Visitas de la última semana a la página

miércoles, abril 30, 2014

Sol de invierno

Me es difícil escribir sobre los defectos de mi padre, porque lo quise y aún lo amo, en su ausencia. Si lo hago no es para humillarlo, sino para lavar mi alma, para sepultar cualquier resentimiento pegajoso y así, salvarlo a los ojos del mundo y por qué no, de Dios. Él sabía esto, sabía lo que yo pensaba íntimamente de él, le comentó un día a mi madre que siempre lo supo, lo que lo engrandece, pues quiere decir que era consciente de sus faltas y que ellas lo superaban. Ahora que está muerto y reviso estas notas, escritas cuando estaba vivo, pienso que tal vez sus acciones fueron ordenadas para templar mis emociones, para que yo sintiera desde niño y con toda su fuerza el peso del destino.
Dicho esto, doy el paso a los hechos de ayer, como si sucedieran hoy.
Mi padre, que vive anclado a su infancia, sale de casa temprano un domingo en la mañana, sin decir dónde va. A mí se me llena la cabeza de inquietud cuando lo siento salir. ¿Estará yendo otra vez a la cantina? Pero ¿tan temprano? Es lo que temo. A partir de ese momento nace para mí un angustioso y turbio día de espera. Recuerdo, avanzada la mañana, que durante la semana les escuché hablar a mis compañeros de curso sobre una sinopsis que anunciaba la atractiva matiné dominical del cine San Martín. En la sinopsis se proyectaban episodios de la  historia de Chile, entre los cuales aparecía el dibujo animado de un pájaro muy similar a Condorito. Es un momento de esperanza, el de ese recuerdo salvador. Le pido dinero a mi madre y después de almorzar me voy al cine. El cine es una buena solución: le dará tiempo más que razonable a mi padre para que vuelva a la casa mientras disfruto la película.
La sala esta semivacía. Desde el suelo surge un penetrante olor a cera. La película resulta ser un documental. Una pesadilla. Un collage ininteligible en contenido, sonido e imágenes; un rompecabezas incompleto, lleno de cortes. Un baile de hilos negros sobre los lechosos fotogramas. Condorito aparece medio minuto; es una imagen recortada de la revista contra un fondo ridículo, utilería de aficionados.
La película llega a su fin. Salgo apesadumbrado; piso las calles, que son calles provincianas de domingo. Calles tranquilas, fantasmales, calles de hielo. La vida sólo me llega a través del eco apagado de una multitud en el estadio y del ruido de mis propios tacos al chocar contra la acera. Muerte, para mí, es todo lo que me rodea. Entro a la casa, miro rápido, como el rayo, y no pregunto, porque no hace falta. Me voy al dormitorio y me tiendo en la cama. El sol de invierno se cuela entre las negras hojas del naranjo y cae en minúsculos rayos sobre la colcha amarilla de mi cama. Los rayitos de luz son como el tic-tac del reloj de pared: avanzan lentos e implacables por la habitación hasta que desaparecen, presagiando la llegada de la noche.
¿Fue pintado mi corazón de niño por la acuarela de la vida o fueron mis propios pinceles, antes que nada, los que les dieron el color a las cosas? Esa larga espera sin esperanza, sabiendo que lo que restaba de esa tarde de domingo ya no importaba mucho... ¿Fue el origen del estado de ánimo que desde entonces parece acecharme en cada esquina?
En esos tiempos las emociones no se diagnosticaban ni menos se trataban. El sufrimiento, la ira, la humillación formaban parte de la vida y si hubiese existido el remedio a través de una píldora se habría considerado remedio de mariquitas. De modo que tenía que aguantarme. El dolor no debía expresarse, y además a pocos les interesaba. Pues, ¿qué sacaba con decir "mamá, mi papá no ha vuelto y eso me hace sufrir"? ¿Qué sacaba con recibir una palabra de esperanza, o de ternura, si la píldora milagrosa no la teníamos ni mi madre ni yo?
Pensaba que al Vitorio no le afectaban esas escapadas de nuestro padre, no le hacían mella, no le abrían fisuras en el alma, pero décadas más tarde, en una conversación de hombres, de hermanos adultos, me confesó que sí, aunque de otra manera. En cuanto a mí, sospecho que pudieron ser la raíz del pozo negro en el que caigo cada cierto tiempo, por a, por be o por ce, y del cual no logro salir sino al cabo de días o semanas. En síntesis, diría que mirada desde este punto de vista, la verdadera vida para mí no es el goce de estar vivo sino un fenómeno imposible de manejar, una bandada de cuervos posados en una rama que interfieren la vista del horizonte, por lo demás oscuro. Está lo bueno y está lo malo, pero lo malo es demasiado apabullante para ser afrontado; debe esperarse con los dientes apretados que transcurra; algo así como una metáfora de la cobardía, lo opuesto a la acción de los pioneros, los generales, los grandes santos.
Tenía 27 años; ya estaba casado, habían nacido dos de mis tres hijos, contaba con una profesión y un trabajo. Una noche de domingo, después de las noticias, el Canal 13 comenzó a proyectar una película que se iniciaba con un accidente y un herido trasladado en camilla a una clínica. No me entusiasmó el argumento y apagué el televisor. Me fui a la cama; mi mujer y mis hijos dormían. Había terminado la semana y al día siguiente comenzaba otra. Al meterme a la cama, aquejado de insomnio, de pronto me vino una sensación de miedo y me asusté. Mis pies rozaron los de mi esposa. Bastó eso para que el miedo se transformara en pánico. El corazón se me apretó, una brusca sudoración empapó mi cuerpo y el estómago se me hizo un nudo. No sabía lo que me estaba pasando y con esa sensación me dormí. El lunes, al despertar, sentí que había pasado un minuto. La horrible sensación seguía allí, dentro de mi cuerpo y de mi cabeza, lacerante. Duró tres días completos, durante los cuales no probé un solo bocado. Al cuarto día me brotaron espontáneamente ideas suicidas, pensamientos de autodefensa. Ideaba tomar el auto, conducir al Cajón del Maipo y arrojarme al río. En cuanto a la realidad, mi esposa llegaba de su trabajo y yo la miraba y pensaba si alguna vez volvería a reírme a carcajadas, a disfrutar de la vida. No hallaba qué decirle, porque no sabía qué tenía. Pasó una semana, de intenso sufrimiento. Seguía trabajando, haciendo como si nada, rumiando la angustia en silencio. Entonces recurrí a una psicóloga, luego a un psiquiatra y así estuve dos años intentando conocerme a mí mismo. Por esos días, al menos en Chile, la psiquiatría no había hecho referencia alguna a los ataques de pánico, de modo que cuando le preguntaba al doctor Sepúlveda qué padecía, me decía neurosis, otras veces distimia. Con el tiempo aprendí a controlar mis caídas, a soportar -ahogado en la obsesión y la desesperanza- los días que dura cada una de ellas.
Por esos mismos tiempos, hablando un día con mi padre, me contó algo que me llamó la atención. Recordaba un verano en que se hallaba de pie bajo el parrón de la casa de De Geyter cuando mi hija mayor, en ese entonces de dos o tres años, le habló en su tono infantil, invitándolo a jugar con él. Mi padre comentó que al sentir su voz inocente y escuchar su petición se le nubló el alma, se le apretó el corazón y sintió deseos de huir hacia ninguna parte: había sufrido un ataque de pánico y lo ignoraba.
Todo esto me hace conjeturar que la verdadera vida es la que vivimos interiormente y que el peor problema no reside en aquello que lo desencadena sino en las vueltas que le da el pensamiento. La obsesión de volver una y otra vez a él, de día y de noche, es horrible y se asemeja a la gravedad que emana del centro de la tierra. El hombre atado a su mente, el hombre preso por dentro. El hombre que ansía huir y se droga, bebe, se evade para volver a entrar al remolino que lo llevará aún más abajo. Veo a la gente en la calle, a la gente que escribe en sus teléfonos inteligentes en el Metro, a los que cruzan los semáforos, a los que entran a los hospitales, a los que salen de los estadios, a los que comen en las fuentes de soda, mirando al vacío, y me pregunto cuántos de ellos estarán sufriendo, cuántos vivirán condenados a presidio perpetuo interno, sin esa opción de libertad bajo fianza que la fortuna me asignó, cuántos disfrazan sus mentes esclavizadas a sí mismas con gestos malhumorados, rabiosos, violentos, cuántos hombres se separan de sus mujeres por aquella cadena invisible que les ahoga el espíritu, cuántas hijas dejan sus hogares, cuántos niños se pierden en las clases, cuántos gobernantes deciden declarar la guerra, cuántos jueces fallan por inercia.
Una tarde, me parece que también de invierno, nos hallábamos los cuatro en la casa nueva, la que tanto le había costado adquirir a mi mamá, tantos años de reuniones vespertinas en las frías salas de la Escuela 2, tantos profesores primarios juntando cuota tras cuota hasta reunir el soñado pie con el que se pudo acceder al préstamo y dar inicio a la construcción; allí veíamos pasar la tarde en la casa de la Covimar, Cooperativa de Vivienda del Magisterio de Rancagua, en la calle Eduardo de Geyter, número 566, cuando sin decir agua va mi madre empezó a quejarse y luego a sollozar. Le faltaba el aire, nunca había visto algo así. La situación se tornó grave. Pensé en un ataque al corazón y me desesperé, porque no sabía qué hacer.
Mi padre se paseaba por la casa; en vez de alarma mostraba una indiferencia que se parecía a la ira, pero ira de qué. Mi madre se moría y él parecía contrariado ante la idea, molesto ante el hecho de verla en tan mal pie. Parecía decir con su actitud Fani tú no tienes derecho a la fragilidad, levántate ahora mismo, déjate de andar haciendo show y continúa tu rutina. ¡Llame al doctor Cañas!, le grité entonces, arrojándole a la cara su inactividad. Mi madre se había echado en el sofá, suspirando, con los ojos entreabiertos. Apenas respiraba. Me senté junto a ella y la abracé. Con el rabillo del ojo vi a mi papá: estaba discando por fin el teléfono. Le contestó el doctor Cañas; mi papá le pedía que viniera. Miré a mi mamá; ella me miró a los ojos y me dio un consejo que se me quedó grabado a fuego. "Hijo, sé siempre bueno", me rogó. Le besé la frente y lloré, angustiado.
Cinco minutos después un auto estacionó frente a la casa. Bajó el doctor Cañas; vestía un delantal blanco sobre el terno oscuro y portaba un maletín negro. Mi papá le abrió la puerta y le mostró a mi madre. El doctor sacó el estetoscopio y la examinó brevemente. No le halló nada grave: era solo un estado de angustia. Le puso una inyección y se fue. Mi padre no exteriorizó emoción alguna; a mí me volvió el alma al cuerpo y la casa recuperó su aspecto de siempre.
De él heredé, calcada, esa frialdad de hielo para enfrentar situaciones como aquella. Consiste en ver en los problemas de los demás un peso nuevo sobre mis espaldas, un estorbo mayúsculo. Esa actitud constituye uno de mis grandes defectos.           

lunes, abril 07, 2014

Connor Brooks, el astronauta licuado

La angustia ante la página en blanco, mal que parece no afectarme. Cuando me llega el momento de escribir cierro los ojos o me inclino en la mesa y luego de unos segundos decido el tema, que generalmente tiene que ver con lo que pasa en mi alma, con lo que he visto en la calle, con algo que me ha sucedido últimamente, con la lectura de un libro que despertó mis propias musas o con el simple ejercicio literario, el desafío de partir de la nada. En el camino se va armando el argumento y ya sé que nada saco con huir hacia territorios inexplorados, pues todo vuelve al redil. A eso le llamaría estilo, pero también limitación, miseria literaria. Miseria de la que en todo caso no reniego, pues soy de los que se abanderizan con la idea de que lo moral está en la honestidad y no en el experimento por el experimento.
Es muy raro que si he optado por escribir un relato corto me salga uno largo, es decir, un cuento. Pero me pasó hace poco, con "El palacio azul". Originalmente pensaba en 12 líneas y terminó en 120. Y perfectamente podría llegar a las 1.200. Tal vez lo someta a revisión.
Retomo la escritura de este ensayo tras haberla suspendido durante media hora para hacer mis tareas del turno de noche en el diario. Releo ahora el primer párrafo y pienso que más de un lector, alterado por la presunta soberbia y el narcisismo que se desprenden de sus conceptos, lo repudiaría y abandonaría sin más la lectura. ¿A qué hablar tanto de sus cosas? ¿Qué me interesa de dónde procede su inspiración, si lo que yo quiero leer son historias o fantasías que me distraigan, me den placer, me hagan pensar o me interpreten? Allá el lector con sus fundadas críticas, yo debo continuar, pero le anticipo, por si aún me está leyendo, que este ensayo desembocará efectivamente en una fantasía, en un rapto de locura.
He tardado diez o quince años en descubrir que mis palabras le deben más a la poesía que a la crónica, la prosa o el drama. Alguien me lo tuvo que decir. De allí que no me cueste enfrentar la pantalla en blanco: yo escribo acerca de mi vida, y mi vida es como todas las vidas, novedosa. Todo cambia para que todo siga igual. Si cada uno escribiera sobre su vida las estanterías del mundo no darían abasto, pero todos nos conoceríamos mejor. El de allá tiene la cabeza hueca, la de acá pretende ser más de lo que es, a esa otra la timidez se la come, el de la esquina esconde pensamientos retorcidos, a ese de ahí le preocupa más la sociedad que el individuo. Luego estaría el problema de determinar qué es arte, suponiendo que esa fuese la meta de todos los habitantes del mundo, crear arte, lo que no es así, porque a la gran mayoría le importa un rábano hacer arte, porque del arte no se vive y porque hacer arte es vivir insatisfecho. Y aunque me pese luego esta osadía, debo apostar a que la inmensa mayoría de los habitantes del mundo se sienten satisfechos, descontando un par de problemas que si se ajustaran los dejarían conformes.
Anoche, ante la página en blanco, escribí:
"-Estás cansada.
-¿Por qué lo dices?
-Se te nota en los ojos" -y paré, borré lo escrito: no iba hacia ninguna parte. Mis compañeros del turno, Marco Valeria, Fredes, Enrique Ábrigo, Willy Gómez, el Pastorcito, Luis Eduardo Cisternas, se paseaban silenciosos por el piso de la crónica, examinaban las páginas, las sometían al escrutinio del corrector de pruebas, nadie sabía en qué pensaban, pero el resultado visible era una atmósfera tranquila de sábado por la noche. El bullicio del barrio Bellavista no entraba a la sala periodística. Pero tampoco ese era un tema para abordar, el de una noche de turno, de modo que tiré la toalla y dejé la página en blanco para otra ocasión.
Esta mañana, en el baño, sentí un largo pelo suelto sobre el brazo izquierdo. Al rascarme las tetillas volvía la sensación del pelo en el brazo. Sin lentes no podía cerciorarme de qué se trataba, pero me dio la impresión de que no había ningún pelo suelto en mi brazo y de que estaba experimentando un extraño efecto, el de que algo dentro de mi cuerpo hacía que tuviera la percepción de que un largo pelo se me había depositado sobre el brazo. Imaginé entonces un breve relato de locura y apenas salí de la ducha abrí el computador e imprimí la idea, para que no se me olvidara. Dejé escrito "rapto de locura. el astronauta en marte. filamentos, va siendo rodeado. noche de turno, ideando una historia para seguir vivo, los demás compañeros se mueven viendo sus páginas..." y apagué el computador, acicateado por mi mujer, que me aguardaba en el patio para iniciar el paseo en bicicleta, el paseo dominical que durante toda la semana está ansiando la Cleo, nuestra falsa perrita labradora. En Providencia, a pocas cuadras de la Plaza Italia, mi mujer se entretenía viendo la Gran Maratón de Santiago, pero yo solo quería volver a terminar el cuento; sentía que de nuevo había un motivo para estar vivo. Hubieron de pasar varias horas para retomar el ensayo -o para comenzar el cuento- y recién lo puedo hacer a esta hora, las dos de la mañana.
El astronauta Connor Brooks, aislado en Marte por problemas circunstanciales, no considera que la angustia sea una fuerza que lo supere, y eso mismo tuvo en cuenta la comisión que lo eligió para cumplir esta tediosa misión. No es eso entonces lo que lo preocupa, sino la razón de que su traje se esté poblando de filamentos que a primera vista no resisten explicación alguna. Connor Brooks lleva en Marte varios años y le han prometido un relevo "dentro de pronto", pero ya comienza a hacerse a la idea de que lo han engañado. Antes de viajar sus amigos le advirtieron que detrás de la oferta había gato encerrado, pero Connor Brooks no les creyó y atribuyó dichas aprensiones a la eterna envidia humana, aplicada en su caso al hecho de recibir un regio departamento amoblado en el piso 344 con vista a las llanuras y a los bosques -aislado de toda contaminación, de esos que ni siquiera obligan a sus ocupantes a bajar a la urbe, pues allí el complejo cuenta con todo- a cambio de un viaje de tres años a Marte. Sus amigos se quedaban en los suburbios, él subía a lo más alto del centro. Pero los tres años ya se han convertido en ocho, con la esperanza cada vez más lejana de un relevo.
De la Tierra no llegan buenas noticias. La guerra ha cortado de raíz ciertos presupuestos, pero siempre le aseguran a Connor Brooks que el de la compañía espacial permanece inalterado, que ese no es el problema, que el problema es otro, un problema puntual, pedestre, de fácil solución. Connor Brooks los ha escuchado a la distancia, sin decir nada. No es de aquellos coléricos que reclaman ante el menor inconveniente, por algo lo seleccionaron para un viaje como ese. Por las noches, luego del habitual paseo a pie por las arenosas anfractuosidades de Marte, Connor Brooks ingresa a su medianamente estrecho cubículo y abre la botella de whisky, saca dos cubos de hielo del refrigerador portátil y se regala una altura de dos dedos para el vaso. El líquido le recuerda sus mejores tiempos en la Tierra, las mujeres que dejó, el sacrificio hecho por ellas, y se lo bebe de un trago. Entonces, con la mente caliente, pone música, Bach de preferencia, y lee un buen libro. El aparato digital contiene una biblioteca entera, que a pesar de todos los avances en materia de lectura veloz ni siquiera en cuarenta años podría ser absorbida por mortal alguno. De modo que en el peor de los casos, la vida de Connor Brooks, lo que le resta de vida, se adivina de lo más placentera.
Aquella noche de la que estamos hablando, Connor Brooks seleccionó la obra de 350 páginas "Informe fallido sobre el paso de una sombra y otros relatos descabellados", del escritor chileno Sergio Mardones, quien viviera entre los siglos 20 y 21. Cuando llegó al relato titulado "Connor Brooks, el astronauta licuado" el corazón se le fue a la boca, asombrado de que un autor visualizara con tantos siglos de anticipación y tan matemática exactitud el asunto de los filamentos que comenzaban a cubrir su traje de astronauta, así como los motivos que lo habían llevado a viajar a Marte, las advertencias de sus amigos, incluso el sacrificio que llevó a cabo por las mujeres de su vida. Connor Brooks, quien como ya hemos dicho es capaz de leer un libro como aquel en cinco minutos, al igual que cualquier humano de su tiempo, ralentizó la lectura, consciente de que la página siguiente sería la definitiva. "... El astronauta licuado..." se repetía una y otra vez, sin acertar a dar con el significado del título. Por la ventana divisó la presencia de su vecina de todas las noches, la araña marciana, animal insignificante que bajaba del monte rojizo para sentir un poco de ese calor que desprendía la sangre humana. Con el pulso acelerado esperó unos segundos y luego se atrevió a avanzar la página: el cuento había terminado. Para él, el cuento había terminado. Le siguió otro relato acerca de un café, intrascendente, sin interés alguno para su vida, su presente y su futuro. Por más que volteara su aparato digital para todos lados la trama seguía siendo la misma. Inmerso en un mar de dudas que nublaban su destino, Connor Brooks se entregó a un afiebrado ejercicio de interpretación, última posibilidad de entender lo que la última página le había negado. ¿Por qué se había mencionado al pasar a su compañera de cada noche, ese "animal insignificante" que bajaba del monte rojizo? Aquel detalle que había pasado por alto durante ocho años lo había descolocado. ¿Qué deseaba insinuar el autor con su presencia, acaso un velado peligro? ¿Y a qué obedecía ese atisbo de frialdad dado a su carácter, cuando al escritor le constaba que Connor Brooks no era así? ¿Por qué el cuento de su permanencia en Marte, narrado con trazos tan ambiguos, generales, ocupaba el mismo o acaso menos espacio que el relato en su conjunto? ¿No se quiso profundizar en su historia a propósito o esa laguna se debía a un caso más de negligencia literaria? Preguntas como esas, que se hacía no por vanidad, sino por una necesidad urgente nacida de la insólita oportunidad que le había brindado ese libro, la de conocer su verdad, de una vez por todas. Sin dominar las respuestas, imposibilitado de descifrar la paradoja de un código ajeno a su persona, pero que le pertenecía únicamente a él, maldijo entonces al escritor, que en vez de golpear con un final brillante prefirió volcarse en digresiones y recuerdos personales, dejando su cuento en suspenso y a él, abandonado a su suerte.
Acostado, con los ojos abiertos, la vida de Connor Brooks se mezcló con mis propias sensaciones: eché de menos el calor humano, el contacto de una piel con otra en medio de la oscuridad y me sentí vivo solo a medias. A esa misma hora cuántos matrimonios dormirían abrazados, cuántas guaguas soñarían dulces sueños en el pecho de su madre, pero también cuántos seres habrían comenzado ya a dormir el sueño de la muerte, cual si fueran una gata, nuestra Diana, coagulada su sangre hace dos días, rígido su cuerpo a medio metro bajo tierra. Antes de cerrar los ojos se me vino a la memoria el verdadero Connor Brooks, desconocido titular de la tarjeta de crédito que hallé olvidada, palpitando, dentro del cajero automático del barrio Lastarria. Mi pobre dominio del idioma inglés me impidió llamar a la sede de su banco en Canadá; cuando una colega dio el aviso por mí le contestaron que ya había sido bloqueada.

sábado, abril 05, 2014

La trucha

Nos acercábamos a la playa de Inglaterra; el día estaba nublado, agradable, las nubes teñían las arenas de un ocre suave y las confundían con el pastizal amarillento que le abría el paso al desconocido horizonte. Al acabarse el sendero esperaba ver el mar confundido con la bruma luminosa, pero ante mis ojos apareció un arroyo cristalino y serpenteante que recorría el plano ubicado bajo las alturas en que me hallaba. A primera vista era menos de lo que esperaba. Un arroyo frío y verde, silencioso; sin embargo bastaba aguzar la vista para descubrir las truchas. Una de ellas, la primera que vi, se desplazaba contra la corriente y había quedado semi astascada entre unas piedras que salían a la superficie. Trucha preciosa, parecida a un lenguado, gris como el acero. Se hallaba a unos 20 metros de distancia, pero había que bajar para pescarla, y no existía la facilidad para el descenso.
Seguí el trayecto del arroyo; luego de una vuelta en u se me presentó del otro lado. Ahora había que cruzarlo para llegar al hotel, donde ya ingresaba mi familia. Pero estaba el asunto de las truchas. Las veía, mejor dicho se me ofrecían ellas mismas, apenas camufladas en el agua, enormes. Con una dosis no exenta de cobardía quise meter la mano por el borde de una de las paredes que encajonaban el arroyo para pescar una y -para mi sorpresa- ella misma saltó a mis brazos. Era una trucha de excepción, cuya cola remataba en unos flecos. Alcé el trofeo, orgulloso, para exhibirlo a mi familia, pero lamentablemente ellos ya habían ingresado al hotel.

lunes, marzo 24, 2014

La señora que barre

Ese caballero que pasa ante el gran salón de arriendo y venta de disfraces, ese caballero de pausado andar que me ve barriendo las hojas del otoño, barriendo para que el frontis de la tienda luzca presentable e invite a entrar, ese caballero que se viene preguntando si habrá otra vida que no sea esta, para qué vivimos, por qué cada hombre hace cosas diferentes a las que hacen otros hombres, preguntas inútiles, propias de filósofos, de astrónomos, de teólogos, no de personas como él, preguntas del tipo de si hay anhelos más sublimes que otros, de si al final de cuentas la concupiscencia es solo un deseo más, tan valioso como el de darse a Dios para honrarlo sobre todas las cosas, preguntas invisibles sobre mi propia esencia de persona que barre la vereda, como por ejemplo por qué decidí comprar este local para vivir de él o tal vez por qué decidí trabajar aquí, darle mi vida de empleada, a cambio de un sueldo insignificante, al rubro del arriendo y venta de disfraces, a sabiendas de que adentro de la tienda penan las ánimas y de que sus únicos moradores son Dráculas roñosos, tarántulas empolvadas, coronas regias de cartón piedra, capas de espadachines fabricadas con seda artificial, trajes de payasos tristes, máscaras de gorila, máscaras de Chaplin; ese caballero se viene haciendo esas preguntas y hasta se ha compadecido de mí al hacérselas porque no conoce mi vida, no sabe lo que pienso y no sabe cómo pienso. Desfila por su mente un carrusel de imágenes y se engaña al incluirme en ellas, cree que con dos datos es capaz de reconstruir el mundo y que si lo reconstruye día a día responderá al fin las preguntas que le martirizan los sesos.
Le contestaré algo que lo dejará de una pieza.
De partida, me gusta mi trabajo. Enseguida, soy clarividente; lo que él presume yo lo veo de verdad, aunque mi poder es limitado, se opaca a los tres metros y se esfuma a los diez metros. Cuando pasó y me vio barriendo las hojas del otoño vi sus contradicciones con toda nitidez, supe lo que había hecho esta mañana, lo que se proponía hacer en ese instante y los planes que tenía para el resto del día; vi también sus preocupaciones, como la que incluía a mi persona, pero a los siete metros todo me pareció difuso en él y a los diez metros solo fui capaz de ver su espalda saludable y sus piernas fuertes, pero blancas, faltas de sol.
¿Querrá saber más el caballero?
Si yo barría era para distanciarme de la tienda de disfraces. Una vez que entro, mi mente sí que se puebla de historias, pero no de historias imaginarias, sino de historias reales. Cada disfraz me cuenta cien historias, cada máscara me relata las grandezas y miseras de sus arrendatarios. Un día vino una pareja y se llevó la máscara de Chaplin y la máscara de gorila. Al día siguiente estaban de nuevo en el local: las habían usado para hacer el amor, él vestido de gorila, ella de Chaplin. Un anciano arrendó la de gorila para una noche de Halloween; un fracasado llevó la de Chaplin a un concurso de talentos, pero no se vio en pantalla porque no pasó la prueba de selección. Con la tarántula y el espadachín he sabido de anécdotas sabrosas, juntas y por separado. Los ojos de la araña le infunden terror al mirarse el disfrazado ante el espejo, eso lo he visto muchas veces, y aun así aquel traje es uno de los más requeridos. Uno de los tantos espadachines que recuerdo hizo dedo y viajó dentro de un camión cargado de caballos vivos. Los caballos sacaban la cabeza por la baranda, iban al matadero y les sudaba el pelaje; el espadachín imaginó que si se ponía allí mismo el disfraz y montaba uno de ellos, a riesgo de parecer ridículo ante los demás conductores que lo mirarían extrañados en la carretera, le brindaría al caballo un motivo glorioso que lo haría morir eufórico, le regalaría una muerte de héroe, pero todo quedó en sus pensamientos, porque le dio vergüenza proceder. El payaso no se usa tanto para fiestas infantiles como para ceremoniales satánicos, está de moda. Al payaso le presentan un gato a los pies de una tumba y el payaso lo degüella y la secta bebe de su sangre antes de arrojar al gato detrás de una lápida. Luego huyen, saltan la pandereta y se disgregan entre los cerros del puerto. El traje vuelve a Santiago y por más que haya sido lavado con detergente no puede ocultar el propósito perverso al que ha sido sometido.
Estaría toda la vida contando historias como esas, pero no quiero molestar: la concentración es un tesoro precioso en estos días; no se debe abusar de ese poder, y el que lo hace no abandona sino que es abandonado.  

miércoles, marzo 19, 2014

El sillón del director

Un castillo medieval. Un vampiro a la antigua sediento de sangre. Una mujer rendida, de ojos entornados, en postura decadente. Una escalera de piedra. Un foco intenso a contraluz. Un megáfono. El sillón del director. Un mordisco a la distancia. Un mordisco a la distancia. Un mordisco a la distancia. Un mordisco a la distancia. Un casino a media luz. Un auto a la salida. Un chofer ansioso. Un timbre, una campana. Un camerino un actor demacrado. Un camerino una actriz viciosa. Un cine rotativo. Una cartelera con afiches. Una de vampiros. Un boletero. Una platea trasnochada. Un acomodador. Una linterna. Un vampiro viéndose a sí mismo. Una actriz. Un chofer. Un farol. Un auto vibrando en la penumbra. Un hotel de dos estrellas. Un actor. Una escalera de madera. Una habitación doble. Una lámpara de velador. Un televisor. Un baño. Un vaso de leche. Una actriz. Una escalera de madera. Una habitación doble. Un saludo. Un tocador. Un cigarrillo. Un bostezo. Una mueca de disgusto. Una cama de dos plazas. Un ronquido. Un chirrido persistente. Una pantalla de nieve.

lunes, marzo 17, 2014

Transmitían amor

Estaban tomados de las manos, y aún no amanecía. Enlazaban sus dedos fuertemente; en la oscuridad de la noche los dedos eran como eslabones de una cadena, pero no eran eslabones fríos, porque transmitían amor, un amor correspondido, mezcla de alivio y pesadumbre que no necesitaba más que de la unión de las cuatro manos para manifestarse. No se decían nada, les bastaba a sus cuerpos recostarse de lado y a sus manos, unirse de frente. Cuando despertó se imaginó que ella había muerto.
Jamás la pudo ver a los ojos, no supo amarla, no supo desprenderse de sus propios defectos y hoy, muchos años después de la historia que lo dejó marcado, sólo poseía la esperanza de soñar con ella.

domingo, marzo 09, 2014

El oficio

-Buenas tardes.
-Buenas tardes, señora.
-Mire, lo estoy llamando porque... usted no sabe... usted no me conoce, pero yo soy vidente.
-Dígame qué se le ofrece.
-¿Se da cuenta cuántos temblores en los últimos días?
-Sí, ha temblado harto.
-Yo soy vidente, veo ángeles... pero no vaya a pensar que estoy loca. La última vez que vi un ángel fue antes del gran terremoto. El ángel me anunció el terremoto, pero usted no me va a creer.
-¿Piensa usted que se avecina un terremoto?
-Eso es, como usted dice. No estoy loca, no lo vaya a pensar. Aló. Aló. ¿Me está escuchando?
-Sí señora, la escucho.
-Yo veo ángeles, pero no estoy loca. Ayer se me subió una gallina a los brazos, igual que la otra vez. Usted sabe que las aves son capaces de anticipar los grandes terremotos.
-¿Cuándo va a ser el terremoto?
-La próxima semana. Va a ser fuerte. Y lo llamo para que se tomen medidas y se proteja a la gente. A los viejitos, a los niños que viven en los edificios. Una gallina que se sube a los brazos no puede estar mintiendo, caballero.
-Muchas gracias por llamar, señora. Déjeme sus datos, porque más tarde la trataremos de ubicar para publicar la noticia.
-Cómo no.

jueves, febrero 27, 2014

Tres actores

Esa tarde de sábado la forma de caminar del conocido actor cómico de la televisión era patética. Lo hacía apoyándose en los muros; no habían dado las tres de la tarde y regresaba a su departamento a duras penas, completamente borracho. Vivía en un barrio acomodado, lo que redoblaba el dramatismo de la escena. No daban ganas de reír al verlo. Inspiraba lástima. ¿Qué más se podría haber dicho de él en ese momento? A juzgar por lo que transmitía su humanidad, se notaba que quería disimular su estado de intemperancia, a toda costa buscaba evitar el escándalo, mantener la dignidad. Más que eso, nada que agregar; era imposible que las razones de su ebriedad disfrazaran la trampa que escondía una mera especulación. Solamente a través de averiguaciones ulteriores con fuentes medianamente informadas o tomando la temeraria decisión de acudir a la fuente misma podría llegarse, tal vez, al origen de esas manos que tanteaban los muros casi a ciegas.
La famosa pareja de actores de teatro irrumpió en su esquina de siempre, en pleno centro de Santiago. La diferencia de edad entre ella y él influenciaba a los transeúntes, quienes los imaginaban rodeados de un halo de ternura. Ella era mayor, unos veinte años; frisaba los noventa. Él, a sus setenta, lucía juvenil. Y sin embargo era evidente, aunque invisible, que no era ella quien desempeñaba el papel paciente y secundario en la relación. Ambos atravesaron la calle del brazo y se acomodaron en una de las mesas del café instaladas en la acera. ¿Qué más se podía decir de los dos? ¿Que ella poseía un imán imposible de resistir para el metal que él pudiera llevar en la sangre? ¿Que ella se aferraba a él como Norma Desmond al cínico encanto de Joe Gillis? No, nadie podría atreverse a afirmar nada parecido. Solo un curioso que desde la mesa de al lado siguiera discretamente el diálogo que comenzaban a sostener podría aventurarse a desprender suposiciones como esas.
Hay momentos en que la comedia humana toma su propio camino. Pensaba titular estas líneas "collage", agregando más historias; la de una mujer que muere de placer al leer las imágenes eróticas que le escribe su hombre; la del complicado razonamiento interno, al modo de Henry James, de dos personas que no se deciden a contarse la verdad; la de la pesadumbre de un amante cuando al escuchar la canción Morgen recuerda que no todo está perdido, porque mientras pueda sentir tristeza seguirá amando a su amada; la del ejercicio de idear un estilo aún no inventado. De todo aquello pensaba escribir inicialmente, pero la literatura me ha terminado haciendo hablar solo de tres grandes actores a los que vi durante un instante con mis propios ojos.

miércoles, febrero 26, 2014

La noticia

-Saliste en el diario.
El hombre abrió los ojos: los tenía inyectados de sangre; ojos de sueño y de borrachera. Volvió a dormirse.
-Oye, saliste en el diario.
-Qué pasa...
-"El gordito que aplastó a la bailarina". Eres tú.
El hombre volvió a abrir los ojos. Le costó entender que estaba en su departamento; vio la hora en el despertador: las dos de la tarde. Otro día más sin trabajar.
-¿Qué dices?
-Saliste en el diario. "El gordito que aplastó a la bailarina". Eres tú.
Trató de asimilar la frase. De la noche anterior no recordaba nada después de que entró al local.
-Qué pasa.
-Saliste en el diario. Mira la foto. Eres tú. ¿No te da vergüenza?
El hombre se incorporó, su chica le acomodó un almohadón en el respaldo de la cama y le puso el diario ante los ojos. La cabeza se le hinchó como globo: miles de agujas hacían presión para que estallara, y no estallaba. Se sentía como en otra dimensión, la cabeza le hervía mientras se enteraba de un capítulo desconocido de su vida. Se trataba de la historia de un gordito pasado de copas que se entusiasmó viendo una pelea en leche entre dos bailarinas de topless, que se subió al escenario sin que los guardias lo pudieran contener y que se abalanzó sobre una de ellas, con los ojos vidriosos, aplastándola bajo la leche que llenaba la piscina de plástico.
Su chica leía junto a él. Desde la cama se veía el lavaplatos, repleto de ollas sucias.
-¿Cómo son las peleas en leche?
-No sé...
-Malo. No me quisiste llevar.
-No friegues.
-¿Me llevas esta noche? Me gustaría ver una.
-Déjate de fregar. Dame un anacín.

martes, febrero 25, 2014

La escritura

Ante sí se hallaba el vasto mundo que el destino le había regalado. En su interior, un pequeño cúmulo de conocimientos que alimentaban su vanidad de niña precoz. Los sentimientos, muy bien guardados, contenidos como tentáculos de pulpo que jamás se asoman a la superficie.
Dijo alguien sobre el pulpo, el octópodo brillante: "Su timidez es una reacción racional basada sobre todo en la prudencia. Si el buceador es capaz de demostrarle que es inofensivo, perderá la timidez enseguida, más rápido que cualquier otra especie salvaje".
Temprano y ayudada por los libros, descubrió sin embargo que en la tierra no existía nadie realmente inofensivo, de modo que optó por hacer de su tímida prudencia el emblema, el escudo que adorna la puerta de su casa.
Mantuvo una relación de cordón umbilical con su madre, pero al morir ésta se guardó las lágrimas.
A los 31 años escribió su primer libro. Allí resumió el pequeño cúmulo de conocimientos adquiridos a través de la lectura y de paso abrió para el mundo una celdilla de tormento.
El rictus de sus labios revela represión, orgullo y amargura; lo contrario que los ojos de Tolstoi, que siendo fieros son profundamente humanos.

lunes, febrero 24, 2014

Suspense

A la orden del Orejón, el grupo ingresó al ducto del alcantarillado y avanzó a través del túnel; la oscuridad era casi absoluta, pero el Orejón ya les había advertido a sus hombres que no encendieran las linternas, él tampoco hizo amago de prender la suya. Adentro se oía solamente el chapoteo de las botas sobre la inmundicia, la fuga de las ratas y alguna maldición pronunciada en voz muy baja, debido al pacto de silencio hecho previamente por el grupo. Nadie podía ver esos cuerpos encorvados, ni siquiera ellos mismos, salvo cuando desde la lejanía se dejaba ver la presencia de una rejilla en la superficie. Cada vez que aquello sucedía, cada 125 metros, se iban dibujando las siluetas al contraluz, dos de ellas cargando un bulto enorme, y ese solo hecho bastaba para que los hombres sintieran un brusco asomo de alegría, ya que ese ambiente no era capaz de generar en ellos lo que podría llamarse una alegría propiamente tal.
En el café, el vocero presidencial, el alcalde, el jefe de la policía y el director del periódico hacían uso de su pausa habitual del mediodía para repasar la jornada diaria. No lo confesaban abiertamente, pero adoraban ser reconocidos desde las mesas aledañas. El local entero se dejaba impregnar por el aroma seductor del grano molido y la fragancia de las tortas y pasteles que pasaban directamente del horno a la vitrina. Un trío de cuerdas interpretaba en un rincón una pieza de Schubert; las notas iban muriendo aplastadas por las conversaciones y carcajadas que brotaban de las mesas. Los mozos, con sus blancos delantales, parecían volar como plumas y sus bandejas surcaban el aire cual aviones, sin jamás chocar. Solamente uno de ellos, siempre hay alguien así, entorpecía la plácida armonía del café con movimientos confusos. No obstante, se trataba de un lunar invisible entre la satisfacción que generaba el ambiente y que experimentaban hasta aquellos rostros de la mesa 21 que debatían el espinoso tema de las últimas semanas, la fuga del Orejón, que le había costado la salida al ministro del interior.
Cuando la vibración electrónica emitida desde arriba le indicó que ya estaban bajo el punto exacto, el Orejón ordenó detenerse. Los hombres que cargaban el bulto se quedaron en su sitio y los demás acometieron la tarea de amarrarlo a las grapas ubicadas en el techo del túnel. La maniobra no resultó fácil. Hubo que darle varias vueltas con alambres hasta que el peso logró resistir, sin peligro para el grupo. Luego el Orejón encendió el mecanismo de relojería y batió las palmas tres veces, señal de retirada.

miércoles, febrero 19, 2014

Signos

De pronto Vargas advirtió, como si recibiera un fogonazo, que todas las señales que llegaban a su mente estaban erradas. No querían decir lo que decían, o tal vez usando mejores palabras, expresaban sus mensajes correctamente, pero eran mensajes vacíos, sin otra misión que hacer rodar al mundo.
La comprensión exacta de una realidad cualquiera se da así, a través de un fogonazo. El receptor es golpeado por un brillo que le descubre el contorno de oscuridad y tinieblas que ha cubierto esa imagen, esa realidad, que siempre estuvo a la vista de los demás.
Vio el aviso luminoso gigante de una disco; reparó en que a todos quienes intervinieron en su diseño, confección e instalación les interesaban realmente otros asuntos, sus propios asuntos, estuvo a punto de añadirse a sí mismo la palabra "secretos". Para ellos el aviso era solo un medio para cumplir sus objetivos. No era el aviso lo importante. Lo importante era otra cosa, la prueba estaba en que ninguno de sus autores se hallaba a los pies del aviso. Y sin embargo el destino de aquella gigantografía era atraer. Tentar al receptor para visitar ese lugar, gastar parte de su dinero en la sala de baile, pasar la noche entera allí.
Hasta los nombres de las calles le decían lo mismo: que todo lo que rodeaba su materialización -hasta el decreto municipal que les había dado su origen- era hueco, falso. Sus cuentas del banco, ¿a quién le importaba que estuvieran al día? La máquina simplemente le diría: debe 124. Y si por burlarse del banco pagara los 124 de una sola vez, evitándose así el cargo de intereses, la máquina diría simplemente: debe cero. El receptor se reiría del banco a mandíbula batiente, pero el banco no acusaría el golpe; permanecería impertérrito ante la cifra pagada. ¿Y cómo reaccionarían entonces sus dueños ante el golpe artero, los dueños del banco? ¿Qué venganza estarían tramando sus mentes? ¿Y qué pensarían, con qué soñarían los cajeros que recibían y daban? ¿Y los estafetas que hacen de sus vidas una eterna fila ante las cajas?
De sus amigos, del barrio, de la ciudad y del mundo se desprendía una suma infinita de señales externas. Al entrecruzarse provocaban chispazos que reorientaban a Vargas hacia el camino que los demás le iban informando que era el correcto, tal como sucede cuando las hormigas se rozan con las antenas.
El fogonazo le había alumbrado durante un segundo de lucidez los túneles laberínticos por donde realmente se mueven los hombres, pero el brillo enceguecedor  le impidió ver lo esencial, la sustancia informe que se halla en ellos.
Vargas recordó que iba atrasado a su trabajo y apuró el paso.

viernes, febrero 14, 2014

Jesucristo, los soldados, el transatlántico y yo

Por las noches se desataban mis fantasías. A los cuatro años ya avizoraba uno de los motivos centrales de mi vida. Necesitaba destacarme a como diera lugar, ser el mejor, el más brillante, el más famoso. La cama, la mente inquieta y la oscuridad eran el mejor caldo de cultivo para desarrollar ese proyecto a través de mi imaginación, ya que esta culminaba por la noche con su envase a medio llenar. Durante el día yo era lo que se podría llamar "un niño tranquilo", del cual nada haría pensar en arranques de ese tipo. La transformación ocurría a la hora de acostarse.
Cualquier sicóloga diagnosticaría de inmediato esa fantasía, que por amor propio no me animo a llamarla patología. La profesional (por alguna misteriosa razón los sicólogos infantiles son casi siempre mujeres) habría dicho simplemente en tres palabras: delirio de grandeza. Yo mismo relacionaba dicha fantasía años atrás, al analizarla, con la circunstancia de haber vivido bajo el paraguas protector de una madre perfeccionista y algo ausente. Hoy no veo así las cosas. Más bien me inclino a pensar que la necesidad humana de destacarse es propia de la especie, de lo que el hombre ha sido y será: un animal incompleto.
Barajaba mis cartas y me decía: pues a quién debes superar, cuál es tu misión de aquí en adelante. Y me respondía, anticipándome varios años a John Lennon: debo ser al menos tan conocido como Jesucristo. La cultura de un niño de cuatro años no es de las mejores, y por eso mismo es capaz como ninguno de visualizar la fama. Los famosos, los personajes realmente famosos, se cuentan con los dedos de las manos y entre ellos estaba y estará, mal que les pese a los no creyentes, Jesucristo.
Me avergüenza declarar algo tan infantil, tan cándido. Todo quedaba en mis fantasías. Jamás atisbé en la práctica la menor posibilidad de acercarme siquiera a algún obispo que representara a Jesucristo en mi diócesis, hablo de la fama del obispo. Años después, trasladadas mis fantasías al plano literario y sin haber escrito aún un sólo párrafo, el premio nacional de literatura me parecía poca cosa, no así el Nobel, que ya miraba con cierto respeto, a pesar de sus grandes desaciertos y omisiones.
Compartía mis fantasías megalómanas con las sexuales. Mi primera experiencia sexual la tuve entre los dos y tres años y mis primeras fantasías sexuales aparecieron a los cinco años. Ambas -fantasías y experiencias- hicieron un largo rodeo, que sorteó las preparatorias y buena parte de la secundaria, para retornar a la hora natural con furia, a veces impuras, pecadoras, llenas de malicia.
Algún día, cuando mi energía siga la corriente de un arroyuelo desconocido y retorne, vaporosa, ingrávida, al universo, la acción se acabará y ese día seré un agradecido de Dios: por fin me permitirá ver y gozar la vida de otro modo. En cuanto a las fantasías, no creo que acaben nunca; me acompañarán a la tumba y quizás se metan, pícaras, hasta dentro del cajón.
Entraba a los tres años cuando la vecinita del frente me invitó a jugar a su casa. Nuestro mundo era aún el del piso, pues las ventanas, muy altas, no nos dejaban mirar hacia fuera y los sofás parecían gatos enormes echados: no gratificaba almacenar el cuerpo en sus cojines.
Movíamos palitroques, carritos de madera, soldaditos, cuando desde la cocina apareció la mamá y se acuclillo frente a mí, sin ningún recato, por cierto, dejándome ver completos sus calzones blancos, que atravesaban su entrepierna de arriba abajo para perderse entre los glúteos. El brillo de la tela en esa penumbra prohibida escondía algo secreto, atemorizante, inimaginable, pero que ya era capaz de intuir. Abandoné mis soldaditos y clavé mi vista en ellos. En ese momento, y en lo que va de uno a dos, una corriente me recorrió el espinazo. Cuando me di cuenta de la sensación, ya no existía. La mujer se había puesto de pie y vuelto a la cocina.
A los cinco años solía dormirme por las noches con una imagen fija: la señorita Esperanza, mi maestra, caía al mar desde un transatlántico y yo la salvaba. Todo era gris: el océano ondulante, las nubes nocturnas, el metal del barco, el bote de madera al cual la subía, su traje dos piezas, el mismo que usaba cuando me enseñaba a leer en la clase. Después ambos nos acostábamos en una cama grande con sábanas blancas y nos abrazábamos y yo la besaba en la cara. A continuación volvía a caer al mar y de nuevo estábamos en la cama y entonces aparecía en el bote y luego caía y la besaba, hasta que me quedaba dormido.




domingo, febrero 09, 2014

Alexander Nevsky

La orquesta había brindado una versión maravillosa de la cantata Alexander Nevsky. El público bajaba los escalones del Teatro del Lago, repleto esa noche de gala, y la dicha era visible en los rostros. Se trataba de gente más bien conservadora, de apellidos alemanes, gente de recursos, pero también había jóvenes y matrimonios de clase media venidos de todo el país a disfrutar del concierto. Decenas de lámparas verticales que semejaban cuchillos irradiaban una luz que hacía resplandecer la planta baja, donde la marea humana se confundía, comentaba la función y postergaba unos minutos la retirada, asumiendo el conjunto formado por esa arquitectura y los seres humanos que le daban vida una impresión de felicidad reverberante. Aunque doscientos, quinientos años más tarde el recinto sucumbiera ante el paso del tiempo y sus ruinas no fuesen sino un remedo de su edad de oro, esa imagen de una noche de gala permanecería grabada en la memoria universal, de la misma forma en que habían persistido las heroicas acciones del príncipe de Nóvgorod al derrotar a los teutones en la batalla sobre el hielo del lago Chudskóye.
En Frutillar era pleno verano y fuera del teatro llovía. Dos horas después volvería a ser el pueblito lacustre de casas idílicas y calles desiertas, silenciosas, mojadas. Pero en el intertanto, y siguiendo esa lógica que aspira a inmovilizar la felicidad (cuando en un descuido suyo se la ha logrado agarrar del moño) muchos de los asistentes habían entrado a las cafeterías y restaurantes con vista al lago a darle otra vuelta de tuerca a su dicha. En uno de estos locales, en una mesa del rincón, participaban de una amena tertulia un grupo de músicos de la orquesta. Decir amena tertulia es revelar la impresión que daban desde la puerta de entrada. Sin embargo, si el parroquiano se situaba en la mesa de al lado, la impresión se iba ajustando naturalmente hasta arribar al sentimiento verdadero que fluia de la charla. Comían los músicos los platos y sándwiches más baratos que ofrecía la carta del local, pero no era eso lo que los disminuía ante ellos mismos, era el visible encono que los dominaba por el trato que a su juicio les había dado el director. Durante la conversación no hacían más que lanzarle dardos venenosos, aunque discretos, no tan evidentes como para ser traicionados por algún Judas confundido en el grupo. Parecían molestos, sobre todo ante los inmerecidos laureles que se había llevado del público y de la organización. Toda la amena tertulia giraba en torno a él, a sus fallas de lectura, a sus problemas con las corcheas, al maltrato que les dio en los ensayos, a la pose seductora y vanidosa que utilizó ante la audiencia. Se les iba la cena en esas reflexiones en voz alta, que se iban sumando unas con otras hasta edificar una pequeña gran pirámide de resentimiento soterrado, pirámide que se disolvió al momento de pagar la cuenta. El local bajó la cortina y los clientes se fueron desgranando, los músicos caminaron hasta su hospedaje y Frutillar retornó a su apacible oscuridad nocturna. Desaparecieron como por encanto las hazañas de Alexander Nevsky, la algarabía en la sala de conciertos, los encendidos gritos del coro, las notas de la orquesta, las grandezas y miserias del café, el ronronear de los motores, hasta el ruido de los pasos se esfumó, dejando al pueblo a merced del rumor de las olas y de unas nubes que al abrirse dieron paso a las estrellas y a su eterno rodar, su eterno cambio.
Descontando la batalla sobre el hielo, de esto que relato fui testigo presencial.    

lunes, enero 20, 2014

Las fiestas del gimnasio

Los sábados de invierno, a eso de las ocho de la noche, me engalanaba para ir a la fiesta en el gimnasio. Era la cita obligada de todo liceano rancagüino que se preciara de tal, y el que no asistía quedaba naturalmente excluido de las conversaciones del primer recreo del lunes. Frente al salón de actos del liceo me esperaban el Tonyi y el Tatán. Íbamos vestidos a la moda, con chaqueta y corbata, pero el Tatán, más audaz que nosotros, porque se había desarrollado un año antes, lucía la camisa abierta. Por esos días el Pata de Guagua, nuestro profesor de Artes Plásticas, nos había pasado la materia de los colores complementarios; no hice más que aprendérmelos y decidí que la combinación perfecta en el buen vestir era chaqueta morada, camisa amarilla y corbata morada y nadie me la sacó de la cabeza.
De esos sábados hubo uno que recuerdo especialmente. Mi papá me había dado unos pesos que elevaron mi autoestima y me hicieron sentir mayor, más de lo que era. Al ingresar al recinto, con la falsa sensación de un triunfo anticipado, eufórico por el lleno del local, el griterío de la chiquillada y los acordes del quinteto electrónico de los "Blue Birds" que prometían una velada fascinante, cometí el error de apresurarme y gastarme toda la plata de entrada en un trago que me bebí de un sorbo y que además me dio asco. Pedí un corto de pisco, pensando que bastaría para entonarme y así, armarme de valor, pero el vasito se me secó en la garganta nada más ingresar a mis sedientas fauces. De modo que lúcido, con los bolsillos vacíos y el Tatán desaparecido entre la multitud, no me quedó más que conversar a monosílabos con el Tonyi mientras mirábamos de reojo a las futuras víctimas que caerían rendidas en nuestros brazos.
Puedo hacer memoria más o menos exacta del comienzo de esa velada, porque la imagen de mí mismo al traspasar el umbral del salón de actos se me grabó en la mente. Fue aquella, en efecto, una fiesta de sábado que se realizó en el salón de actos, de proporciones más reducidas que las del gimnasio y por lo mismo más conveniente para forjar la impresión de una muchedumbre abigarrada e inconsciente. La multitud bailaba a los acordes de las guitarras eléctricas y el golpeteo de tambores y platillos; el sonido rebotaba en las angostas paredes laterales y generaba un eco que ahogaba al recinto en una sensación estereofónica que provenía de ninguna parte. Allí estábamos con el Tonyi, ambos enormemente pequeños, ante el mesón ubicado frente a la puerta de entrada, con dos tragos en la mano que nos acababan de vaciar los bolsillos.
No pecaría de mentiroso, sin embargo, si afirmara que fuera de este cuadro narrado con relativo detalle las demás fiestas de sábados eran siempre lo mismo. Y es que frente a la multitud enloquecida que se regía por la única ley del instinto, la alegría irresponsable y la atracción corporal, con el Tonyi nos comportábamos como dos perdedores y eso nos diferenciaba del Tatán. Pero a pesar de ser un ganador, el Tatán era también de los nuestros, porque era cercano, de carne y hueso y en la clase se sentaba una fila más atrás.
No describo este pasaje de mi vida para despertar compasión; créanme que lo hago en un intento por pellizcar la cáscara de la verdad. Ignoro el real sentir del Tonyi aquellas noches pero en cuanto a mí, estaba consciente de que daba demasiada ventaja a mis rivales. El rock and roll, el fox trot y qué decir el tango me privaban de saltar a las pistas. Me manejaba más o menos bien con las rancheras, las cumbias y los lentos, pero estos últimos, que eran los que esperaba con ansias, me ocasionaban el mayor de los problemas, la madre del cordero de los problemas de las fiestas del gimnasio: con la chica en mis brazos no sabía de qué hablar. Me limitaba a sentir el roce de mi mano entre la suya, de mi otra mano en su clavícula, de separar  caballerosamente nuestros sexos para que no brotara la menor sospecha de que quería aprovecharme de ella, y eso era todo, dejar pasar los maravillosos dos minutos de la canción para desear que el próximo tema también fuese un lento y nos quedáramos en la pista, lo que en efecto podía ocurrir dos y hasta tres veces, pero no cuatro, porque el visible tedio de mi compañera de baile la hacía alejarse de mí con cualquier excusa para volver a su sitio. Entonces, casi sin darnos cuenta, con el Tonyi terminábamos las fiestas bajo el escenario, a centímetros de la orquesta, fumando, escuchando la música. Allí estudiábamos la situación, evitando dar la impresión de fracasados, de modo que reíamos con algún chascarro ajeno o comentábamos sobre las curvas más espectaculares.
No dejaba de llamarme la atención la presencia, sábado a sábado sin faltar uno solo, de un hombre entrado en años que desentonaba por completo en ese ambiente, al punto de pasar por un entrometido. Para nuestra edad de entonces, decir entrado en años era decir de 30 o poco más, cifra impropia de una multitud que promediaba los 18, descontando a los profesores. Pero ese tipo no era ni remotamente un profesor; más bien parecía un feriante que se acicalaba para ir a la fiesta, un hombre engominado, de terno pasado de moda, manos gruesas, caballeroso en el trato, especialista en los bailes en retirada, porque él mismo estaba en retirada, y de ello daba cuenta su presencia. No me costó demasiado concluir que era un extraño ejemplar que iba con la sana pero urgente intención de buscar pareja. En algún momento de su ardua vida, en algún instante ocurrido entre la venta de una lechuga y un kilo de plátanos, decidió que había llegado el momento de casarse y se hizo el plan de conquistar a una chica. De allí que lo viéramos bailando cada sábado con una liceana diferente, comportándose con la galantería más romántica que se podía dar en la ciudad histórica, sonriéndole con su boca gruesa y tentándola con tragos y pastelillos que eran posibles gracias a sus bolsillos llenos. Como tenía que suceder, finalmente dio en el clavo. Dejamos de verlo en las fiestas, lo perdimos de vista y lo olvidamos hasta que un domingo, al año siguiente, a la salida de la misa de 12 de la Catedral, pasó frente a nosotros. Lo acompañaba su última conquista y ambos, radiantes de felicidad, paseaban en el coche al producto de su amor, una guagua rozagante y con pulmones de elefante.
En comparación con ese hombre tosco y desagradable yo me sentía aun más feo y lo peor, ignorante en las artes del amor. Esa materia no se dictaba en el colegio y aunque los amigos más grandes la enseñaran gratis, costaba aprenderla. La mujer, para mí, era el gran misterio del universo; su aparente fragilidad encerraba un poderío enorme y el solo hecho de pensar en conquistar, enamorar a una, me causaba una instantánea depresión, que nacía de la incapacidad.
A las dos o tres de la mañana volvíamos con el Tonyi a casa, caminando por la vacía y pobremente iluminada calle Independencia, echando argollas de humo al aire. Aún rumiando nuestra frustración hablábamos entonces de lo que tal vez más nos unía, que era la lucha de nuestros padres por superar el vicio del alcohol. Yo le contaba de los ascensos y caídas del mío; él, de los ascensos y caídas del suyo. No eran temas sencillos, se trataba de historias trágicas que comenzaban siempre en la esperanza y terminaban en la incertidumbre. Aquellos eran padres que se transmutaban de santos a pecadores en cosa de minutos, que volvían a ser santos, luego pecadores, en un cuento sin fin que teñía nuestros relatos de sentimientos de amor, rabia, piedad, desastre e ilusión. Atravesábamos Freire y nos íbamos acercando al punto donde nuestros destinos se bifurcaban. Antes que eso nos fumábamos el último cigarrillo y así acababa la noche de fiesta.
Aquel ciclo y aquella hermosa amistad tuvieron un corte brusco. Imbuido en ese idealismo divorciado del sentido común propio de la adolescencia -idealismo reforzado por los cambios que anunciaban los años sesentas- una noche denuncié los apetitos vulgares y superficiales de la masa de seres humanos que pueblan la tierra. Veía entonces la verdad de forma tan clara que no temí darla a conocer ante el grupúsculo de muchachos reunidos bajo un farol de la población Isabel Riquelme. El Tonyi era uno de ellos y contrastó mis argumentos con los suyos, mucho más razonables y aterrizados. En respuesta lo acusé de mediocre y me autoproclamé original, predestinado. Él no dijo nada, pero vi que el desaliento cundió en sus ojos.


martes, enero 14, 2014

El camino

-¿No era esto lo que me pedías?
El muchacho guardó silencio.
-¿No era esto lo que me estabas pidiendo?
El asfalto lucía limpio hacia adelante y hacia atrás. Un hilo gris azulado interminable, brillante por los charcos dejados por la lluvia. Visión extraordinaria, paisaje idílico. El manto verde de la Patagonia meciéndose furiosamente por el viento magallánico, cortado en dos por el camino; ñandúes agrupados a lo lejos, nubes gigantes, blancas, negras, rosadas aplastando la tierra, esquivos rayos de un sol de medianoche cayendo oblícuamente y llenando de enérgica melancolía el cuadro. Ningún vestigio humano a la redonda, nadie más que ellos dos en el camino.
El muchacho sacó una tuerca de la mochila y desmontó la rueda de la bicicleta. Cambió la cámara, volvió a montar la rueda, la infló, guardó las herramientas y aseguró la mochila. Habían pasado diez, quince minutos sin valor alguno.
La chica se había alejado. Sentada al borde del camino, con las zapatillas en la hierba, los codos en las rodillas y las manos en la barbilla, miraba fijamente, dándole la espalda. Se empeñaba en mantener abiertos los ojos, a pesar de que el viento filudo la hacía lagrimear. Él le habló.
-Ya está lista. ¿Quieres comer algo?
Una ráfaga se llevó sus palabras en otra dirección.

viernes, enero 10, 2014

La madeja de lana

Consistía mi sencilla tarea en desenredar una madeja de lana; me lo había pedido como favor especial mi abuela, que requería el ovillo para empezar un tejido. Siéntese a mi lado, hijito, me atajó cuando entraba a tomar agua, y ayúdeme a desmadejar esta lana. Me lo dijo con su voz persuasiva de anciana frágil y me pasó el ovillo. Dejé mis juegos y me senté en un pisito al costado de su sillón, pensando que se trataba de algo simple y que en segundos estaría de vuelta con mis amigos en el patio, pero al desenredar el primer nudo me di cuenta de las proporciones gigantescas que encerraba la sencilla tarea. Reparé además en que ese ayúdeme hijito significaba realmente hágame el favor, solucióneme.
No es que mi abuela fuese una holgazana. Mientras mis dedos torpes se irritaban más y más ante el ovillo enmarañado ella ocupaba el tiempo en enterarse de los últimos escándalos de sus estrellas favoritas. Al doblar la hoja de su revista no podía evitar los comentarios para sí misma, sabiendo perfectamente que allá abajo estaba yo, miren la diablilla, y tan tierna que se ve en el cine. Qué me podía interesar eso a mí, que no tenía la menor idea de lo que estaba hablando. Del patio me llegaba el eco del griterío y los pelotazos, y ella hum... mírenla... hum... y con este actorcillo... hum... no me parece... ¡hum!
Yo sentía ganas de llorar, pero era mi abuela. Estaba viejita y necesitaba ayuda; pronto habría de morir y si no la auxiliaba ahora ocurriría sin asomo de duda que llegado el momento en que me subiera al mismo pisito en que me hallaba sentado -pero entonces para contemplar su rostro amarillento dentro del féretro- recordaríamos ella y yo la vez que me negué a desenredarle la madeja de lana, consecuencia de lo cual tanto mi vida como la suya tomaron inesperados derroteros, ambos desgraciados, el de ella haber sufrido una brusca alza de presión tratando de desenredar el ovillo, ataque que la tuvo postrada semanas enteras en su lecho antes de entregarse a la muerte; el mío adoptar un aire cínico que tapó mis culpas bajo el manto de la frialdad, conducta que de aparente se transformó en esencial, logrando apagar el sentimiento real, el que se escondía dentro de una madeja enredada de lana. Aquellos funestos vaticinios sobrevolaban el salón a media luz, a ras de piso mi conciencia, y se mezclaban con los comentarios farandulescos de la abuela, el chasquido de su lengua al mojar los dedos para dar la vuelta una hoja y el tic tac del reloj sobre la repisa de la chimenea.
Cuando al fin terminé la sencilla tarea mi abuela dormía con la boca abierta en su sillón, la revista se desplegaba en su regazo, mis amigos se habían marchado y la pelota echaba chispas de sol, inmóvil bajo la brisa que sacudía las hojas del parrón.

lunes, diciembre 16, 2013

El café perfecto

Cuando se encienda mi última aurora quisiera reconocerme en tu mirada. Me veré en el espejo de tus ojos; y el momentro será eterno.

Se me ha concedido el dudoso honor de abrir y cerrar el libro. En comparación con lo de aquella sombra me pareció esta una misión pedestre y abordable, de modo que acepté, una vez más, sin sopesar las consecuencias. Para este relato, el encargo fue acompañar a la protagonista en su búsqueda del perfecto café y darle la buena nueva al cerebro vigilante en cuanto lo hubiese hallado. Ni más ni menos que eso. No debía inmiscuirme en sus decisiones, tampoco abandonarla antes de que hipotéticamente ingresara a su Shangri-La. Como la vez anterior, resultó una misión fácil, pero solo hasta el momento en que entregué mi informe. Al día siguiente se me citó al despacho y se me hizo ver que el resultado era vago. Expliqué que ella parecía haber dado con el perfecto café, pero que ciertos gestos suyos delataban una disconformidad. Añadí que el encargo no implicaba espiarla toda una vida y que no estaba en condiciones de garantizar cuánto le llevaría en efecto llegar al sitio ideal. En ese momento el contrato volvió a ponerse ante mis ojos, con la cláusula subrayada. “La seguirá, sin ser visto, y cuando encuentre el café perfecto me lo informará”.
Estaba liquidado, condenado a vivir bajo el yugo de un solo patrón, al menos hasta que completara el trabajo, un trabajo que no dependía de mí, sino de la protagonista de la historia, con quien, según lo estipulaba el contrato, no debía entrar en tratos personales. Qué diablos.
Sospecho que he vuelto a caer en la peor de las trampas. La ironía, como todas las cosas, es propia del creador, quien se la legó a los demás, probablemente al final de una de sus tardes de sopor. Sin embargo -no apelo aquí a mi astucia, sino al sinnúmero de pruebas existentes- de vez en cuando el creador vuelve a dar ligeros toques de su arte, pequeñísimos golpes maestros. Cuando se está ante esa coyuntura conviene mantenerse todo lo alejado que sea posible de su mirada. Por desgracia no es una opción que pueda tomar; él es mi mandante y como tal, le debo obediencia y sumisión.
En mi favor advierto que no debe confundirse mi figura con las de otros personajes similares que transitan por el libro. No avalaré jamás el asomo de una crítica en tal sentido. Aclarado lo anterior paso a narrar el encargo que dio motivo a los hechos de los cuales fui testigo; huelga declarar que me lo obliga otra de las cláusulas.
La certeza de que la protagonista busca su café perfecto se haya contenida tanto en la naturaleza del mandante como en las huellas que ella misma ha sembrado. Sobre lo primero no corresponde que me pronuncie; sí sobre lo segundo: pronto me di cuenta de que cada vez que mi bella dama acudía a un café dejaba pistas de su vida interior, como si ambas acciones en el fondo fuesen una sola. La mujer llevaba consigo una libreta de apuntes estilo Moleskine. Durante buena parte del tiempo que permanecía en el café se dedicaba a escribir en sus páginas. No recuerdo si cuando fui testigo de esa acción me alegré o la maldije. En mi calidad de informante me introducía una dificultad anexa, me empujaba a averiguar el contenido de su palabra escrita. Esa vez quiso la suerte que pudiese acceder, no sin estudiada maniobra, a la libreta, que dejó encima de la mesa cuando se levantó para acudir al baño del local. Fui a su mesa, abrí la libreta en las páginas separadas por el lápiz y las fotografié con mi celular. Nadie se dio cuenta de mi robo. Había escrito lo siguiente:
“En todo orden de cosas yo antes no era así; hoy los tiempos me fuerzan a hallar el café perfecto donde se refugien mi desilusión y mis contradicciones. Me angustia constatar la nula importancia que la masa desordenada e irreverente le concede a mi experiencia, me angustia sentir las burlas de aquellos que son hoy los dueños del mundo, en virtud de una nueva ley que los aúna para luchar contra lo que les viene en gana, sin otra guía ni meta que no sea la de satisfacer sus apetitos. Tal vez un verdadero escritor plasme algún día mi búsqueda en un cuento que refleje el estado de ánimo de una nostálgica persona entrada en años que ve pasar la vida desde su utópico café perfecto, sin imaginar que alguien que está pendiente de sus pasos informará de eso”.
La jugarreta diabólica del creador se me reveló en su correcta dimensión. Él sabía antes que nadie lo que ella pensaba, de lo que ella hablaría, adónde pararían finalmente sus pasos. Su cuento ya estaba prefigurado, con protagonista e informante incluidos. Él mismo se reservaba un espacio difuso y ambiguo, como el sol de los días nublados. ¿Para qué me había llamado, entonces? ¿Qué quería de mí? ¿Era yo un simple narrador, apenas dos manos tecleando un informe destinado al rechazo? Cuánta humillación e impotencia sentí al hacerme esas preguntas, que sabía respondidas por alguien de antemano. Mas, lo he dicho, en este cuento no me cabían opciones subversivas. Y tal vez, por qué no, fuese yo el destinatario de su ocurrencia, como lo son los maestros cuando enseñan a sus alumnos. Si no entiendes a tu creador, anímate a interpretarlo.
Desde luego no era el café donde escribió dicho pensamiento el que ella andaba buscando. Mucho ruido ambiente, mucha gente a esa hora del día: abogados, oficinistas, secretarias, grupos de amigos en bulliciosas charlas. Ella deseaba estar tranquila; leer, pues por algo había entrado con un libro bajo el brazo, y el alboroto la desconcentró; aspiraba a retener los diálogos de los parroquianos en su memoria, pero estos se anulaban entre sí, generando una masa informe de decibeles. Luego de unos minutos de vacío se retiró. Salió a la calle, entró al mundo, medio contenta medio amargada y yo me hice de una primera pista.
Ahora sé que la suya es la drástica persecución del tiempo; se trata de atraparlo y encerrarlo en un saco. Creo que jamás sabré si la búsqueda se le impuso como natural consecuencia del declive experimentado por la que debió ser una hermosa figura, a juzgar por el bellísimo presente que, intuyo, se niega a admitir, o si fue la sociedad la que la indujo a querer vivir dentro de un depósito sellado que la protegiese del mundo en constante cambio. Jamás sabré si su opción fue existencial o política. Sea como fuere, ya intuyo que mi informe dirá en su introducción que la protagonista encarna el mito del conservadurismo que intenta retener, desesperada pero dignamente, sus mejores momentos. Pero tiendo a desviarme. Por digresiones como estas he logrado varias veces la proeza de alterarle el genio a mi mandante.
“¿Qué es, en suma, el perfecto café? -anotó en otra ocasión-. Conjeturo que su esencia radica en el regusto que deja el primer sorbo; eso lo definiría todo”.
En efecto, según he observado, la protagonista elige su mesa, de preferencia al lado de una ventana que le enseña cómo el tiempo fluye fuera del local. Luego se sienta, se cruza de piernas y en su gesto se advierte el descanso, el engañoso arribo a la meta. Saca su libro del momento y su libreta, le ordena al mozo su café de siempre y espera, contenta. Cuando el café ya está en su mesa le da el primer sorbo y parece que nuevamente hubiese resucitado, que la droga contenida en la poción mágica le hubiese hecho un efecto instantáneo. Ese momento inigualable podría extenderse una eternidad si el tiempo se limitara a ser la comprensión perfecta de un sabor, la asimilación de la sensación de ese sabor por parte del cerebro y el recuerdo inmediato que nace de esa sensación, antes que lo que el tiempo sabemos que es, aunque no lo podamos explicar más que señalando los punteros de un vulgar reloj de cuarzo. Volviendo al sorbo, menor que el paso de un segundero entre un número y otro de la esfera, he concluido que ese momento es, a estas alturas, lo que le da sentido a su existencia. Su vida está reducida a saborear una taza de café, qué digo, al primer sorbo de una pequeña taza de café; hablo de lo que he visto, no de su pasado. Transcurrida esa eternidad la protagonista lee un buen rato y a veces escribe, de modo que el lapso entre el primer sorbo y su retiro del local viene siendo algo así como la prolongación de dicha eternidad, prolongación que he calculado en unos 25 minutos. Si escribe, yo me encargo de recoger los pensamientos que haya dejado sobre la mesa.
De mi insignificante colección transcribo uno de ellos:
“Mi vida: una forma que irradia una luz tenue, que se desliza sin brillar, con serena resignación, una forma leve que se desplaza de perfil sin casi dejar huella, menos que el esbozo de una pasión”.
Dicho pensamiento fue escrito en el espacio que paso a detallar: piso de cerámica, una mesera y una cajera, un televisor encendido frente a la caja, un niño jugando en el suelo mientras su madre charla con una amiga, la puerta abierta frente a la que transita mucha gente por la calle principal y un número incalculable de automóviles y microbuses. El expreso, más tibio que caliente; la soda, insípida. Un local hecho para ser menospreciado, como esos niños que viven buscando el castigo. La protagonista lo entendió perfectamente, pues fuera de esa ocasión la vi entrar allí solamente dos veces, quizás para darse otra oportunidad.
Pensé que mi informe estaba próximo a su término cuando descubrió un local que en un principio la hizo sentirse como pez en el agua. Era bastante mejor que los anteriores, con un ambiente entre refinado y juvenil. Tenía forma de vagón de tren, con un pasillo largo y mesas a la orilla. Frente a las mesas estaba la barra y en un rincón lateral lucía un estante con libros, revistas y diarios para consultar. El café, humeante, se dejaba acompañar de un brownie que se hacía agua en la boca. ¿Había dado, por fin, con el perfecto café? No. A las pocas semanas reveló sus fallas. La protagonista ya casi lo había tomado como “su café” de la mañana cuando su espíritu perfeccionista comenzó a detectar grietas insalvables. La peor de todas era una batidora eléctrica con la que se preparaban jugos naturales. Como la cocina estaba a la vista, detrás de la barra, el ruido se tornaba ensordecedor. A la vez le fue cargando la pretensión de ciertos integrantes de la élite artística de esconderse allí para que todos los vieran. ¿Por qué siempre había de estar en la mesa de al lado una figura joven de las letras chilenas preparando su próxima gran novela, enfrascada en su computadora mientras el café se le enfriaba? ¿Para qué iba al café, si no probaba el café? ¿Por qué se daban cita allí los genios del nuevo orden? ¿Lo hacían naturalmente o querían ser reconocidos por sus pares? ¿Era una forma de socialización que segregaba por presencia? ¿Y qué podía hacer ella entre esos intelectuales, sino observarlos?
La protagonista tiene sus años, es verdad, pero su espíritu se empeña en agregarse unos cuantos, demasiados, como si deseara declararse irremediablemente vieja antes de tiempo. Me identifiqué con ella, no por razones etarias, sino por algo que no termino de comprender y que no es del caso analizar en este informe. Tal vez, siguiéndola tantos meses, presiento que esa es la única hora del día en que se da el lujo de ser ella misma, de contemplar el mundo a sus anchas y de criticarlo ácidamente con su sola observación.
No era fino entonces que los demás le anduvieran recordando que su tiempo estaba pasando, si es que ya no se le había ido.
¿De dónde viene antes de entrar al café? ¿Hacia dónde va? ¿Por qué la veo siempre sola? No me costó demasiado averiguarlo, hoy esas minucias se ofrecen regaladas en internet. Sin embargo los datos, que pudiera hacerlos públicos, no cuadran con los requisitos del informe. Se me prohibió expresamente referirme a cualquier tópico ajeno a la búsqueda de su café perfecto. Al mandante no le interesan esos detalles, porque los conoce de sobra.
Como le suele ocurrir al detective que realiza un seguimiento por encargo, la corriente inicial de simpatía hacia el autor de la orden termina transfiriéndose secretamente a la víctima. El trato, que tanta satisfacción depara al momento de la firma -por la esperanza que encierra de saltar el muro que levanta la monotonía- se torna hostigoso; llega un momento en que se desearía renegar de él, dar marcha atrás para concentrarse ad honorem, apasionadamente, en el sujeto que se estudia, pero es allí donde surge la fuerza del mandante en todo su vigor, o lo que es igual, allí es donde la pequeñez del fisgón queda expuesta en todo su drama. Sin existir gran necesidad, sin que nadie me autorizara, no pocas veces hube de ingresar furtivamente a su casa para recoger los pensamientos que anotaba en la libreta. Si lo hice fue para saciar el hambre de la curiosidad. Crucé el umbral, penetré en su dormitorio, la contemplé desnuda sobre la cama, azulado su cuerpo a la luz de la luna. Me llena de vergüenza el solo hecho de recordarlos y más aun, de incluir estos episodios en el informe. Dicen que la belleza está oculta entre los pliegues de la muerte; nunca antes que entonces sentí que esa discutible especulación fuese tan cierta. He visto, dando nefasto ejemplo de arrojo temerario, a un cadáver luminoso, despojado de su intimidad.
Viajó pocas veces, pero me obligó a seguirla. En Viena disfrutó su expreso en el café Landtmann, donde Freud fumaba sus largos habanos mientras pensaba en el sexo, pero no le impresionó. En Querétaro entró a un local cercano a la Plaza de los Perros, imaginando que alguna vez habría estado allí Borges: el sabor de la experiencia fue más cercano al México de la chabacanería que al de Pedro Páramo. Las calles de Buenos Aires le prodigaron excelentes confiterías; ninguna la hizo quedarse. Frutillar le ofreció el café del Teatro del Lago y un localcito frente al teatro, minúsculo pero sin igual si lo que se estaba evaluando era la calidad de sus tortas. Roma la decepcionó: eligió un café con barra para consumir de pie, pidió un expreso y le sirvieron una cagarruta, el concho de una pequeña taza. Ninguno resultó ser el café definitivo; eran cafés de paso que la hacían sentirse la turista que era en esos sitios. No le dejaban contemplar ni criticar libremente al mundo, porque en esas ocasiones se sentía demasiado niña, demasiado abierta a lo nuevo, imposibilitada de razonar con el debido desafecto que proporciona el hábito.
Antes de abandonar su empresa por lo que yo daría en llamar una especie de tedio moral, o sensación de impotencia ante los errores que ella tan bien conoce, porque los vivió, y que las nuevas generaciones se empeñan en repetir, la protagonista ancló su humanidad en un café que al menos rozó la perfección y que fue aquel que me llevó a redactar precipitadamente el informe. El local era de una elegancia contenida; destacaba sobre todo su organización, el manejo de los detalles, la rutina familiar que barnizaba de placidez su alma melancólica. Creyendo haber dado con el café perfecto se fue quedando en él y desechó la búsqueda de otras posibilidades; los mozos no bien entraba le llevaban su pedido, y no había mejor lugar en Santiago para leer, tomar apuntes y disfrutar de un pastel de milhojas con crema.
Una de esas mañanas veía en el diario las imágenes de las purgas en Corea del Norte cuando experimentó involuntariamente una inexplicable sensación de placer (si cuento esto es porque sospecho que agrega pistas a su determinación ulterior). Del tribunal sacaban encadenado al tío de Kim, el joven dictador, y la lectura de grabado informaba que el tío, de 67 años, había sido ejecutado mediante el procedimiento de lanzarlo vivo a una jauría de perros. Hasta antes de ese día el pobre tío había conducido las negociaciones y acuerdos comerciales con China, pero los analistas comentaban que ahora que el sendero estaba despejado para el dictador coreano los chinos no parecían apesadumbrados, pues el imprevisto infortunio, ajeno a su diplomacia, les abría nuevas y mejores perspectivas de negocios, de manera que de llorar, los chinos no lloraban o al menos lo hacían con lágrimas de cocodrilo.
Aquel día la protagonista permaneció varios minutos en el café con la vista extraviada, tratando de entender la trama asiática que le daba bienestar a su cuerpo, un cuerpo por lo general no apto para vivir momentos de agrado, a pesar de que las pruebas externas sugirieran lo contrario. Me atrevo a pensar que no logró llegar a la raíz de la sensación, para eso se habrían necesitado varias sesiones de psicoanálisis, pero su mente se quedó con la idea de que desde ahora los coreanos no tenían ninguna cortapisa para adorar a su nuevo Amado Líder, el rollizo mandamás del pelo rapado por los bordes que sucedió a su padre y a su abuelo, en su tiempo representantes de la gloria, la ecuanimidad y la pureza en el orbe.
Así dejó escrito su pensamiento, que robé y que transcribo:
“Te veneramos, Amado Líder, y nuestras desgraciadas vidas no valen nada sin ti. Giramos a tu alrededor como la Tierra gira en torno al Sol, y tu luz fluye constantemente, a toda hora nos irradia, aun en las horas nocturnas. El mundo ignora que los coreanos del norte somos felices y que son auténticos nuestros cantos de alabanza y nuestros desfiles gigantescos y nuestros llantos desgarradores a la hora de la muerte del líder que nos gobierna desde que surgió el tiempo y hasta que el tiempo detenga su marcha. Somos felices porque hemos conservado la inocencia; el Amado Líder nos ha guiado por el camino de la felicidad, evitándonos las tentaciones de la depravación y la protesta social, que equivalen al gusano en la manzana o a la antesala de la expulsión de nuestro paraíso”.
En el párrafo siguiente el pensamiento cambió de giro, radicalmente, para concluir con esta aguda observación:
“De modo que mi oscura aspiración es la del tiempo primigenio, la pureza que ostentosamente le atribuye Ernesto Cardenal a los pueblos aborígenes de América ignorantes del colonialismo, la bota extranjera, el capitalismo, el estrés de la vida diaria, la brutal competencia por sobrevivir en un mundo que progresa a costa de asesinatos, guerras, estafas y sobre todo circo, caravanas de circos que recorren el planeta a través de imágenes reconfortantes y adormecedoras, siempre vuelven las imágenes, todo son imágenes, así corren las imágenes dentro de mi pensamiento desbocado, no quisiera ver más”.
Sentí que esa reflexión le había devuelto a su psiquis la dosis de pesimismo para aliviar su mal. La taza de café ya estaba vacía, mientras el pueblo de Corea del Norte continuaba forjando su granítica unidad y los atardeceres de sus gentes se gastaban contemplando el mar y las montañas, disfrutando de sus insignificantes bienes, compartiendo la alegría del amor en familia ante la pantalla de televisión que les regalaba las proezas del Amado Líder, como en otro punto del globo sus súbditos harían igual con el mismísimo príncipe William, epítome de la ternura, el amor y la justicia.
Como he tratado de contar, de odiosa, la mía pasó a ser misión apasionante. Al comenzar la mañana debía seguirles los pasos hasta el café de turno, acompañarla de lejos en su experiencia y nada más haberse retirado, esperar hasta el otro día. Cualquier otro, yo mismo al principio, podía pensar: “¿Qué demonios tiene que importarle a mi mandante tamaña estupidez? Y sin embargo he firmado, debo cumplir”. No obstante, mi vida ya giraba en torno a lo que descubría de ella cada mañana, como los coreanos giraban alrededor de su Amado Líder y como la Tierra gira alrededor del Sol.
Por esos días era común el desfile de hordas de jóvenes ante la ventana de cada café al que ingresaba. Y a pesar de comprender mejor que otros el mundo que le había tocado en suerte habitar le bastaba esa visión para desestabilizar el frágil equilibrio de su ser. “Ya les dieron lo que pedían, pero ahora quieren más, y así se desemboca en la penuria”, protestaba no su intelecto sino su sensibilidad, dejando traslucir un profundo desprecio hacia la juventud inconsciente, que no le hacía bien  a su semblante. Razonaba con odiosidad, como si una semilla de violencia se expandiera hasta nublar los dos hemisferios de su cerebro para negarse los placeres, impedirse otra manera de mirar la vida. Y sin embargo, haciendo un esfuerzo, intentaba ponerse en el lugar de ellos, arrimarse al nuevo tiempo, salvar su identidad. Al contemplar sus perfiles enérgicos, definitivos, dejó escrito en su libreta una mañana:
“Todo ha sido edificado sobre la base de la injusticia. El resentimiento se extiende como un manto de polvo de huesos sobre la faz de la tierra”.
Creo que fue esa la vez que me convencí de que se trataba de una mujer cautivadora. Una especie de germen de la locura fabricado a mi medida.
Mi informe no está redactado al modo de una bitácora. Recojo datos en forma desordenada, escribo solamente lo que a mí me parece que debo escribir y lo demás me lo guardo.
Otra jornada se abrió cuando salí de mi escondite y fui tras ella. Había tomado el microbús; subí en el último segundo, sin que lo notara, y salvé el día. Se bajó en una esquina cualquiera. Buscó el café del barrio y entró. Saboreó su expreso mientras observaba a los demás clientes, a quienes dedicaba miradas ininteligibles para cualquier otro testigo que no fuese yo, que ya la iba conociendo.  Más tarde las páginas de su libreta me regalaron dos visiones contrapuestas. Algo había sospechado en el local de sus emociones del momento, pero su letra las delató en su completa magnitud.
“Empequeñecida por el diálogo que llega a mis oídos desde la otra mesa, por la madurez emocional de ambos, por la gravedad aterciopelada de la voz de la mujer, por la desenvoltura del hombre en sus comentarios, por sus leves carcajadas al terminar cada frase, por el interés que demuestra ella en sus palabras, palabras vanas, sin fondo y sin embargo plenas de significado en el excluyente código de comunicación que manejan; empequeñecida por constatar a ciencia cierta que jamás reiré así, que jamás podré ser abordada por un hombre como ese, a menos que él aceptara previamente mi manual de advertencia, agobiada por lo que eso me hace sentir, he decidido que algún día me mostraré desnuda al mundo, mostraré mi sensibilidad infantil, que es lo mismo que decir de poeta, mostraré esa luz que emana de mi centro, sin complejos, aunque el mundo (ese galán) no me tome en cuenta”.
Una vez que la pareja descrita se retiró, saludando a los mozos, la protagonista se enfrascó en su libro de turno, “El gran Meaulnes”, levemente angustiada, pero antes de lo previsto cerraría las páginas. A su espalda, otra pareja permanecía en silencio; con sigilo se dio media vuelta para tasarla y cuando lo hubo hecho, redujo su segunda observación a lo siguiente:
“Sobre la mesa, un sándwich sin probar revela que no tienen hambre, que no han venido a disfrutar de la comida. El café y el jugo, sin embargo, ya se han consumido: a menudo el conflicto hace beber y quita el hambre. Ella habla poco, su tono de voz invita humildemente a su pareja a recapacitar, le pide otra oportunidad. Pero el hombre, que es de esos hombres graves, meditabundos, definitivos tras el juicio reflexivo, tiene la decisión tomada. Él la acusa de mentirle varias veces. Ella le replica en tono de súplica y al hacerlo, lo contradice. Él insiste en declarar que no ha venido a discutir, pero al decirlo va elevando la voz. De pronto la mesa se cubre de un silencio conmovedor. La mujer se pone de pie sin hacer un ruido. Es atractiva, esbelta. Camina al estacionamiento, sube a su auto y se marcha. Ha perdido la batalla y le espera un futuro de incertidumbre. El hombre, que resulta ser de baja estatura, deja pasar dos minutos, paga la cuenta, va a su propio vehículo y desaparece. Y en aquella ala del café quedo sola, con mi libro cerrado, sin nada que observar”.
Y yo, admirando cada vez más su talento, que ella se empeña en desconocer, sin poder hablarle, agazapado como una rata, escondido tras una planta.
Otro de los pequeñísimos golpes maestros del mandante: encomendarle a un principiante -quien habla- que observe a un observador.
En su café “de siempre”, su café casi perfecto, ha escrito otra mañana lo siguiente:
“Cada visión una historia y cada historia una ficción. Es maravilloso y me inquieta. Mi delirio de grandeza ansía la síntesis total; no puede ser de otro modo, la concentración ante cualquier minucia haría de mi plan una insignificancia. Confieso estremecida que no adoro a Dios, lo envidio; al mismo tiempo no anhelo ser Dios. La omnipotencia sacrifica naturalmente el goce de la fracción. Recuerdo al gato perdido cuya imagen vi en un poste, ofreciendo recompensa, imagino las aventuras del felino y las desventuras de sus amos, buscando entre la sombra de la noche. Me veo de pronto con una sartén en la mano, detrás de mi asesino. Bastaría un golpe certero en la nuca para desconcertarlo y escapar; pero está escrito que el golpe fallará y que el monstruo me hundirá la cuchilla una y otra vez en el hombro izquierdo, bajando de la clavícula hacia el pulmón.
“Oigo a dos profesoras mientras leen la carta de precios en voz alta. Una opina que el sándwich cuesta cinco mil pesos y la otra le pide bajar la voz. Concluyo, al releer lo escrito, que el verbo opinar encaja perfectamente en la frase: la pronunciación del precio en voz alta ya constituye un reproche y a la vez una declaración pública de insolvencia, es decir, una opinión. Pero es mejor escribirlo en cursiva. A mi lado hay dos personas: una consejera sentimental de las que leen el tarot y su paciente cada vez más flaca, aquejada de una enfermiza pena de amor. No quiero saber más, aunque al salir la miro de lejos, para comprobar qué tanto le va afectando su obsesión. Los autos lucen sus ofertas de otoño; por la acera se acerca la belleza sublime de la dama entrada en años que día a día pasa frente al ventanal del café y que jamás me regaló siquiera una mirada; así quisiera ser yo a esa edad. Este es mi pobre mundo divino. Cinco minutos presos en un cuadrante de una ciudad de tantas, todo junto, al mismo tiempo. El alma apretuja sueños, recuerdos, conjeturas, visiones, y los destaca ante los ojos, pasajeros. El universo amplifica los detalles y los torna omnipresentes, diminutos e infinitos”.
Ha llegado a estampar frases como estas en su libreta de apuntes. ¿Por qué lo hace? ¿Sospecha que la sigo, como Max siguió a Franz?
“Lo primero es el cuerpo. El cuerpo a cada segundo me recuerda que estoy viva. Luego la mente. Si la mente está en paz, puedo ver. ¿Y qué veo? Personas de toda condición. El semblante dice muy poco. Están los amargados que cargan bolsas del supermercado, acaban de endeudarse para comer; los soberbios de ropa fina. El de rostro de gallo colorado entra de carreritas al banco; la belleza ostenta sus curvas y el complejo las mete dentro del abrigo. Gordas y gordos llevan caras alegres de pena. Los niños van con los ojos abiertos mirándolo todo. Mis hermanos vagos vinieron al mundo a hablar de lo que ven; lo hacen menos cada vez y su lugar lo han ocupado ídolos de barro. Los vagos conformamos un grupo escuálido que se alimenta de verbos. El vago vela por sí mismo y ante el más mínimo dolor fabrica una tormenta en un vaso de agua. Se olvidó de Dios; pero le teme en las fogatas de verano, ante la inmensidad de las estrellas que, pensándolo bien, son bolas de fuego en el espacio. Pero quién mejor que él para hablar del santo, el héroe y el traidor… si antes a su cuerpo no le duele algo. Los apetitos del vago son los mismos de todo el mundo, pero el vago los estiliza, los embellece y les da categoría. Confiesa el vagabundo en voz baja en sus momentos de cordura: cuando fui bueno me faltó la malicia y cuando actué honestamente me alejé de la bondad. Algún día fui bueno y malo al mismo tiempo; no lo recuerdo, pues fue el día de la inocencia, en que mi razón no hacía su debut. Asume el vagabundo de esta forma las contradicciones de sus horas nocturnas”.
Advierto que se avecina un extraño final. Mas, antes de llegar a esa puerta, debo transcribir otro par de apuntes suyos, los que me parecieron menos burdos, que también los hubo, hartos. Porque es su imperfección lo que le confiere valor a su existencia, lo que me enamora de ella.
“El movimiento interno se detuvo y me clavó frente a la ventana. Por la vereda pasaba la gente con sus mil caras; era grato divisar lo de afuera y lo de adentro desde la perspectiva de una despedida por la vida. Sin aviso, tomé conciencia de un tallo largo que se elevaba desde un pequeño florero en mi mesa. El tallo se refocilaba de su altura tímida; me interrumpía la visión y eso me fue provocando inquietud, por el efecto óptico del desenfoque, que lo duplicaba. Quería ver esas mil caras nunca antes vistas, ese panorama que nada pide y todo lo da, que despierta sensaciones, vagas reflexiones, pero me salieron al paso dos tallos difusos. Contrariada, al borde de la ansiedad, presa de mí misma, pedí la cuenta y me marché”.
Esos versos los recogió en las páginas más avanzadas de la libreta cuya prolongación a través de un nuevo ejemplar imaginé dudosa. ¿Me hacía sufrir, se burlaba con deleite del investigador que le respiraba en la nuca?
Aumentaba el malestar social. Ella lo vivía así, desde su café semiperfecto.
“Aquello grandioso que rondaba en el ambiente se me aclaró de pronto y comprendí. Las masas exigieron y hubo que darles. El mundo entró en conflagración y de la sombra emergió el nuevo gigante. En mi cabeza, donde todo se revolvía, guardaba las imágenes de las noticias de hoy como si fuesen noticias del pasado, dramáticas, imágenes que a nadie ahora interesaban mucho y que sin embargo indicaban lo que habría de venir. Cuando las cosas hayan ocurrido y surja el nuevo orden no habrá oportunidad para lamentaciones. Todo habrá sido pisoteado por el tiempo, los culpables se esconderán bajo sus nuevas máscaras, pedirán castigos y de aquellas viejas ideas incendiarias no habrá quedado nada. Consciente de que lo mío es modesto, dejo mis versos atrapados en una telaraña para que sean descubiertos por el sol”.
¿Escribía a sabiendas de mi presencia? ¿O debe ser otra la interpretación de ese lamento? ¿Y qué decir de lo que sigue?
“Si una ideología apela al instinto, a la riqueza y al individuo mientras otra lo hace al corazón, a los pobres y al reparto de los bienes, la primera tiene la batalla perdida en el campo de las redes sociales, porque la gente posee una idea irreal de sí misma. ¿Quién se negaría a adherir a la compasión? ¿Quién abrazaría la causa de la crueldad? Y la verdad sigue escondida”.
Qué injusto no poder decir nada más de ella por un impedimento superior. Qué cruel, reducir el retrato de esa belleza a una pequeña fracción de su ser. Qué absurdo, no poder hablar a mis anchas de la pasión que me despierta.
“Las verdaderas mujeres desean a los verdaderos hombres. ¿Por qué no somos honestas con quienes no siguen el patrón? ¿Y qué decir de las mujeres-hombres que no reconocen la vulgaridad, la ostentación de que hacen gala al aparentar lo que no son? El hombre debe tomar la iniciativa. Es su naturaleza, está escrito en la historia; sospecho que aplicada a mi conducta diaria es propia de mi persona tal característica. Sin embargo, hasta hoy no había hecho la analogía. Si ser hombre es conquistar, emprender, tomar la iniciativa, entonces con vergüenza debería admitir que yo exhibo más tintes masculinos que femeninos. Es tan difícil asumir un papel ajeno. Se arrastra el propio como abrigo largo, como pena que deriva en amargura. Se quisiera ser de otra manera, pero jamás se renunciará a la original. Dije tantas veces de mí misma que siempre me he sentido como un barquito de papel sobre las olas, navegando de un lado a otro, aceptando los desafíos encomendados en cada ensenada, procurando cumplirlos con brillantez. Lo decía con un cierto grado de orgullo; hoy me debilita confirmar esa verdad y tal vez allí se aloje el cuesco de mis sueños”.
¿Cómo remató su libreta, qué plasmó en sus páginas postreras?
“Las sociedades socialistas son femeninas; las capitalistas, masculinas. ¿Cuándo me siento más mujer? Cuando escribo como un hombre. Allí me hago salvaje en mi mundo mío y propio, abro senderos, asumo riesgos, levanto catedrales de fantasía. Y sin embargo de qué escribo: de mi interioridad, de cómo soy. Lo reconozco a estas alturas con un dejo de humor. Cuando más mujer soy es cuando admito mi masculina pasividad”.
Fue la penúltima vez que entró a su café casi perfecto. Ya me había dado cuenta de que los detalles del local, irrelevantes al principio, se le habían tornado insoportables. Habría una última visita, antes de acceder al definitivo. Allí recogí esta suerte de migaja:
“¿Cómo despiertas? ¿Feliz? ¿Por qué no despiertas feliz? Cuando despiertas en medio de la noche luego de haber tenido un sueño confuso, menos que una pesadilla pero mucho menos que una ensoñación, en momentos en que todo está oscuro y la calle no emite un solo ruido y no se oye el canto de los pájaros y las hojas de los árboles hibernan esperando la primera brisa de la mañana para iniciar su baile, ¿en qué piensas entonces? ¿En el presente, en el pasado o en el futuro? Y luego de que te levantas, luego de meterte a la ducha, de vestirte, cuando vas por la calle, ¿por qué te olvidas de lo que sentiste al despertar? ¿Por qué te obligas a olvidar? ¿Piensas que es demasiado el peso de la imagen o atribuyes ese estado que se esfuma a una mera cena que no hizo caso de la hora y se dejó tragar con ansias evasivas?”.
¿A quién le atribuía esa carga onírica? ¿A mí? ¿Era ya capaz de adivinar con ese grado de certeza mis estados de ánimo?
El día que completa esta extraña historia jugaba aquel juego de todos conocido. Como una bruma que avanza sobre el lago, se divisa de lejos y de pronto envuelve nuestro entorno, así me fui haciendo parte de ese ambiente elegíaco al que hacía tanto tiempo, y sin admitirlo, ya pertenecía. Habría bajado unos veinte o treinta metros en una especie de listón bastante más ancho que el común de esos maderos -se me ocurre que lo más parecido a esa imagen es la de un montacargas abierto, sin barandas- y de no ser por mis ágiles piernas, que saltaron a uno de los pisos subterráneos que ofrecía el trayecto, habría continuado bajando, pues el aparato descendió hasta más allá de lo que mis oídos eran capaces de captar como señal de detención. Entonces la vi, disfrutando de su perfecto café, era un hecho indesmentible, rodeada de miles de figuras que semejaban soldaditos de plomo que iban y venían sin destino fijo por el salón, de tal forma que con la fuerza de sus fusiles y de sus antenas lo alteraban todo pero al mismo tiempo no cambiaban las cosas en nada y, lo principal, me facilitaban extraordinariamente la expedición para la cual había sido contratado, ya que al fin podía observarla con toda desfachatez, confundido entre las mil ánimas. Lucía más bella que nunca en su eterna pose de observadora de las ráfagas de seres intercomunicados que la rodeaban y hasta la traspasaban, sin alterar el goce de su café. Al igual que yo, ya no necesitaba tomar apuntes, bastaba sentir la sensación en plenitud para que todo fuera como debía ser. En el rincón de la sala, cuyo piso de tierra apisonada era un mero detalle, tal vez olvidado por el creador juraría que a propósito, ya que en todo lo demás el recinto lucía un esplendor no visto por ella ni por mí nunca antes en lugar alguno de la esfera, digo que en el rincón menos iluminado de la sala un cuarteto de cuerdas interpretaba bellas melodías románticas de Borodin; y sin embargo nos era dable oír solamente un acorde, que no por el hecho de que jamás se desplazara al siguiente significaba que molestara al oído; a la inversa, provocaba la mayor sensación de placidez que en la vida hubiésemos sentido, de eso estábamos seguros.
Me miraba fijamente a través de las imágenes que fluían como el viento, yo la miraba fijamente, el mozo vestido a la usanza británica le servía el expreso humeante con guantes blancos, ella bebía el primer sorbo y su cuerpo entero se estremecía de placer. El denso líquido dentro de la boca era un riachuelo caliente que sorteaba la valla de la lengua, inundándola de sabores, copando la cavidad con su esencia misteriosa, hasta desembocar bajo el extremo del paladar y caer hacia el abismo de la faringe y el esófago al mismo tiempo que le dejaba el recuerdo de esa sensación en la memoria, en la boca y en el alma. Era un momento infinito, inefable y eterno. Ante el fracaso de mi informe original imaginé a mi mandante, apurándome a concluir el decisivo aunque fuese a través de gestos. Había traspasado la meta, cumplía lo encomendado, me hallaba ante el café perfecto, pero no sabía cómo transmitir la buena nueva.
Mas, no era ese el tema que entonces preocupaba a mis sentidos. ¡Qué importancia podía tener aquella banalidad si ya nos habían unido para siempre! El Creador volvía a escribir en renglones torcidos. Y llegaba la hora de que la protagonista conociera a su perseguidor, la hora de las presentaciones.
En efecto, apenas me miró conscientemente, apenas se despejó el bosque de imágenes que entorpecía nuestra relación, imágenes después de todo insignificantes, comparadas con el sabor absoluto de un buen café de grano, apenas me reconoció como se reconoce uno mismo en un estanque, cuando se tiende y mira el agua desde arriba, en ese mismo instante se enamoró también de mí y yo al fin pude declararle mi amor sin tapujos. ¡Qué felicidad ardiente y suprema, imposible de contener, siempre presente!
No hubo necesidad de palabras, ni siquiera de un beso; cualquier insinuación erótica hubiese estorbado el éxtasis universal que nos envolvía en aquel segundo detenido en el tiempo.
Nos leíamos el pensamiento, fluía cristalino entre las paredes de la habitación:
Tengo tanto que dar y no he dado, y todo me lo llevaré a la tumba.