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martes, febrero 07, 2017

El Carolo

La mente, máquina invisible y traicionera que se nutre de recuerdos, me lleva a Las Vegas de Pupuya. Estoy tendido en la playa de Laguna de Zapallar, bocabajo en la arena, vacaciones de haragán. Los ojos cerrados, la brisa salobre del Pacífico, la bendita ausencia de angustias y la placidez de las cosas que me envuelven facilitan el viaje.
Allá, en esa playa cercana a Navidad, el viento frío quemaba la cara en una sola tarde. Pocos lo resistían; había que abrigarse, aunque fuese verano. Entre los pocos destacaba el Leo Sequeida. Su figura se me antoja hoy como la de un espartano que enfrenta a pecho abierto los miles de granitos de arena levantados por el ventarrón marino. El Leo era un líder natural para los más chicos, como el Carolo y yo. Grandote, voz potente, universitario. A eso de las seis los jecistas regresábamos al campamento; se acercaba la misa del crepúsculo al aire libre. Luego vendría la cena, preparada en un ollón al fuego por las pocas mamás que nos acompañaban, y en la noche, la fogata. Eran días de poca plata y felicidad. El viaje al campamento de la Juventud Estudiantil Católica nos había tomado la noche entera, todos de pie en un camión de barandas altas, cantando y bromeando bajo las estrellas. La tierra sobre la que levantamos las carpas era seca y gredosa; nuestros cuerpos dormían sobre terrones, y aun así el sueño resultaba reparador, y sin pesadillas. Nuestros guías espirituales -el padre Caviedes y el Nano Muñoz, que en el lenguaje de la Jec era el Frater- dormían igual que nosotros, felices de compartir en la pobreza. Los sueños del Padre Hurtado se adueñaban de esas noches y su alma se hacía visible en nuestra confraternidad cristiana.
Cosas de la vida. El Frater, seminarista a un paso de ser cura, descubrió el amor terrenal en ese campamento, en la figura de una joven de gafas, y colgó los hábitos. El padre Caviedes con el tiempo llegó a ser obispo. Dejó una huella profunda en Rancagua y si allí aún quedan cristianos "de los de antes", la ciudad se lo debe a él.
El Carolo se había preparado para esas vacaciones. Trabajó durante un mes en la panadería Reina Victoria para disponer de unos pícaros morlacos. Cada uno de esos 31 días se levantó a las cuatro de la mañana para incorporarse al primer turno del pan. La paga, una suma que hoy parecería miserable, la compartió parcialmente conmigo. Cuando volvíamos de la playa, alrededor de la una de la tarde, finalizado el paseo matinal, el Carolo me apartaba del grupo y me señalaba una ramada perdida entre las dunas, protegida del viento. De lejos, el despiadado sol de la Zona Central la hacía parecer un espejismo vibrante; al arrimarnos a ella el techo de coirón proyectaba una sombra fresca en la tierra dura, sobre la que bailaban miles de lucecitas blancas que se colaban por el ramaje. Allí siempre había campesinos platicando alrededor de una jarra de vino. El Carolo ordenaba dos cervezas, que bebíamos de la botella con placer. Eran de esas pilsener verde-oscuras de la CCU, sin ningún tipo de rótulo en el vidrio. Naturalmente, estaban tibias, y aun así las recuerdo como las más ricas que he tomado. Por ser las primeras que asimilaba nuestra sangre, nos dejaban una sensación de mareo y felicidad que nos acompañaba durante el trayecto de vuelta al campamento. Pisábamos las docas olorosas que cubrían la arena y a veces nos deteníamos para tararear una canción, improvisando la primera y tercera voz. El acorde sonaba algo disonante, pero novedoso, revolucionario, y multiplicaba nuestra alegría.
Las vacaciones llegaron a su fin. Volví a mi casa pololeando. ¡Por fin conocía el amor! La última noche me atreví a separar de la fogata a la Marcela Ruiz, que me gustó desde el primer día. Tenía la voz áspera, el pelo corto, lindas piernas, un año menos que yo y había notado que me devolvía las miradas. Nos sentamos en un tronco tirado bajo un sauce y en completa oscuridad nos dimos el primer beso. De lejos se sentía el guitarreo. De cerca, casi al lado lado nuestro, gruñeron unos chanchos.
El Carolo, en tanto, volvió a su pieza del conventillo de la calle Estado, donde lo esperaba su abuelita. Alguna vez pasé un rato allí: era una habitación alta, de olor rancio, muros de adobe pintados con cal y piso de tierra. El agua, el lavadero y el escusado se hallaban en el patio central, donde lo compartían todos los inquilinos. Cualquiera de nuestros compañeros de curso se habría avergonzado o deprimido por vivir en ese ambiente; el Carolo no, porque aparentemente no conocía la tristeza, menos la vergüenza.
Durante el año armó un cuarteto que viajó al festival estudiantil de San Antonio. Para la ocasión los cuatro integrantes se compraron unas camisas op-art, que estaban de moda. Miles de cuadritos blancos y negros que impresionaban al ojo. Tres guitarras y un solista. A la vuelta le pregunté por los detalles. Me dijo, sin la emoción que yo esperaba que sintiera, que las calcetineras habían chillado apenas ellos subieron al escenario del gimnasio. Cantaron "Solo tú", "Díselo a la lluvia", "Si te vas" -todos éxitos del Clan 91 que con los meses me enteré resultaron ser copias de las canciones de los Four Seasons- y remataron con "Black is black", usando el mismo acorde que habíamos inventado en la playa.
Paralelamente, iba fallando en las notas de verdad. En septiembre se hizo evidente que su año escolar estaba hipotecado. Encima sufrió la desgracia de perder a uno de sus hermanitos. El niño jugaba bajo el block donde vivía con sus papás y sus demás hermanos, cuando del cuarto piso otro niño tiró por la ventana un cenicero de metal, que le cayó en la cabeza. Fui al velorio. Subí hasta el cuarto piso. El Carolo me recibió con una sonrisa nerviosa. En el centro del living comedor la familia había instalado el cajoncito blanco rodeado de velas eléctricas. Le di la mano: la tenía húmeda, pero eso no era novedad: en él las manos húmedas y el sudor en el bozo representaban su sello personal.
Una racha de viento me devuelve a Laguna de Zapallar. Es la hora de volver. En la casita de la playa nos esperan Lina y Miguel Ángel. Caminamos con Patricia, confundidos entre la materia. Los pies se hunden en la arena caliente, el veraneante le ofrece su guata al sol, un golpe seco de pelotas de tenis choca contra unas paletas, los sufistas sortean pequeñas olas, los restaurantes ofrecen sus menús, las verdulerías tientan con sus frescuras; dulces de La Ligua se asoman en los quioscos. Nada de esto apela a la memoria. El momento rige al universo. El tiempo y sus bemoles han desaparecido en el quehacer gozoso del balneario enangostado por la playa y los primeros cerros de la Cordillera de la Costa.
En la pequeña terraza, Miguel Ángel destapa dos Escudos. Por la esquina de la calle de tierra pasa una Ford Ranger roja, flamante, recién comprada.
   

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