A la salida del viejo ascensor, el colega Comte vestía su tradicional terno gris; yo lo apodaba el majadero, el rey de los majaderos y Comte, risueño, tomaba mis palabras como una broma soportable, indigna de ruptura; me consideraba su amigo y el sentimiento era recíproco, pero era tan majadero que yo no podía dejar de hacer el pesado comentario cada vez que iniciábamos un diálogo.
Esta vez callaba, ni siquiera me saludó. Estaba serio. Ya no era el hombre de los ojos azules y el trato cordial, el colega que no tenía suerte en el amor, porque amaba sinceramente y con pureza. Pero de seguro en su fuero interno seguía siendo un hombre bueno y limpio; el caso era que no me lo demostraba. Esperaba en el ascensor, de costado, no es que quisiese entrar. Estaba como de casualidad en ese momento justo.
Entonces se nos cruzó Domingo Vargas con su fila de seguidores, aunque sin hacer acto de presencia, estos últimos. Por la forma en que caminaba, seguro que lo acompañaba una cantidad de incondicionales, de eso no podía caber duda alguna; solo que no estaban allí, ya aparecerían. Vargas caminaba por el pasillo de un segundo piso adornado por arcos de medio punto, el silencio era sepulcral y no me dirigió la palabra. Yo sabía que había muerto hace unos días, pero no me extrañó para nada verlo por aquí. Tenía cosas que hacer, simplemente.
¿Por qué nadie me miraba? ¿O no me querían mirar a propósito? Hasta hoy no me lo explico. El asunto fue que el mismo Vargas desmintió mis aprensiones. Desaparecida la figura del majadero, Domingo Vargas esperaba la llegada del ascensor vestido de ojos tristes, sonrisa bonachona y una chaqueta de gamuza algo pasada de moda. Sabía que el aparato mecánico lo bajaría a los infiernos; por eso estaba nervioso, pero contento, se le notaba en la cara.
El ascensor no aparecía; se atrasaba su hora. Entonces pronunció, solamente para mis oídos, y me sonaron a la súplica de una esperanza, las únicas palabras que escuché ese atardecer:
-Parece que se cortó la luz.
Se sobaba las manos; me vi obligado a consolarlo:
-No te preocupes, Domingo, fuiste un gran dirigente sindical.
Y con esta frase salida limpiamente de mi boca sentí la mano de mi esposa sobre mi hombro izquierdo, animándome a dejar mi sueño.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario