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lunes, mayo 30, 2011

Canasta

Al atardecer, acabada la once, despejábamos la mesa y sacábamos el naipe inglés. No era algo de todos los días, sino de contadas ocasiones. Hoy lo recuerdo como un regalo interesado que nos ofrecía el destino para esa tarde, tan mezquino que lo dejaba inmediatamente anotado en su cuenta. Los ingredientes se unían como por arte de magia: ánimo sereno y optimista, ningún panorama por delante, gas en la estufa, ausencia de tareas y de pruebas para el día siguiente, y mi padre en casa.
Sabida era la buena disposición de mi madre para todo tipo de asuntos; cuando a ésta se le unía la de mi padre podíamos cantar victoria.
Disponíanse las parejas al azar, pero de forma dirigida, como en el fútbol, de tal modo que un chico fuera pareja de un grande. Mi papá ponía un long play y nos sentábamos a jugar. El disco podía ser "Carrera de éxitos número 1", "Carrera de éxitos número 2", "Las cinco monedas", "Concierto en ritmo" o todos juntos. No pecaría de mentiroso si denominara ahora mismo a esos discos como el canto del cisne. Correspondían, al menos en mi pueblo, a la última música que el mundo destinó a los adultos, y que por esos días le ganaba aún los espacios en la radio a la Nueva Ola. No mucho después Bert Kaempfert y compañía se cayeron a pedazos y sus vinilos fueron destinados a los rincones de las disquerías, reemplazados por Los Beatles y su propuesta que lo desorganizó todo, pues fue tomada en serio, al contrario del rock de Elvis Presley y Bill Halley, anterior, de fines de los cincuenta, mal definido como una barrabasada de coléricos y calcetineras, ruidosa advertencia de unos nuevos tiempos que nunca habrían de llegar, tan seguros se sentían los mayores de su poderío.
De modo que esa tarde los discos iban cayendo al plato uno a uno, y así llegaba la noche.
Sobre la mesa no había nada más que los naipes, una hoja y un lápiz. En esos tiempos no se usaba el picoteo. No se conocían la pichanga, los quesos en sus diversas variedades, las galletitas, el jamón, el salame, las papas fritas, las aceitunas, el paté, las rodajas de pan integral. Eso era propio de ricos, una ofensa a la austeridad de la clase media. Si había un momento para el cóctel, éste correspondía al día domingo, antes del almuerzo, una vez al mes. En esas ocasiones mi papá preparaba su famoso trago Serma, bautizado así en honor a su propio nombre y apellido. Era una variante del trago Mave, patentado por el tío Mario, cuyo apellido era Venegas. Mi papá lo hacía con Americano Gancia mezclado con clara de huevo, jugo de naranja y un agregado especial que le daba un sabor diferente, riquísimo, inolvidable. Lo tomábamos alrededor de la mesa de centro, acompañado de un paquete de papas fritas. La palabra delicatessen aún no había llegado a Rancagua. Por ejemplo, la once consistía en una taza de Milo con leche, pan con mantequilla y dulce de membrillo. De modo que al momento de jugar a la canasta la mesa estaba limpia y así el juego se tornaba más apasionado.
Durante el transcurso de la tarde se iban visualizando y al final, exagerando, las diferencias de caracteres. Si mi hermano o yo hablábamos, mi madre nos recordaba que el naipe lo habían inventado los mudos. Si hablaba mi mamá, mi papá la hacía callar de un grito que dejaba temblando las paredes. Si nos daba por bromear repetía su grito aun más fuerte, haciéndonos comprender que estábamos acometiendo una tarea severa y formal.
El Vitorio era ambicioso y decidido. Le gustaba ganar siempre y por eso, apenas se le presentaba la oportunidad, se robaba los pozos, aunque fuesen mínimos, apenas ocho a diez cartas recién acumuladas. Armaba canastas limpias y sucias sin distinción. Todo era bueno para él, porque iba sumando. En esas ocasiones nos contagiaba con su estilo y los juegos resultaban livianos, rápidos y agradables.
Pero si el pozo se iba acumulando crecía la ansiedad en los cuatro jugadores, como sucede al aproximarse uno a la esquina que supuestamente esconde al bandido. El simple hecho de robar y botar nos paralizaba el corazón y cualquier transeúnte que hubiese levantado la cabeza para mirar la escena por la ventana se habría topado con un cuarteto del terror. Cada carta abierta que se arrojaba a la mesa equivalía a una bomba de tiempo que aumentaba la altura del pozo. Sólo perdía su poder cuando el jugador la despreciaba, para preferir la misteriosa, la tapada, la que disminuía el mazo. ¿Era la que necesitaba para bajarse y hacer suyo el pozo? ¿No? Decepción de uno, alivio de tres y nuevamente el alma en un hilo, al momento de botar, seguir engrosando el mazo y esperar la reacción del próximo jugador.
Mi mamá era expresiva y alegre, tenía esa capacidad de sorprenderse de todo, y cuando la suerte le sonreía anunciaba su triunfo a viva voz, lo que presagiaba tormenta. Mi padre estallaba en cólera y a menudo las cartas volando por el comedor daban por terminada la sesión de un zuácate. Por eso yo tenía la costumbre de ganar sin gran ostentación, si era su contrario, y de no cometer errores infantiles si me tocaba por pareja.
Cuando la fortuna premiaba a mi papá, se le atragantaba la voz y casi no podía articular palabra por los nervios. Prácticamente se olvidaba del mundo con las decenas de cartas que le habían llegado del cielo, y al exhibir su espacio en la mesa repleto de canastas limpias, canastas por armar y una que otra canasta sucia se reía solo, con la vista fija en el tesoro. Luego, apenas acabado ese juego, se deleitaba explicándonos su hazaña. Cómo aguardé con paciencia. La angustia que me vino cuando del otro lado lanzaron una carta que necesitaba. Y esa jugada en que desprecié el pozo, por considerarlo chico. Nosotros lo escuchábamos porque nos gustaba verlo alegre, adorábamos esa alegría infantil que le venía tan de tarde en tarde. Mi madre sonreía a medias, picada.  
Si la primera partida culminaba de manera civilizada había un entretiempo en el que nos preparábamos café batido, una moda que en ese tiempo imperaba en Rancagua y que consistía en batir el Nescafé de la tacita con poquísima agua -más de media cucharada y menos de tres cuartos- cantidad precisa que hacía surgir una densa mezcla blanquecina que al momento del relleno quedaba convertida en sabrosa espuma. Con las cuatro tacitas en la mesa iniciábamos una nueva canasta y así se nos iba el día, hasta que el reloj daba las diez y terminaba el juego. Separábamos el naipe en dos, echábamos cada mazo en su correspondiente envase y las cartas desaparecían dentro del cajón del escritorio. Las luces se apagaban, mis padres se iban a acostar a su cama de plaza y media, nosotros a nuestro dormitorio y por lo general un rosario de pedos de mi padre, acompañado de la inútil protesta de mi madre, le corrían la cortina al día.

4 comentarios:

mentecato dijo...

Recuerdo que en casa también se jugaba a las cartas. Nosotros los muchachos -primos, hermanos y amigos de la cuadra- lo hacíamos inocentemente. Los mayores -con invitados- tiraban sus billetes al ruedo.

Son momentos que se llevó para siempre la destrucción de la casa por el terremoto pasado. Ahora con miserable subsidio se levantará una modesta casa de dos habitaciones (la antigua tenía nueve).

Otros niños jugarán en ella. Nosotros estaremos demasiado viejos y nos dormiremos en algún desvencijado sillón en medio del antiguo patio quizá con la tristeza y las moscas metiéndose por las narices hasta las oscuras planicies de la memoria.

Me placería un libro con los recuerdos rancagüinos.

Un abrazo, doc.

mentecato dijo...

Mi padre nunca jugó a las cartas, nunca se tomó un trago a piacere, solo le interesaban dos cosas en la vida: el baile y las mujeres. Era un prodigio de ritmo en la pista de baile (que tangazos le vi crear). Y de mujeres le conocí por decenas: jovencitas (por lo general amigas de mi prima Rosita); señoronas de pechos exuberantes y ojos verdes; altas como yeguas inglesas; bajitas (como la chica Nelly, bellísima, tetona y potona); ligeras de cascos; serias profesoras; rubias melancólicas; morenas ardientes y sin recato; gringas pavas; Anita la alemana de Temuco; la españolísima Esperanza; una concertista italiana que, nosotros sus hijos, apodamos Pocholini; la mamita María, un ángel que nos protegió hasta que mi padre la abandonó por la vieja Francisca, hija de suizos...

Un donjuanísimo que, en verdad, poco le importamos como hijos.

Algún día puede que escriba unos recuerdos maulinos.

Un abrazo, doc.

Anónimo dijo...

Haría bien en hacerlo, amigo Mentecato, pues, como siempre, tiene mucha poesía por contar.
dr. Vicious

La Lechucita dijo...

Me encanta cuando me encuentro dos por uno Y Si debería escribir sus recuerdos maulinos el señor Mentecato.

De cartas y de naipes tenga muchas historias familiares.... algún día cuando mis dedos anden menos perezosos y el tiempo se alargue como chicle, no como ahora que se me escapa por un extraño sumidero, escriba algo.

Besos para mis queridos chilenos