Cuando se encienda mi última aurora quisiera reconocerme
en tu mirada. Me veré en el espejo de tus ojos; y el momentro será eterno.
Se me ha concedido el dudoso honor
de abrir y cerrar el libro. En comparación con lo de aquella sombra me pareció
esta una misión pedestre y abordable, de modo que acepté, una vez más, sin
sopesar las consecuencias. Para este relato, el encargo fue acompañar a la
protagonista en su búsqueda del perfecto café y darle la buena nueva al cerebro
vigilante en cuanto lo hubiese hallado. Ni más ni menos que eso. No
debía inmiscuirme en sus decisiones, tampoco abandonarla antes de que
hipotéticamente ingresara a su Shangri-La. Como la vez anterior, resultó una
misión fácil, pero solo hasta el momento en que entregué mi informe. Al día
siguiente se me citó al despacho y se me hizo ver que el resultado era vago.
Expliqué que ella parecía haber
dado con el perfecto café, pero que ciertos gestos suyos delataban una
disconformidad. Añadí que el encargo no implicaba espiarla toda una vida y que
no estaba en condiciones de garantizar cuánto le llevaría en efecto llegar al
sitio ideal. En ese momento el contrato volvió a ponerse ante mis ojos, con la
cláusula subrayada. “La seguirá, sin ser visto, y cuando encuentre el café perfecto
me lo informará”.
Estaba liquidado, condenado a vivir
bajo el yugo de un solo patrón, al menos hasta que completara el trabajo, un
trabajo que no dependía de mí, sino de la protagonista de la historia, con
quien, según lo estipulaba el contrato, no debía entrar en tratos personales.
Qué diablos.
Sospecho que he vuelto a caer en la
peor de las trampas. La ironía, como todas las cosas, es propia del creador,
quien se la legó a los demás, probablemente al final de una de sus tardes de
sopor. Sin embargo -no apelo aquí a mi astucia, sino al sinnúmero de pruebas
existentes- de vez en cuando el creador vuelve a dar ligeros toques de su arte,
pequeñísimos golpes maestros. Cuando se está ante esa coyuntura conviene
mantenerse todo lo alejado que sea posible de su mirada. Por desgracia no es
una opción que pueda tomar; él es mi mandante y como tal, le debo obediencia y
sumisión.
En mi favor advierto que no debe
confundirse mi figura con las de otros personajes similares que transitan por
el libro. No avalaré jamás el asomo de una crítica en tal sentido. Aclarado lo
anterior paso a narrar el encargo que dio motivo a los hechos de los cuales fui
testigo; huelga declarar que me lo obliga otra de las cláusulas.
La certeza de que la protagonista
busca su café perfecto se haya contenida tanto en la naturaleza del mandante
como en las huellas que ella misma ha sembrado. Sobre lo primero no corresponde
que me pronuncie; sí sobre lo segundo: pronto me di cuenta de que cada vez que mi bella dama acudía a un café dejaba
pistas de su vida interior, como si ambas acciones en el fondo fuesen una sola.
La mujer llevaba consigo una libreta de apuntes estilo Moleskine. Durante buena
parte del tiempo que permanecía en el café se dedicaba a escribir en sus
páginas. No recuerdo si cuando fui testigo de esa acción me alegré o la
maldije. En mi calidad de informante me introducía una dificultad anexa, me
empujaba a averiguar el contenido de su palabra escrita. Esa vez quiso la
suerte que pudiese acceder, no sin estudiada maniobra, a la libreta, que dejó
encima de la mesa cuando se levantó para acudir al baño del local. Fui a su
mesa, abrí la libreta en las páginas separadas por el lápiz y las fotografié
con mi celular. Nadie se dio cuenta de mi robo.
Había escrito lo siguiente:
“En todo orden de cosas yo antes no
era así; hoy los tiempos me fuerzan a hallar el café perfecto donde se refugien
mi desilusión y mis contradicciones. Me angustia constatar la nula importancia
que la masa desordenada e irreverente le concede a mi experiencia, me angustia
sentir las burlas de aquellos que son hoy los dueños del mundo, en virtud de
una nueva ley que los aúna para luchar contra lo que les viene en gana, sin
otra guía ni meta que no sea la de satisfacer sus apetitos. Tal vez un
verdadero escritor plasme algún día mi búsqueda en un cuento que refleje el
estado de ánimo de una nostálgica persona entrada en años que ve pasar la vida
desde su utópico café perfecto, sin imaginar que alguien que está pendiente de
sus pasos informará de eso”.
La jugarreta diabólica del creador
se me reveló en su correcta dimensión. Él sabía antes que nadie lo que ella
pensaba, de lo que ella hablaría, adónde pararían finalmente sus pasos. Su
cuento ya estaba prefigurado, con protagonista e informante incluidos. Él mismo
se reservaba un espacio difuso y ambiguo, como el sol de los días nublados.
¿Para qué me había llamado, entonces? ¿Qué quería de mí? ¿Era yo un simple
narrador, apenas dos manos tecleando un informe destinado al rechazo? Cuánta
humillación e impotencia sentí al hacerme esas preguntas, que sabía respondidas
por alguien de antemano. Mas, lo he dicho, en este cuento no me cabían opciones
subversivas. Y tal vez, por qué no, fuese yo el destinatario de su ocurrencia,
como lo son los maestros cuando enseñan a sus alumnos. Si no entiendes a tu
creador, anímate a interpretarlo.
Desde luego no era el café donde
escribió dicho pensamiento el que ella andaba buscando. Mucho ruido ambiente,
mucha gente a esa hora del día: abogados, oficinistas, secretarias, grupos de
amigos en bulliciosas charlas. Ella deseaba estar tranquila; leer, pues por
algo había entrado con un libro bajo el brazo, y el alboroto la desconcentró;
aspiraba a retener los diálogos de los parroquianos en su memoria, pero estos
se anulaban entre sí, generando una masa informe de decibeles. Luego de unos
minutos de vacío se retiró. Salió a la calle, entró al mundo, medio contenta
medio amargada y yo me hice de una primera pista.
Ahora sé que la suya es la drástica
persecución del tiempo; se trata de atraparlo y encerrarlo en un saco. Creo que
jamás sabré si la búsqueda se le impuso como natural consecuencia del declive
experimentado por la que debió ser una hermosa figura, a juzgar por el
bellísimo presente que, intuyo, se niega a admitir, o si fue la sociedad la que
la indujo a querer vivir dentro de un depósito sellado que la protegiese del
mundo en constante cambio. Jamás sabré si su opción fue existencial o política.
Sea como fuere, ya intuyo que mi informe dirá en su introducción que la
protagonista encarna el mito del conservadurismo que intenta retener,
desesperada pero dignamente, sus mejores momentos. Pero tiendo a desviarme. Por
digresiones como estas he logrado varias veces la proeza de alterarle el genio
a mi mandante.
“¿Qué es, en suma, el perfecto café?
-anotó en otra ocasión-. Conjeturo que su esencia radica en el regusto que deja
el primer sorbo; eso lo definiría todo”.
En efecto, según he observado, la
protagonista elige su mesa, de preferencia al lado de una ventana que le enseña
cómo el tiempo fluye fuera del local. Luego se sienta, se cruza de piernas y en
su gesto se advierte el descanso, el engañoso arribo a la meta. Saca su libro
del momento y su libreta, le ordena al mozo su café de siempre y espera,
contenta. Cuando el café ya está en su mesa le da el primer sorbo y parece que
nuevamente hubiese resucitado, que la droga contenida en la poción mágica le
hubiese hecho un efecto instantáneo. Ese momento inigualable podría extenderse
una eternidad si el tiempo se limitara a ser la comprensión perfecta de un
sabor, la asimilación de la sensación de ese sabor por parte del cerebro y el
recuerdo inmediato que nace de esa sensación, antes que lo que el tiempo
sabemos que es, aunque no lo podamos explicar más que señalando los punteros de
un vulgar reloj de cuarzo. Volviendo al sorbo, menor que el paso de un
segundero entre un número y otro de la esfera, he concluido que ese momento es,
a estas alturas, lo que le da sentido a su existencia. Su vida está reducida a
saborear una taza de café, qué digo, al primer sorbo de una pequeña taza de
café; hablo de lo que he visto, no de su pasado. Transcurrida esa eternidad la
protagonista lee un buen rato y a veces escribe, de modo que el lapso entre el
primer sorbo y su retiro del local viene siendo algo así como la prolongación
de dicha eternidad, prolongación que he calculado en unos 25 minutos. Si
escribe, yo me encargo de recoger los pensamientos que haya dejado sobre la
mesa.
De mi insignificante colección
transcribo uno de ellos:
“Mi vida: una forma que irradia una
luz tenue, que se desliza sin brillar, con serena resignación, una forma leve
que se desplaza de perfil sin casi dejar huella, menos que el esbozo de una
pasión”.
Dicho pensamiento fue escrito en el
espacio que paso a detallar: piso de cerámica, una mesera y una cajera, un
televisor encendido frente a la caja, un niño jugando en el suelo mientras su
madre charla con una amiga, la puerta abierta frente a la que transita mucha
gente por la calle principal y un número incalculable de automóviles y microbuses.
El expreso, más tibio que caliente; la soda, insípida. Un local hecho para ser
menospreciado, como esos niños que viven buscando el castigo. La protagonista
lo entendió perfectamente, pues fuera de esa ocasión la vi entrar allí
solamente dos veces, quizás para darse otra
oportunidad.
Pensé que mi informe estaba próximo
a su término cuando descubrió un local que en un principio la hizo sentirse
como pez en el agua. Era bastante mejor que los anteriores, con un ambiente
entre refinado y juvenil. Tenía forma de vagón de tren, con un pasillo largo y
mesas a la orilla. Frente a las mesas estaba la barra y en un rincón lateral
lucía un estante con libros, revistas y diarios para consultar. El café,
humeante, se dejaba acompañar de un brownie que se hacía agua en la boca.
¿Había dado, por fin, con el perfecto café? No. A las pocas semanas reveló sus
fallas. La protagonista ya casi lo había tomado como “su café” de la mañana
cuando su espíritu perfeccionista comenzó a detectar grietas insalvables. La
peor de todas era una batidora eléctrica con la que se preparaban jugos
naturales. Como la cocina estaba a la vista, detrás de la barra, el ruido se
tornaba ensordecedor. A la vez le fue cargando la pretensión de ciertos
integrantes de la élite artística de esconderse allí para que todos los vieran.
¿Por qué siempre había de estar en la mesa de al lado una figura joven de las
letras chilenas preparando su próxima gran novela, enfrascada en su
computadora mientras el café se le enfriaba? ¿Para qué iba al café, si no probaba
el café? ¿Por qué se daban cita allí los genios del nuevo orden? ¿Lo hacían
naturalmente o querían ser reconocidos por sus pares? ¿Era una forma de
socialización que segregaba por presencia? ¿Y qué podía hacer ella entre esos
intelectuales, sino observarlos?
La protagonista tiene sus años, es
verdad, pero su espíritu se empeña en agregarse unos cuantos, demasiados, como
si deseara declararse irremediablemente vieja antes de tiempo. Me identifiqué
con ella, no por razones etarias, sino por algo que no termino de comprender y
que no es del caso analizar en este informe. Tal vez, siguiéndola tantos meses,
presiento que esa es la única hora del día en que se da el lujo de ser ella
misma, de contemplar el mundo a sus anchas y de criticarlo ácidamente con su
sola observación.
No era fino entonces que los demás
le anduvieran recordando que su tiempo estaba pasando, si es que ya no se le
había ido.
¿De dónde viene antes de entrar al
café? ¿Hacia dónde va? ¿Por qué la veo siempre sola? No me costó demasiado averiguarlo,
hoy esas minucias se ofrecen regaladas en internet. Sin embargo los datos, que
pudiera hacerlos públicos, no cuadran con los requisitos del informe. Se me
prohibió expresamente referirme a cualquier tópico ajeno a la búsqueda de su
café perfecto. Al mandante no le interesan esos detalles, porque los conoce de
sobra.
Como le suele ocurrir al detective
que realiza un seguimiento por encargo, la corriente inicial de simpatía hacia
el autor de la orden termina transfiriéndose secretamente a la víctima. El
trato, que tanta satisfacción depara al momento de la firma -por la esperanza
que encierra de saltar el muro que levanta la monotonía- se torna hostigoso;
llega un momento en que se desearía renegar de él, dar marcha atrás para
concentrarse ad honorem, apasionadamente, en el sujeto que se estudia, pero es
allí donde surge la fuerza del mandante en todo su vigor, o lo que es igual,
allí es donde la pequeñez del fisgón queda expuesta en todo su drama. Sin
existir gran necesidad, sin que nadie me autorizara, no pocas veces hube de
ingresar furtivamente a su casa para recoger los pensamientos que anotaba en la
libreta. Si lo hice fue para saciar el hambre de la curiosidad. Crucé el
umbral, penetré en su dormitorio, la contemplé desnuda sobre la cama, azulado
su cuerpo a la luz de la luna. Me llena de vergüenza el solo hecho de
recordarlos y más aun, de incluir estos episodios en el informe. Dicen que la
belleza está oculta entre los pliegues de la muerte; nunca antes que entonces
sentí que esa discutible especulación fuese tan cierta. He visto, dando nefasto
ejemplo de arrojo temerario, a un cadáver luminoso, despojado de su intimidad.
Viajó pocas veces, pero me obligó a
seguirla. En Viena disfrutó su expreso en el café Landtmann, donde Freud fumaba
sus largos habanos mientras pensaba en el sexo, pero no le impresionó. En
Querétaro entró a un local cercano a la Plaza de los Perros, imaginando que alguna vez
habría estado allí Borges: el sabor de la experiencia fue más cercano al México
de la chabacanería que al de Pedro Páramo. Las calles de Buenos Aires le
prodigaron excelentes confiterías; ninguna la hizo quedarse. Frutillar le
ofreció el café del Teatro del Lago y un localcito frente al teatro, minúsculo
pero sin igual si lo que se estaba evaluando era la calidad de sus tortas. Roma
la decepcionó: eligió un café con barra para consumir de pie, pidió un expreso
y le sirvieron una cagarruta, el concho de una pequeña taza. Ninguno resultó
ser el café definitivo; eran cafés de paso que la hacían sentirse la turista
que era en esos sitios. No le dejaban contemplar ni criticar libremente al
mundo, porque en esas ocasiones se sentía demasiado niña, demasiado abierta a
lo nuevo, imposibilitada de razonar con el debido desafecto que proporciona el
hábito.
Antes de abandonar su empresa por
lo que yo daría en llamar una especie de tedio moral, o sensación de impotencia
ante los errores que ella tan bien conoce, porque los vivió, y que las nuevas
generaciones se empeñan en repetir, la protagonista ancló su humanidad en un
café que al menos rozó la perfección y que fue aquel que me llevó a redactar
precipitadamente el informe. El local era de una elegancia contenida; destacaba
sobre todo su organización, el manejo de los detalles, la rutina familiar que
barnizaba de placidez su alma melancólica. Creyendo haber dado con el café
perfecto se fue quedando en él y desechó la búsqueda de otras posibilidades;
los mozos no bien entraba le llevaban su pedido, y no había mejor lugar en
Santiago para leer, tomar apuntes y disfrutar de un pastel de milhojas con
crema.
Una de esas mañanas veía en el
diario las imágenes de las purgas en Corea del Norte cuando experimentó
involuntariamente una inexplicable sensación de placer (si cuento esto es
porque sospecho que agrega pistas a su determinación ulterior). Del tribunal
sacaban encadenado al tío de Kim, el joven dictador, y la lectura de grabado
informaba que el tío, de 67 años, había sido ejecutado mediante el
procedimiento de lanzarlo vivo a una jauría de perros. Hasta antes de ese día el
pobre tío había conducido las negociaciones y acuerdos comerciales con China,
pero los analistas comentaban que ahora que el sendero estaba despejado para el
dictador coreano los chinos no parecían apesadumbrados, pues el imprevisto
infortunio, ajeno a su diplomacia, les abría nuevas y mejores perspectivas de
negocios, de manera que de llorar, los chinos no lloraban o al menos lo hacían
con lágrimas de cocodrilo.
Aquel día la protagonista
permaneció varios minutos en el café con la vista extraviada, tratando de
entender la trama asiática que le daba bienestar a su cuerpo, un cuerpo por lo
general no apto para vivir momentos de agrado, a pesar de que las pruebas
externas sugirieran lo contrario. Me atrevo a pensar que no logró llegar a la
raíz de la sensación, para eso se habrían necesitado varias sesiones de
psicoanálisis, pero su mente se quedó con la idea de que desde ahora los
coreanos no tenían ninguna cortapisa para adorar a su nuevo Amado Líder, el
rollizo mandamás del pelo rapado por los bordes que sucedió a su padre y a su
abuelo, en su tiempo representantes de la gloria, la ecuanimidad y la pureza en
el orbe.
Así dejó escrito su pensamiento,
que robé y que transcribo:
“Te veneramos, Amado Líder, y
nuestras desgraciadas vidas no valen nada sin ti. Giramos a tu alrededor como
la Tierra gira en torno al Sol, y tu luz fluye constantemente, a toda hora nos
irradia, aun en las horas nocturnas. El mundo ignora que los coreanos del norte
somos felices y que son auténticos nuestros cantos de alabanza y nuestros
desfiles gigantescos y nuestros llantos desgarradores a la hora de la muerte
del líder que nos gobierna desde que surgió el tiempo y hasta que el tiempo
detenga su marcha. Somos felices porque hemos conservado la inocencia; el Amado
Líder nos ha guiado por el camino de la felicidad, evitándonos las tentaciones
de la depravación y la protesta social, que equivalen al gusano en la manzana o
a la antesala de la expulsión de nuestro paraíso”.
En el párrafo siguiente el
pensamiento cambió de giro, radicalmente, para concluir con esta aguda
observación:
“De modo que mi oscura aspiración
es la del tiempo primigenio, la pureza que ostentosamente le atribuye Ernesto
Cardenal a los pueblos aborígenes de América ignorantes del colonialismo, la
bota extranjera, el capitalismo, el estrés de la vida diaria, la brutal
competencia por sobrevivir en un mundo que progresa a costa de asesinatos,
guerras, estafas y sobre todo circo, caravanas de circos que recorren el
planeta a través de imágenes reconfortantes y adormecedoras, siempre vuelven
las imágenes, todo son imágenes, así corren las imágenes dentro de mi
pensamiento desbocado, no quisiera ver más”.
Sentí que esa reflexión le había
devuelto a su psiquis la dosis de pesimismo para aliviar su mal. La
taza de café ya estaba vacía, mientras el pueblo de Corea del Norte continuaba
forjando su granítica unidad y los atardeceres de sus gentes se gastaban
contemplando el mar y las montañas, disfrutando de sus insignificantes bienes,
compartiendo la alegría del amor en familia ante la pantalla de televisión que
les regalaba las proezas del Amado Líder, como en otro punto del globo sus
súbditos harían igual con el mismísimo príncipe William, epítome de la ternura,
el amor y la justicia.
Como he tratado de contar, de
odiosa, la mía pasó a ser misión apasionante. Al comenzar la mañana debía
seguirles los pasos hasta el café de turno, acompañarla de lejos en su
experiencia y nada más haberse retirado, esperar hasta el otro día. Cualquier
otro, yo mismo al principio, podía pensar: “¿Qué demonios tiene que importarle
a mi mandante tamaña estupidez? Y sin embargo he firmado, debo cumplir”. No
obstante, mi vida ya giraba en torno a lo que descubría de ella cada mañana,
como los coreanos giraban alrededor de su Amado Líder y como la Tierra gira
alrededor del Sol.
Por esos días era común el desfile
de hordas de jóvenes ante la ventana de cada café al que ingresaba. Y a pesar
de comprender mejor que otros el mundo que le había tocado en suerte habitar le
bastaba esa visión para desestabilizar el frágil equilibrio de su ser. “Ya les
dieron lo que pedían, pero ahora quieren más, y así se desemboca en la
penuria”, protestaba no su intelecto sino su sensibilidad, dejando traslucir un
profundo desprecio hacia la juventud inconsciente, que no le hacía bien a
su semblante. Razonaba con odiosidad, como si una semilla de violencia se
expandiera hasta nublar los dos hemisferios de su cerebro para negarse los
placeres, impedirse otra manera de mirar la vida. Y sin embargo, haciendo un
esfuerzo, intentaba ponerse en el lugar de ellos, arrimarse al nuevo tiempo,
salvar su identidad. Al contemplar sus perfiles enérgicos, definitivos, dejó
escrito en su libreta una mañana:
“Todo ha sido edificado sobre la
base de la injusticia. El resentimiento se extiende como un manto de polvo de
huesos sobre la faz de la tierra”.
Creo que fue esa la vez que me
convencí de que se trataba de una mujer cautivadora. Una especie de germen de
la locura fabricado a mi medida.
Mi informe no está redactado al
modo de una bitácora. Recojo datos en forma desordenada, escribo solamente lo
que a mí me parece que debo escribir y lo demás me lo guardo.
Otra jornada se abrió cuando salí
de mi escondite y fui tras ella. Había tomado el microbús; subí en el último
segundo, sin que lo notara, y salvé el día. Se bajó en una esquina cualquiera.
Buscó el café del barrio y entró. Saboreó su expreso mientras observaba a los
demás clientes, a quienes dedicaba miradas ininteligibles para cualquier otro
testigo que no fuese yo, que ya la iba conociendo. Más tarde las páginas de su libreta me
regalaron dos visiones contrapuestas. Algo había sospechado en el local de sus
emociones del momento, pero su letra las delató en su completa magnitud.
“Empequeñecida por el diálogo que
llega a mis oídos desde la otra mesa, por la madurez emocional de ambos, por la
gravedad aterciopelada de la voz de la mujer, por la desenvoltura del hombre en
sus comentarios, por sus leves carcajadas al terminar cada frase, por el
interés que demuestra ella en sus palabras, palabras vanas, sin fondo y sin
embargo plenas de significado en el excluyente código de comunicación que
manejan; empequeñecida por constatar a ciencia cierta que jamás reiré así, que
jamás podré ser abordada por un hombre como ese, a menos que él aceptara
previamente mi manual de advertencia, agobiada por lo que eso me hace sentir,
he decidido que algún día me mostraré desnuda al mundo, mostraré mi
sensibilidad infantil, que es lo mismo que decir de poeta, mostraré esa luz que
emana de mi centro, sin complejos, aunque el mundo (ese galán) no me tome en
cuenta”.
Una vez que la pareja descrita se
retiró, saludando a los mozos, la protagonista se enfrascó en su libro de
turno, “El gran Meaulnes”, levemente angustiada, pero antes de lo previsto
cerraría las páginas. A su espalda, otra pareja permanecía en silencio; con
sigilo se dio media vuelta para tasarla y cuando lo hubo hecho, redujo su
segunda observación a lo siguiente:
“Sobre la mesa, un sándwich sin
probar revela que no tienen hambre, que no han venido a disfrutar de la comida.
El café y el jugo, sin embargo, ya se han consumido: a menudo el conflicto hace
beber y quita el hambre. Ella habla poco, su tono de voz invita humildemente a
su pareja a recapacitar, le pide otra oportunidad. Pero el hombre, que es de esos
hombres graves, meditabundos, definitivos tras el juicio reflexivo, tiene la
decisión tomada. Él la acusa de mentirle varias veces. Ella le replica en tono
de súplica y al hacerlo, lo contradice. Él insiste en declarar que no ha venido
a discutir, pero al decirlo va elevando la voz. De pronto la mesa se cubre de
un silencio conmovedor. La mujer se pone de pie sin hacer un ruido. Es
atractiva, esbelta. Camina al estacionamiento, sube a su auto y se marcha. Ha
perdido la batalla y le espera un futuro de incertidumbre. El hombre, que
resulta ser de baja estatura, deja pasar dos minutos, paga la cuenta, va a su
propio vehículo y desaparece. Y en aquella ala del café quedo sola, con mi
libro cerrado, sin nada que observar”.
Y yo, admirando cada vez más su
talento, que ella se empeña en desconocer, sin poder hablarle, agazapado como
una rata, escondido tras una planta.
Otro de los pequeñísimos golpes
maestros del mandante: encomendarle a un principiante -quien habla- que observe
a un observador.
En su café “de siempre”, su café
casi perfecto, ha escrito otra mañana lo siguiente:
“Cada visión una historia y cada
historia una ficción. Es maravilloso y me inquieta. Mi delirio de grandeza
ansía la síntesis total; no puede ser de otro modo, la concentración ante
cualquier minucia haría de mi plan una insignificancia. Confieso estremecida
que no adoro a Dios, lo envidio; al mismo tiempo no anhelo ser Dios. La
omnipotencia sacrifica naturalmente el goce de la fracción. Recuerdo al gato
perdido cuya imagen vi en un poste, ofreciendo recompensa, imagino las
aventuras del felino y las desventuras de sus amos, buscando entre la sombra de
la noche. Me veo de pronto con una sartén en la mano, detrás de mi asesino.
Bastaría un golpe certero en la nuca para desconcertarlo y escapar; pero está
escrito que el golpe fallará y que el monstruo me hundirá la cuchilla una y
otra vez en el hombro izquierdo, bajando de la clavícula hacia el pulmón.
“Oigo a dos profesoras mientras
leen la carta de precios en voz alta. Una opina que el sándwich
cuesta cinco mil pesos y la otra le pide bajar la voz. Concluyo, al releer lo
escrito, que el verbo opinar encaja perfectamente en la frase: la pronunciación
del precio en voz alta ya constituye un reproche y a la vez una declaración
pública de insolvencia, es decir, una opinión. Pero es mejor escribirlo en
cursiva. A mi lado hay dos personas: una consejera sentimental de las que leen
el tarot y su paciente cada vez más flaca, aquejada de una enfermiza pena de
amor. No quiero saber más, aunque al salir la miro de lejos, para comprobar qué
tanto le va afectando su obsesión. Los autos lucen sus ofertas de otoño; por la
acera se acerca la belleza sublime de la dama entrada en años que día a día
pasa frente al ventanal del café y que jamás me regaló siquiera una mirada; así
quisiera ser yo a esa edad. Este es mi pobre mundo divino. Cinco minutos presos
en un cuadrante de una ciudad de tantas, todo junto, al mismo tiempo. El alma
apretuja sueños, recuerdos, conjeturas, visiones, y los destaca ante los ojos,
pasajeros. El universo amplifica los detalles y los torna omnipresentes,
diminutos e infinitos”.
Ha llegado a estampar frases como
estas en su libreta de apuntes. ¿Por qué lo hace? ¿Sospecha que la sigo, como
Max siguió a Franz?
“Lo primero es el cuerpo. El cuerpo
a cada segundo me recuerda que estoy viva. Luego la mente. Si la mente está en
paz, puedo ver. ¿Y qué veo? Personas de toda condición. El semblante dice muy
poco. Están los amargados que cargan bolsas del supermercado, acaban de
endeudarse para comer; los soberbios de ropa fina. El de rostro de gallo
colorado entra de carreritas al banco; la belleza ostenta sus curvas y el
complejo las mete dentro del abrigo. Gordas y gordos llevan caras alegres de
pena. Los niños van con los ojos abiertos mirándolo todo. Mis hermanos vagos
vinieron al mundo a hablar de lo que ven; lo hacen menos cada vez y su lugar lo
han ocupado ídolos de barro. Los vagos conformamos un grupo escuálido que se
alimenta de verbos. El vago vela por sí mismo y ante el más mínimo dolor fabrica
una tormenta en un vaso de agua. Se olvidó de Dios; pero le teme en las fogatas
de verano, ante la inmensidad de las estrellas que, pensándolo bien, son bolas
de fuego en el espacio. Pero quién mejor que él para hablar del santo, el héroe
y el traidor… si antes a su cuerpo no le duele algo. Los apetitos del vago son
los mismos de todo el mundo, pero el vago los estiliza, los embellece y les da
categoría. Confiesa el vagabundo en voz baja en sus momentos de cordura: cuando
fui bueno me faltó la malicia y cuando actué honestamente me alejé de la
bondad. Algún día fui bueno y malo al mismo tiempo; no lo recuerdo, pues fue el
día de la inocencia, en que mi razón no hacía su debut. Asume el vagabundo de
esta forma las contradicciones de sus horas nocturnas”.
Advierto que se avecina un extraño
final. Mas, antes de llegar a esa puerta, debo transcribir otro par de apuntes
suyos, los que me parecieron menos burdos, que también los hubo, hartos. Porque
es su imperfección lo que le confiere valor a su existencia, lo que me enamora
de ella.
“El movimiento interno se detuvo y
me clavó frente a la ventana. Por la vereda pasaba la gente con sus mil caras;
era grato divisar lo de afuera y lo de adentro desde la perspectiva de una
despedida por la vida. Sin aviso, tomé conciencia de un tallo largo que se
elevaba desde un pequeño florero en mi mesa. El tallo se refocilaba de su
altura tímida; me interrumpía la visión y eso me fue provocando inquietud, por
el efecto óptico del desenfoque, que lo duplicaba. Quería ver esas mil caras
nunca antes vistas, ese panorama que nada pide y todo lo da, que despierta
sensaciones, vagas reflexiones, pero me salieron al paso dos tallos difusos.
Contrariada, al borde de la ansiedad, presa de mí misma, pedí la cuenta y me
marché”.
Esos versos los recogió en las
páginas más avanzadas de la libreta cuya prolongación a través de un nuevo
ejemplar imaginé dudosa. ¿Me hacía sufrir, se burlaba con deleite del
investigador que le respiraba en la nuca?
Aumentaba el malestar social. Ella
lo vivía así, desde su café semiperfecto.
“Aquello grandioso que rondaba en
el ambiente se me aclaró de pronto y comprendí. Las masas exigieron y hubo que
darles. El mundo entró en conflagración y de la sombra emergió el nuevo
gigante. En mi cabeza, donde todo se revolvía, guardaba las imágenes de las
noticias de hoy como si fuesen noticias del pasado, dramáticas, imágenes que a
nadie ahora interesaban mucho y que sin embargo indicaban lo que habría de
venir. Cuando las cosas hayan ocurrido y surja el nuevo orden no habrá
oportunidad para lamentaciones. Todo habrá sido pisoteado por el tiempo, los
culpables se esconderán bajo sus nuevas máscaras, pedirán castigos y de
aquellas viejas ideas incendiarias no habrá quedado nada. Consciente de que lo
mío es modesto, dejo mis versos atrapados en una telaraña para que sean
descubiertos por el sol”.
¿Escribía a sabiendas de mi
presencia? ¿O debe ser otra la interpretación de ese lamento? ¿Y qué decir de
lo que sigue?
“Si una ideología apela al
instinto, a la riqueza y al individuo mientras otra lo hace al corazón, a los
pobres y al reparto de los bienes, la primera tiene la batalla perdida en el
campo de las redes sociales, porque la gente posee una idea irreal de sí misma.
¿Quién se negaría a adherir a la compasión? ¿Quién abrazaría la causa de la
crueldad? Y la verdad sigue escondida”.
Qué injusto no poder decir nada más
de ella por un impedimento superior. Qué cruel, reducir el retrato de esa
belleza a una pequeña fracción de su ser. Qué absurdo, no poder hablar a mis
anchas de la pasión que me despierta.
“Las verdaderas mujeres desean a
los verdaderos hombres. ¿Por qué no somos honestas con quienes no siguen el
patrón? ¿Y qué decir de las mujeres-hombres que no reconocen la vulgaridad, la
ostentación de que hacen gala al aparentar lo que no son? El hombre debe tomar
la iniciativa. Es su naturaleza, está escrito en la historia; sospecho que
aplicada a mi conducta diaria es propia de mi persona tal característica. Sin
embargo, hasta hoy no había hecho la analogía. Si ser hombre es conquistar,
emprender, tomar la iniciativa, entonces con vergüenza debería admitir que yo
exhibo más tintes masculinos que femeninos. Es tan difícil asumir un papel
ajeno. Se arrastra el propio como abrigo largo, como pena que deriva en
amargura. Se quisiera ser de otra manera, pero jamás se renunciará a la
original. Dije tantas veces de mí misma que siempre me he sentido como un
barquito de papel sobre las olas, navegando de un lado a otro, aceptando los
desafíos encomendados en cada ensenada, procurando cumplirlos con brillantez.
Lo decía con un cierto grado de orgullo; hoy me debilita confirmar esa verdad y
tal vez allí se aloje el cuesco de mis sueños”.
¿Cómo remató su libreta, qué plasmó
en sus páginas postreras?
“Las sociedades socialistas son
femeninas; las capitalistas, masculinas. ¿Cuándo me siento más mujer? Cuando
escribo como un hombre. Allí me hago salvaje en mi mundo mío y propio, abro
senderos, asumo riesgos, levanto catedrales de fantasía. Y sin embargo de qué
escribo: de mi interioridad, de cómo soy. Lo reconozco a estas alturas con un
dejo de humor. Cuando más mujer soy es cuando admito mi masculina pasividad”.
Fue la penúltima vez que entró a su
café casi perfecto. Ya me había dado cuenta de que los detalles del local,
irrelevantes al principio, se le habían tornado insoportables. Habría una
última visita, antes de acceder al definitivo. Allí recogí esta suerte de
migaja:
“¿Cómo despiertas? ¿Feliz? ¿Por qué
no despiertas feliz? Cuando despiertas en medio de la noche luego de haber
tenido un sueño confuso, menos que una pesadilla pero mucho menos que una
ensoñación, en momentos en que todo está oscuro y la calle no emite un solo
ruido y no se oye el canto de los pájaros y las hojas de los árboles hibernan
esperando la primera brisa de la mañana para iniciar su baile, ¿en qué piensas
entonces? ¿En el presente, en el pasado o en el futuro? Y luego de que te
levantas, luego de meterte a la ducha, de vestirte, cuando vas por la calle,
¿por qué te olvidas de lo que sentiste al despertar? ¿Por qué te obligas a
olvidar? ¿Piensas que es demasiado el peso de la imagen o atribuyes ese estado
que se esfuma a una mera cena que no hizo caso de la hora y se dejó tragar con
ansias evasivas?”.
¿A quién le atribuía esa carga
onírica? ¿A mí? ¿Era ya capaz de adivinar con ese grado de certeza mis estados
de ánimo?
El día que completa esta extraña
historia jugaba aquel juego de todos conocido. Como una bruma que avanza sobre
el lago, se divisa de lejos y de pronto envuelve nuestro entorno, así me fui
haciendo parte de ese ambiente elegíaco al que hacía tanto tiempo, y sin
admitirlo, ya pertenecía. Habría bajado unos veinte o treinta metros en una
especie de listón bastante más ancho que el común de esos maderos -se me ocurre
que lo más parecido a esa imagen es la de un montacargas abierto, sin barandas-
y de no ser por mis ágiles piernas, que saltaron a uno de los pisos
subterráneos que ofrecía el trayecto, habría continuado bajando, pues el
aparato descendió hasta más allá de lo que mis oídos eran capaces de captar como
señal de detención. Entonces la vi, disfrutando de su perfecto café, era un
hecho indesmentible, rodeada de miles de figuras que semejaban soldaditos de
plomo que iban y venían sin destino fijo por el salón, de tal forma que con la
fuerza de sus fusiles y de sus antenas lo alteraban todo pero al mismo tiempo
no cambiaban las cosas en nada y, lo principal, me facilitaban
extraordinariamente la expedición para la cual había sido contratado, ya que al
fin podía observarla con toda desfachatez, confundido entre las mil ánimas.
Lucía más bella que nunca en su eterna pose de observadora de las ráfagas de
seres intercomunicados que la rodeaban y hasta la traspasaban, sin alterar el
goce de su café. Al igual que yo, ya no necesitaba tomar apuntes, bastaba sentir
la sensación en plenitud para que todo fuera como debía ser. En el rincón de la
sala, cuyo piso de tierra apisonada era un mero detalle, tal vez olvidado por
el creador juraría que a propósito, ya que en todo lo demás el recinto lucía un
esplendor no visto por ella ni por mí nunca antes en lugar alguno de la esfera,
digo que en el rincón menos iluminado de la sala un cuarteto de cuerdas
interpretaba bellas melodías románticas de Borodin; y sin embargo nos era dable
oír solamente un acorde, que no por el hecho de que jamás se desplazara al
siguiente significaba que molestara al oído; a la inversa, provocaba la mayor
sensación de placidez que en la vida hubiésemos sentido, de
eso estábamos seguros.
Me miraba fijamente a través de las
imágenes que fluían como el viento, yo la miraba fijamente, el mozo vestido a
la usanza británica le servía el expreso humeante con guantes blancos, ella
bebía el primer sorbo y su cuerpo entero se estremecía de placer. El denso
líquido dentro de la boca era un riachuelo caliente que sorteaba la valla de la
lengua, inundándola de sabores, copando la cavidad con su esencia misteriosa,
hasta desembocar bajo el extremo del paladar y caer hacia el abismo de la
faringe y el esófago al mismo tiempo que le dejaba el recuerdo de esa sensación
en la memoria, en la boca y en el alma. Era un momento infinito, inefable y
eterno. Ante el fracaso de mi informe original imaginé a mi mandante,
apurándome a concluir el decisivo aunque fuese a través de gestos. Había
traspasado la meta, cumplía lo encomendado, me hallaba ante el café perfecto,
pero no sabía cómo transmitir la buena nueva.
Mas, no era ese el tema que
entonces preocupaba a mis sentidos. ¡Qué importancia podía tener aquella
banalidad si ya nos habían unido para siempre! El Creador volvía a escribir en
renglones torcidos. Y llegaba la hora de que la protagonista conociera a su
perseguidor, la hora de las presentaciones.
En efecto, apenas me miró
conscientemente, apenas se despejó el bosque de imágenes que entorpecía nuestra
relación, imágenes después de todo insignificantes, comparadas con el sabor
absoluto de un buen café de grano, apenas me reconoció como se reconoce uno
mismo en un estanque, cuando se tiende y mira el agua desde arriba, en ese
mismo instante se enamoró también de mí y yo al fin pude declararle mi amor sin
tapujos. ¡Qué felicidad ardiente y suprema, imposible de contener, siempre
presente!
No hubo necesidad de palabras, ni
siquiera de un beso; cualquier insinuación erótica hubiese estorbado el éxtasis
universal que nos envolvía en aquel segundo detenido en el tiempo.
Nos leíamos el pensamiento, fluía
cristalino entre las paredes de la habitación:
Tengo tanto que dar y no he dado, y
todo me lo llevaré a la tumba.