Si le concedí gratuitamente varias horas a esa reflexión, antes de retomar el texto que ahora le da vida, fue para detectar ciertos detalles de forma y de fondo. El tono en que está escrita, por ejemplo; un tono que oscila entre lo dramático y lo ridículo. Es difícil determinar, en efecto, dónde quise llegar con esas palabras. Porque si se da por cierto que la cabeza no toma conciencia de las cosas hasta que las cosas comprometen de algún modo su existencia, como sería el caso de una patología renal en el cuerpo de un familiar o un amigo, es innegable que las cosas obvias se dan por sentadas; esto es, que todos los vertebrados poseen riñones y que los riñones están propensos a presentar problemas algún día. Entonces, o lo uno o lo otro, y de allí no salgo.
Los problemas, los dolores, una vez acusados, parecieran ir mermando por el único hecho de ralentizarse dentro de la conciencia. La conciencia termina por aceptar la realidad y con ello, minimizarla. Hasta la hora de la muerte se puede sentir sin grandes angustias, si media demasiado tiempo entre su anuncio y su materialización. Nada mejor para los familiares que tenerlo todo dispuesto de antemano, cosa de evitar infelices decisiones de última hora, préstamos usureros, llantos operáticos.
Además está el caso del hígado. También estamos rodeados por un ejército de hígados, pero eso no parece tener la menor importancia en esta hora; la existencia del hígado en el cuerpo humano es una perogrullada que se le escapa a la conciencia, de allí que lo mejor sería ir cerrando esta reflexión.
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