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lunes, mayo 30, 2011

Canasta

Al atardecer, acabada la once, despejábamos la mesa y sacábamos el naipe inglés. No era algo de todos los días, sino de contadas ocasiones. Hoy lo recuerdo como un regalo interesado que nos ofrecía el destino para esa tarde, tan mezquino que lo dejaba inmediatamente anotado en su cuenta. Los ingredientes se unían como por arte de magia: ánimo sereno y optimista, ningún panorama por delante, gas en la estufa, ausencia de tareas y de pruebas para el día siguiente, y mi padre en casa.
Sabida era la buena disposición de mi madre para todo tipo de asuntos; cuando a ésta se le unía la de mi padre podíamos cantar victoria.
Disponíanse las parejas al azar, pero de forma dirigida, como en el fútbol, de tal modo que un chico fuera pareja de un grande. Mi papá ponía un long play y nos sentábamos a jugar. El disco podía ser "Carrera de éxitos número 1", "Carrera de éxitos número 2", "Las cinco monedas", "Concierto en ritmo" o todos juntos. No pecaría de mentiroso si denominara ahora mismo a esos discos como el canto del cisne. Correspondían, al menos en mi pueblo, a la última música que el mundo destinó a los adultos, y que por esos días le ganaba aún los espacios en la radio a la Nueva Ola. No mucho después Bert Kaempfert y compañía se cayeron a pedazos y sus vinilos fueron destinados a los rincones de las disquerías, reemplazados por Los Beatles y su propuesta que lo desorganizó todo, pues fue tomada en serio, al contrario del rock de Elvis Presley y Bill Halley, anterior, de fines de los cincuenta, mal definido como una barrabasada de coléricos y calcetineras, ruidosa advertencia de unos nuevos tiempos que nunca habrían de llegar, tan seguros se sentían los mayores de su poderío.
De modo que esa tarde los discos iban cayendo al plato uno a uno, y así llegaba la noche.
Sobre la mesa no había nada más que los naipes, una hoja y un lápiz. En esos tiempos no se usaba el picoteo. No se conocían la pichanga, los quesos en sus diversas variedades, las galletitas, el jamón, el salame, las papas fritas, las aceitunas, el paté, las rodajas de pan integral. Eso era propio de ricos, una ofensa a la austeridad de la clase media. Si había un momento para el cóctel, éste correspondía al día domingo, antes del almuerzo, una vez al mes. En esas ocasiones mi papá preparaba su famoso trago Serma, bautizado así en honor a su propio nombre y apellido. Era una variante del trago Mave, patentado por el tío Mario, cuyo apellido era Venegas. Mi papá lo hacía con Americano Gancia mezclado con clara de huevo, jugo de naranja y un agregado especial que le daba un sabor diferente, riquísimo, inolvidable. Lo tomábamos alrededor de la mesa de centro, acompañado de un paquete de papas fritas. La palabra delicatessen aún no había llegado a Rancagua. Por ejemplo, la once consistía en una taza de Milo con leche, pan con mantequilla y dulce de membrillo. De modo que al momento de jugar a la canasta la mesa estaba limpia y así el juego se tornaba más apasionado.
Durante el transcurso de la tarde se iban visualizando y al final, exagerando, las diferencias de caracteres. Si mi hermano o yo hablábamos, mi madre nos recordaba que el naipe lo habían inventado los mudos. Si hablaba mi mamá, mi papá la hacía callar de un grito que dejaba temblando las paredes. Si nos daba por bromear repetía su grito aun más fuerte, haciéndonos comprender que estábamos acometiendo una tarea severa y formal.
El Vitorio era ambicioso y decidido. Le gustaba ganar siempre y por eso, apenas se le presentaba la oportunidad, se robaba los pozos, aunque fuesen mínimos, apenas ocho a diez cartas recién acumuladas. Armaba canastas limpias y sucias sin distinción. Todo era bueno para él, porque iba sumando. En esas ocasiones nos contagiaba con su estilo y los juegos resultaban livianos, rápidos y agradables.
Pero si el pozo se iba acumulando crecía la ansiedad en los cuatro jugadores, como sucede al aproximarse uno a la esquina que supuestamente esconde al bandido. El simple hecho de robar y botar nos paralizaba el corazón y cualquier transeúnte que hubiese levantado la cabeza para mirar la escena por la ventana se habría topado con un cuarteto del terror. Cada carta abierta que se arrojaba a la mesa equivalía a una bomba de tiempo que aumentaba la altura del pozo. Sólo perdía su poder cuando el jugador la despreciaba, para preferir la misteriosa, la tapada, la que disminuía el mazo. ¿Era la que necesitaba para bajarse y hacer suyo el pozo? ¿No? Decepción de uno, alivio de tres y nuevamente el alma en un hilo, al momento de botar, seguir engrosando el mazo y esperar la reacción del próximo jugador.
Mi mamá era expresiva y alegre, tenía esa capacidad de sorprenderse de todo, y cuando la suerte le sonreía anunciaba su triunfo a viva voz, lo que presagiaba tormenta. Mi padre estallaba en cólera y a menudo las cartas volando por el comedor daban por terminada la sesión de un zuácate. Por eso yo tenía la costumbre de ganar sin gran ostentación, si era su contrario, y de no cometer errores infantiles si me tocaba por pareja.
Cuando la fortuna premiaba a mi papá, se le atragantaba la voz y casi no podía articular palabra por los nervios. Prácticamente se olvidaba del mundo con las decenas de cartas que le habían llegado del cielo, y al exhibir su espacio en la mesa repleto de canastas limpias, canastas por armar y una que otra canasta sucia se reía solo, con la vista fija en el tesoro. Luego, apenas acabado ese juego, se deleitaba explicándonos su hazaña. Cómo aguardé con paciencia. La angustia que me vino cuando del otro lado lanzaron una carta que necesitaba. Y esa jugada en que desprecié el pozo, por considerarlo chico. Nosotros lo escuchábamos porque nos gustaba verlo alegre, adorábamos esa alegría infantil que le venía tan de tarde en tarde. Mi madre sonreía a medias, picada.  
Si la primera partida culminaba de manera civilizada había un entretiempo en el que nos preparábamos café batido, una moda que en ese tiempo imperaba en Rancagua y que consistía en batir el Nescafé de la tacita con poquísima agua -más de media cucharada y menos de tres cuartos- cantidad precisa que hacía surgir una densa mezcla blanquecina que al momento del relleno quedaba convertida en sabrosa espuma. Con las cuatro tacitas en la mesa iniciábamos una nueva canasta y así se nos iba el día, hasta que el reloj daba las diez y terminaba el juego. Separábamos el naipe en dos, echábamos cada mazo en su correspondiente envase y las cartas desaparecían dentro del cajón del escritorio. Las luces se apagaban, mis padres se iban a acostar a su cama de plaza y media, nosotros a nuestro dormitorio y por lo general un rosario de pedos de mi padre, acompañado de la inútil protesta de mi madre, le corrían la cortina al día.

viernes, mayo 13, 2011

Copenhague

El telescopio y las sondas espaciales ya han dado buenas pruebas de que pueden robarle sus secretos al mundo desconocido. Desde la inmensidad del espacio se les ofrece a sus lentes una difusa esfera ensuciada por un sinfín de partículas cósmicas. Al aguzarse la observación surgen las nubes y los ciclones, las montañas, las torres y las amplias avenidas. Van apareciendo entonces los detalles, inesperados maceteros en ventanas melancólicas, mujeres con otras vestimentas, el piso plagado de desechos. Finalmente los instrumentos logran penetrar en la vida subterránea: las cloacas fluyen hacia el río que lleva sus aguas asquerosas a la mar. Los científicos tienen el deber de entregar la información, pero usualmente se la callan y la archivan en depósitos sellados. Del nuevo mundo se exhibe a la comunidad un prospecto idealizado de esperanza.
Bajé a la calle. Estaba en Copenhague, la nubosa Copenhague, plagada de graves reminiscencias. Ante mis ojos se abrió una plataforma de cemento y de silencio y deseé no haber estado solo. Me invadió una intensa angustia, esa que viene de pronto ante el vacío en un viaje de turismo. No conocía a nadie, salvo a mi admirada lectora, pero ella se hallaba tan lejos. Baudelaire no me sirvió de nada. Fue así que me las di de hombre y enfrenté el malestar con un paseo.
Se me figuró que la vida entera era un incesante ciclo de olas que rompen y se recogen, lo digo porque recordé, por experiencias anteriores, que este momento de melancolía inevitablemente habría de dar paso al otro. Nada es para siempre, ni siquiera el desaliento, al que tanto tememos, al punto de creerlo infinito.
Las sensaciones eternas sólo duran instantes.
Hubo quienes nacieron héroes; para ellos no existió el reposo. Lucharon por su pueblo y no tuvieron tiempo de pensar en sí mismos. Esa misión, la de pensar en sí mismos, la de hablar por ellos, se me asignó a mí, mas las críticas hacia mi trabajo arrecian. Los que entienden de estas cosas argumentan que me concentro demasiado en mí mismo, que no aludo a los demás y que hay otras formas de enfrentar los desafíos que impone el arte. Lo sé, no dejan de tener razón en eso, y sin embargo no me arrepiento de enfrentar al monstruo con mis armas. Alguien saldrá beneficiado de mis observaciones, tarde o temprano.
Los santos se entregan, los asesinos matan, los reos hacen volar su imaginación en las cuatro paredes de su celda y los pastores fijan la mirada en las ovejas. Cada cual hace lo suyo, lo que les viene mejor, lo que les nace del misterio del espíritu. No se trata de comparar santos con asesinos, sino de contarles lo que sucedió a continuación, en un abandonado galpón de Copenhague, y luego...
El frío me llevó hacia allá; las nubes, más y más bajas, presagiaban nieve. La edificación había servido para el almacenaje de la carga de las naves y, sospecho, se hallaba en tierra de nadie, a la espera de la remodelación que anunciaba un lienzo colgado en su frontis. No entendí nada lo que éste proclamaba, pero por las imágenes de gente joven leyendo, comiendo y bebiendo, me figuré que el espacio pasaría a ser una biblioteca o un centro gastronómico. Desde adentro, un ser humano sentado en el piso me gritó. No lo había visto, debido a la diferencia entre la escasa luz exterior y la casi completa oscuridad del recinto. Le contesté: "No entiendo su idioma" y corrió a abrazarme. Era chileno. Se llamaba Ismael Baeza y había llegado a Dinamarca huyendo de Pinochet. Ya tendría sus buenos sesenta años, muy mal conservados, se le notaban en las manos partidas y en las arrugas que le atravesaban el rostro en todas direcciones. Su hálito alcohólico delató su forma de vida. No hubiese querido encontrarme con un compatriota, con este tipo de compatriota y creo que con ningún tipo de compatriota. Inevitablemente hay que hacer las veces de altavoz y relatar hechos que no tienen la más mínima importancia para la víctima, cuyo papel desempeñaba yo en esas circunstancias. Sin embargo, le resumí los últimos logros de la selección, las protestas de moda, los escándalos locales y los avances urbanísticos de Santiago y Valparaíso, que era la ciudad que le interesaba, ya que de Quilpué no pude decirle gran cosa.
Estiró el brazo, alcanzó una botella de vodka y me instó a beber. Le di un sorbo, por complacerlo. Admito que la situación me estaba sacando del recogimiento y ya podía vislumbrar la rompiente. Aun así sentí el impulso de ser sensible; esto es, de ponerme en el lugar suyo, de escucharlo y de animarlo a vivir. Baeza se reía de mis palabras, luego descubrí que reía de gozo al rescatar desde el fondo de su cerebro chilenismos que creía olvidados.
Abrió un paquete grasoso y me ofreció arenques; el revuelo del vodka dentro de mi boca le dio un sabor delicioso a los pescados. Comí con ganas. Entonces una voz filuda me estremeció. No contaba con que hubiera alguien más, pero sí lo había. Más bien, la había. Era una chica danesa de unos 24 años, naturalmente rubia. Vestía parka, minifalda y botas y hablaba con ese tono cortante que más se parece al mago haciendo el número de los cuchillos alrededor de una figura humana que a un idioma europeo. Baeza la increpó en danés y de pronto se armó un jaleo descomunal, del que me desligué, corriendo a la salida. Pero afuera ya nevaba intensamente y me vi obligado a mirar la escena desde el portón, no sabiendo en definitiva si irme o volver. Baeza se había bajado los pantalones y la había agarrado, es el verbo correcto, de la cintura. La chica lo rasguñaba hasta que él la sentó en su miembro. De pronto ambos se anudaron y rodaron por el piso, volcando la botella y aplastando unos frascos de remedios, pensé en mi ingenuidad. Tal vez en el fragor de esa sucia pasión él le dijo algo al oído, porque de pronto la rubia me habló en español, con un timbre que reveló su estado mental y emocional. "¡Veing chileno! ¡Veing chileno!", me llamaba, perdiendo abruptamente el interés por su compañero, quien ahora parecía dormir o descansar, tumbado en el piso de cemento. La saludé, crucé la calle y me guarecí en un paradero de tranvía. Subí al primero que pasó y me bajé a unas dos cuadras del hotel. Llegué a duras penas, con los zapatos cubiertos de nieve; los botones corrieron a atenderme. Uno de ellos me llevó al bar y ordenó un vodka. Me lo tomé de un trago, sentado ante la chimenea, sumido en la sensación agradable que despierta un recuerdo desagradable que lo ha hecho a uno revivir. El fuego acariciaba pensamientos constructivos, edificantes, pero al mismo tiempo me anunciaba una nueva ola de recogimiento, como si profetizara que el placer merece un castigo. En el sofá de al lado, dos militares discutían acaloradamente en torno a una botella de whisky. Cada vez que examinaban unos planos surgían palabras de discordia, mas al fin conjeturé que mi impresión se debía al sonido de los vocablos. Tal vez sólo estuviesen dándole la última mirada a unos cuartos de regimiento, no había cómo saberlo. Una mujer que tenía carta libre para operar en este ambiente se me acercó. Al instante el barman le habló desde la barra y ella le pidió algo. Bien pronto tuvimos con nosotros una botella de champaña dentro de una hielera. Le serví y se tomó la copa echándoles el ojo a los militares. Masculló algo escabroso; éstos le concedieron apenas dos segundos y siguieron conversando. Ofendida, les dio la espalda y me apretó el muslo; sentí sus uñas y experimenté una ligera erección. Frotando el pulgar con el índice le pregunté por el valor de su servicio. Sacó un fajo de billetes y los contó delante de mí. Los militares volvieron la vista, hicieron un comentario y prosiguieron su apasionada charla.
Era demasiado dinero. Incliné mi rostro hacia la derecha, como lamentando no tanto lo caro que cobraba sino mi imposibilidad de cubrir aquella cifra. Entonces la bajó bruscamente y subimos a la habitación.
Luego de sucedido todo recordé la escena del galpón y me pareció increíblemente parecida a la que acabábamos de montar. Discurrí un par de estupideces y ella me confesó entonces en un pésimo español que durante las mañanas oficiaba de maestra de lenguas en un colegio para adolescentes. Me recitó de memoria varios versos de poetas latinos y una estrofa de "El poeta y la muerte", de Nicanor Parra.
Ella declamaba, yo repetía:
-Anti morrir tení
-Antes de morir tení
-Qui cham nai güen cach
-Quechame una güena cacha
-Lai puertak abrió dei golp
-La puerta se abrió de golpe
-Yak pas viej cuifuf
-Ya, pasa, vieja cufufa
-Ella k seim pelot
-Ella que se empelota
-Eil viej k selo enchuf
-Y el viejo que se lo enchufa
Le pregunté cómo interpretaba esos versos y me dijo que, por lo que había estudiado en la universidad, se trataba de una historia en que la muerte acosa a un poeta, acudiendo personalmente a su domicilio con el fin de seducirlo. Añadió que primero el poeta se rehúsa y a continuación cede a sus deseos y terminan haciendo el amor.
Me reí a gritos. No había entendido nada. Ella se sintió humillada y me insultó en danés, empequeñeciéndome. Me hizo saber con su lenguaje indescifrable que quien se encontraba en tierra extraña era yo. Es más, dejó claramente establecido que es arriesgado reírse de los daneses en su propio país. Marcó un número en su celular y no pasaron dos minutos antes de que golpearan la puerta. Tal como estaba vestida, con las medias rotas y los calzones sucios, sin sostenes y la falda tirada sobre la cama, así mismo se levantó y abrió. Yo había logrado entrar el baño y desde allí, por la ranura de la puerta, vi a dos agentes de la policía. Los invitó a pasar, pero no entraron. Le hicieron un par de preguntas, anotaron algo y se fueron. Ella los siguió por el pasillo, pero luego se devolvió, cerró la puerta y me llamó. Al momento de pagarle me exigió un monto bastante mayor que el acordado previamente. Contó el dinero sin ganas, se metió a la ducha y se vistió con prendas nuevas que sacó de la cartera. Las usadas las dejó en el tacho de la basura ubicado al costado de la cómoda. Se veía hermosa, con sus labios rojos brillantes. Me miró con dulzura, nos recostamos sobre el lecho, nos besamos y entrelazamos las piernas, sin parar de acariciarnos el cabello. Por primera vez llegó a mis narices la fragancia de su sexo. Luego se levantó y me deseó suerte. "Hasta la vista, chileno", dijo, como si deseara quedarse para siempre conmigo; así lo interpreté, porque al despedirme la apreté con una fuerza algo desmedida, lo que la hizo separarse de mi cuerpo y reír con ganas. Ahora le había tocado el turno a ella pues, con sus palabras filosas, parecía decirme: ¡Quien no entiende nada eres tú, hipócrita!
A la mañana siguiente ingresé al salón donde se ofrecía el seminario sobre turismo ecológico en Groenlandia. Había representantes gubernamentales y de agencias de viaje de toda Europa, Estados Unidos y Japón. Cuando entré exponía una señora del gobierno; usaba lentes y pelo corto, teñido de color cobrizo. Pedí audífonos, pero al momento de entregármelos, el caballero que atendía en la mesa me preguntó mi nombre y revisó una lista, no hallándome. Vino entonces un confuso diálogo en inglés sobre mi inscripción, mi país de residencia, el número de mi tarjeta de crédito. Antes de que el asunto se tornara delicado abandoné la sala, pero el caballero salió a buscarme. Insistía en querer solucionar mi problema. Vestía chaqueta verde y corbata anaranjada. Era extremadamente flaco; le sobresalía la nuez y me pareció que sus patillas excedían el tamaño convencional. Aun así no desentonaba del resto, y con esa sola impresión creo que he dado a entender el tipo de concurrencia que repletaba el salón.
La nieve cubría las angostas calles, los edificios lucían impecables, como recién hechos hace quinientos años, si cabe la figura. Venía hacia mí una multitud con el rostro enrojecido por la rabia. Vociferaban dos o tres conceptos claves; lo intuí porque el sonido era el mismo y se repetía como un mantra. Las construcciones servían de eco y ampliaban el griterío a un nivel fantasmal. Más que nunca pude percibir el silencio que reina en Copenhague; sólo era cosa de desatender la manifestación para darse cuenta: casi se podía oir a las olas lamiendo la roca de La Sirenita. Pasaron marchando, me invitaron a unirme a ellos y pronto se perdieron por una callejuela que llevaba al ayuntamiento.
A las dos de la tarde fui a buscar a mi esposa al aeropuerto. La cubrí de besos, pero venía muy cansada; el viaje agotador le había afectado las piernas y los riñones. En el hotel orinó sangre. Cuando dieron las seis le pedí al taxista que nos llevara a la sala de conciertos, a la función de las 6.30. Dirigía Esa-Pekka Salonen. A la salida caminamos del brazo hasta el hotel, a pesar de la nieve que aún cubría las calles. El cielo estaba despejado y se veía un recorte de luna. Cuando pasamos frente al galpón le conté que allí vivía un chileno y se sorprendió gratamente.
En el bar vi a la mujer. Me hice el desentendido; ella rió amargamente. Mi esposa pidió un jugo de naranja y yo un Martini seco; la mujer ordenó una copa de vino blanco y le dijo al barman, primero en pésimo español y luego en danés, que la cargara a mi cuenta. Pagué sin chistar y al momento de subir a la habitación escuchamos a nuestra espalda un grito como cuchillo de hielo:
-¡Qui cham nai güen cach!
"Está ebria", comentó mi mujer. "En todos los bares del mundo es igual", le hice ver. "Qué idioma más ácido", dijo ella.
En la pieza encendí la TV; mi esposa protestó. No es que deseara sexo, sino que odia ver TV en el dormitorio, siempre ha sido lo mismo.
Seis días después regresamos a Santiago.
Durante el vuelo aproveché de llevar la conversación hacia uno de mis tópicos favoritos, con la facilidad que da el tener al interlocutor prácticamente cautivo en el asiento de la ventana. Ella leía una revista y me respondía con monosílabos, pero de pronto la abandonó de entre las manos, hizo una pausa y admitió estar sintiendo una pequeña debilidad, repito sus palabras, por un compañero de oficina, nada importante. Se me heló la sangre y mi corazón se paralizó por un instante, pero al siguiente se lanzó furiosamente a recuperar el terreno perdido. Por fuera, la presioné con estilo, de modo que no se notara mi ansiedad. Terminó confesándome que precisamente mientras yo paseaba en Copenhague, usó el verbo con resentimiento, se había dejado acariciar. La apreté más; dijo que ese día fue a la oficina con ropa sexy, no sabía por qué lo había hecho, pero a partir de ese punto de la historia, que para mí era verdaderamente el punto de partida, no pude sacarle más detalles, aunque juro que lo intenté. El resto del vuelo casi no hablamos, estaba demasiado ocupado construyendo rompecabezas. Al aterrizar me tomó la mano y me besó en la mejilla. Del compartimiento superior bajamos los regalos de los niños, que nos estaban esperando junto a sus abuelos. Cuando nos vieron agitaron sus manitas, como locos.

lunes, mayo 09, 2011

Informe fallido sobre el paso de una sombra

La cantidad inicial de dinero que se me puso sobre la mesa era desproporcionada, rayana en lo insólito. Acepté la misión, mas sabiendo de antemano que se trataba de una misión imposible. Debía seguir los pasos de una sombra, de una determinada sombra, y redactar un informe. No hablaré de quien me formuló el encargo; equivaldría a cambiarle el blanco al tiro. Por lo demás, la esencia del informe caería en falta si diera luces o versara sobre el motor, por no decir el cerebro de esta investigación.
En cuanto a la sombra... confieso que los primeros días la misión se me hizo más llevadera de lo que había imaginado. No era una sombra... diría... muy activa, movediza. Se desplazaba en torno a ciertos espacios, que con el tiempo marqué con detalle sobre el plano de la ciudad. Iba de su casa al trabajo, del trabajo al bar, del bar a su casa. Los fines de semana visitaba un supermercado, un parque, un cine, por las noches algún departamento. En muy contadas ocasiones se desvió por callejuelas tortuosas; dos veces la vi entrar al hipódromo. No me fue difícil averiguar que una vez al año se subía a un tren y partía al sur, y que a los 15 días exactos retornaba a su casa y a su rutina.
Dichas las cosas de este modo, todos afirmarán que me gané el dinero fácilmente. Cuán errados los necios incapaces de mirar bajo las aguas. Aún espero la remesa faltante y sé que no vendrá. Mi informe resultó vago; el cerebro vigilante exigió precisiones y al no poder entregárselas, no ha vuelto a dar señales de vida.
Y es que jamás logré saber realmente nada de esta sombra; ni siquiera puedo asegurar a estas alturas si es la misma sombra o son varias, millones de sombras que se camuflan entre ellas, comparten una carrera de postas.
La sombra salía efectivamente de su casa a cierta hora; pero ¿era ella, en circunstancias que por las noches, al apagar la luz para meterse a la cama, desaparecía?
La sombra, como toda sombra, vivía de la luz. Bastaba una leve nube, el más leve asomo de tiniebla para que dejara de existir. ¿Era mi sombra al volver el sol? ¡Cómo saberlo!
Había momentos en que se transformaba en dos sombras. Sucedía cuando se interponían en su esencia dos haces de luz. ¿Cuál era la verdadera? ¡Nunca lo supe!
En la multitud se me confundía, entre tantas parecidas. Cuántas veces, al bajar del Metro, perseguí a la que no era. ¿Cómo hablarle, cómo averiguar de propia fuente sus desvelos, cómo levantarla cual alfombra para observar sus pliegues ocultos? ¡Tarea obscena!
Ni siquiera logré saber cuándo nació, cuando se desprendió de su cuerpo físico. Eso hizo las cosas aun más complicadas pues, al no poder intercambiar palabra alguna con ella, jamás pude comprobar mis datos de primera fuente. Una noche la invité a la taberna; pensé que era abstemia o que temía que le hiciera una encerrona, porque entré y se quedó en la esquina, bajo el farol. Me arrimé a la chimenea y ordené una jarra de cerveza negra con dos vasos. Afuera hacía un frío que calaba los huesos. Al verme solo, el mozo me preguntó si esperaba a alguien. Le dije que el otro vaso era para mi invitada. La sombra entró a regañadientes, se hizo la sentida y no hubo modo de levantarla del suelo. Me enfurecí y le di un par de gritos que alertaron a los parroquianos. Se levantó y se fue contra la pared, como esos animales asustados que se cubren la cola. En la pared iba de un lado a otro; cuando pasó frente a la ventana me fijé que los vidrios estaban llorando. Me pareció de una brutalidad sin nombre continuar torturándola con preguntas estúpidas y abandoné mi afán. Antes de que me tomaran por loco salimos de la taberna; sabía que me venía siguiendo, ni siquiera miré hacia atrás. La sombra insistía en desplazarse como perro apaleado.
Alguna vez comprobé con mis propios ojos los segundos en que su forma se redujo a una suerte de enanismo grotesco, achaparrado; también la vi adoptar trazos dignos de El Greco. El último día que fui testigo de algo así se echó a volar, sin despegarse del suelo, hasta que la línea se estiró tanto que terminó por confundirse con la llovizna del invierno. Esa misma tarde redacté el informe.

martes, mayo 03, 2011

Engañarse a uno mismo

Irse apagando, descubrir valores, reconocerse. El tiempo cambia para bien. Revela la verdad. La verdad puede asumirse o combatirse. Hay culpa, deseo, goce y suplicio en medio; no es una decisión fácil.
Empantanarse en la locura. Aferrarse a los mitos. La historia de Tristán e Isolda es sublime, pero a fin de cuentas es sólo una ópera, estoy hablando de la ópera, de un espectáculo al atardecer, sentado en la butaca, echando una cabezadita ante la pesadez del drama.
Y de pronto un rayo, que lo pulveriza todo.
Engañarse a uno mismo. ¿Quién no se engaña? ¿Hasta dónde estoy seguro de lo que pienso? ¿Por qué me avergüenzo de mis pensamientos de joven sino porque eran ridículos? ¿O así era yo? No, así no era yo. Yo era más bien como soy ahora, pero tenía mucha cáscara. Ahora me queda aún la piel; espero que con el tiempo ésta se renueve o caiga y deje mi nervadura al desnudo.
La vida es tan corta; tengo la impresión de que su fin es la preparación para los últimos días, aquellos en que no cuentan la esperanza, la vanidad, los halagos ni los apetitos. El enfermo no se pregunta ¿para esto viví? Se pregunta ¿qué sentido tuvo lo que hice antes? En su lecho no valen los trabajos ni los triunfos. Sus diabluras de sano pasan por mentiras piadosas y la corte sólo está pensando muérete luego.
No es que ya esté enfermo, pero si no muero antes de estarlo, lo voy a estar. Entonces ya me habré hecho las preguntas, tendré ahorro acumulado y me quedará todavía un poco de tiempo para vivir la vida.