Mi amigo Julchus heredó su apodo de mi primo Julchus, fallecido prematuramente a la edad de 21 años, hace más de cincuenta años. En aquella época estaban de moda las películas de gladiadores; lo bauticé como uno de ellos y así se ha mantenido hasta nuestros días.
Julchus el de ahora no se le parece en nada, salvo en el nombre Julio. El primero, Julio César Mardones; el segundo, Julio Frank Salgado. El primero, avasallador, extravertido, gracioso, impulsivo, desinteresado. El segundo, razonador, frío, obsesivo, iluso, soñador. Del primero ya he hablado en entregas anteriores y especialmente en mi último libro, que trata de mis vivencias de infancia y adolescencia. Del segundo publiqué hace tres décadas en el diario al que prestaba mis servicios una crónica titulada "Fueron tres amigos, fueron", donde intenté retratar -junto a la personalidad de quien habla y de la del tercer miembro del grupo, Alexis Jéldrez apodado Turangalila- la naturaleza enigmática de Julchus, a la vez silenciosa, evasiva, rigurosa y entregada a su pasión eterna: la radiotelefonía. Esta vez solo añadiré un par de anécdotas de su vida actual, en el entendido de que jamás leerá este blog, pues de hacerlo es posible que las desautorizara y me pidiera suprimir la historia.
Tuve el placer de recibirlo unos días en mi cabaña de Frutillar. Su madre acababa de fallecer después de una larga convalecencia; intuí que él, su hermana y su sobrina se sacaban un peso de encima y que Julchus merecía unos días de descanso en el sur de Chile, de manera que lo invité, aceptó y estuvo acá casi una semana.
Es difícil hacer y mantener una amistad. Del amigo se esperan muchas cosas porque, como se sabe, la amistad es gratuita y no demanda una visita previa al registro civil ni a la notaría más cercana para vivirla ni papeles que demuestren consanguinidad. De allí que las amistades nazcan y mueran en poco tiempo, digo las amistades que no pasaron la prueba de la constancia, la afinidad de intereses, el respeto mutuo, las diferencias individuales. Aun así, aquellas que le ganaron al paso del tiempo, de los años, pueden fallecer de imprevisto infarto o de lento cáncer, aplico infelizmente ejemplos de la medicina a este sentimiento. Yendo al caso de Julchus, la nuestra se ha tratado de una amistad con un bache de varias décadas en las que simplemente no nos hablamos, no nos escribimos ni nos vimos. Amistad frágil, pudiese llamarse.
Ya que me enfrasqué en el tema de la medicina, he de apuntar que Julchus sufrió hace un tiempo un grave problema de salud que lo tuvo entre las cuerdas y que ya parece estar superando. Esa noche disfrutaba en La Mesa Tropera de su primera cerveza en meses y cometí el error de recomendarle una de siete grados de alcohol. A los quince minutos quedó atrapado en el asunto que le quitaba el sueño en las últimas semanas. No lograba salir de la historia; no bien la terminaba de relatar, inevitablemente empezaba a contarla otra vez, poniendo el énfasis en un punto diferente al anterior, para que no se notara la repetición. Confesaba un problema de carácter sentimental, pero en ciernes; casi no calificaba como problema, más bien parecía un caso de expectativas desmedidas, de timidez o de excesiva caballerosidad hacia la contraparte, la que estaba entregando muy pocas señales como para hacerse la ilusión de un encuentro mayor, a juzgar por lo mismo que él declaraba.
Más que aburrido, exasperado, corté de raíz su relato y le pedí con brusquedad que se me antojó similar a la de un patrón de fundo que cambiáramos de tema, porque así no llegaríamos a ninguna parte. Mi exabrupto lo cohibió y guardó silencio. Creo recordar que me ofreció disculpas; le comenté que no tenía por qué ofrecerlas y así salimos del embrollo. Al día siguiente bromeaba con la cerveza que había bebido por sugerencia mía, aunque noté que a la menor insinuación de mi parte sacaba a relucir de inmediato su "historia de amor". Tratábase de una joven inmigrante, bastante buenamoza, a juzgar por la foto que me enseñó esa noche de cervezas, una joven que había cuidado profesionalmente a su madre las últimas semanas de su vida, lo que conllevaba relacionarse de un modo u otro con los demás habitantes de la casa; a saber, Julchus, su hermana y su sobrina. En cuanto a esta última, no desempeñó un rol especial en la historia, porque entraba y salía del hogar. La hermana de Julchus, sin embargo, fue adoptando una actitud renuente hacia la enfermera, a la par que severa hacia Julchus. Parecía darse cuenta de los escarceos de mi amigo y de las ambigüedades de la mujer. Cuando intenté ahondar en la situación percibí que no había más que eso, escarceos y ambigüedades, y que en torno a tan escasos e irrelevantes datos podría haberme pasado la noche entera oyéndolo.
Reflexiono a mi pesar, hoy de nuevo solo en la cabaña, sobre un defecto personal que no se me ha quitado con la edad, digno de ser revelado en una visita al confesonario, pues claramente desde el punto de vista de la doctrina cristiana se trata de un pecado. Este consiste en mirar en menos a quienes están en una situación inferior a la mía, tanto en lo económico como en lo intelectual, siempre y cuando la vida nos disponga en el mismo nivel. Lo disfrazo tan bien que muchos me agradecen el trato que les doy; ignoran que agradecen una supuesta generosidad basada en la suficiencia y me temo que inconscientemente en el desprecio. La otra cara del mismo pecado se da en el temor reverencial que me inspiran las personalidades poderosas, de allí que a las personas que tal vez más admire sea a aquellas que se comportan igual con ricos y pobres, con ancianos y niños, y con sus similares; o sea, personas que son siempre ellas mismas, sin dobleces.
Mientras paseamos por la costanera de Llanquihue, o quizás cuando desayunamos en la cabaña o estuvimos sentados en nuestros sillones al caer la tarde, en una de esas ocasiones, para el caso da lo mismo, exceptuando la constatación de pérdida de memoria fina de mi parte, Julchus me narró un cuento magnífico, un episodio de su vida que se le había fijado en la mente y que sacó a flote seguramente porque en ese momento se sintió en confianza.
Es sabida su afición por la hípica. La hizo suya a través del respeto que le generaba su señor padre, un alemán grandote que lo llevaba a las carreras y que de un día para otro se apartó de su vida cuando su alma y su cuerpo se unieron a la de una mujer más joven que su esposa, la madre de Julchus, la madre recientemente fallecida. El padre de Julchus era un técnico electrónico y su carácter no parece haber sido demasiado efusivo, más bien al contrario, me lo imagino templado como Julchus, aunque dudo que esa característica de estar preparado para sufrir una traición, que ennoblece a mi amigo, haya formado parte de su carpeta de particularidades. De pronto me he puesto a hablar de un caballero, el padre de Julchus, que pasó hace rato a mejor vida; esta es una historia que se parece mucho a las historias de fantasmas, en cuanto a gente que se aparece de entre las tinieblas, no que lo hace para causar terror; desde hace un tiempo he tomado conciencia de que me estoy acostumbrando a contarlas.
Aquella tarde del cuento magnífico había terminado mal en el Club Hípico y Julchus se sentía apesadumbrado; el historial del programa, examinado rigurosamente, le había indicado que su caballo tenía grandes posibilidades de ganar la carrera siguiente, a pesar de que ningún apostador parecía advertirlo, a juzgar por la cantidad que pagaba el ejemplar, más de treinta veces por apuesta. Julchus además había estudiado a su caballo en el paseo preliminar; lucía brioso, lo que selló su decisión: fue a la boletería, le jugó sus últimos cien pesos y se dispuso a ver la carrera, más bien a gritar la carrera, como todos los presentes, desinhibidos al igual que los asistentes a un concierto o al estadio.
El caballo no anduvo ni por las tapas. Julchus, desilusionado consigo mismo, no con el noble manco, arrojó el boleto al piso y se marchó. Iba saliendo cuando la pantalla lo atrajo con la repetición de la carrera: su caballo había entrado por los palos, él no lo había visto, y había ganado la carrera por dos cuerpos. ¡Julchus tenía razón, su instinto de jugador no le había fallado! ¡Cómo pudo dudar un segundo de su animal!
Conque ahora se trataba de hallar el boleto en el piso, uno de cientos botados por jugadores desencantados, hombres que acudían día a día al templo de la ilusión en búsqueda de un milagro que devolviera sus esperanzas al carril de la niñez, cuando todo era imaginable, posible y mágicamente fácil de conseguir.
Abro un paréntesis en este cuento para subrayar la apuesta de Julchus: cien pesos. Para quien no viva en Chile o para un lector distraído, cien pesos chilenos son cien pesos, el equivalente a la moneda que se le da a un cantante del Metro o al malabarista de la esquina. Yo mismo el verano pasado cometí el error, a falta de más monedas, de obsequiarle dicha cantidad a un bombero de la bencinera, luego de rellenarme el estanque. "¡Gracias, jefe, que Dios se la multiplique", me dijo, irónico. Y hasta mi mujer reprobó mi ocurrencia.
De modo que tenemos a Julchus buscando su apuesta de cien pesos entre montones de papeles arrugados en el piso, aplastados por cochinas suelas de zapatos, mezclados con colillas de cigarros y, me cuesta decirlo, flemas arrojadas por la boca.
Pero ese día la diosa fortuna acompañaba a Julchus desde la cima del monte Olimpo, porque de pronto sus ojos se fijaron en un papelito que sobresalía de todos, radiante como la primera bailarina del Lago de los cisnes: era su boleto, su mínima apuesta que el azar multiplicaba por treinta y pico de veces, digamos cien pesos convertidos en 3 mil 400 pesos, por dar un ejemplo que se acerca bastante a la cifra real, suponiendo que el caballo pagó 34 veces.
"Lo increíble, Huguito (así como yo lo llamo Julchus, él me llama Huguito), fue que se dio la casualidad de que el boleto estaba al derecho y no al revés, y así pude identificarlo y partir a cobrarlo a la caja", sentenció con los ojos y la cara entera cubierta de alegría, algo no tan propio de su personalidad flemática.
El uso que le dio al premio entraría en un mar de especulaciones improcedentes pues, de lo que me dejó esa conversación, ni él mismo recodaba en qué se lo gastó.