Estos quince, veinte días que salí de Frutillar inocularon vejez a mi cuerpo, sensación de decadencia física. Lo hablamos con mis amigos durante una caminata a la playa; recuerdo perfectamente el momento, hasta el tiempo que hacía, que era frío y nuboso. Les conté que me sentía más viejo, que estaba más atento a los males que acechan al organismo a la vuelta de cualquier esquina, les dije que algunos males ya estaban enviando sus señas, las que me tenían molesto. Ellos confesaron sus propios achaques y seguimos paseando hasta llegar a una zona en que las olas rompían contra unas rocas negras, echando espuma y metiéndose sobre la arena dorada por un ancho canal. El mismo paisaje de monótona belleza se ofrece allí desde hace cientos de miles de años, y tres seres humanos lo contemplaron y disfrutaron durante unos minutos.
Hablábamos de gente conocida; constatábamos que habían muerto casi todos. Y sin embargo nos sentíamos felices de compartir ese instante.
Cuando repaso mis escritos y me topo con alguno que asevera que estoy viejo o que me siento viejo me da un poco de vergüenza. Descubro que mi vida se parece a una queja; que he gastado demasiado tiempo en andarme quejando. Lo descubro tardíamente, ahora que realmente estoy entrando a la vejez.
Desearía comenzar mi última novela con esas palabras. La escribiría en primera persona, señal de compromiso, tal como la tercera persona señala distanciamiento, pero no estoy seguro de que su tema se trataría completamente de mí. Creo que se me da lo autobiográfico, pero me tienta el desafío de la ficción.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario