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lunes, abril 30, 2007

Cosquillas

Cuando me vienen esas intensas cosquillas desde la zona rara ubicada entre los testículos y el ano pienso en una vulva peluda. Me gustaría juguetear sobre el monte, apartar el pasto rizado con los dedos y blandir la lengua en la carnecita aquella que se erecta; gustar su sabor, chupar, mordisquearla hasta sentir esos temblores ajenos que tanto bien le hacen a uno. Enseguida pienso que me gustaría sobremanera penetrarla, pero no como hace la gente, sino como los animales: con furia y urgencia, con ganas de derramar la leche cuanto antes.
Las fantasías generan frustración y congelan el tiempo. La escena se repite, la lengua vibra como ala de abejorro, el sexo femenino se cubre de miel (sobreviene un nuevo espasmo) los dientes estiran como chicle el pequeño pene femenino, moribundo de deseo, mientras la mente, mi mente, lucha vanamente por quedarse allí: un ruido cualquiera desvía los ojos hacia el objeto que lo produjo y la vulva desaparece, palpitando. Pienso entonces en aquel juicio de Truman Capote acerca de su obra ("había demasiadas partes en las que no había escrito todo lo bien que podía hacerlo, en las que no me había entregado por completo") y pienso inmediatamente después qué diría Truman Capote de mi propia obra; más bien, cómo se burlaría de mi obra ante sus amigos, con esa genial mordacidad de maraco asumido. "Este chilenito describe una calentura, ¿qué es esa cosa nueva de la que habla?", pienso en Truman, en el genio sobredimensionado de Truman y vago por el parque, pienso en mi triste destino de poeta de segunda, de poeta que nunca podría enunciar algo coherente en la página cultural y ya oriento mi cómoda barca autoflagelante hacia la laguna del pesar cuando desde la nada emerge la vulva rosada y peluda, se me echa encima, me suplica, se urge y me devora...

El marciano que salía de la estación

Ulises Pereira iba a reportear el Rodeo de Carabineros, turno de sábado, nota dos abajo, modorra en el radiotaxi, cuando vio a un marciano saliendo de la Estación Mapocho. Lo llevaban de la mano dos señoras con una niñita y los cuatro eran seguidos por una multitud de curiosos.
¿Será arriesgado cambiar de tema sin autorización del jefe?, pensó durante un segundo y decidió que de todas maneras había que tomar la iniciativa, pues lo contrario equivalía a traicionar la profesión. De modo que le ordenó al conductor que estacionara y bajó del auto con su libreta de apuntes y su grabadora. El marciano enfilaba por calle Puente en dirección al Paseo Ahumada. Corrió y detuvo a las dos señoras.
-Las Últimas Noticias -les dijo, más bien las conminó ("es insólito que el solo hecho de pertenecer a un medio de comunicación equivalga a un derecho a meterse en la vida privada de cualquiera", pensó durante una fracción de segundo).
-Ah... ¿qué?, ¿del diario? -preguntó la señora más joven. Pereira asintió con la cabeza y continuó el interrogatorio.
-Abuela, madre e hija, supongo.
-Sí -confirmó la mujer.
-Más el marciano.
Las tres rieron, no así el marciano, que tenía la mirada fija en las ventanas de los edificios.
-Lo encontramos hace dos días -dijo la mujer.
-¿Dónde estaba?
(La multitud se agolpaba detrás de las mujeres. Algunos niños querían tocar al marciano, pero sus mamás se lo prohibían).
-En la plaza de la villa Los Arcos, en el paradero 23 de Vicuña Mackenna.
-Ah, ¿son de la villa Los Arcos?
-Sí. Nos cambiamos hace poco.
-¿Cómo está el sector?
-Bien bueno, tranquilo.
-¿Y qué estaba haciendo el marciano?
-Estaba en el pasto. Tenía hambre. Parece que lo dejaron abandonado. Quién sabe.
-¿De qué se alimenta el marciano?
-¡Lo que más le gusta es el maní salado! -intervino la niña, que lo acariciaba sin miedo, sintiéndose dueña del ser.
-¿Se le podrá entrevistar?
-No dice nada, mira no más -respondió la mamá.
-¡Y come harto! -agregó la niña- ¡Come más que un perro!
-¡Shhh! ¡Isabel! ¡Eso no se dice!
-Pero... por ejemplo... (no se le ocurría la pregunta)... ¿le gusta dormir al marciano?
-Duerme en el sofá -dijo la mamá-. El primer día no nos atrevíamos a entrarlo y lo dejamos amarrado en el patio. Pero ayer lo entramos y lo acostamos en el sofá.
-Le pusimos una mantita -dijo la niña.
-¿Cómo se llama?
-Piti Piti.
-¿Dispara rayos?
-Le hicimos un tiro al blanco y le hicimos que hiciera con la mano, pero no hizo nada.
-¿Y tú, cómo te llamas?
-Isabel Valenzuela, pero me dicen Chabi.
-¿Y usted, señora?
-Mabel Pastene.
-¿Y cómo le dicen?
-¿Eh?... Mabel.
-¿Y la abuelita?
-María Díaz. Me dicen Mari, ja ja.
-Tres apellidos diferentes para la madre, la hija y la nieta.
-Así es.
-¿Qué van a hacer con el marciano?
-Supongo que vamos a tener que llevarlo a un ministerio, para que lo estudien.
-¡No, mamá! ¡Me dijiste que se podía quedar!
-No, hija. Es importante. Yo creo que hay que donarlo a la ciencia.
-Pero lo podrían vender, porque ustedes se lo encontraron. Le podrían sacar un buen precio.
-Ah, sí, también puede ser... pero ¿no será un delito?
-No sé... no creo.
-Estamos encariñadas con él. Yo no lo vendería -argumentó por primera vez la abuela.
-¿Qué siente hacia él, señora?
-Siento mucho cariño. Me da pena... pobrecito. A lo mejor está perdido.
-Se emocionó.
-Es que...
-Mi abuelita no quería traerlo al centro.
-¿No ve que...?
-No llore, señora. No es para tanto.
-Es que a lo mejor...
-Ya, mamá. Quédese tranquilita.
-Se emocionó.
-Mami, ¿vamos al Metro para que Piti Piti lo conozca?
-Bueno, hija. Si nos disculpa...
-Cómo no. Buena suerte. ¡Chao, Chabi!
-Hasta luego.
Así fue como tras cubrir el rodeo Ulises Pereira llegó con dos temas al diario, uno de ellos exclusivo. Evidentemente la noticia del marciano se anunció en la primera página y causó bastante revuelo, durante varios días, pero ha de analizarse enseguida con más detalle este hecho.
Pasó que los canales de televisión aprovecharon la nota del periódico y la hicieron suya. El primer día emitieron despachos en directo desde la casa de la villa Los Arcos y por la noche la imagen del marciano encabezó los principales noticieros. Varias periodistas intentaron hacerlo hablar pero el marciano no abrió la boca. Se le invitó a dos programas estelares, uno de ellos conducido por Pedro Carcuro y el otro por Luis Jara, y en ambos fue muy aplaudido. Científicos determinaron que efectivamente se trataba de un marciano, por lo que una de las grandes dudas de la humanidad quedó despejada en un segundo: hay vida inteligente más allá de la tierra.
Luego sobrevino una polémica centrada en la propiedad del marciano, que acabó el día en que el Instituto de Chile, merced a una orden judicial, lo retiró del hogar de la villa Los Arcos para donarlo a los Estados Unidos. María, Mabel e Isabel se quedaron sin mascota pero a cambio fueron premiadas con un viaje a Estados Unidos, que incluyó cinco días en Orlando con entradas a Disneyworld, Estudios Universal y Estudios MGM.
De esta noticia han pasado dos meses y la conclusión que ha sacado Pereira es desalentadora: el marciano sale cada vez menos en los diarios pero a nadie le importa un comino, bledo o rábano. Tuvo sus quince minutos de fama y ya pasaron. Ahora las cosas que interesan son otras. Hace unos días la comprobación de esa realidad obsesionó a tal punto al periodista que apenas se metía a un bar buscaba parroquianos solos para actualizar el tema e increparlos por su falta de interés. Algunos le concedían la razón hasta que uno lo frenó en seco.
-Hay vida en Marte. ¿Y qué?
Ulises Pereira se dejó pensando.
Discurrió que como todo organismo, las noticias comprenden cuatro fases: nacimiento, desarrollo, madurez y muerte. También pensó que el hombre y el mundo se van nutriendo día a día de novedades. Pero esos argumentos no lo confortaban, porque eran aplicables a fenómenos ordinarios, no extraordinarios. Ahora que está sentado en su escritorio piensa que las verdaderas preguntas estarían siendo: ¿Por qué es importante que se haya descubierto vida más allá de la tierra y por qué es dramático que ya a nadie le importe? Incluso, si simplificara le daría: ¿es importante que haya vida? O aun: ¿hay vida? Le desespera la respuesta que no surge. Sabe que alguien escribió ‘‘pienso, luego existo’’, pero a él no le parece suficiente. ¡Hay un ser de otro planeta y ahora los únicos interesados en él son un par de científicos que le están estudiando el ADN! Es lo mismo que le sucede cuando entra a la librería y ve que todos pasan frente a las obras completas de Lord Byron como si nada. Entonces se pregunta: ¿Qué es el hombre? ¿Un gusano de hábitos refinados o un fenómeno sociológico?
"Y pensar que me estoy tomando este caldo de cabeza por un marciano tal por cual", sentencia ante la pantalla del computador, con una sonrisa áspera en los labios.

sábado, abril 21, 2007

Orden del día

Orden del día:
Los empleados trabajarán seriamente
Sin horario
El sindicato ha pasado de moda
Marx ha pasado de moda
Mao ha pasado de moda
Pinochet ha pasado de moda
Hoy los que están de moda son Bernardo O'Higgins y Arturo Prat
Les recordamos una vez más que el perfeccionismo es la norma
El silencio es nuestro norte
No es que estén siendo obligados a callar, pero el silencio es recomendable
Pues tiene grandes ventajas para la productividad
La gente se concentra mejor
Nada de hueveo
El hueveo es improductivo
El hueveo es lúdico
El hueveo es sinónimo de empresa rasca
El único hueveo es nuestro producto
Porque está demostrado científicamente
Que a la gente le gusta el hueveo
Pues entonces démosle a la gente lo que pide
Pero hagámoslo con la seriedad de país desarrollado anglosajón
Más instrucciones:
Si se es ignorante, ocultarlo
La corbata, obsoleta
El empleado ejemplar ya no usa corbata
Ahora chupa el pico
Manual de instrucciones para chupar bien el pico
1.- Succionar como bebé
2.- Usar servilleta por si las moscas
3.- Ser "aspiracional"
4.- Saber inglés
4a.- Escrito
4b.- Hablado
4c.- Bien pronunciado
5.- Demostrar que el trabajo está antes que todo
6.- No exigir nada
7.- Decir siempre sí señor sí señor como no señor
Pero los chupadores de pico en qué se les nota dos puntos
1.- Se juntan a tomar cerveza los viernes hasta quedar curados como ranas
2.- Consumen cocaína en las fiestas
3.- No tienen otra meta que irse donde les paguen más
4.- Si son casados se separan a la primera
5.- Se las dan de gays de vez en cuando, total ahora no es ilegal
Y como además ya son chupadores de pico
Les viene de perilla
Chúpate esa
(Firma)
El gerente

miércoles, abril 18, 2007

El viejo y la lupa

Una a una saltaban las palabras desde el libro hasta sus ojos. Eran pequeñas pero al despegarse de la hoja que hasta ese minuto las había aprisionado en su cárcel de paredes de cuero se iban haciendo ridículamente grandes, al acercarse a la lupa gigante que las apuntaba medio a medio. Habían sido impresas allí para fugarse. Todo el mundo lo sabía pero nadie hacía nada por evitarlo. Y era porque cientos de años atrás se había descubierto que las palabras poseían la rara capacidad del desdoblamiento, prodigio hasta ese entonces exclusivo de magos y santos. No bien traspasaban el cristal de aumento iban volviendo a su tamaño natural hasta que se metían en los ojos de su dueño. Antes de iniciar el vertiginoso recorrido por el nervio óptico, un río blancuzco lleno de rápidos que desembocaba en un dos por tres en un océano espeso, las palabras vieron por última vez el rostro de su nuevo rey: era un viejecillo mal afeitado de chaleco de lana verde que, como ya lo habíamos adelantado, precisaba de una lupa para poder leer, tan débil era ya su visión.
Una vez que entraron al mencionado océano las palabras se revolvieron como en una sopa de letras. Por momentos la confusión era tal en esas aguas grises que la escena se parecía a la de un naufragio: unas, por afirmarse, hundían a otras. Algunas desaparecían bajo el líquido, donde eran devoradas al instante por criaturas de aletas cortas, y las menos flotaban asidas a impulsos eléctricos que las mantenían con vida y las llevaban a tierra firme. A una isla, en realidad. O sea, tierra no tan firme. Eran éstas las que momentos después aumentaban los latidos del corazón del anciano o le provocaban un largo bostezo. Tenían ese poder. Pero eran las menos, como ya se ha dicho. Las otras, las que no habían sido devoradas, habían caído a una fosa abisal de insólita profundidad. Milagrosamente, una que otra emergía de vez en cuando, miraba a su alrededor para ver si se las podía arreglar por sí sola en ese entorno y volvía a hundirse. Alguna realmente heroica de pronto salía a flote, braceaba con todas sus fuerzas y se unía a las hermanas que la esperaban en la isla desierta. Desde allí las iban a buscar unos pájaros que volaban por cielos de sangre y las transportaban hacia el corazón, un órgano gastado, tal como los ojos del anciano, pero que todavía se las ingeniaba para latir un poco más que de costumbre cuando las visitas llegaban a verlo. Las menos afortunadas eran llevadas por otras aves, unos pájaros enormes que parecían naves galácticas, hacia la boca del vejete. Allí eran arrojadas de nuevo a las páginas del libro a través del ya descrito bostezo. Aterrizaban impregnadas de un hálito fétido, ya que el anciano no tenía entre sus costumbres la de lavarse los dientes por las mañanas, sino únicamente antes de acostarse.
Pero la mayoría de las palabras que aguardaban en la isla se quedaban allí para siempre. Se las llamaba las nunca bien ponderadas. Iban rotando, esperando eternamente un destino que nunca las señalaba con su dedo. Se disolvían entre las palmeras, en la orilla de la playa, mirando al cielo, haciendo señas a los pájaros que sobrevolaban también eternamente el lugar, lugar infecto que dentro de todo era lo más bello a lo que se podía aspirar allá adentro.

martes, abril 17, 2007

Dientes perfectos

El dentista, perplejo ante el tipo de paciente que le pedía atención, llamó aparte a la hija de éste y le habló en voz baja, mientras el anciano permanecía reclinado en la silla, con una servilleta de papel bajo la barbilla. La mujer le respondió que se trataba de la voluntad de su padre, voluntad que siempre se había cumplido. Le agregó que ésta no sería la excepción. El dentista le explicó que al paciente bastaba verle la cara para darse cuenta de que era un hombre desahuciado por la medicina, al que a todo reventar le quedarían dos meses de vida, lo que tendió a enfurecer a la hija, quien le contestó que ella sabía eso mejor que él, precisamente por ser quien era. Entonces el dentista, en aras de la ética, le preguntó a la hija por qué el padre quería gastar plata de más arreglándose la dentadura, la que de paso no exhibía caries sino, cuando mucho, tapaduras gastadas o antiestéticas. Acto seguido le suplicó que lo convenciera para desistir en el proyecto. La hija entonces le respondió lo que sigue:
"Doctor -le dijo-, mi padre quiere renovarse totalmente la dentadura. Si no me ha entendido le cuento que quiere hacerse los dientes de nuevo, blancos, perfectos, como los de las modelos. Mi padre me lo dijo hace unos días. Mi padre me dijo: Mira hija, quiero pasar a la otra vida como la gente. Pero papá, le dije yo, qué cosas dice usted, si no se va a morir, si ya se está mejorando. Él me dijo, me dijo, cómo me dijo, ah ya, me dijo no es necesario que digas esas cosas, mi niña, porque sabes de sobra que yo no soy huevón. Si sé, papá, le dije yo, pero no le estoy mintiendo, porque se está mejorando de verdad. Doctor, cuando le dije eso yo creía que se estaba mejorando y fue él quién me sacó del error, se lo cuento para que vea lo lúcido que está. Pero sigo. Entonces le pregunté qué quería decir con eso de pasar para la otra vida como la gente. Mi papá me miró a los ojos; estaba recostado en la cama y se apoyó en el almohadón, me pidió que le convidara un poco de jugo de naranja y me dijo: Hija, una cosa es morirse y otra muy distinta es rendirle cuentas a Dios mal presentado. Yo quiero estar bien presentado y no me refiero con eso a la ropa, porque la ropa ni las joyas se van al cielo. Lo único que se va al cielo es uno mismo, y para que lo vayas sabiendo desde ya, uno mismo no es el alma, como podrías imaginarte, porque nunca nadie ha demostrado la existencia del alma, de modo que basta de tonterías, uno mismo es uno tal cual es. O sea, yo soy el que ves. Y quiero que Dios vea, cuando me vea de frente, a un ser bien presentado. Perdóneme papá, le dije yo, pero si yo quisiera ser cruel le diría que usted no está tan bien presentado, porque está harto amarillo y flaco. Te equivocas, hijita, me respondió, porque esas cosas no tienen que ver con si uno está bien o mal presentado, sino con la naturaleza del momento actual, que sólo representa lo que soy, no lo que he sido ni lo que seré, de modo que ese alcance, a los ojos de Dios misericordioso y eterno, es pueril. Perdóneme papá, le dije yo, pero no sé de qué diablos está hablando. Hija mía, me respondió, en buen castellano lo que te quiero decir es que a los ojos de Dios quiero llegar con los dientes perfectos".
El dentista no se dio por derrotado y entró a la sala con el ánimo de convencer al paciente de que no se le fuera a ocurrir seguir adelante con esa burrada. Antes le pidió para callado a la secretaria que le recordara el nombre del anciano. Entonces le habló fuerte y claro, como hablan los dentistas.
-¿Así que andamos mañositos? Pero mañas conmigo no, Don Alberto. A ver, abra la boca.
El anciano no le respondió. Seguía recostado en la silla.
El dentista se sobresaltó:
-Pero si este hombre está muerto -exclamó.
La secretaria dio un gritito y se acercó a mirarlo. No me di cuenta, doctor, le juro que no me había dado cuenta, se disculpaba. La hija también se acercó y le cerró los párpados, diciendo papá, papá, papá, tres veces. El dentista dijo lo siento, señora, pero por dentro estaba súper complicado, pues no sabía qué hacer con el cadáver. Ahora lo llevamos a la casa y yo mismo me consigo el certificado de defunción, no se preocupe, yo me encargo, pero llevémoslo altirito, ordenó. Entonces la hija, que venía preparada, sacó del bolso un revólver calibre 38 corto modelo Olympic y apuntó al pecho del profesional.
-Mi papá se va de aquí con los dientes perfectos.
Cuento corto, como dicen algunos que no saben cómo contar un cuento y creen que acortándolo lo harán más interesante: el dentista suspendió todas las horas de ese día y trabajó exclusivamente dentro de la boca del anciano. Primero le tomó muestras de todas sus piezas, luego se las extrajo una por una, enseguida mandó en taxi a su secretaria al laboratorio para que fabricaran los dientes en un plazo record, con pingües incentivos económicos de por medio, y tras una espera de unas cuatro a cinco horas, que fue matizada por una conversación sobre los problemas del Transantiago y los líos que provocan los hijos malcriados cuando hacen la cimarra, fijó las flamantes piezas en el hueso muerto del paciente. A esas alturas se habían olvidado por completo del arma, tanto la que apuntaba como el apuntado. El corazón del dentista no le cabía en la caja torácica. Henchido de satisfacción, le abrió la boca al viejo y se la mostró a su hija, como si descorriera un telón:
-¡Mírelo al pobrecito, ahora sí que se va derechito al cielo!... ¡derechito al cielo!... ¡qué macanudo!, no se cansaba de repetir. La hija respondía, emocionada, se cumplió su voluntad, gracias doctor, se cumplió su voluntad.
Pero estaría faltando el final, o sea, cómo trasladaron al muerto a su casa. Eso quedará para otro día, mas desde ya se puede adelantar que fue llevado en taxi y que al chofer le hicieron creer que Don Alberto estaba malito.

viernes, abril 13, 2007

Los peces saltaban, hambrientos

Dejó la Quimera, tomó el bote y se internó en el lago. El día era gris, el agua era gris, las nubes grises se habían adueñado del cielo y hasta la brisa golpeaba su rostro con grises gotitas de rocío. Remó lentamente, el lago le oponía nula resistencia; no se veían olas, era una taza de arena líquida. En otras circunstancias pudo ser una mañana alegre, pero tal como se daban las cosas en la cabeza del hombre que remaba era una mañana triste. Vivía hace un tiempo en una casa a orillas del lago, a la que llamaba La quimera. Al comprarla pensó que la casa le daría lo que hasta ese momento la vida no le había dado: alegría. Soñó durante años con los leños crepitando en la chimenea en un día de lluvia, mientras él bebía un sorbo de coñac, leía a González Vera y escuchaba los cuartetos de cuerdas de Shostakovitch. El piso reluciente de la casa contrastaría con la inclemencia del tiempo y eso le proporcionaría una mayor sensación de bienestar. Ahora que tenía todo eso, algo lo impulsaba a salir del nido seguro y buscar en un bote a remos la alegría que le era tan esquiva. En un momento pensó que lo único realmente gris del mundo estaba dentro de su mente, en algún recoveco enfermo de pena. Ese recoveco se le imaginaba un espacio redondo y ahuecado dentro del cual había caído por casualidad un niño indefenso. Era un niño de unos tres a cuatro años y nadie parecía querer ayudarlo. El hoyo del pozo era demasiado profundo y la gente que transitaba por encima no se daba cuenta de que abajo había un niño, un niño tan asustado que no le salía la voz para pedir auxilio.
El niño miraba hacia el cielo. Vestía pantalones cortos de color azul, sandalias. Arriba se veía blanco, pero era una falsa impresión debida a la oscuridad del pozo. En realidad el cielo lucía un color patológicamente gris; las nubes se arremolinaban en torno al pozo y formaban una especie de brillo lechoso. Poco más allá el azul resplandecía con los rayos del sol, pero el niño estaba materialmente impedido de ver esa otra realidad.
No podía pasarse toda la vida allá adentro, pero tampoco saldría por sí solo, le iba quedando claro. Necesitaba que alguien lo sacara. ¿Quién podría hacerlo? Cualquiera no: sus amigos carecían de la fuerza suficiente para descender y rescatarlo, o para lanzarle una cuerda y ayudarlo a subir. Su padre resolvía en ese momento unos asuntos urgentes en la grúa del taller de reparaciones. Sólo su madre estaba en condiciones de hacerlo, ¡ay, si supiera dónde estaba! ¡ay, mamá, si supieras donde estoy! ¡ay si me vieras! ¡ay de tus brazos y las lindas palabras que brotan de tus labios!, se me quitaría el miedo y el pozo hasta me parecería hermoso con sus viejas piedras formando un cilindro mohoso que huele a campos del sur.
Pero su madre no estaba. Había muerto varios años atrás, en medio de atroces dolores. Sus últimas palabras le habían sido dedicadas a él, al niño, pero dentro del delirio él no era su hijo sino su papá, que había retornado del valle de los muertos gracias al influjo de la morfina.
Los peces saltaban, hambrientos. No podía ser que la vida se explicara solamente por la ausencia de la madre. Tenía que haber otra salida, no podía continuar dependiendo de la opinión que las madres sustitutas tuvieran de él, del cariño que le dieran o del que le negaran. Él era ya un hombre hecho y derecho, entrado en el ocaso, que había dado lo mejor de sí al mundo y que esperaba una retribución que no fuese tan penosa; le sofocaba el excesivo abrigo para una mañana sin sol pero tibia, daba vueltas alrededor del pozo y miraba, lo estudiaba todo a su alrededor pero lo único que concluía era que sentía una pena abstracta, fría. Hubiese querido ser entonces un científico para haberse apasionado con el musgo de las piedras. Era una interesante materia de estudio. Mas estaba encandilado por ese vago sentimiento de dolor y comprendió que toda la vida permanecería atado a él.
Cuando volvió a la casa lo recibió su mujer.
-¿Pescaste algo, amor? -le preguntó.
-Sí -dijo él, y le pasó dos truchas de mediano tamaño. No pudo dejar de pensar, al entregárselas, que el pecado que les costó la vida a los peces había sido reclamar con ansiedad y majadería el alimento que necesitaban para vivir. Habían saltado demasiado ante su anzuelo. Mejor se hubiesen quedado en las profundidades de un pozo. No se habrían satisfecho, pero habrían vivido.
Antes de correr a la cocina a prepararlas a la mantequilla su mujer descorchó una botella de vino blanco y la puso en la mesa de centro junto a dos copas y una tabla de quesos. El hombre se lavaba las manos.

jueves, abril 12, 2007

Lección de música. Primera versión

Un impulso venenoso me llevó a recoger, hace unos días, un manojo de pulcros papeles esparcidos debajo de las graderías del estadio Santa Laura. Las blancas hojas manuscritas provocaron la siguiente asociación maléfica en mi pensamiento: Se sentó y se le cayó. Documento importante. Leerlo. Todos ansiamos ser poseedores de los secretos de los demás, incluso a riesgo de transgredir la norma. Recogí las páginas y me dispuse a examinarlas. Nadie reparó en mí, me fijé en eso. Los espectadores estaban ocupados en pelearse los sánguches de potito y las cervezas, o en hacer colas para entrar a las casitas, aprovechando el entretiempo.
Esto fue lo que encontré:
"¿Es mejor la obertura de La urraca ladrona que el aria de la Suite para trompeta y orquesta? Hoy, gran foro gran en el gimnasio del Cuerpo de Bomberos.
El aviso, visto a la rápida, me hizo devolver los pasos hasta la esquina y leer de nuevo el cartel adherido al poste de alumbrado. Estaba, indudablemente, en un pueblo extraño, hacia el que horas antes me había desviado para capturar nuevas víctimas de la sociedad contemporánea o, en otras palabras, nuevos clientes para la compañía de seguros a la que represento.
La escondida localidad de F... está ubicada al norponiente de San Francisco de Mostazal. Ocho kilómetros antes de llegar -sólo ahora lo sé- el camino de tierra se estrecha hasta convertirse en un sendero, el cual termina, para los vehículos a motor, con un tronco de sauce atravesado. Allí se han instalado los aprovechadores de siempre, que arriendan caballos a precios exorbitantes.
Así pues, cuando digo que devolví los pasos para ver el letrero, me refiero a los pasos del equino. Y cuando aludo al Cuerpo de Bomberos, hablo de esos viejos románticos que apagaban el fuego en carretas. Así de raro era el pueblo.
El aviso no mentía. Bach versus Rossini, y el foro estaba a punto de empezar.
Un grupo de locos encabritó al caballo y me lanzó al suelo. Eran unos 150 sujetos, casi todos barbudos y de mameluco (me refiero a los hombres), que coparon la calle con antorchas en sus manos. Pasaron sobre mí gritando ¡Se siente, se siente, Bach es Presidente! y entraron al gimnasio.
Del otro lado de la vía surgió la contraparte. Eran casi los mismos en cantidad y pegaban a su paso carteles de Rossini sobre las murallas de adobe. Entraron murmurando en coro el nombre del músico con un ritmo que me sobrecogió. Susurraban: Rooooo-¡ssi-ni!... Rooooo-¡ssi-ni!
De más está decir que al momento me colé al salón para tratar de entender lo que estaba pasando.
Adentro se respiraba un oxígeno turbio. Las discusiones hacían vibrar el aire y las venas se hinchaban en los rostros enrojecidos. Parecía que de un momento a otro ambos bandos se iban a enfrentar a garrotazos. El anciano sentado en la testera hizo sonar un martillo tan bruscamente que por efecto mágico el salón quedó vacío.
-¡Silencio, que se presenten los temas! -exclamó.
Un individuo flaco y pálido, con sombrerito negro y camiseta de manga larga apareció por detrás del escenario con dos discos bajo el brazo. Colocó uno e hizo escuchar a la audiencia el aria de la Suite para trompeta y orquesta, de Bach. El chicharreo del disco y la excesiva lentitud de la versión fueron aprovechados por los rivales para pifiar al viejo maestro de Eisenach y entonar algunas consignas proclives al italiano. El anciano martilló la mesa y ordenó repetir el proceso.
El segundo disco, que contenía la obertura de Rossini, fue seguido -más que con veneración- con entusiasmo. El redoble inicial (¡para qué negarlo!) había impresionado hasta a los detractores. Yo pensaba en la locura colectiva de un pueblo que se reunía a escuchar música en una sala.
Un borracho interrumpió al moderador del martillo al lanzar tres hurras por Bruegel el Viejo.
-¡Cállate imbécil! -le respondió el martillero- Eso fue la semana pasada.
Otros que le acompañaban en su farra gritaron por Calder, Rauschenberg y Warhol, lo que obligó a un nuevo martillazo.
El foro fue lo más extraño que haya visto jamás. Uno a uno se sucedieron en la mesa los defensores de los músicos. Subieron maestras, campesinos, plomeros, dueñas de casa, más de un niño y varios jóvenes, un ingeniero, una monja, el presidente de la asociación de comercio y por supuesto el jefe del cuartel de Bomberos, quien defendió a Bach, lo que provocó un indignado reclamo por faltas a la ética y a la imparcialidad.
-Aquí está lo más representativo del pueblo -le acoté a mi vecino de ubicación, un campesino de ojotas.
-¡Aquí está todo el pueblo! -me replicó, extrañado.
Cometí el error de seguir la conversación y le dije: Qué aleccionador es el ejemplo que dan ustedes, discutiendo sobre música y arte en un mundo entregado a la política. Al momento el campesino escondió la cabeza entre los hombros y me miró hacia arriba con una expresión, sino de pánico, por lo menos de visible alteración. De inmediato subió al escenario y le habló al oído al moderador. Éste a su vez llamó con el dedo a dos hombrecitos que estaban tras los lienzos de Rossini y Bach y éstos vinieron hacia mí y me llevaron al entarimado, mirándome como el pueblo miró a Rip Van Winkle a su regreso de las montañas.
-¿Se puede saber quién es usted, jovencito? -me preguntó el hombre del martillo-. Hable pronto o lo llevaremos al manicomio.
-Soy vendedor de seguros -dije, asustado.
-¡Ah, seguros!, seguros... ¿y qué es eso?
Le expliqué.
-¡Más fuerte, jovencito, no se oye!
Le volví a explicar para que todos escucharan y la carcajada fue general. Herido en mi amor propio le hice ver al pueblo la conveniencia de esta acción y le di ejemplos, decenas de ejemplos. Un carpintero levantó la voz y me pidió asegurar una vieja carta de su amada. Una mujer quiso asegurar los primeros pasos de su bebé y un labrador me exigió salvar el rocío primaveral en las flores del damasco.
-L-lo siento... no puedo -intenté responder.
-¡Pronúnciese entonces sobre la discusión que nos ha reunido esta noche! -me dijo el moderador, y sus palabras me sonaron a ultimátum.
-N-no he escuchado mu-música, no, no he... tenido... tiemp-po.
-¡Ohhh! -murmuró la muchedumbre.
Percibí un tenebroso manto que se me abalanzaba por detrás. Eran los dos hombrecitos, que corrían con una camisa de fuerza abierta. Con la rapidez y agilidad que sólo brindan la desesperación y la cobardía salté a una viga y me deslicé por el entretecho, para caer sobre un montón de heno.
Corrí durante horas por el polvo y la hierba humedecida, hasta que dejé de sentir el resoplido de las luces de linternas y el aullido de los perros".
Hasta aquí el relato. ¿Es digno de crédito? No sé, está correctamente escrito, hay una descripción racional y organizada de los hechos, pero de locos disfrazados está sobrepoblado el mundo. Hay utopistas también, reconozcámoslo. Pudiera ser entonces la aspiración de una forma de sociedad al estilo de la que algún día imaginó Akutagawa en su extraña obra Kappa. Tampoco me extrañaría que se tratase de la exasperación materializada de un aficionado al fútbol aburrido de tanto pase lateral.

martes, abril 10, 2007

¡Malditas palabras!

Ya sé que estoy en el manicomio; no necesitan recordármelo. Tampoco es preciso que me miren a cada minuto por el ojo de buey de la puerta blanca, como si yo fuera uno de esos locos que andan por la calle dando de martillazos a todo el mundo o como si fuera de esos otros que en cualquier objeto ven un motivo para quitarse la vida. No, no soy de ésos. Yo diría que pertenezco a esa raza de locos lúcidos que suelen darse de tarde en tarde, a ese grupúsculo de genios que, de no mortificarse por un detalle insignificante, irían por la vida creando magníficas obras; contribuyendo al patrimonio artístico de la humanidad.
¿Quieren saber cuál es mi detalle perverso? ¿De verdad les interesa? ¿O es un juego? ¿Qué es un juego? ¿Qué es la verdad? ¿Qué son las palabras?
Está bien, accedo, pero, ¡jamás por escrito! ¡Las odio, me horrorizan las palabras! Verlas impresas, desfilando ante mis ojos, escabulléndose por los pliegues de mis sesos, riéndose de mí. ¡Un martirio! ¡Una pasión angustiante! ¡Una semana de insomnio, de alcohol y pasillos oscuros con baldosas mojadas! ¡Nunca más las quiero a mi lado! ¡Fuera, fuera!
Los especialistas me han permitido convivir con una grabadora roma de casete pequeña, la que se ha transformado en mi confidente, en la única compañera de mi vida. Somos yo, ella y mi pieza blanca. Todos los días le hablo; le cuento la historia que la gente me pide. Como dispongo de una única casete, cada noche, al igual que Penélope, borro lo grabado para rehacer la historia. No es que lo haga porque esté loco. Se trata de una tarea mental y física: la soledad es dañina y no es bueno el silencio absoluto; hay que ejercitar los maxilares y el movimiento de los labios y de la lengua. He leído por ahí sobre la existencia de casos de atrofia causada por el silencio que pueden generar daños irreparables al sistema respiratorio. Además, descubro que cada vez que grabo se van agregando detalles no percibidos la noche anterior.
Escuchen pues, la historia de mi ‘‘detalle’’.
Han de saber que yo fui un gran reportero. Si no me creen, busquen en las colecciones de los diarios y encontrarán crónicas escritas por mí. Bellas notas, repletas de metáforas y circunloquios (¿circunloquios he dicho? ¿no será retórica?). Me gustaba jugar con las palabras, porque rozaban mis sentidos misteriosamente mientras las escribía, provocándome cosquillas: eran como esas mujeres que enamoran por lo que sugieren, por lo que no muestran. Hablo, ya lo han descubierto, de la fascinación de lo desconocido, de lo que no se puede aprehender completamente.
¡Ya descubriría más tarde cuánta razón había en ello! ¡Cómo las palabras me abrirían el camino a esto que yo no llamo locura, sino lucidez patológica! ¡Cómo las palabras se transformarían en arpías comesesos, brujas de uñas rojas, putas miserables!
Cierto día -creo que fue un 23 de septiembre, al despuntar la primavera- me encontraba afanado ante el terminal de computación cuando una estúpida palabra me detuvo. Había escrito ‘‘discreción’’ y de repente me quedé pensando, como un colegial. ¿Era ese-ce-ce o ese-ce-ese?
¿Discreción? ¿Discresión?
¡Qué importa ya!
Fui al diccionario y salí de dudas. La duda había surgido, creí en ese momento, porque se me habían metido entre medio a la cabeza los vocablos ‘‘digresión’’ y ‘‘discusión’’. La cosa fue que escribí mi crónica, tomé mi café de las siete y salí luego a la calle, pleno de energías. El bar me esperaba, los cerezos reventaban de flores, las tardes se hacían frescas, agradables. ¡Qué bella era la vida!
Llegó la noche y con ella, la llamada del lecho. Me acosté, leí un rato y apagué la luz: ya vendría un nuevo día, mejor aun que el anterior.
Fue en ese lapso en que se topan los mundos real y onírico, ese momento mágico en que a uno le parece escuchar voces que vienen de adentro, en que el cuerpo suele dar un salto, cuando retornó la palabra, sin previo aviso, brillante, ambigua, sarcástica, maldita: ‘‘Discreción’’. Sí, ahora estoy seguro. Primero fue ‘‘discreción’’. Sobresalía del fondo ocre de la mente; estaba colocada delante de algo así como un telón de felpa de un teatro de provincias y poseía el volumen de una sustancia cárnea y semiviscosa. Luego apareció la otra: ‘‘discresión’’ y juro haber escuchado aplausos. Ambas se turnaron en el escenario, creciendo y achicándose, subiendo y bajando, brillando y apagándose.
Discreción. Discresión.
Desperté abruptamente y ya no pude dormir. La palabra bifurcada seguía retumbando, pero ahora se hacía acompañar de una inexplicable sensación de angustia, una especie de pánico ante algo nunca conocido, un terror imposible de combatir, porque, ¿no es de locos luchar contra una palabra que se divide en nuestra mente? ¿No me encuentran la razón?
Me agitaba en la cama y miraba las paredes. ‘‘Es una simple obsesión -me decía-. Ya pasará’’. Pero mi cuerpo sudaba, el estómago se retorcía en nudos ciegos, el pulso se disparaba y en cada latido se me representaba una de las dos imágenes, con la violencia de la locomotora que se marcha de la estación.
¡Ah, el temor a la muerte! ¡Ah, el terror a la locura! ¡Nada los supera!
Desde esa noche nunca volví a ser el mismo y mis compañeros no tardaron en advertirlo. El reporteo se tornó débil y las crónicas fueron plagándose de errores. Bajaba de peso. Sentado ante el terminal, el pánico se apoderaba de mí, sin remedio. La ‘‘discreción’’ original se fue multiplicando por seis, ocho, por ochenta. Palabras tan simples como ‘‘luz’’ o ‘‘escuálido’’ me provocaban mareos y me obligaban a acudir al diccionario de bolsillo que secretamente guardaba en la chaqueta. Uno de tantos imbéciles me consultó una tarde cómo se escribía ‘‘anverso’’ y tuve que pretextar una repentina afonía y contener mis ganas de aniquilarlo. Caminaba por las calles mirando letreros, pero ante las palabras visibles surgían de inmediato sus contrincantes, las invisibles y levemente desiguales, en mi mente. Leía más que nunca, sólo para concluir que no era capaz de retener las figuras de las palabras, sino únicamente sus sonidos.
Vino entonces el segundo golpe, ya bien entrado el verano.
Escribía nerviosamente una tarde cuando sucedió lo inesperado. Creo que el párrafo decía más o menos así: ‘‘El Presidente Eduardo Frei llamó al país a actuar con responsabilidad y madurez cívicas frente al fallo del tribunal que determinó que la Laguna del Desierto es argentina’’.
Me quedé pensando, horrorizado, en lo que había escrito. No entendía nada. ‘‘Llamó al país, llamó al país’’ -me decía-. ¿Qué quise decir con eso? ¿Cómo se puede llamar al país? ¿Se trata de una orden? Pero ¿a quién? ¿al país? ¿cómo al país? ¿cómo una persona puede hablar con un país? ¿es una metáfora o una falta gravísima de redacción? ¿No habré querido decir que llamó a cada uno de los ciudadanos del país?, aunque es de sobra conocido que los ciudadanos no son todo el país, lo que convertiría su llamado en un llamado parcial, discriminatorio. El encabezado correcto debía ser entonces: ‘‘El Presidente Eduardo Frei pidió a cada uno de los habitantes del país, incluidos los menores de edad y los extranjeros avecindados más de cinco años en Chile pero excluidos aquéllos que están de paso o aquéllos con más de cinco años de residencia pero que provengan de la Argentina, por razones obvias...’’. Había escrito lo anterior pero lo tuve que borrar al revisar la grabación, ya que ésta me seguía dictando la frase original. Frei decía textualmente: ‘‘Hoy llamo al país...’’.
Tiritaba de espanto. Noté que algunas miradas se volvían hacia mí. En tanto, mi cerebro seguía cavilando:
‘‘A actuar... a actuar. El país actúa. ¿Habla de entrar en acción o de interpretar un papel en una obra de teatro? De seguro es una actuación; se trata de una obra de teatro, ya que un país completo no podría entrar en acción simultáneamente sin un objetivo concreto. ¿Cómo podría entrar en acción un paralítico o un enfermo de hospital? En cambio ambos sí podrían actuar, bastaría que el paralítico esbozara un movimiento de ojos emulando a Marceau y que el enfermo hiciera de Estragón o más fácil aún, bastaría que Don Francisco hiciera un llamado televisivo y todo el país estaría moviendo la colita en pocos segundos. ¡Ah!, todo es una gran mentira, porque el teatro es en el fondo una mentira, una ficción. Se trata de hacer teatro. O sea, se pide al país que actúe... que mienta, que finja, que tome una posición diferente por fuera que por dentro. Por eso el Presidente llama al país a actuar... ¡ahí está! Pero, ¿por qué entonces se pide actuar con responsabilidad y madurez cívicas? ¿Y madurez no es un estado superior de desarrollo? Las frutas están maduras porque se ponen blandas, pero ¿cómo saber cuándo se actúa con madurez? ¡Actúa! ¡Ajá! ¡Ficción pura! ¿Madurez?’’
Entonces no me di cuenta y empecé a gritar: ‘‘¡Cómo mierda se actúa con madurez! ¿Hay que ser blandos acaso? ¡Y cómo cresta hay una laguna en el desierto! ¡Agua en el desierto! ¡Milagros! ¡Milagros!’’
Mis colegas me tomaron y me llevaron a mi casa. Yo traté de resistirme, pero fue en vano. Vino un doctor y me administró un calmante. Me dormí; no sé cuánto. Si fueron uno, dos o tres días no lo sé. Creo que fueron tres, por la crecida barba con que me enfrenté al espejo.
Recordaba vagamente el episodio, pero descubrí con alegría que no me provocaba angustia. Salí de la ducha y tomé el estuche de la loción. La palabra surgió clara, fresca como el agua cristalina: ‘‘Williams’’. No había réplicas ni ambigüedades. Era única, indivisible.
¡Estaba sano!
Qué iluso, pienso ahora, creer que estaba sano por un estuche de colonia. Pero así es el cerebro; se deja engañar por lo primero que pilla. Se hace el tonto, cree lo que le conviene. Se da ínfulas. Se fabrica un universo y nadie lo saca de allí. Hasta que de repente recibe una embestida y sálvese quien pueda.
Pasaron los días y volví a mi trabajo. Los jefes, comprensivos, me asignaron responsabilidades menores. De reportero estrella me transformé en revisor de crónicas en el taller. Había que ir al taller y cortar las notas que estuvieran largas. A veces tenía que suprimir una bajada. Cuando más, cambiar un título. Eso era todo. Yo lo aceptaba porque en el fondo aún me sentía inseguro. Me había dado un plazo secreto de dos meses para volver a reconquistar los laureles perdidos. Era un desafío, sabía, porque otros dos colegas jóvenes habían conseguido escalar y quitarme el principal sector noticioso, que por muchos años había sido de mi total propiedad. A veces acudían al taller y me daban una palmadita en la espalda. Y yo, que nunca he tenido delirio de persecución, les creía, porque veía en ellos una buena intención, de apoyo al compañero en desgracia.
He reservado para el final lo peor. Lo advierto de antemano, por si alguien desea concluir la historia en esta parte. A los que prefieran continuar les ofrezco ‘‘mi’’ descubrimiento, ‘‘mi’’ aporte a la humanidad, ‘‘mi’’ esperanza de haber servido de algo en esta vida. ‘‘Mi’’ detalle.
Tuve una amante. No lo había mencionado hasta ahora, porque créanme que no era importante hacerlo. Era una mujer famosa, cuyo nombre me voy a reservar. Aunque no era agraciada en lo físico, su inteligencia la hacía brillar por sobre los demás, con chispas de genialidad que sobrepasaban con creces mi intelecto. Nuestra comunicación era riquísima; nos pasábamos tardes completas conversando sobre historia, música, literatura. Tenía la sensación de aprender siempre algo con ella, pero a la vez me dolía olvidar tan luego las ideas que escuchaba de sus labios. Mantuvimos durante unos meses una relación discreta, que concluimos cordialmente, nunca entendí muy bien por qué. El fuego que alguna vez ardió entre nosotros debió apagarse para siempre, ya que un día cualquiera nos dejamos de ver, simplemente.
Aquella mañana nos volvimos a topar. Noté que al descubrirme entre el gentío quiso atravesar la calle, de lo que se arrepintió tras darse cuenta de que yo también la había divisado. Entonces caminó insegura a mi encuentro. Yo lo hice con aplomo. Su mirada seria me rehuía, levemente turbada; yo le sonreía y la miraba a los ojos. Al cruzarnos, la saludé:
-Buenos días.
Ella me contestó:
-Buenos días.
Seguimos nuestros caminos; todo no había quedado más que en un mero saludo. Al llegar a la esquina, sin embargo, adquirí conciencia del horror. No se trataba, como las veces anteriores, de que las palabras tuvieran distinta grafía o distinto significado, de que las personas hablaran con metáforas o lugares comunes que se prestan para malos entendidos. ‘‘Buenos’’ viene de bien, de bondad, y ‘‘día’’ es el tiempo que la Tierra emplea en dar una vuelta alrededor de su eje. Por lo tanto no cabe duda de que ‘‘buenos días’’ es un deseo positivo a nuestro interlocutor y nada más. El problema era más profundo, tenía que ver con el significado vivencial que les damos a las palabras. ¿Qué quise decirle con eso? ¿Y qué me quiso decir ella? Yo le dije ‘‘Buenos días’’, está bien, pero ¿en qué sentido? Quizás le transmití mi creencia de que era un buen día porque había sol, pero lo que nadie sabe es por qué el sol visible debe ser sinónimo de buen día; tal vez le expresé mi ingenuo convencimiento de que ya estábamos ante un buen día, únicamente porque yo me sentía bien. Ella quizás me deseó vanamente que tuviera un buen día. Era posible también que yo le hubiese transmitido la orden de que tuviera un buen día y que ella la hubiese puesto en duda con una ironía tan sutil como la de responderme de la misma forma. Incluso cabía la posibilidad de que ella pensase que mis buenos días, dichos con una dosis de cinismo, reconozco, quisieran darle a entender que estaba mucho mejor sin ella y que en ese sentido los interpretara como una manifestación de despecho. Recordé que al momento de hablar me había mirado con una vaga sonrisa, entre burlesca y compasiva.
Separé los dos vocablos de la frase e intenté descomponer sus letras, una a una, para dar con el significado único, preciso, de su sentido. Pero las letras se me enredaron en el cerebro; fue como si quisiera entender en una hormiga la vida de la especie. Escarbé las raíces de ambas palabras y no surgió nada, sólo hilachas de incertidumbre. De pronto me golpeó un rayo de pánico y el corazón se me quiso escapar del cuerpo, al vislumbrar un túnel oscuro que me colocaba al borde de la locura. Con un poco de suerte ‘‘mis’’ buenos días los conocía; pero me di cuenta de que ‘‘sus’’ buenos días eran un puerto al que mi imaginación jamás sería capaz de arribar. Me había saludado y yo creí entender sus palabras, pero ahora comprendía cuán traicionera es la mente humana, que se autoengaña segundo a segundo para sentirse tranquila creyendo que ha logrado comprender el mundo... Ahora se me hacía claro que ‘‘sus’’ buenos días eran el fantasma visible que no se puede descubrir, el horror de lo ignorado, lo impensable, lo inasible.
Mientras viajaba, atontado, hacia el paradero del microbús, me puse a pensar en algo que, de tan obvio, nunca se me había cruzado por la cabeza: ¿quién me garantiza que las palabras, las ideas que yo expreso, sean entendidas de la misma manera por la persona que me escucha? ¿Y qué garantías reales hay de que entendí cabalmante lo que mi interlocutor ha querido decirme?
Las palabras van adquiriendo consistencia en la cabeza de acuerdo con las experiencias que vamos recogiendo de la vida y de nuestras aptitudes intelectuales para aprehenderlas. Lo lógico es concluir que ninguna significará lo mismo para dos personas, porque bastará que una persona tome el té con dos cucharadas de azúcar y otra con una sola, para que esas dos personas alteren sus esquemas de pensamiento y se bifurquen para siempre a partir del sabor del té. Ambos toman el té, pero querida ¿tu té es mi té?, qué digo, por Dios. Si eso opera con las palabras, qué decir entonces de las ideas, que son sumas de palabras. Por lo tanto, ¿qué le puedo entender a una persona que me habla? ¿Y qué me puede entender ella? ¡Aproximaciones! ¡Minúsculas aproximaciones!
Hasta ese momento habría jurado que los seres humanos se entendían como si nada. Que si uno decía ‘‘buenos días’’ el otro contestaba ‘‘buenos días’’ y ambos quedaban felices. Pero he aquí que llega una mujer y me saluda con un ‘‘buenos días’’ a todas luces superior al mío, un buenos días que abarca los tres buenos días míos y quizás otros catorce o quince más, los buenos días de ella, que no conozco. ¿Qué puedo hacer ante eso?
Intenté regresar y exigirle una explicación por su saludo. Corrí, en efecto, por la avenida, pero ella no me vio y tomó el microbús que la trasladó a su oficina. Yo quedé exhausto, en medio de la calle, flanqueado por dos corridas de árboles que batían sus hojas con los primeros vientos del otoño.
‘‘Por fin entiendo lo que quiso decir Borges al escribir Pierre Menard’’ -me resigné, resoplando de furia. Pero no era verdad. No estaba satisfecho, sino aterrorizado. Había mundos diferentes, había formas diferentes de coger una misma flor, de entender la misma flor. Recién me daba cuenta de que mi amante me había menospreciado y de que por más que me esforzaba en crear ideas, éstas eran eternamente inferiores a las suyas.
¡Nunca pudimos entendernos! ¡Nunca pudimos amarnos!
Somos gusanos de distintas especies, babosas desiguales que nos arrastramos por el mismo charco, buscando el excremento que nos nutra de vida. A cada momento nos rozamos con las antenas y unimos nuestros cuerpos desiguales en forma desesperada hasta que el calor nos sofoca y nos lanza al costado y nos lleva por la alcantarilla. Cerramos los ojos sin haber sabido nada de nada, sólo intuyendo algo único de ese barro en que nos acostumbramos a vivir. Nunca tuvimos ni una opción, ¡ni una sola! de meternos en las otras cabezas, de vivir las otras vidas, siquiera de intuirlas. ¡Nunca jamás!
Corrí hasta uno de los puentes del Mapocho y miré el río hacia abajo. Ahí estuve, a punto de arrojarme, durante unos veinte minutos, revolviendo frases y palabras sueltas en las aguas pestilentes del caudal, hasta que alguien me trajo al manicomio.
Ahora que han pasado algunos años me siento bastante bien y creo que pronto deberían darme el alta. Desde ya, todo andaría mejor si no fuera por esas malditas palabras que rondan por mi mente... esas malditas... ¿‘‘todo andaría mejor’’, he dicho? Pero, ¿cómo puede andar todo mejor? ¿Quiere decir que las cosas malas también pueden andar mejor? Y si fuera así, ¿significa que las cosas malas que andan mejor andan más mal o andan más bien? Y al decir todo, ¿hablo del aire, de las mesas, de los paraguas italianos? ¿O sólo quiero decir ‘‘todo para mí’’? Aun así, ¿cómo puede andar mejor todo para mí si en el cuerpo existen órganos que no dependen de la voluntad y marchan igual que siempre a pesar de todo... ¡de todo!, de nuevo esta palabra. Y dije marchar, aunque bien pude haber repetido andar, porque ¿no es ridículo que todo pueda ‘‘andar’’ mejor?... ¡Andar! ¡Como si el ánimo pudiese caminar, como si la alegría y la esperanza tuviesen patas con uñas!... ¡Patas!... ¡Patas!... ¡Las patitas!... Mejor no sigo grabando, je, je, je. Les había prometido un final de pánico, pero temo que los que esperaban algo así no hayan quedado satisfechos. O tal vez se estén riendo de mí. La risa abunda en la boca de los tontos. La risa es el remedio infalible, dice el Reader’s Digest.
¿Encuentran que no fue tanto?
¿No entendieron lo mismo que yo?
¿Les faltó desarrollo a las ideas? ¿O no había nada de horrible en los hechos? ¿Le dieron otro significado a este relato?
­¡Malditaaaaaaas palabraaaaaaas!
Je, je, je.

viernes, abril 06, 2007

El extraño caso del hombre bisagra

Al hombre bisagra se le ha visto en un sinnúmero de ocasiones, mas no hay registro fotográfico de su persona. Sin embargo, quienes lo han divisado aseguran que es gordo como sapo y luce bigote negro, teñido. Su nombre es Carlos Espinosa con ese y jamás permitió que lo llamaran Espinosita, de modo que le dicen Carlos. Tiene aproximadamente 6341 años de edad -que cumplió hace unas semanas- y cultiva un bajísimo perfil. Si no se tiñera el bigote representaría 6828 años, de manera que estamos en condiciones de sospechar con fundamentos que se tiñe el bigote para quitarse la edad pero que no lo consigue del todo. Viste siempre combinando la tela con la mirada y la sonrisa. Cuando anda de frac su modo de mirar el mundo es majestuoso y no sonríe; se comporta de manera grave, adecuada a la circunstancia que le hizo arrendar el traje. Si viste pantalones de cotelé sus ojos lagrimean y se le vuelven dulces, suplicantes y la sonrisa le aflora por nada, pero no nos debemos descuidar porque un ligero descuido nuestro hará que se coloque el frac y nos pisotee como el padre de Kafka hacía con su hijo, a juzgar por lo que imaginaba su hijo.
Todo aquello que al hombre bisagra le proporcione seguridad le es familiar y a eso se pega como la abeja al néctar de las flores o la lapa a la roca, si se quiere. El motor de la vida del hombre bisagra es la seguridad, no el dinero ni la fama. Busca la seguridad porque no se quiere morir y porque no quiere quedar de brazos cruzados. Así ha logrado llegar a los 6341 años, muy bien conservados, pero el tiempo ya le está pasando la cuenta: hace unos días le aparecieron unos hongos que le tienen un pie a maltraer.
No existe materia o ser vivo que de más seguridad que el homo sapiens, siendo también el homo sapiens el ser vivo más veleidoso del espectro animal, vegetal y mineral, nótese que incluimos el reino vegetal. De allí la especialidad del hombre bisagra: genuflectarse ante quienes le dan seguridad y mirar en menos a los demás.
Las personas que dan más seguridad generalmente son los poderosos. Los padres no sirven cuando somos adultos, ya han muerto. El hombre bisagra es adulto, lo prueba el número de años que ha vivido. Estamos seguros de que en el fondo el hombre bisagra hubiese preferido no haber salido nunca del útero materno, pero entonces nunca habría sido Carlos Espinosa con ese, sino nada. Cuando le nacen las dudas, en ciertos atardeceres, contemplando el mar, se dice a sí mismo que es mejor la ese que nada.
No todos los poderosos dan seguridad; sólo aquéllos más cercanos a nosotros. El hombre bisagra, a punta de un largo ejercicio de vida, ha sabido captar el interés de los poderosos. Utiliza desde hace muchos años la misma fórmula: no herirlo, no decirle nunca la verdad, no decirle lo que piensa realmente de él, acompañarlo en todo momento en que se requiera su presencia y si se torna ultra necesario, chuparle el pico. Pero nunca, a Dios gracias, ha debido llegar a esto último pues si así hubiese acontecido el hombre bisagra habría quedado malherido en su fuero interno, habría pensado por una vez que el precio que estaba pagando era demasiado alto.
El hombre bisagra ignora las afrentas diarias que emite pero no olvida jamás las recibidas. Aun así nos inspira una especie de cariño asociado a la lástima, porque le sabemos persona tremendamente débil detrás de su traje de señor feudal, así como atado a un vicio del que jamás se podrá desprender. Conmueve a la vez su forma de entregar cariño durante ciertos actos a los que asiste.
El hombre bisagra posee dos pasaportes, el segundo de los cuales lo hace soñar con mundos y razas a las que no pertenece.
El hombre bisagra necesita aceitar su columna continuamente. Pero es tan avaro que compra aceite de esos reciclados que se venden a dos chauchas. Nosotros nos hemos cansado de repetirle que a la larga eso le hará mal, pero las costumbres se le han metido de tal forma en la cabeza que sería mejor ir pensando en la posibilidad de no insistir.

jueves, abril 05, 2007

Fiebre

Era una cabaña básica en la precordillera. Allí pasábamos las vacaciones, pero de preferencia la usaba sólo yo. Me iba un fin de semana de invierno, cuando a nadie le apetecía la naturaleza, y me encerraba entre sus paredes a leer lo que fuera, en especial revistas.
En la última de esas ocasiones -hablo de la época de los cataclismos- fui demasiado lejos. Recuerdo que había un puente de piedra, no hecho por la mano del hombre. Atravesarlo era cosa fácil, pero en circunstancias normales, no las que se vivían entonces. Medía unos 45 metros de largo y el abismo que se abría a sus costados era imponente. No debí hacerlo, los temblores eran demasiado intensos, pero lo hice. Alcancé el extremo superior y volví la vista: el borde en el que me encontraba se había elevado con desmesura a raíz de la acción enfurecida de los elementos. Desde las profundidades el vómito de una lava roja y espesa voló el puente en pedazos y separó la tierra en dos. Mi parte de montaña continuaba ascendiendo. Veía volar cóndores a mi misma altura y luego los vi más abajo. El ascenso parecía ser eterno, pero al cabo de unas horas se detuvo.
Viví años en ese lugar, separado del mundo. Las cosas eran bien parecidas a las que había conocido, mas las sutilezas hacían la diferencia. La princesa me quería, pero me alentaba a saltar al vacío y me daba la sensación de ser inaccesible. Vestía con tules transparentes de color marrón y normalmente hablaba desde un canapé. El sultán o el rey, nunca me quedó clara su majestad, no se apareció nunca por el valle, pero aún así la princesa se me pasaba escabullendo. Era una princesa esquiva, distante y diríase que en el fondo malvada, pues día a día me impulsaba a saltar al vacío.
Un aciago atardecer las insinuaciones se convirtieron en orden. Ella reía desde el canapé, se encogía de hombros y me indicaba el risco. Me asomé: era espantoso. Los blancos arabescos del balcón que servía de defensa se doblaban con la fuerza del viento. Bajo el precipicio cortado a pique, a unos diez mil metros de distancia, estaba mi ciudad. Los automóviles circulaban por las autopistas; se había hecho de noche. Uno de los guardias me señaló un pequeñísimo punto, al fondo del abismo. Correspondía a una poza de agua de gran profundidad y equivalía a la salvación. Salté, no de frente sino de espaldas, como lo hacen los buzos, y cerré los ojos. Durante largos minutos me dejé tentar por la suave brisa de los cielos; la caída se hizo llevadera.
En mi casa las cosas estaban harto diferentes. El piso resplandecía y había muebles nuevos. Un hombre calvo ocupaba mi lugar y me hacía ver el enredo que estaba causando con mi aparición. Mi malhumor era visible hasta para mí mismo. Los niños se me echaron a los brazos, aunque no tan efusivamente como hubiese esperado. Faltaba el encuentro con mi mujer y todos estaban pendientes de aquello. Si tuviera que definir el tema central de esta historia, éste sería el del reencuentro con mi mujer. Ella llegó del trabajo, alta, bien vestida, e hizo como que no me veía, aunque me había reconocido perfectamente. No hubo drama, pero horas después me fueron tomando en serio cuando las plantas que traje de la comarca crecieron a la velocidad del rayo.
-La casa está siendo vigilada desde arriba, les dije.

martes, abril 03, 2007

Bocetos de vida

(I)

Siempre pasaba de largo, como un bisonte enceguecido por el miedo, pero esta vez, contra toda predicción, el tren se acercó renqueando a la estación. Al llegar, su sacudida previa al frenazo dejó tiritando techos, maderas y ventanas. De un vagón bajaron dos mujeres. El idiota, que dormitaba en el andén, abrió los ojos y corrió a la casa para alertar a su padre. Cruzó la calle barrosa con esa mala suerte propia de los idiotas, hundiendo sus botas nuevas en un charco, hasta más arriba de los tobillos. Quiso limpiarlas, pero sólo consiguió ensuciar también sus manos.
La locomotora comenzó a despedir humo negro de la chimenea y humo blanco de las ruedas mientras la campana ubicada en el lomo anunciaba su partida. El idiota se dejó seducir por la escena y se quedó inmóvil en el charco, sonriendo. No alcanzó a pasar un minuto cuando el tren desapareció en la curva. De su paso, de su extraña detención, no quedó más que una nube en el horizonte.
Cuando las mujeres tocaron a la puerta nadie les abrió. Las mujeres insistieron. Desde el tercer piso, el idiota miraba por detrás de los visillos, conteniendo la respiración. Las mujeres tocaron por tercera vez. Mientras una de ellas daba una vuelta alrededor de la propiedad, la otra tocó de nuevo, ahora en forma brusca, persistente.
El sol había llegado a su cénit, pero no calentaba la tierra. Después comenzó a esconderse detrás de la montaña y cuando la calle quedó en sombras el frío se hizo insoportable.
El idiota salió a cortar leña. Le llamaron la atención por un momento dos protuberancias bajo el lodazal frente a la puerta, especie de bolas de chocolate, pero enseguida lo olvidó.
El viento había vuelto. De un solo hachazo partió en dos un tronco y volvió a la casa. Al depositar la leña en un canasto junto a la chimenea, dos arañas salieron del letargo y se asomaron al resplandor.

(II)

El idiota daba vueltas, con los ojos cerrados y las manos tapándose los oídos. Chillaba al imaginar que un tren dejaba una estación de provincia. Lo hacía para no escuchar el tañido de la campana.
Dos mujeres bajaban del tren y se dirigían a su casa. Al pisar el andén lo veían sentado y le preguntaban por su padre. El idiota les decía que estaba muerto. Ellas apresuraban el paso.
Abrió los ojos y se asustó de verse tan solo en medio del patio del colegio. Sus demás compañeros ya estaban en la sala.

(III)

El tren se detuvo en la estación. De uno de los carros bajó una mujer. Luego bajó otra, con dos maletas. Viajaban juntas. La primera parecía ser mayor y tener cierta ascendencia sobre la segunda. Un idiota contemplaba la escena, sentado en el andén.
El idiota corrió a su casa. Tocó la campana y entró. Subió los escalones, hasta el tercer piso, y le comunicó la noticia a su padre, que dormía en su cama.
Las dos mujeres avanzaron resueltamente en dirección a la casa, ubicada a dos cuadras de la estación, una casa antigua con un balcón en el segundo piso y una buhardilla en el tercero. El idiota pensaba que lo venían a buscar.
Las mujeres tocaron a la puerta varias veces. El idiota no les hizo caso. Finalmente una de ellas giró la manilla y la puerta se abrió. Entraron sin tañer la campana, pero no tuvieron tiempo de disfrutar de la lúgubre belleza de la casona: el idiota las liquidó de dos hachazos, sin decir una palabra. Luego se fue corriendo a la escuela.
Días después la policía ingresó a la casona. El cadáver del dueño yacía en la cama en estado de descomposición. Los agentes siguieron un hilo de sangre coagulada que conducía al frontis del edificio.
En la estación no había nadie.

(IV)

Todo lo que rodeaba al idiota le transmitía la idea de la muerte. Su orina era un líquido muerto y sus excrementos, desechos inservibles de su cuerpo. El pelo que se le caía sin motivo de la cabeza era pelo muerto. Y las uñas que le cortaba su padre, uñas muertas. Las viviendas que lo rodeaban estaban hechas de materia muerta y los desperdicios que veía en los rincones eran restos de algo que alguna vez tuvo vida, pero que ahora estaba muerto. Los gargajos evaporándose al sol simbolizaban la descomposición del ser humano. Los alimentos que consumía estaban todos muertos: la carne pertenecía a un animal sacrificado, las verduras habían sido arrancadas de la tierra y las frutas, cortadas de los árboles. Esos alimentos, que alguna vez rebosaron de frescor, con los días se pudrían, tomaban mal olor.
Por alguna razón, tal vez por haber vivido apartado de los demás desde niño, el idiota aborrecía el movimiento, abjuraba de la vida.
Temprano en la mañana salió de la casa y caminó por las calles vacías, buscando algo que matar; un perro, un gato, un roedor. En el pueblo ya no quedaba casi nada que se moviera. Los ambiciosos que lo habitaban se habían marchado hacía tiempo; sobrevivían los resignados. Las cosechas fenecían, abandonadas. Flores marchitas alfombraban la hierba seca.
El idiota se dirigió a la estación. Miró hacia ambos lados de la vía férrea y luego se sentó en el andén. El tren se dejó ver a la distancia. El idiota no se levantó; apenas giró su cabeza hacia el movimiento. Una vez más pasaría de largo.
Pero el tren se detuvo.

(V)

Días antes de morir los dolores se le hicieron insoportables. Previo a eso las dos preocupaciones principales de Simón Ravanales, en el mismo orden, eran la suerte que correría su hijo, el destino de sus cuentos y un relato a medio escribir que parecía no dirigirse a ninguna parte. Solucionó lo primero escribiéndole a sus hermanas. Ellas le respondieron que vendrían a buscarlo en dos semanas. Ravanales no les quiso informar que estaba desahuciado. Cuando llegaran simplemente les entregaría al muchacho junto con la escritura de la casa.
El segundo problema era angustiante. Siempre había escrito, pero ahora que su carpeta estaba llena de papeles, se preguntaba dónde irían a parar. Recordaba con dolor al hijo bueno y al hijo malo de Bach. El hijo bueno recibió la mitad de los manuscritos del compositor y los conservó: hoy forman parte del tesoro de la humanidad. El hijo malo los vendió por dos chauchas y los manuscritos se perdieron. La angustia de Ravanales, no obstante, no residía allí. Después de todo él nunca sería Bach, ni Van Gogh, ni Kafka. La angustia residía en una pregunta surgida de ese problema. Ravanales se preguntó por qué escribía, qué sacaba con escribir cuentos. Aunque cada tema podía tener mil ramificaciones, mil posibilidades, acababa comprobando que todas lo llevaban al mismo final. Por más que deseara hacer algo nuevo le salía siempre algo diferente, pero igual. Quería escribir con el genio de Rulfo y de Chejov y de Maupassant, pero terminaba escribiendo como Ravanales. Quería sugerir y racionalizaba. Quería que un párrafo fuese tan denso que en él cupiera una enciclopedia y no podía, no podía. Estaba atado a su estilo. Con ningún otro se sentía bien, pero el suyo le causaba dolor.
¿Por qué escribía? Porque le gustaba crear situaciones, porque gozaba inventando en soledad, se decía. Pero entonces lo mortificaba otra obsesión, que punzaba su mente: ¿tenía aquello algún valor? Razonaba además en que por más vueltas que le diera a sus argumentos no hacía otra cosa que contar su vida.
¿Tenía eso algún valor?
Toda su existencia se había limitado a recordar su existencia. Vivía para recordar y luego recrear. No podía solamente vivir, no le bastaba; se sentía vacío. Necesitaba recordar lo vivido para que adquiriera un sentido. Pero, ¿tenía aquello algún valor?
No, concluyó amargamente. No valía la pena escribir para sentirse vivo. Era mil veces mejor vivir a secas. Un millón de veces preferible atender a su hijo enfermo, caminar por las calles de su pueblo de provincia, ir de vez en cuando a cenar a la posada, dejar pasar la tarde en el andén con un periódico en la mano, escuchar la campana del colegio; era diez millones de veces preferible vivir, llenarse de rocío, olores, tempestades, ruidos, emociones o sabores, que pasarlos de largo para después, sentado ante la máquina, hacer como que los vivía en un pedazo de papel impreso.
Era diez veces diez millones preferible. Pero ése no era el estilo de Ravanales. No le acomodaba. Días antes de expirar retomó el último cuento, inspirado en su hijo, y le dio mil vueltas hasta que los dolores se le hicieron insoportables. El cuento quedó sin final y la vida siguió su curso.