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jueves, julio 28, 2011

Insatisfacción

Nací insatisfecho; nunca supe la razón. Mis primeras fotos lo delatan: aparezco viendo las cosas con un aire de molestia, como si el sol me diera de frente. ¿Habré intuido un reflejo irritante en el ojo de la cámara? ¿Alguien me quiso hacer reír con una majadería? No lo sé, no lo recuerdo.
Más tarde me hicieron entrar al colegio, aunque debo confesar que yo mismo quería meterme dentro de esa boca de lobo, tal vez por ese afán tan humano de repetir y repetir hasta el cansancio lo que hacen los demás. Quería, en efecto, entrar al colegio; lo deseaba con ardor, tanto que mi madre me inscribió un año antes de lo que me correspondía. Inicié así una nueva escalada. La misión era demostrarles a mis semejantes que yo no sólo era capaz de llevar el ritmo de la clase, sino hasta de ir uno o dos pasos adelante.
Aún no asumía la insatisfacción; a cada minuto se me abrían caminos infinitos y el tiempo no bastaba para transitarlos. El día era una interminable sucesión de hechos. No imaginaba que esos hechos, en el fondo los mismos de siempre aunque parecieran diferentes cuando me asaltaban a cada vuelta de la esquina, esos hechos eran los ingredientes para el caldero donde se estaba cocinando mi mente. Mi ser veía hechos y mi ser se fundía con sus consecuencias, creando nuevos hechos a partir de los anteriores, de tal forma que el final resultaba ser casi siempre el que yo había planificado antes de que los hechos sucedieran, ¡qué paradoja! Desde luego, hablo del producto final como lo hace un niño, que piensa que todo es para siempre, que cada hora es definitiva y que cada día es un universo.
Así eran mis días y así llegué a la juventud, que encendió mis pasiones y consumió gran parte de mis energías, pues ya había llegado el tiempo de empezar a demostrar, lo que significaba competir. Y competir no era el juego fraternal y bienintencionado que nos pintan las películas inglesas, sino la sucia maquinación que tejen los miembros de las razas sobrepobladas cuando el reparto se hace escaso.
Pude sobrevivir, mientras muchos de los míos iban cayendo. Me logré levantar y me gané mi puesto en la sociedad; nada envidiable, pero para mí, un tesoro. Aun con los pies en el barro, pero ya pisando un fondo relativamente firme, me asenté, hice familia, contribuí a que el mundo siguiera girando y sentí verdaderamente, con cándida pasión, el último de los placeres, el placer de la conquista, aquel que se goza el día antes de que llegue la peste.  
Comencé entonces a tomar conciencia de la insatisfacción. ¿Para esto había vivido? ¿Para esto me había preparado tanto? ¿Para esto había pisoteado sin querer, por omisión, a mis propios semejantes? Llegaba a fin de mes con dinero en los bolsillos, es cierto; muchos se veían obligados a recurrir a préstamos para lograr lo mismo. Mis hijos crecían, sanos. ¡Cuántos niños vi morir a diario en mi barrio, en mi ciudad, en las noticias! Mi mujer me amaba, no como otras que hacían de la traición un diabólico vicio. Cuando me sentía solo entraba a la iglesia, me arrodillaba en la oscuridad y miraba hacia más allá de los vitrales, buscando a Dios. Dios bajaba de lo alto, me acompañaba unos momentos y yo abandonaba la iglesia en paz. ¡Cuántos de mis hermanos, a esa misma hora, se debatían en la angustia que genera el ateísmo! ¡Cuántos de ellos eran perseguidos, acribillados por las armas del poder! ¡Cuántos caían en el vértigo de la evasión a través de una pastilla comprada en la farmacia!
Como dice el lugar común, lo tenía todo para ser feliz, y sin embargo me sentía profundamente insatisfecho.
Recurrí a un sacerdote, hombre de edad madura y firmes convicciones. Lo había conocido durante un retiro y me pareció que se acordaba de mí. Cuando me saludó y me miró a los ojos fabriqué una infeliz asociación: uní el vago recuerdo del religioso con la amnesia de la meretriz visitada por libertinos presumidos que esperan mantenerse frescos en su memoria. Conversamos un momento, me tomó las dos manos con fuerza y me incrustó la fe, medio a medio de la frente. Sentí cómo sus manos de padre y sus palabras de profeta me traspasaban su energía y abandoné el confesonario en un estado de éxtasis, pero el éxtasis me duró justo hasta el momento en que un conductor me echó un par de palabrotas por cruzar la calle con el semáforo en rojo.
Caí luego en manos del siquiatra. El siquiatra elaboró intrincadas teorías que poco a poco me fueron vaciando los bolsillos y aumentando la insatisfacción. Siempre me hacía llegar a mi infancia y siempre a mi madre. Yo le decía a todo que sí, pero al cabo de un tiempo abandoné la consulta, cansado de renegar de las dos realidades más felices de mi vida. ¡Ah, mi madre y mi infancia! Si pudiera explayarme, qué de cosas no diría...
Descubrí los bares y amigos de bar, pero al cabo de un tiempo hasta ese tipo de personas, que bebían prácticamente a mi costa, se cansaron de escuchar mis lamentaciones.
Así se desenvolvía mi vida; así era yo. Un mediocre. Un ignorante. Un hombre que vivía un poco más arriba de la base de la pirámide.
Un día cualquiera me senté a la mesa, tomé un lápiz y comencé a desplazarlo sobre una hoja de cuaderno. Me sorprendió la lentitud con que avanzaba, comparándola con la velocidad de las imágenes que le ordenaba mi cerebro. Las palabras iban quedando rezagadas, como la mujer de campo que trata de ir junto a su marido con la carga a cuestas. La campesina suplica su nombre, él se da vuelta, ofuscado, y la espera; luego vuelven poco a poco a tomar distancia uno del otro, de la misma forma en que mi mente se distanciaba de la mano que sostenía el lápiz. Aun así, ayudado por la memoria -el trecho que necesitaba cubrir el lápiz para alcanzar a la mente- el ejercicio resultó estimulante, aunque no sus resultados. Poco me importó, pues durante unos quince minutos había vislumbrado el destello divino de los mundos imposibles. Nadie me había impedido el ingreso a ese portal. Yo era libre de traspasarlo en cualquier momento del día o de la noche, en cualquier lugar de la tierra, y no necesitaba ni a Dios ni a la ciencia ni al amor tan mezquino que entregan los amigos para hacerlo. ¡Era ya un aprendiz de escritor!
Han transcurrido muchos años desde entonces. Mi vida se fue orientando naturalmente hacia la comodidad, a través del trabajo y el ensueño. Ideé una fórmula relativamente fácil, con la cual logré sostenerme, pagando el precio no demasiado elevado de la insatisfacción. Consistió en dividir las 24 horas del día en ocho para el descanso, nueve para el trabajo, dos para comer, dos para el ocio y la familia, una para la lectura y dos para escribir. Escribía en un localcito relativamente alejado de mi casa, para caminar un poco. A menudo me dormía con el argumento incompleto de un cuento que se negaba a avanzar, o me despertaba con una idea que había surgido en el sueño. Me acostumbré a dejar un lápiz y un papel sobre el velador. Leía en los cafés, pero mi mente afiebrada se inspiraba en los libros para crear nuevas historias; entonces sacaba una boleta cualquiera del bolsillo y comenzaba a garrapatear a la velocidad máxima, antes de que la idea volase. Mis hermanos en el oficio saben de lo que hablo, pues lo viven a diario: no hay novedad en mi relato.
No es necesario ser tan suspicaz para adivinar que dichos hábitos se respaldaban en el reconocimiento ante la tarea que se desempeña relativamente bien. Al menos, de eso me convencieron los pequeños galardones literarios que logré con mis cuentos. Y si digo pequeños no es por falsa modestia, sino que porque en realidad fueron pequeños. Otro escritor ya habría abandonado las ansias de fama ante la tan pobre calidad de sus laureles, pero yo no lo hice. Mi mente, que es la que me gobierna, se convenció bien pronto de que no había mejor salida que esa. Podía escribir, con todos los placeres y beneficios que genera la escritura, y podía hacerlo en forma anónima, con todas las virtudes que implica el anonimato, sobre todo la ausencia de discursos y entrevistas. ¿Qué me hacía pensar que lo que hacía era razonablemente bueno? Concluyo que así como una ley natural ordena que los padres se fascinen por sus crías, un artículo marginal de dicha ley establece que los poemas y cuentos salidos de mano propia provoquen placer al autor al momento de leérselos a él mismo, de tal forma que querrá repetir el procedimiento una y otra vez.
Pero en ese sereno esquema había menospreciado el sabor de la insatisfacción. Las 22 horas del día se me empezaron a hacer interminables, en tanto que las dos restantes, aquellas dedicadas a la escritura, se hacían demasiado breves, transcurrían como agua de cascada. Y así como Charles Crumb, el hermano mayor de Robert, fue llenando poco a poco de texto sus comics hasta que las palabras terminaron devorando sus dibujos; así, imperceptible pero implacablemente mis dos horas empezaron a alimentarse de las otras. La lectura me inspiraba, la escritura me vaciaba. Al separar mis dedos de las teclas me sentía más una forma espiritual que material y en ese estado caminaba hasta mi casa, sin acusar el golpe de la realidad ni el de mi propia vulgaridad. Luego los hechos se hacían presentes naturalmente, mediante nimiedades. Cundía el desaliento y surgía el ensueño; comenzaba a esperar internamente la llegada del otro día, el momento del ingreso a ese templo de piedra y seda, extraño y oscuro, luminoso y silente. Anotaba invenciones, metáforas, palabras nuevas, personajes y argumentos en las boletas que ya he dicho que guardaba en los bolsillos, ansiando que llegara el instante de pasarlas en limpio. El día se me hacía eterno, casi insoportable. Me dormía  imaginando que a la mañana siguiente amanecería sin sueños, sin un argumento: toda mi fuerza creativa habría sido arrastrada hacia un lugar desconocido dentro de mí, el lugar en que la memoria se extravía y va a dar a un fondo de lodo. Despertaba obsesionado con el deseo de correr a la máquina y cuando mis dedos volvían a golpear las teclas experimentaba una sensación inefable, un gusto indefinible. El gusto que siente el hombre al saciar su vicio.
¿Era el mío un vicio? Era una necesidad, no cabe duda, y si concordamos en que todo vicio se sostiene en una necesidad, la que al ser satisfecha va provocando un daño, esta diaria entrega mía a las teclas de un computador se estaba convirtiendo, si no en vicio, al menos en obsesión. Durante los almuerzos de fin de semana en el hogar mis hijos me sorprendían con la mirada ausente. A veces reían; otras murmuraban. Mi mujer prefería ignorarme, y yo no hallaba qué decir. Mi mente estaba puesta en el día lunes, en la máquina. Después de tantos años había llegado a eso.
Los cuentos clásicos comienzan presentando al sujeto y su tiempo. “Una mañana el viejo escritor se hallaba dispuesto a reanudar su tarea, cuando de pronto surgió de la nada un personaje y le propuso traspasar el umbral para acceder al escenario donde se edificaba su propio cuento”. Así debió empezar este relato, y en tercera persona, pero está escrito que se inició de otra manera...
Era un día frío y nublado, que invitaba a quedarse la mañana entera dentro del café, leyendo los diarios, alguna novela de Graham Greene, tomando apuntes. Mas la urgencia de sentarme ante la máquina me sacó de esa atmósfera y me introdujo a la del local de internet. Entré al de siempre. La dependienta me tenía reservado el mejor asiento, con los mejores audífonos. Abrí una ventana en la pantalla y elegí la radio irlandesa que me acompañaría esas dos horas. Abrí otra ventana, que me conectó al diccionario. Abrí la tercera ventana y desemboqué en mi blog, aquel donde escribo mis cuentos. Estuve frente a la página en blanco unos cinco minutos. Luego recordé que la víspera me había propuesto hablar del diablo, ese personaje tan presente y tan venido a menos en estos tiempos. A poco andar borré lo escrito; el relato iba directo hacia la estupidez panfletaria. El diablo conducía a su grupo de héroes a una colina, donde todos, salvo él, eran despedazados por ráfagas de ametralladoras. Me quedé otra vez ante la pantalla en blanco, acompañado por una música emitida desde Dublín, exasperado y somnoliento, desaprovechando parte de esas dos horas. En mi estado de letargo esbozaba la degenerada transformación del diablo bíblico en una suma de efectos especiales; el verdadero había optado por dividirse en mil pedazos y alojarse en la mente de cada uno de nosotros. Desde allí el muy parásito se refocilaba contemplando las maldades ideadas aparentemente por su huésped. Elucubraba ideas como estas cuando una voz masculina me interrumpió.
-Usted no encuentra el personaje que busca porque mira el mundo exterior por la ventana.
La oí con desagrado; había algo en ella que me resultaba familiar.
-Algunos ruegos se pueden atender sin necesidad de conocer detalles -añadió. Del escritorio de la encargada humeaba el café.
-¿Quiere café? -me ofreció ella.
En ese instante los otros dos clientes del local se levantaron como si se hubiesen puesto de acuerdo, pagaron el tiempo ocupado y se fueron. La mujer sirvió mi taza con cariño y me dejó a cargo, mientras salía a ordenar su almuerzo al restaurante de al lado. Él me pidió que me retirara los audífonos.
-No tengo mucho tiempo y deseo proponerle algo.
-¿Qué se le ofrece? -la interrumpí secamente.
-Iré al grano, no malinterprete lo que digo y escúcheme con atención: lo que yo observo es que usted quiere hacer de estas dos horas una eternidad, prolongando para siempre las dos horas de felicidad que vive a diario en este espacio, haciendo de ellas su vida completa. ¿Desea disfrutar el placer que emana de su vida interior sin interferencias materiales, sin que nadie en el mundo lo moleste, sin que deba llevar sobre sus hombros ninguna otra carga que no sea la que le proporcionan sus propios fantasmas creativos? ¿Ansía crear personajes de verdad, inmortales? ¿Reconocer por fin el tono exacto de su voz y dejarme vivir de una vez por todas?
Desde luego, estaba dando una cabezadita. El sueño de una voz que le habla a uno dentro del sueño, que bien podría ser la voz del diablo alojado en el cuerpo, por qué no. De sus preguntas entendí lo que quise. Me cuesta tomar decisiones. Generalmente espero hasta el final y cuando ese final llega, espero hasta que haya un nuevo final, más conveniente que el anterior. Cada vez que he decidido con prisa me ha ido mal.
-Me gustaría... -le respondí. El sueño se alargaba.
-Haremos una pequeña prueba. Luego usted decidirá. Continúe con los ojos cerrados. Ábralos cuando me vaya -me propuso.
Los ojos se me nublaron repentinamente y dejé de percibir los colores en su brillo original, lo que atribuí a inofensivas pelusas, que no me causaron mayores molestias. La dependienta entró en ese momento. Un hombre se levantó.
-¿Ya se va? -le preguntó ella.
-Así es, amiga.
-Tan poco que estuvo hoy.
-Usted lo ha dicho.
-¿Se aburrió?
-No. Se me acabó la imaginación.
Ver salir a mi compañero de asiento fue como si hubiese despertado. ¿La voz le pertenecía a él? ¿Me habló mientras dormía o siempre estuve despierto? ¿Cuándo había entrado al local? ¿Qué me había querido decir? ¿Cómo es que parecía conocer tan bien mis anhelos más íntimos? ¿En qué lo contrariaba, en que podía interferir en su vida? Cavilaba, desorientado, cuando un hecho pedestre pero insólito me volvió a la realidad: la dependienta cerró la puerta, corrió las cortinas y empezó a comer con una voracidad envidiable.
Si me hubiesen dado a elegir habría optado por percatarme de mi situación con una certeza en la que no cupiesen dudas, mas no fue así y hube de resignarme a tomar la nueva experiencia como venía. Mi visión seguía nublada, pero ya no sentía igual; era incapaz de oler y de reconocer al tacto y los sonidos me llegaban como con sordina. El panorama lucía un tinte indefinido que la vista no lograba precisar, disolviéndose a veces en la nada y reapareciendo también de la nada, fuera lo que fuera. No estaba ciego, pero me di cuenta de que veía con otros ojos. Por otro lado, los malestares que siempre me acompañaban, por mínimos que fuesen, habían desaparecido y el saberlo me provocó un placer que no pude localizar en ninguna zona de mi cuerpo. Con todo, algo me decía que el mundo me atosigaba por la espalda, como si ideara una trampa. Así han sido siempre mis sueños -paisajes brumosos, argumentos ridículos-, de modo que me entregué plácidamente a éste. Pero tal como los sueños se transforman en pesadillas cuando el protagonista es emboscado por sus fantasmas, así también se me fueron complicando las cosas. No recordaba haberme quedado dormido, sin embargo había sucedido algo que no acertaba a comprender. Era un malentendido, naturalmente, no había que desesperarse, ya descubriría de qué se trataba esto. En los sueños el remedio es la espera. Mas la espera no logró otra cosa que profundizar mis temores. No soy capaz de medir exactamente el tiempo que pasó, pero presumo que debieron ser unas siete u ocho horas, pues de pronto la dependienta comenzó a desconectar los computadores y a apagar las luces, terminando por cerrar la puerta del local con candado y llave.
Dicha escena no podía obedecer más que a una sola y lógica razón, de modo que terminé por aceptar que no estaba en mi cuerpo. Yo era sólo mi imaginación y mi otro yo, si cabe hablar así, deambulaba por la ciudad con la mente vacía, desprovisto de conciencia, cumpliendo con sus hábitos como lo hacen los robots de la ciencia ficción o los animales; recibiendo órdenes en su trabajo, acostándose en la misma cama que su esposa, lavándose los dientes frente al espejo, yendo de allá para acá. Pobre humano, pensé, de aquí en adelante va derecho al despeñadero; disponía sólo de dos horas para darle sentido a su día y ahora lo han despojado de esos preciosos minutos. Sin imaginación, ya no le resta más que tratar de arreglárselas con la vida como mejor pueda.
Así fantaseando, me di por divorciado de tan lamentable forma de carne y hueso y me sentí yo mismo repentinamente alegre, liberado de la mayor de las esclavitudes y con el abanico del tiempo abierto a mi favor.
Era hora de sobarme las manos, como se dice, y de entregarme a nuevos sueños, historias fascinantes, escenas tórridas, ciudades lejanas, pero la sensación de lástima me seguía rondando, hasta que el motivo se me hizo evidente. Había dado por hecho que él estaba sufriendo, pero ¿y si ahora fuese feliz? ¿Por qué no? Cuando salió del local lo hizo con bríos, su voz no me pareció afligida. Nada en sus actos delataba a un hombre deprimido, angustiado, lo que fuera. El pesar que yo le estaba cargando gratuitamente en sus espaldas podía atribuirse con toda propiedad a un afiebrado producto de mi imaginación. ¿Acaso no era yo, mi extraño yo, quien lo había tenido siempre de rehén, desde su más tierna infancia? En una suerte de interpretación de acuerdo con las conveniencias, ahora lo condenaba a jugar ese papel poco menos que de bestia, de hombre instintivo, sin disponer de pruebas para confirmar esta suposición. De modo que a medida que pasaba el tiempo y observaba los raros sucesos acaecidos en el local de internet desde un punto de vista inverso, me parecía más verosímil que la persona libre de ataduras fuese aquella que llevaba mi nombre en su cédula de identidad y yo, el que creía ser yo, fuese el verdadero preso de mis fantasías, de mi lenguaje, sobre todo de mis adjetivos, y de mi arquitectura.
Imaginé, en dos segundos, con ese velo grisáceo del que he hablado, que a esta misma hora él estaría bebiendo su cóctel favorito, mirando hacia un punto indefinido de su habitación mientras el whisky le quemaba la garganta y lo hacía revivir. Las gatas se le refregarían en los zapatos; él las alejaría con un movimiento leve y se echaría un segundo sorbo, picotearía pepinillos y aceitunas verdes y abriría el diario en la sección de espectáculos, con el fondo de un televisor que le mostraría los goles de la jornada. Luego su mujer lo llamaría a la mesa, cenarían juntos, comentarían el día; finalmente se lavaría los dientes, ella se retiraría el maquillaje y se irían a la cama.
Mi imaginación ideó esa segunda fantasía, opuesta a la del hombre abrumado de mente vacía. Sospeché que mientras yo me las comenzaba a batir a partir de este instante con un sin fin de cuentos que se abrían en la mitad, sin sentido alguno, cuentos que bajaban como un rayo para perderse en la bruma y recomenzar del mismo modo que cuando se habían extraviado; mientras yo luchaba vanamente por mantenerme dentro del pobre argumento ideado, sin poder contener la furia de una imagen cualquiera que saltaba como pez sobre un mosquito, impertinente, el hombre sin imaginación, extasiado, miraría volar una polilla alrededor de la lámpara de pie plantada sobre el sofá, con los ojos de un niño de dos años, o de un gato. Desde el sillón opuesto, su mujer lo estudiaría con un aire de alarma y él la calmaría. “No te preocupes, no ha pasado nada. Solamente me ha sucedido que esta tarde perdí la imaginación”.
Levemente angustiado, enteramente insatisfecho, decidí olvidarlo y concentrarme en mi propia felicidad. ¡Yo era dueño de lo que a él le faltaba!, sobre eso no podía haber dos opiniones, y debía sacar partido de mi circunstancia. La imaginación es mil veces más poderosa que la inconsciencia y si bien ésta dispone de la virtud de aislarse del futuro y de los efectos del pasado, aquella construye lo que el presente niega.
Así las cosas me dispuse a trabajar “sin interferencias de ningún tipo”, listo para encontrar de una vez por todas a mis “personajes inmortales”. Una nueva imagen llegó, como una chispa desvanecida. No me era posible guiarla, más bien ella guiaba mis pensamientos, como suele suceder en los sueños. Me hallaba dentro de una cueva y con los minutos, de la negrura del espacio surgió el aura de una loba enferma. El pobre animal estaba aquejado de una herida en las encías y a la menor provocación escupía al enemigo. No se podía amar mientras se habitaba en esa cueva; sólo restaba vivir. Me agaché, le abrí el hocico y le soplé las encías; la bestia entendió y se adormeció. ¿Qué seguía en ese cuento, del cual era mero espectador, qué pasaba después? Mi imaginación porfiaba en adentrarse únicamente en esa escena, que se gastaba mientras más recurría a ella, como si yo fuese el operario de un carrusel. ¿Cuánto tiempo transcurrió en el intervalo? Lo ignoro, pero fueran segundos, minutos u horas, el quiebre ocurrió cuando se me vino a la memoria una verdad a la que nunca le había dedicado atención, por obvia: mi imaginación no era nada sin una mano de carne y hueso que la plasmara en una superficie mediante palabras. Sin esa mano que cada ocho días debía recortar en sus extremos, sin esa mano cada vez más cubierta de manchas y arrugas podría pasarme horas, días y años creando imágenes revueltas, vanas, desordenadas. Y qué decir de las palabras, si ya todo ha sido dicho por los grandes sabios: resultaban ser ellas las verdaderas propietarias de mi imaginación, no a la inversa, como siempre había creído, con esa suerte de orgullo inocente que caracterizó a mi pasado.
De modo que soy yo quien está encadenado al hombre que mandó al diablo su imaginación y es él quien me gobierna, con su cuerpo y sus palabras; de modo que ahora él es capaz de sentir como los niños, ver las cosas como si fuese la primera vez, gozar los placeres y soportar los dolores con una facilidad escalofriante, mientras yo me doy vueltas y vueltas entre figuras insensibles que más parecen recuerdos de recuerdos, esbozos de mi vida interior; de modo que así están las cosas, rumié, con aire vengativo, dispuesto a reanudar la lucha.
En mi actual estado la energía seguía siendo primordial y la insatisfacción no se calmaba. Las imágenes, si surgían, corrían desbocadas dentro de un coche sin cochero, no era yo su dueño. En este mundo las cosas se sucedían en una amalgama de visiones y no parecían tener vida real. No existían personajes inmortales sino remedos de vida, grotescas caricaturas.
Del vacío surgió un bote abandonado a la orilla de un lago intranquilo. El muelle y las aguas se unían con furia y me obligaron a caminar alerta, echando un pie muy adelante antes de afirmarlo en la madera húmeda, que no se sabía dónde terminaba. Mi casa se había llenado de nieve y no encontraba a mi hija; la vi entonces caminar entre los juncos, con la mirada perdida. Qué hago ahora, cómo enlazo esta imagen a la de la loba enferma. ¿O son dos historias?, pero entonces, ¿se trata de acumular, de ir bosquejando en el infinito hasta que todo caiga por su propio peso? Cansado como estaba, me las arreglé para cambiar de escena y recostarme en unas dunas tibias que protegían de la fría brisa que venía del mar, a la hora de la siesta. Echado en ellas mis fantasías comenzaron a fugarse y creo que dormí durante un buen rato.
Al despertar tomé conciencia de que no había forma de retener ni imágenes ni personajes ni tramas ni nada de nada; la concentración era en este mundo un tesoro imposible de desenterrar. No tuve más opción que rendirme ante mi imaginación, dejarla que tomara su propio camino. Intentar controlarla rebasaba mis fuerzas. Entonces enfilé hacia el bote abandonado.
Caminé por un estrecho sendero flanqueado de ramas que ocultaban la vista del cielo. Cada una de las hojas de las ramas era un recuerdo, de tal manera que los recuerdos fueron lo primero que salió a mi paso. Todo lo que había visto hasta entonces se hallaba en esas hojas; mis llamadas creaciones no eran más que vagos ejercicios de la memoria.
Los recuerdos brotaban por sí solos, mecidos por la brisa; muchos eran voluntarios, pero la mayoría resultaban ser involuntarios y operaban como una cadena. El sendero se abrió y tuve entonces ante mí la orilla del lago, cubierta de hojas. Unidos a los recuerdos se me aparecieron los habitantes del pantano de la mente. Era un pantano tan extenso que la otra orilla se vislumbraba en un leve resplandor que recordaba al amanecer. Mientras remaba, noté que unas algas se adherían a la quilla y no dejaban avanzar. Eran las distracciones. Me desprendí de algunas y aparecieron otras, y así en todo el trayecto. Cada cierto trecho se dibujaban bajo el agua serpientes eléctricas que amenazaban con incendiar la nave. Eran los miedos, que de tanto aparecer y desaparecer se fueron convirtiendo en tranquilos enemigos, mas no inofensivos, puesto que orientaron la nave hacia la zona más densa del lago: aquella donde reinaba la depresión. ¿Cuánto me tomó salir, sortear ese lodo? No lo sé, pero al hacerlo me topé con las angustias, arbustos retorcidos, enraizados en el légamo, que ensombrecían todo aquello que surcaba entre sus ramas. Navegaba entonces en estado de máxima alerta, porque ya había aprendido que muy cerca de esas sombras habita el terror, un monstruo marino que salta, engulle a la mente, se la lleva a las profundidades del pantano y casi de inmediato la devuelve, por repulsiva. Cuando calculé hallarme justo encima de la bestia me arrojé al vacío. Fui devorado antes de tocar el agua, ambos desaparecimos bajo el líquido viscoso y en un instante que duró mil años estuve otra vez en el bote.
Con el alivio de la salvación temporal a cuestas guié la nave hacia la zona de los deseos y sus hermanos menores, los vicios. Allí nadé largo rato, las aguas se habían aclarado y sin darme cuenta llegué a la otra orilla, ya estaba afuera. Me recibió la alegría, en la forma de filosos juncos verdes. Miré hacia atrás, donde ahora resplandecía la serenidad: el pantano volvía a ser un lago de aguas cristalinas, espejo en una tarde de verano; pero a poco andar caí en otro pantano, tan inmenso como el anterior. Era asombrosa la cantidad de tiempo que ocupaba mi mente en salir de allí, aunque era mejor que estar en tierra firme. Cada vez que pisaba la hojarasca que separaba los lagos experimentaba el miedo a la muerte. Era la carga más penosa de todas, porque me dejaba angustiado, rendido y falto de deseo.
Aún quedaba más. Me alimentaba la esperanza. En sí misma se trataba del rey de los fantasmas, fenómeno abstracto y absurdo. A diferencia del futuro, que era pura imaginación, la esperanza se dejaba ver una que otra vez, en el lago o los senderos, pero cuando lo hacía venía moribunda. Al descubrirse finalmente en todo su esplendor, despidiendo rayos fulgurantes, ya era un cadáver luminoso.
En lo más profundo del último lago vivía la tristeza, bajo dos formas: la tristeza que nace del amor y la belleza y la tristeza donde anida el desamparo. Ardiente locura; allí se pierde la razón y la euforia se transforma en dolor en cosa de segundos.
Del cielo se dejaban caer de vez en cuando los relámpagos del pensamiento y resultaban inexplicables, salvo si se trataba de aquellos que surgían como meros disfraces de otros entes. En ese caso estaba ante falsos pensamientos, espejismos de razón.
Más allá de toda imaginación estaba el vacío, la médula de la vida.
¿Cuánto estuve navegando? Si me aboco a la escena que vendrá a continuación, conjeturo que menos de una semana: en mi estado era capaz de sentir el paso del tiempo por días y aun horas, de manera que cuando ese viejo conocido volvió al local y pidió un computador comprobé que había envejecido poco más de cinco días. La dependienta lo miró y le habló, sorprendida.
-Qué se había hecho.
-No venía porque no se me ocurre de qué escribir.
-¡Usted!, que escribe tanto.
-Ahí tiene.
-Y ahora que se le ocurrió de qué escribir... lo tendremos unas buenas horas acá, me imagino.
-No se imagine.
-¿Que anda apurado?
-Vine porque echaba de menos este momento.
-¿No va a escribir?
-Voy a tratar, pero antes quisiera jugar un poco al solitario.
-Hay solitarios más entretenidos que ese que abrió. Deme su correo y le mando un link.
-Gracias, muy amable.
Mientras jugaba y se reía de sus errores que le iban marcando puntos en contra, yo lo acompañaba desde mi lago fangoso, donde transcurría casi todo mi tiempo. Él sorteaba malamente vallas artificiales, cibernéticas; las mías eran trampas profundas. Una vez que las suyas lo vencieran por enésima vez, se levantaría de su asiento y caminaría por la plaza Pedro de Valdivia, fascinado por el canto los loros desde las copas de los árboles; yo continuaría buscando esa orilla que se me ofrece nada más que para diluirse ante mis ojos.
Juro que en ese momento pensé cuánto me gustaría dar por terminada esta pequeña prueba -no de golpe, paulatinamente- y volver a su cuerpo, ser él. Lo pensé a pesar de sus tics y sus molestias físicas y de los relámpagos y personajes que llenaban mi mundo, las tramas policiales que surgían en un abrir y cerrar de ojos, la voluptuosidad de dos mujeres que habitaban una casa de pensión, el acantilado al que galopaban ciegamente dos potros salvajes.
-¿Recibió el link? -le preguntó la mujer.
-Sí, amiga, muchas gracias.
-¿No le gustó?
-¿Le digo la verdad? Lo voy a dejar para otro día. Mi mujer me encargó detergente, un paquete de bolsas para la basura y un kilo de limones. Se me está haciendo tarde.

Pasa el tiempo; mi soledad se hace llevadera, habito entre el desorden y el bombardeo de imágenes, pero sería injusto conmigo mismo si viese más defectos que virtudes en mi nuevo acontecer. Cuando la balanza se llega a inclinar hacia el lado negativo sospecho que se debe a que la piedad comienza a apoderarse de mi imaginación. Soy como una mujer a la que se requiere cuando brota la necesidad. Se puede vivir perfectamente sin mí y si yo no existiera, nadie moriría.
Todos los días hábiles de la semana entra mi viejo conocido y se sienta frente al computador. La buena relación que se generó desde el principio con la locataria se ha incrementado a niveles de excelencia, tal como parece ser que le ha ocurrido con mucha gente, con el mundo entero. Lo que es yo, debo admitir que lo espero con ansias, porque él reduce mi insatisfacción y me hace sacar lo mejor de mí, si se me permite el cliché utilizado por los futbolistas respecto de sus entrenadores. Mas, y lo declaro sin falsa modestia, comienzo a darme cuenta de que él también me necesita; necesita mi imaginación, que yo le convido de a trozos, de otro modo no aparecería día a día en el local. Y al precisar de mí se deteriora, es como si su trato se fuese enmoheciendo.
Estudié la situación con frialdad, lo reconozco, y lo convencí de que hiciéramos un pacto. No me costó demasiado; hice uso de toda mi imaginación para dorarle la perdiz; él se dejó llevar por ese efímero placer de dos horas ante la pantalla y aceptó, sin meditar en lo que perdía. Desde entonces, apenas abre su sitio habitual comienzo a dictarle mis memorias, que van desde las imágenes más cuerdas a las más disparatadas. He descubierto que sólo así logro dominar mi caos interno y capturar aunque sea por unos minutos el tesoro de la concentración. Todas le gustan, unas más que otras, y a mí también. Sus manos se detienen, observa la pantalla, se frota la punta de la nariz, se arregla la camisa y continúa. Yo lo dejo hacer, valoro esos baches, esos tiempos de espera, porque me permiten... como diría, contenerme, organizarme; en el fondo, disfrutar este momento de felicidad que me ha quedado, el único tiempo que realmente me mantiene no sólo vivo, sino principalmente anclado a la realidad.
Como si de una venganza se tratara, o de un repentino soplo de lucidez, he comenzado a dictarle en estos días el cuento esbozado sobre el diablo. Bruscamente alojado en cada ser humano e inmerso en la disyuntiva de alma y materia, el parásito emprende el ataque a todo lo que lo rodea no a través de la imaginación sino del cuerpo de sus huéspedes. Así, deja a la psique excluida de los patrones morales y esta le entrega la responsabilidad de sus ideas al cuerpo que las lleva a cabo. Sin embargo, en una sentencia inesperada, el juez mayor castiga con la pena de cárcel a la imaginación y deja libre al cuerpo de carne y hueso. “Vete a la calle, eres un simple títere del monstruo agazapado en tus entrañas. Y a ti, te castigo a navegar por el estanque de tu mente hasta que el cuerpo que te sirve de excusa para cometer tus fechorías abandone este mundo”, dictamina.
Mas, todo en la tierra está condenado a la oxidación. Al proceder diariamente al intercambio, cada vez que se efectúa esta transacción con mi viejo conocido, percibo el paso del tiempo en su figura, algo de lo que él no se percata. ¿Se puede ser feliz sabiendo que se va al despeñadero? Él lo es, porque ha sido reacondicionado para vivir el presente; lo convencieron y no se queja. Para él la vejez se siente cuando renueva la foto de un carnet, no minuto a minuto, que es como yo la vivo.
En cuanto a mí, admito, como he dicho, que tampoco debería quejarme demasiado. Erradicadas las molestias y los dolores, idas para siempre las tortuosas obligaciones a las que los hombres se condenaron a sí mismos para poder salir adelante con sus vidas; obviando esas 22 horas de tráfico luminoso, penumbras y abulia, en las cuales mi imaginación hace cada vez menos viajes, cada vez se engaña menos a sí misma con delirios de grandeza, ¿qué me queda sino el disfrute de mi libertad?
No domino el arte de predecir el futuro, salvo si lo miro a través de mi imaginación, aunque ya he demostrado que mi imaginación es veleidosa, inofensiva e insignificante. No domino ese arte, reitero, pero si lo hiciera, sospecho que el acuerdo al que llegamos fue el siguiente: con el correr de los meses el hombre sin imaginación se irá quijotizando en tanto que yo me iré sanchificando. Su forma de vivir la vida no habrá sido eterna ni mi estado tampoco; cada uno se fundirá en el otro y una vez que se retomen los antiguos hábitos, las mañas olvidadas, una vez que se nos haya vislumbrado con ejemplos la categoría de nuestros sueños, una vez que sus científicos dolores físicos se mezclen con los míos, ambiguos y especulativos, ambos volveremos a sentir el sabor original de la insatisfacción.