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viernes, diciembre 17, 2010

Esto no es lo que usted piensa. Disculpe lo cortante de mi trato

(La declaración del reportero).
Creo que estuvo esperando pacientemente el ocaso de mi carrera para darse a conocer. Adivinó que si se mostraba antes no sería comprendido su destino y su testimonio continuaría en el anonimato. Sospecho que en un arranque de candidez se confió a mis manos, ya que es sabido que las fuerzas innombrables son cándidas. Así llegué a su figura y gracias a mí esta figura tendría que haber llegado al gran mundo, pero no al importante, ya que para los doctos, que trabajan con otra arcilla, la vida de un personaje como el que tuve la suerte de conocer, diría la mala suerte, vendría siendo algo así como un pelo en la sopa.
Para mí, esa entrevista fue un canto de cisne. Sospecho que todo ha terminado y me maldigo a mí mismo. Pude haber sido la linterna que apuntara su luz sobre objetos ignorados, acaso inservibles, incluso aquello habría servido una enormidad. Pero la rueda de la fortuna giró en mi contra, resta poco y nada que hacer.
Fui un periodista, dicho con mayor exactitud, un reportero. Mi oficio terminó convirtiéndome en un cínico. Hubo un tiempo en que lloraba demasiado, como las mujeres, ante cualquier estímulo provocador. Mas la naturaleza de mi trabajo, que me cambiaba cada día una sorpresa por otra, hizo de efecto demoledor; entrado a la madurez acabé no creyendo en nada y simplificándolo todo. Yo escribía para el gran público y la ansiedad me dominaba al repasar mis escritos: ¡eran tan fáciles de leer!, de lo que se desprendía que correspondían exactamente a lo que se me ordenaba hacer, que era penetrar en las almas de ese gran mundo. Los académicos siempre me han causado terror, por el portentoso bagaje de citas que guardan en la maleta de sus cerebros y por la profundidad de su pensamiento, que se deja ver aun en tres líneas. Los estudié y descubrí que el secreto consistía en la particular metodología utilizada, que les inyecta densidad a sus trabajos; por ejemplo, si para presentar una idea se requieren 25 palabras, ellos convierten ese esfuerzo en doce palabras que encima encierran tres ideas. Recién a la cuarta lectura -siempre que la concentración fuese absoluta- se logra entender la idea central por un segundo, mas no las secundarias; pero entonces ellos ya han tomado la delantera y continúan exponiendo ideas en las siguientes tres líneas. Los triunfadores traducen lo que creen haber entendido y los derrotados como yo se retiran con la cola entre las piernas. Descubrí también por qué se necesitaban tantos libros para interpretar una obra maestra de pocas páginas y descubrí el misterio del misterio; o sea, el misterio que encierra un mensaje que no se entiende. En suma, los admiraba con terror, como ya lo dije, quería ser como ellos, pero mi vida fue una vida sin método, y al momento de escribir terminaba cayendo en mi vicio perverso. Sabía que estaba atrapado en una quimera, porque no tenía mucho más que decir que contar historias que atrajeran el interés de la masa, y bien tarde vine a reparar en que aun la masa desconfía de personas como yo. A la hora de tomar sus decisiones se queda con el pensamiento austero y racional, que es el pensamiento ausente de emociones e ininteligible con asiento en las grandes academias. Este es el reino de la elite porque la elite es la que gobierna al mundo y nosotros somos sus títeres.
Cuando nos reunimos en el café mi prejuicio fue el de pensar que se trataba de un personaje más, de una más de las fantásticas historias que la gente ansía conocer, y que no son más que simples historias de personas a quienes les sucede algo increíble; o sea, la historia de toda la gente. Se le movían las manos, parecía estar bajo los efectos de algún medicamento. Encendía un cigarrillo apenas se le acababa el otro. Le pregunté su nombre, me confirmó que era la persona que me había citado por teléfono con una voz que ese día se me había antojado insegura y suplicante, pero que ahora parecía completamente independiente de los nervios que gobernaban al resto de su cuerpo. Me presenté, me senté y ordené café. Me dijo que prefería té, de modo que ordené un café y un té. Enseguida, haciendo gala de mi oficio, abrí la conversación con un par de frases destinadas a romper la barrera de hielo inicial, pero no pareció conmoverse. Al contrario, noté un cambio de expresión en su rostro, una pincelada de fastidio.
-Esto no es lo que usted piensa. Disculpe lo cortante de mi trato, mi amigo -dijo sin rodeos.
Me trató de amigo. Eso me sorprendió, viniendo de quien venía, pero me gustó. No significaba que fuésemos amigos, sino que había una ligera dosis de confianza de la que me podía agarrar para robarle misterios a su vida. Me había autorizado a ir al grano cuanto antes.
Terminada la entrevista, luego de más de dos horas, tiempo excesivo para un encargo de este género, pero mínimo para la trascendencia de lo que me fue revelado, me vi en la obligación de pedir un par de días libres, pero intuí que no serían suficientes para ordenar mis ideas. De partida, se me planteaba el desafío de tomar una decisión que para mí resultaba capital, aunque suene infantil declararlo. ¿Debía dar a conocer la historia o debía destinarla a mis archivos? ¿Debían de saberla mis jefes o era mejor mentirles, asegurándoles que el personaje no tenía importancia alguna? Y suponiendo que decidiese escribirla... suponiendo... cómo diablos explicaría algo casi imposible de explicar, cómo lo haría atractivo a los lectores, por dónde debía empezar, por dónde terminar.
Revisé la grabación una y otra vez. No, trataré de ser preciso: escuché tres veces las dos cintas de 60 minutos cada una. Releí los apuntes otras tres y los mantuve a la mano, encima del escritorio. Todo giraba en torno al mismo tema, que pudiéndose expresar en un par de palabras convirtió nuestra conversación en una eternidad, durante la cual vislumbré un nuevo cielo, otra manera de encarar el infierno. Hice ciertos cálculos, bosquejé su retrato de memoria, para ver si el misterio estaba oculto en algún trazo del subconsciente. Conseguí bastante poco.
Quise iniciar la nota escribiendo... tenía el primer casete, el relevante... allí lo tenía... lo hice andar de nuevo... sí, lo decía claramente... entonces... ¿abría la entrevista con dicha cita y luego reafirmaba sus dichos con los datos reunidos? Pero, ¿quién iba a creer algo así? ¿Lo creía yo mismo?... Consideré más apropiado repasar otra vez mis ideas.
Su lógica me parecía implacable, pero me pareció que vivía en una atmósfera de aparente alienación. Dado que no se ha llegado aún a la raíz de la locura y de que los doctores ven colores y formas en un escáner que interpretan a su gusto, avalados por un diploma en la pared, pensé entonces partir desafiando a los siquiatras. Pero si lo hacía me los echaría encima y transformaría la entrevista en una denuncia contra una asociación médica. Pésimo camino. Debía centrarme en la figura que vi con mis propios ojos y de la que capturé su voz en una cinta. Fue entonces cuando la rueda de la fortuna me giró hacia el lado inverso.
La ambulancia tardó un par de días en llegar al departamento. No podía mover un solo dedo, me hallaba atrapado en mi propio cuerpo. Alertados por vecinos, los enfermeros subieron en el ascensor y debieron forzar la puerta. Después apareció un grupo de policías que estudiaron detenidamente el lugar y recibieron testimonios de gritos y forcejeos de los que sinceramente no recuerdo haber sido partícipe. La gente suele imaginar historias para justificar su conducta. Mientras me llevaban al hospital pude ver que el jefe de los detectives, a quien llamaban Navarro, accionaba la grabadora y escuchaba una de las cintas. Quise advertirle que no lo hiciera, pero no me dieron las fuerzas. Me sacaron de allí; mis tíos se quedaron con las cintas. Cuando me vinieron a ver al hospital intenté decirles... contarles... todo fue en vano. Mi tía me miraba con esa expresión tan propia de ella y echó un lagrimón; mi tío la puso en su lugar con un reproche corto y seco. Me aseguraron que las cosas marchaban bien, en orden, como corresponde, pero sabía que no era cierto.
Uno de estos días vino a verme Witelwan, no acierto a recordar el día exacto o quizás lo imaginé. Apareció con su novia. Venían tomados de la mano. Me miraron con un aire amoroso, miradas de lástima que encerraban un cariño real, como el que ellos se profesan. Cuando le insinué que tenía algo que decirle, Josefina entendió el mensaje y se retiró discretamente de la sala. Entonces le conté lo de las cintas. Witelwan abrió los ojos como suele hacerlo cuando algo le sorprende y me hizo algunas preguntas. Luego llamó a Josefina y antes de despedirse me hablaron de sus proyectos académicos. Se retirarían del periodismo; una prestigiosa universidad privada, debidamente acreditada, les abría sus puertas de par en par. Tuve una visión instantánea: los vi entrando a un viejo claustro de estilo gótico con paredes de piedra y columnas de granito adornadas en el cielo por murciélagos de verdad, que revoloteaban alrededor de bruñidas lámparas de bronce; severos maestros los iniciaban en los secretos de la humanidad y ambos vestían de toga y birrete. Ellos se aman y serán felices, no nacieron para el periodismo. Sus tardes de sábado serán como esas delicadas sonatas de Mozart que suavizan la vida, ella le llevará té de bergamota al escritorio y lo abrazará por detrás, le dirá cosas lindas con su grave voz de terciopelo; él estirará el cuerpo y echará una broma para sacarse de la mente las páginas del libro que le quema las pestañas. En cambio yo... temo que mi vida habrá de culminar en una sala de hospital.
La enfermera me leyó el diario de la mañana y se detuvo en la columna de Witelwan. Salté en la cama. La mujer se crispó como gato. Parecía aterrorizada. Se acercó, me miró a los ojos, yo miré fijamente el periódico y ella llamó a los doctores. Cuando entraron, mi cuerpo estaba inclinado sobre la página. ¡Así interpretan los aspirantes al podio académico los dichos de mis personajes, con esa liviandad de criterio!, como si los hechos fantásticos se prestaran para ejercicios de la ironía, para juegos de la retórica.
Ayer entró el detective Navarro, lo reconocí por sus mostachos. Me trató de amigo, no me gustó nada. Jamás he buscado hacer amistad con policías; he tenido el cuidado de no relacionarme con ellos más allá de lo estrictamente necesario. Me preguntó por la columna de Witelwan; me hice el que no le entendía y se fue, me deshice de él en cinco minutos. En cuanto a lo demás, no puedo seguir pensando del modo en que lo hago, vivo en una constante ensoñación. Los días pasan y no guardo memoria de ellos. A veces me dicen que yo dije tal cosa o anduve con tal persona y no recuerdo prácticamente nada. En cambio, ¡con qué meridiana claridad reaparecen en mi mente los estados de ánimo pretéritos!, día por día, hora por hora, y así mido el tiempo. Pero es mi forma de analizar el problema, así no resolveré jamás este caso, tan engañoso como cubo de Rubik. Debo ir a la fuente, beber de la fuente, bañarme en la fuente; esto no es lo que parece a primera vista, esto debe tener un final feliz, debo evadir a toda costa la tentación de las historias retorcidas. No puedo embarcar a nadie en mis fantasías, causaría algo de inmenso placer, pero el daño sería espantoso. Aún confío en los dictámenes de la moral. La religión levanta mi casa. La oración me sana. Dios me guía.
(La declaración de la tía).
Entramos a la casa como si viniéramos de un funeral. Me metí a la cocina; él se sentó a ver las partidas, mandón, gritón, grita por todo, pide a puros gritos. Hay que quedarse callada no más, pero cuando echa pie atrás me promete este mundo y el otro, dice que su carácter es tan fuerte y que va a cambiar. Siempre diciéndome que las cosas van a mejorar. Puros gritos, nunca agresivo, y el fútbol para él es importantísimo, el fútbol y el ciclismo, se queda pegado a la televisión como niño con juguete nuevo, llevamos tantos años así, ya estamos acostumbrados, no sabría qué hacer si él se me fuera.
Luego del almuerzo, mientras lavaba la loza, le pregunté qué pensaba hacer con sus cosas del trabajo. Seguía viendo el fútbol y me gritó que no lo molestara. Fui al living y le mostré las cintas de grabación. Me ordenó que las echara a la basura. Le hice ver que se trataba de nuestro sobrino, pero no me contestó.
(La declaración del cartonero).
Al escarbar en la bolsa no les di ninguna importancia y debo admitir que estuve a punto de despreciarlas. Un segundo después debí pensar que en la Feria Persa se les podrían sacar algunos pesos, de modo que las sumé a los cachivaches reunidos durante la noche. Al llegar a mi residencia las dejé sobre el tablón junto con los demás tesoros, abrí la caja de vino y me la tomé casi al seco. Luego me dormí. Esa noche soñé por milésima vez la horrible pesadilla que se me viene repitiendo por años; tuve que levantarme a tomar, a exprimir la caja para saciar la sed, muy mala idea. Apenas me acosté de nuevo se me apareció la vieja. Venía de lejos con los perros envueltos en esas sábanas blancas que me persiguen para echarme a un sepulcro de tierra, sin cajón, sin nada. Ay, si ese día hubiera reaccionado de otra forma, una forma menos... drástica, hoy no estaría aquí, no viviría recolectando cartones ni leseras, no tomaría vino como condenado a muerte. Pero a qué lamentarme.
Cuando partí a entregar lo recolectado me dio por escuchar una de las cintas. La metí en la radiocasete. Quedé impresionado y desperté a la Irene, que seguía durmiendo a pata suelta en la mansión. No quería abrir los ojos, pero cuando la escuchamos por segunda vez, y yo por tercera vez, no pudo dormir más. Después escuchamos juntos la segunda cinta. Lo primero que pensé fue en llevárselas a los carabineros. Y eso fue lo que hice, se las llevé a los carabineros. Maldita hora la mía en que se me ocurrió hacer eso, me preguntaron por qué andaba con la caña, me retaron bien retado y me mandaron a la casa a dormir la mona. Les dije que me quería quedar con las cintas y el cabo me preguntó dónde las había encontrado. Le dije que dentro de una bolsa de basura. Me preguntó si no sabía que era delito sacar basura. Le dije que no era una basura porque eran unas cintas. Se fue enojando y me leyó un artículo que decía que no se podía ensuciar la vía pública. Yo le dije que nunca ensuciaba, que dejaba todo bien ordenado. Me dijo ándate pa tu casa pobre infeliz, con esas mismas palabras, y me vine con las cintas, casi me toma preso.
Anoche las volvimos a escuchar con la Irene, pero la guagua nos desconcentró y después yo tuve que salir a recolectar. Cuando volví a la mansión la guagua estaba jugando con una cinta; la había sacado del casete y la tenía enrollada en el cuello. La Irene no se había dado cuenta y pegó un grito, pescó un cuchillo y cortó la cinta para que el mocoso no se asfixiara; creo que le puso mucho. Busqué la otra cinta, estaba llena de baba del Cholito, con una marca de colmillo, medio a medio del casete. Ni siquiera traté de escucharla; total, ya me la sabía casi de memoria. Fui al puente y las boté las dos al Mapocho.
(El informe de Navarro).
Tuve que releer la columna para darme cuenta de que en el fondo se trataba de lo mismo. El texto no pasaba de los cinco párrafos y me costó asociarlo con aquel reportero, con aquel... ataque, más exactamente con el contenido de las cintas halladas en el departamento de ese hombre. Debo aceitar la máquina, antes no se me habría ido una cosa así: ese día tuve las cintas ante mis narices y no me llamaron la atención. Alcancé a escucharlas y las dejé torpemente abandonadas sobre la mesa.
Más tarde fui al hospital, era sábado. Entré a lo doctor, acerqué la columna a sus ojos y la apunté con el dedo. ¿Lee bien, puede leer?, le dije, ¿leyó esto, conoce a Witelwan, ha hablado con Witelwan? ¡Deme una señal, quiero ayudarlo, es importante que recuerde!, ¡diga algo, por favor!, pero la señal me la dio la enfermera, que me sacó de la sala a empujones.
Busqué en la agenda, hallé el número y llamé. Nadie me contestó. Tomé el auto y me estacioné frente a la casa de sus tíos; acababan de volver del hospital. La tía servía la mesa y el tío se disponía a comer un plato de tallarines. Había entrado en el momento más inoportuno. El viejo miraba cada cierto tiempo hacia el plato, que se iba enfriando, y no sin algo de infantil temor, como si estuviera delante de Pinochet, confesó que las cintas habían ido a dar a la basura. Volví a mi casa, aniquilado. El ejemplar del diario estaba desparramado sobre la mesa de la terraza, se había tornado amarillento con los rayos del sol.
A las nueve de la mañana del día siguiente, Witelman y su novia ingresaron a la secretaría académica y firmaron los contratos. Se dieron un beso a escondidas y pasaron al casino de los profesores a desayunar, invitados por el decano. Witelwan estrenó una chaqueta de tweed con coderas y pidió frutas, jugo de zanahoria con naranjas, té, un sándwich de jamón con queso y un trozo de kuchen. Josefina un café cortado y tostadas con palta. A las 10 de la mañana los recibió el rector y a las 11 entraron a sus salas, donde ya se hallaban sentados los alumnos. A esas alturas estimé que no tenía de qué conversar con ellos; los príncipes no se alimentan de gusanos, y volví al cuartel.
(La declaración de Witelwan).
Josefina me llama al lecho y cuando ello ocurre, noche a noche, ninguna fuerza de las que gobiernan el mundo podría impedirme acudir a ese llamado. Josefina lo es todo para mí y yo lo soy todo para ella, nos amamos como nadie se ha amado y aunque nuestras diferencias son enormes y a cada instante el tiempo nos hace ver y hasta se burla de nuestros defectos juveniles, incluso aunque los celos nos muerden el trasero apenas se da la oportunidad, ambos hemos decidido ingresar al mundo académico y esa perspectiva no tiene precio, pues nos conducirá al bienestar de la felicidad. Mientras hacemos el amor me recuerda que todavía no hemos firmado los contratos vitalicios. Luego, aún entrelazados, le advierto que lea más seguido a Kant; ella me dice que sí, que sí, con los ojos prácticamente blancos por el sueño. No te olvides de repasar a Pascal, la remuevo, los Pensamientos, aléjate de los cuentos de Hoffmann; Josefina da un salto sin saber dónde está y yo me echo a reír, porque el horizonte es bellísimo y no lo cambio por nada. Hay historias no aptas para periodistas; nos sientan mejor a nosotros. Te amo, Josefina, deslizo mis dedos por tu espalda marmórea a la luz de la luna, corren mis yemas por tu piel de universitaria. Te adoraré hasta que el velo de la noche cubra mis ojos y el vacío se apodere de mí. Ahora eres bellísima y no deseo que la noche muera, sin embargo las llamas del futuro se levantan altísimas para alumbrar nuestro sueño, es un fuego que devora las entrañas y no me deja dormir.
(Reflexión del magistrado antes de dictar el veredicto).
Aquellos que ven las cosas por encima afirman que para narrar El soldadito de plomo basta un hilo firme tejido por las fantasías de la mente, en tanto que si una obra merece ser considerada... cómo decirlo... superior... artística... revolucionaria... no encuentro el adjetivo exacto... el caso es que postulan que si una obra merece ser considerada, debe ofrecer virtudes necesariamente académicas, más complejas que una simple cadena. Tal consideración debiera ser examinada con el mayor detalle, con la mayor profundidad antes de dársele el crédito que estima merecer, pues si bien no está exenta de cierta dosis de verdad, especialmente en lo que se refiere al cuerpo de la obra, entendido este como la materia adherida a su esencia, así como el cartílago está pegado al hueso y el hueso contiene la médula, dicha característica por sí sola no valida su categoría.

jueves, diciembre 16, 2010

La abueli Amanda y la abuela Ángela

La abuela Ángela era portadora de algo invisible, sombrío y profético que nos impedía acercarnos mucho a ella. Su figura representaba el temor de Dios; de lejos parecía como si un vestido largo y ancho se nos viniera encima, una mole compacta de la cual no se podía huir, porque nos había cazado con la mirada. De cerca uno le sentía los pelos de la pera al besarla en la mejilla. Ella no era de muchas palabras y su intención final era conducirnos a Dios a través de la religión evangélica. Era la suegra de mi mamá y mi mamá, que era católica, accedía a enviarnos a la escuela dominical que se impartía en el culto que quedaba a los pies de la casa, a sabiendas de que al Vitorio y a mí no nos convencerían, porque en el fondo la religión era un asunto social. Y como los evangélicos eran los de la población Sewell y los católicos eran los de la población Rubio, no había dónde perderse.
La abueli Amanda, en cambio, era adorable, siendo tan viejita como ella, pero más chica. Un día me llevó a la matiné del cine Rex, a una función que habían organizado los bomberos. Me compró pastillas de anís y vimos el Zorro. A la hora de once me servía pan con dulce de membrillo y café con leche en una taza verde. Yo varias veces le llevé a un compañero de curso que vivía en la población Sewell y le pedí que lo alimentara bien porque era pobre. Mi amigo no se ofendía; era de naturaleza dócil. La abueli vivía en Ibieta, de su jubilación de maestra, con la Mirita y mis tres primos. El tata Lucho y el tío Octavio ya se habían muerto y el día del pago la abueli llegaba con pasteles de la Reina Victoria. Como el patio era tan grande servía de cancha de fútbol. Un día tiré un pelotazo y ella iba pasando y le llegó en la cara. Meses después le dio una trombosis y se murió.
En el culto los evangélicos se reunían una vez al mes a pasar la noche rezando y llorando. Confesaban sus pecados a grito pelado y a nosotros nos daba terror. Una noche me levanté a cerrar la ventana y saltó un gato que se había metido a la casa y me pasó rozando. Detrás de aquellas imágenes fantasmagóricas estaba la abuela Ángela, donante del terreno en que se levantó el templo, de modo que se podría decir que esa era la razón por la que desprendía un aura como de los Diez Mandamientos. Vivía al lado de nosotros y cuando mi papá se tomaba unos tragos ella se daba cuenta y lo pasaba a ver. Lo metía a la pieza y de afuera sentíamos los correazos y las cachetadas. La resistencia de mi papá era decir no madre, no madre, no madre; después la abuela Ángela salía bien tranquila y él se quedaba dentro de la pieza. A veces, si estábamos solos y nos oía pelear, llegaba y nos leía la Biblia. Entonces con el Vitorio nos dábamos un abrazo y prometíamos ser mejores hermanos y ella volvía a su casa.
La abueli dormía largas siestas, dentro de la cama y con camisa de dormir. Le gustaba sobre todo descansar, porque era madrugadora y pasaba el día entero en la cocina. La abuela Ángela se enfermó de cáncer y le dio una hemorragia que la hizo vomitar sangre, y después se murió. A su casa no entraba la luz y nunca hubo allí una fiesta. Los funerales de mis dos abuelas fueron con carrozas con caballos con crespones negros.
Con el tiempo descubrimos que el tata Lucho era como diez años menor que la abueli, pero esa diferencia nunca fue tema de conversación porque no tenía importancia y el tata Lucho a esas alturas ya era un recuerdo.
Al abuelo Isidoro no lo conocimos nunca porque se fue temprano de la casa y dejó sola a la abuela Ángela y a sus cuatro hijos, vaya uno a saber por qué. Era contador y escribía poemas, aunque la abuela Ángela no le iba a la zaga. Para mi cumpleaños me regaló esta poseía, que conservo en mi memoria:

En Bueras con Palominos
A Huguito Mardones vi
Jugando con la pelota
Y me dije para sí
Este es el niño que busco
Para hacerlo feliz

miércoles, diciembre 15, 2010

El hombre tirado en la línea del tren

A una cuadra de mi casa pasaba el tren a Sewell. Generalmente iba semivacío, pero los domingos los mineros se asomaban por las ventanas apretujados como racimos de uva. Daba la sensación de que los llevaban al matadero, por las caras con que miraban a las personas que se iban haciendo chicas en la acera al despedirlos. Solía ver todo eso desde el quiosco de mi tío Pablo, que quedaba justo al lado de la línea, separado por una malla de alambre. Detrás del quiosco había un largo terreno eriazo que limitaba en un flanco con una calle de escaso y nulo tránsito y en el otro con la malla de alambre, de tal forma que resultaba perfecto para nuestras pichanguitas. Al fondo se levantaba una vivienda de dos pisos que siempre se me antojó una casa fantasma. Nunca vimos salir a nadie de allí, aunque eso no quiere decir nada. La verdad es que jamás le dimos la menor importancia.
La Toya vivía en la población Sewell. Usaba un moño, era morena, bajita y curvilínea. Por las noches yo apagaba la luz del comedor y la veía besarse con un hombre desde mi ventana. Buscaban el sector de la calle Palominos más alejado del poste. Me llamaba la atención cómo se arqueaban al unir sus cuerpos con el beso. La Toya era una de las mujeres que acudía a despedir a los mineros, con un pañuelo blanco y alguna lágrima que demoraba poco en secarse. En el quiosco se podía ver frecuentemente a un muchacho vestido con el uniforme del servicio militar. Fumaba cigarrillos Cabañas, uno tras otro, como si estuviera nervioso; los dedos se le habían puesto amarillos. Iba al quiosco a lucir su uniforme, pero al mismo tiempo sabía que tarde o temprano debía volver al regimiento. Mas, disponía de una cuota extra de tiempo antes de acudir voluntariamente a su cárcel, y ese dato resultaba clave para una ciudad que se despoblaba de hombres los domingos, después de las cuatro de la tarde. Solo le ganaba un lector infatigable que se sentaba todo el día en un piso a los pies de su puesto de verduras. Era un viejo de pelo oscuro que se peinaba para atrás: él sí que tenía los dedos amarillos, porque se fumaba hasta la colilla.
Cuando estábamos aburridos poníamos monedas sobre la línea y esperábamos que pasara el tren. Salían convertidas en un disco que no servía para nada. Si en vez del tren pasaba el autocarril se achataban menos, porque el peso era inferior, pero tampoco tenían utilidad alguna.
Una tarde de invierno se comenzó a hablar de un borracho tirado en la línea, en la cuadra siguiente. Llegué a la escuela con escalofríos y no pude asimilar las materias; estaba demasiado preocupado por la suerte del hombre. ¿Alcanzaría a salir arrancando al despertar con la vibración de la máquina en sus barbas? Al volver a casa con un compañero miramos hacia la lejana esquina fatídica: el hombre aún parecía estar allí. Era un día de sol.
Al día siguiente le pregunté a mi compañero si sabía algo. Me dijo que el tren le había pasado por encima y le había reventado los sesos. Lo dijo con una frialdad que me hizo dudar, de modo que si bien lamenté su suerte, en el fondo sobrellevé la noticia con dignidad.
Sin embargo al despedirnos se me abalanzó por sorpresa y me llenó la espalda a puñetazos. Dio todos los golpes que pudo dar, como si se estuviera desahogando. Yo permanecía sin habla, estupefacto, ni siquiera fui capaz de llorar. Al alejarse me dijo:
-Te pegué porque no le puedo pegar a tu primo.

martes, diciembre 14, 2010

Acto en la Escuela 1

"Ya no es tarde ni noche, ya no es noche ni tarde...".
Hay un galpón antiguo que hace de gimnasio, un galpón colmado de gente, de profesores y niños con sus padres, es un acto de fin de año. Yo, una de las pocas cosas que conozco, recito una poesía, pero como los micrófonos no pueden llegar tan abajo, me he subido a un piso, me han subido a un piso, lo que le da más ternura al número. Es extraño que me vea a mí mismo y que no recuerde el más mínimo detalle de la masa que tenía frente a mí, de esos ojos luminosos que titilan en la oscuridad y a los que se dirigen los artistas cuando actúan.
"Ya no es tarde ni noche, ya no es noche ni tarde...".
Cerrada ovación y de premio, un barquillo en el Lucerna. Me gustaban los de chocolate. Los barquillos tenían que ser de chocolate. Cualquier otro sabor era de consuelo. Vestía un terno gris con pantalones cortos, soquetes blancos, zapatos brillantes de suela gruesa, una corbata de diseño escocés.
No era tan difícil aprender poesías y menos aún, declamarlas. Había que mover el brazo derecho hacia arriba y bajarlo en arco hacia afuera, hasta que quedara pegado al cuerpo. Enseguida había que hacer lo mismo con el brazo izquierdo. La voz se subía y después se arrastraba hasta el murmullo y entonces se subía de nuevo en la última palabra de la estrofa. Al final había que terminar con la mano en el corazón y la cabeza gacha. Me lo tuvo que haber enseñado mi mamá, que era una artista insigne.
"Ya no es tarde ni noche, ya no es noche ni tarde".
Un verso, lo que quedó de esa escuela viejísima, ubicada en Independencia con Bueras, la Escuela Superior de Hombres número 1. Allí cursé la primera preparatoria, a los cinco años. En los recreos corríamos donde un cocinero que repartía leche hirviendo de una olla gigante. Apegado a la pared había un cilindro de metal, desecho de una máquina aplanadora, que usábamos para jugar. Costaba moverlo por la tierra del patio, porque era más alto que nosotros. Varios lo empujaban mientras los demás se subían a la superficie e iban cayendo. Una mañana puse deliberadamente el pie para sentir cuando el juguete me pasara por encima y perdí una uña.
Al año siguiente se inauguró la nueva escuela y todos nos fuimos con ella. La otra se hizo polvo. Frente a nosotros ahora estaba la cárcel. Retengo un momento en que nos encerraron a todos porque se había fugado un preso. Después supimos que lo habían pillado y lo mataron. El preso era joven y su delito fue quemar el diario local con el dueño adentro. La gente decía que entre él y el dueño había algo y que el preso había actuado por venganza.
Un día dormía algo incómodo por los síntomas de un resfrío cuando llegaron a buscarme de urgencia. La señorita María Eugenia requería de mis servicios porque faltaba el recitador para una ceremonia que se estaba desarrollando en la escuela. Me vestí sin lavarme y partí corriendo. Ya no se trataba de un gimnasio, ahora las grandes jornadas se vivían en una sala de actos amplia, luminosa. Me ubiqué en las últimas filas, de pie. Desde ese sitio el escenario adquiría aún más importancia; había que ponerse de puntillas para ver el acto. Me dieron ganas de estornudar y por no hacer ruido lo hice con la boca cerrada y me cayó como medio kilo de moco sobre la camisa blanca. Me desesperé, porque después venía yo. Corrí al baño y me eché agua hasta que salió todo, pero no estaba seguro. Cuando me anunciaron subí a recitar y mientras recitaba sospechaba que la limpieza no había sido total, presentía que la sala se largaría a reír apenas el primer acusete descubriera la catástrofe.

lunes, diciembre 13, 2010

"Soy macho"

A los ocho años fui a dar al siquiatra porque movía los hombros.
-Qué le pasa al niño -le preguntó la doctora a mi mamá.
-Mueve los hombros, doctora.
-Qué más.
-Suspira.
-Bien, déjemelo.
Comenzó así una serie de sesiones en el hospital de Rancagua. La doctora había llegado hacía poco y mi mamá, utilizando sus influencias, logró conseguirme una hora por la cual, desde luego, en esos tiempos no se pagaba nada. Era la primera especialista en su género en la ciudad y había que sacarle partido. Por fin se sabría el origen del movimiento de mis hombros.
A poco andar comencé a revelarle otras rarezas, como hacer muecas con la cara, deslizar los dedos entre los pliegues de las cortinas para sentir el placer de la seda en mis manos, ordenarme a cada rato la camisa, en fin.
-Su hijo está lleno de tics -le dijo la doctora a mi mamá, cuando me fue a buscar.
A la tercera sesión le llevé mis cuadernos de historietas. Páginas enteras llenas de aventuras de jovencitos, partidos de fútbol, animales que hablaban. Las leyó atentamente, creo que hasta se divirtió leyendo. Mientras, yo esperaba en la silla. Después me devolvió los cuadernos y los guardé en el bolsón. Hoy no me queda uno solo; todos se los llevó el camión de la basura.
A la cuarta sesión me pidió que me autodefiniera.
-Soy macho -le dije de sopetón.
Como las sesiones eran por la mañana, el almuerzo de ese día fue calamitoso. Mi mamá contó en la mesa mi ocurrencia y todos se largaron a reír. Al principio no entendí cuál era el chiste; luego odié a la doctora, por andar contando cosas privadas.
El veredicto de la especialista fue el siguiente: mi madre era la culpable de todo, porque me exigía demasiado. Mi padre era inocente, aunque se tomara sus copas. Mis historietas eran la forma de evadir las limitaciones físicas por mi enfermedad al corazón. Pero ¿qué era eso de ser macho? ¿Un simple dicho infantil?
Pienso que la doctora no ahondó demasiado en ese asunto. Me hubiese preguntado más le habría contado que desde niño buscaba a un padre entre mis amigos mayores o mis maestros. Alguien sabio y bueno, inteligente, dinámico y forzudo. Yo mismo me sentía interiormente ese macho, más bien aspiraba a serlo, pero alguien de fuste debía reforzar la convicción. En mi adolescencia hallé un líder espiritual, en mi vida adulta di con el siquiatra-padre y más de uno de mis amigos se corresponde con esa imagen de padre-sabio o de padre que castiga aplicando el correctivo, de padre que me rebaja a mi ridícula verdad de niño.
La sexualidad no es solamente ir tras una mujer e intentar seducirla para prolongar la especie. Es una cosa más endiablada que eso y con el tiempo he llegado a convencerme de que nadie que se haga la pregunta de verdad está seguro de quién es realmente, en cuanto a su género. Conjeturo que lo más que obtiene, que no es poco, es concluir que es hombre porque le gustan las mujeres o que es mujer porque le gustan los hombres. En cuanto a mí, confieso que he pasado gran parte de mi vida tratando de desenredar ese nudo gordiano. Y estoy casi seguro de que cuando muera seguirá atado, como haciéndome burla.

martes, diciembre 07, 2010

Interpretación de un cuadro de Torterolo

En Rancagua las hojas del abanico que marcaban las diferencias de clase eran limitadas. Casi todos íbamos a la misma escuela, comíamos y bebíamos más o menos lo mismo, las mujeres ricas y las pobres se encontraban en la carnicería, en la misa del domingo y en la Plaza de los Héroes, donde les compraban algodones, turrones y pelotitas de esponja a sus niños. Los hombres iban al estadio a ver al O'Higgins; unos a tribuna, otros a galería, pero todos experimentaban una decepción similar después del partido. La diferencia la hacían la casa, el automóvil y sobre todo, el televisor. Tener una casa grande de dos pisos con chimenea era prueba irrefutable de riqueza. Tener un automóvil era signo de poder. Tener un televisor, de poder secreto. Una noche volvíamos a casa por la calle Bueras y mi mamá me dijo, con una voz baja y cortante que destilaba no muy sana envidia: "Aquí tienen televisión". Miré y no vi nada. ¿Dónde está?, le pregunté. "Allí, detrás de la ventana". Agucé la vista, tratando de olvidar el antejardín, y solo conseguí vislumbrar una especie de mancha luminosa que cambiaba constantemente de brillo. Meses más tarde caminábamos por el centro y me mostró un televisor. Una tienda comercial lo exhibía funcionando detrás de la vitrina. La tienda estaba cerrada y el frío de la noche se cortaba con cuchillo; en la calle Independencia penaban las ánimas. Nos detuvimos a ver el programa. Sentí una enigmática sensación de desaliento, de sueño cumplido al que le faltó algo. La nieve se apoderaba de la pantalla y lo que se podía adivinar era la figura de un señor de terno y corbata sentado en un sofá, hablando. De modo que así son los televisores, pensé, sin moverme, como un cine chiquitito, pero por qué no hay más gente aquí, por qué no se agolpan frente a la vitrina, hasta que la situación se tornó insoportable y nos fuimos.
Planteado entonces el problema de la identidad, la gente debía buscar la solución. Y como para nosotros el auto y el televisor eran a lo sumo esperanzas de un mundo mejor, lindas fantasías de tardes de invierno, mi madre ideó una triquiñuela y consiguió su objetivo de ubicarse donde le correspondía, de darse y darnos el estatus que merecíamos. Si no se podía llegar a lo más alto del podio había que subir a otro podio, que no nos rebajara tanto, que nos diferenciara, y ese era el podio de la cultura, donde quedaríamos bien ante la ciudad, seríamos la envidia de muchos y nos sentiríamos cómodos, a nuestras anchas, felices de ocupar el casillero asignado naturalmente para nosotros; qué curioso, pienso esto como si fuese mi madre y es que así lo sentía entonces: sus ideas, sus gustos, sus sueños y su interpretación de la realidad eran mi Faro de Occidente, algo se ha escrito alguna vez sobre eso.
En el mundo del magisterio se comenzaba a hablar del pintor Torterolo, del que revolucionaba la ciudad con sus cuadros abstractos. Paradójicamente el sujeto era Fernando, no su hermano mayor Luis, quien había obtenido innumerables premios por sus obras. Es que Luis era figurativo; o sea, pasado de moda, mientras que lo de Fernando era otra cosa, algo así como el anuncio de los tiempos que nos esperaban, que nadie sabía bien cuáles eran y que al final nos llevaron a todos al despeñadero en el nombre de la igualdad social. Fernando era un poco la locura, la transgresión, cuando dicho concepto llegaba a adquirir ribetes mágicos.
Una tarde mi mamá me vistió de domingo y fuimos a la casa del pintor. Recuerdo una pieza alta y oscura, una lámpara como de relojero apuntando a un costado, un anciano sentado en un mueble tapado de chales, un mesón salpicado de óleo seco de los más diversos colores. El viejo me puso "El Mercurio" sobre la cubierta y yo me arrastré por una noticia hasta que pude completar la primera línea. El esfuerzo me llevó a la línea de abajo y a la de más abajo, pero eso fue todo. Le había demostrado que ya sabía leer y él dijo algo cariñoso, no sé si a mí o a mi madre. De esta simple observación desprendo que el episodio tuvo lugar alrededor de octubre o noviembre de 1958.
Cuando salíamos le pregunté si ese era el pintor. Mi mamá me dijo que no. Le pregunté quién era. Me dijo que era el papá del pintor. Le pregunté dónde estaba el pintor. Me dijo que los pintores trabajaban de noche y dormían de día, porque eran bohemios. No consigo rememorar otra voz ni otra imagen; en la habitación creo haber levantado la vista y observado decenas de cuadros esbozando luchas entre santos y demonios, jugosas cataratas fascinantes, esplendorosos infiernos de la mano de flores marchitas, patos muertos con las patas colgando. O quizás no vi nada porque las pinturas estaban arrimadas al muro, ya no hay cómo saberlo. El hecho cierto es que días después, dos de esas obras se lucían en las paredes de nuestra casa. Mi mamá había ido a la segura y optó por trabajos diametralmente opuestos, correspondientes a dos periodos del artista. Un cuadro representaba un florero con rosas sobre una mesa y sobre él no podía existir debate alguno: era un florero con rosas. Se conservaba así la tradición clásica. El otro fue el que generó los comentarios, abrió encendidas discusiones y nos regaló grandes satisfacciones durante años. Se trataba de una majamama de colores brillantes sobre un fondo negro; cuántas veces cayó desde la altura como tabla de salvación para los intermedios de las canastas vespertinas.
Durante esas largas horas de soledad de la niñez, aquellas que pasaba esperando la llegada de mis padres, me detenía minutos enteros a descubrir qué diablos podían significar esos trazos. Así fui llegando a la siguiente interpretación, que quedó inscrita en mi mente hasta el día de hoy: al centro del cuadro, la figura de un monstruo o dragón sobre el cual estaba montado un payaso con sombrero de cucurucho y con una espada al aire. Al costado superior izquierdo, un árbol con una casita en las ramas y un nido con pajaritos. Al costado superior derecho, la figura de la Virgen escondida en una cueva, más bien raptada, pues se adivinaba un grito agónico tras ese resplandor. Abajo, rayas sin importancia. Dicha interpretación debí manifestarla en voz alta ese mismo año o el siguiente, pero solo fue cinco o seis años más tarde cuando cobró su verdadero sentido.
Un verano de esos que no terminan nunca, agotada nuestra imaginación para idear juegos, tal vez cansados del esfuerzo de correr tras la pelota, uno de mis primos, el Julio o el Lucho, propuso interpretar el cuadro de Torterolo. Éramos tres o cuatro sentados en el sofá, con la pintura al frente y el sudor seco en el cuello. Apliqué mi falsa modestia y guardé mi brillante teoría para el final. Cuando le llegó el turno al Vitorio, dijo: "Al medio hay un monstruo con un payaso con sombrero de cucurucho y con una espada al aire. Arriba hay un árbol con una casita en las ramas y un nido con pajaritos. Al otro lado está la Virgen en una cueva". Choqueado por el asombro hice ver que esa interpretación era mía, que mi hermano me la estaba copiando; pero él, aún más asombrado que yo, refutó mi crítica con el argumento irrebatible de que siempre vio tales imágenes en el cuadro.
¿A quién le pertenecía esa forma de ver la obra? A mí, estaba seguro. Y demostraba de paso que la ascendencia que yo tenía sobre mi hermano era mayor de la que me había imaginado hasta entonces. Por eso al cabo de un rato decidí regalarle la presa y dejar de discutir. Mas con los años he ido madurando una idea inquietante: quizás la traducción sí fue suya, pues, ¿qué garantías poseo de que realmente nació de mi mente? ¿Solo aquella de que pienso luego existo? ¿No será este un argumento demasiado débil? Peor aún, quizás la interpretación primitiva haya sido de mi mamá, de alguno de mis tíos o de una voz anónima que pesqué al vuelo. Una cosa sí es segura: de mi papá no fue, porque a él jamás intenté copiarle nada. Aunque ayer mismo, sentado con las piernas cruzadas frente al televisor, en actitud grave y ausente, mi mujer no pudo dejar de comentarme: ¡Por Dios que te estás pareciendo a tu padre!