegría de la partida y sin pensarlo dos veces abrió una botella de whisky que mantenía en el aparador, sacó tres vasos y los tres brindaron por los nuevos tiempos. Con astucia, el hombre minúsculo llevó entonces la conversación hacia el tópico que le interesaba y confirmó sus esperanzas: al parecer, nadie fuera de la isla había sabido de las reyertas y los incendios. Durante el día en que tuvo lugar el cambio de mando el hombre minúsculo se cuidó muy bien de que se filtrara la menor arista de la crisis. Más tarde todo quedaría en manos del hombre de sonrisa fácil, harina de otro costal.
De modo que al atardecer el hombre minúsculo se hallaba en la orilla del muelle con sus pertenencias, pensando por qué el nuevo jerarca era portador de ese título. Eso daba a entender que algo se sabía, que a sus espaldas alguien le había ido con cuentos al dueño y que podría suceder perfectamente que el supuesto ascenso fuese figurado, especie de antesala de un próximo despido ignominioso. Mientras aguardaba la aparición del zodiac que lo trasladaría a la nave se encontró con el maestro y su mujer. También traían maletas. Los dos amigos dejaron a la mujer a cargo de las maletas y se retiraron a un rincón a conversar. El hombre minúsculo le contó de su ascenso; el maestro lo felicitó sinceramente y le confidenció que a instancias de su esposa esa mañana había accedido a examinarse la próstata, debido a que estaba teniendo problemas para orinar. El médico se la encontró desproporcionada y lo instó a dirigirse de inmediato a un centro de salud de alta complejidad, pues lo más probable era que padeciera de cáncer, aunque en esta etapa el pronóstico era alentador, le aseguró. El maestro había tomado la noticia con tristeza, pero pronto se formó la idea de que el mal era tratable y de que con fe, obediencia y dedicación saldría adelante. Volvieron al sitio donde estaba la mujer del maestro con las maletas y se encontraron con el informante, quien se enteró de las dos noticias prácticamente cuando sus amigos subían al zodiac. Apenas alcanzaron a despedirse; el informante tuvo la ingenuidad de declarar a media voz que los echaría de menos, pero era obvio que sus amigos estaban pensando en otra cosa.
El zodiac se alejó y a la distancia los vio subir al barco con cierta dificultad, por una escalera lateral. El barco hizo sonar la sirena y zarpó a su destino último, el continente. En la isla la situación había quedado revuelta; los jóvenes se dirigieron espontáneamente a la capilla para debatir. A los pocos días se desataban nuevos incendios, que resultaban sumamente difíciles de controlar para el flamante Gobernador Plenipotenciario. Como nadie lo llamaba, el informante se percató de que tendría que presentarse por sí mismo ante la nueva autoridad. Cuando lo hizo, mostrando el contrato vigente, reparó en que, salvo su talento, del que sólo él tenía una relativa seguridad, nada le garantizaba la mantención de su puesto. El hombre de sonrisa fácil lo escuchó atentamente y lo recontrató, pero rebajándolo de grado. Al abandonar su oficina para ir en busca de datos que ya no serían claves para la marcha de la isla, porque el Gobernador Plenipotenciario también había contratado a tres personas más para desempeñar las mismas funciones, tan acogotado se sentía ante las críticas circunstancias en que se veía envuelto, el informante sintió rabia hacia el hombre minúsculo y también hacia el maestro; le pareció que lo habían dejado abandonado en el momento menos oportuno, descubrió con amargura que él nunca saldría de la isla y que la amistad que el trío decía profesarse se había sustentado en meras circunstancias del destino. Luego, cabizbajo, comprendió que estaba especulando sobre fantasías personales y que lo único cierto, ahora muy visible, era que durante todo este tiempo, años completos, había descuidado imperdonablemente a su propia mujer y a sus hijos. Se dio cuenta de que ellos ni siquiera le ocupaban una parte de su pensamiento, a pesar de que vivía para mantenerlos, esa estaba resultando ser su gran contradicción. De modo que por la noche entró más temprano que nunca a su casa a tratar de recomponer las cosas.

Fin

sábado, octubre 15, 2011

Acorralado

Como todos los seres humanos, tengo razones de sobra para estar airado, enojado o indignado. Y de hecho me siento así al menos cuatro a cinco veces en el día. Mi temperamento proclive a las venganzas ha venido incubando indignación desde la infancia, debido a que me enseñé a mí mismo que nunca había que levantar la voz, porque no era bueno desobedecer. Mi indignación es el producto de mis pequeños fracasos diarios, multiplicados por los años que tengo de vida.
¿Cómo se entiende entonces que me sienta cercado, acorralado, por las cosas que estoy viendo que pasan? ¿Y cómo se entiende que no marche, incluso que me indignen las marchas con las que el pueblo se llena la boca?
No es mi propósito repasar lo que ha sido mi vida, pero si no lo hago no se entendería lo que digo y pasaría por un momio, un viejo retrógrado, un fascista más de los que pueblan el planeta. Quizás lo sea, quizás la que viene a continuación es la definición perfecta de "viejo retrógrado". En ese caso no habría más que echarle tierra al asunto y sentarse ante la puerta de la casa a esperar ver pasar el cadáver del momento.
Nací en una ciudad de provincia
Viví en una población
Mi padre era obrero
Alcohólico
Faltaba al trabajo
Cada tres días llegaba ebrio
Era un tormento
Mi madre era profesora
Mi meta era sacarme sietes
Y regalárselos a mi madre
Soñaba despierto que mi papá se moría
Nunca dejé de quererlo
Me preparé yo mismo, di la prueba y entré a la universidad
Estudié gratis
Me cambié una vez de carrera
Volví a la original
Me recibí, entré a trabajar y me casé
Entre medio viví la Revolución en Libertad, el Imperialismo Yanqui, la Vía Violenta hacia el Socialismo, la Unidad Popular, la Revolución de las Flores, el Maoísmo, el Frente de Estudiantes Revolucionarios
Hice montones de colas para comprar pasta de dientes, cigarros, aceite, jabón y un cuantuay
Marché frente a La Moneda el 4 de septiembre de 1973
El Golpe me sumió durante 17 años en una especie de estado de tiniebla
No se me ocurrió otra cosa que trabajar, criar a mis hijos, mantener la familia
Endeudarme para comprar una casa, abrir tarjetas de crédito
Pagar las cuentas religiosamente
Sin chistar
Voté por el No en los tres plebiscitos
Llegó la democracia y yo estuve ahí
Trabajando igual que siempre, fiel a mi empresa
Prosperaba como prospera una hormiga que no ve más allá de cincuenta metros
Para qué seguir
De gusano me transformé en ciudadano apetecible
De pronto todos me deseaban
Los bancos y sus ofertas, las compañías de teléfonos celulares, los servicios de TV cable, los supermercados, las isapres, los fondos de pensiones, las grandes tiendas, la asociación de fabricantes de jaulas para canarios
Me preguntaba por qué tanto cariño y al fin me respondí
No fue tu talento, no fue tu creatividad, no fue tu imaginación
Fue tu obediencia
Hoy es tiempo de desobediencia, de indignación, de impaciencia
Contra aquello que nos ha estrujado hasta la última gota de nuestra sangre para procesarla, exportarla y enriquecerse a costa de ella
El momento que he esperado sin saberlo, desde que tengo uso de razón
Pero me siento acorralado, temeroso, asustado, viejo
No soy caballito de batalla, ni de joven lo fui
Los fuertes empujan todos contra el demonio gigante
Los cobardes callan
Siento que el mundo se va a dar una vuelta de campana y perderé lo poco y nada que logré construir
Qué fácil resulta en las revoluciones burlarse, despreciar a los hombres como yo
No saben, o lo disimulan muy bien, que después de las revoluciones viene el Nuevo Orden
El concierto de cerebros supremos
Que se rigen bajo las órdenes del Gobernador
Que distribuye la verdad suprema
A todos por igual
Se hacen los que no saben que en el Nuevo Orden siempre habrá los que ganan y los que pierden
Y que el porcentaje será el mismo que ahora, antes y siempre
Porque jamás alcanzará igual para todos
De eso podrían indignarse
Los marchadores románticos
De su propia ingenuidad

jueves, octubre 13, 2011

Runy

Sus afanes de felino imberbe lo llevaron más lejos de lo que ordenaba la prudencia y murió tan cerca de su casa, la casa de sus amigos, amos no, como si desde el pavimento teñido de la calle quisiera volar a la puerta y no pudiera y se quedara tumbado con el golpe brutal, luminoso.
Vivió para explorar y no conoció el peligro. Fue salvado de las aguas por humana mano cálida que lo resucitó al nacer; creció rodeado de cariño, lo quiso hasta su enemigo natural.
Tuvo solo dos vidas, le faltaron cinco. Ese fue el destino de un gatito que viniendo a un mundo que no conocía salió tan pronto a desafiarlo.
Dormía por las tardes, daba gusto verlo echado en el sofá, calentando su cuerpo estirado con los rayos del sol. Ahora yace bajo tierra húmeda, la misma de donde vino, la misma que alimenta con las rayas de su piel.
Había olvidado el sabor de la muerte, la angustia del recuerdo que choca contra la base de la gran muralla china, los abrazos y hasta los llantos de pésame. Había olvidado las caminatas deprimentes y el mundo me las recuerda de golpe.
El mundo es una boca colosal que va comiendo y comiendo sin parar, cambiándolo todo para colmar su ansia infinita de renovación.
Pero hasta el mundo tiene sus días contados. Llegará el día en que será tragado por su padre. Ese será el día de nuestra venganza, pero no viviremos para disfrutarla.