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miércoles, junio 18, 2008

Variaciones fallidas sobre un cuento corto de Graham Greene

Graham Greene no peca de falsa modestia al declararse una especie de aprendiz del cuento corto. "El cuento corto es una forma literaria exigente que no he practicado nunca en debida forma", declara. En ese mismo comentario, escrito antes de dar a luz sus obras maestras, el escritor británico considera a los cuentos cortos como "productos subsidiarios de la carrera de un novelista". Yo creo, por lo tanto, en esa declaración. No obstante, su relato "El inocente" es una obra maestra y podría figurar en cualquier antología del género. No es el mejor que produjo su pluma (creo que "Una salita cerca de la calle Edgware" es aún más brillante, aunque en la segunda lectura lo hice bajar un escalón) lo que me da pie para detenerme a experimentar en él. De paso, debo admitir que relatos suyos posteriores a los que he mencionado me decepcionaron vivamente.
¿A qué aspiran los cuentos cortos? ¿A qué aspiran los cuentos? Creo que a tumbar al lector con un golpe de nocaut, y a dejarle marcado el recuerdo del golpe. Hay cuentos cortos que logran ese efecto noqueador, como los de Maupassant, que la memoria retiene a pesar de los años. Su secreto es la fuerza de la anécdota. Otros actúan por lenta demolición, por adormecimiento (valga la paradoja) como sucede con los relatos de Kafka. Creo que los relatos borgianos, tan cerebrales, están construidos para deslumbrar y allí se les va un poco la fuerza. La sinceridad que les falta, esa impresión que dan de que Borges ocultara su verdadero yo detrás de estos fuegos artificiales, es la que le sobra a Rulfo, quien parece jugarse la vida en cada historia. Chejov y la bandita norteamericana comandada por Salinger y Carver figuran también en el ránking de los mejores. Al ruso le basta una página para hacer llorar. Salinger estremece, sin desperdiciar una sola coma. Carver lo deja a uno atónito, pensando en lo fácil que parece ser escribir de nimiedades. En fin, Boccaccio, Chesterton, Chaucer, las mil noches y una noche... es prudente detenerse.
Un cuento corto ideal debería cambiar en algo la vida del lector. A mí "El inocente" me cambió la vida. Me devolvió por unos minutos a mi niñez provinciana, a mi primer enamoramiento. Me hizo comparar la sensibilidad del autor con la mía, me hizo comparar su técnica cuentística con la mía, me obligó a escribir este ensayo de ensayo. Me ha hecho variar por un momento el curso que les quiero dar a estas Memorias. Por todo aquello le rindo el tributo de estas variaciones fallidas.
"El inocente" es un cuento que se compone de tres o cuatro elementos, dispuestos con precisión matemática y ascendente. Un adulto joven ya corroído por los años retorna a su pueblito natal, a petición de su amante, una atractiva pero insensible meretriz que desea gozar de un fin de semana en el campo. No más descender del tren el protagonista se da cuenta de su error. Pudo escoger otro lugar, "otro campo" para satisfacer el capricho de su compañera de turno, pero el primero que se le vino a la cabeza fue ése, el suyo. Los coches en la estación, el mismo cerro de arena a la salida, las primeras casitas, apenas modificadas por una ampliación o una nueva mano de pintura, le devuelven de golpe a la memoria sus años de niñez. Ella está decepcionada, él desearía estar solo. Alquilan una habitación en el viejo hotel, bajan al bar, un parroquiano lo mira con envidia desde su mesa solitaria. Acicateado por la emoción, por ese refresco de imágenes olvidadas, él sale a recorrer el pueblo a solas (¿No te molestaría que lo hiciera?, le pregunta antes a su amante). Ella acepta y se queda en el bar.
Mi primera variación, pues, consiste en la relación que traba el parroquiano con la vistosa mujer. El apetito carnal de este hombre se despierta ante la posibilidad de una aventura, avalada por el descuido del protagonista. El choque de dos formas de vida, la de la banal y artificiosa mujer de la ciudad con la del simple hombre de campo, cede paso a la tensión física. Podría introducirse aquí un dato valioso: ella guarda un pasado similar y sueña con una casa rodeada de gallinas y cerditos. En los brazos de un desconocido del pueblo le dice entonces adiós a su pasado y le abre los brazos a su destino de granjera. Pero el parroquiano, ¿quedará con dudas o tendrá la valentía de hacer caso omiso de la historia de corrupción y bajeza que carga la que es a partir de hoy compañera de su vida? Dicho de otro modo, ¿ha renegado ella realmente de su vida licenciosa por el solo encuentro con un hombre en un miserable pueblito de campo? Si fuese así, no era la anterior su naturaleza, se escondía detrás de máscaras utilitarias. Pero si era esa su condición esencial, ¿qué lo anticipó en el relato? ¿O se trataba de una sorpresa que nos reservaba el autor? ¡Cuidado con las sorpresas en la literatura!
Pero hagamos cuenta que prostituta y parroquiano inician una relación sentimental. ¿Qué será entonces de ellos, lo sabremos? Si no lo sabemos estaríamos probablemente ante un cuento acerca del triunfo del amor primigenio. Si lo llegamos a saber, de un cuento sobre las consecuencias de una pobre transacción sentimental. Cualquiera de estas soluciones, que van surgiendo como consecuencia de erradas jugadas en el tablero, complican más de lo aconsejable una historia sencilla, profunda y efectiva.
También puede suceder que, a solas en el bar, la mujer ve en el hombre la posibilidad de ganarse unas libras extras. Entonces ambos suben rápidamente a la habitación y ella le satisface su deseo. El hombre, al bajar las escaleras, toma conciencia de que ha malgastado parte de los ahorros de meses destinados a la compra de animales. Ella se ríe íntimamente de la guinda de la torta que le sacó al fin de semana de campo. Pero tal opción argumental importa una grave falla: no es posible cambiar el tono del relato sin dañarlo. Si el protagonista se ha revelado como una persona sensible, inteligente, aunque decepcionada tempranamente de la vida, no es razonable que el cuento se transforme de pronto en un relato picaresco, a sus espaldas.
Nunca creo haber leído que un crítico haya considerado la constante bifurcación de senderos con que se topa el argumento de un cuento para destacar su majestad. Mi discernimiento, eternamente en busca del cuento perfecto, toma en cuenta ese aspecto antes que cualquier otro, descartado lo básico. Graham Greene no empleó ninguno de estos ejemplos de variantes, y se me antoja que pudo tener varias más en mente al teclear la máquina. Finalmente decidió dejar fuera toda posibilidad de desarrollo de los personajes secundarios. El parroquiano no volvió a aparecer y de la mujer sólo sabremos que en la noche, luego de hacer el amor con su compañero, se dio vuelta en la cama y se durmió.
Descuiden, queridos lectores: aún queda mucho cuento y por ende, muchas variaciones. La maestra de piano que da clases de baile daría para un final al estilo de Joyce, quien gusta cambiar la dirección del viento en el último tercio de sus relatos. El papelito en un agujero del portón me recuerda un cuento de la escritora española Marta González Acosta, titulado, si no me equivoco, "La tercera gestación". En ambas ocasiones el corazón de la vida parece estar encerrado en un perímetro microscópico: he allí otra posibilidad de cambio. Y en cuanto al dibujo obsceno de un hombre y una mujer... pero la prudencia me vuelve a llamar a su redil. Mejor abandono este fallido ensayo; lo dejo hasta aquí, sin más.

martes, junio 10, 2008

A mis lectoras y lectores

Menguan las lecturas de estas Memorias. Menguan los comentarios. Si eso me causa inquietud se debe a la intuición de que al descuidar vuestras experiencias, queridos amigos, los ofendo. Nada más lejos de la verdad. Si escribo es en parte por ustedes, aunque la motivación principal siga siendo la de llegar al centro mismo de mi soplo vital. Una vez que lo haya conseguido ya no habrá necesidad de plasmar mis ocurrencias por escrito y podré retirarme a mi casa de campo. En tanto no suceda, debo seguir insistiendo, poniéndolos por fuerza como testigos de este sueño pesadillesco, de este arrebato que se asemeja a una proeza civil. Y aunque quisiera, no puedo detenerme un minuto a contemplar otros paisajes; bastantes ya reclaman su exhibición en una sombría lista de espera.
Todo es miseria y vanidad; nada sacamos con negarlo. Hasta la sabiduría es vanidad. Ésta sólo deja de alumbrar en el paraíso perdido de Lao Tse y de las sagradas escrituras. Cada uno de nosotros ha descubierto el mundo y reclama su pertenencia con los mejores argumentos. Ni siquiera los jueces del más versado de los tribunales de la tierra podrían fallar un caso como éste.
No es mi ánimo parecer pedante, sino reivindicar al corazón, órgano tan sacado de contexto en los tiempos que corren.