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miércoles, noviembre 29, 2006

Tres variaciones sobre "El monje negro"

Variación I 
Una risa incontenible 
Somos la repetición de otras vidas, de otras fantasías. No es que no haya nada nuevo bajo el sol, sino que además no hay nada nuevo en las sombras ni en la corriente sanguínea. Leía el cuento "El monje negro", de Chejov, e inevitablemente mi imaginación lo comparó con el caso de Danilo Hevia, el muchacho de La Pintana que salió hace unos días en el diario. El monje negro de Danilo se llamaba Brayan, según reveló a la policía el botillero Claudio o Carlos Bernal, no recuerdo bien el nombre, pero sí el apodo: El profeta. Esa noche Danilo entró a la botillería y pidió dos Becker. El profeta declaró que en el local el adolescente comenzó a hablar con alguien invisible. Ambos, el de carne y hueso y el fantasma, dialogaron acerca de la felicidad hasta que se hizo de noche y el local cerró. En "El monje negro" el joven y prometedor abogado ve surgir de las aguas a un monje vestido de negro que lo llena de una felicidad irracional al irle revelando uno a uno consejos que parecen salidos tanto de un gran libro sagrado como de lo más profundo de la mente del abogado. La trascendencia hecha palabra y generada por el propio yo, pero venida de labios de un tercero, es una sensación que desquicia y que no pocos teóricos de la estética asocian con el papel que cumple el artista en la sociedad. Eso es la ficción, el cuento del ruso. En la realidad Danilo ha resultado presa de una risa incontenible, producto, se ha sabido en la nota policial, de su afición al neoprén. Tengo mis reservas. Sospecho que la risa incontenible de Danilo nace de descubrir, merced a los efectos del neoprén, los orígenes de la felicidad. La felicidad, según mi teoría, radica en una chispa de hierro incandescente que proporciona una energía desmesurada al organismo. La chispa va acompañada de una sensación de bienestar, bondad y unión con las personas y el universo entero, más allá incluso del espacio y de los tiempos. Pero la ficción supera a la realidad. Mientras la nota del periódico no genera sino una leve reflexión a la hora del desayuno, leer "El monje negro" provoca un profundo desbarajuste emocional y uno queda varios días con el personaje atrapado en la cabeza, como si un ser diminuto se enredara en los cabellos, bajara por un filamento y se pusiera a recorrer el laberinto de los sesos. En cualquier momento y desde cualquier rincón se le podría aparecer a uno su propio monje negro y el resultado de ese pensamiento es la pesadumbre. Los negocios suelen marchar a medias y la vida familiar decae. El gran problema del monje negro es que los consejos que da son buenos, pero impracticables, de allí el caos mental que alimentan sus visitas. A Danilo su chispa incandescente llegó para ayudarlo "a romper las grandes cadenas". La chispa Brayan le decía que él era diferente, "no como los demás", que lo quería "más que a un hermano" y que lo iba a salvar, "porque ni Cristo te va a salvar", le decía, según contaba él mismo a sus amigos. Decía también que el Brayan se le parecía físicamente y que cuando escuchaba sus inflamados discursos llenos de buenos deseos se ahogaba de felicidad. Pero eran palabras vacías: cuando Danilo sufría ataques de pánico causados por la droga su propio monje negro nunca estaba; se escondía. Y por eso con los días le vino un rencor hacia él. Los tres angustiados que fueron interrogados declararon a la policía que Danilo partió esa noche junto con ellos al cerro San Cristóbal a sentir nuevas sensaciones. "Hablaba solo y cuando saltó una reja y se metió a unos matorrales se puso a pegarle combos a un árbol y después a la tierra". La mañana siguiente fue encontrado muerto, despedazado, no se sabe si por hombres o animales, con una mueca en los labios. Los angustiados continúan detenidos. La causa criminal está en pleno desarrollo.

lunes, noviembre 27, 2006

El especialista

La segunda vez que estuvo en peligro su vida, Douglas Marambio P. no sufrió daño físico alguno, pero quedó con secuelas. Ingiere medicamentos antipánico y consulta al siquiatra cada vez que su presupuesto se lo permite; esto es, unas tres o cuatro ocasiones en el año. La historia de la que fue testigo y personaje secundario es bien conocida en el pueblo de Doñihue, del cual emigró al día siguiente de ocurrido el episodio. Diríase que hasta el día de hoy y por esa sola razón, Marambio P. se empeña en ocultar su paradero, a pesar de que si alguien quisiera saberlo le bastaría investigar en el Google: ningún ser pensante podría no estar en ese buscador. Aún así, ha hecho todo lo posible por ocultarse de los ojos del mundo: borró su nombre de la guía telefónica y se retiró el colegio donde impartía el ramo de Artes Plásticas para concentrarse en dictar lecciones particulares.
A mí la historia me la contó mi doctor, a quien veo ocasionalmente desde hace unos 20 años. Mi doctor es siquiatra, el mismo que atiende a Douglas Marambio P. A veces, al finalizar la hora, nos quedamos conversando y el doctor me habla de los traumas que aquejan a sus pacientes e incluso de los problemas que le pesan a su propio espíritu, siendo el más recurrente, en el caso suyo, la desilusión que ha experimentado por su especialidad a medida que pasa el tiempo. Últimamente me comenta que se ha tornado cada vez más escéptico en lo referente a la cura de los males mentales tanto a través de la terapia sicoanalítica como de la que pregona el triunfo de la química. Hoy por hoy la siquiatría es para él un laberinto en cuyo centro hay una mina de oro; sin embargo, sabe que para encontrar la salida debería necesariamente marchar en dirección contraria al centro, y ésa es su paradoja.
Recuerdo como si fuera hoy el día en que conocí las circunstancias que marcaron para siempre la vida de Douglas Marambio P. La pieza estaba en penumbras y la secretaria ya se había marchado. En la consulta sólo quedábamos el doctor y yo. Me ofreció un cigarrillo -yo en esos tiempos fumaba- y se explayó. Se notaba nervioso, me daba la sensación de que actuaba como si deseara desprenderse de algo sumamente inquietante. "¿Viste al paciente que salió antes de ti?", me preguntó. Le dije que no me había fijado, que hojeaba una revista cuando se marchó. Pero no era verdad: lo había visto y recordaba nítidamente sus ojos vivaces y asustados, que miraban en todas direcciones, sus ojos de terror que investigaban por debajo de la piel de las cosas, buscando algo inmaterial que pudiese estar escondido del entendimiento humano.
"Me ha relatado un caso extraordinario y la verdad es que no sé qué hacer con esa información. No creo que jamás acudamos a la policía, ni él ni yo. Te la daré a ti porque, te digo la verdad, querido muchacho, necesito sacarme esto de encima". Sus palabras me sobresaltaron y estuve a punto de dejar la conversación hasta allí y marcharme de la consulta, pero mi curiosidad pudo más.
Douglas Marambio P. le había confesado que el 14 de noviembre de 1964; o sea, doce años antes de acudir a la sesión, había sido testigo de un crimen en el que había participado mucha gente.
"Él esperaba que lo atendieran para cobrar un cheque en el Banco del Estado cuando notó que Don Remigio Vega, dueño de Abarrotes Vega, recibía mucho dinero en el mesón; fajos y fajos de billetes, una cantidad extraordinaria, fuera de lo común para el pueblo. El comerciante, de unos 68 años, vestía camisa de manga corta a cuadros y lucía brazos velludos. Douglas Marambio P. pensó al verlo que Don Remigio representaba menos edad y que le gustaría llegar así a los 68 años: con buena salud y harto dinero. El hombre contó los fajos, no los billetes, y los echó a un maletín de cuerina que apenas pudo contenerlos", relató el doctor, quien fumaba para aplacar los nervios. El sudor de su frente brillaba en la penumbra.
El doctor me dijo entonces que interrumpió a Marambio P. para preguntarle por qué el comerciante no había tomado precauciones, como cobrar en una salita privada. Marambio P. le hizo ver que los bancos de pueblos de provincia no disponían de esos habitáculos y además le recordó que en esos tiempos ni siquiera existía el método de ordenar a los clientes en una fila. Encima era día de pago al magisterio y el caos de la oficina era espantoso.
"Apenas Don Remigio se echó el dinero al maletín, Marambio P. advirtió que el comerciante era vigilado al menos por cinco individuos, ninguno de los cuales había sido visto nunca en el pueblo. Don Remigio debió de advertir lo mismo, porque los miró repetidamente antes de abandonar el local", continuó el doctor, pero en este punto de la historia se vio obligado a ir por una botella de whisky que escondía en su escritorio. "Podría argumentar que es buena hora para el aperitivo -me dijo- pero la verdad es que de otra manera no podría contarte lo que sigue". Acto seguido me ofreció hielo -rehusé- y sirvió dos vasos, el suyo con tres o cuatro cubos. Le sugerí que una marca de esa categoría se disfrutaba mejor sin hielo, pero él no me escuchó. Se echó un trago abundante a la boca. Estaba ansioso por continuar.
Lo que sigue de la historia es tan bestial que, tal como Marambio P. y luego mi siquiatra lo han hecho a su manera, yo he necesitado escribirla para sacarme ese peso de encima. Mis lectores heredarán mis fantasmas.
Don Remigio intentó salir fugazmente por la puerta principal, pero se devolvió al comprobar que sería acorralado. Ya la gente se daba cuenta de que su bolsa estaba en riesgo, pero la sola idea de un asalto a mano armada cohibía a los testigos, Douglas Marambio P. entre ellos. El comerciante cometió entonces un error garrafal: en vez de dejar su tesoro nuevamente en manos del banco prefirió escabullirse por una puerta lateral, que daba a un patiecito de piso de tierra, con dos naranjos que le hacían sombra y un alto muro de adobe como taco. Allí cavó su propia tumba. Los cinco bandidos lo rodearon y sin decirle nada se dispusieron a robarle el maletín. La gente había salido al patio y contemplaba la escena sin acertar a nada. En el lugar no volaba una mosca. A punto de perderlo todo, a Don Remigio le afloró una audacia temeraria y sacó a relucir un cortaplumas. "A mí no me llevan solo, gritó, a mí no me llevan solo". Los malhechores se apartaron como se reorganizan las hienas, para volver a atacar.
Mientras, Don Remigio estudiaba a cada uno de los testigos para decidir a quién elegía para tomarlo como escudo humano.
"Aquí fue donde Douglas Marambio P. se quebró en la consulta -mencionó el doctor- pues me confesó, temblando, que en el patio bajó la vista y cuando la volvió a subir sintió la mirada de Don Remigio clavada en sus ojos".
-¿Y qué sucedió entonces? -le pregunté, ya contagiado por los nervios.
Los dos vasos estaban vacíos. Volvió a llenarlos.
-Don Remigio se le fue encima a Marambio P., pero cuatro de los cinco malhechores lo redujeron antes de que pudiese siquiera maniobrar el cortaplumas. Lo pusieron boca abajo y llamaron a un tal Juanito. Marambio P. nunca olvidó ese nombre, Juanito, un hombre que al parecer había sido contratado especialmente para faenar al comerciante, ya que el plan original de los asaltantes siempre fue robarle el dinero y matarlo. Con la destreza de un especialista, Juanito le practicó de entrada dos cortes certeros en el tungo con un cuchillo despuntador y luego, cuando Don Remigio todavía pataleaba con frenesí, le rajó la camisa y le abrió la espalda desde la nuca hasta la zona de los omóplatos, con un cuchillo carnicero. Los testigos miraban con la complicidad que otorga el espanto, sin reaccionar. Los cuatro asesinos mantenían a su víctima firme contra el suelo, pero el que realmente hacía el trabajo era el especialista, un trabajo frío, impecable, callado y placentero, pero sin la menor demostración de goce o mejor dicho, sintiendo el goce que experimenta el artífice anónimo por su obra. De pronto, cuando el cuchillo seguía bajando en dirección a la región de la cintura, todos oyeron un suspiro. Don Remigio cantó "ay" y se le fue la vida. Fue un quejido tan humano, tan débil pero tan claro, breve y definitivo, que todos los presentes se estremecieron, menos el especialista, quien sólo atinó a interpretar dicha señal como el término natural de su labor. Los bandidos desaparecieron y los testigos comenzaron a acercarse al cadáver, para verlo mejor.

domingo, noviembre 12, 2006

El mendigo en el ocaso

El mendigo se pasea de un lado a otro. Amenaza al mundo con su brazo derecho, su puño cerrado y un gesto de rabia, que acompaña de una frase ininteligible. Tiene frío, anda sin zapatos. No es viejo, pero lo parece. El rostro aceitoso propio de los mendigos locos lo avejenta. Bañado y afeitado sería un hombre de tantos, más que eso, un hombre sobre la media. Sus rasgos originales equivalen a los de un ser apuesto: nariz recta, ojos fuertes, pelo ondulado, hombros anchos, piernas largas. La traición está en algún lugar de su mente; la derrota de la medicina y de la sociedad se alojan en ese sector escondido de su cerebro.
Hay un loco llamado Orestes que de mendigo mutó a empresario. Retomó sus estudios universitarios, que había dejado interrumpidos cuando lo aquejó un brote sicótico, y los terminó con éxito. Se recibió de ingeniero civil y a los pocos meses se hizo dueño de una empresa exportadora de sustancias químicas. Firmó un contrato y comenzó a enviar las sustancias a China. Al año se vio obligado a aprender chino. Tres años después contrajo nupcias con una ciudadana de Beijing, Yin Lao-tsu. La chinita le dio tres hijos: Orestes Jr., Confucio y Homero. La empresa se terminó instalando en la China y quince años después Orestes recibió la ciudadanía del país de Mao, por gracia. Fue infiel tres veces, con Pi, Mi y Li, tres hermanas que residían en Hong Kong. Al momento de su retiro fue entrevistado en un programa de variedades de la Televisión China. Ante la pregunta "¿Cuál fue el momento clave de su vida?" respondió: "Cuando me vine a China". Camino a casa se sintió culpable ante sí mismo por haber faltado a la verdad, pues pensó con toda honradez que el momento clave de verdad fue haberse casado con Yin Lao-tsu. Ni se le ocurrió pensar en el cambio de mendigo a empresario. Lo invadió en ese instante una rabia inmensa y decidió amenazar al mundo con el brazo derecho en alto y el puño cerrado.
Con ese gesto -sintomatología típica del mal llamado ocaso- lo sorprendo en la calle. Me acerco a él, lo miro a los ojos y le regalo una moneda de 500 pesos. Al parecer lo he logrado sacar de sus delirios, pues su furia acaba como por encanto -el encanto del dinero, el encanto del cariño-. Me da las gracias y una leve, escondida sonrisa le surge desde el interior, acompañada de una reverencia oriental.