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jueves, enero 12, 2006

Grandes sensaciones

Las "Cartas a Théo" me llamaron la atención en su momento por lo que no contienen, que son las crisis de locura de Van Gogh. "Ya me siento mucho mejor...", o "tuve uno de esos episodios...", escribe, saltándose olímpicamente aquello que en parte lo hizo famoso. Ni una sola referencia a su oreja.
Cuando niño jugaba a la pelota por mi colegio. Yo era puntero derecho y la pelota me llegaba casi a las rodillas. Las veces que hice un gol y traté de recordar la jugada no pude: mi mente había quedado en blanco en el momento sublime. Tenían que contarme la acción para revivirla. Las sensaciones, cuando se viven realmente, parecen no dejar recuerdos.
Las dos veces que estuve en el sanatorio no conocí a ningún loco genial. Los baños olían a mierda y los dormitorios, a orina. Los enfermeros golpeaban con rabia el hule de las camas contra la baldosa y le arrojaban chorros de agua en manguerazos mientras los locos esperaban desnudos el "cambio de sábanas". Casi todos se replegaban en un rincón para que no les saltara el agua; uno o dos se atrevían a salir a los patios y se me acercaban mientras devoraba La Biblia.
-Qué está leyendo, doctor.
-La Biblia. La Biblia. La Biblia.
-Yo soy buena, yo voy a estudiar para monja. A mí me gusta barrer y limpiar, doctor.
-¿Por qué vive aquí con nosotros, buena madre?
-No me diga madre, doctor. Yo soy soltera y quiero estudiar para monja. Yo soy como Juana de Arco, porque me gusta barrer. Es bien buenmozo usted, doctor...
Pobre loca, estaba condenada de por vida a esta reclusión en Olivos con Avenida La Paz. Su historia había corrido de boca en boca, pero ella la ignoraba: cuando era joven y vivía en el campo degolló a sus tres hijos con un cuchillo carnicero. Otra de esas grandes sensaciones.
-¿Así te gusta, Juana de Arco?
-Eso, más adentro, perro asqueroso, Jesús María y José... muévete... Dios te salve María llena eres de gracia... ayyy... Dios te salve María llena eres de gracia el Señor es contigo... ayyy... maldito Satanás perro... Satanás perro...
En otras ocasiones me gustaba charlar con la doctora Cordero, quien parecía entender algo de mi patología y había prometido darme de alta pronto. Su oficina se ubicaba en un pabellón viejo de pintura descascarada color verde nilo. Había que bajar unos cuantos peldaños por el costado y se llegaba a la pieza, que de esa forma dispuesta en el plano quedaba casi en un subterráneo. Una tarde en que me dirigía hacia allá con una frase del Eclesiastés en la mente pasé delante de una pieza con la puerta abierta. Un hombre estaba sentado en una camilla y me miraba intensamente mientras una enfermera lo inyectaba. Venía llegando al manicomio, en el corredor lo esperaba su esposa; ambos lindaban los 45 años. Confieso que no me detuve. Seguí caminando, pero conservo la escena en mi mente con nitidez.
Me miraba intensamente con las pupilas dilatadas, las mismas que les he visto a los muertos, una intensa mirada hacia adentro, eso era casi todo; una especie de esbozo de sonrisa parecía querer anunciarse en su rostro. Vestía una camisa gris a cuadros de mangas cortas y las palmas de sus manos se apoyaban en los bordes de la camilla. La sensación del hombre era tan grandiosa que al pasar vi una ondulación que emanaba de su cuerpo y hacía vibrar la silenciosa habitación. Se estaba produciendo en ese momento un sismo grado 9, surgido de la gran falla de San Andrés proveniente de una recóndita grieta de su cerebro. Sentí cantar a Cohélet y clamé al cielo: "¡Polvo eres y en polvo te convertirás!"
Con el tiempo le pregunté a Carlos Castillo si se acordaba de ese momento. Me dijo que no.

miércoles, enero 04, 2006

Fuerzas inútiles

Una araña se mueve por el cielo rugoso de la habitación. Sus ocho patas de reducido largo corren tras un objetivo impreciso, como si el cuerpo estuviese desesperado por lograr tal finalidad. Avanza hacia un lado, se detiene un momento y luego se devuelve, no exactamente hacia el otro lado, sino casi exactamente. Parece que estuviera nerviosa o que le complaciera burlarse de la fuerza de gravedad, con su andar enrevesado. Es posible que sus movimientos insensatos, parecidos a los de los perros vagos que van y vienen por las calles, se deban a las bolas de billar que de tanto en tanto chocan abajo con rudeza, despidiendo secos sonidos a través del aire. Pero eso no lo sabe nadie. Yo creo que ni ella lo sabe.
De pronto comienza a bajar por un hilillo de tela igual como lo hacen los miembros de los grupos de rescate: avanzando rápido por la cuerda, frenando luego, avanzando otro poco. La araña queda suspendida a escasos centímetros de la lámpara que cuelga sobre la mesa y alumbra el paño verde. Han surgido tres elementos nuevos en su vida; ya no sólo existe el sonido de las bolas, sino también unas carcajadas agudas que la ponen nerviosa, la molesta luz de la ampolleta y el calor que ésta desprende (una forma de vibración que siempre ha buscado pero que ahora se le antoja peligrosa, quemante, según creo yo que ella siente). Como si su cerebro se pusiera a recapacitar sobre lo que ha hecho y descubriera que todo está mal y que aún es tiempo de arrepentirse, la araña arquea el abdomen y le da trabajo a sus patas, subiendo por el hilillo con una habilidad prodigiosa que le permite volver a la superficie rugosa del cielo de la habitación y estacionarse, rígida, antes de volver a correr, esta vez hacia una esquina.
Una bola blanca de marfil inicia una carrera enceguecida por una pradera lisa y suave de tela verde. La bola no tiene ojos, pero a través de la mano que le dio vida busca otra redondez, una de su misma naturaleza, que le dé sentido a su fuerza; busca algo que le robe su ímpetu y la haga detenerse a descansar luego del camino recorrido. Con una velocidad pasmosa va venciendo fácilmente al aire y al paño, que le oponen -por ahora, no digamos lo mismo más adelante- débil resistencia. La bola da de lleno en otra, una bola roja, pero en vez de reposar, ahora ambas comienzan un viaje de movimientos rectos sobre la mesa, como si no tuvieran otro destino que ir de un lado a otro del rectángulo, fabricando líneas inauditas, desangrándose por el puro placer que les provoca el periplo vacuo, mutilando sus pasiones, desgastando sus fuerzas hasta la invalidez absoluta; deseando ambas, antes de desembocar en la incertidumbre, darle vida a una tercera bola, que ya sin esperanza las contempla desde su sitio inmaculado en el paño, no ansiosa, sino indiferente, fría, no nacida.
Una mujer de tacos altos se inclina audazmente sobre la mesa de billar y con un movimiento imperfecto, pero violento, empuja el taco hacia la bola blanca. El golpe seco dispara la bola hacia la roja y eso le hace soltar a la mujer una ruidosa carcajada. El hombre que está detrás de ella, vestido de frac, ha visto por un momento lo que oculta la breve minifalda negra: unas voluptuosas, preciosas, perfectas, redondas y firmes nalgas que estarían desnudas, de no ser por un pequeño triángulo negro de encaje que surge muy arriba, casi en el lugar en que las sombras introducen el cuerpo de la mujer en una tibia oscuridad. El hombre inclina, agacha involuntariamente su cuello y observa atónito unos pelillos brillantes que se dibujan en la entrepierna de su compañera de juego. El hombre se excita e inicia un movimiento hacia la chica. Ha dejado el taco afirmado en el muro y ha debido tragar un poco de saliva, porque su boca se secó sin que él lo quisiera. Camina decididamente, pero con lentitud. En el trayecto piensa si será mejor dejar caer con fuerza su cuerpo sobre ella y tumbarla en la mesa, o rodearle la cintura con un brazo o posar viciosamente sus manos en las caderas o arrodillarse y abrazarla con pasión y humillación de enamorado. Ya va a llegar, ya va a tocarla, y aún no decide qué hacer. Todas las alternativas son correctas y él actuará según le dicte su último impulso. La mujer continúa inclinada, pues de esta escena sólo han transcurrido algunos segundos, quizás menos de diez. El hombre extiende una mano y casi le roza la cadera, pero después se retracta y se lleva la mano a su barbilla. Dobla el cuerpo hacia un costado, estira el otro brazo y toma un pequeño cubo de tiza. Ahora regresa hacia su taco y lo fricciona en la punta con la tiza, mientras la mujer, quien ya ha confirmado que su tiro no fue el correcto, desaparece de la luz baja de la lámpara y camina sensualmente alrededor de la mesa.

jueves, diciembre 29, 2005

Vi crecer al Sol

Vi crecer al Sol una mañana de abril, creció en minutos y evaporó los mares; la gente se derritió, se deshizo tan rápido que la noticia ni siquiera alcanzó a aparecer en las pantallas. Un solo avión de las Fuerzas Armadas del Planeta alcanzó a despegar, pero en el cielo no halló qué hacer, era como un avión de goma. Peter J. Williams, el piloto, contempló la hecatombe desde lo alto y cayó víctima de la radiación. Ni las cucarachas se salvaron, como alguien había vaticinado en los libros. Napoleón, el caballo blanco de Napoleón, Jesucristo, Hamlet y Los Hermanos Arriagada fueron borrados del mapa en un santiamén. Se acabó por fin la vanidad y también se acabó la esperanza del sentido de la vida.
Yo me salvé porque Dios es grande. Me pude meter a una cueva en el sector del río Mataquito y salí a la superficie 123 días después, totalmente mimetizado, escamoso, malherido y chuñusco. Me quedaba poco más que la imaginación, la naturaleza hizo el resto: una mañana, al despertar, no sé cómo me salió un huevo por la boca, igual que a los magos, y así renació la especie, pero desde entonces todo ha sido diferente.
Doy fe de que esto sucedió realmente.

martes, diciembre 27, 2005

Un niño con pelos de lobo en las orejas


Pronto me di cuenta de que despertaba simpatía. Mi ambición era aplastar las culturas y las civilizaciones pero las diosas del Olimpo me veían como a un niño. Un niño escondido tras los arbustos, haciendo maldades, un niño con pelos de lobo en las orejas pero siempre un niño, no algo más importante que eso. Las noches de estío, en los bosques del sur, alzaba la vista al cielo y aullaba, renegando del poder de las deidades. La respuesta que bajaba hasta las raíces de las plantas, los vientres de las babosas y las patas de las cucarachas era siempre la misma: te protegemos, te abrazamos, te cuidamos de los verdaderos lobos.
Mahler, Mahler, Mahler, tan bien que te entiendo ahora. Loco violento, loco celoso y loco infantil, loco melancolía y loco brutalidad, loco ambiguo, tu música se parece a los electros que me tomaba el doctor Shiffrin, rayas insólitas que subían y bajaban entre las líneas armónicas de unas hojas cuadriculadas de color paquete de vela.
Mis memorias, si se leen bien, son memorias de niño chico.
Soy un dulce pajarillo que sueña con grandezas sólo para que los demás reconozcan su valía. Así no voy a destruir nada, debo analizar este aspecto de mi vida. Me prometo que desde ahora mismo seré enteramente malo, no como he sido hasta ahora, malo pusilánime, malo a medias, malo traidor, malo cobarde.
(Ilustración: Sergio Mardones)

martes, diciembre 20, 2005

La luz que agoniza

El ocaso de la estrella o la luz que agoniza.
Son tan evidentes las señales que advierten el fenómeno que resulta curioso que ningún cuerpo celeste les haga caso. Ya me ocuparé de ese hecho.
La primera y más potente es la intensidad de la luz. La estrella emite una radiación insólita, que enceguece a los que la miran de cerca y provoca comezón social a quienes la ven de lejos. Es sabido que la radiación intensa es dañina. Lo menos que causa es cáncer a la piel, pero la herida más profunda hiere gravemente el corazón de quien recibe esos rayos a cierta distancia. El músculo se rigidiza, se torna cauteloso. La radiación solar forma una solución diluida de ácido sulfúrico y ácido nítrico que aumenta la velocidad de esta reacción. El efecto a corto plazo es que el ácido transmitido por las venas cavas empieza a roer la aurícula derecha.
Cuando sobreviene la segunda señal ya es tarde para que la estrella adopte medidas de precaución y ni siquiera le cabe hacer poco más que algo. El músculo herido se ha defendido naturalmente y apeló a lo que tuvo a la mano para desviar el brillo, ya que le es imposible apagarlo, como desearía. Cómo lo hizo es todavía un misterio para la ciencia, pero la hipótesis menos rebatida, del dr. Juan Zabrisky, sostiene que la sanación parcial se logra mediante la unidad de desarmonías; esto es, la suma de músculos heridos o por herir, en una suerte de cadena de transmisión energética capaz de hacer frente y hasta de absorber la fuente irradiante.
La estrella ha llegado así a su ocaso. La luz agoniza víctima de su propia intensidad.
Cuando brilló, no tomó en cuenta ese factor. Cuando dejó de brillar su espíritu se fue apagando sin pasión, sin heroísmo, como alma ida.
Murió un buen día la que fue una gran estrella, inofensiva ante los músculos protegidos, ahora atentos al nacimiento de otra nueva amenaza.

jueves, diciembre 15, 2005

Megalómano

Megalomanía, la mierda que llenó el seso de los hombres y que me ha hecho ser como soy. ¿Cuándo decidí adherir a esta locura? Antes los hombres se consagraban a Dios; los románticos daban sus vidas por salvar a Grecia del ataque de los turcos, los bolcheviques enarbolaban rojas banderas y canjeaban sus almas por las escamas infinitas de un monstruo marino llamado Leviatán, corrientes barbadas así como ésas daban que pensar e insuflaban el espíritu de un aire raro, como de fiebre nocturna. Yo alcancé a conocer algo de aquello en mi juventud, pero ahora qué soy de verdad bajo mi abrigo negro, qué he sido siempre en el fondo: un megalómano, a eso he sido condenado, a que la sociedad me desgarre cada tarde las entrañas, luego de volver del supermarket con las compras del día. Esta sociedad que me transformó en pigmeo, en cabeza de aguja, en gota invisible de agua, en número, ahora me hace dios, Dios mío dónde estás si es que estás, si es que alguna vez estuviste, eso qué importa pero antes importaba y cuánto, qué inmenso era el temor de Dios, qué indudable su poder y qué pequeños y minúsculos se sintieron los hombres y con cuánta fe entregaron sus vidas en defensa de la causa que fuese, yo no, siempre fui un megalómano, pero hoy más, porque hoy ni siquiera hay Dios, todos somos pequeños dioses que lamemos nuestras heridas en los blogs, que son los reinos de la pacotilla, sin Dios la tierra se plagó de reyecillos inmortales pendientes del lengüetazo anónimo; ya no acuden a la iglesia a prosternarse, ya ni siquiera oran en la soledad de sus moradas, ¡ah, cuánto me hace sufrir esta vida!, a veces siento que no podré continuar, a veces me arrepiento de ser malo, de matar a diestra y siniestra, de regar campos y ciudades con vejigas de hiel, a veces quisiera ser bueno por un minuto, aunque fuese de mentira: pasar la mano por una mejilla tibia, sentir cómo una palabra mía hace brotar una lágrima de amor, ya estoy desvariando nuevamente, se nota que estoy en un mal día, no puedo caer en ese tipo de obscenidades, he jurado no hacerlo, la más oscura oscuridad, la más negra de todas es la voluntaria y el mejor paseo es aquél del oso pardo en el zoológico, ¿lo han observado como se pasea en su jaula? ¿Han ido últimamente al San Cristóbal? Vayan y lo verán caminar de un lado a otro, evitando chocar con el tronco que se le pone por delante, de un lado a otro día y noche hasta llegar al tronco y vuelta, aunque no haya niños ni grandes que lo aplaudan y le arrojen peras, aunque desfile bajo las estrellas mudas, caminar por vocación esquizofrénica, pasar la vida caminando encerrado en una jaula como lo hacen los megalómanos en sus reinos de cristal líquido...

miércoles, diciembre 14, 2005

Nostalgias de Odradek

Los charcos siempre dan la impresión de ser bajos. Además, la intuición les calcula la hondura. Pero hay charcos profundos. Se ha visto morir bueyes y hundirse carretas en charcos inocentes como niños; ahí la intuición del carretero falló. Hay libros de filosofía que se abren y resultan ser charcos; por fuera se veían limpiecitos e inofensivos. Hay mentes-charcos: al intuirlas parecen charcos profundos pero quien se mete en ellas descubre lo insólito: el charco es una tela de gelatina congelada y es casi jocoso comprobar la nada que hay debajo: un patito amarillo diciendo cua-cua.
Todo esto lo pienso mientras espero en el descanso de la escalera a mi Odradek, mi carrete de hilo que baja todos los días a esta hora por el pasamanos. Cuando lo logro agarrar le hago siempre preguntas como éstas y me contesta con esa voz tan particular que le viene de sus pulmones de hoja seca.
-¡Espera, no te vayas! ¿Pasamos o no pasamos el charco, Odradek?
-Eliminado.
A veces, muy pocas, me responde:
-Clasificado.
Como iba diciendo, esto de hacerse preguntas difíciles en circunstancias tan... ¡Iah! ¡Allá va mi Odradek! ¡se me pasó de nuevo!, por usar mal el tiempo libre. Deberé esperar hasta mañana a esta misma hora, pero ¿qué hago mientras? ¿Tendrá buen sabor el té? Pero el té de las cinco es un rito inglés y no estoy para bromas esta tarde.
-¡Odradek, vuelve, Odradek!
-...
-¡Vuelveeee!
(-¡Eliminado!)
Es increíble como su voz se escucha a pesar de todo. Da la impresión de que fuera una voz que viene de otra parte.

martes, diciembre 13, 2005

El caso de Lizardo Carrasco

Asimismo fue que al salir de la caverna vislumbré mi vida de otra forma, salpicado como estaba de sangre racional. Hasta el momento todo había sido muerte, todo conducía a la muerte, sobre todo los grandes placeres, ya fuese porque su intensidad es lo más cercano al desfallecimiento físico como porque lo que sigue de éstos en el plano temporal no puede ser tan bueno como lo que se acabó de vivir sino menos bueno; esto es, malo, entendida la maldad como negación de la vida espiritual. Tal perspectiva me tenía con los nervios cínicos. Recordé a San Agustín y me di cuenta, como dije a la salida de la gruta iniciática, de que no hay mal que por bien no venga, o de que no hay bien que por mal no venga, como corrige Don Hermógenes Pérez de Arce.
¿Y si todo condujera a la vida -al revés de lo que había pensando hasta entonces-, no era ésta una teoría posible, lícita, deseable, fácil de probar? ¿Qué eran mis movimientos? Vida. ¿Qué era mi muerte? Vida eterna. En último caso, vida de gusanos. ¿Qué era todo lo que conocían mis sentidos y mis fantasías? Vida.
La encrucijada era tortuosa, no cabía otra solución que ir a una casa de disfraces a probarme la sotana.
Afortunadamente Lizardo Carrasco me sacó de la problemática entrada la noche, en el caserío de San Vicente de Pucalán, donde el destino había dispuesto que pernoctara ese lluvioso día del 21 de agosto de 1971. El campesino asesinó a hachazos a su mujer de vuelta de la cantina, enloquecido por el alcohol. Yo tuve la penosa misión de esconderlo un par de días antes de que lo atrapara la policía. Su acción me reveló que la vida no era sinónimo de bondad ni santidad; la vida no era un problema moral. Y si no lo era Acá necesariamente no lo podía ser en el Más Allá.
Qué cosas pensaba en esos tiempos.

miércoles, noviembre 30, 2005

La comadreja voraz

Me dijeron que en las fondas se podía ver a la mariposa encantada y partí de mi casa en la mañana, como a las 11, rumbo al estadio municipal. Me colgué de un coche victoria y anduve a la mala como seis cuadras hasta que un viejo que iba fumando por la vereda gritó ¡huasca atrás! y el conductor largó un huascazo que me partió la cara. Llegué a la fonda sangrando. Como el día anterior había llovido a cántaros en Rancagua el barro casi no dejaba andar, menos al niño que yo era entonces.
Había borrachos durmiendo la mona; salía olor a anticuchos. No se veía movimiento en La mariposa encantada, las cortinas colgaban muertas sobre el tubo de fierro de la puerta, miré y adentro no había nada. Empecé a preguntar y me dijeron que parece que abría a las tres de la tarde, de modo que consideré estudiar otras opciones. Estaba el tiro al blanco con plumillas, el tiro a los patitos, la lotería y la argolla mágica, también el juego de la comadreja. Consistía éste en adivinar cuándo aparecería la comadreja y las mujeres hacían apuestas, arrojando sus fichas al aserrín que cubría el barro. Cuando aparecía un animalito en la pista se producía un gran barullo y las mujeres, fuera de sí por la emoción, no se daban cuenta de que los hombres les miraban las piernas con espejos ubicados en el empeine de los zapatos. El niño a cargo del juego retiraba las fichas perdedoras, ya que el primer animalito siempre era una lagartija amaestrada. Cuando todas las fichas habían sido jugadas el niño soltaba a la comadreja, que devoraba en segundos a la lagartija, a un par de ratones, a una rana y hasta a un conejo. El griterío era infernal, ahí sí que se corría mano.
Con los años vi algo parecido: se esperaba con ansias la llegada del general Charles de Gaulle, una especie de Gran Califa con gorrito militar. El pueblo reunido en el estadio el 2 de octubre, en su candor, creía que sería el primero en bajar del helicóptero. Nadie había previsto la existencia de la comitiva, aquélla que mucho antes del helicóptero le iba preparando el camino y que luego de guardarle las espaldas se quedaría recogiendo los cables. De Gaulle no era más que un destello, no podía ser otra cosa, de allí su endiosamiento y la reverencia mítica que se le prodigaba. Era una suerte increíble verlo alzar la mano derecha, la experiencia era motivo de conversación en los almuerzos familiares, los niños apenas podían tragar la sopa cuando escuchaban el relato de sus mayores.
Eso fue hace mucho tiempo. Ahora los grandes califas van a las ferias y la gente se alegra de verlos, pero al rato se olvida de ellos, apenas generan comentarios, incluso maliciosos.

martes, noviembre 22, 2005

El usurpador

Recién a los 30 años el sendero se me bifurcó. Un cartel marcaba hacia el norte la palabra Arte. Otro cartel marcaba hacia el sur la palabra Filosofía. Qué ridiculez más grande, broma de niño chico en un cerruco de la cordillera de la Costa. Arte versus Filosofía en un contexto de senderos que se bifurcan. Imaginación y estética versus predominio de la razón platónica. La Ilíada versus La República, qué insensatez. ¿Por qué no mejor Arte versus Conquista o Filosofía versus Ciencia?
Admito que ese día me di de cabezazos en torno a la bifurcación, incluso dormí por allí cerca, en una especie de guarida de oso, sin haber osos en aquella geografía. Pero fue como si los hubiera porque era una guarida amplia y hasta cómoda, se parecía a la Cueva de los Pincheira. No bien entré me llamaron la atención unos restos de comida abandonados pocas horas antes. Eran unas lentejas dentro de una choca de Nescafé. Estaban bien ricas. También había una botella de vino a medio consumir, marca Tres tiritones. No, es broma. La marca era Santa Carolina tres estrellas. El mosto estaba algo picado, pero la garganta no reclamó. Tras el festín me aprestaba a reflexionar sobre el futuro cuando de pronto me di cuenta de algo tan lógico: ¿no era esta cueva la morada del hombre? ¿No era yo entonces El usurpador?
Cuando entró, confiadamente, a continuar con su banquete, no reparó en la sombra que se iba levantando tras él hasta que lo cubrió por completo. No vio nada el desvalido, fue mejor así.

martes, noviembre 15, 2005

Una noche, en la taberna

Una noche, en la taberna, caí de bruces y me rompí la ceja derecha. La sangre brotaba como grifo de población y de pronto temí por mi vida, pero me reía. Me arrastré como culebra por el piso cubierto de pollos. La gente también se reía, sobre todo las maracas. Algunos borrachos escupían a mi paso y yo decía ya verán, ya verán. Fue así como llegué a la puerta, la abrí y salí, siempre arrastrándome.
He vivido la vida entera arrastrándome. De abajo es más fácil lanzar el guadañazo; la gente piensa que uno está indefenso y perdido. Las mujeres caminan sin reparar en que se les ve la zorra y cuando eso pasa el pico va creciendo lentamente. Se siente una corriente extraña de suavidad mientras crece. Las poetas cuchuflinas hablan del amanecer del miembro, del mástil vigoroso, del espolón. Yo digo simplemente el pico, porque para mí es y será siempre el pico.
Decía que esa noche en la taberna logré salir a la intemperie e incluso logré atravesar la transitada calle; detrás mío iba quedando la huella sanguinolenta, me transformaba de pronto en un héroe porque escuchaba a mis espaldas los ánimos que me daban los parroquianos y las maracas compasivas. Habría perdido ya dos, tres litros de sangre cuando me arrojé a la fuente de la plazuela y bebí, bebí agua hasta que la guata me quedó llena de agua. Luego me puse un parche curita en la ceja y la sangre dejó de emanar. Entonces pronuncié una de mis más hermosas parábolas, cuyo contenido he olvidado. Lo que me queda de esa noche es el piso resbaloso de tanto pollo y sobre todo ese pico creciendo, esa sensación suave y extraña.
Una puta se acercó al verme herido y me dijo guapo, llévame al hotel, a mí no me importa la sangre.
-¿Te gusta la sangre?
-Me gusta.
-Chúpame sangre.
Fuimos al hotel y ella quiso desnudarse pero yo la retuve en mis piernas con la chiva de que tenía el pico parado. La besé, le corrí mano hasta que se mojó.
-Chúpame sangre.
-No.
-Chúpame sangre.
-Bueno.
-Pollito pastando.
-Bueno.
Entonces se lo metí hasta el contre y me fui cortado. No duré ni un minuto y medio.

miércoles, noviembre 09, 2005

Vida en una grabadora

Vivía yo dentro de una grabadora; era un animalito plano y microscópico incorporado a la cinta, la que a veces giraba a velocidades impresionantes para detenerse bruscamente, sin aviso, al sonido de un clic. En los momentos álgidos cualquiera hubiese experimentado vahídos, náuseas. Yo me había habituado a ese trajín, incluso echaba de menos el rodaje cuando la grabadora se guardaba dentro del bolsón.
Un día la cinta salió de la grabadora y fue reemplazada por otra. Me pareció primeramente que se trataba de un malentendido; luego supuse que mi dueño enfrentaba una pequeña emergencia. Mi cinta era irreemplazable y yo era parte de ella. Con los días fui cambiando de opinión y comencé a admitir que me estaba gastando, que ya no era el mismo, que tantas vueltas alrededor del eje de la cinta habían hecho su trabajo.
Un rayo de esperanza me iluminaba en los momentos del derrumbe: tal vez era una cinta realmente irreemplazable y su contenido no podía ser modificado, de manera que si estaba dentro del bolsón se debía a que era tan valiosa que nadie podía utilizarla. Pero allí volvían las dudas. Si realmente era tan valiosa, ¿por qué entonces no se citaba a una comisión para certificar su contenido? Yo no escuchaba de citaciones, memorandums ni nada por el estilo; es más, sobre la cinta habían caído otros documentos ¡y hasta nuevas cintas! ¿Es que todas constituían material valioso? O, lo que me temo, ¿no serían la prueba del desorden mental que gobierna el cerebro de su dueño, nuestro dueño?
El drama es que solo yo me doy cuenta de todo esto. Las demás cintas, lejos de angustiarse, parecen descansar, diríase que les resultó cómodo alejarse del barullo.
Así están las cosas.

jueves, noviembre 03, 2005

A tres zancadas de la víctima, pero hay algo

Verdeaban los prados serenos al caer la tarde. Los espinos se recortaban entre arreboles mientras sus ramas filosas vibraban levemente al contacto de las avecillas que acudían a ese refugio para vivir el natural momento del descanso. El paisaje entero se tornaba plácido. Hasta el testigo más arrebatado o pendenciero, impaciente, tosco, vulgar, envidioso, soberbio, vanidoso, no habría experimentado ante esa puesta en escena otra sensación que la certeza de un mundo sin crimen ni maldad, un mundo en el cual todas las cosas que habrían de suceder, sucederían perfectamente de acuerdo con un orden superior.
Un movimiento en contra sólo habría reforzado tal idea. La decisión maldita aparecería a los ojos de la comunidad como la excepción forzada de la regla ideada por algún loco enfermo de soledad.
Yo estaba allí, lavándome los pies en el arroyo, concentrado en mis manos dentro del agua cristalina, placiente ante el reposo del músculo y del nervio, cuando vi pasar a una niña campesina. Volvía de la escuela a su casita de adobe. Vestía su jumper de colegial y una camisita blanca remendada. Tendría diez, once años, usaba trenzas y caminaba con paso suave, sin detenerse, sin mirar hacia atrás, como si no existiera nada, como si nada le llamara la atención. Meses después me enteré por casualidad de su nombre: Vitalia Vilches, natural de Quebrada Honda.
Era tan fácil exceptuar la regla, estaba a menos de tres zancadas de la víctima, a la niña aún le quedaban dos jorobas de cerro para divisar la casa; pero, ¿habría con ello de cambiar el mundo? Y si lo llegase a cambiar por un instante, si llegase a volar una pluma, ¿era mi propósito el hacer que fuera así?
No es que la paz me cautivara y me hiciera cambiar de opinión; de hecho mi búsqueda del pecado era y sigue siendo incansable. El pecado está en mi naturaleza y no puedo ir contra ella, vivir sin pecar sería no vivir y yo a pesar de todo quiero vivir. No es el agrado lo que me hace vivir, no es la búsqueda de la felicidad ni del placer, es sólo que vivir es un estado obligatorio, ausente de razonamiento.
Creo que aquella tarde simplemente no estaba de ánimo para cambiar el mundo. Creo que comenzaba a hacerme viejo. De modo que la dejé pasar.

viernes, octubre 28, 2005

Lengüitas de erizo

En el Mercado Central había un local que vendía pescado fresco, pero muy caro. Había lenguado a seis mil pesos el kilo y albacora a 4800 pesos el kilo, la docena de lenguas de erizo costaba tres mil pesos. Al lado una señora vendía jengibre a 500 pesos. Yo tenía ganas de comerme unas lengüitas de erizo con limón e ideé la forma de hacerlo. Consistió en pasar frente al local, pedir un plato de lenguas de erizo con limón y echármelas a la boca. El día estaba claro, pero frío. Cuando ordené la cuenta la vendedora me dijo tres mil pesos. Yo miré disimuladamente a la señora que vendía jengibre y le cerré el ojo. Ella no entendió. Se lo volví a cerrar. Pareció entender algo porque se asustó, traspasó una cortina vieja y desapareció. Detrás del mesón de la pescadería la otra vendedora seguía con la mano estirada, molesta. En ese sector del Mercado quedaba poca gente ya que el grueso del público disfrutaba metros más allá de los platos que ofrecía Donde Augusto. El oscuro pasillo de las pescaderías estaba libre y conducía a la calle.
Saqué tres billetes de mil pesos y se los di. Caminé al otro local, traspasé la cortina y partí a cachas a la vendedora de jengibre. Los gritos se escucharon hasta en la estación Mapocho y salí limpiándome los dientes.

viernes, octubre 21, 2005

La sombra en la baldosa

Me lavaba los dientes cuando de reojo vi pasar una sombra en la baldosa. Giré la cabeza y la sombra había desaparecido. Era algo contra lo que no se podía luchar, pero no alcanzó a horrorizarme. Estuve durante una semana mirando los rincones cada vez que entraba al baño. Finalmente olvidé el asunto.

miércoles, octubre 19, 2005

Grandes rabietas

Mi primera rabieta fue a los dos años y medio. Cuando descubrí el engaño me acosté en el piso de tabla del living en posición fetal y largué el pataleo y el llanto. La casa se estremeció y la tía, que ya cerraba la puerta dejándome solo, tuvo que devolverse. Me decía mentiras y el pataleo cesaba; cuando se iba se nuevo, el pataleo volvía. Mi segunda rabieta fue a los tres años y un mes. Largué un llanto más calculado, menos efectivo. Cuando reparé en que todo seguía girando en la casa me guardé el llanto y lo deposité en alguna zona del cuerpo, como se guarda la energía en una pila atómica. Esa rabieta ocurrió frente a la ventana que daba al naranjo que oscurecía mi dormitorio. En un ángulo superior de la habitación siempre había una araña de patas largas gobernando el teatro de operaciones.
Yo no sería nada sin mis rabietas. Los peores crímenes los cometí luego de grandes rabietas, no en medio. El ajusticiamiento del Raúl, un sabandija que vestía sotana y se hacía pasar por hermanito de La Salle, fue después de una gran rabieta, ocurrida doce años antes. Le rajé la sotana de arriba abajo y lo dejé en pelotas, con los cocos colgando y asomándose de los calzoncillos con los elásticos vencidos. A su esbirro, el maestro Fernández, lo obligué a chuparle la raja antes de ensartarle un plumero en el poto. ¡Esa sí que fue rabieta!
Hubo una rabieta romántica: nevé copiosamente una tarde de otoño frente a los acantilados de Escocia, fenómeno que encabritó a dos corceles salvajes que quisieron arrojarse a las olas desde la orilla. Tuve en ese tiempo la capacidad prodigiosa de domesticar y confundir a la naturaleza, la había heredado del poeta chino Gan Bao, quien a su vez la aprendió de los magos Xudang y Zhaobing. Pero era un talento extrasensorial que precisaba ejercicio constante y en ese momento mi obsesión eran las prédicas a través de parábolas. Cuando quise retomar el poder ya había pasado la vieja.

lunes, octubre 17, 2005

El mundo se lo debe todo a la mentira


Por desoladas tierras altiplánicas a la hora de la muerte de la tarde, cuando el calor se volvía frío y el frío hielo, así trotaba siempre, como caballo remolón, estuviese en Chungará o en Calama o en Visviri o en Tambo Quemado. El norte es engañoso. Uno se confía y el norte le da la espalda, lo deja a uno moqueando, tiritando, juntando mano con mano, indefenso ante la noche. La noche del norte no ofrece nada. Compañía, nada. Sólo millones de estrellas, pero yo nunca viví de estrellas, yo necesitaba vencer, yo necesitaba ver al mundo prosternado ante el fulgor de mis ojos, necesitaba ganarle a esa cuidada indiferencia a contraluz que provoca el hecho de saberse ignorado, de saberse menospreciado por los ojos grises y acuosos de los imbéciles que me rodean.
A nadie nunca le importó lo que yo dijera, fuesen palabras absurdas o sabias. Yo una vez dije que el mundo le debe todo su progreso a la mentira pues se sustenta en ella, dije que la verdad es sinónimo de muerte, descanso eterno, hasta que se descubre que la verdad es mentira y el mundo entonces da un paso adelante; de allí que no hay que tenerle miedo a la mentira y sí hay que desconfiar de la verdad, pero dije eso y a nadie le importó. Dije también que si las aves tiran caca a la tierra al volar eso era bueno para las aves, puesto que a nadie se le ocurriría que esperaran el momento de pasar al ñoba, como hacemos tantas veces nosotros. Dije eso y ni siquiera se rieron.
Ahora voy a repasar un capítulo desconocido de mis Memorias, aquél en que fui golpeado. Era una noche de invierno y yo esperaba micro en la Alameda, cerca de la Estación Central, para ir a Macul. Tiempos duros. Dos hombrones venían a lo lejos y le dijeron una vulgaridad a una damisela que pasó por su lado. Entonces me vieron y los vi. La mujer les respondió con otra vulgaridad y siguió su camino. Yo era muy joven para darme cuenta de que estaba en peligro. No se puede confiar en dos hombres que andan juntos cuando han sido puestos en estado de vergüenza pública. No me preparé para el golpe en el hocico que me dio uno de ellos al pasar frente a mí, con el bolso de pan que llevaba en la mano.
Han pasado muchos años de esto y no se me quita la sed de venganza. Si los tuviera ante mí los mataría sin piedad. Pero antes les haría un recordatorio por el puro placer de escuchar sus excusas; me encanta oír a los culpables cuando se declaran inocentes por la TV. Es lindo.
Si todas las verdades que conocemos son mentiras y lo que deseamos es el descanso eterno, hallar por fin la verdad, entonces la muerte no nos basta. La muerte no sería más que otra de tantas verdades que vienen desde lejos...
(Ilustración: Sergio Mardones)

viernes, octubre 14, 2005

Mi padre siempre quiso ser linyera

Los obreros arrastraban un vagón de ferrocarril hacia la maestranza; algo le había pasado a la locomotora que no podía hacer el trabajo y el capataz estaba presionado por una orden llegada desde arriba muy temprano: había que tener la estación de Rancagua despejada y radiante al mediodía, hora de arribo del Presidente de la República. En esos tiempos el Presidente era Jorge Alessandri Rodríguez y en dicha ocasión inauguraba el primer tramo electrificado de la vía sur. El traslado era lento porque el vagón pesaba 34 toneladas. No era posible hacerlo andar a más de tres kilómetros por hora, menos de lo que camina un hombre. Sergio Gaete, el capataz, sudaba de terror. Faltaban 20 minutos para las 12 y el vagón no conseguía aún tomar el desvío hacia la maestranza.
-¡Pero a qué pedazo de imbécil se le quedó durmiendo el vagón en la línea 1! -gritaba.
El jefe de estación era Vicente Vergara y yo vendía sustancias en un canasto de mimbre. Veía que Vergara se paseaba nervioso y se comunicaba con las estaciones. "¿Pasó Linderos ya?... ¿sí o no?... ¿sí?... ¿ahora sí?... ¡vaya, qué cerca está!", luego salía de la oficina y comentaba, para darse aires, ya pasó Linderos. La gente, que abarrotaba el recinto, suspiraba en alta voz y el director de orquesta volvía a formar al Orfeón de Carabineros, prestado para la ocasión.
Lo que no sabía Vergara era que el vagón ni pensaba hacerse humo; cuando lo supo se volvió loco y empezó a darle diariazos en la cabeza al capataz.
-¡Toma, toma! -le decía.
De pronto se acercó a mí, angustiado, y me clamó al oído: "¿Podría hacer algo, dr.?" Yo sentí un cosquilleo y un escalofrío por la potente agudeza de su voz y me quedó sonando un pitito. Le respondí en mi idioma de esos días: el silencio. Le dejé encargado el canasto de sustancias a la señora Eulalia Ramírez, que vendía chilenitos, y partí caminando hacia el vagón, pisando durmiente por medio. Me fui pensando que los durmientes no están hechos para las pisadas humanas, el pensamiento me brotó de la intranquilidad grande que nació en mi espíritu al momento de pisar los durmientes. Si es durmiente por durmiente el paso se achica y es insufrible; si es durmiente por medio, se alarga. Si es durmiente con ripio, se rompe el ritmo. La sensación general es algo espantoso y no creo que haya otro motivo que ése para las serias patologías mentales que uno detecta en los linyeras.
Cuando llegué al vagón sólo exclamé háganse a un lado chuchas de su madre. Los obreros se arremolinaron en torno a la figura del capataz y yo empujé solo el vagón, lo hice avanzar a una velocidad prodigiosa hasta desaparecer junto a él bajo el techo sombrío de la maestranza.
Mi padre siempre quiso ser linyera, pero vivió y murió prácticamente entre cuatro paredes.

martes, octubre 04, 2005

El sepulturero

Los asuntos no son tan aleatorios como quisiéramos que fuesen. Aquel día yo deseaba ir a ese lugar y él no podía hacer otra cosa que estar ahí. De modo que no fue casual que me topara con Mario Ramírez. Hablo de una experiencia ocurrida hace bastantes años, unos 15 tal vez. Yo entré a tropezones, había bebido demasiada cerveza y el cabrito al horno no bastó para hacer el equilibrio. Me molestaban los zapatos puntudos como nunca; además la garúa se tornaba insoportable. Mario Ramírez trabajaba en un foso. Le pregunté cómo se llamaba.
-Me llamo Mario Ramírez -me dijo, alzando la vista.
-Qué haces.
-Un encargo de la familia Peralta.
Me habían contado durante mi gira austral que la familia Peralta era una de las más ricas de Punta Arenas. Eso no concordaba con el trabajo que hacía Mario Ramírez. Una cosa de poca monta, no había que estar bueno y sano para advertirlo de inmediato.
-Pero es un simple hoyo en la tierra. ¿Quieres una cerveza?
Mario Ramírez miró su reloj, se asomó a la superficie, oteó bien el horizonte, como si lo vigilaran, y subió. Caminamos entre el desfiladero de pinos y nos fuimos al bar del frente, donde me contó su vida.
Me dijo que de niño había trabajado en el cementerio y que el oficio de sepulturero tenía sus bemoles y no lo desempeñaba cualquiera. "De entrada hay que tener cuero de chancho, dr. Vicious, porque a veces hay que echarle tierra a un niñito y las mamás no quieren dejarlo solo, y a veces se agarran hasta con las uñas al cajoncito blanco. Entonces yo tengo que tener paciencia y esperarlas un rato. Después me las arreglo para recibir una o dos luquitas mientras le doy a la pala". Otra cosa que me dijo fue que le gustaban las canciones de Ramón Aguilera y que había sufrido suficiente cuando se enteró de su muerte, tanto que lamentó no haber estado en comisión de servicio en el cementerio de El Monte para organizarle una sepultura de honor.
-Cómo es eso de la sepultura de honor.
-El mango de la pala se forra con género negro.
Como a la cuarta cerveza le reiteré que me había llamado la atención el hoyo que hacía. Entonces se acercó a mí y me contó un secreto, eso dijo, un secreto.
-Supiera usted dr. Vicious lo que estoy haciendo... estoy haciendo un laberinto, pero eso no lo puede saber nadie. Me pidieron que hiciera un laberinto subterráneo para casos de emergencia. El túnel empieza en la cripta de la familia Peralta y tiene que dar al patio de la mansión del señor Peralta. ¿Supo usted la tragedia del señor Peralta?
Le dije que algo había escuchado sobre el reciente suicidio de su bella hija. Asintió, echándose el vaso a la boca.
-Yo no sé por qué estoy haciendo esto, yo no debería contarle a usted, dr. Vicious.
Mario Ramírez se echó a llorar como un niño herido y tímido sobre la mesa, incluso casi derriba los vasos y las botellas; lloraba suavemente, sin consuelo, aterrado por la culpa de la complicidad. Intuia cuál era realmente su trabajo y su alma se agusanaba mientras el alcohol de la cerveza le aclaraba las ideas. El pecado resplandecía en la superficie de una mesa cubierta de botellas y vasos babosos de espuma. Yo me levanté despacito y le susurré al cantinero antes de volver a la calle:
-Él invitó.

jueves, septiembre 29, 2005

Mi amigo Harry

Harry el paralítico despertó cinco minutos más tarde de lo acostumbrado y se asustó mucho de eso. Cinco minutos es demasiado tiempo cuando las cosas deben andar bien. Como pudo bajó de la cama y se arrastró a la cocina, las huinchas del somier quedaron sonando y Harry estaba aterrorizado de sólo pensar en despertarlo. Encendió el hervidor eléctrico y se encaramó en el pisito para sacar la taza y el platillo pero con los nervios se vino abajo con piso, taza y platillo. Qué fue eso Harry, le preguntó una voz ronca desde el dormitorio. Lo eché todo a perder Brayan le contestó Harry con su voz de cañería hueca, a punto de ponerse a llorar. Te dije que no hicieras ruido, infeliz, la voz iba creciendo porque se iba acercando con cuerpo y todo, Harry lo vio del suelo y su instinto le ordenó taparse con las manos justo cuando el palo de la escoba le llegaba a la cabeza. Recoge y limpia, recoge y limpia infeliz, le daba otro palo menos violento, algo así como el palo del estribo, menos violento porque el hombre volvió sus pasos y se metió al baño. Harry debía tener la ropa limpia en la cama, los calcetines cada uno dentro de un zapato y el pan tostado con el huevo hervido a punto y la bolsa de té fuera de la taza. El sincronismo solía jugarle malas pasadas y era usual que Harry se llevara entonces la segunda frisca del día, lo que esta vez aconteció debido al humo que salió de la tostadora cuando el pan se empezó a requemar. Cuándo vái a aprender, huevón tonto. Brayan comía con la boca abierta y le mandó una cachetada en la sien, que Harry aguantó en silencio. Se echó un par de pedos mientras hojeaba una revista, Harry quiso contener la risa ante "la chistosa salida" de su amo pero no pudo. ¿De qué te reí chancho cochino, no veí que me dieron ganas de cagar? Pasa no más Brayan, ya saco altiro el tarro con los papeles, pasa a sentarte no más, está listo el baño.
Harry limpiaba la mesa cuando oyó vaciarse el agua del estanque. Sabía lo que venía.
-Ven a chuparme el pico, cojo culiado.
Harry se afirmó de los bastones y corrió al baño. Más rápido, mira que estoy atrasado, más rápido Harry más rápido; estando los bastones en el suelo se afirmaba en las caderas del hombre que a su vez le empujaba la cabeza hacia la pelvis...
-Límpiame la callampa con papel confort, me tení hasta la coronilla, cojo de mierda.
Brayan Órdenes se echó loción Williams en la barba recién afeitada y salió dando un portazo. No se dio cuenta de que la cocina se estaba incendiando ya que Harry la dejó encendida con el paño de platos sobre la tostadora. ¡Ah chucha se está incendiando la casa! gritaba Harry y se lanzó sobre el paño hasta que las llamas cesaron. Se echó crema Lechuga en las quemaduras y encendió la radio para escuchar a Pablo Aguilera mientras hacía el aseo. Cuando salió a la feria lo vio la señora Francia y le preguntó qué le había pasado. Nada señora Francia, me quemé un poco de tonto que soy. Vaya a ver al doctor Harry. Si no es nada. Cuídese de ese hombre, Harry. No diga eso señora Francia. Ese hombre es malo, Harry. No señora Francia, me cuida. Lo he visto con mujeres de mala vida Harry. No señora Francia, serán amigas. Lo he visto vendiendo paquetitos a los autos que se estacionan allá en la esquina. Imaginaciones suyas señora Francia. Yo qué me meto, yo le decía no más, no vaya a contarle a él.
A mi amigo Harry le pasan cosas así todos los días.
Una noche que llegué de improviso a visitar a Brayan, Harry estaba danzándole cubierto de tules, le bailaba La danza macabra y Brayan se reía de lo lindo porque Harry se había disfrazado de la muerte. Desde el sofá Brayan mandaba patadas al tuntún que hacían volar las muletas del bailarín, pero Harry seguía artisteando desde el suelo como una culebra maldita de Chretien de Troyes. Tenía las cejas pintadas como malo y un rojo bajo los ojos. Otra noche, era el mes de febrero, Brayan me invitó a cenar. Había varios amigos en la mesa y jugábamos Carioca.
-¿Dónde está Harry? -le pregunté.
Brayan palideció. Al despedirse me confesó que sólo yo sabía de su existencia y por eso en aquellas ocasiones lo metía al closet con prohibición estricta no sólo de hablar, sino de moverse.
Brayan era a pesar de todo no un mal tipo. Le gustaba el cuarteto de cuerdas de Borodin pero nunca se duchaba, de modo que el olor a sobaco en su minúsculo departamento de Miraflores era insoportable. Cuando se emborrachaba hacía escenas. Harry pensó un montón de veces lanzarse del séptimo piso pero su amor por Brayan era verdadero y ante eso no había nada que hacer.