Visitas de la última semana a la página

viernes, octubre 28, 2005

Lengüitas de erizo

En el Mercado Central había un local que vendía pescado fresco, pero muy caro. Había lenguado a seis mil pesos el kilo y albacora a 4800 pesos el kilo, la docena de lenguas de erizo costaba tres mil pesos. Al lado una señora vendía jengibre a 500 pesos. Yo tenía ganas de comerme unas lengüitas de erizo con limón e ideé la forma de hacerlo. Consistió en pasar frente al local, pedir un plato de lenguas de erizo con limón y echármelas a la boca. El día estaba claro, pero frío. Cuando ordené la cuenta la vendedora me dijo tres mil pesos. Yo miré disimuladamente a la señora que vendía jengibre y le cerré el ojo. Ella no entendió. Se lo volví a cerrar. Pareció entender algo porque se asustó, traspasó una cortina vieja y desapareció. Detrás del mesón de la pescadería la otra vendedora seguía con la mano estirada, molesta. En ese sector del Mercado quedaba poca gente ya que el grueso del público disfrutaba metros más allá de los platos que ofrecía Donde Augusto. El oscuro pasillo de las pescaderías estaba libre y conducía a la calle.
Saqué tres billetes de mil pesos y se los di. Caminé al otro local, traspasé la cortina y partí a cachas a la vendedora de jengibre. Los gritos se escucharon hasta en la estación Mapocho y salí limpiándome los dientes.

viernes, octubre 21, 2005

La sombra en la baldosa

Me lavaba los dientes cuando de reojo vi pasar una sombra en la baldosa. Giré la cabeza y la sombra había desaparecido. Era algo contra lo que no se podía luchar, pero no alcanzó a horrorizarme. Estuve durante una semana mirando los rincones cada vez que entraba al baño. Finalmente olvidé el asunto.

miércoles, octubre 19, 2005

Grandes rabietas

Mi primera rabieta fue a los dos años y medio. Cuando descubrí el engaño me acosté en el piso de tabla del living en posición fetal y largué el pataleo y el llanto. La casa se estremeció y la tía, que ya cerraba la puerta dejándome solo, tuvo que devolverse. Me decía mentiras y el pataleo cesaba; cuando se iba se nuevo, el pataleo volvía. Mi segunda rabieta fue a los tres años y un mes. Largué un llanto más calculado, menos efectivo. Cuando reparé en que todo seguía girando en la casa me guardé el llanto y lo deposité en alguna zona del cuerpo, como se guarda la energía en una pila atómica. Esa rabieta ocurrió frente a la ventana que daba al naranjo que oscurecía mi dormitorio. En un ángulo superior de la habitación siempre había una araña de patas largas gobernando el teatro de operaciones.
Yo no sería nada sin mis rabietas. Los peores crímenes los cometí luego de grandes rabietas, no en medio. El ajusticiamiento del Raúl, un sabandija que vestía sotana y se hacía pasar por hermanito de La Salle, fue después de una gran rabieta, ocurrida doce años antes. Le rajé la sotana de arriba abajo y lo dejé en pelotas, con los cocos colgando y asomándose de los calzoncillos con los elásticos vencidos. A su esbirro, el maestro Fernández, lo obligué a chuparle la raja antes de ensartarle un plumero en el poto. ¡Esa sí que fue rabieta!
Hubo una rabieta romántica: nevé copiosamente una tarde de otoño frente a los acantilados de Escocia, fenómeno que encabritó a dos corceles salvajes que quisieron arrojarse a las olas desde la orilla. Tuve en ese tiempo la capacidad prodigiosa de domesticar y confundir a la naturaleza, la había heredado del poeta chino Gan Bao, quien a su vez la aprendió de los magos Xudang y Zhaobing. Pero era un talento extrasensorial que precisaba ejercicio constante y en ese momento mi obsesión eran las prédicas a través de parábolas. Cuando quise retomar el poder ya había pasado la vieja.

lunes, octubre 17, 2005

El mundo se lo debe todo a la mentira


Por desoladas tierras altiplánicas a la hora de la muerte de la tarde, cuando el calor se volvía frío y el frío hielo, así trotaba siempre, como caballo remolón, estuviese en Chungará o en Calama o en Visviri o en Tambo Quemado. El norte es engañoso. Uno se confía y el norte le da la espalda, lo deja a uno moqueando, tiritando, juntando mano con mano, indefenso ante la noche. La noche del norte no ofrece nada. Compañía, nada. Sólo millones de estrellas, pero yo nunca viví de estrellas, yo necesitaba vencer, yo necesitaba ver al mundo prosternado ante el fulgor de mis ojos, necesitaba ganarle a esa cuidada indiferencia a contraluz que provoca el hecho de saberse ignorado, de saberse menospreciado por los ojos grises y acuosos de los imbéciles que me rodean.
A nadie nunca le importó lo que yo dijera, fuesen palabras absurdas o sabias. Yo una vez dije que el mundo le debe todo su progreso a la mentira pues se sustenta en ella, dije que la verdad es sinónimo de muerte, descanso eterno, hasta que se descubre que la verdad es mentira y el mundo entonces da un paso adelante; de allí que no hay que tenerle miedo a la mentira y sí hay que desconfiar de la verdad, pero dije eso y a nadie le importó. Dije también que si las aves tiran caca a la tierra al volar eso era bueno para las aves, puesto que a nadie se le ocurriría que esperaran el momento de pasar al ñoba, como hacemos tantas veces nosotros. Dije eso y ni siquiera se rieron.
Ahora voy a repasar un capítulo desconocido de mis Memorias, aquél en que fui golpeado. Era una noche de invierno y yo esperaba micro en la Alameda, cerca de la Estación Central, para ir a Macul. Tiempos duros. Dos hombrones venían a lo lejos y le dijeron una vulgaridad a una damisela que pasó por su lado. Entonces me vieron y los vi. La mujer les respondió con otra vulgaridad y siguió su camino. Yo era muy joven para darme cuenta de que estaba en peligro. No se puede confiar en dos hombres que andan juntos cuando han sido puestos en estado de vergüenza pública. No me preparé para el golpe en el hocico que me dio uno de ellos al pasar frente a mí, con el bolso de pan que llevaba en la mano.
Han pasado muchos años de esto y no se me quita la sed de venganza. Si los tuviera ante mí los mataría sin piedad. Pero antes les haría un recordatorio por el puro placer de escuchar sus excusas; me encanta oír a los culpables cuando se declaran inocentes por la TV. Es lindo.
Si todas las verdades que conocemos son mentiras y lo que deseamos es el descanso eterno, hallar por fin la verdad, entonces la muerte no nos basta. La muerte no sería más que otra de tantas verdades que vienen desde lejos...
(Ilustración: Sergio Mardones)

viernes, octubre 14, 2005

Mi padre siempre quiso ser linyera

Los obreros arrastraban un vagón de ferrocarril hacia la maestranza; algo le había pasado a la locomotora que no podía hacer el trabajo y el capataz estaba presionado por una orden llegada desde arriba muy temprano: había que tener la estación de Rancagua despejada y radiante al mediodía, hora de arribo del Presidente de la República. En esos tiempos el Presidente era Jorge Alessandri Rodríguez y en dicha ocasión inauguraba el primer tramo electrificado de la vía sur. El traslado era lento porque el vagón pesaba 34 toneladas. No era posible hacerlo andar a más de tres kilómetros por hora, menos de lo que camina un hombre. Sergio Gaete, el capataz, sudaba de terror. Faltaban 20 minutos para las 12 y el vagón no conseguía aún tomar el desvío hacia la maestranza.
-¡Pero a qué pedazo de imbécil se le quedó durmiendo el vagón en la línea 1! -gritaba.
El jefe de estación era Vicente Vergara y yo vendía sustancias en un canasto de mimbre. Veía que Vergara se paseaba nervioso y se comunicaba con las estaciones. "¿Pasó Linderos ya?... ¿sí o no?... ¿sí?... ¿ahora sí?... ¡vaya, qué cerca está!", luego salía de la oficina y comentaba, para darse aires, ya pasó Linderos. La gente, que abarrotaba el recinto, suspiraba en alta voz y el director de orquesta volvía a formar al Orfeón de Carabineros, prestado para la ocasión.
Lo que no sabía Vergara era que el vagón ni pensaba hacerse humo; cuando lo supo se volvió loco y empezó a darle diariazos en la cabeza al capataz.
-¡Toma, toma! -le decía.
De pronto se acercó a mí, angustiado, y me clamó al oído: "¿Podría hacer algo, dr.?" Yo sentí un cosquilleo y un escalofrío por la potente agudeza de su voz y me quedó sonando un pitito. Le respondí en mi idioma de esos días: el silencio. Le dejé encargado el canasto de sustancias a la señora Eulalia Ramírez, que vendía chilenitos, y partí caminando hacia el vagón, pisando durmiente por medio. Me fui pensando que los durmientes no están hechos para las pisadas humanas, el pensamiento me brotó de la intranquilidad grande que nació en mi espíritu al momento de pisar los durmientes. Si es durmiente por durmiente el paso se achica y es insufrible; si es durmiente por medio, se alarga. Si es durmiente con ripio, se rompe el ritmo. La sensación general es algo espantoso y no creo que haya otro motivo que ése para las serias patologías mentales que uno detecta en los linyeras.
Cuando llegué al vagón sólo exclamé háganse a un lado chuchas de su madre. Los obreros se arremolinaron en torno a la figura del capataz y yo empujé solo el vagón, lo hice avanzar a una velocidad prodigiosa hasta desaparecer junto a él bajo el techo sombrío de la maestranza.
Mi padre siempre quiso ser linyera, pero vivió y murió prácticamente entre cuatro paredes.

martes, octubre 04, 2005

El sepulturero

Los asuntos no son tan aleatorios como quisiéramos que fuesen. Aquel día yo deseaba ir a ese lugar y él no podía hacer otra cosa que estar ahí. De modo que no fue casual que me topara con Mario Ramírez. Hablo de una experiencia ocurrida hace bastantes años, unos 15 tal vez. Yo entré a tropezones, había bebido demasiada cerveza y el cabrito al horno no bastó para hacer el equilibrio. Me molestaban los zapatos puntudos como nunca; además la garúa se tornaba insoportable. Mario Ramírez trabajaba en un foso. Le pregunté cómo se llamaba.
-Me llamo Mario Ramírez -me dijo, alzando la vista.
-Qué haces.
-Un encargo de la familia Peralta.
Me habían contado durante mi gira austral que la familia Peralta era una de las más ricas de Punta Arenas. Eso no concordaba con el trabajo que hacía Mario Ramírez. Una cosa de poca monta, no había que estar bueno y sano para advertirlo de inmediato.
-Pero es un simple hoyo en la tierra. ¿Quieres una cerveza?
Mario Ramírez miró su reloj, se asomó a la superficie, oteó bien el horizonte, como si lo vigilaran, y subió. Caminamos entre el desfiladero de pinos y nos fuimos al bar del frente, donde me contó su vida.
Me dijo que de niño había trabajado en el cementerio y que el oficio de sepulturero tenía sus bemoles y no lo desempeñaba cualquiera. "De entrada hay que tener cuero de chancho, dr. Vicious, porque a veces hay que echarle tierra a un niñito y las mamás no quieren dejarlo solo, y a veces se agarran hasta con las uñas al cajoncito blanco. Entonces yo tengo que tener paciencia y esperarlas un rato. Después me las arreglo para recibir una o dos luquitas mientras le doy a la pala". Otra cosa que me dijo fue que le gustaban las canciones de Ramón Aguilera y que había sufrido suficiente cuando se enteró de su muerte, tanto que lamentó no haber estado en comisión de servicio en el cementerio de El Monte para organizarle una sepultura de honor.
-Cómo es eso de la sepultura de honor.
-El mango de la pala se forra con género negro.
Como a la cuarta cerveza le reiteré que me había llamado la atención el hoyo que hacía. Entonces se acercó a mí y me contó un secreto, eso dijo, un secreto.
-Supiera usted dr. Vicious lo que estoy haciendo... estoy haciendo un laberinto, pero eso no lo puede saber nadie. Me pidieron que hiciera un laberinto subterráneo para casos de emergencia. El túnel empieza en la cripta de la familia Peralta y tiene que dar al patio de la mansión del señor Peralta. ¿Supo usted la tragedia del señor Peralta?
Le dije que algo había escuchado sobre el reciente suicidio de su bella hija. Asintió, echándose el vaso a la boca.
-Yo no sé por qué estoy haciendo esto, yo no debería contarle a usted, dr. Vicious.
Mario Ramírez se echó a llorar como un niño herido y tímido sobre la mesa, incluso casi derriba los vasos y las botellas; lloraba suavemente, sin consuelo, aterrado por la culpa de la complicidad. Intuia cuál era realmente su trabajo y su alma se agusanaba mientras el alcohol de la cerveza le aclaraba las ideas. El pecado resplandecía en la superficie de una mesa cubierta de botellas y vasos babosos de espuma. Yo me levanté despacito y le susurré al cantinero antes de volver a la calle:
-Él invitó.