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miércoles, noviembre 30, 2005

La comadreja voraz

Me dijeron que en las fondas se podía ver a la mariposa encantada y partí de mi casa en la mañana, como a las 11, rumbo al estadio municipal. Me colgué de un coche victoria y anduve a la mala como seis cuadras hasta que un viejo que iba fumando por la vereda gritó ¡huasca atrás! y el conductor largó un huascazo que me partió la cara. Llegué a la fonda sangrando. Como el día anterior había llovido a cántaros en Rancagua el barro casi no dejaba andar, menos al niño que yo era entonces.
Había borrachos durmiendo la mona; salía olor a anticuchos. No se veía movimiento en La mariposa encantada, las cortinas colgaban muertas sobre el tubo de fierro de la puerta, miré y adentro no había nada. Empecé a preguntar y me dijeron que parece que abría a las tres de la tarde, de modo que consideré estudiar otras opciones. Estaba el tiro al blanco con plumillas, el tiro a los patitos, la lotería y la argolla mágica, también el juego de la comadreja. Consistía éste en adivinar cuándo aparecería la comadreja y las mujeres hacían apuestas, arrojando sus fichas al aserrín que cubría el barro. Cuando aparecía un animalito en la pista se producía un gran barullo y las mujeres, fuera de sí por la emoción, no se daban cuenta de que los hombres les miraban las piernas con espejos ubicados en el empeine de los zapatos. El niño a cargo del juego retiraba las fichas perdedoras, ya que el primer animalito siempre era una lagartija amaestrada. Cuando todas las fichas habían sido jugadas el niño soltaba a la comadreja, que devoraba en segundos a la lagartija, a un par de ratones, a una rana y hasta a un conejo. El griterío era infernal, ahí sí que se corría mano.
Con los años vi algo parecido: se esperaba con ansias la llegada del general Charles de Gaulle, una especie de Gran Califa con gorrito militar. El pueblo reunido en el estadio el 2 de octubre, en su candor, creía que sería el primero en bajar del helicóptero. Nadie había previsto la existencia de la comitiva, aquélla que mucho antes del helicóptero le iba preparando el camino y que luego de guardarle las espaldas se quedaría recogiendo los cables. De Gaulle no era más que un destello, no podía ser otra cosa, de allí su endiosamiento y la reverencia mítica que se le prodigaba. Era una suerte increíble verlo alzar la mano derecha, la experiencia era motivo de conversación en los almuerzos familiares, los niños apenas podían tragar la sopa cuando escuchaban el relato de sus mayores.
Eso fue hace mucho tiempo. Ahora los grandes califas van a las ferias y la gente se alegra de verlos, pero al rato se olvida de ellos, apenas generan comentarios, incluso maliciosos.

martes, noviembre 22, 2005

El usurpador

Recién a los 30 años el sendero se me bifurcó. Un cartel marcaba hacia el norte la palabra Arte. Otro cartel marcaba hacia el sur la palabra Filosofía. Qué ridiculez más grande, broma de niño chico en un cerruco de la cordillera de la Costa. Arte versus Filosofía en un contexto de senderos que se bifurcan. Imaginación y estética versus predominio de la razón platónica. La Ilíada versus La República, qué insensatez. ¿Por qué no mejor Arte versus Conquista o Filosofía versus Ciencia?
Admito que ese día me di de cabezazos en torno a la bifurcación, incluso dormí por allí cerca, en una especie de guarida de oso, sin haber osos en aquella geografía. Pero fue como si los hubiera porque era una guarida amplia y hasta cómoda, se parecía a la Cueva de los Pincheira. No bien entré me llamaron la atención unos restos de comida abandonados pocas horas antes. Eran unas lentejas dentro de una choca de Nescafé. Estaban bien ricas. También había una botella de vino a medio consumir, marca Tres tiritones. No, es broma. La marca era Santa Carolina tres estrellas. El mosto estaba algo picado, pero la garganta no reclamó. Tras el festín me aprestaba a reflexionar sobre el futuro cuando de pronto me di cuenta de algo tan lógico: ¿no era esta cueva la morada del hombre? ¿No era yo entonces El usurpador?
Cuando entró, confiadamente, a continuar con su banquete, no reparó en la sombra que se iba levantando tras él hasta que lo cubrió por completo. No vio nada el desvalido, fue mejor así.

martes, noviembre 15, 2005

Una noche, en la taberna

Una noche, en la taberna, caí de bruces y me rompí la ceja derecha. La sangre brotaba como grifo de población y de pronto temí por mi vida, pero me reía. Me arrastré como culebra por el piso cubierto de pollos. La gente también se reía, sobre todo las maracas. Algunos borrachos escupían a mi paso y yo decía ya verán, ya verán. Fue así como llegué a la puerta, la abrí y salí, siempre arrastrándome.
He vivido la vida entera arrastrándome. De abajo es más fácil lanzar el guadañazo; la gente piensa que uno está indefenso y perdido. Las mujeres caminan sin reparar en que se les ve la zorra y cuando eso pasa el pico va creciendo lentamente. Se siente una corriente extraña de suavidad mientras crece. Las poetas cuchuflinas hablan del amanecer del miembro, del mástil vigoroso, del espolón. Yo digo simplemente el pico, porque para mí es y será siempre el pico.
Decía que esa noche en la taberna logré salir a la intemperie e incluso logré atravesar la transitada calle; detrás mío iba quedando la huella sanguinolenta, me transformaba de pronto en un héroe porque escuchaba a mis espaldas los ánimos que me daban los parroquianos y las maracas compasivas. Habría perdido ya dos, tres litros de sangre cuando me arrojé a la fuente de la plazuela y bebí, bebí agua hasta que la guata me quedó llena de agua. Luego me puse un parche curita en la ceja y la sangre dejó de emanar. Entonces pronuncié una de mis más hermosas parábolas, cuyo contenido he olvidado. Lo que me queda de esa noche es el piso resbaloso de tanto pollo y sobre todo ese pico creciendo, esa sensación suave y extraña.
Una puta se acercó al verme herido y me dijo guapo, llévame al hotel, a mí no me importa la sangre.
-¿Te gusta la sangre?
-Me gusta.
-Chúpame sangre.
Fuimos al hotel y ella quiso desnudarse pero yo la retuve en mis piernas con la chiva de que tenía el pico parado. La besé, le corrí mano hasta que se mojó.
-Chúpame sangre.
-No.
-Chúpame sangre.
-Bueno.
-Pollito pastando.
-Bueno.
Entonces se lo metí hasta el contre y me fui cortado. No duré ni un minuto y medio.

miércoles, noviembre 09, 2005

Vida en una grabadora

Vivía yo dentro de una grabadora; era un animalito plano y microscópico incorporado a la cinta, la que a veces giraba a velocidades impresionantes para detenerse bruscamente, sin aviso, al sonido de un clic. En los momentos álgidos cualquiera hubiese experimentado vahídos, náuseas. Yo me había habituado a ese trajín, incluso echaba de menos el rodaje cuando la grabadora se guardaba dentro del bolsón.
Un día la cinta salió de la grabadora y fue reemplazada por otra. Me pareció primeramente que se trataba de un malentendido; luego supuse que mi dueño enfrentaba una pequeña emergencia. Mi cinta era irreemplazable y yo era parte de ella. Con los días fui cambiando de opinión y comencé a admitir que me estaba gastando, que ya no era el mismo, que tantas vueltas alrededor del eje de la cinta habían hecho su trabajo.
Un rayo de esperanza me iluminaba en los momentos del derrumbe: tal vez era una cinta realmente irreemplazable y su contenido no podía ser modificado, de manera que si estaba dentro del bolsón se debía a que era tan valiosa que nadie podía utilizarla. Pero allí volvían las dudas. Si realmente era tan valiosa, ¿por qué entonces no se citaba a una comisión para certificar su contenido? Yo no escuchaba de citaciones, memorandums ni nada por el estilo; es más, sobre la cinta habían caído otros documentos ¡y hasta nuevas cintas! ¿Es que todas constituían material valioso? O, lo que me temo, ¿no serían la prueba del desorden mental que gobierna el cerebro de su dueño, nuestro dueño?
El drama es que solo yo me doy cuenta de todo esto. Las demás cintas, lejos de angustiarse, parecen descansar, diríase que les resultó cómodo alejarse del barullo.
Así están las cosas.

jueves, noviembre 03, 2005

A tres zancadas de la víctima, pero hay algo

Verdeaban los prados serenos al caer la tarde. Los espinos se recortaban entre arreboles mientras sus ramas filosas vibraban levemente al contacto de las avecillas que acudían a ese refugio para vivir el natural momento del descanso. El paisaje entero se tornaba plácido. Hasta el testigo más arrebatado o pendenciero, impaciente, tosco, vulgar, envidioso, soberbio, vanidoso, no habría experimentado ante esa puesta en escena otra sensación que la certeza de un mundo sin crimen ni maldad, un mundo en el cual todas las cosas que habrían de suceder, sucederían perfectamente de acuerdo con un orden superior.
Un movimiento en contra sólo habría reforzado tal idea. La decisión maldita aparecería a los ojos de la comunidad como la excepción forzada de la regla ideada por algún loco enfermo de soledad.
Yo estaba allí, lavándome los pies en el arroyo, concentrado en mis manos dentro del agua cristalina, placiente ante el reposo del músculo y del nervio, cuando vi pasar a una niña campesina. Volvía de la escuela a su casita de adobe. Vestía su jumper de colegial y una camisita blanca remendada. Tendría diez, once años, usaba trenzas y caminaba con paso suave, sin detenerse, sin mirar hacia atrás, como si no existiera nada, como si nada le llamara la atención. Meses después me enteré por casualidad de su nombre: Vitalia Vilches, natural de Quebrada Honda.
Era tan fácil exceptuar la regla, estaba a menos de tres zancadas de la víctima, a la niña aún le quedaban dos jorobas de cerro para divisar la casa; pero, ¿habría con ello de cambiar el mundo? Y si lo llegase a cambiar por un instante, si llegase a volar una pluma, ¿era mi propósito el hacer que fuera así?
No es que la paz me cautivara y me hiciera cambiar de opinión; de hecho mi búsqueda del pecado era y sigue siendo incansable. El pecado está en mi naturaleza y no puedo ir contra ella, vivir sin pecar sería no vivir y yo a pesar de todo quiero vivir. No es el agrado lo que me hace vivir, no es la búsqueda de la felicidad ni del placer, es sólo que vivir es un estado obligatorio, ausente de razonamiento.
Creo que aquella tarde simplemente no estaba de ánimo para cambiar el mundo. Creo que comenzaba a hacerme viejo. De modo que la dejé pasar.

viernes, octubre 28, 2005

Lengüitas de erizo

En el Mercado Central había un local que vendía pescado fresco, pero muy caro. Había lenguado a seis mil pesos el kilo y albacora a 4800 pesos el kilo, la docena de lenguas de erizo costaba tres mil pesos. Al lado una señora vendía jengibre a 500 pesos. Yo tenía ganas de comerme unas lengüitas de erizo con limón e ideé la forma de hacerlo. Consistió en pasar frente al local, pedir un plato de lenguas de erizo con limón y echármelas a la boca. El día estaba claro, pero frío. Cuando ordené la cuenta la vendedora me dijo tres mil pesos. Yo miré disimuladamente a la señora que vendía jengibre y le cerré el ojo. Ella no entendió. Se lo volví a cerrar. Pareció entender algo porque se asustó, traspasó una cortina vieja y desapareció. Detrás del mesón de la pescadería la otra vendedora seguía con la mano estirada, molesta. En ese sector del Mercado quedaba poca gente ya que el grueso del público disfrutaba metros más allá de los platos que ofrecía Donde Augusto. El oscuro pasillo de las pescaderías estaba libre y conducía a la calle.
Saqué tres billetes de mil pesos y se los di. Caminé al otro local, traspasé la cortina y partí a cachas a la vendedora de jengibre. Los gritos se escucharon hasta en la estación Mapocho y salí limpiándome los dientes.

viernes, octubre 21, 2005

La sombra en la baldosa

Me lavaba los dientes cuando de reojo vi pasar una sombra en la baldosa. Giré la cabeza y la sombra había desaparecido. Era algo contra lo que no se podía luchar, pero no alcanzó a horrorizarme. Estuve durante una semana mirando los rincones cada vez que entraba al baño. Finalmente olvidé el asunto.

miércoles, octubre 19, 2005

Grandes rabietas

Mi primera rabieta fue a los dos años y medio. Cuando descubrí el engaño me acosté en el piso de tabla del living en posición fetal y largué el pataleo y el llanto. La casa se estremeció y la tía, que ya cerraba la puerta dejándome solo, tuvo que devolverse. Me decía mentiras y el pataleo cesaba; cuando se iba se nuevo, el pataleo volvía. Mi segunda rabieta fue a los tres años y un mes. Largué un llanto más calculado, menos efectivo. Cuando reparé en que todo seguía girando en la casa me guardé el llanto y lo deposité en alguna zona del cuerpo, como se guarda la energía en una pila atómica. Esa rabieta ocurrió frente a la ventana que daba al naranjo que oscurecía mi dormitorio. En un ángulo superior de la habitación siempre había una araña de patas largas gobernando el teatro de operaciones.
Yo no sería nada sin mis rabietas. Los peores crímenes los cometí luego de grandes rabietas, no en medio. El ajusticiamiento del Raúl, un sabandija que vestía sotana y se hacía pasar por hermanito de La Salle, fue después de una gran rabieta, ocurrida doce años antes. Le rajé la sotana de arriba abajo y lo dejé en pelotas, con los cocos colgando y asomándose de los calzoncillos con los elásticos vencidos. A su esbirro, el maestro Fernández, lo obligué a chuparle la raja antes de ensartarle un plumero en el poto. ¡Esa sí que fue rabieta!
Hubo una rabieta romántica: nevé copiosamente una tarde de otoño frente a los acantilados de Escocia, fenómeno que encabritó a dos corceles salvajes que quisieron arrojarse a las olas desde la orilla. Tuve en ese tiempo la capacidad prodigiosa de domesticar y confundir a la naturaleza, la había heredado del poeta chino Gan Bao, quien a su vez la aprendió de los magos Xudang y Zhaobing. Pero era un talento extrasensorial que precisaba ejercicio constante y en ese momento mi obsesión eran las prédicas a través de parábolas. Cuando quise retomar el poder ya había pasado la vieja.

lunes, octubre 17, 2005

El mundo se lo debe todo a la mentira


Por desoladas tierras altiplánicas a la hora de la muerte de la tarde, cuando el calor se volvía frío y el frío hielo, así trotaba siempre, como caballo remolón, estuviese en Chungará o en Calama o en Visviri o en Tambo Quemado. El norte es engañoso. Uno se confía y el norte le da la espalda, lo deja a uno moqueando, tiritando, juntando mano con mano, indefenso ante la noche. La noche del norte no ofrece nada. Compañía, nada. Sólo millones de estrellas, pero yo nunca viví de estrellas, yo necesitaba vencer, yo necesitaba ver al mundo prosternado ante el fulgor de mis ojos, necesitaba ganarle a esa cuidada indiferencia a contraluz que provoca el hecho de saberse ignorado, de saberse menospreciado por los ojos grises y acuosos de los imbéciles que me rodean.
A nadie nunca le importó lo que yo dijera, fuesen palabras absurdas o sabias. Yo una vez dije que el mundo le debe todo su progreso a la mentira pues se sustenta en ella, dije que la verdad es sinónimo de muerte, descanso eterno, hasta que se descubre que la verdad es mentira y el mundo entonces da un paso adelante; de allí que no hay que tenerle miedo a la mentira y sí hay que desconfiar de la verdad, pero dije eso y a nadie le importó. Dije también que si las aves tiran caca a la tierra al volar eso era bueno para las aves, puesto que a nadie se le ocurriría que esperaran el momento de pasar al ñoba, como hacemos tantas veces nosotros. Dije eso y ni siquiera se rieron.
Ahora voy a repasar un capítulo desconocido de mis Memorias, aquél en que fui golpeado. Era una noche de invierno y yo esperaba micro en la Alameda, cerca de la Estación Central, para ir a Macul. Tiempos duros. Dos hombrones venían a lo lejos y le dijeron una vulgaridad a una damisela que pasó por su lado. Entonces me vieron y los vi. La mujer les respondió con otra vulgaridad y siguió su camino. Yo era muy joven para darme cuenta de que estaba en peligro. No se puede confiar en dos hombres que andan juntos cuando han sido puestos en estado de vergüenza pública. No me preparé para el golpe en el hocico que me dio uno de ellos al pasar frente a mí, con el bolso de pan que llevaba en la mano.
Han pasado muchos años de esto y no se me quita la sed de venganza. Si los tuviera ante mí los mataría sin piedad. Pero antes les haría un recordatorio por el puro placer de escuchar sus excusas; me encanta oír a los culpables cuando se declaran inocentes por la TV. Es lindo.
Si todas las verdades que conocemos son mentiras y lo que deseamos es el descanso eterno, hallar por fin la verdad, entonces la muerte no nos basta. La muerte no sería más que otra de tantas verdades que vienen desde lejos...
(Ilustración: Sergio Mardones)

viernes, octubre 14, 2005

Mi padre siempre quiso ser linyera

Los obreros arrastraban un vagón de ferrocarril hacia la maestranza; algo le había pasado a la locomotora que no podía hacer el trabajo y el capataz estaba presionado por una orden llegada desde arriba muy temprano: había que tener la estación de Rancagua despejada y radiante al mediodía, hora de arribo del Presidente de la República. En esos tiempos el Presidente era Jorge Alessandri Rodríguez y en dicha ocasión inauguraba el primer tramo electrificado de la vía sur. El traslado era lento porque el vagón pesaba 34 toneladas. No era posible hacerlo andar a más de tres kilómetros por hora, menos de lo que camina un hombre. Sergio Gaete, el capataz, sudaba de terror. Faltaban 20 minutos para las 12 y el vagón no conseguía aún tomar el desvío hacia la maestranza.
-¡Pero a qué pedazo de imbécil se le quedó durmiendo el vagón en la línea 1! -gritaba.
El jefe de estación era Vicente Vergara y yo vendía sustancias en un canasto de mimbre. Veía que Vergara se paseaba nervioso y se comunicaba con las estaciones. "¿Pasó Linderos ya?... ¿sí o no?... ¿sí?... ¿ahora sí?... ¡vaya, qué cerca está!", luego salía de la oficina y comentaba, para darse aires, ya pasó Linderos. La gente, que abarrotaba el recinto, suspiraba en alta voz y el director de orquesta volvía a formar al Orfeón de Carabineros, prestado para la ocasión.
Lo que no sabía Vergara era que el vagón ni pensaba hacerse humo; cuando lo supo se volvió loco y empezó a darle diariazos en la cabeza al capataz.
-¡Toma, toma! -le decía.
De pronto se acercó a mí, angustiado, y me clamó al oído: "¿Podría hacer algo, dr.?" Yo sentí un cosquilleo y un escalofrío por la potente agudeza de su voz y me quedó sonando un pitito. Le respondí en mi idioma de esos días: el silencio. Le dejé encargado el canasto de sustancias a la señora Eulalia Ramírez, que vendía chilenitos, y partí caminando hacia el vagón, pisando durmiente por medio. Me fui pensando que los durmientes no están hechos para las pisadas humanas, el pensamiento me brotó de la intranquilidad grande que nació en mi espíritu al momento de pisar los durmientes. Si es durmiente por durmiente el paso se achica y es insufrible; si es durmiente por medio, se alarga. Si es durmiente con ripio, se rompe el ritmo. La sensación general es algo espantoso y no creo que haya otro motivo que ése para las serias patologías mentales que uno detecta en los linyeras.
Cuando llegué al vagón sólo exclamé háganse a un lado chuchas de su madre. Los obreros se arremolinaron en torno a la figura del capataz y yo empujé solo el vagón, lo hice avanzar a una velocidad prodigiosa hasta desaparecer junto a él bajo el techo sombrío de la maestranza.
Mi padre siempre quiso ser linyera, pero vivió y murió prácticamente entre cuatro paredes.

martes, octubre 04, 2005

El sepulturero

Los asuntos no son tan aleatorios como quisiéramos que fuesen. Aquel día yo deseaba ir a ese lugar y él no podía hacer otra cosa que estar ahí. De modo que no fue casual que me topara con Mario Ramírez. Hablo de una experiencia ocurrida hace bastantes años, unos 15 tal vez. Yo entré a tropezones, había bebido demasiada cerveza y el cabrito al horno no bastó para hacer el equilibrio. Me molestaban los zapatos puntudos como nunca; además la garúa se tornaba insoportable. Mario Ramírez trabajaba en un foso. Le pregunté cómo se llamaba.
-Me llamo Mario Ramírez -me dijo, alzando la vista.
-Qué haces.
-Un encargo de la familia Peralta.
Me habían contado durante mi gira austral que la familia Peralta era una de las más ricas de Punta Arenas. Eso no concordaba con el trabajo que hacía Mario Ramírez. Una cosa de poca monta, no había que estar bueno y sano para advertirlo de inmediato.
-Pero es un simple hoyo en la tierra. ¿Quieres una cerveza?
Mario Ramírez miró su reloj, se asomó a la superficie, oteó bien el horizonte, como si lo vigilaran, y subió. Caminamos entre el desfiladero de pinos y nos fuimos al bar del frente, donde me contó su vida.
Me dijo que de niño había trabajado en el cementerio y que el oficio de sepulturero tenía sus bemoles y no lo desempeñaba cualquiera. "De entrada hay que tener cuero de chancho, dr. Vicious, porque a veces hay que echarle tierra a un niñito y las mamás no quieren dejarlo solo, y a veces se agarran hasta con las uñas al cajoncito blanco. Entonces yo tengo que tener paciencia y esperarlas un rato. Después me las arreglo para recibir una o dos luquitas mientras le doy a la pala". Otra cosa que me dijo fue que le gustaban las canciones de Ramón Aguilera y que había sufrido suficiente cuando se enteró de su muerte, tanto que lamentó no haber estado en comisión de servicio en el cementerio de El Monte para organizarle una sepultura de honor.
-Cómo es eso de la sepultura de honor.
-El mango de la pala se forra con género negro.
Como a la cuarta cerveza le reiteré que me había llamado la atención el hoyo que hacía. Entonces se acercó a mí y me contó un secreto, eso dijo, un secreto.
-Supiera usted dr. Vicious lo que estoy haciendo... estoy haciendo un laberinto, pero eso no lo puede saber nadie. Me pidieron que hiciera un laberinto subterráneo para casos de emergencia. El túnel empieza en la cripta de la familia Peralta y tiene que dar al patio de la mansión del señor Peralta. ¿Supo usted la tragedia del señor Peralta?
Le dije que algo había escuchado sobre el reciente suicidio de su bella hija. Asintió, echándose el vaso a la boca.
-Yo no sé por qué estoy haciendo esto, yo no debería contarle a usted, dr. Vicious.
Mario Ramírez se echó a llorar como un niño herido y tímido sobre la mesa, incluso casi derriba los vasos y las botellas; lloraba suavemente, sin consuelo, aterrado por la culpa de la complicidad. Intuia cuál era realmente su trabajo y su alma se agusanaba mientras el alcohol de la cerveza le aclaraba las ideas. El pecado resplandecía en la superficie de una mesa cubierta de botellas y vasos babosos de espuma. Yo me levanté despacito y le susurré al cantinero antes de volver a la calle:
-Él invitó.

jueves, septiembre 29, 2005

Mi amigo Harry

Harry el paralítico despertó cinco minutos más tarde de lo acostumbrado y se asustó mucho de eso. Cinco minutos es demasiado tiempo cuando las cosas deben andar bien. Como pudo bajó de la cama y se arrastró a la cocina, las huinchas del somier quedaron sonando y Harry estaba aterrorizado de sólo pensar en despertarlo. Encendió el hervidor eléctrico y se encaramó en el pisito para sacar la taza y el platillo pero con los nervios se vino abajo con piso, taza y platillo. Qué fue eso Harry, le preguntó una voz ronca desde el dormitorio. Lo eché todo a perder Brayan le contestó Harry con su voz de cañería hueca, a punto de ponerse a llorar. Te dije que no hicieras ruido, infeliz, la voz iba creciendo porque se iba acercando con cuerpo y todo, Harry lo vio del suelo y su instinto le ordenó taparse con las manos justo cuando el palo de la escoba le llegaba a la cabeza. Recoge y limpia, recoge y limpia infeliz, le daba otro palo menos violento, algo así como el palo del estribo, menos violento porque el hombre volvió sus pasos y se metió al baño. Harry debía tener la ropa limpia en la cama, los calcetines cada uno dentro de un zapato y el pan tostado con el huevo hervido a punto y la bolsa de té fuera de la taza. El sincronismo solía jugarle malas pasadas y era usual que Harry se llevara entonces la segunda frisca del día, lo que esta vez aconteció debido al humo que salió de la tostadora cuando el pan se empezó a requemar. Cuándo vái a aprender, huevón tonto. Brayan comía con la boca abierta y le mandó una cachetada en la sien, que Harry aguantó en silencio. Se echó un par de pedos mientras hojeaba una revista, Harry quiso contener la risa ante "la chistosa salida" de su amo pero no pudo. ¿De qué te reí chancho cochino, no veí que me dieron ganas de cagar? Pasa no más Brayan, ya saco altiro el tarro con los papeles, pasa a sentarte no más, está listo el baño.
Harry limpiaba la mesa cuando oyó vaciarse el agua del estanque. Sabía lo que venía.
-Ven a chuparme el pico, cojo culiado.
Harry se afirmó de los bastones y corrió al baño. Más rápido, mira que estoy atrasado, más rápido Harry más rápido; estando los bastones en el suelo se afirmaba en las caderas del hombre que a su vez le empujaba la cabeza hacia la pelvis...
-Límpiame la callampa con papel confort, me tení hasta la coronilla, cojo de mierda.
Brayan Órdenes se echó loción Williams en la barba recién afeitada y salió dando un portazo. No se dio cuenta de que la cocina se estaba incendiando ya que Harry la dejó encendida con el paño de platos sobre la tostadora. ¡Ah chucha se está incendiando la casa! gritaba Harry y se lanzó sobre el paño hasta que las llamas cesaron. Se echó crema Lechuga en las quemaduras y encendió la radio para escuchar a Pablo Aguilera mientras hacía el aseo. Cuando salió a la feria lo vio la señora Francia y le preguntó qué le había pasado. Nada señora Francia, me quemé un poco de tonto que soy. Vaya a ver al doctor Harry. Si no es nada. Cuídese de ese hombre, Harry. No diga eso señora Francia. Ese hombre es malo, Harry. No señora Francia, me cuida. Lo he visto con mujeres de mala vida Harry. No señora Francia, serán amigas. Lo he visto vendiendo paquetitos a los autos que se estacionan allá en la esquina. Imaginaciones suyas señora Francia. Yo qué me meto, yo le decía no más, no vaya a contarle a él.
A mi amigo Harry le pasan cosas así todos los días.
Una noche que llegué de improviso a visitar a Brayan, Harry estaba danzándole cubierto de tules, le bailaba La danza macabra y Brayan se reía de lo lindo porque Harry se había disfrazado de la muerte. Desde el sofá Brayan mandaba patadas al tuntún que hacían volar las muletas del bailarín, pero Harry seguía artisteando desde el suelo como una culebra maldita de Chretien de Troyes. Tenía las cejas pintadas como malo y un rojo bajo los ojos. Otra noche, era el mes de febrero, Brayan me invitó a cenar. Había varios amigos en la mesa y jugábamos Carioca.
-¿Dónde está Harry? -le pregunté.
Brayan palideció. Al despedirse me confesó que sólo yo sabía de su existencia y por eso en aquellas ocasiones lo metía al closet con prohibición estricta no sólo de hablar, sino de moverse.
Brayan era a pesar de todo no un mal tipo. Le gustaba el cuarteto de cuerdas de Borodin pero nunca se duchaba, de modo que el olor a sobaco en su minúsculo departamento de Miraflores era insoportable. Cuando se emborrachaba hacía escenas. Harry pensó un montón de veces lanzarse del séptimo piso pero su amor por Brayan era verdadero y ante eso no había nada que hacer.

miércoles, septiembre 21, 2005

Nunca tan débil y tan peligroso

Me hacían a un lado y era como si me amarraran con hilo de araña. Pretendiendo ignorarme o peor aún, resaltando el desprecio con pequeños gestos, pequeñas palabras, pequeñas sonrisas displicentes, me transformaban en un ser poderoso envuelto en algodón. Nunca tan débil y tan peligroso.
Partía todo con una opresión en el pecho, que pugnaba por bajar al estómago. Había una cierta sensación de falta de aire combinada con una cierta sensación de cansancio y ciertas ganas de llorar. El apetito se iba y yo quería salir de la tela pero en el fondo buscaba el descanso, el sueño.
No diré que entonces subía cerros para mirar el mundo desde lo alto y juzgar con rabia a los humanos. Si los subía era para que se fuera esa opresión física, para cansarme, sentirme vivo. Pero eso era casi nunca. Lo usual terminaba siendo el rotativo triple X con paja incluida, de manera tal que el moco cayera al parquet gastado. Me gustaba mover la mano con ostentación para causar escándalo entre los demás espectadores, tres o cuatro discretos voyeristas al pedo y algún marucho esperanzado.
Una noche me interné por la calle Phillips buscando angustiosamente un laberinto donde perderme para siempre, pero la calle Phillips no era como las callecitas de Siena y no habían pasado ni dos minutos, qué digo, ni medio minuto cuando salí a la Plaza de Armas. Había esa noche un pintor que aún exhibía sus lienzos frente a la Catedral, poco más al sur, casi al lado de unos humoristas de baja ley. Uno de los humoristas contaba el chiste del empleado de Ferrocarriles del Estado que de vacaciones iba todas las mañanas a la estación a esperar el convoy ordinario de mediodía. Se sentaba junto a Vergara, el jefe de estación, ambos se fumaban un Ópera de papel endulzado y entonces el humorista silencioso notaba que el grupo tendía a disolverse y le decía a su compañero ¡apúrate con el chiste conchetumadre que tengo que tomar el expreso a Chillán!. Eran noches de angustia. Pensaba qué sentiría el artista seco de imaginación y de todo cuando envolvía los lienzos en serie, los echaba a un carrito y partía a su casa. Pensaba si el artista verdadero no sería yo, entendido el arte como sufrimiento absurdo por lo que no tiene sentido ni destino y no como decía Lenin, cuando hablaba de tantas cosas.

lunes, septiembre 12, 2005

Ecos marciales


De niño quise ser militar; me sorprendía a mí mismo marchando detrás de las bandas con una guaripola. Una tarde se encabritó un caballo y el soldado cayó al pavimento y se azotó la cabeza en el borde de la acera. La ambulancia llegó a los pocos minutos, había un movimiento de curiosos, una marea de susurros, al caballo costó amansarlo, el oficial a cargo estuvo a punto de darle el tiro de gracia, los niños como yo estaban asustados, el desfile se suspendió durante 40 segundos en un hecho que fue calificado de histórico, los desfiles no suelen suspenderse por tan poco, el show debe continuar. Una tarde la Sinfónica de Chile bajo la conducción del maestro David del Pino Klinge debía interpretar la Habanera de Saint-Saens y justo uno de los violinistas de las filas de atrás se había suicidado en su casa minutos antes de tomar la micro para ir al concierto y el músico vocero dijo que en homenaje al violinista no iban a tocar la Habanera. En el intermedio hubo un gran revuelo, una marea de susurros que se dividieron entre los que aprobaban la decisión de los músicos de la orquesta y entre quienes decían el show debe seguir. La ambulancia llegó, pero tarde, pues el soldado había muerto, se llamaba cabo Germán Loyola y curiosamente era de la dotación de infantería, yo creo que por eso le pasó. El oficial a cargo condujo el caballo maldito a un garaje, pidió permiso para entrar, le dieron permiso y cuando estaban adentro lo sacrificó. Después llamó de un teléfono público al regimiento y mandó pedir un camión con techo de lona, para que no se notara. Después tomó un taxi y le ordenó al chofer que hiciera un rodeo de tal manera que el auto fuera a dar delante del desfile. Cuando la tropa pasaba por su lado salió de la multitud e hizo como que recogía un botón y tomó el mando de su batallón a paso parada entre grandes aplausos.
(Ilustración: Sergio Mardones)

miércoles, septiembre 07, 2005

Enjaulado


El verano de 1946, fue a fines de febrero, en Curarrehue, me hice una jaula de bambúes y así anduve, dentro de la jaula. Eran ocho cañas amarradas entre ellas con alambre de cuatro milímetros. El techo era de alambre de tres milímetros. Para poder caminar sin chocar con la jaula debía ponerme un cucurucho de cuero como esos que usan los monjes de los Himalayas. La punta del cucurucho se hundía en la trama de alambre y así se producía mi engarzamiento con la jaula. Al caminar, la jaula se movía atrás y adelante; más que la jaula me movía yo pero parecía como si la jaula se moviera más que yo. Si caminaba en forma absolutamente perpendicular al piso la jaula se desplazaba sin escándalo.
Fueron buenos días, ésos. Me sirvieron para ir aprendiendo. Para comer sacaba las manos por sendas ventanillas fabricadas sin ciencia alguna. Obtenía algo y me lo llevaba a la boca. Entonces comer no era importante, beber menos. Meras obligaciones.
El 5 de marzo de ese año entré al internado pero la jaula no cupo en la puerta y como me negué a entrar a la sala me llevaron a la inspectoría. Estuve allí toda la tarde y cada vez que el reloj marcaba la hora el señor Pino se reía de mí y me decía "cucú, cucú".
(Ilustración: Sergio Mardones)

martes, septiembre 06, 2005

Angustias

Llantos, llantos, lluvia de lágrimas, lloré, lloré, ¡lloré!, la flecha del sendero abierto me indica no el horizonte, ¡la sima me enseña! ¡Al abismo me empuja el camino! Pero, ¿saltar a ciegas, dañar, ser herido? Humillarme otra vez, desprotegido, en cueros, ya lo estoy sintiendo, maldita perra inmunda, te haré llorar de rabia, ramera barata. He vivido levantando piedras de las que salieran almas que cegaran la vista, he vivido buscando a mi madre. Oh, mamá mía, mi valor, mi llanto, eclipsar el sol, mamá mía, eclipsar la luna, ¡mi Diana, mi diosa lunar, mi poesía, mamá mía! ¿Estás allí? ¿Puedo besarte? ¿Puedo respirar tranquilo al fin en tu regazo? ¿Me quieres, mamá? Sí me quieres, lo sé, ¿o no me quieres? Mira mamá como salto y como cuelgo del parrón, mira la libreta de notas, no basta no basta no basta nunca basta, ya verás cómo haré del agua vino, ya lo verás aunque se me vaya la vida y muerda el polvo, qué digo, me arrastren, acabado y viejo, a la fosa común donde por fin... ah... ¡por fin! mis huesos se unirán a los tuyos, sin preguntas, sin angustias...

martes, agosto 30, 2005

El espejo de la diosa lunar


Una noche de luna llena pasó frente a mi ventana una joven de piernas lechosas manchadas de barro a la altura de las pantorrillas. Llevaba consigo un espejo de cristal biselado y marco de oro, lo llevaba de costado y en la claridad de la noche sus senos de pezones rosados se balanceaban suavemente. Ocultábale el rostro un velo que la confundía con la Virgen o con ciertos excesos de Venecia, no estaba claro aquello. Abrí la ventana y estiré la cabeza lo más que pude; era todo tan paradisiaco en aquellos años, mi casa se erguía en medio del bosque, había un lago del que me llegaba el rumor de sus aguas cristalinas y un hogar de fuego crepitante y brasas perfectas. Shostakovich no se conocía aún en Occidente, de modo que la melancolía de los atardeceres lluviosos era acompañada con los 24 preludios de Chopin y las sonatas de Schubert en discos de vinilo. Cada día una mujer diferente colmaba mis apetitos y yo en ese tiempo las prefería burdas, vulgares, faltas de seso. Me gustaba que no se dieran cuenta, las engañaba con subterfugios baratos a pesar de tener todo el poder sobre ellas. Me eran enviadas cada mañana por Salomón Velasco, el poderoso del pueblo. El pueblo se llamaba Villa Rica y no era lo que es ahora, un montón de hoteles, hostales, residenciales, campings, restaurantes, casas de cambio, supermercados, oficinas de turismo aventura. Villa Rica era una pura calle con una bomba de bencina. Yo tenía la costumbre de mandarlas a buscar leña a lo más húmedo del bosque para que volvieran sucias y así las pudiera meter a la bañera. Ellas intentaban convencerme de que se podían bañar solas y a mí eso me gustaba porque mi razonamiento las dejaba mudas. Esto les decía: "Si entras caminando se manchará el piso". Entonces las levantaba en brazos y las sentaba en mi pene mientras ellas se desvestían. Yo les aseguraba que había cerrado los ojos y no veía nada, pero los tenía abiertos y ellas no se daban cuenta porque estaban de espaldas. Cuando terminaban de sacarse la ropa las metía al agua y las dejaba solas. A veces inventaba que tenían mal olor y las mandaba al baño a lavarse y yo miraba por un hoyito porque sabía que el chorro del vidé les gustaba bastante.
Era una joven de belleza serena, su cuerpo no emitía casi ruido al desplazarse entre los arbustos y bambúes acorralados por las lengas. Se parecía a Diana, la diosa lunar, y era demasiado ilógico que portara un espejo de tan hermosa factura. Fijé mi vista en el cristal y me maravillé de lo que vi: no mi figura sino el retrato de mis crímenes. Yo nunca temblé al cometerlos pero ahora temblaba ante la terrible lista. ¿Era eso ser malo? ¿Era temblar ante los crímenes cometidos? Pero cometerlos no era ser malo, ¿o era sádica, provechosa, la maldad?
No es que me estuviera arrepintiendo, sólo temblaba. La diosa lunar se había perdido entre los matorrales pero me quedaba aún la imagen del espejo. Era todo tan raro, ¿cómo pude ver ese retrato si ella estuvo siempre en movimiento? Tal vez fue el espejismo de una noche de verano en Villa Rica. Porque alucinación de curado no fue; esa noche no había tomado pisco.
(Ilustración: Sergio Mardones)

viernes, agosto 26, 2005

Días tristes

En días como éstos me empinaba a mirar la lluvia desde la ventana del comedor. Mi cabeza no llegaba entera al marco, pero sí alcanzaba para mis ojos, que dirigían la vista hacia los cientos de globos que formaban las gotas al caer al charco. Las gotas eran proyectiles teledirigidos que despedazaban los globos flotantes para formar otros nuevos. Los globos eran ciudades encapsuladas al estilo de Krypton o algo así. Pero esa guerra, esos mundos, que debían ser emocionantes, culminaban en un abrupto amargor que actuaba como tapón para el vaciadero de emociones más explícitas.
Mi madre solía aparecer bajo la nubazón protegida a medias por un paraguas damnificado por el tiempo; era todo tan triste y falto de sentido. Abriría la puerta, pasaría varias veces los zapatos por el trapo, me abrazaría y me besaría y de nuevo el silencio y la oscuridad en pleno día. No habría ni siquiera una radio que escuchar, yo volvería a mi guerra y ella prepararía la once.
Hoy tengo proyectos y he logrado vencer al vacío: en unas horas más iré a mirar por la ventana a la mujer que se desviste con lascivia. Le tocaré el vidrio y ella hará que no ha escuchado pero profundizará en detalles. Su sonrisa trocará en un mentiroso gesto de dolor; ahí quizás esté perdido, pero sabré salir del paso.

miércoles, agosto 24, 2005

El pastor

Para ir de un villorrio a otro a veces me tocaba sortear la Cordillera de la Costa, nada del otro mundo, pero de todas maneras un trayecto fatigoso. Atardecía cuando me llamó la atención un movimiento entre las sombras. Era un pastor que fornicaba con una oveja. Lo dejé hacer y luego, cuando el animal enfiló al corral guiado por un perro, me acerqué a él.
-Eh, tú, dame agua.
El pastor se sorprendió y me miró con miedo. Mi abrigo negro y mis zapatos puntudos debieron provocarle ese efecto. Luego me confesaría que fueron mis ojos de fuego.
-Señor, venga por aquí, por favor.
Me ofreció agua del manantial y un pedazo de charqui, que devoré en segundos.
-Usted no parece un hombre malo -le dije, una vez satisfecho.
Me miraba de reojo.
-No entiendo, señor -me decía.
-No es necesario que entienda. Hablo más bien para mí mismo.
El pastor me ofreció alojamiento en su casucha hecha de troncos de ciruelo, cartones y fonolita. Dormir bajo las estrellas resultaba lejos la mejor opción, pero el hombre no lo veía así, porque me asignó su rincón habitual, cambiándose él al sector de la cocina. De noche lo escuchaba vociferar y alzar los brazos, como si llamara a su perro. A veces le sentía mascullar un nombre, algo así como Figenia. La mayor parte del tiempo resoplaba de tal modo que el aire salía hacia arriba expelido por su labio inferior en forma de cucharita, y el resoplido le hacía vibrar las aletas de la nariz. Yo no podía dormir por eso de las pulgas, pero a él le venían bien.
Me fui unas dos horas antes de que aclarara. Antes de perderme en un vaivén del cerro giré la vista y gracias a que la luna acababa de vencer a un manojo de nubes, vi lo siguiente: un puñado de arbustos secos, una casucha pequeña que asemejaba una joroba negra en la ladera, y un corral hecho de barro y pedruscos. El perro me ladraba sin cesar.

(Ilustración: Sergio Mardones)

lunes, agosto 22, 2005

Imágenes

Una brisa helada que se cuela por la sombría vereda roza las mejillas y provoca estremecimientos. Un grito tardío: ¡Cuidado! La multitud camina entrechocando hombros, a veces pidiendo disculpas, otras pasando de largo. María Ernestina Gómez cruza la calle con su hijita. Microbuses compiten por cortar boletos y llegar antes a destino. Semáforo cambia de luz, de amarilla a roja. La lluvia se anuncia de nuevo. Hernán Carrasco, vendedor de maní, baja la vista mientras tuesta su producto en la esquina. Sergio López Arias, desocupado, compra una entrada para la próxima función de Los cuatro fantásticos. Dos escolares conversan de pie, afirmadas en las manillas de los respaldos de los asientos de la micro veloz. El chofer Braulio Ocaña aprieta el freno, imagina lo peor. Dos cuerpos revientan en la calzada. Uno más acá. Otro más allá. Jennifer, la más baja de las dos, solloza tímidamente: la han dejado. Viviana Orrego compra un paquete de 300 pesos, calentito. Carrasco se lo entrega y mira sobre el hombro de la mujer. Grita ¡cuidado! Tres palomas levantan vuelo con el estampido. Kenita, la más alta, se suelta y vuela hasta golpear a Montenegro, obrero de brazo fuerte. López Arias se da vuelta al oír un ruido, antes de meterse al cine. Ulula una sirena. Jennifer reemplaza su pesar por uno nuevo. La multitud se arremolina. "¡Pobrecita!". El cabo Ovalle detiene el tránsito y el cabo Verdugo va por dos plásticos azules que cubran los cuerpos. Imágenes reemplazan los viejos argumentos. Gritos de locura y de terror maldicen a Ocaña. Unos hablan con otros. Comentan en voz baja, excitados. Y miran antes de que lleguen los plásticos. Yo uno de ellos, observador invisible, desfilo entre la carne, sobre el cemento, a través de las vidrieras.