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martes, agosto 20, 2013

Una historia absurda

Ramoneaba una mula por los cerros que mueren en las aguas del Tinguiririca; era una mañana soleada de un día de invierno. Los árboles y arbustos nativos le regalaban sus hojas y la tierra, su verde pasto nacido de las últimas lluvias. El dueño de la mula, ocupado en otras faenas del campo, la había soltado para que se alimentara ella sola en el monte. Para la mula era como un día de descanso, un domingo. No lo sabía, pero lo vivía.
La noche anterior había actuado un  circo en Chimbarongo, ante regular asistencia. En esos tiempos hasta los circos más pequeños ofrecían números de animales y el de esta historia no fue la excepción. Contaba con cuatro perros malabaristas, un oso pardo y un león. El cuidador de la jaula puso mal el candado de la puerta y la dejó entreabierta, la del león. Causas de su negligencia fueron la mala iluminación del sitio eriazo detrás de la carpa y sus ansias de echarse unos tragos de aguardiente junto a sus compañeros después de la última función. La puerta se abría hacia afuera, en un momento la melena del león la pasó a llevar, el horizonte se le ofreció sin rejas y el león se fue. La oscuridad de la noche ayudó a su fuga.
Los genes del león lo llevaron a buscar el sitio más parecido al Kilimanjaro que ideó su instinto y ese fue el monte chileno de la zona central. Subió durante un buen rato, se cansó y se echó a dormir debajo de un espino; los boldos, litres y peumos le parecieron demasiado frondosos. No cazó de noche por esa mala costumbre que le había impuesto el circo de comer quiltros de día.
A la mañana siguiente se levantó a comer, pero no habiendo jaula no apareció perro alguno ante sus fauces, de modo que tuvo que ingeniárselas. Entonces divisó a la mula con la que partió este cuento.
El león pensaba que las cosas eran fáciles, que era llegar y agarrarse del lomo y de la panza del equino. Olvidaba que tenía los dientes romos y las uñas romas, que el oficio de león de circo lo había transformado poco menos que en león de utilería y que su entrenamiento se reducía a un par de rugidos y aletazos ante una huasca que sonaba como disparo de pistola de fulminante. Aun así la mula se asustó y se orinó de puro susto, sobre todo al sentir el peso del león en sus costillas, peso menor pero muy diferente al de las alforjas o el arado, que eran su pan de cada día. El famélico felino trataba de hincarle el diente pero sus colmillos resbalaban en la piel de la bestia terca. La tierra dejaba huellas del combate en las pisadas profundas de la mula y las plantas saltarinas del león. En un momento el rey de la selva se echó hacia atrás para saltar de nuevo y en eso le llegaron medio a medio de la frente las coces de la mula. Completamente ahuevonado, huyó cerro abajo, donde fue recapturado por los guardias del circo, tarea nada de difícil, porque el león se les entregó prácticamente como niño que se echa en los brazos de su madre.
El veterinario dictaminó que ese día solamente desfilara, sin dar espectáculo. La verdad es que aunque hubiese querido no habría podido hacerlo, ya que producto de los golpes padeció durante toda esa jornada de un fuerte dolor de cabeza.

miércoles, agosto 14, 2013

Un sueño

Esta madrugada me reencontré con mis padres, después de años. Llegué a la casa de mi infancia, se abrió la puerta y surgió un desconocido, un hombre joven, vestido de saco y camisa a rayas, que miró hacia el suelo, entre avergonzado y sorprendido, y se marchó. ¿Quién era? Jamás lo había visto.
Entré a la  casa, directo al dormitorio. ¡Allí estaban los dos, recién llegados, listos para partir de nuevo!
Nos abrazamos, se alegraron tanto de vernos a Víctor y a mí, volvíamos a ser el núcleo de cuatro: dos padres, dos hijos. La pieza estaba en sombras y la felicidad se empañaba de horrorosa ternura. Todo andaba bien, me decían, a través de unas telarañas que se desprendían de sus cuerpos y se confundían con la oscuridad de las paredes, con la claustrofobia de la pieza cerrada. Nos sonreían, pero parecía que no tenían ojos.
¡Por qué la sonrisa no acabará siempre en felicidad!
¿Quieren llevar un poco de jamón para el viaje?, les ofrecí, mostrándoles un cuarto de kilo en láminas procedente del supermercado. "No, hijo, muchas gracias, donde vamos no necesitamos comer", me respondió claramente mi madre, frase que me imaginé que pronunciaba yo mismo, adelantándome a sus palabras.
Claro, por supuesto, así debía ser. Los muertos no comen, qué estupidez la mía, pero fue un gesto de amor.
¿Quién era el hombre de la puerta?, pregunté. Mi madre respondió: "Es el conductor".
Salimos a la calle, el conductor se los llevó.
No habían pasado treinta metros cuando mi hija menor, para aligerar el viaje, los transformó en animales. De su brazo derecho cayeron unas pieles que se volvieron una en gata, otra en perro. La gata, gris, gorda, de pata corta, me vino a saludar. Me agaché, le hice cariño, le rasqué el lomo y se marchó. Al pararme vi al perro, un quiltro amarillento de regular tamaño que saltaba de perfil, sin mirarme. No lo saludé pero qué importa, él no es realmente mi padre y a mi padre sí le dije adiós, adentro de la casa, pensé con un asomo de sentimiento de culpa.

martes, agosto 13, 2013

Mañana a las 3, donde siempre

Mil noches por descubrir. Más que una realidad, una imagen; gozaba secretamente viéndose a sí mismo cruzado de piernas en el mullido sofá, charlando con sus amigos a la hora del aperitivo, con insignificantes novedades que contar, mientras de la cocina surgían deliciosos aromas y sus ojos de duende lagrimeaban de placer. A través del ventanal se podían ver, relativamente lejos y hacia abajo, los roqueríos y la espuma que salpicaba de las olas en su inútil viaje hacia la playa. El mar era una sombra plana, morada, que se unía al cielo del crepúsculo sin despertar ninguna sensación, salvo la que depara el sosiego. Nada hacía recordar al mar hambriento que ha devorado remeros, pescadores, galeras completas de uno y otro bando, poetas suicidas, avistadores confiados, al otro mar que engulle hasta la médula del hueso, eternamente insatisfecho en su sorda y fluida oscuridad, como si fuese realmente un dios antropomorfo el que habitara dentro de él. De vez en cuando Hernán se levantaba a echarle otro leño a la chimenea; Héctor rellenaba las copas y Hugo paladeaba el licor que lo iba entonando, le hacía arder la garganta y brillar sus ojos azules de duende. Todo aquello lo disfrutaba desde su sofá en una de esas tantas mil noches por descubrir, cual si otra persona fuera testigo de la escena. Y lo mejor era que le restaban aún 999 noches por vivir, 999 noches de aperitivos, regadas cenas y conversaciones frente al mar y sus roqueríos despidiendo espuma. Para un jubilado, la buena amistad, la buena mesa y el buen vivir valen mil y una noches.
Héctor dominaba la charla; hablaba sobre las bondades de la nueva casa, pero sobre todo de la pesadilla que había significado la construcción, con sus papeles, permisos y los meses y meses y meses de atraso antes de ver los planos convertidos en obra de verdad. Hernán asentía, calmadamente; Hugo les hacía ver sin embargo el acierto de su elección, evitando confesar su deseo más íntimo, que era el de apropiarse en alguna forma de ellos, aspiración que iba de la mano de otra aún mayor, inconfesable hasta para él mismo: liberarse por un rato de la tiranía de su generala.
-Aburre y desespera tanto papeleo y tanto maestro irresponsable, a mí me pasó lo mismo, fijaté, pero al final ese abismo te ha dado la razón -subrayaba, mirando las rocas, casi sintiendo la sal del mar en sus narices.
La conversación se desvió hacia los gustos musicales de Hernán, que poco interesaban al resto. Hernán esbozó una disertación sobre los estilos de Shostakovich y Stravinski, que se interrumpió cuando del reproductor de música surgió la obertura de On the town. Entonces el celular del viejo duende emitió dos pitos agudos, la característica alarma de un mensaje recibido. Lo abrió con la torpeza de una razón ya nublada por las primeras copas y la malsana curiosidad que despiertan esos aparatos en los ancianos. "Te espero mañana a las 3 donde siempre", decía la minúscula pantalla. El remitente no se encontraba registrado, era un número desconocido para él y por ende, la evidencia de que se trataba de un error, pero bastó para sacarlo por un momento de la magia de la cena con sus amigos. Las olas retumbaban a lo lejos, como timbales anunciando una sinfonía angustiosa; ya no se veían: había oscurecido.
Cuando fue invitado a pasar a la mesa Hugo notó que se le trababa la lengua, pero no le importó demasiado; pensaba que sus amigos lo acompañaban en su estado, lo que no era efectivo. Hernán apareció con una fuente de paella entre las manos y Héctor descorchó un vino que sirvió a 18 grados exactos, como lo comprobó con un termómetro. Hugo se sintió tan feliz que lo expresó en voz alta y brindó por sus amigos. Ellos le correspondieron con un brindis por su salud. Enseguida, a propósito de nada, introdujo un tema de conversación de lo más extraño: allí quedó en evidencia que el alcohol lo estaba privando del buen tino. Dijo que tal como iban las cosas por el mundo, pronto llegaría el día en que en la guerra estaría prohibido matar. Como la idea no fue comprendida exactamente se vio obligado a desarrollarla. Explicó entonces, atarantado, mezclando las palabras que salían de su boca junto con granos de arroz, que las minorías se habían alzado con el poder y que el mundo, cobarde ante esa nueva realidad, relegaba las pasiones a las mazmorras, renegaba de ellas. Los hombres se maravillaban de haber sentido, condenándose a sí mismos a untar sobre su piel una corteza de respeto.
-Es como si barriéramos la mugre bajo la alfombra -dijo.
-¿Preferías lo de antes? -inquirió Hernán, suavemente. Hugo no halló qué decir. No podía admitir la tenue bestialidad que guardaba su corazón, tenue ya que lo suyo eran palabras; jamás había sido un hombre racista ni homofóbico, ni siquiera machista: su mujer era la prueba.
-No digo eso. Lo que digo es que si los mapuches perdieron sus tierras las perdieron, y si los peruanos y los bolivianos perdieron sus tierras las perdieron, y si nosotros perdimos Laguna del desierto la perdimos.
-Explícate mejor, Hugo -intervino Héctor.
-Si todos los que pierden quieren recuperar sus tierras a la fuerza y son vencidos en su empeño, ¿matarlos está prohibido?
Héctor se sobresaltó:
-¿Matarías a los mapuches, Hugo?
-¿Y por qué no, si ellos nos están matando? ¿Vamos a permitir que nos falten el respeto unos cuantos indios apoyados por terroristas extranjeros? Ese es el triunfo de las minorías.
-Es el triunfo de la democracia y de la tolerancia, Hugo. Imagínate que volviéramos a los tiempos de la dictadura, cuando una sola mente era la dueña de la razón.
-A veces me dan ganas...
Iba a continuar, pero se detuvo. Aun en su estado intuyó que esa postura no lo llevaría a nada. No estaba en su ánimo discutir con sus amigos.
Relativamente tarde, a eso de la una y media de la madrugada, Hugo se despidió con un abrazo de sus amigos y enfiló a su propia casa, una construcción bastante más pequeña, y sin vista al mar, edificada cuando vislumbró hace cinco años que se acercaban los días del retiro. Caminó más que achispado tarareando una canción a media voz y a trastabillones, alumbrado por su infaltable linterna y por la luz pálida de la luna menguante. De lejos parecía un gnomo orejudo zigzagueando al borde de la filosa colina que lo llevaba de vuelta a su hogar. Su baja estatura le daba fuerza a esa imagen mitológica, que fácilmente pasaría por real a cualquier ojo nocturno.
Sacó el celular para mirar la hora, pero en su descuido tropezó y cayó.
Hilda se levantó inquieta y odiosa, echando pericos contra los amigotes que de nuevo estaban metiendo a su marido en la rutina del trago; tanto le había costado llevárselo a la costa, lejos de la tentación de la botella. Corrió la cortina del living y miró hacia el camino, la escasa luz irradiada desde el cielo le impedía ver más allá de cien metros y lo que alcanzó a ver no le dijo nada, de modo que volvió a la cama y trató de dormirse, hasta que sin darse cuenta lo consiguió.
Hugo despertó en medio de la noche, empapado. La comida y el alcohol le habían regalado una horrible pesadilla. Soñó que iba a la clínica para un tratamiento contra un dolor muscular y los médicos le aplicaban una inyección que lo dejaba paralítico. Al despertar, empapado de agua, entre dolores insoportables, quiso mover las manos y los pies, para convencerse de que sólo había sido un sueño. Apenas pudo dar un par de aleteos, no los suficientes como para levantarse, ni siquiera para moverse. La marea subía, ya la sentía en el cuello de la camisa que combinaba el sabor de la sangre con la espuma de las olas que reventaban en las rocas.
Ese control diario, de esposa autoritaria, que llevaba sobre la vida de su marido, más hijo que marido, ese control sobre sus hábitos y sus vicios la tenían harta. Había algo invisible en al aire que parecía burlarse de su fracaso en la misión. La revisión minuciosa de veladores, muebles y los escondites más insólitos, todo aquello se venía abajo con la simple instalación de un par de amigotes en las cercanías, así los llamaba en voz alta y Hugo callaba al escucharla, con el tino de un duende travieso, temiendo que una sola palabra lo encarcelara hasta el día siguiente entre las cuatro paredes de su casa y lo privara de esas mil noches tan ansiadas.
Avanzada la mañana, Hilda lo seguía esperando de malas ganas, sin desayuno y con la cama por hacer, sentada de manos cruzadas ante el modesto jardín y cubierta la cabeza con un sombrero blanco, alón, como una estampa de postal antigua. Ya volvería él a hacerse cargo de la limpieza y la cocina, en menudo lío lo había metido su vicio. Pero el sol llegó a su cénit, comenzó su descenso y Hugo no volvió.
De su persona solamente fue rescatado su celular, a la orilla del acantilado, que archivó la fiscalía mientras se desarrollaba la investigación. Se concluyó, sin asomo de dudas, que el hombrecito se había desbarrancado, al torcer el camino de regreso. Lo recibieron las rocas del acantilado cortado casi a pique; luego el mar se lo tragó y sus bestias le improvisaron una tumba. Se le organizó un funeral simbólico, al que no asistieron ni Héctor ni Hernán, para evitarse un insulto gratuito de parte de la viuda. Una vez que el caso se cerró el celular le fue devuelto a la mujer. Ella quiso iniciarse en ese hábito moderno, pero no se acostumbró y lo guardó en el cajón del velador. Deshizo la casa de la playa y se volvió a Santiago, al pequeño departamento que rentaba en la avenida Portugal. El arrendatario entendió los motivos y lo desocupó en el plazo legal.
Contra lo que indicaría la costumbre, para Hilda el mundo no se acabó y al poco tiempo Hugo pasó a ser sólo el recuerdo de un hombre bueno y generoso que la sacó de la soltería en el ocaso de su vida, dejándole a su presente de viuda respetable un sabor más dulce que agrio. Sin Hugo su existencia había sido austera, fría, avara como una bolsa de higos secos guardada en una caja de concheperla. Con Hugo conoció las virtudes de ser esposa o en otras palabras, el goce de la pasión del poder, del mando sobre otro ser humano como ella, y también de la derrota ante ese ser más débil; sin pensarlo así entendía el matrimonio y jamás se le cruzó por la cabeza que ese ser utilizaba sus sentidos únicamente para disfrutar de ellos. Ahora su destino había de retomar la senda natural del amor por el dinero almacenado, con el agregado de una pensión extra y de dos bienes raíces que se sumaron a los que ya disponía. Se inscribió en un club social, emprendió algunos viajes, pero en lo fundamental retornó a su vida solitaria de usurera despiadada; el corazón se le durmió de nuevo, sin pasiones ni vaivenes que lo hicieran latir más de lo conveniente; hasta su salud era de hierro.
Todos los meses entraba a la iglesia con flores y velas para San Antonio. Le pedía por el alma de Hugo y dejaba unas monedas. Se retiraba más tranquila. Ya podía seguir con sus negocios.
Si fuese cierto el proverbio aquel que dice que el destino baraja las cartas, pero es la persona  quien las juega, Hilda jugó bastante mal las suyas a partir de ese momento. Y fue un ligero detalle la causa por la que fue perdiendo uno a uno los triunfos de las manos. Una gotera en el lavaplatos.
Cuando llegó el gásfiter a reparar la falla, su ojo de cafiche vislumbró que la mujer era maleable, una dama de cera detrás de sus ojos de hierro. La conquistó en dos visitas y se fue apropiando de sus bienes sin que nadie pudiese evitarlo, ya que se trataba de un acuerdo entre las partes. Una cosa a cambio de la otra. A Hilda, que había vivido hasta ese momento para amasar fortuna, que había recurrido a la usura para aumentarla, que había despreciado a sus parientes por el temor a que le quitaran su dinero, que acumulaba el oro para experimentar la feliz agonía del avaro, a esa misma Hilda de garras que atrapaban una moneda sin valor del suelo para echarla a la alcancía, a esa misma anciana ahora no le significaban gran cosa sus bienes, pues vivía tardíamente la etapa delirante del enamoramiento, la que se nutre de pasión, desengaños, alegría incontenible, sufrimientos, espasmos e insatisfacciones. Descubría el sol en el ocaso; le imploraba a su amante que no la dejara sola y el cafiche reía a carcajadas; se arrodillaba a sus pies y el hombre la premiaba bajándose los pantalones: allí la locura de Hilda se tornaba insoportable y no era capaz de verse a sí misma haciendo el ridículo, a pesar de que el espejo del salón se lo gritaba en todos los idiomas hablados y gestuales. Se fue degradando, feliz degradación en la noche de su vida, conoció los placeres vedados de la carne, que siempre le pareció que estaban reservados a los espíritus derrochadores; sus aullidos de éxtasis parecían uñas de gato bajando por un tubo de lata y se escuchaban en el piso de arriba y el de abajo. Perdió toda vergüenza, se entregó en cuerpo y alma al cafiche que embaucaba ancianas utilizando su oficio y como es de presumir, el gásfiter le quitó lo mucho de material que poseía en pocos meses, salvo su pensión de jubilada y el montepío que le heredó Hugo, el esposo de las flores secas. Las fauces del maestro se tragaron tres casas, el departamento con sus muebles y el oro escondido en inocentes cajitas de cartón. No habiendo más se acordó de las pensiones: el malnacido le pidió un poder para facilitar las cosas y a partir del mes siguiente le administró la pensión y el montepío, condenándola a la ruina. Confinó a su amante en un asilo de mala muerte, el más barato que encontró para deshacerse de ella. Solamente le dejó su celular y si lo hizo fue por descuidado: hasta los pillos tienen defectos.
De vez en cuando, en un tiempo que se iba distanciando más y más, la llevaba a un motel para satisfacer sabe el diablo qué apetito, pues a esa altura no la precisaba para nada, ya le había sacado el jugo. Tal vez demostraba su acto que hasta los malos poseen conciencia o que el terror inmemorial a las brasas del infierno aún no desaparece del todo de las almas que habitan en la tierra. Esos días Hilda se vestía como la heroína de Sunset Boulevard, una princesa o más bien una reina apolillada; lustraba ella misma sus zapatos de taco alto y abandonaba el asilo exhibiendo en su cuello un collar de perlas falsas del brazo de su amante, que se hacía pasar por su sobrino. Volvía al atardecer, suspirando; el sobrino la conducía a su pieza y en la oscuridad ella lo besaba en los labios, beso torpe y largo, de lengua inepta que suplicaba más. Luego se quedaba irremediablemente sola.
Pasó un verano entero, con su Pascua, su año nuevo y sus vacaciones, y el amante no volvió. Entrado el otoño su mente se planteó lo que su corazón evadía y así perdió las esperanzas, no del todo, porque en ese tipo de batallas siempre gana el corazón.
Abandonada del mundo, atrapada en un cuerpo sano y arrugado que se negaba a morir, víctima de su infantilismo de vieja crédula, Hilda veía pasar los días desde su humilde pieza del asilo ubicado en la comuna de Estación Central. Sentada en la cama, no queriendo mezclarse con sus pares, contemplaba las hojas del naranjo, perennes como ella y de triste verdor como su verde tristeza. Algunos carcamales paseaban por el patio interior como osos en la jaula, de un lado a otro esperando la hora de la cena; otros dormían sentados con la boca abierta, otros mataban el tiempo alrededor de un cartón del juego de la Metrópolis, celebrando como niños los golpes de suerte que los premiaban con billetes de mentira, otros miraban al vacío sin entender por qué estaban donde estaban, uno pensaba por qué la esposa muerta no lo iba a ver, otra por qué un hombre le tomaba las manos y se hacía pasar por hijo si ella no pensaba tener hijos siendo tan chica, solamente tienen hijos los mayores.
Hilda entre ellos, bestia en corral ajeno, suspirando por su amante.
Una noche, vencida por el insomnio, manipuló el celular y sin saber cómo llegó a los mensajes. Había uno. Decía: "Te espero mañana a las 3 donde siempre". Faltó poco para que el corazón le llegara al techo. Ignorante de la tecnología, no se le pasó por la cabeza consultar ni la fecha del mensaje ni el número del que se había emitido. Para ella la frase contenía todo lo que le pedía al mundo, fue el mágico ungüento que la encendió y, cosa curiosa, la relajó. Se durmió en minutos, entre ensoñaciones y dulces fantasías. Sólo al día siguiente, y como al pasar, se preguntó por qué no la venía a buscar como otras veces, por qué no la sacaba del brazo como siempre, pero no era momento de reproches, menos cuando la ocasión se pintaba tan calva, de modo que consumió la mañana en labores de cosmetología, depilación y lustrado de zapatos. Apenas probó bocado, luego corrió al baño a limpiarse la placa, echó sus pocos ahorros en la cartera y salió a la calle a hacer parar un taxi.
Mejor no lo hubiese hecho. Al bajarse discretamente del auto a media cuadra del motel, diez para las tres, para no despertar sospechas, ¿de quién? ¿del conductor? él jamás habría pensando nada así de una vieja, al bajarse vio a su amante. Apenas descendió del auto y se irguió cuán baja era sobre sus tacos de aguja, apenas inició la caminata al sitio del encuentro con su aire de reina apolillada, mientras se inflamaba de sentimiento y de deseo, su amante salía del edificio acompañado de una chica de trasero y busto prominente, una joven proveniente sin lugar a dudas del mundo de los cafés con piernas. Del encuentro se podría escribir tanto una comedia de equivocaciones como una tragedia de Sófocles. Para la chica del café, lo primero; para Hilda, lo segundo; para el gásfiter, lo intermedio, un filme de Woody Allen. Él la divisó de lejos y se puso nervioso, la chica lo adivinó todo y le echó en cara su pésimo gusto, su depravación, y se burló de ambos y sintió vergüenza ajena y auténtica vergüenza de sí misma. Hilda se dio la media vuelta y no miró hacia atrás. Gastado casi todo su dinero en el auto de alquiler debió retornar al asilo caminando.
El gásfiter, rendido de amor como estaba, flechado hasta decir basta, se comió el buey como se dice y la llenó de promesas; no a la vieja, de la cual ya solamente estrujaba sus pensiones, sino a la joven, que  las hacía suyas con un solo pestañeo. Le prometió una vez más a su querida este mundo y el otro y ella recibió, pero siempre encontrando que era poco. Los tres personajes desaparecieron de la esquina, que volvió a quedar vacía, a la espera de otros tacos que renovaran el brillo de su acera.
La vida continuó, ahora entre la chica del café y su amante el gásfiter. Cada vez que éste conseguía llevarla a la cama -no sin antes gastar lo que no tenía en obsequios exclusivos- la cafetinera arriscaba la nariz apenas notaba la menor imperfección en la escenografía montada para su lucimiento, lo que no conseguía otro efecto que apresurar el orgasmo de su hombre, qué hombre, roto con plata, qué otra cosa podía esperarse de un mamarracho de uñas negras como ese. Así vivió él un lindo amor de meses, así se le dio vuelta la tortilla; mientras duró la plata fue romántico el amor, pero cuando empezó a mermar tomó color de hormiga y la perdió, color de hormiga para el gásfiter porque a decir verdad a ella nunca le faltaron los amantes con dinero y aunque él quisiera engañarse en torno al tema, minúsculos detalles se lo recordaban a cada momento, he allí el problema de los celos.
Acostumbrada al lujo, la chica del café recibió a manos llenas y a manos llenas gastó, porque su cuerpo equivalía a un tonel sin fondo, a una gallina de los huevos de oro que sólo deja de dar huevos cuando se hace vieja, pero en esas cosas ella no pensaba, porque el cerebro de pollo jamás ha derivado en gallina prudente. Y como en este cuento ya se escribió hace rato el final, mejor dejarlo hasta aquí. La chica codiciada no da más que para decir que con el tiempo perdió un par de dientes, acumuló grasa e hizo un curso de peluquería. Uno de sus amantes -como yo lo fui, es de caballero reconocerlo, pues de otro modo esta historia se tomaría por despecho- me comentó en la tertulia del mediodía que la había divisado en un cerro de Valparaíso, casada felizmente con un panadero. Antes que eso Hugo e Hilda se habían convertido uno en pasto de jaibas y cangrejos y la otra en polvo, así como en polvo se convertirán Héctor, Hernán, mis lectores y yo, más temprano que tarde.

lunes, agosto 12, 2013

El cantante de micro

El cantante callejero se sube a la micro y entona tres canciones en inglés. En Santiago los cantantes de micro cantan siempre tres canciones; raro que sean dos, menos aún cuatro. Tres es un buen número. Si cantaran cuatro los pasajeros ya se empezarían a bajar, con dos aún no se acomodan. Lo otro que no deja de ser cierto es que el primer tema corresponde al desagrado del pasajero ante la irrupción del cantante, la noticia de un viaje bullicioso. El segundo corresponde a la evaluación y el tercero a la compasión, el premio o el castigo, que en este caso sería el látigo de la indiferencia, porque el cantante canta bien malito.
El cantante interpreta a capela, no tendrá 25 años, acaso 22, yo me imagino a mis hijos. La primera le sale mala, la segunda mejor y la tercera es la de la consagración, con la voz raspada que imita a Jim Morrison. Pero es una imitación honesta; antes de cantarla cuenta que se trata del tercer surco del primer disco de los Doors, que la canción se llama Crystal ship, barco de cristal, y que es poética. Eso me cae bien.
No le favorece cantar a capela, ese estilo lo convierte en aficionado, considerando que los cantantes de micro son profesionales y le agregaría mañosos. Profesionales vivos.
Él dice que se gana la vida en eso pero yo tiendo a dudar, imagino que a la primera de cambio se baja de la micro y no canta más.
Al pasar con la mano estirada las monedas no le llegan, si no fuera por mis cien pesos habría cantado en vano. No le espera un futuro brillante.
La micro sigue su camino, el cantante se quedó en el paradero. Se sienta junto a los que esperan otra micro, toma agua mineral y se come un chocolate, bota el papel al suelo. Mal hecho.
Dónde se halla la belleza; en los lunares que embellecen la cara del cantante o en el uso que hago de ellos.

Si esto fuese un poema, yo me quedaría con los siguientes versos:

El cantante callejero se sube a la micro y entona tres canciones en inglés
Yo me imagino a mis hijos
Aficionado en un océano de profesionales mañosos
La micro sigue su camino, el cantante se quedó en el paradero
Sus lunares lo embellecen

miércoles, agosto 07, 2013

El coro, ciertos temas y canciones

Me asombro ante los comentarios de don Germán Arellano -quien se hace llamar irónicamente Mentecato- sobre su infancia en Constitución. Dice que cuando iba en segundo de humanidades convenció a su abuela de que no tenía clases en la mañana, sino únicamente en la tarde. "En el liceo de Constitución a nadie se le había ocurrido exigir justificativo para las ausencias de las mañanas. Lo pedían al que faltaba en las tardes, así que yo pasaba colado. Después de que quedó al descubierto mi truco el Consejo de Profesores dictó la Ley Arellano para corregir el error", recuerda con un asomo de orgullo ladino.
-¿Y qué hacía usted por las mañanas? -le pregunto.
-Me llevaban el desayuno a la cama y como en mi casa había una carnicería, la bandeja incluía un plato de bistec con huevos. Me lo comía todo leyendo "El llanero solitario", "Tarzán" o "La pequeña Lulú". Me levantaba como al mediodía y a las dos de la tarde entraba al colegio.
-¿Y no le daba sentimiento de culpa?
-Nada. Nunca me gustó ir a clases.
Pero su historia acabó de manera escandalosa.
"Un día me estaba sirviendo mi suculento desayuno cuando la puerta se abrió de par en par y apareció la figura del señor Reveco, el inspector del liceo. ¡Qué estái haciendo en la cama, huevón!, me gritó. Yo no hallé qué decirle, casi me atraganté con la carne. ¡Así que comiendo bistequito con huevo el culiado!, observó. Eh, eh... trataba de reaccionar. ¡Te doy cinco minutos para partir a clases, mocoso de mierda!, ordenó. Yo me levanté rajado, me eché escupo en el pelo y me fui al liceo. El inspector me ubicó en la sala y así terminó mi aventura. Pasaron cincuenta años y una tarde me encontré en Santiago con un sobrino de Constitución, frente a Almacenes Paris. Al abrazarnos sentí su voz en el oído: ¡Y cómo está el bistequito con huevo! Yo me sorprendí y él se rió: en la ciudad la historia se había transmitido de generación en generación".
Mis oídos escuchan con envidia su anécdota; le hago ver que yo odiaba el colegio, pero era incapaz siquiera de faltar un día. Si me sacaba un tres se me derrumbaba el mundo. Cuando había prueba empezaba a estudiar la noche anterior cerca de las diez y terminaba como a las dos de la mañana. Me leía la materia cuatro veces para que "me entrara". Concluyo, con una sensación castigadora hacia el pasado, que toda esa época representó para mí una gran depresión, al estilo de la del 29. No me di cuenta de que la sufría. Menos mal.
Un día mi mamá llegó contando que había escuchado una charla de una sicóloga en la que ella les sugería a las madres presentes que al llegar a casa les preguntaran a sus hijos qué preferían, si estudiar o jugar. Cuando mi mamá me hizo la pregunta yo pensé un poco y le contesté estudiar. Ella dijo que la respuesta era jugar, al menos la respuesta que había dado la sicóloga. Infiero de eso que la sicóloga se equivocó, porque no tuvo en cuenta el factor vuelta de tuerca. Y es que el niño que era yo prefería mil veces jugar, pero el peso de la responsabilidad en su vida, su presente y su futuro era tal que llegaba a mentirse a sí mismo, sin asomo de dudas.
De modo que coincidiendo en el diagnóstico, Mentecato y yo aplicamos remedios diferentes.
Dice que un día lo designaron miembro de la banda del liceo y le pasaron un clarinete, pero no aprendió ni jota porque era muy difícil. "Para el desfile del 18 de septiembre se anunció por los parlantes el ingreso de la banda del liceo de Constitución. Ahí pasé yo entre los demás, haciendo como que tocaba el clarinete, pero soplando para adentro".
Mentecato tiene oído musical y es afinado para cantar, al igual que yo, pero ambos salimos como las berenjenas para tocar instrumentos, porque ambas cosas no son lo mismo. Con el tiempo descubrí que la mejor forma de dominar un instrumento es ensayar, equivocarse y repetir el ensayo. Luego, pasar a otra fase, aunque no se haya resuelto el problema anterior. Es la misma solución que desprecié en el taller de guitarra, cuando no salí de los tres acordes de la canción "El tortillero"; o en Artes Manuales, cuando di vuelta el año cepillando listones mientras escuchaba las burradas del ministro Peña, sin atreverme a ensamblar una silla de playa. Me pasé el año entero a puros cuatros parciales cepillando listones. El ministro Peña era el profesor que mató a una ballena bajo el sencillo expediente de saltar sobre su lomo desde un bote a remos y taparle el orificio de la respiración con una papa; al menos eso contaba en las clases. El día antes del examen mi papá le llevó los listones a su amigo Hugo Miranda y éste armó la silla en un dos por tres.
Por no atreverme a fallar, mi oído musical se orientó hacia el canto y el coro, que eran fáciles, porque eran naturales y no había que aprender nada.
En una ciudad pequeña como Rancagua todos los profesores se conocían. Durante una reunión del magisterio mi mamá le preguntó al señor Garfias el origen del nombre Pillanlelbún, ya que éste se autoproclamaba experto en vocablos mapuches. "¡Pucha, señora Fani, me pilló", le confesó tras quedarse pensando un buen rato.
La primera vez que impresioné realmente con mi voz fue en sexto preparatoria. Venía llegando al liceo y empecé a sacarme buenas notas, lo que me transformó ante mis nuevos compañeros en algo así como en una esperanza, en el héroe destinado a derrocar al villano, que era el Plátano González, que de villano no tenía casi nada, fuera de ser mateo y egoísta, pero quién no es egoísta. Al llegar mi turno en la clase de canto me planté delante de mis compañeros y canté "Río manso", imitando la voz de Lorenzo Valderrama. Terminé ovacionado y el señor Olavarría me puso un siete. El Ogaz cantó un tema que decía "una tarde fresquita de mayo cogí mi caballo y me fui a pasear..." y se sacó un cinco. Dos años más tarde el Pérez, que ya había cambiado la voz, cantó "Gina", que popularizaba Johnny Mathis. Entonces su evaluador no era el señor Olavarría sino una profesora soltera de piernas de oro. El Pérez le cantó "Gina" con voz de galán y ojos de sueño pero bien desentonado, lo que no le impidió sacarse un seis. Al año siguiente me eligieron como parte del show de despedida a esa misma profesora, que abandonaba el liceo para probar suerte en el extranjero. Canté "El corralero" acompañado en guitarra por el papá del Pichula Hevia; las mesas del curso se habían cubierto con manteles de papel, sobre ellas había canapés de huevo, torta casera y correctamente sentados me contemplaban profesores y alumnos. Me aplaudieron bastante; pero a la salida el Masa Salgado, profesor de Física y Matemáticas, me dejó helado con su comentario. "¡Qué te pasó, Mardones, que desafinaste!".
Desde aquel día empecé a perder seguridad en mi voz y llegó un momento en que simplemente no me atreví a cantar, lo que me dura hasta hoy.
Cuando estaba en la universidad me tocó compartir asiento en el bus a Santiago con la mamá del Masa Salgado, quien me buscó conversación, lo que en un primer momento me desagradó, porque siempre me ha cargado iniciar conversaciones con personas que no conozco, pero al rato la charla se hizo fluida y ni me di cuenta cómo llegamos a Santiago. El centro del diálogo, más bien monólogo, consistió en su relato sobre la muerte de su marido, el papá del Masa Salgado. Contaba que estaba disfrutando de un asado cuando se atragantó con un pedazo de carne y se murió.
El señor Olavarría era alto, usaba un abrigo gris que le llegaba casi a los zapatos, tenía la cara angulosa y amarillenta, como de chino griego, y hablaba a medias. Apuraba las palabras o se las tragaba antes de completarlas. Un día de noviembre empezó la clase de la tarde diciendo que habían herido a un señor Keller y nadie le prestó atención. Cuando salí del colegio y prendí la radio al llegar a la casa caí me voy de espaldas: ¡Habían matado a Kennedy!
De modo que de pronto empecé a dejar de cantar, pero como me gustaba la música entré al coro del liceo. A mis papás también les gustaba la música; a mi papá le gustaban los mambos de Pérez Prado y los boleros de Lucho Gatica. Sus favoritos eran "Quiéreme mucho" y "Nosotros", éste último porque concordaba con la atracción que ejercía lo trágico sobre su personalidad. A mi mamá le gustaba la música más culta. Los primeros long plays que hubo en la casa fueron "Carrera de éxitos número 2", "Carrera de éxitos número 3", "Concierto en ritmo" de Ray Conniff, "Edmundo Ros en Broadway", "15 grandes éxitos de Paul Anka", Ray Colignon y su órgano, Los románticos de Cuba, y un long play doble de clásicos de la Sinfónica de Filadelfia conducida por Eugene Ormandy, que yo escuchaba con deleite recostado en el sofá. De esa selección mis temas preferidos eran el vals de las flores de Tchaikovsky y la obertura de "Carmen". Nunca entendí por qué se compraron los sencillos "Un amor diferente", de Bat Carroll, y "Tema de un lugar de verano", de Percy Faith. Eran baladas melancólicas que dejaban un sabor triste en la boca.
En el coro ocupaba la fila de los tenores primeros, luego venían los tenores segundos, los barítonos y los bajos. El señor Morales organizó un repertorio de temas del folclore americano, que incluía también canciones de Stephen Collins Foster. Cantábamos en los aniversarios del liceo o algunos viernes por la noche en el salón de actos. Al coro le debo un viaje a San Antonio. Cada alumno fue recibido en una casa y luego retribuimos la atención cuando nos visitó el coro del liceo de San Antonio. Recuerdo haber bajado por un cerro conversando con una chica. Al llegar al plano los integrantes del coro estaban reunidos en una sala y algunos tocaban la guitarra, lo que me provocó admiración y envidia, porque podían sacar de oído las posturas de las canciones. Esa noche el señor Morales estaba acompañado por un joven mayor, que ya había egresado del liceo y que al entonar una melodía para nosotros se reveló como gran guitarrista y cantante.
La esposa del señor Morales también era profesora. Un día llegó llorando a la casa con sus hijos chicos y una maleta. Habló con mi mamá a puerta cerrada y al rato mi mamá les preparó una pieza. Estuvieron viviendo con nosotros como dos semanas. Cuando preguntábamos, mi mamá no decía nada.
En el coro se preparó durante todo el año un viaje al festival nacional que tendría lugar en Puerto Montt. Ensayamos como contratados. Para las vacaciones de invierno la Lilian Inostroza y su hermano nos invitaron a Caletones a mí con el Vitorio. Yo estaba enamorado de la Lilian y soñaba con conocer la nieve, pero cuando en el ensayo del coro me tocó mostrarle el justificativo que llevaba escrito al señor Morales, el peso de la responsabilidad fue más fuerte. No me atreví y me perdí esas vacaciones.    
Llegó el mes de octubre, mes del festival, y el señor Morales nos comunicó que el coro del liceo no viajaba. Jamás quedó clara la razón y hasta última hora abrigué la esperanza de que la decisión se revirtiera. La misma noche del viaje pensé desde mi casa que alguien llamaría por teléfono urgente para que acudiéramos a la estación a tomar el tren. Cuando el tren se detuvo en la estación y a lo lejos se escuchó el pitazo de partida, volví a mi mundo interno y me puse a dibujar historietas.
Por esos mismos días mi mamá iba caminando por la calle Independencia cuando una voz a todo chancho que le llegó por detrás la hizo saltar.
-¡Colina del trueno! -le gritó un hombre. Mi mamá se asustó y se dio vuelta. Era el señor Garfias, que exclamaba con acento triunfal y una mirada cercana a la demencia.
-¡Pillanlelbún! ¡Colina del trueno!, señora Fani.


sábado, julio 13, 2013

Memorias de la princesa rusa

Primero fue el amor, luego la malicia.
Enamorado a los once años, al cabo de unos meses terminé perdiendo el interés en la persona amada, una blanca y virginal niña de mi edad: con ella, poco y nada estaba al alcance de la mano, misteriosa su mirada, ininteligible como escritura cuneiforme. ¿Qué seguía después de enamorarse? Aspirar a un beso era como soñar con la cima del Everest; ni pensar en contraer matrimonio, yo era demasiado chico entonces, y si a eso le sumaba el pago de las cuentas del agua y de la luz y el arriendo de una casita decente, temas no resueltos y tremendamente graves para ser sorteados a tan temprana edad, el problema se tornaba insoluble. ¿En qué rincón de la voluntad se hallaba la razón de acometer una empresa como aquella con una niña de once años, flaca como palillo, indescifrable como receta de médico y que se empeñaba en pronunciar Dick Van Trick en vez de Dick Van Dyke? Lo que estoy recordando es tan abstracto que no encaja en corazón alguno, o al menos se hace invisible para el mío. ¿Qué hay después del amor, después de entregarse el uno al otro? No lo sé hoy y menos lo intuía entonces. Me limitaba a sentir, a cruzarme con ella en la plazuela Simón Bolívar, a echarla de menos cuando la suerte me impedía verla. Finalmente la olvidé, hice la del cobarde que opta por negar su fracaso.
Desaparecido de mis pensamientos el primer amor reclamó entonces su merecido lugar la malicia, que no era otra cosa que el deseo pasado por el cedazo de la religión en los años perdidos de comienzos de los sesentas, vistos con una lupa enfocada en la pequeña ciudad de Rancagua.
Vino acercándose solapadamente, hasta que de pronto llegó y lo echó todo a perder, lo digo desde el punto de vista de la continuidad de estas memorias de la infancia, tal vez desde el mismísimo punto de vista de la vida humana. El nacimiento del deseo sexual lo cambió todo en mi vida y puedo afirmar sin lugar a dudas que fue lo que realmente le dio fin a mi niñez. Se dice de la adolescencia esto y esto otro, se diserta sobre los cambios de ánimo, la definición de la personalidad, las espinillas, el estirón... está bien, lo acepto, pero es el deseo sexual lo fundamental. Sin deseo sexual se puede seguir siendo niño, a pesar de las espinillas y los estirones. Con deseo no. Con deseo sexual el niño que uno era se sorprende a sí mismo buscando lo escondido, fijándose otros límites, oscuros y peligrosos; llegan las frustraciones y se conoce un placer jamás imaginado y sobre todo efímero, el del orgasmo.
El aviso fue procaz: sin ponernos de acuerdo, a todos los compañeros de curso nos dio por fisgonear a nuestras profesoras. La maestra de Artes Plásticas pasaba mesa por mesa revisando nuestras pinturas a témpera; los más vivos la rodeaban y cada uno a su turno se agachaba para mirarla desde el suelo. Cuando fue mi momento vi de repente un poto voluptuoso con el calzón blanco enrollado entre las nalgas. Pensé que el corazón se me iba a detener; un codazo me sacó del paraíso. La profesora de Inglés, que tenía unas pantorrillas y un trasero hechos a mano, se cruzaba de piernas en su escritorio y se le asomaba el portaligas. Yo creía morir y llegaba a mi casa contando esa escena, ingenuamente. Mi mamá se reía a carcajadas, pero mi papá escuchaba con atención. Un día también quiso ver sus piernas en una reunión de apoderados, sin éxito, según me contó con cierta decepción. A la profesora de Historia éramos muchos los que la esperábamos en la puerta del liceo, porque era dueña de un Fiat 500 cuya puerta se abría hacia adelante. Al descender lo hacía sin delicadeza alguna, bajando primero la pierna izquierda y luego la derecha, acción que nos regalaba sus calzones completos, de arriba abajo. Entrábamos a clases temblando. En los recreos nos apresurábamos a bajar las escaleras antes que ellas, o a subirlas después. La cosa era ver piernas hasta donde el ángulo lo permitiera.
Pero nunca resultaba suficiente. La sensación que quedaba de esas visiones era de vacío y desilusión, sensación más frustrante que divisar un tesoro a través de una vitrina.
Por esos mismos días los alumnos precoces les enseñaban a los cándidos como yo el método científico para correrse la paja. "Se echa el cuerito hacia atrás y se frota el pico hasta que se para; al final se siente un gustito". Eso era todo y yo trataba de dar con la fórmula, pero me quedaba dormido. Un par de meses más tarde lo conseguí. La sensación previa fue tan intensa y creciente que pensé que me volvería loco; luego vino el clímax, que barrió con todos los placeres sentidos hasta el momento, y después volvió la calma y me dormí. A la mañana siguiente no hallaba la hora de llegar al liceo para contar que había sentido el gustito. Mas entonces vinieron los consejos y recriminaciones. No se debía abusar, porque brotaban espinillas. Y si se repetía demasiado el acto el miembro crecía, señal de que el niño era vicioso. Cuando acudía a la iglesia a desahogar la conciencia le confesaba al sacerdote "he fornicado, padre" y el sacerdote me hacía rezar tres padrenuestros, hasta que un cura entró en dudas y me preguntó que quería decirle exactamente con "he fornicado" y yo le traté de explicar en palabras académicas (que no se me venían a la mente) cómo se corría uno la paja; entonces me explicó que eso no era fornicar y sólo me mandó a rezar dos padrenuestros.
En las clases de gimnasia los más dotados lucían sus penes como animales dormidos. Yo pensaba por qué no los esconden, están revelando que son viciosos, pero los miraba a la vez con vergüenza, con un sentimiento de derrota. Era ingenuo y acomplejado, siempre fui el menor del curso y a esa edad aún no me había desarrollado, por lo que mi pene era objeto de burlas. Meses más tarde pasé a ser como todos, pero al igual que les sucede a todos los hombres me quedé con la obsesión de las comparaciones, otro motivo más para la frustración, pues aunque siempre habrá algo más pequeño, también siempre habrá algo más grande, incluso mucho más grande.
A esas alturas ya me consideraba sucio por completo. Los domingos iba al estadio Braden a cuartearme. Como la galería Rengo tenía asientos de madera con ranuras longitudinales, en el entretiempo escogía a las mujeres que me gustaban y frente a cada una echaba un papelito por la ranura. Con el chico Castillo y otros compañeros salíamos de la galería y nos metíamos por detrás hasta quedar debajo, como en el revés de una trama. Allí buscaba los papelitos y me instalaba a mirar a placer, protegido por la oscuridad. Nunca faltaba la presencia de un hombre mayor, pero ese miraba solo, como enfermo, y no decía nada. Arriba, en tanto, las víctimas esperaban de pie, aburridas, el comienzo del segundo tiempo, sin imaginar que estaban regalando la visión de sus calzones a una pila de granujas. El chico Castillo, con más carreras corridas que yo, se cuarteaba, luego me observaba y se burlaba. "Estái tiritando, pelao", se reía mientras yo trataba de mantener la compostura, pero la barbilla me rebotaba sin querer contra la columna de madera de la que estaba agarrado para ver mejor.
Una tarde, antes de empezar una pichanga de fútbol en la cancha de la escuela industrial, un compañero llegó con un lote de fotos en blanco y negro, que fueron circulando de mano en mano. En la primera aparecía una mujer desnuda de la cintura para abajo en un campo, metiéndose una botella; en la segunda un perro le lamía la vulva y ella echaba su cabeza de largo pelo negro hacia atrás; en la tercera aparecía desnuda y acostada en una cama con catre de bronce. Un hombre de bigote descuidado lucía un pene erecto de discreto tamaño, de pie ante ella; en la siguiente el hombre se le encaramaba y el encuadre delataba que llevaba los bototos puestos, ambos se anudaban como animales y los ojos blancos más el rictus desabrido del hombre delataban que estaba llegando al clímax. Eran todos fotos hechas a la rápida, de mala calidad, tomadas las primeras al aire libre y las demás en una humilde pieza de prostíbulo; eran fotos grotescas, vulgares, que sembraron encontradas sensaciones en la habitación de mis fantasías, cuyos ecos parecen rebotar  hasta el día de hoy.
Ese año, tal vez el 65 o el 66, el chico Castillo me invitó a pasar las vacaciones de invierno a Sewell, donde trabajaba un tío suyo. El panorama era prometedor: el tío trabajaba de noche, así que durante el día podríamos fumar sin escondernos, ir al famoso cine de Sewell, que daba películas que no se veían en Rancagua, bañarnos en la piscina temperada del gimnasio colosal, ver la nieve. Disponíamos de una pieza con una litera y en nuestras fantasías previas nos imaginábamos entrando a retozar con sendas mujeres, uno en la cama de arriba y otro en la cama de abajo. "Hay que hacer sonar el llavero y si la mujer dice que bueno uno la lleva a la pieza", me decía el chico Castillo, de modo que por las noches, a la salida del cine, mientras algunas mujeres subían las legendarias escaleras de esa ciudad sin calles para llegar a sus departamentos y otras bajaban las escaleras para ir a los suyos, nosotros hacíamos sonar nuestros llaveros, pero no pasaba nada. Frustrados, decepcionados de nosotros mismos, nos quedaba el placebo de acceder al sexo a destajo a través de la puerta ancha que nos ofrecía la literatura. Mi amigo había traído dentro de la maleta, escondido entre las camisas y los pantalones, un folleto que contenía las memorias de la princesa rusa. Recogidos bajo techo nos íbamos turnando en la lectura de los capítulos. Afuera, la nieve cubría las montañas en cuyas galerías subterráneas los mineros extraían el cobre. Dentro de la pieza, acomodado en mi cama de la litera, los ojos se me abrían con espanto ante las arremetidas de la verga monumental del mujik contra la frágil intimidad de la princesa rusa, intimidad que con los minutos se transformaba en un volcán de lava hirviente que tras despachar en un dos por tres al poderoso campesino le ordenaba repetir el acto. La cantidad de hombres y mujeres de todas las clases sociales, incluso de animales que desfilaban por su habitación, excitaba nuestros sentidos hasta un punto en que la urgencia nos obligaba a suspender la lectura. Demasiado pene monstruoso ingresando con y sin permiso entre abultadas nalgas sedientas de placer, demasiadas bocas rojas bebiendo lechoso néctar viril, demasiados estallidos femeninos de éxtasis, página tras página, sin descanso, resultaban insufribles para dos mocosos de 12 años. Las pruebas del pecado quedaban esparcidas sobre un papel de diario puesto cuidadosamente en el suelo y luego todo volvía a la normalidad; el cuerpo se aliviaba y ya podíamos dormir tranquilos, soñando hallar al día siguiente a nuestra esquiva damisela de Sewell.
Apenas regresé a Rancagua decidí emparejarme con la princesa rusa. Aceptó sin chistar mi propuesta lasciva y me regaló su cuerpo, que tomó la forma de la cerrada unión entre los dos colchones que conformaban la cama de mi dormitorio. Era cosa de correr la sábana de abajo y ya estaba a disposición de mis desenfrenos. Por las noches la hacía mía con los ojos cerrados y ella me daba el goce que deben de proporcionar las mujeres que duermen y los muertos: era ella, la insensible, contra mi destino; era la princesa rusa, seca y blanda, contra el deseo ferviente que nacía en mis entrañas. Cosas como esas eran las que me estaban tiñendo de negro la vida y tornándome un pecador sin vuelta. Mi cuerpo deseaba fervientemente a una mujer y como la insatisfacción crecía en vez de menguar, acabado el acto me daba de correazos en la espalda, como había leído que hacían algunos santos. Entonces me sentía mejor, porque era malo ser sucio y era bueno ser santo.  

lunes, julio 08, 2013

Los dos hijos mimados

Eran dos jóvenes; vivían a pocas cuadras de distancia. Ambos, hijos adorados de sus padres. Uno estaba enfermo, el otro estaba sano. Del enfermo se decía que le quedaba poca vida. A mí me lo comentó una amiga, la Nichi, una tarde que nos juntamos en mi casa a practicar para una prueba. El joven se despidió de nosotros, muy amable y cariñoso, y se fue a su casa. Ella me dijo:
-A Juanito le queda poco tiempo. El corazón se le va a reventar porque le creció y ya lo tiene demasiado grande.
Yo ya lo sabía; mi mamá me lo había advertido años antes. Creo que él también lo sabía, pero intentaba tenderle una trampa a su destino. Mi mamá me había dicho que me cuidara, que no jugara tanto a la pelota, porque a mí me habían detectado a los ocho años una lesión mitral, la misma que le descubrieron a él; de modo que bajo esa trágica sombra yo evitaba cansarme en los partidos, misión imposible al calor del juego, predisposición que me llenaba de culpas y que terminó conformando mi estilo dentro de la cancha: mucha visión, piques rápidos y cierta complicidad con los momentos laxos, desde la banda derecha.
Juanito debía de estar bastante más enfermo que yo, porque a él ni siquiera se le ocurría jugar. Es más, había ido adquiriendo una postura de niño elegante, bien vestido, peinado a la gomina y modales refinados. Un muchacho amable y cariñoso, como lo he definido. En realidad, daba gusto hablar con él. Ese día, por ejemplo, nos había contado sus planes. Iba a estudiar leyes y se estaba esforzando en preparar la prueba, la misma que a mi amiga la hizo entrar a ingeniería y a mí, a periodismo. Todo indicaba que le iría bien, porque era estudioso y responsable. De no ser por su corazón tenía el futuro asegurado.
-¿Por qué dices eso, Nichi? Yo tengo lo mismo que él y me siento bien - le respondí.
-Ah -me dijo y no se volvió a tocar el tema, lo que me dejó sumamente preocupado. Pues si Juanito se veía alegre y tan confiado en su futuro quería decir que tal vez ignorara el grado de avance de su mal. Y si lo ignoraba era porque no se lo habían querido revelar con todas sus letras. ¿No podía pasarme a mí lo mismo? Lo único que nos diferenciaba era que yo no me peinaba a la gomina ni era tan alegre, ni tan educado, ni tan estudioso. Ni tan mimado. De todo lo anterior era esto último lo que me tranquilizaba. A los niños por algo los miman, me repetía. A él lo miman porque se va a  morir y a mí no me miman porque no me voy a morir.
Un mes después supe que había fallecido. No alcanzó a dar la prueba; jamás pisó la escuela de derecho. Sus papás le habían regalado un auto, que era como si hoy le regalaran a uno un cohete para viajar a la Luna. Era un Austin Mini usado, el sueño de todo adolescente. Juanito viajó a Puerto Montt, un viaje prácticamente de ida y vuelta. Dos mi kilómetros de un paraguazo. Al regreso llegó fatigado, tan rendido que cayó a la cama. Murió al día siguiente, acompañado por sus padres, que se culparon para siempre de haberle comprado el auto.
La mamá de Juanito era colega de la mamá del otro Juanito, del Juanito sano. Ambas acostumbraban a hablar de sus hijos mimados en los recreos de la escuela 2. Esto llegaba a mis oídos a la hora de almuerzo, de boca de mi mamá, que también enseñaba en esa escuela. De allí surgían entonces, ante la menor recaída de Juanito el enfermo, sus advertencias. Y de allí surgían también las novedades que hacían salir canas verdes  a los padres de Juanito el sano. Según mi mamá, Juanito el sano había salido deschavetado porque a sus padres los unía un lazo familiar. Dicho de otro modo, el matrimonio de sus padres fue el matrimonio de un tío con una sobrina. Por su condición de radical, el papá de Juanito el sano tenía un puestazo en el magisterio provincial y su mujer (la sobrina), que era joven, guapa y no servía para nada, había entrado por la ventana a la escuela 2. Cuando resultó obvio que no tenía la menor idea de cómo hacer una clase le fue asignada la plaza de bibliotecaria, que ocupó hasta su muerte. En esos almuerzos familiares mi mamá llegaba comentando con lástima los últimos sucesos de los dos Juanitos. Ante Juanito el enfermo su voz se recubría de compasión hacia sus padres, que día a día sentían cómo se les consumía el hijo. Ante Juanito el sano la compasión se mezclaba con un timbre de recriminación. Después de todo ellos se habían casado a sabiendas de que eran parientes, y habían tenido un hijo; ahora debían resignarse a su sino.
Dije que la mamá de Juanito el sano ocupó la plaza de bibliotecaria hasta su muerte. Pero tal circunstancia no duró mucho tiempo. Eso explica lo visiblemente alterada que llegó mi mamá una tarde a la casa.
-Sergio, se murió la Ofelia -le comentó a mi padre, atragantada con la noticia.
En efecto, la joven madre de Juanito el sano había muerto el fin de semana, víctima de la estúpida complicación de una sinusitis.
"La pus se le fue al cerebro y se lo coció. Agonizó el sábado y el domingo amaneció muerta, pobrecita", decía.
Yo me la imaginaba en una cama ancha de una pieza fría y grande de paredes de cemento, con una lámpara de velador encendida y su voz balbuceando palabras incoherentes, mientras su marido y Juanito la miraban sin hallar qué hacer.
Cada primero de noviembre se encontraban en el cementerio. La tumba de Juanito el enfermo era cubierta de flores y sus padres le rezaban una oración. A pocos metros yacía la mamá de Juanito el sano, visitada por el viudo y su hijo. El joven incorregible ya no era tema de conversación. Vagaba por las calles de Rancagua, despreciaba el trabajo, gastaba lo que no tenía y su papá le pagaba todo. Pero el padre, que ya era maduro cuando se casó, envejecía a pasos agigantados y un buen día se murió de viejo. Juanito el sano quedó solo y en pocos meses dilapidó la fortuna que recibió en su condición de único heredero. Lo último que se supo de él, y que fue el comentario de toda la ciudad, fue que, agotadas las reservas, vendió la tumba de sus padres. Trasladó sus restos a una porción de tierra seca en el cementerio de Machalí y utilizó la diferencia en su favor.

lunes, julio 01, 2013

El secreto

-No para de reír -comentó la encargada. Las visitas le hicieron una venia al anciano y le sonrieron. Él las saludó, sin dejar de reír. Luego pasaron al salón. Los demás residentes lucían compuestos. Algunos jugaban a las cartas, había mujeres que tejían, otro grupo conversaba. Un viejo miraba fijamente al vacío.
-Bien, qué les parece.
Las visitas se miraron. La mujer preguntó, mirando al anciano que reía.
-¿No es... peligroso?
-Tan peligroso como lo es la risa -respondió la encargada.
Las visitas se retiraron a deliberar a un rincón. Luego volvieron donde la encargada.
-Aún no hemos tomado la decisión. Le avisaremos -dijo ella.
-Muy bien -dijo la encargada.
Una vez que se fueron, la encargada se cruzó con una de las empleadas del asilo.
-¿Qué le pasa a don Manuel, Lucinda? ¿Alguna vez dejará de reírse?
-¡Tiene unas ideas!, señora.
-¿Te habla a ti, Lucinda?
-A veces lo escucho. No me habla, pero yo paro la oreja cuando le hago la pieza.
-¿Y qué dice? ¿Dice algo?
-Un día le pregunté de qué se reía tanto y me dijo: "Tú no tenís la edad, Lucinda. Tú soi muy joven todavía".
-¿Y qué más te dijo?
-Nada más. Siguió riéndose; se mataba de la risa.
-Está chalado el pobre. Vaya uno a saber qué le entró a la cabeza.
-Dice que cuando cumplió 85 pensó que iba a descubrir un secreto, esas cosas le escucho cuando le hago la pieza.
-¿Qué secreto?
-Dice que antes pensaba que los viejos tenían el secreto de las cosas. Dice que cuando cumplió 85 años se rindió.
-¿Se rindió? ¿De qué se rindió?
-Dice que los viejos no saben ningún secreto. Dice que no tiene nada que aprender de los viejos, dice que los viejos tampoco tienen nada que aprender de los jóvenes. Dice que los que saben son los niños, pero que se han ido poniendo escasos.
-Ah, ¿y de eso tú crees que se ríe, Lucinda?
-Sí, señora, de su descubrimiento.
-A ti por lo menos algo te habla.
-Habla solo, pero me hace caso cuando estoy haciendo la pieza. Le digo don Manuel siéntese ahí y se sienta; don Manuel hágase pallá y se hace pallá.
-Ya, entonces tú me puedes hacer un favor, Lucinda.
-Dígame no más, señora. Lo que se le ofrezca.
-¿Le podrías pedir que no se ría tanto cuando vengan las visitas?, mira que me espanta la clientela.

sábado, junio 29, 2013

La estufa a gas

La estufa a gas era un artículo de segunda necesidad; no nos quitaba el sueño, pero cuando entró a la casa se abrió paso y se transformó en el centro del hogar. Era una estufa preciosa, dorada, con cuatro rueditas y dos quemadores. El balón se instalaba dentro y su conexión resultaba relativamente sencilla; sólo había que bajar el regulador y soltar una argolla hasta sentir que quedaba sellado. Bien poco nos costó entender que los balones duraban poco, comparados con lo que costaba comprarlos. Cuando el gas empezaba como a reclamar quería decir que los minutos de ese balón estaban contados. Entonces lo sacábamos y lo agitábamos unas diez veces y para nuestra satisfacción el quemador volvía a brillar, pero a los cinco minutos se repetían los estertores, más dramáticos que el inicial. Lo agitábamos otras diez veces y de nuevo brillaba, como canto de cisne. El tercer presagio redoblaba nuestros esfuerzos, sabiendo que aplazábamos una muerte y que hiciéramos lo que hiciéramos, sobrevendría. Rendidos ante la evidencia, la estufa dejaba de brillar. Si había dinero, mis papás llamaban por teléfono a Agrogás o a Gaslisur y recibían un nuevo balón a domicilio. También pasaban vehículos ofreciéndolos. Los empleados  golpeaban los balones con un fierro, como si tocaran la campana, al igual que hoy. Si no había dinero se retornaba al combustible original. Hasta ese momento la clase media rancagüina usaba el brasero a carbón, que no era malo, pero había que encenderlo a la intemperie, alimentarlo continuamente y acercarse mucho a él para recibir su calor. Cada cierto tiempo leíamos en los diarios que los habitantes de una casa cualquiera habían amanecido muertos, dos ancianos, una madre con sus hijos, una familia entera, intoxicados por un brasero que no retiraron del dormitorio. Antes de la llegada del gas, la opción al brasero era la estufa a parafina, que despedía una humareda de padre y señor mío, de modo que entonces su popularidad no era de las mejores. En cuanto a las estufas eléctricas, tener una era como tener un certificado de quiebra a corto plazo. La cuenta de la luz debía de ser tan alta que nadie se imaginaba ni por un momento llevar una a su casa. Cuando nos cambiamos a la casa nueva de Eduardo de Geyter 566 descubrimos los deleites de la chimenea. La chimenea reinaba al costado del living comedor y se encendía sólo para ciertas ocasiones, como eran por ejemplo las noches con Hugo Miranda y la señora Ana, o las tardes de canastas con café batido, o sagradamente el día del aniversario de matrimonio de mis papás, que era el 12 de julio, pleno invierno. Siempre que ardían las primeras llamas, la mitad del humo se iba por el tiro y la otra mitad afloraba hacia el living comedor, del mismo modo que esos fumadores que aspiran y enseguida hacen subir el humo hacia la nariz. De su boca de ladrillo parecía irrumpir una lenta catarata que caía invertida hacia el techo. Pero la fiesta seguía igual. Se veía un poco menos y dolían los ojos, aunque a nadie le importaba. Sencillamente la chimenea fue mal construida, eso era todo. Con los años mi papá descubrió un combustible antiestético, barato y excelente: el carbón de piedra. Dejando de lado el problema del tiro, para mí la fealdad del carbón pasaba a segundo plano al contemplar esas rocas negras que de pronto se abrían en finas grietas, de las cuales emergían vigorosas lenguas de fuego. Me quedaba tardes enteras mirando cautivado el fenómeno junto al Rucio Medina, mi amigo de entonces, tanto o más callado que yo, pero más inteligente. A veces mi papá partía a sus asuntos y dejaba al Rucio cuidando la chimenea. Yo entraba a la casa y lo veía junto al fuego, mirando o pensando o soñando, con esos ojos claros, tristes, de idealista, que lo caracterizaban. Un día yo empecé a bostezar y el Rucio me tiró de lejos una bolita de papel y me entró a la boca y me cortó el bostezo.
Esta historia podría irse abriendo hasta el infinito; mi imaginación y mi temor a la impaciencia del lector prefieren irla cerrando.
El día que llegó la estufa a gas hacía mucho frío. Yo leía una novela chilena de la colección Zig Zag, esas novelas infantiles de tapas de cartón amarillo con un dibujo en la tapa. El frío me acercó a la estufa, me eché a leer al piso de tabla para tenerla cerca. Sentí arder las mejillas; me retiré un poco, no tanto como para que volviera el frío. Mi mamá conversaba con otra profesora, a pasos míos, en la mesa del comedor. La profesora le contaba la vergüenza de una amiga suya y repetía la palabra amante con tanta insistencia que me desconcentré por completo. Hablaba a borbotones y no lograba contener la emoción de la noticia. La amiga había estado todo el día esperando la llegada de su amante y el amante había llegado por fin, hablaba de algo sucedido hacía no más de una semana. El amante había descendido a la estación en el último tren nocturno. Venía con su maleta, agazapado, poco menos que de incógnito, caminando entre las sombras que arrojan las sombras de las calles laterales, pero venía enfermo. Apenas se pudieron abrazar, no se alcanzaron ni a dar un beso, y le pidió permiso para entrar al baño. Allí permaneció, quejándose en silencio para no molestar al vecindario, hasta que no pudo más. "Murió esa misma noche en la casa de mi amiga, señora Fani, qué vergüenza por Dios", le decía a mi mamá una y otra vez, hallando siempre de ella la misma respuesta: "Qué terrible...". Yo miraba fijamente las páginas del libro, pero imaginaba a un hombre de pelo engominado, bigotillo negro y sombrero, vestido con un terno rayado, camisa blanca, corbata y zapatos relucientes; un hombre adolorido que al fin llegaba a una casa que latía enteramente para él. No me calzaba en ese cuadro su agonía; se me hacía difícil entender lo terrible de su muerte.

lunes, junio 24, 2013

Noche de insomnio

Era una pieza alta, así la veía entonces, hoy ya no lo es tanto. En la cama de al lado, la abueli dormía plácidamente. La cama daba a una ventana que nos traía las voces de la calle: compadres trasnochados que regresaban de un prostíbulo, borrachos ignorantes de su inmediato destino, huascazos enérgicos del conductor de la victoria a su caballo. Se podía pasar la noche entera oyendo ese canto. Fijo que cada cinco o diez minutos una de aquellas voces llenaría la calle Ibieta. Vendría de lejos, desde Maruri, se acercaría, diría un par de groserías justo frente a la ventana, otra voz le contestaría y luego ambas serían tragadas por la oscuridad. O de la nada surgirían unas pezuñas chocando contra el pavimento, sacando chispas, y hacia la nada se irían, así sentía esa noche de insomnio.
Cuando nos quedábamos con el Vitorio, que era muy seguido, porque dormir en Ibieta nos daba libertad, alegría, nos quitaba esa telaraña que nos cubría en las noches de la casa de Bueras 129, Bueras con Palominos, nuestra casa, no siempre tranquila, habitualmente confusa y angustiosa, como las casas que esconden conflictos sin resolver, al revés de Ibieta, casa de problemas más simples tras las muertes del tata Lucho y el tío Octavio, problemas como la libreta del almacenero que debía pagarse a fin de mes; decía que cuando nos quedábamos con el Vitorio, la abueli dormía plácidamente en su cama, la Mirita le hacía un espacio al Miguel y nosotros compartíamos camas con el Lucho y el Julio. Dos a la cabecera, dos a los pies.
La noche transcurrió a la velocidad del reloj despertador, lenta y demoledora. Mi mente se exigía estar despierta, ganarle una especie de guerra declarada a mi cuerpo; el tic tac me iba elevando a la categoría de héroe anónimo, segundo a segundo necesitaba demostrar la fuerza prodigiosa que ni mi hermano ni mis primos poseían. Lo haría a punta de esperar los caballos y las maldiciones de los ebrios. Mientras, reflexionaría acerca de lo que reflexionan los niños de nueve años en sus noches de insomnio, que en mi caso eran pensamientos obsesivos, libres de terror, algo mágicos, en el fondo verdades profundas intuidas y jamás vueltas a ver. Poéticamente todo esto se resumiría en un simple verso:

Yo a esa edad ya sabía

La abueli no estaba en su cama cuando vi entrar el amanecer por la ventana. Se había levantado a encender la cocina a leña. Afuera se abrían y cerraban puertas, escobas arañaban las veredas, las victorias se sucedían unas tras otras y de los borrachos no quedaba sino el recuerdo de sus bravuconadas y sus canciones de amor. En ese instante experimenté secretamente el triunfo de haber pasado por primera vez en mi vida la noche en vela, seguí pensando en eso con un orgullo no declarado, poder no compartido, cuando me levanté a jugar al patio. Con el tiempo me surgieron dudas; hoy estoy convencido de que durante un buen rato dormí profundamente.

jueves, junio 13, 2013

El mendigo

La noche estaba fría. Cinco grados, probablemente un poco menos. Marcos no hallaba sitio para dormir, los inspectores municipales lo habían despojado de uno bueno en la mañana, el rincón de un portal que había sido su hogar, y ahora volvía a la intemperie como en sus mejores tiempos, cuando recién comenzaba en el oficio. Ante el restaurante, con un par de frazadas al hombro, miró sobre las cortinas que ocupaban la mitad inferior del ventanal. En la mesa más próxima a sus ojos, cuatro hombres en mangas de camisa comían, bebían y reían a sus anchas. En la del rincón, una pareja de amantes se miraba a los ojos, ignorando sus copas de vino a medio llenar. Se notaba que eran amantes porque cenaban arrinconados y se miraban a los ojos.
Marcos les echó un vistazo indiferente a todos. No sentía envidia. No conocía ni la envidia ni la ambición. Ninguno de ellos le solucionaba su problema. Tampoco deseaba estar en su situación. A él sólo le interesaba hallar un buen lugar para dormir. Y de ser posible, una caja de vino. El nochero del edificio aledaño al restaurante lo saludó de lejos.
-Hola, Marcos, ¿tan tarde y aún en pie?
-Me echaron, don Felipe.
-¿Que no tenís dónde dormir?
-Ando buscando.
-Yo te daría un rinconcito, pero sabís que no se puede, Marcos.
-Gracias, don Felipe, no se preocupe. Ya encontraré algo. Pero si tuviera un vinito...
-Toma, llévate esta caja llena y así me salvái a mí.
-Gracias, don Felipe.
-Yo no puedo tomar, menos de noche, pero la carne es débil. Llévate la caja y me salvái. El otro día casi me pilla don Jorge. Si me pilla me echa, es muy bravo ese hombre, vive pendiente de lo que hago, como si no tuviera más cosas que hacer.
-A lo mejor le tiene echado el ojo. Trate de no tomar, don Felipe.
-Me lo decís tú.
-Yo traté, pero no pude. Usted todavía puede.
-Gracias a Dios.
Dos hombres bajaron de un edificio ubicado una cuadra hacia el oriente. Caminaban en dirección al restaurante. Rondaban los 40 años y vestían casacas deportivas subidas hasta el cuello y zapatillas.
-¿Cargaste la pistola, Piti?
-Sí.
-¿Estái seguro?
-¿Vos me creís aficionado? Soy profesional, llevamos meses trabajando juntos y parece que todavía no me conociérai. Noto que me mirái en menos.
-Hay que asegurarse.
-Vos vivís inseguro. El día que te agarren va a ser por eso.
-Mira, Piti. Un loco con una frazada.
-Concéntrate, hermano. Vamos a otra cosa.
-¡Eh! ¿Qué te creís, loco? ¿Te creís Michael Jackson?
-No, señor, ando buscando...
-Tengo sed. Dame la caja.
-Concéntrate, hermano, déjalo tranquilo.
-Pásame la caja, loco culiado.
-Tome, señor.
-Y ahora te vai de patada en la raja.
-Déjalo tranquilo, te dije.
-No me pegue, señor.
Una patrulla de Carabineros dobló la esquina. Los policías vieron la escena y descendieron. Un carabinero desenfundó su arma y uno de los hombres sacó la pistola. El mendigo quedó entre los dos fuegos. Salieron las primeras balas. Marcos se escabulló; los guardianes de la ley corrieron tras los dos hombres, que huían echando disparos al aire. Marcos caminaba en sentido contrario hasta que percibió que sus piernas le flaqueaban. No estaba cansado, pero no podía avanzar un solo paso más, tanto así que se agachó y se echó mansamente al suelo. Entonces sintió el líquido caliente que le salía del vientre y que comenzaba a caer en gotas gruesas a la acera. Era sangre y se asustó. Desde la caseta, el  nochero había llamado a la ambulancia. Diez minutos más tarde el vehículo llegó al lugar. El mendigo estaba rodeado de transeúntes y algunos le prestaban los primeros auxilios. Los camilleros bajaron raudos y un hombre de blanco lo conectó a una máquina mientras otro le taponeaba la herida.
-Tranquilo, amigo, se pondrá bien -le dijo el hombre de blanco. En la camilla lo taparon con una frazada reluciente.
-Tengo frío -les dijo, tiritando. Los camilleros lo subieron a la ambulancia y la máquina partió a toda velocidad al hospital, haciendo sonar la sirena.
Marcos se sentía extrañamente bien. Le dolía un poco el bajo vientre; no tanto, era un dolor soportable. El frío iba dando paso a un calorcillo agradable que le provocaba somnolencia. A nadie le importaba que no tuviera dinero para pagar, y sin embargo recibía palabras de cariño, trato amable, las mejores atenciones. Era tan extraordinario que ahora que se moría todo el mundo se preocupara de él, que le dio gracias por ese milagro a la Virgen. Mientras la camilla corría a la sala de operaciones, rogaba que este momento fuese eterno...

martes, mayo 28, 2013

El manantial

Germán sonrió al saludarlos y se ruborizó, mas un buen observador se daba cuenta al cabo de un tiempo de que lo suyo no era bochornosa timidez, sino hábito. Debido a un mecanismo desconocido, Germán era feliz sufriendo alegremente. Le gustaba contar sus malas noticias, lo hacía sonriendo, mirando al suelo, en apariencia cohibido.
La diabetes lo había tenido en las cuerdas, internado de emergencia. Les comentaba, acusándose, que durante el año había jugado con la muerte, comiendo y bebiendo como si se tratara de llenar uno de los toneles que usaba para almacenar las manzanas de su huerta. Los negocios no andaban del todo mal, aunque el dinero no llegaba. El hospital lo había enflaquecido. Su hijo menor era un demonio, otra causa para su padecimiento sublime. Su mujer, joven y atractiva, parecía no existir para él, no daba para mención en sus dramas.
De pronto se animó de verdad. Les contó que a punta de trabajo e intuición había descubierto un manantial. Y se los quiso enseñar.
Los tres bajaron por el césped de la colina, brillante por la reciente lluvia. Pasaron una cerca abriendo los alambres de púa, cruzaron una casucha deshabitada y doblaron una curva en el sendero hasta que sus pies llegaron a un corte a pique. Allí estaba el manantial, brotaba sin parar de la roca viva y formaba una película de agua cristalina sobre un cuadrado de arena. El sol de otoño le daba de lleno a esa única hora, escondido en el cerro como estaba. De ese pequeño depósito nacía un arroyo paradisíaco que bajaba hacia el lago.
Germán hacía planes fabulosos a partir del manantial. Por fin habría agua para las parcelas que estaba vendiendo hacía años. El negocio se tornaría extraordinario.
Estuvieron mirando un buen rato ese regalo de la naturaleza, probaron su agua, que era riquísima, y cuando no hubo más que hacer, volvieron. Un manzano se había desprendido de casi todos sus frutos, que se pudrían en el pasto. Germán no reparó en ellos; sí sus acompañantes, que se guardaron un par en los bolsillos.
Detrás de los visillos de la ventana de la casona antigua, la mujer los miraba con una maleta en la mano.

jueves, mayo 23, 2013

Conversación en el Metro

-La situación se hace ingobernable.
-¿Ingobernable? El asunto está controlado. Es cosa de ver a estas personas.
-No se engañe, Ismael. Usted no sabe lo que piensa el hombre maduro de parka y maletín parado en ese rincón, tampoco la señora de cartera que está sentada frente a él. Usted no es capaz de advertir los resentimientos de la gente, se lo he dicho tantas veces.
-Yo lo que veo es gente tranquila, satisfecha, y una pequeña masa de inadaptados.
-Los satisfechos irán donde los lleven los inadaptados.
-¿Y si para usted la situación es ingobernable, qué sugiere hacer entonces?
-Retirarnos al campo, Ismael, cuanto antes mejor. Usted está en situación de hacerlo. Dele uso a esa cabaña que tiene frente al riachuelo, la cabaña donde va a pescar truchas. Allí hay de todo.
-Si el caso es ese, yo daría la batalla. Levantaría la voz.
-¡Qué va a levantar la voz usted!
-¿Qué dice?
-Qué va a levantar la voz.
-¿Por qué me habla así? ¿Qué le sucede?
-Ismael, llevo más de 20 años esperando que me proponga matrimonio. Y ahora, con su permiso...
-¡Espere!, no se baje, todavía nos faltan dos estaciones, no se vaya...


miércoles, mayo 15, 2013

Los celos de mi padre

Mi padre era de celos enfermizos, aunque afortunadamente puedo contar sus ataques con los dedos de una mano. Desde luego el arrebato principal no lo viví, porque yo aún no había nacido. Estaban recién pololeando, mi mamá estudiaba en Santiago y la tía Olga la alojaba en su modesta casa del sector Estación Central. Ese domingo mi papá viajó a verla desde Rancagua junto a su futuro suegro, el tata Lucho, pero cometió el error infantil de almorzar y partir al estadio con el suegro. Con los años, cada vez que la anécdota se recordaba en la sobremesa, él aseguraba a quien quisiera escucharlo que había actuado así "para no despreciar la invitación de don Lucho", pero como todos sabíamos cuánto se apasionaba por el fútbol, dábamos por sentado que esa tarde no lo acompañó de mala gana. El asunto fue que mi mamá, tierna jovencita, aceptó a su vez otra invitación, la de un inocente vecino bien entrado en los cincuenta, a quien ella trataba de señor. Y así, mientras mi papá disfrutaba de la reunión doble en el Estadio Nacional, mi mamá y el señor Campos veían tres películas en el cine del barrio, con el permiso de la tía Olga.
"Cuando veníamos de vuelta vi que Sergio le estaba pegando a un poste, se llegaba a sacar sangre de los nudillos", contaba mi mamá y cundían las carcajadas, las recriminaciones y las explicaciones.
Aunque salía perdiendo, creo que en el fondo a mi papá le gustaba oír la anécdota, porque acaparaba la atención, lo que en su caso no se daba tan seguido. Lo más frecuente era que mi mamá llevara el pandero, aun sin desearlo. No había cosa que le molestara más al viejo que contestar el teléfono y decir: "Fani, para ti". Sucedía en 19 de 20 llamadas y ahora que lo medito, a mí en mi casa me pasa hoy lo mismo. Una de cada diez llamadas es para mí.
El motivo de los celos de mi padre era la inseguridad, no el morbo ni el deseo perverso de querer ser engañado. A él le gustaba planificar, gobernar como dictador y ser obedecido. Si miraba la panera quería decir que mi mamá debía prepararle el sándwich y si pasaba cierta hora y no le habían servido el té, se irritaba y lanzaba uno de esos gritos que hacían temblar la casa. Su conducta pretendía ocultar su inmensa fragilidad y detrás de ella, incluso, su extraordinaria sensibilidad, que al quedar tan cubierta, capa tras capa de rezongos, reclamos, malestares, recién podía aflorar cuando bebía o en otras contadas ocasiones.
Se sentía inseguro, se sentía menos que mi madre.
Una mañana de domingo oí una áspera discusión desde mi cama. Mi mamá debía viajar a una reunión en Santiago y mi papá no la dejaba. La discusión iba in crescendo y llegó un momento en que mi papá le cerró la puerta con llave. Yo pensaba pero por qué no la deja ir, qué tiene de malo, y al escuchar sus argumentos enlodados por los celos no podía menos que hallarlos insólitos, ridículos, y lo odiaba por eso. De pronto, en una audaz maniobra, mi mamá abrió la ventana del comedor y saltó a la calle. Yo pensé aquí va a quedar la escoba, mi papá la va a seguir o se va a matar, pero al rato lo vi tranquilo dentro de la casa y ese día transcurrió con toda normalidad, hasta que mi mamá regresó por la tarde.
Como es de suponer, esa anécdota nunca se contó en la sobremesa.

Los enfermos

Sabía que se dirigía a un hospital, pero al escalar piso por piso lo comprendió en toda su forma. No era un hospital; era un depósito de microbios. Los enfermos padecen, eso no es novedad; la novedad era ser testigo de la escena. Afuera el mundo está sano y siente la vida de otro modo. Los mendigos piden, los deudores protestan, los ricos gozan, los trabajadores trabajan y los microbuses circulan por las calzadas y doblan por las esquinas de siempre, como cada minuto de cada hora de cada día. Afuera todo es normal, afuera los enfermos no tienen cabida, bichos raros aislados por la gente como se aisla una bacteria bajo el microscopio; afuera los enfermos viven en una casa que no es la suya. La casa de los enfermos, por antonomasia, debe ser el hospital.
Allí estaban, reunidos bajo el mismo techo, separados de la vida, invadidos por pajarracos invisibles, postrados por accidentes azarosos, desfigurados, mutilados, pálidos, amoratados, con los huesos en la piel, hinchados, cubiertos de sondas, de yesos, gasas, vendas, cicatrices y tantas cosas más que recuerdan la fragilidad humana.
Su esposa, dentro de todo, estaba sana. Sus hijos lo estaban, él lo estaba.
¿Qué hacía la diferencia?
Cómo saberlo.
Su amiga, hoy enferma, hacía un mes estaba sana.
Estar sano, estar enfermo, ¿qué hace la diferencia?
A ella no le dolía nada, pero era un examen tras otro, una biopsia tras otra. Nunca se descubría la causa y la cuenta iba creciendo. Tal vez moriría; tal vez sanaría. ¿Y qué?
La calefacción invitaba a la modorra en la sala común, pero también al estado de alerta por el aire enrarecido, contaminado de bacterias asesinas que estarían al acecho en algunas de las selectas partículas en suspensión, cómo saberlo.
Lo mejor era irse cuanto antes.


sábado, mayo 11, 2013

La mano

-Mamá, tengo miedo de la mano que anda sola por la casa.
-Duérmete, hijita, son imaginaciones.
-No, mamita. Es una mano que resucitó de un muerto y anda sola por la casa.
-¿La has visto?
-Sí. Siempre la siento en la noche cuando camina por el suelo.
-¿Te da miedo?
-Sí, me pongo a llorar.
-Serán pesadillas.
-No, mamita.
-¿Cómo es?
-Tiene un anillo como el anillo del tío Raúl, que suena cuando se arrastra por el suelo.
-El tío Raúl se fue hace tiempo.
-¿Adónde se fue?
-Al norte... ¿te dormirás ahora?
-Sí.
-¿No le tendrás más miedo a la mano?
-No.
-Buenas noches, hijita.
-Buenas noches, mamá... ¡mamá!
-¿Qué?
-No te vayas todavía, que puede entrar la mano.
-No va a entrar.
-Mi hermana dice que al tío Raúl lo metieron preso.
-No le hagas caso y duérmete de una vez.


sábado, mayo 04, 2013

Te juzgarán y serás sentenciado

De pronto las cosas se le aclararon. Bastaba controlar sus emociones y dosificar su verbo para aumentar su poder ante los otros.
Pero en ese momento el jurado ya estaba deliberando. Nada dependía de su voluntad; sólo le cabía esperar.

martes, abril 30, 2013

Todo junto, al mismo tiempo

Cada visión una historia y cada historia una ficción. Es maravilloso y me inquieta. Mi delirio de grandeza ansía la síntesis total, perfecta; no puede ser de otro modo, la concentración ante cualquier minucia haría de mi plan una insignificancia. Confieso estremecido que no adoro a Dios, lo envidio; al mismo tiempo no anhelo ser Dios. La omnipotencia sacrifica naturalmente el goce de la fracción.
Recuerdo al gato perdido, imagino las aventuras del felino rebelde y las desventuras de sus amos, buscando entre la sombra de la noche. Me veo de pronto con una sartén en la mano, detrás de mi asesino. Bastaría un golpe certero en la nuca para desconcertarlo y escapar; pero está escrito que el golpe fallará y que el monstruo me hundirá la cuchilla una y otra vez en el hombro izquierdo, bajando de la clavícula hacia el pulmón. A mi lado están sentadas la consejera y su paciente cada vez más flaca, aquejada de una enfermiza pena de amor; no quiero saber más, aunque al salir la miro de lejos, para ver qué tanto le va afectando su obsesión. Oigo a una profesora y su colega, mientras leen la carta del café. Una opina que el sándwich cuesta cinco mil pesos y la otra le pide bajar la voz. Concluyo, al releer lo escrito, que el verbo opinar encaja perfectamente en la frase: la pronunciación del precio en voz alta ya constituye un reproche y a la vez una declaración pública de insolvencia, es decir, una opinión. Los autos lucen sus ofertas de otoño y por la calle se acerca la belleza sublime de la dama entrada en años, la que jamás me regaló siquiera una mirada.
Este es mi pobre mundo divino. Cinco minutos presos en un cuadrante de una ciudad de tantas, todo junto, al mismo tiempo. El alma apretuja sueños, recuerdos, conjeturas, visiones, y los destaca ante los ojos, pasajeros. El Universo amplifica los detalles y los torna omnipresentes, diminutos e infinitos.


jueves, abril 25, 2013

El vago

-Su nombre.
-Samuel Martínez Lara.
-Su edad.
-27 años.
-Profesión u oficio.
-Empleado.
-Renta mensual. Últimas tres liquidaciones de sueldo.
-122.345 brutos. Acompaño documentos.
-Está bien. Tome este número, pase a la segunda sala y espere el llamado.
(Dos horas después).
-¡160-C!
-Mi número.
-Pase.
(Entra, se sienta).
-¿Don Samuel Martínez Lara?
-Sí.
-Dígame qué se le ofrece.
-Ya lo sabe. Vine a cambiar de piel.
-He leído sus antecedentes. Permítame hacerle unas preguntas antes de dar curso a la operación.
-Pensé que si reunía los requisitos... eso decía el aviso.
-No le estoy negando sus derechos; sólo quiero limpiar eventuales vacíos... ¿No está conforme con sus ingresos en la compañía en que trabaja?
-Al contrario.
-¿Y para qué quiere cambiar de piel? ¿Ignora acaso que si lo hace renunciará a ese ingreso seguro?
-No. Lo sé perfectamente.
-¿Y entonces?
-¿Debe saberse la verdad?
-Sí.
-La verdad es que lo hago porque asumí que soy un vago. Decidí vagar lo que resta de mi vida, aunque sea pagando el precio de la pobreza. No concibo esto de otra forma que observando a la gente, a los animales y a las plantas, a las nubes y a la bóveda celeste. Mirar como idiota es mi aspiración.
-La sociedad condena a personas como usted a la miseria.
-Nadie querrá pagarme el oro que valgo, pero rendiré más que el eficiente empleado que soy.
-¿Por qué?
-En las escaleras del Metro sobra gente inmóvil, apurada.
-Abandona usted el juego del mecano de la vida. Eso a nada bueno conduce.
-Me hace dudar con sus preguntas.
-Esa ventanilla de ojo de buey que está viendo con sus propios ojos, aquella que abre las puertas del quirófano, hará de usted un hombre en carne viva. Apenas sea dado de alta se arrepentirá de lo que ha hecho.
-No me amenace.
-Acompáñeme entonces al quirófano, y que no se hable más.



miércoles, abril 24, 2013

Verdad de cementerio

Si lo quieres, tienes que pagar. Si no puedes, no lo busques. Si quieres y no tienes, vete a otro lado. Si insistes, para ti no estoy.
Todo lo que le decía era verdad. Pero verdad de cementerio. Le insistió con una última propuesta, a sabiendas del resultado. El tono era derrotista.
¿No merezco acaso una excepción?
Las campanas de la iglesia acallaron la respuesta.
Jajajajajajá, quién te crees que eres.
Se fue a su casa, a esperar el correo. Durante siete días aguardó la carta que no llegó. Al octavo día apareció el cartero con una pila de cuentas por pagar.
Qué curioso. Aquello que más quería se le volvía humo, burla y desprecio. Lo que le era indiferente y hasta repudiable aguijoneaba puntualmente su alma, sin fallar jamás.

lunes, abril 22, 2013

El muro y la tinaja

Un enorme muro geológico, imposible evadirlo, de extraña belleza, casi pura roca fría adornada de plantas que dicen tantas cosas cuando vibran por el aire agitado.
Desde abajo elevaban la vista, angustiadas, dentro de una tinaja de agua caliente que las adormecía. Las palabras de los seres que amaban se iban desvaneciendo. Sólo quedaban el muro y la tinaja.
La felicidad del cuerpo, la infelicidad de la mente.
Los arrieros que lo surcan por las noches, ateridos, que lo conocen como la palma de la mano mientras ellas, dentro de las aguas, los imaginan.

viernes, abril 19, 2013

El tallo

El movimiento interno se detuvo y lo clavó frente a la ventana. Por la vereda pasaba la gente con sus mil caras; era agradable divisar desde la perspectiva de un despedido la vida de afuera y la de adentro.
Sin aviso, tomó conciencia de un tallo largo que se elevaba desde un pequeño florero en su mesa. El tallo se refocilaba de su altura tímida; le interrumpía la visión y eso le iba provocando inquietud, por el efecto óptico del desenfoque, que lo duplicaba. Quería ver esas mil caras nunca antes vistas, ese panorama que nada pide y todo lo da, que despierta sensaciones, vagas reflexiones, pero le salían al paso dos tallos difusos. Contrariado, al borde de la ansiedad,  preso de sí mismo, pidió la cuenta y se marchó.

martes, abril 16, 2013

Sensaciones

-¿Es del nueve o del diecinueve?
-Del diecinueve -repitió, pero tuvieron que preguntarle de nuevo, porque su voz apenas se escuchaba.
Aclarada la duda, la funcionaria le entregó el documento, no sin antes fulminarlo a miradas. Cristóbal salió con la carpeta bajo el brazo, sintiendo que llevaba un tesoro. Le había costado tanto obtenerla, y ahora por fin era suya.
Una plazuela se le ofreció a la vista. Buscó un escaño y se sentó. Abrió la carpeta y contempló el documento una y otra vez. Encorvado, con la mirada triste y vidriosa fija en su tesoro, a punto de llorar de emoción, nadie hubiese pensado que estaba feliz. Sin embargo estaba muy feliz.
Sobre el pasto, un mendigo que dormía tapado con una colcha dio media vuelta la cabeza y lo vio sentado en el escaño; el sol le dio de lleno en los ojos y los cerró. Se tapó la cabeza y volvió a dormirse. En el banco de la otra punta, dos liceanas hablaban a gritos. Una se inclinó hacia la otra, la agarró de la nuca y la besó en la boca. La otra le respondió con dos groserías al hilo, ambas miraron a Cristóbal y se largaron a reír. El cartero detuvo su bicicleta y comenzó a revisar sobres del bolso. Un perro vago le ladraba a la rueda trasera. El cartero le tiró un puntapié y erró por centímetros; el perro se alejó, asustado.
Antes las cosas eran  más fáciles. Todo se hallaba claramente delimitado. La norma era la norma, la revolución revolución, la pobreza era pobreza y los hombres se dividían en grandes, mediocres y pequeños. Ahora había tanto que despejar; sobre el mundo se cernía una nata vibratoria que hacía funcionar a las máquinas, cada vez más necesarias e intrascendentes.

domingo, abril 14, 2013

El lustrín

Mi mundo era Rancagua. Y de Rancagua, dos o tres lugares y cuatro o cinco calles. Mi casa, la casa de Ibieta, la escuela 1 (luego el liceo), la plazuela Simón Bolívar, la canchita ubicada al costado de la línea del tren, el quiosco del tío Pablo.
Un domingo, cansada de nuestra holgazanería de niños mimados, mi mamá nos mandó a lustrar zapatos al quiosco. Al principio lo echamos a la broma y con el Vitorio nos largamos a reír. La tercera vez que impartió la orden comenzamos a preocuparnos; cuando sacó el lustrín del cuarto se nos heló la sangre de las venas. Abrió la puerta y vi su figura a contraluz con el lustrín en la mano. La luz del sol me encegueció: ante mis ojos y mis prejuicios se abría el mundo, el único que conocía, esperando para devorarme.
Considerándolo hoy, la idea no era tan terrible y hasta podría habernos dado unos pesos extras; la gente seguramente se habría reído de nuestra gracia, el tío Pablo nos habría gastado algunas bromas y un par de vecinos habrían puesto de buena gana sus zapatos sobre la madera. Eso es hoy, pero entonces era un asunto muy diferente: significaba para ambos el peor de los castigos; de hecho no recuerdo uno peor, y eso que no se concretó. Hacer de lustrabotas era rebajarnos al nivel de pelusitas, humillar nuestro amor propio, ser expuestos a la mofa de amigos y enemigos. Yo me imaginaba, mientras le rogaba a mi mamá que echara atrás la orden, tal vez llorando o tiritando de pavor, me imaginaba dando explicaciones estúpidas a los pies del quiosco, qué les pasó chiquillos, es que nos castigaron, buena la hicieron cabritos, nos portamos mal y mi mamá nos  castigó, y cuánto sale la lustriá, no sé como veinte pesos, ya pero sácale harto brillo, bueno señor.
Saliendo del casco céntrico, el quiosco del tío Pablo era algo así como la puerta de ingreso a los barrios mineros. Frente al quiosco pasaban diariamente, a partir de las cinco de la tarde, una infinidad de obreros que salían de sus faenas en la Braden, mi papá entre ellos. La mayoría de los hombres (en esa abigarrada multitud no se divisaba una sola mujer) seguían de largo por la calle Millán hacia la población Isabel Riquelme y la población Rancagua Sur; otros tantos se metían a la población Rubio y a la población Sewell, doblando en la esquina del quiosco, que quedaba exactamente en el vértice surponiente de las calles Millán y Bueras. La legendaria vía férrea de trocha angosta que llevaba a Sewell ya fue borrada del mapa. Pero en esos años la línea, que nacía en las instalaciones centrales de la compañía cuprífera, iniciaba su camino hacia la cordillera por el costado de Millán y a no más de un metro y medio al sur se levantaba el quiosco. Detrás de éste se hallaba el sitio eriazo que nos servía de cancha de fútbol y que estaba separado de la línea por una reja. La cancha, de una cuadra entera de largo, limitaba hacia el sur con las casas de un piso de la población y hacia el poniente, con más casas.
Entre las poblaciones Rubio y Sewell había una notable diferencia: la primera estaba compuesta de casas de un piso y la segunda, de bloques de tres pisos. Las familias de mayor nivel cultural vivían en la población Rubio; las otras se repartían entre los pisos de los bloques. Nosotros vivíamos en la población Rubio. Aun así, en el barrio entero no se sentía peligro alguno, de ningún tipo, y a nadie se le ocurría encerrar a sus hijos dentro de la casa pasada cierta hora. Pero me desvío.
Al quiosco acudían los vecinos más heterogéneos. Había uno que iba a lucir su uniforme de conscripto. Fumaba de esos Cabañas planos que dejaban amarillas las puntas de los dedos. Yo no me daba cuenta entonces de los miedos que se incubaban en el alma de las personas, porque interpretaba los gestos del conscripto como placenteros, cuando lo más probable es que hayan nacido de la ansiedad de ver pasar el tiempo y como telón de fondo, de la condena de tener que volver al regimiento. A veces cruzaba por allí el Pelado Velorio y todos salíamos arrancando de su terrible mirada que presagiaba muertes, funerales y olor a flores rancias. Juanico, el cantinero de la oreja mocha, tenía su negocio a metros de distancia y regularmente lo veíamos asomarse a la puerta a recibir o despedir a sus clientes. El Muchilo, el Cochefa, el Papa Barata y los hermanos Jara Concha iban llegando de a poco, hasta que se hacía el número mínimo para armar la pichanga. En el quiosco también se vendía el pan. Además su dueño, el tío Pablo, armaba viajes a Santiago en micro para ver los partidos del O'Higgins o los hexagonales del verano, así como los paseos domingueros a la playa. En síntesis y a pesar de su humilde perímetro, el quiosco reunía, comunicaba y cumplía esa función que las ciudades destinaban antes a las plazas, de allí el horror ante la amenaza del cambio de estatus.
Cuando íbamos a los dominios del quiosco los domingos, nuestra entretención era ver las caras tristes de los "nucas de fierro" partiendo a la mina, asomados a las ventanillas del tren y seis días después, sus rostros de ansiedad al regresar a casa. También solíamos poner monedas de un cóndor en los rieles. Eran de aluminio, el tren pasaba sobre ellas y al esfumarse a la distancia corríamos a recoger el producto que dejaba: unos discos delgadísimos aún calientes que no servían para nada.


miércoles, abril 10, 2013

El gran arquitecto

Lo principal ya había sido hecho. Los planos, sin embargo, no se habían convertido en edificio. El arquitecto era autor de un inmenso proyecto que dormía en el cajón del escritorio. Sabía a ciencia cierta que cualquier otro volumen que iniciara sería inferior al que ya había acabado en teoría. Los años se le venían encima y con ellos, lo que arrastran.
Mientras fumaba metió al equipo de música un disco de Juan Sebastián Bach. Desde su departamento se divisaba el río Mapocho y el puente Pío Nono, con la multitud que atravesaba hacia el barrio Bellavista o volvía de las universidades. "A esta altura, pensó, Bach ya había construido sus inmensas catedrales, pero tal como las mías, dormían en un cajón". La primera suite francesa le daba una señal, en su idioma.
Con ese tormento y con esa ilusión bajó a la calle.
Pero el mundo de abajo no era el de Bach; todo se movía en forma desordenada, había demasiados genios circulando, demasiados ignorantes exigiendo, y tanto las obras como las demandas se sucedían a una velocidad espantosa.

sábado, abril 06, 2013

Palabras en la pieza de al lado

-Ámame, por favor, ámame, te lo pido de rodillas...
(¿Acaso no lo notas?)
-Yo te amo, te lo juro que te amo más que a mí misma.
(No lo siento con la suficiente fuerza).
-Si no me crees, destrózame ahora mismo.
(Intento hacerlo).
-Haz lo que quieras conmigo, hazme cualquier cosa.
(Pero qué).
-Te estoy ofreciendo mi vida y no me dices nada, te burlas de mis palabras.
(Eso es lo que piensas).
-Hace mucho tiempo que noto que te burlas de mis palabras, mientras que yo vivo el día entero pensando en ti.
(Bien haces).
¿Te parece que no estoy cuerda?
(A veces lo he llegado a considerar, no lo niego).
-¡Cuerda estoy, nunca en mi vida había estado tan cuerda!
(Noto que te viene de nuevo la explosión de alegría).
-¡Ay diosito! Te siento te siento te siento... ¡Al fin eres mío, ya estás dentro de mí! ¡No me dejes nunca!
(No creas todo lo que sientes, porque te puedes equivocar).
-Mío, mío, mío, sólo mío. No me mientas. Y yo, tuya entera en cuerpo y alma.
(No te miento. Eres tú quien se obstina en fabricar otra verdad).
-Mamá... ¿qué hora es?
-Duerme, hijita, son más de las tres.
-¿Por qué la tía dice esas cosas?
-¿Qué cosas?
-Esas cosas que dice.
-Está hablando con Dios.


viernes, abril 05, 2013

Confusión

-Estuviste bien -oyó que le decían.
Trataba de amarrarlo, pero las formas se le mezclaban y cuando volvió a separar los colores sonó una estampida como choque de trenes y el horizonte se tornó blanco en menos de medio segundo, un blanco más intenso que el foco que pendía sobre su cabeza. En medio de la profundidad le asomaba una duda: no sabía bien si estaba estirando de nuevo los brazos o si dormía plácidamente en la cama que compartía con su hermanito. Algo le ordenaba levantarse, no era de hombre quedarse dormido mientras lo observaban desde arriba; tal vez se hallaba en el quirófano y la orden era no mover un solo músculo hasta que el doctor de humita que movía los labios no completara su tarea.
De la galería surgía un murmullo melancólico. La fiesta estaba terminando y ya era hora hora de marchar a casa, alumbrados todos por esa luz menor de faroles provincianos que llevan directo a la miseria.
Él se disculpó:
-Lo tenía listo, me calzó en un descuido, pero me le hace que a la otra lo boto yo, profe...