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domingo, marzo 17, 2024

La vida, sin auto

Ya va siendo hora de relataros las peripecias que esta alma en pena ha vivido durante los últimos cuarenta días en que no ha podido disponer del vehículo de su propiedad, debido a una falla eléctrica. Lo usaba, como es de estricta lógica inferir, ya fuese para el desplazamiento regular hacia el pueblo, y cuando llegaba el caso, desde el pueblo a su cabaña, ubicada a tres kilómetros y doscientos metros de la esquina donde se halla la sucursal de BancoEstado, uno de los puntos de referencia de Frutillar Bajo; digamos, su límite norte, siendo el límite sur el Teatro del Lago. Entre ambos edificios se extiende una breve y hermosa costanera de unos ochocientos metros. No es el momento indicado para describirla, pero ya que estoy en eso, diré que destacan en ella las pocas casas de colonos alemanes que aún se conservan en pie, las iglesias católica y luterana, más bonita la luterana que la católica, el muelle desde donde incia su viaje turístico el barquito que recorre una parte del lago Llanquihue, el cuartel de bomberos, un par de cafés, el Chucao y el Herz, ambos en calles perpendiculares a Rodolfo Philipi, nombre de la costanera; la cervecería La Tropera, que vende una fantástica Strong Lager de 7,6 grados de alcohol; esa cerveza llena todo mi gusto y la consumo antes de retornar a mi cabaña, cada vez que bajo de la biblioteca, alrededor de la una y media de la tarde, lo que equivale a hacer un aro en el camino, un momento de socialización con las encargadas o encargados de la barra, momentos que me recuerdan que aún tengo lengua y cuerdas vocales para hablar, y tal vez alguna idea para ensayar.
Corría el fatídico domingo 11 de febrero, Frutillar se hallaba plagado de turistas. Salí del supermercado, encendí el motor, el auto corcoveó y se detuvo. Qué saco con hablar de la causa, si hasta el día de hoy no la conozco. Así que ahí quedó el pobre, varado en la calle, a la intemperie, en pleno centro de Frutillar Alto y yo, con lo ansioso que soy, imaginando las peores tragedias mientras lo abandonaba como se abandona a las personas que uno va a ver al hospital, claro que sin enfermera que lo cuide por la noche. El autito parecía que se hubiera puesto a llorar en silencio mientras me iba alejando de él, nadie me sacaba de la cabeza que lo suyo al mirarme a la distancia era un ruego de perdedor, ¡no me dejen solo, me van a robar, me van a romper los vidrios!, cara de angustiado le encontré.
El pobre durmió solo. A la mañana siguiente lo fui a ver. Ahí estaba. Donde mismo. Ya era lunes, hacía frío, estaba soleado, ese sol filudo del sur que en este caso derivó pronto en un sol veraniego, amigable. Sin recriminaciones, muchacho, somos amigos, creíste por un minuto que te había abandonado, ¡pero cómo! si te necesito más de lo que tú a mí, ¿no lo entiendes? Mi mente desvariaba pero en el fondo estaba relativamente calmado. Nadie se lo había llevado, nadie le había quebrado ningún vidrio; ahora solo era cosa de que lo viese un mecánico.
La tentación del masoquista que late en mis venas me lleva a escribir sobre la de manos que se han metido a resolver el problema, empezando por la del carabinero Jonathan, que se hace pasar por experto en configurar llaves desconfiguradas en sus horas libres, poseedor de secretos revelados a través de sus misteriosos escaners y otros aparatos aún más raros confeccionados para detectar mágicamente la falla, cualquier falla en el arranque, salvo la de mi auto, lo siento caballero, no me anda, no hay caso, mañana vuelvo, hay que meterse en la cablería, aquí tiene la llave, ¡pero cómo!, parece un esqueleto, es que tuve que sacarle el chip y para eso había que romper la goma, pero se lo puse de nuevo y lo pegué con huincha aisladora, cuidado, no se le vaya a soltar; a todo esto con mi hijo, mi nieto y mi nuera veraneando en la cabaña, sin poder desplazarlos a ninguna parte, obligados a la solución Uber, que acá es mahometana no más, hay como tres autos y nunca acuden, rara vez, una de cada quince.
Mis buenos momentos se han reducido a muy poco, los malos priman. La categoría de mis sueños ha vuelto a teñirse de castaño oscuro, color de hormiga, como se dice. Algunos los consigo recordar, a mi pesar. Lo que vale es que a mitad de la noche despierto con la sensación del vago malestar, cercano al miedo, de la persona que ha perdido la fe. Antes de volver a dormirme alcanzo a pensar: se me viene todo un nuevo día por delante. 

(Sigue)

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