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lunes, septiembre 04, 2017

Rumores anómalos

Caminaba de noche, apuraba el paso para llegar pronto a casa; era invierno y hacía frío, la ciudad de provincia se había vaciado por fuera y su vida, lo que le quedaba de vida en esa jornada, se consumía entre las paredes de adobe de las viviendas, alumbradas por pálidas luces que venían de arriba. Las conversaciones, si es que las había, se gastaban en la intimidad del anonimato; todo lo que se hablaba quedaba allí adentro. La disposiciòn de las calles -rectas, cruzándose entre ellas, armando del centro un gran cuadrado ciego- era la metáfora natural del cementerio, ubicado a pocas cuadras.
De súbito, un sonido gutural a centímetros de mi oído derecho me paralizó, me congeló la sangre de las venas. Salté de la emoción, alarmado; algo grandioso me había devuelto a una realidad de la que ignoraba que me hubiese ido. Pero la realidad no solucionó el misterio: la ciudad seguía siendo la misma, nada había caído del cielo, ningún pájaro nocturno graznó en mis oídos, aleteo alguno rozó mi pelo, ningún amigo me jugaba una broma y nadie intentaba asaltarme. Solo un peatón como yo, que caminaba por la vereda opuesta en sentido contrario, había carraspeado bruscamente.
Acostado en la cama de mi novia, a cuya habitación había entrado a hurtadillas, la besaba en los labios y ella me correspondía. En los tiempos en que aquello era pecado, en tortuoso silencio hacíamos el amor en la pieza extraña de una casa de campo de paredes altas como las de un castillo, calladamente oscuros, vislumbrados por los destellos de una noche de invierno que se colaba por el marco de la modesta ventana. Éramos solo ella y yo, más cuatro oídos desconfiados en las habitaciones aledañas. Fundamentalmente, ella y yo.
De súbito, la pieza comenzó a retumbar. Giré la vista, asombrado; mis ojos apuntaron al techo, de donde nacía el profundo eco de un ritmo enloquecido demasiado familiar. Eran los latidos de mi corazón, que se podían oír con la misma claridad que la del canto del grillo y el crujido de la cama. Semejando el golpeteo de las alas de un murciélago atrapado en la pieza, los latidos huían objetivamente de mi cuerpo para anunciar, delatar mi presencia.
No es mi ánimo esta noche el de inventar ficciones. Aludo exacta y simplemente a los dos únicos rumores anómalos que recuerdo haber vivido en mi ya madura existencia, ambos a la edad de veintitantos años.

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