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domingo, enero 08, 2012

Bitácora policial

El abuelo se moría en la casa de campo. Abierta de par en par, la ventana invitaba al calor a meterse a la pieza oscura para convertir su lecho en un río de humores. Su nieta no se la quería cerrar pues consideraba que la visión más allá del marco era una forma de mantenerlo distraído. La sumatoria de lo que se podía ver daba poco, aunque al anciano moribundo parecía resultarle suficiente: siluetas de pájaros surcando el horizonte, el baile de las hojas verdes del álamo, que semejaba el giro de unas hélices, alguna nube que teñía de blanco el azul del cielo para deshacerse en instantes, moscas que entraban y salían, sin hallar lo que andaban buscando. La nieta le limpió la frente, la nariz, los sobacos y  le cambió los pañales. Luego le dio un beso en la cara y se fue a la escuela.
Había un monstruo suelto y otro agazapado, eso nadie lo sabía.
Sobre el velador quedaron un jarro de agua de hierbas, un rollo de papel higiénico, un frasco de remedios y un pedazo de pan con queso de cabra, que el abuelo se comió con dificultad en el primer tramo de la caminata de la niña,  recostado como estaba y encima moribundo. Cualquier testigo de ese acto habría adivinado que comía por instinto, por dar la batalla de pasar la hora. Y así como entonces sus energías se concentraban en ese acto único, los pensamientos de la nieta también eran exclusivos. Pensaba que en cualquier minuto la muerte visitaría la casa. Al volver de la escuela, apenas metía la llave en la cerradura y cruzaba el umbral, caminaba sigilosamente y le echaba un vistazo a la pieza desde el borde de la puerta entreabierta. Entonces suspiraba con alivio, pero en el fondo intuía que ver a su abuelo vivo sólo postergaba el momento crítico, aquel en que se vería obligada a pedir ayuda.
Al caer y darse un par de vueltas por el piso de tierra de la cantina, mientras mordía el polvo del fracaso, riendo, el Charro decidió "irse a la cama". Si nadie lo esperaba en parte alguna, no había otra cosa que hacer. Si ni siquiera lo podía cobijar un techo, ¿dónde iba a ir? Si no tenía dinero, ¿qué podía beber que no fuera agua? Su único bien era el resto que le quedaba de dignidad, pero desde esa posición le pareció que lo estaba perdiendo. De otro modo no lo habrían pateado así, de yapa un afuerino irascible. Costaba tan poco hacerse de amigos cuando había dinero para invitar; costaba menos perderlos cuando se acababa. Y no costaba nada convertirlos en enemigos si el discurso resultaba majadero, estúpido y aun ambiguamente procaz. El hombre se levantó del suelo polvoriento, riéndose de sí mismo, de su condición, pidiéndole perdón a su agresor y al cantinero, quien se encogió de hombros, compasivo. Se hacía de noche y una hilera de postes melancólicos le señalarían un horizonte difuso. Si caminaba en esa dirección iría a dar al bajo. Al cruzar la línea del tren aparecerían las casas de adobe de la gente marginada, envueltas en una oscuridad que se tragaría por completo el paisaje, a menos que una luz de vela anunciara vida interior, vida de pobres. Como dominaba bien el sector, buscaría a tientas su lugar a la orilla del camino, más allá de la vía férrea y de las últimas viviendas, entre arbustos secos, y allí se echaría a dormir.
-¡Qué diablos!
Al sujeto irascible le habían contado en la cantina que en esa casa había mucha plata, pero que la usurera desconfiaba de todo. Se lo habían contado para darle a entender que en la fauna humana del pueblo, esa vieja era una persona odiada. Pero el afuerino entendió otra cosa. Entendió que había que robar. Cuando abandonó la cantina apenas hizo un vago intento por retomar sus pasos, un intento más para despistar que para otra cosa, un show barato. Al momento entendió que sus pies lo llevaban hacia la verdadera dirección. La ambición, el deseo insano, pesaban más que su conciencia.
El enemigo lo acechaba, lo sintió apenas salió de la hospedería y pisó la calle. Cada ladrido le decía algo. Había descubierto la gran conspiración del perro sobre la faz de la tierra y parecía ser el único en percibirla, de modo que esa certeza de ser un profeta ignorado le hacía insoportable su tormento. El mundo se había vuelto insensible al peligro que lo rondaba. Nadie escuchaba sus advertencias a viva voz, nadie atendía su voz de alerta. Se había cansado de escribir cartas a los diarios, cartas que jamás se publicaron. Citas completas de la Biblia a la basura, metáforas del demonio que se volvían objetos de burla, la mejor prueba de que el can se salía con la suya. Los perros crecían en número, día a día, mientras la gente se paseaba por las calles, como si nada. Había llegado el momento de enfrentarlos. Valor, mi Señor, rezaba una y otra vez, con el paquete de carne envenenada en la mano, el cuchillo escondido en el pantalón y el cuerpo carcomido por la energía que consume la angustia.
Cuando sintió que alguien intentaba abrir la puerta de calle, su mente se pobló de demonios, figura no tan difícil de imaginar, ya que sus demonios siempre la aguardaban en una zona indefinida de su fantasía, separados de su conciencia por un frágil velo, a la espera de un bocado que se dignara liberarles. Nadie más tenía llave, nadie sabía dónde guardaba el dinero, pero había formas de sacarle la verdad; había maneras. Si un bandido quisiera, lo podía hacer. En el fondo, sólo estaba protegida por una cerradura. Pero una cerradura, dos cerraduras, tres cerraduras eran cosas frágiles, y cuatro cerraduras, cosa extravagante. Se precisaba de algo más... definitivo. Su voz de anciana desconfiada vaciló, la ferocidad se le hizo espanto, apagó la luz y esperó en la cama. El ruido aumentaba, como si detrás de la puerta hubiese un roedor que tuviera una sierra en vez de dientes. Tiritando, metió la mano derecha debajo de la almohada y tomó su crucifijo. Hacía años que esperaba este momento.
-Quién es...
Volvía a tener hambre y con los datos a la vista suspiró, satisfecho. Los partes policiales decían siempre tan poco con su lenguaje enrevesado. Lo mínimo, pero obligaban a lo máximo. Tenía en sus manos varios casos que en conjunto resultaban atractivos, pero no lo suficientemente atractivos para lo que en estos tiempos le estaban exigiendo. Atractivo habría sido ahondar, ver con los propios ojos y escuchar de boca de los testigos, pero para eso estaban los reporteros estrella. Para él ya no no había tiempo ni espacio, ni celulares con internet. Las noticias, le repetían con inquietante majadería sus nuevos editores, las noticias necesitan llenarse de ruido porque el mundo se llenó de ruido. Fíjate en la TV: ya no repiten los goles en silencio; los ahogan con música rock. Así es la gente de hoy, los que venden y los que compran. Y si no les das lo que te exigen te irás cualquier día al cementerio de los elefantes, y no es chiste. ¿Qué le habían querido decir exactamente? No lo sabía y tampoco le importaba mucho, pero su intuición de viejo reportero policial lo impulsaba a imaginar aditivos, la música de fondo que le faltaba al papel que tenía entre las manos. Atravesó el cuartel y se metió a una fuente de soda, donde ordenó una paila de huevos revueltos. Allí habría tiempo de sacarle provecho periodístico a los crímenes que se le ofrecían ese día.
La nieta atravesó el cerro como lo hacía cada mañana; en el camino se le unieron dos compañeros que salieron de una choza protegida del sol por un viejo espino. La madre de sus dos compañeros la saludó con una sonrisa triste y le preguntó por su abuelo. La niña le dijo que todavía estaba vivo y siguió su camino. Los tres pequeños se perdieron en un recodo y la mujer se dirigió a la pirca. Había tanto que hacer, tanta cosa vana; le esperaba un día tan largo y estéril que de pronto se quedó estática, recordando la falta que le hacía  aquel que la dejó por la muchachita de la casa del estero. ¿En qué pueblo se hallarían hoy probando suerte, se habrían levantado ya, le habría servido el desayuno? La nieta y sus dos compañeros andaban a zancadas; de pronto trotaban, a veces los hermanos se sentaban un momento a descansar, esperándola. Cuando se enfrentaban a una cerca la ayudaban a subir. En una curva ella les contó que cuando muriera su abuelo quedaría sola. El sendero se había estrechado ante una pared de tierra seca sobre la cual se levantaba un bosque de pinos. La escucharon y siguieron caminando. Sólo ella decía lo que pensaba. Los hermanos provenían de una familia silenciosa, compuesta por la madre, el padre ausente, una docena de cabras y cuatro perros famélicos que parecían alimentarse de aire y que reservaban sus ladridos exclusivamente para situaciones de emergencia.
En la escuela se abría la sala de clases mientras la mujer le preparaba el desayuno a su marido, el profesor. Antes de que aparecieran los primeros niños se sentaron a tomar café con la leche en polvo, las galletas y la mermelada de membrillo que enviaban trimestralmente al colegio, desde la capital, para la alimentación de los estudiantes. El profesor apartaba siempre una cantidad para él y su mujer; no había nada de malo en eso, sabía que todos sus colegas de las escuelas rurales lo hacían, aunque nadie lo comentara abiertamente. Llevaba ya veinte años dictando clases y viviendo en esa escuela. Como los demás educadores, vino por seis meses y terminó quedándose, porque en el fondo le encantaban esos niños, tan dejados de la mano de Dios, tan desprotegidos. En este mosaico de instructores ninguna historia era igual y sin embargo todas desembocaban en lo mismo: profesores rurales anclados a la tierra. Cada 18 de septiembre se juntaban a comer empanadas y tomar chicha en las ramadas, luego del desfile de todas las escuelas en la cancha de tierra, frente al retén de Carabineros. Veían pasar la tarde y solían recordar sus tiempos urbanos. Cada uno relataba su pasado con emoción, a veces con la emoción que se vierte en lágrimas, sobre todo si la añoranza nacía en el segundo o tercer jarro. Gumercindo hablaba poco y sus recuerdos eran vagos, demasiado generales como para que los demás se formaran una opinión cabal de su persona, lo que con el correr del tiempo provocó fatalmente que desconfiaran de él. Influenciados por su cara alargada, salvaje, de pómulos hundidos, lo apodaron el Lobo Gumercindo y terminaron aislándolo de sus juntas. Su mujer también ignoraba su pasado y la mitad de su presente, si hay acuerdo en que lo que piensa un hombre es la mitad de su presente, pero a ella le bastaba con tenerlo por marido y no se hacía problemas con sus silencios. En el campo, marido era techo seguro, comida segura y ropa sucia. De vez en cuando podía hasta darse el lujo de pelar una gallina; su hermana no. Servía a su hombre día y noche y le planchaba la ropa. Nada de eso le quedaba a la otra. A veces, por compasión, le mandaba un cogote y un par de patas nudosas con sus dos hijos, quienes recibían el regalo sin decir una palabra. Sentía una sensación extraña al sacar la gallina del agua hirviendo. Cuando le arrancaba las plumas de un tirón recordaba las pocas fiestas de su niñez.
-¿Hoy día terminan las clases, Gume? -ella lo miraba como desde el suelo; él desviaba la vista hacia el patio.
-Ya le dije que sí.
-¿Le falta algún examen?
-Y qué le importa.
-Le pregunto por si quiere que le lleve la tiza a la sala.
-No... guárdela.
-A la Normita se le está muriendo el tata.
-¿Sí?, ¿le contó ella?
-Sí.
-¿Qué más le dijo?
-Nada más. Que lo tiene acostado, que le tiene que cambiar los pañales y servir la comida.
-¿Vendrá hoy?
-No sé. Usted dice que nunca falta.
-Sí. Nunca falta, pero... esto...
-¿No hará clases, Gume?
-No lo había... yo estaba... ¿qué dice?
-¿No hará clases el último día?
-Que jueguen -contestó, ensimismado. Antes de que ella se retirara a la cocina le preguntó, a media voz:
-¿Qué va a hacer de almuerzo?
-Voy a matar una gallina para que los niños se vayan contentos y vuelvan el próximo año -rió.
Después del bajo venía la curva, después de la curva el letrero con forma de equis y la barrera blanquirroja levantada que anunciaba el cruce ferroviario. Lo habían echado a patadas y no conseguía aplacar la sed; aun así, todo encajaba a la perfección. Dominaba la ruta y su destino, pero como no había a quién decírselo se lo cantó a sí mismo, con esa voz de tenor mexicano que hacía reír al villorrio.
-Vamos llegando a Pénjamo...
La nieta se quedaba atrás, de nuevo. Tenía la manía de ir levantando piedras. Los compañeros la esperaban sentados en alguna roca, fumando. Ahora eran ocho; iban brotando de las casuchas de adobe a medida que se acercaban a la escuela. En el camino, los mayores compartían sus cigarrillos con los menores que ya podían ser iniciados en el vicio, dejando con las ganas a los más pequeños. Le fascinaba a la niña levantar piedras. De allí salía vida, insectos asustadizos que corrían a esconderse a la piedra más cercana al quedar al descubierto. Debajo de las piedras había vida, lo podía comprobar, pero inevitablemente había terminado por formularse preguntas para las cuales sus ocho años no tenían respuesta. ¿Por qué esos bichos vivían debajo de las piedras? ¿Para protegerse o porque les acomodaba? Y ¿qué se escondía aún más abajo, allí donde no le era dado llegar? ¿No habitaría por casualidad el vacío gigante de la muerte en un hoyo parecido a aquel donde pronto iría a dar su abuelo? Le costaba imaginase a su abuelo enterrado, por eso no hacía más que hablar de aquello, de cómo sería, de cómo se vería dentro de la tierra, de si alguna vez un muerto había tratado de huir, de si los aparecidos que la gente veía en las noches de invierno no serían cadáveres que surgían de la tierra para buscar calor en las casas. En cada recreo abría el mismo diálogo con uno, con otra, con varios, y todos le inventaban respuestas absurdas que la dejaban aún más insatisfecha. El único que tenía respuestas amorosas para ella era el profesor, pero no se atrevía a acudir a él, porque el profesor la atraía pero le daba miedo. Alguna vez le habían contado que en las clases la miraba demasiado fuerte a los ojos y cuando probó a ver si era cierto, mirándolo también ella fuerte a los ojos, notó que era verdad y se asustó.
Inerte en la cama, el abuelo ni siquiera era capaz de pensar, al menos del modo en que lo hacen las personas sanas. Sus pensamientos, si es que pudiesen llamarse así, se resumían en dolores. Dolor del brazo izquierdo, dolor del estómago, de las manos, de la garganta. El aire le entraba como por un desfiladero atascado y le hería, le encendía las tuberías que desembocaban en los pulmones. Las tetillas huesudas sufrían lo indecible por el peso de las frazadas. Sentía ganas de llorar de dolor, en el fondo de terror, pero a sus ojos ya no les quedaban lágrimas, de tanto estar abiertos. Se imaginaba que si los cerraba podía ser para siempre, de modo que se obligaba a mirar; era su mirada un anzuelo que lanzaba a lo que fuese, a la distancia que fuese, para aferrarse a la cosa vista con la insólita pasión del animal entregado a su suerte.
La puerta cedió; en su afán por desaparecer la vieja se tapó la cabeza con la colcha. El miedo y la indefensión la llevaban a hacer todo mal, no como tantas veces lo había ensayado, con frialdad ejemplar, y en su cueva de sábanas se coló un hilo de luz. Una puerta más y lo tendría ante sus ojos.
-Quién anda ahí.
Ebrio de esa sensación que los victimarios sienten ante la inminencia de la brutal dominación, el hombre entró al dormitorio, fue directo a la cama y la destapó. Quería ver sus formas, quería ver cómo era, a quién estaba asaltando para robarle su dinero. La vieja, en posición fetal, dándole la espalda, se cubrió la cara con el brazo izquierdo, ocultando el derecho debajo del vientre, como protegiendo su sagrada intimidad, pero antes hubo un segundo en que entrevió un rostro feroz, asesino. La ira del hombre crecía a medida que tomaba conciencia de su poder ante la víctima de piernas flácidas entregada a la muerte. En el paroxismo, su mente se llenó de relámpagos de desprecio, burla, sadismo, deseos de hacer daño. Preguntaba, ordenaba, pero pensaba en otra cosa.
-¡Dónde está la plata!
-Debajo del baúl. Allá... allá...
Cuando se acercó al primer animal, éste cruzó la calle y se quedó mirándolo desde la vereda del frente. Al profeta lo habían traicionado sus nervios. Entonces vio a la perra echada, imaginó que en actitud sospechosamente pensativa. Se le acercó lentamente. Sentía que la gente, al mirarlo, le leía el pensamiento.
-Ven, perrita...
La perra enseñó los dientes y quiso arrebatarle el paquete que le había puesto en la nariz, enloquecida por el hambre, pero de un veloz movimiento el profeta dejó la carne envenenada fuera de su alcance, no tanto como para que no siguiera olisqueando. Había demasiada gente; debía llevarla a un sitio eriazo para dar inicio al plan que por fin eliminaría al demonio de la faz de la tierra. Recordó el elefante blanco, edificio abandonado a media construcción, tapiado con cholguanes para que no se colaran los mendigos. Del cielo le llegó una señal divina a su mente: había una abertura, la recordó claramente. Era la prueba decisiva de que Dios vence al demonio porque está sobre él, lo incluye y lo fagocita para ejemplo de la humanidad. Gloria a Dios, Dios divino majestuoso, gloria a ti Señor, gloria eterna mi Señor, sálvame del demonio, válete de mi fuerza para liquidarlo, gloria a ti mi Dios divino, majestuoso, iba murmurando a media voz con un perro, dos, tres, una leva de perros detrás de la perra en celo, la primera de una fila que encabezaba el enviado del Señor, angustiados y rabiosos por el hambre de carne y de sexo, mientras a lo lejos ya se divisaba el terreno cercado, altar de Dios, infierno del can.
Los niños corrían detrás de una pelota de plástico; las niñas ocupaban un rincón del patio para sus juegos. Cuando la mujer del profesor los llamó a todos a almorzar notó que faltaba una. Con toda inocencia se dirigió a la oficina del Lobo, pero no alcanzó a articular palabra. Se limitó a mirar, boquiabierta, por la rendija de la puerta y de inmediato volvió a la cocina sin hacer ruido alguno. Mandó a su sobrino mayor a tocar la campana y comenzó a servir la sopa a cada niño, maquinalmente. No quiso apagar el fuego, a pesar de que la sopa hervía dentro de la enorme olla. Mientras, su cerebro entraba en relampagueante ebullición. Al repartir, el cucharón derramaba al piso preciosos trocitos de zapallo. No podía sacarse de la mente la idea de su hermana abandonada, de sus sobrinos casi huérfanos viviendo en esa choza bajo un espino, del cogote y las patas que les mandaba de regalo. Las ardientes burbujas de su fantasía rechazaban ese destino para ella. Podían engañarla, engañarla aun perversamente, pero no dejarla. Nadie, ninguna ocuparía su lugar, por muy joven que fuese. Cuando todos tuvieron su ración entró la niña que faltaba, corriendo, ruborizada. La mujer no dijo nada: la estaba esperando. Cuando la niña estiró la mano para tomar su porción, la repartidora extrañamente resbaló.
El asaltante sintió el disparo. Le costó darse cuenta de la situación. Se llevó la mano a la cabeza, pero no había mucha sangre, apenas un rojo hilo flacuchento. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué con el correr de los mínimos segundos se le hacía tan pesado ambicionar, moverse, relacionar las cosas? Ya no sabía cabalmente lo que quería, lo que había entrado a buscar a esa casa. Las primitivas urgencias de sus deseos habían dejado de poseer importancia y si le hubiesen hecho la pregunta, si se le hubiese concedido un deseo, éste habría sido entender, sin lugar a dudas; gobernarse a sí mismo, levantarse y caminar, descansar en una cama, dormir plácidamente, soñar. Sólo uno era posible, sólo el último, pero ¿era realmente lo que ansiaba, soñar? ¿No era mejor escapar, correr a un centro médico, hacerse atender antes de que...? Pensamientos como esos nublaban su mente ya de por sí turbia, afiebrada, aumentando a cada segundo las incoherencias de un raciocinio que se batía en retirada.
De modo que iba llegando a Pénjamo, aunque Pénjamo quedaba un poco más allá de la vía férrea, eso era obvio y como tal, imperceptible a su canturreo de borracho de cantina, que aumentaba de potencia, haciéndose cada vez más ridículo y desafinado. La línea no era una valla, sino un verso cualquiera de su canto. "Vamos llegando a Pénjamo, si un hombre te invita la copa, si es decidido y muy atrevido es que es de Pénjamo, pos ya ni dudar..." En su paroxismo se detuvo a entonar a viva voz el estribillo, mirando al cielo con los ojos cerrados, si cabe la expresión. "Que me sirvan las otras por Pénjamo, soy de Pénjamo, soy de Pénjamo. Que me sirvan las otras por Pénjamo, por mi Pénjamo voy a tomar". Una lejana luz brillante crecía y crecía frente a él, un pitazo tardío apagó sus versos.
En las entrañas del elefante blanco, la perra se dejó cruzar por el más fiero de la especie. Los demás perros se abalanzaron sobre el paquete, arrebatándoselo. El veneno resultaba insuficiente y sus movimientos, torpes. Había que sacar la cuchilla en nombre de Dios. ¡Muerte al demonio, vuelve a los infiernos!, la sangre brotó de un cuerpo y los animales sacaron los colmillos, con sus saltos llegaban más arriba de su cabeza, eran prodigiosos, satánicos. Ya había demasiada sangre, demasiado olor a celo, había todo lo que enloquece a los canes. El profeta justiciero los elevó al lúgubre altar del gran perro escarlata de siete cabezas y diez cuernos. "Y el perro se paró frente a la mujer que estaba para dar a luz, a fin de devorar a su hijo tan pronto como naciese", rezó desesperado, con los ojos salidos de sus órbitas, confundido entre la leva. "Después hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el perro; y luchaban el perro y sus ángeles". La cuchilla bajaba y subía, abriendo carnes enfurecidas, de pronto haciéndolo caer. "Y fue lanzado fuera el gran perro, la serpiente antigua, que se llama Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él", clamó desde el suelo, a cuchillazo limpio. "¡Ay de los moradores de la tierra y del mar! porque el diablo ha descendido a vosotros con gran ira, sabiendo que tiene poco tiempo".
Aburrida de lamer el resto de queso del platillo, la mosca voló a la cara del abuelo y se posó en sus labios entreabiertos; el pobre viejo adolecía de fuerzas para espantarla y se limitó a respirar con la nariz, pero su empeño gigantesco minó aún más sus fuerzas y se sintió desfallecer. Debía abrir la boca para que entrara todo el aire posible, aire que incluso así le resultó insuficiente. Aspiró con desesperación, la mosca voló y se alejó hacia las alturas, no debía cerrar los ojos, no podía hacerlo, puede que fuese su última vez y todavía quedaba algo de mundo por ver, no tanto, lo mínimo si fuese posible, con lo mínimo se conformaba, la mosca salía de la pieza lúgubre cuando un golpe de viento repentino venido del espacio luminoso la retuvo entre las cuatro paredes y la mandó directo a un nido blanco, algodonoso, alojado en un ángulo del marco de la ventana, la mosca quiso huir pero unas violentas patas negras se le abalanzaron a la velocidad del rayo desde las profundidades del nido y la atraparon al instante; la vida, ese fenómeno incomprensible, esa aspiración, se agitaba desgarrada dentro del cuerpo del abuelo, era su forma de despedirse, de tratar de huir de las garras de la muerte, no podía despegar la vista de la escena, de la mortal batalla que se libraba allá arriba ante sus ojos, y sin embargo sus ojos se fueron cerrando, a su pesar, tras el último suspiro.
Satisfecho luego de tragarse el tentempié que consolaría a su estómago por no más de una hora, de pie frente al mismo garzón solícito que le guardaba sus apuntes para que no estorbaran su momento de placer, remolón, agradablemente cansado, el viejo reportero caminó a la oficina a despachar los párrafos que llenarían la columna derecha de la página roja, casi al fondo de su diario, al día siguiente. Antes de entrar pasó por la panadería y compró dos marraquetas. Más tarde escribiría automáticamente, sacando de vez en cuando un trozo de pan del cajón, entre bromas y conversaciones con sus colegas más cercanos, de pronto levantando el cuello para ver mejor algo que lo había atraído de la pantalla ubicada sobre el estante, escribiría lo que sentía haber escrito tantas veces, algo así como la misma noticia de siempre, día a día a lo largo de los años, la noticia con que se ganaba la vida.

Bitácora Policial

Un mendigo de nombre desconocido, apodado el Charro, se suicidó a las 22.15 horas de ayer arrojándose a la vía férrea en el cruce de Palos Quemados, cercano a Catapilco, se ignora el motivo. El maquinista Carlos Norambuena Araya declaró que cuando lo vio a boca de jarro accionó los frenos pero no pudo impedir el impacto. Quedó en libertad, citado al tribunal. El suicida no dejó carta.

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Alertados por el hedor, vecinos denunciaron la presencia de un cuerpo en descomposición al interior de un viejo edificio abandonado de la comuna de Pedro Aguirre Cerda, conocido en el sector como El elefante blanco. Personal de la Brigada de Homicidios se hizo presente en el lugar y retiró el cadáver, calculando la data de muerte en unos cinco días. Se trata de un cuerpo de sexo masculino y mediana edad, que estaba irreconocible y al parecer fue asesinado en una riña, ya que en el lugar se encontró un cuchillo. Posteriormente fue devorado por los perros. Ningún familiar ha reclamado sus restos.

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Muerto de un certero disparo en la cabeza resultó un asaltante que intentó violar a una anciana en el pueblito de Catapilco. La mujer de 82 años, Domitila Hernández Ferrer, tenía el arma de calibre 22 inscrita y declaró que el hombre, identificado como Pedro Moreno Huaipil, entró a su hogar con el único propósito de abusar de ella.

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Un desgraciado accidente empañó el último día de clases en la escuela E-125 de San Vicente de Pucalán, sector de Rosario lo Solís, cercano a la playa de Matanzas, en la VI Región. Una niña de ocho años, N.B.C., se debate entre la vida y la muerte en el hospital de Rancagua, al derramársele una olla de sopa hirviendo. La manipuladora de la escuela resbaló al momento de servirle, lo que fue corroborado por su esposo, el profesor Gumercindo Soto. La niña permanece internada en la UCI, con quemaduras de tercer grado en el 60 por ciento del cuerpo. Por ironía del destino, casi a la misma hora moría su abuelo, Homero Briceño, de muerte natural, en la vivienda que compartía con la niña.

miércoles, enero 04, 2012

El refrigerador

Del primer refrigerador que tuvimos no habría mucho que decir. Llegó una tarde de verano, embalado sobre un triciclo y supimos que venía en camino porque escuchamos el griterío de los pelusitas a la cola del triciclo. Los pelusitas eran todos aquellos niños que no eran los Mardones. Los Mardones éramos ocho primos hombres y jugábamos pichangas contra los pelusitas. La cancha era un tierral a un costado de la línea del tren a Sewell que daba al quiosco de mi tío Pablo en una punta y en la otra, a un murallón del que nunca me preocupé de averiguar qué había detrás. Los pelusitas eran los niños de la población Sewell, entre los cuales destacaban el Chamelo, el Muchilo y el Cochefa, además del Lucho Tonto, que iba a la siga de todos, arrastrando su abrigo negro. Siempre me llamó la atención la presencia de la letra Che, de la que hoy abjura la RAE, en los sobrenombres de esos niños de población de mineros. Hoy especulo que esa influencia pudo venir de México, con sus chamacos, chapulines, chilindrinas, chavos, charros, chanfles, chapatines, chespiritos y una pila de nombres más.
El refrigerador, como dije, venía en una caja, de modo que los pelusitas, si corrían detrás de ella, era más que nada por saber qué habría dentro; en el fondo, por tener algo que hacer en la tórrida hora de la siesta.
Casi junto con el triciclo llegó don Bruno Estefani en persona. Era el dueño de la tienda de electrodomésticos, el responsable de hacer andar el refrigerador Trotter. No recuerdo otra gran cosa sobre el asunto. Ignoro incluso si los pelusitas lo vieron, pero sospecho que si fue así, sintieron lo mismo que yo; es decir, se encogieron de hombros y buscaron otra cosa en qué entretenerse. ¿Qué podía tener de maravilloso un aparato que enfriara o congelara las cosas? Hasta ese día la mantequilla se mantenía lo más bien dentro de un plato con agua y la carne, en una caja de madera con una rejilla en la ventana. Ante las fantasías desmesuradas que provocó en nuestros corazones la compra e instalación del televisor, años después, la novedad del refrigerador no pasó de ser algo macanudo, pero conceptual, semi abstracto; se parecía a un tótem del Siglo Veinte destinado a darse ínfulas ante los pelusitas y por extensión, ante los papás de los pelusitas, consagrando una vez más ese Muro de Berlín invisible que separaba la población Sewell de la población Rubio.
Es curioso lo que voy a decir, porque tiene menos que ver con la memoria que con la estructura, el esqueleto literario de un producto tan minúsculo como éste, aunque el problema de fondo sí es la memoria. Se trata de que a este relato no le habría puesto tantos adornos distractores si lo hubiese escrito hace unos cuatro, cinco años. Habría ido al grano, me habría concentrado en la anécdota y todo habría sido más ligero, divertido; en cambio ahora se me hace hasta imprescindible la siguiente reflexión, porque si no la hiciera no quedaría satisfecho. El tiempo dirá si fue una torpeza. El caso es que el asunto de Los Mardones y los pelusitas constituyó para los ocho primos una verdad y un código que compartimos durante años, cada vez que nos reuníamos en un matrimonio o un funeral. Los Mardones versus los pelusitas nos agrandaba a los Mardones como estirpe, nos convertía en una unidad perfectamente identificable en el pequeño mundo rancagüino. Esas pichangas eran como alguna de esas batallas que se aprenden en los libros de historia universal y por un momento a mí también me pareció vivir en ese mundo de gigantes, al escribir ahora sobre este recuerdo. Sé que estoy diciendo tonterías, nada original, que estoy hablando del peso de la pequeña historia en el corazón del pequeño hombre, un peso que se me antojaría fundamental si alguien ajeno a ese recuerdo no irrumpiera y declarase su indiferencia ante el asunto, lo tornara difuso con su sola presencia. El hecho es que al sentirlo debo desprenderme de él y esa sensación es la que me pacifica.
Final del cuento del refrigerador: cuando mi papá llegó del trabajo y vio el flamante aparato fue al quiosco del tío Pablo y volvió con una Coca Cola familiar. Nos enseñó en qué espacio se guardaba la botella y allí quedó durante un par de horas. Cada cierto tiempo abríamos el refrigerador y la tocábamos; cuando mi papá consideró que había llegado el momento la destapó, la repartió en cuatro vasos grandes, como aseguraba la propaganda, sacó hielo de la cubetera y celebramos.

lunes, enero 02, 2012

Palabras de un maestro a su discípulo

Desde luego debiera tratarse de un asunto menor de orden bioquímico, de aquellos que la ciencia le encarga a la medicina. Y más que a una patología mental yo apuntaría probablemente a un problema genético que no haría mal en ser examinado. No estás sentado silenciosamente porque sí ante la gente, mirando al vacío pero queriendo unirte a ella, haciendo esfuerzos por incorporarte a la conversación, haciendo esfuerzos, incluso, por proponer temas y aun contar vivencias personales. No es el tuyo un estado de desánimo, de timidez, indiferencia, egocentrismo, hasta soberbia, como proclaman algunos. Lo parece, pero no lo es.
¿Ante qué estás? ¿Qué fenómeno vives? ¿Por qué tienes la sensación de estar malgastando el tiempo y por qué solamente la comida y la ingestión de bebidas alcohólicas te alivian en parte el malestar?
No basta que digas no soy feliz. Tampoco estoy sano, aunque si estuvieras feliz, si estuvieras enfermo, la sensación cambiaría y ya no habría abulia; más bien alegría, angustia viva.
Como decía, vives haciéndote esas preguntas cuando estás entre personas a las que quieres o al menos estimas. Y más tarde vives flagelándote por no haber podido ser tú mismo ante ellas. Esto es, más franco, más audaz, menos observador y más bueno de corazón, más sencillo. Me temo que piensas que si lo fueras, que si demostraras lo que realmente eres, podrías caer en una espiral de descontrol y locura, pues no pertenece a tu hábito comportarte como se estila; no conoces las delicias ni los salvavidas de los códigos de la diplomacia.
Creo que en momentos como esos te avergüenzas de ser quien eres y de escribir lo que escribes, como si el hecho de poseer alma; esto es, vida interior, no cuadrara con tus conductas tan pedestres. Piensas que se reirían de ti con toda razón, que te harían ver en la cara tu inconsecuencia, tu pose sensible. Sensiblera. Tú mismo te repites estas ideas preconcebidas, y entras a dudar...
Conjeturo, en consecuencia, que vives fantaseando y que tus fantasías no son siempre creativas. Diría más bien que son esclavizantes, ancilares, como le agrada observar a Vargas Llosa, y que se mueven entre las sensaciones de abandono e infidelidad que martirizan tu conciencia.
Quizás el remedio de este mal sea la soledad. Por sus frutos los conoceréis puede que sea tu destino. Si no fuiste hecho para decir inteligencias no le temas al vacío. Es todo lo que puedo aconsejarte en esta hora, más irónica que difícil.