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miércoles, junio 14, 2023

Luminanda Valenzuela Donoso, de los Donoso de Talca

La abuelita Lumi murió como a los 104 años, eso se decía entre mis primos y era cosa de verla andar por la calle, las pocas veces que salía a tomar el sol. Era como si se le apareciera a la gente un manojito de arrugas del siglo pasado; o sea, del Siglo Diecinueve para los tiempos de esta historia. Pero era una viejita muy bien conservada. A lo más aparentaría unos 99 años. La tratábamos poco, y eso que vivía a no más de seis cuadras de nuestra casa, no sé si en una residencial o sola, pero sí estoy casi seguro que en una casa de fachada continua, de esas del radio céntrico de Rancagua, tal vez en calle Gamero, San Martín, O'Carroll, entre Bueras y San Martín. 
En contadas ocasiones nos visitaba, de seguro en fiestas familiares. Aparecía encorvada, casi en ángulo recto, con su traje de tweed de dos piezas en cuadritos celestes y blancos, y se sentaba a tomar una taza de té. A quienes la escuchaban les repetía, cuando el tema se encaminaba hacia el bosque donde se hallaba el árbol genealógico de su familia, que ella era Valenzuela Donoso, "de los Donoso de Talca". Como su oído iba acorde con su edad, en medio de la conversación mi papá le preguntaba a media voz hasta cuándo iba a seguir gastando oxígeno, insólita broma picaresca para su carácter tan dado a la gravedad y a las explosiones de furia. La abuelita Lumi se acercaba a mi mamá. ¿Qué dice este niño, Fanicita? y mi mamá sorteaba la situación con su acostumbrada diplomacia. Esa broma dio para amenizar innumerables veladas familiares y fue heredada por Maravilla Gamboa, o sea el Jorge, nuestro primo. Está gastando oxígeno, abuelita. ¿Qué dices, Jorgito? Hasta cuándo va a gastar oxígeno, abuelita...
En esos años, principios de los sesenta, ya era viuda de Dionisio Mardones, veterano del 79. Mi papá solía hermanar a la anécdota del oxígeno otra en que el abuelo Dionisio era el protagonista. Él y la abuelita Lumi habían ido a visitarnos a la casa de la población Rubio. En lo mejor del encuentro el abuelo Dionisio se aferró a los barrotes de la ventana del dormitorio y lanzó gritos estremecedores hacia la calle: "¡Me tienen secuestrado! ¡Carabineros, me tienen secuestrado!". En esos años no se hablaba de la demencia senil ni del alzheimer. Los ancianos simplemente estaban cucú y el hecho se tomaba con cariño, sin drama.
Extraño recuerdo aquel de la ventana, porque haciendo memoria, mi casa no tenía barrotes en las ventanas. Pero de que se imaginó encerrado, presumiblemente en un calabozo del enemigo, se lo imaginó y lo gritó, lo denunció a los cuatro vientos.
En estricto rigor, como se comprenderá, la abuelita Lumi, o Luminanda Valenzuela Donoso, de los Donoso de Talca, era mi bisabuela.
Cuando murió la enterraron en Codegua. Miento. Esa fue la tía Juana, viejita solterona que también anduvo rozando los cien años, no sé, a lo mejor murió a los setenta.
Viajamos a su funeral en un Ford Fairlane 500, un auto grandote que manejaba el Rigo. Su papá, el tío Isidoro, lo trabajaba como taxi y el Rigo, que con suerte tendría 16 años, también lo taxeaba con documentos arreglados. En esa época un taxista ganaba tanta o más plata que un carnicero, oficios envidiados por profesores o empleados bancarios que vivían de un sueldito. El Rigo conducía rajado por el camino de ripio hacia el cementerio de Codegua, parece que íbamos atrasados. De copiloto lo acompañaba el tío Hermes, un tío del campo que usaba chupalla y un bigote fino al estilo de Leo Marini y del que se decía que una tarde se volvió loco y se subió a cantar a un árbol, algo parecido al personaje de Amarcord, pero no igual, porque después el tío Hermes se recuperó; atrás viajábamos achoclonados con el Vitorio y algunos más, lo digo porque me cabe la certeza de que el auto iba lleno. 
De pronto el Rigo se pasó un cruce y el tío Hermes le señaló con su cariñoso tono campesino: "por ahí es, Riguito...". El Rigo frenó en seco, el auto se ronceó y hasta ahí no más me acuerdo. No es que haya habido un accidente; es que hasta ahí llegan mis recuerdos. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué extraños los recuerdos son como retales de un vestido gastado (nuestra vida)
Un abrazo
La Lechucita