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lunes, marzo 28, 2011

El billete

La abuela Ángela tenía fama, más que de avara, de cuidadosa con su dinero. Cuando el abuelo Isidoro abandonó el hogar, por motivos desconocidos, ella se hizo cargo del quiosco y asumió la tarea de sacar adelante la casa con sus cuatro hijos incluidos, a quienes crió con filosofía espartana. Tanto fue así que, cada vez que tomaba sus copas, que era bien seguido, mi padre recordaba que no había tenido infancia y que debía vender diarios a pie pelado en pleno invierno, "y no un diario cualquiera, sino uno que no leía nadie y que tenía que ofrecérselo a los curaditos que tomaban en las cantinas, porque había que volver al quiosco con los diarios vendidos y ellos eran los únicos que me lo compraban, por lástima", agregaba, echando sus lagrimones, yo creo que tanto por esos curaditos como por el niño que vendía diarios, lo que su alma traducía como dos imágenes de sí mismo en distintas etapas de su vida. La cantinela de la venta de diarios a pie pelado me enfurecía. Lo juzgaba duramente: lo hallaba cobarde y débil por entregarse tan fácilmente a la bebida y por lamentarse de su suerte, que no era mala. Muchas veces pensé, caminando hacia el liceo, que nuestro hogar iría mejor si él faltara; o sea, si estuviera muerto. Nunca he terminado de arrepentirme de haber sentido así. Mi padre fue un hombre bueno y realmente sabía de lo que estaba hablando.
Para las navidades y los cumpleaños, la abuela Ángela nos regalaba dinero contante y sonante, que era lo que ella más apreciaba, ya que lo natural, aunque no lo deseable, es hacer regalos al gusto de uno. Mi papá adoptó esa costumbre a medias y un par de veces recibí de él un sobre con un suculento monto, que hizo más entretenidas mis vacaciones. Pero la Navidad que se fijó en mi mente, no tanto por la Navidad sino por el regalo, incluso no tanto por el regalo sino por las consecuencias que tuvo, fue aquella en que la abuela Ángela nos regaló al Vitorio y a mí un billete a cada uno, pero de una suma desproporcionada para la edad que teníamos. Lamentablamente mi mala memoria me obliga a hacer aquí un paréntesis. Lo que recuerdo es que era un billete azul de 50 pesos. La realidad me dice que si hubiese sido así estaría hablando del año 1959, de un billete más bien verdoso y que tanto valor no tenía, y del Vitorio con apenas 4 años y yo con seis. Pudo haber sido entonces un billete de cien escudos de 1960 o 1961, que sí era azul, pero bastante más grande de lo que recuerdo y, sobre todo, carísimo para cualquier bolsillo. Curiosamente, lo que más se asemeja a mi recuerdo es el billete azul de 5 pesos, que ya en esa época no valía casi nada. Cualquiera que escribe o que lee sobre el asunto se dará cuenta de lo difícil que es hablar de montos de dinero en un relato. Por eso me quedo con mi vago recuerdo: era un billete azul que representaba una suma desproporcionada para nosotros. Y por eso no fue raro que a partir del 26 de diciembre mi mamá empezara a advertirnos la importancia que tenía ese billete y el cuidado que debíamos darle. Eso quería decir derechamente que no se nos ocurriera gastarlo. Hoy pienso que simplemente debió retener los dos billetes o depositarlos en el banco; así habrían estado más seguros a costa de un breve momento de pesar por parte nuestra, ya que, todos saben, los verdaderos niños no se apasionan por los billetes.
Pero no lo hizo así y todos los días amanecían en los veladores.
A seis cuadras de nuestra casa, lo que se dice desde Bueras 129 a Independencia con Astorga, estaba la librería Cervantes, peligro público para las fantasías infantiles. En marzo exhibía cuadernos, lápices, gomas y libros de asignaturas, pero el resto del año sus dueños se veían obligados a ocupar la vitrina con cualquier cosa, pistolas, espadas romanas, autitos a fricción, rompecabezas, pelotas, naves interplanetarias, revólveres con estuche y fulminante, trenes eléctricos con sus casitas y estaciones, armónicas pequeñas, medianas y profesionales, colecciones de estampillas, un cuantuay. Cada visita al centro resultaba un martirio para nosotros y a mi mamá, siempre apurada, le costaba despegarnos de esa vitrina. A regañadientes la obedecíamos y entrábamos con ella al banco, un lugar tan diferente, tan extraño, tan frío, lleno de mármoles, personas silenciosas de corbata, mujeres de taco alto, otra Rancagua en esas limpias paredes de colores grises y techos diría incluso más altos que las naves de la catedral. Allí pasábamos bostezando buena parte de la mañana, hasta que la atendían. A la salida siempre le quedaban dos o tres diligencias, ya que el viaje al centro había que aprovecharlo.
Los billetes, durmiendo.
Una de esas mañanas saqué mi billete y le propuse al Vitorio que hiciera lo mismo y fuéramos a la librería Cervantes a ver juguetes, solo a ver. Él me obedeció al instante y partimos, muy alegres ante la perspectiva que nos deparaba el día. Y en efecto, apenas llegamos nos quedamos clavados ante la vitrina unos buenos 15 minutos, tratando de abarcar toda la variedad de objetos que se exhibían ante nuestros ojos. Recuerdo que solo una vez en mi vida volví a sentir algo parecido y fue en otra librería, ante un afiche que capturó mi mente y que anunciaba un circo que pasaba por Rancagua. Debido a un extraño segundo de encantamiento, los números del espectáculo se me iban revelando como si fuese la primera vez que los conociera. Mix y Max, la traviesa pareja de canes dotados de inteligencia superior que desafían mortales anillos de fuego. Glotón y Zenón, ¡los increíbles osos basquetbolistas de Siberia! Desde lo más profundo de la selva africana, ¡Rex, temible león asesino y su corte de fieras! Razhán el ilusionista hindú que desafía a la muerte. Los hermanos Ramírez Roldán y su increíble Cristo Humano Aéreo. La mujer de brazos de goma. El asombroso malabarista ciego. El circo se llamaba naturalmente "Las águilas humanas" y en ese estado de fascinación que dominaba mis sentidos el nombre fue el colmo de la maravilla: ¡hombres alados surcando las alturas!, rozando la carpa con las plumas. En ese momento desperté de la hipnosis y me di cuenta de que era el mismo circo de todos los años. Cada palabra del afiche, sobre todo cada adjetivo, volvió a su sentido ordinario, gastado, y terminó la magia.
Así pasó con la vitrina de la librería Cervantes. La magia terminó en el momento en que habíamos asimilado las posibilidades que ofrecían todos los juguetes.
A mí me había gustado sobre todo una pistolita negra de fulminante, como las que usaban los gángsters de las películas, y cuando regresábamos a la población le pregunté al Vitorio si también le había gustado. Me dijo que sí. Le propuse que nos compráramos una cada uno y aceptó de inmediato, de modo que no habíamos andado ni media cuadra cuando ya estábamos de nuevo frente a la vitrina. La pistola valía el equivalente a la décima parte de cada billete. Dudamos un par de minutos, por la vergüenza que daba entrar a la librería a comprar, y al final entramos. Preguntamos por las pistolitas y mostramos nuestros billetes. El dependiente no se hizo ningún problema. Al salir me di cuenta de que comprar era fácil. Bastaba ordenar el producto, pasar el dinero y recibir el vuelto. ¡Y todavía nos quedaba tanta plata!
Volvimos felices a la casa, pero un imán nos arrastró ansiosamente a la librería. En fin, cada entrada y cada salida nos fue llenando el bolsillo izquierdo de juguetes y vaciando el derecho de dinero. Salimos por última vez del local con dos bolsitas de juguetes y cuatro chauchas en los bolsillos.
La felicidad era completa, pero íntimamente sentía que algo no marchaba como reloj. Solo cuando mi mamá nos preguntó de dónde habíamos tantas cosas fue que empecé a preocuparme. Le conté nuestra aventura y no le pareció nada bien. Pronunció una filípica sobre el dinero y su significado, esas cosas que dicen los papás cuando tratan de enseñar con palabras, y remató advirtiendo que esto lo sabría mi papá a la hora de almuerzo. No recuerdo si nos castigaron, no recuerdo que jamás nos hayan castigado realmente, salvo en una graciosa ocasión, pero eso quedará para otra historia. Creo que ese día bastó la profunda desilusión que mi mamá demostró hacia mi persona. De ahí en adelante el dinero fue para mí algo más valioso que lo que se puede comprar con él, una especie de seguro de vida, un fajo de papeles que es mejor tener que no tener, un fajo de papeles que deben esconderse, ahorro, mezquindad, contención, cálculo, prudencia, nunca dar el paso decisivo porque siempre el paso siguiente puede ser el realmente importante, la felicidad está en las cosas materiales, palabras y pensamientos que se me quedaron pegados y de los que ya no me logré zafar, porque los viejos no renuevan la piel, solo van parchando las cáscaras maduras que se les desprenden del cuerpo con el tiempo.

martes, marzo 01, 2011

La chiquilla furiosa

En un lugar del mundo, del cual sólo se puede agregar que está ubicado exactamente en los confines, vive la chiquilla furiosa. Quienes han tratado de definirla han muerto en el acto, por lo que yo tomaré mis precauciones, de modo que a partir de este momento no diré nada más de ella. Sí me referiré a ciertas imágenes que han permanecido, han quedado en el aire, como se dice. Un estudiante de actuación declaró que durante un ensayo la chiquilla furiosa lo hizo caminar en cuatro patas por el escenario, se le montó sobre la espalda y le clavó los talones en las costillas hasta sacarle sangre. Al fijarse en sus pies notó que estaban cubiertos de alambres de púas.
Un caballero me relató que al toparse bruscamente con ella a la vuelta de una esquina cayó hacia atrás. Se salvó de romperse la nuca porque la chiquilla furiosa saltó y lo acogió en su seno, rodeándole el cuello con el brazo derecho. Le consulté si en dicha oportunidad había demostrado su furia; me dijo que no, que la había advertido solícita y muy dulce, profunda en su manera de razonar, pero que al despedirse se marchó gritando insensateces, totalmente fuera de sí. Le hice ver que el suyo era un testimonio contradictorio. Lo pensó un momento y me halló la razón, jurándome que no se había dado cuenta de lo que había dicho y de que sólo había reparado en su contradicción al oír mis palabras.
No hay más testimonios sobre ella, al menos en esta parte del mundo. Quizás allá en los confines se la ensalce por sus virtudes, su belleza y la enorme sensibilidad de su inteligencia; acá se la recuerda como la chiquilla furiosa. La vida está llena de equívocos de este tipo. Por la experiencia o la impresión de unos pocos se forja el mundo una imagen errónea de sus héroes.
Y no habiendo más que decir no me resta más que acabar con esta hoja.