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miércoles, noviembre 29, 2006

Tres variaciones sobre "El monje negro"

Variación I 
Una risa incontenible 
Somos la repetición de otras vidas, de otras fantasías. No es que no haya nada nuevo bajo el sol, sino que además no hay nada nuevo en las sombras ni en la corriente sanguínea. Leía el cuento "El monje negro", de Chejov, e inevitablemente mi imaginación lo comparó con el caso de Danilo Hevia, el muchacho de La Pintana que salió hace unos días en el diario. El monje negro de Danilo se llamaba Brayan, según reveló a la policía el botillero Claudio o Carlos Bernal, no recuerdo bien el nombre, pero sí el apodo: El profeta. Esa noche Danilo entró a la botillería y pidió dos Becker. El profeta declaró que en el local el adolescente comenzó a hablar con alguien invisible. Ambos, el de carne y hueso y el fantasma, dialogaron acerca de la felicidad hasta que se hizo de noche y el local cerró. En "El monje negro" el joven y prometedor abogado ve surgir de las aguas a un monje vestido de negro que lo llena de una felicidad irracional al irle revelando uno a uno consejos que parecen salidos tanto de un gran libro sagrado como de lo más profundo de la mente del abogado. La trascendencia hecha palabra y generada por el propio yo, pero venida de labios de un tercero, es una sensación que desquicia y que no pocos teóricos de la estética asocian con el papel que cumple el artista en la sociedad. Eso es la ficción, el cuento del ruso. En la realidad Danilo ha resultado presa de una risa incontenible, producto, se ha sabido en la nota policial, de su afición al neoprén. Tengo mis reservas. Sospecho que la risa incontenible de Danilo nace de descubrir, merced a los efectos del neoprén, los orígenes de la felicidad. La felicidad, según mi teoría, radica en una chispa de hierro incandescente que proporciona una energía desmesurada al organismo. La chispa va acompañada de una sensación de bienestar, bondad y unión con las personas y el universo entero, más allá incluso del espacio y de los tiempos. Pero la ficción supera a la realidad. Mientras la nota del periódico no genera sino una leve reflexión a la hora del desayuno, leer "El monje negro" provoca un profundo desbarajuste emocional y uno queda varios días con el personaje atrapado en la cabeza, como si un ser diminuto se enredara en los cabellos, bajara por un filamento y se pusiera a recorrer el laberinto de los sesos. En cualquier momento y desde cualquier rincón se le podría aparecer a uno su propio monje negro y el resultado de ese pensamiento es la pesadumbre. Los negocios suelen marchar a medias y la vida familiar decae. El gran problema del monje negro es que los consejos que da son buenos, pero impracticables, de allí el caos mental que alimentan sus visitas. A Danilo su chispa incandescente llegó para ayudarlo "a romper las grandes cadenas". La chispa Brayan le decía que él era diferente, "no como los demás", que lo quería "más que a un hermano" y que lo iba a salvar, "porque ni Cristo te va a salvar", le decía, según contaba él mismo a sus amigos. Decía también que el Brayan se le parecía físicamente y que cuando escuchaba sus inflamados discursos llenos de buenos deseos se ahogaba de felicidad. Pero eran palabras vacías: cuando Danilo sufría ataques de pánico causados por la droga su propio monje negro nunca estaba; se escondía. Y por eso con los días le vino un rencor hacia él. Los tres angustiados que fueron interrogados declararon a la policía que Danilo partió esa noche junto con ellos al cerro San Cristóbal a sentir nuevas sensaciones. "Hablaba solo y cuando saltó una reja y se metió a unos matorrales se puso a pegarle combos a un árbol y después a la tierra". La mañana siguiente fue encontrado muerto, despedazado, no se sabe si por hombres o animales, con una mueca en los labios. Los angustiados continúan detenidos. La causa criminal está en pleno desarrollo.

lunes, noviembre 27, 2006

El especialista

La segunda vez que estuvo en peligro su vida, Douglas Marambio P. no sufrió daño físico alguno, pero quedó con secuelas. Ingiere medicamentos antipánico y consulta al siquiatra cada vez que su presupuesto se lo permite; esto es, unas tres o cuatro ocasiones en el año. La historia de la que fue testigo y personaje secundario es bien conocida en el pueblo de Doñihue, del cual emigró al día siguiente de ocurrido el episodio. Diríase que hasta el día de hoy y por esa sola razón, Marambio P. se empeña en ocultar su paradero, a pesar de que si alguien quisiera saberlo le bastaría investigar en el Google: ningún ser pensante podría no estar en ese buscador. Aún así, ha hecho todo lo posible por ocultarse de los ojos del mundo: borró su nombre de la guía telefónica y se retiró el colegio donde impartía el ramo de Artes Plásticas para concentrarse en dictar lecciones particulares.
A mí la historia me la contó mi doctor, a quien veo ocasionalmente desde hace unos 20 años. Mi doctor es siquiatra, el mismo que atiende a Douglas Marambio P. A veces, al finalizar la hora, nos quedamos conversando y el doctor me habla de los traumas que aquejan a sus pacientes e incluso de los problemas que le pesan a su propio espíritu, siendo el más recurrente, en el caso suyo, la desilusión que ha experimentado por su especialidad a medida que pasa el tiempo. Últimamente me comenta que se ha tornado cada vez más escéptico en lo referente a la cura de los males mentales tanto a través de la terapia sicoanalítica como de la que pregona el triunfo de la química. Hoy por hoy la siquiatría es para él un laberinto en cuyo centro hay una mina de oro; sin embargo, sabe que para encontrar la salida debería necesariamente marchar en dirección contraria al centro, y ésa es su paradoja.
Recuerdo como si fuera hoy el día en que conocí las circunstancias que marcaron para siempre la vida de Douglas Marambio P. La pieza estaba en penumbras y la secretaria ya se había marchado. En la consulta sólo quedábamos el doctor y yo. Me ofreció un cigarrillo -yo en esos tiempos fumaba- y se explayó. Se notaba nervioso, me daba la sensación de que actuaba como si deseara desprenderse de algo sumamente inquietante. "¿Viste al paciente que salió antes de ti?", me preguntó. Le dije que no me había fijado, que hojeaba una revista cuando se marchó. Pero no era verdad: lo había visto y recordaba nítidamente sus ojos vivaces y asustados, que miraban en todas direcciones, sus ojos de terror que investigaban por debajo de la piel de las cosas, buscando algo inmaterial que pudiese estar escondido del entendimiento humano.
"Me ha relatado un caso extraordinario y la verdad es que no sé qué hacer con esa información. No creo que jamás acudamos a la policía, ni él ni yo. Te la daré a ti porque, te digo la verdad, querido muchacho, necesito sacarme esto de encima". Sus palabras me sobresaltaron y estuve a punto de dejar la conversación hasta allí y marcharme de la consulta, pero mi curiosidad pudo más.
Douglas Marambio P. le había confesado que el 14 de noviembre de 1964; o sea, doce años antes de acudir a la sesión, había sido testigo de un crimen en el que había participado mucha gente.
"Él esperaba que lo atendieran para cobrar un cheque en el Banco del Estado cuando notó que Don Remigio Vega, dueño de Abarrotes Vega, recibía mucho dinero en el mesón; fajos y fajos de billetes, una cantidad extraordinaria, fuera de lo común para el pueblo. El comerciante, de unos 68 años, vestía camisa de manga corta a cuadros y lucía brazos velludos. Douglas Marambio P. pensó al verlo que Don Remigio representaba menos edad y que le gustaría llegar así a los 68 años: con buena salud y harto dinero. El hombre contó los fajos, no los billetes, y los echó a un maletín de cuerina que apenas pudo contenerlos", relató el doctor, quien fumaba para aplacar los nervios. El sudor de su frente brillaba en la penumbra.
El doctor me dijo entonces que interrumpió a Marambio P. para preguntarle por qué el comerciante no había tomado precauciones, como cobrar en una salita privada. Marambio P. le hizo ver que los bancos de pueblos de provincia no disponían de esos habitáculos y además le recordó que en esos tiempos ni siquiera existía el método de ordenar a los clientes en una fila. Encima era día de pago al magisterio y el caos de la oficina era espantoso.
"Apenas Don Remigio se echó el dinero al maletín, Marambio P. advirtió que el comerciante era vigilado al menos por cinco individuos, ninguno de los cuales había sido visto nunca en el pueblo. Don Remigio debió de advertir lo mismo, porque los miró repetidamente antes de abandonar el local", continuó el doctor, pero en este punto de la historia se vio obligado a ir por una botella de whisky que escondía en su escritorio. "Podría argumentar que es buena hora para el aperitivo -me dijo- pero la verdad es que de otra manera no podría contarte lo que sigue". Acto seguido me ofreció hielo -rehusé- y sirvió dos vasos, el suyo con tres o cuatro cubos. Le sugerí que una marca de esa categoría se disfrutaba mejor sin hielo, pero él no me escuchó. Se echó un trago abundante a la boca. Estaba ansioso por continuar.
Lo que sigue de la historia es tan bestial que, tal como Marambio P. y luego mi siquiatra lo han hecho a su manera, yo he necesitado escribirla para sacarme ese peso de encima. Mis lectores heredarán mis fantasmas.
Don Remigio intentó salir fugazmente por la puerta principal, pero se devolvió al comprobar que sería acorralado. Ya la gente se daba cuenta de que su bolsa estaba en riesgo, pero la sola idea de un asalto a mano armada cohibía a los testigos, Douglas Marambio P. entre ellos. El comerciante cometió entonces un error garrafal: en vez de dejar su tesoro nuevamente en manos del banco prefirió escabullirse por una puerta lateral, que daba a un patiecito de piso de tierra, con dos naranjos que le hacían sombra y un alto muro de adobe como taco. Allí cavó su propia tumba. Los cinco bandidos lo rodearon y sin decirle nada se dispusieron a robarle el maletín. La gente había salido al patio y contemplaba la escena sin acertar a nada. En el lugar no volaba una mosca. A punto de perderlo todo, a Don Remigio le afloró una audacia temeraria y sacó a relucir un cortaplumas. "A mí no me llevan solo, gritó, a mí no me llevan solo". Los malhechores se apartaron como se reorganizan las hienas, para volver a atacar.
Mientras, Don Remigio estudiaba a cada uno de los testigos para decidir a quién elegía para tomarlo como escudo humano.
"Aquí fue donde Douglas Marambio P. se quebró en la consulta -mencionó el doctor- pues me confesó, temblando, que en el patio bajó la vista y cuando la volvió a subir sintió la mirada de Don Remigio clavada en sus ojos".
-¿Y qué sucedió entonces? -le pregunté, ya contagiado por los nervios.
Los dos vasos estaban vacíos. Volvió a llenarlos.
-Don Remigio se le fue encima a Marambio P., pero cuatro de los cinco malhechores lo redujeron antes de que pudiese siquiera maniobrar el cortaplumas. Lo pusieron boca abajo y llamaron a un tal Juanito. Marambio P. nunca olvidó ese nombre, Juanito, un hombre que al parecer había sido contratado especialmente para faenar al comerciante, ya que el plan original de los asaltantes siempre fue robarle el dinero y matarlo. Con la destreza de un especialista, Juanito le practicó de entrada dos cortes certeros en el tungo con un cuchillo despuntador y luego, cuando Don Remigio todavía pataleaba con frenesí, le rajó la camisa y le abrió la espalda desde la nuca hasta la zona de los omóplatos, con un cuchillo carnicero. Los testigos miraban con la complicidad que otorga el espanto, sin reaccionar. Los cuatro asesinos mantenían a su víctima firme contra el suelo, pero el que realmente hacía el trabajo era el especialista, un trabajo frío, impecable, callado y placentero, pero sin la menor demostración de goce o mejor dicho, sintiendo el goce que experimenta el artífice anónimo por su obra. De pronto, cuando el cuchillo seguía bajando en dirección a la región de la cintura, todos oyeron un suspiro. Don Remigio cantó "ay" y se le fue la vida. Fue un quejido tan humano, tan débil pero tan claro, breve y definitivo, que todos los presentes se estremecieron, menos el especialista, quien sólo atinó a interpretar dicha señal como el término natural de su labor. Los bandidos desaparecieron y los testigos comenzaron a acercarse al cadáver, para verlo mejor.

domingo, noviembre 12, 2006

El mendigo en el ocaso

El mendigo se pasea de un lado a otro. Amenaza al mundo con su brazo derecho, su puño cerrado y un gesto de rabia, que acompaña de una frase ininteligible. Tiene frío, anda sin zapatos. No es viejo, pero lo parece. El rostro aceitoso propio de los mendigos locos lo avejenta. Bañado y afeitado sería un hombre de tantos, más que eso, un hombre sobre la media. Sus rasgos originales equivalen a los de un ser apuesto: nariz recta, ojos fuertes, pelo ondulado, hombros anchos, piernas largas. La traición está en algún lugar de su mente; la derrota de la medicina y de la sociedad se alojan en ese sector escondido de su cerebro.
Hay un loco llamado Orestes que de mendigo mutó a empresario. Retomó sus estudios universitarios, que había dejado interrumpidos cuando lo aquejó un brote sicótico, y los terminó con éxito. Se recibió de ingeniero civil y a los pocos meses se hizo dueño de una empresa exportadora de sustancias químicas. Firmó un contrato y comenzó a enviar las sustancias a China. Al año se vio obligado a aprender chino. Tres años después contrajo nupcias con una ciudadana de Beijing, Yin Lao-tsu. La chinita le dio tres hijos: Orestes Jr., Confucio y Homero. La empresa se terminó instalando en la China y quince años después Orestes recibió la ciudadanía del país de Mao, por gracia. Fue infiel tres veces, con Pi, Mi y Li, tres hermanas que residían en Hong Kong. Al momento de su retiro fue entrevistado en un programa de variedades de la Televisión China. Ante la pregunta "¿Cuál fue el momento clave de su vida?" respondió: "Cuando me vine a China". Camino a casa se sintió culpable ante sí mismo por haber faltado a la verdad, pues pensó con toda honradez que el momento clave de verdad fue haberse casado con Yin Lao-tsu. Ni se le ocurrió pensar en el cambio de mendigo a empresario. Lo invadió en ese instante una rabia inmensa y decidió amenazar al mundo con el brazo derecho en alto y el puño cerrado.
Con ese gesto -sintomatología típica del mal llamado ocaso- lo sorprendo en la calle. Me acerco a él, lo miro a los ojos y le regalo una moneda de 500 pesos. Al parecer lo he logrado sacar de sus delirios, pues su furia acaba como por encanto -el encanto del dinero, el encanto del cariño-. Me da las gracias y una leve, escondida sonrisa le surge desde el interior, acompañada de una reverencia oriental.

viernes, octubre 13, 2006

Retratos de hombres solitarios

"Retratos de hombres solitarios", exposición a la que tuve el gusto de asistir días atrás en la galería Atlas, del pasaje Matte.
"Escritor ansioso". Se ve en el cuadro a un hombre de barba, unos 55 años, rasgos de Bogart, sentado ante un computador. En la mesa no hay cenicero y sí un estuche de lápices. Su pieza es amplia y oscura. De fondo puede apreciarse un equipo de música. Una lucecita verde delata que el equipo está encendido. La ansiedad se expresa en la mirada, fija en la pantalla. La mano izquierda le afirma la barbilla; la derecha descansa a un costado del teclado.
"El caminante". Un hombre bajo y semicalvo camina por una amplia oficina, hacia la puerta. Uno de sus hombros está ligeramente más inclinado que el otro. Se aprecia tranquilo, relajado, absolutamente seguro de sí mismo, pero ello es el producto de la genialidad del trazo del artista, quien, tras una segunda visión de la pintura, nos revela un dato fundamental, apenas perceptible: el hombre va mirando hacia el suelo. La tranquilidad troca en hondo dramatismo, en presagio de una tragedia.
"El parroquiano". Un hombre barbado y de lentes se toma un cortado en el Café Haití. Está solo en la barra, pareciera esperar a alguien. En el lienzo aparece junto al café un vaso de soda a medio consumir. Retratado en perspectiva aérea se van viendo a lo lejos los demás personajes del local: un anciano con sombrero alón y corbata multicolor, un hombre con bigote a lo Hitler, un empresario del boxeo, una pareja conformada por un hombre bajo y canoso y una rubia despampanante y algo entrada en años, un grupo compuesto por un hombre rubio de ojos verdes, otro alto y algo barrigón (con un bolso al hombro) y un tercero regordete, con lentes de mucho aumento y sandalias en vez de zapatos. Afuera, la gente desfila por el paseo peatonal.
"El lector compulsivo". Un hombre cercano a los 40 años, completamente calvo, de rostro aguzado, lee en un rincón de un restaurante. Es la hora del almuerzo y a su lado se puede apreciar a un grupo de oficinistas que comen y ríen. El lector afirma el libro con su mano izquierda en la cubierta de la mesa mientras con la derecha trincha un pedazo de carne, que en la imagen aparece a medio camino entre el plato y su boca, que aún está cerrada. Del cuadro parecen emerger ondas sonoras, correspondientes a carcajadas estentóreas y ruidos de tenedores y cuchillos sobre la loza, sensación que vuelve aún más solitario y diríase despectivo hacia el mundo entero el acto de leer.
"La película". Contra el fondo de una pantalla desmejorada que exhibe Lo que el viento se llevó se recorta la silueta de un espectador, uno solo, en medio de la vieja sala. El pintor se concentra en los rostros gigantescos de Clark Gable y Vivien Leigh, rayados con hilillos negros. Del espectador sólo se muestran sus hombros y la cabeza, levemente inclinada hacia arriba. En la pantalla no se lee ningún subtítulo. Al costado derecho de la sala se dibuja en rojo intenso la palabra exit dentro de un letrerito mínimo. La cortina, debajo del cartel, más que verse, se adivina.
"Reo rematado". Detrás de unos barrotes, que ocupan la mayor parte de la tela, el artista nos regala el ojo hambriento de un reo de alta peligrosidad en su celda solitaria. Las paredes están cubiertas de mensajes escritos con tiza, lápiz de pasta, lápiz grafito y hasta con caca parece que estuviese dibujado un par de ellos. El instinto asesino del preso queda al descubierto por el brillo del ojo: es desmesurado para la luz del ambiente.
"El aprendiz de romántico". Un hombre de unos 50 años lee un mensaje que le ha escrito su amada. Está de espaldas y unos audífonos cubren sus oídos. El fondo del cuadro es la pantalla del pc en la que priman los colores azules y celestes. Hay publicidad en los bordes y el correo parece ser hotmail. No se aprecia remitente, pero sí el contenido del mensaje, escrito en letras mayúsculas: YO TAMBIÉN TE EXTRAÑO.

martes, octubre 10, 2006

Dos actores frente a frente

Hoy vi al Doctor Mortis. Me estiró los brazos desde su cama de hospital. Parecía un pájaro ansioso de cariño, atado a la cama con una correa que le impedía escaparse, como hubiese deseado hacerlo cuando el cuerpo le respondía, no hoy.
Dijo que me amaba y quiso llorar.
Recordé a Martin Landau emulando a Bela Lugosi; yo era el dr. Vicious emulando a Tim Burton. Dos actores frente a frente, él menos actor que yo o más, si ser actor es compenetrarse tanto del papel que uno se olvida que actúa.
Él no actuaba, yo sí.
Pero yo, ¿actuaba o siempre he sido así, cariñoso y calculador? ¿Es eso actuar? ¿Actúa el asesino, juega un papel cuando mata o sólo mata? ¿Es el mundo entero una reunión de actores que se las baten a medio morir saltando con sus roles?
Tal vez cuando muera, el Doctor Mortis se llevará a la tumba un buen recuerdo de su tocayo el dr. Vicious; mas me temo que tal como lo proclamó en su cama de hospital, ni la muerte ni la vida existan y haya sido él la suma de una conjunción de planetas olvidada en el tiempo.

miércoles, septiembre 13, 2006

Haciendo el bien

(Una esquina de un pueblo de provincia. Está a punto de llover.)
-Levántate, gusano.
-¿Ah?
-¡Levántate, levanta el cuello de una vez!
-Perdón...
-Pareces un jorobado.
-Sí, es verdad...
-Pareces un caracol que se arrastra por el suelo.
-A veces encuentro billetes, soy especial para eso.
-¿Te hiciste millonario encontrando billetes?
-No, me han servido a lo más para gastarlos en hot-dogs.
-Mírame a mí. Échale un vistazo a mi saldo de Redbanc. ¿Lo ves? ¿Te fijaste? ¿Sabes el secreto?
-¿Mirar siempre al cielo?
-No, imbécil. Mirar hacia el frente... ¡Enderézate!
-Me cuesta. Me enderezo y no sé cómo, pero ya estoy encogido otra vez. Me sienta mejor andar así, ya me acostumbré. Es que, ¿sabe? No me hallo erguido, me imagino que soy creído, y yo no soy creído.
-Naciste looser y morirás looser. No vayas a salirme con que no te lo advertí.
-Gracias... sí... es verdad... usted no ha sido el único... gracias... trataré.
-¡Trata! Camina como yo. ¡Trata de verdad! ¡Verás que lo puedes lograr!
-Gracias... sí... trataré... lo prometo... trataré.
-Así me gusta. La próxima vez que te encuentre en la calle te cobraré la palabra. Ay de ti si te pillo gibado, ¿entendiste?
-Sí, je, je... gracias... sí entendí... gracias... así lo haré.
-Me voy, debo ir al banco... ¡Eh, no te vayas todavía, espera un poco!
-¿Sí?
-¿Te quedó claro? ¿Tomaste nota del consejo? ¡Es un consejo sano!
-Sí... sí... tomé nota... por supuesto.
-Bien. Ensaya desde ahora mismo... ¡Y ahora, vete!
-....
-¡¡¡Enderézate, gusano!!!
-... Sí.... sí...
(Ése no va a cambiar nunca. ¿Qué saco con gastar mi tiempo haciendo el bien?)

martes, septiembre 12, 2006

En la cuerda floja

Querida hija. Te juro que esto que te relataré a continuación es la pura y santa verdad. Sucedió en la primavera de 1957 y me lo contó una persona de fiar. Como te decía, tuvo lugar en la Plaza de los Héroes de Rancagua durante la primavera de 1957, la fecha exacta no la tengo, pero debió ser cargada para octubre. La cuerda floja unía la torre oeste de la Catedral con la azotea del Liceo de Niñas en su borde norponiente y según la persona de la que te hablo, tu tío Antonio (Q.E.P.D.) quien estuvo allí y fue testigo fiel de los sucesos acaecidos, la cuerda estaba más tensa que floja. Y no hablemos de tensa, hablemos de súper tensa. Era como una línea de fierro que subía desde el Liceo a la Catedral.
Zach Colino cumplía una semana de visita en Chile, promoviendo una película circense cuyo nombre no logro recordar, creo que se llamaba "El gran circo", con las actuaciones estelares de Victor Mature, Vincent Price, Rhonda Fleming y otras estrellas. La breve gira de Zach Colino por el país había incluido Viña del Mar, Valparaíso, Quillota y la provincia de O'Higgins, escogidas por el productor seguramente por ubicarse todas cerca de Santiago. Al día siguiente Zach Colino debía viajar a Lima desde el aeropuerto de Los Cerrillos.
Pues bien, a esa hora de las ocho de la noche, en el momento en que toda la gente pensaba que Zach Colino comenzaría a subir por la cuerda floja hacia la Catedral, una mujer mayor de edad con una faldita de ésas que usan las tenistas se le adelantó. Las opiniones se repartieron entre el público. Hubo quienes aseguraron que se trataba del "aperitivo" de la jornada. Se lo hicieron ver a sus hijos y aplaudieron efusivamente. Otros especularon con la hipótesis de un escándalo destinado a causar sensación; decían que la idea que los organizadores querían dejar flotando en el ambiente era que la artista rancagüina le estaba robando el show a Zach Colino. Era Zingarella, ¿la recuerdas, hijita, esa que actuaba en el circo Frankfurt? Finalmente hubo también quienes pensaron en un número especial, un dúo en la cuerda floja, y los hechos casi les dieron la razón a éstos últimos, aunque según el tío Antonio el asunto nunca se llegó a aclarar.
Salió Zingarella y la sorpresa se convirtió en murmullo y luego en gesticulaciones, codazos entre la gente. Era de noche, como te decía, pero un foco se encargaba de iluminar a los artistas. Y justamente por ese efecto de rayo que disparaba desde abajo, los espectadores de todas las edades, que subían del millar, notaron con toda claridad que a Zingarella le faltaba su prenda más íntima. Las especulaciones se desviaron entonces hacia la depravación o su alternativa, el simple olvido producto del nervio.
En esos tiempos, como recordarás, hija mía, las mujeres no se depilaban sus vergüenzas, porque a nadie le cabía en la cabeza mirar con desparpajo esa zona de sus cuerpos, salvo a sus maridos o a sus amantes, y dentro del lecho. De modo que la visión de Zingarella en las alturas, desde la calle, se convirtió en un inesperado festín para el público, pero un festín que debió reglamentarse con rapidez. Todo fue tácito, no hubo necesidad de palabras. Las mujeres les taparon los ojos a sus pequeños y se los llevaron de inmediato para la casa, vociferando palabras que denotaban sensaciones de odio, desprecio y amargura. Unas pocas lograron arrear a sus maridos. De aquéllos, sólo algunos volvieron la vista. Los que se quedaron no hicieron mofa de los que tuvieron que irse; no había tiempo: el show estaba calculado para durar unos tres minutos, lo que dura la travesía en cuerda floja desde el Liceo a la Catedral.
El tío Antonio contó que a su parecer Zigarella estaba bebida, no tanto como para no poder cruzar, pero sí lo suficiente como para hacerlo con demasiada lentitud. De un rincón surgieron los primeros caballazos. Los piropos se fueron transformando en insultos procaces, la multitud se iba enardeciendo y desde lejos, a unas cuadras de distancia de la plaza, las madres y sus hijos escuchaban el eco de un griterío parecido al que generan las rechiflas en el estadio Braden durante un partido del O'Higgins. Zingarella no parecía estar consciente del fenómeno que estaba provocando 18 metros más abajo, lo que demostraría que lo suyo había sido simple descuido.
Hasta el momento he sido muy cuidadoso en el relato, hija mía. Trataré de extremar mis cuidados para contarte lo que viene. Te aseguro que las cosas sucedieron así. Tú sabes que el tío Antonio nunca fue dado a exagerar ni a mentir.
No se supo por qué, pero el hecho fue que Zingarella no había cumplido ni la mitad del recorrido cuando Zach Colino pisó la cuerda y avanzó hacia la Catedral. Llevaba la vara típica en sus manos y vestía un pantalón blanco ceñido al cuerpo, similar al de los bailarines de ballet. Su tórax al desnudo, su bigotillo y su peinado a la gomina resaltaban su figura varonil. El público, ya enfervorizado por el espectáculo que les regalaba Zingarella, aulló de placer con la entrada del hombre. Zach Colino exhibía una destreza sin igual en el arte de caminar por la cuerda floja, de manera que pronto, y sin pretenderlo, se fue acercando a la artista rancagüina. Para colmo, la súper tensión de la cuerda resultó ser en todo caso bastante inferior a la fuerza de gravedad: el peso de los cuerpos los acercaba naturalmente a ambos y de ello Zach Colino y el público se daban cuenta; Zingarella, no tanto.
Hija mía, presta oídos a los hechos que el tío Antonio me narró a continuación pero no oses desprender de aquéllos una enseñanza que los relacione y los formule a través de una conducta personal, pues si bien el instinto es la verdadera madre de todos los vicios en un animal inteligente, lo que lo convierte en pecado no es su conocimiento sino sucumbir a su llamado de una manera razonada.
Pudo ser el desgaste por el uso o acaso la excitación ante lo que sus ojos contemplaban delante de él, que eran las nalgas voluptuosas de Zingarella, lo cierto fue que de pronto el pene, sí, el pene de Zach Colino saltó hacia la noche de la Plaza, debido a un resquicio en la costura del pantalón blanco. Los bramidos de la multitud llegaron a decibeles impensados para una ciudad de provincia; algunos de los presentes se fueron detrás de unos árboles y se entregaron a bajos deseos, pero siempre mirando hacia arriba; otros alentaban al dúo a la unión carnal y había quienes contemplaban en silencio; el tío Antonio entre éstos últimos, si se les da fe a sus palabras. El foco ahora reunía a los dos artistas, muy cerca el uno del otro; la primera bastante más alta que el segundo.
Cuando Zingarella sintió el primer roce, como de una pelotita de carne entre sus nalgas, trató de controlar su paso para no caer, al tiempo que se le deslizó un gritito agudo que pasó inadvertido para la multitud. La dotación del miembro viril de Zach Colino era la de una persona común y corriente, lo que alegró la siquis de los hombres rancagüinos, siempre tan acomplejados del tamaño de su ciudad respecto del porte de los grandes edificios de la capital. Desde abajo el falo erecto parecía un arco brillante y venoso, que paso a paso iba desapareciendo, iba siendo tragado por la matriz de Zingarella, contra la voluntad de la artista y la de Zach Colino, pues ni al uno ni al otro se les pasaba por la mente copular en público, menos aún concentrados como debían estar, segundo a segundo, en la línea que los aferraba a la vida en el océano de la muerte.
Pero veo que ya estás preparada, hija mía. Pasemos al confesonario o, si prefieres, lo podemos hacer en esta misma pieza. Arrodíllate y veamos lo que te ha traído de nuevo hasta mí...

domingo, agosto 27, 2006

El discurso de Waldo Mayorga

Pergenio Torrealba escuchaba con toda atención el testimonio arrebatador de Waldo Mayorga, su casual compañero en la barra del café. Ambos acudían coincidentemente a la misma hora y a ambos les placía ser atendidos por la misma azafata. No obstante lo anterior hubo de pasar un buen tiempo, cinco a seis meses, para que se dirigieran la palabra. Y nunca lo hubiesen hecho de no mediar la intermediación de un conocido común, que los presentó.
El discurso de Waldo Mayorga no por ser repetitivo dejaba de ser interesante. Mayorga, un hombre bajo de estatura, desplegaba acaso por esto mismo una energía y una creatividad avasalladoras, al menos siempre que se le veía en público. Mayorga era un conquistador de territorios. Odiaba los problemas, decía que le cansaban los problemas, que un buen día mandaría todo a la punta del cerro, pero poseía soluciones para todo embrollo que lo involucrase, fuese personal, económico, político o incluso aquéllos que no le atañeran en lo más mínimo. Una mañana alguien le hizo ver que, para él, un solo día sin un rompecabezas que completar le habría significado la muerte fulminante, punto con el que concordó, como siempre, mirando a los ojos a su interlocutor y luego a los cuatro rincones de la sala, pasando su mirada de alerta y satisfacción por la sala entera.
Pergenio Torrealba lo oía mientras pensaba para sus adentros cuánta distancia había entre los dos. Su mente atravesó el discurso. Imaginó que Mayorga despertaba temprano con una gran ansiedad; lo imaginó leyendo las noticias con la televisión encendida mientras desayunaba; tal vez dejaría el baño y la afeitada para después o tal vez sería lo primero que haría al levantarse; tal vez leería los diarios sentado en el inodoro. Lo que quedaba claro -y Mayorga lo había confirmado muchas veces- es que al salir de su casa ya se había fijado tres metas para el día, dos de ellas de carácter pecuniario. No era raro entonces que al momento de acostarse hubiese cerrado un par de negocios. Si uno resultaba ser malo y el otro bueno, a la larga su peculio tendría forzosamente que aumentar, esos eran sus cálculos y ése era hoy un hecho demostrable.
Por efecto comparativo pensaba entonces Pergenio Torrealba que las bases de su propia vida, al contrario de Mayorga, se habían fundado desde muy niño no en la expansión centrífuga sino en una especie de sentimiento de ahorro centrípeto que lo llevó a buscar cariño de reserva. Lo que en el fondo rehuía era la posibilidad de quedarse solo. Llegar a casa y no haber nadie que le abriera la puerta. Sin embargo (se rascó la cabeza sin darse cuenta, de su pelo cayó algo de caspa) había pasado la vida entera ansiando vivir en completa libertad y autonomía. "Hay quienes sueñan con expandirse sin límites: son los conquistadores -pensaba-. Hay otros como yo que viven para adentro, replegados, haciéndose querer". ¿Explicaba aquello su deseo de quedar bien con Dios y con el diablo? ¿Explicaba su constante tendencia a la infidelidad? ¿Explicaba el exagerado tiempo que invertía en demostrar antes que en simplemente hacer?
Nadie lo odiaba en demasía, nadie lo odiaba con la fuerza que algunos odiaban a Waldo Mayorga, es cierto, pero ¡cuánto deseó en ese instante ser odiado con la fuerza de un huracán! Habría sido sólo un momento, sin duda, un minúsculo momento en la barra de un café, pero le habría dado un respiro de alivio a su generación y a las cuatro que le antecedieron.

jueves, agosto 24, 2006

Tiempos nuevos, viejos tiempos

Nunca creí mucho en las obras, pero algo creí. En cambio de joven aborrecí la palabra escrita. Con el tiempo me fui dando cuenta de que las obras eran interpretadas a su antojo por unos y otros en tanto que la palabra escrita, a menos que alguien la tradujera a idiomas extraños o un deforme de nacimiento postulara elevarla a los altares, seguía siendo un conjunto mínimo, débil si se quiere pero a la vez inexpugnable de vocablos... o de meras palabras, dirán ustedes.
Mis mejores años los invertí en hablar, hacer, mas no escribí una sola línea. En mi delirio creí haber fundado una corriente filosófica. Tiempos ilusos. Hete allí que un borrico, discípulo no puedo llamarlo, me anduvo siguiendo y relató mis acciones. Las convirtió en palabras. ¿Con qué se quedaron los demás? Con una vaga sombra de los hechos y de los dichos, con una destartalada serie de hechos y dichos desfigurados, con una suma de palabras que ya no van a cambiar nunca. Las palabras quisieron ponerles la lápida a mis obras y a mis parábolas. Por eso, ahora que el descanso eterno me llama de a poco a su choza infecta me he visto obligado a enmendar la plana. Mi vida ha valido lo que vale mi palabra escrita. No hay otra explicación para estas memorias.

miércoles, agosto 09, 2006

El derecho a no recibir órdenes

Me pregunto, a veces, qué me podría llevar a ser objetivamente superior a unos e inferior a otros, si por superior se entiende el derecho a no recibir órdenes y por inferior, la obligación tácita o escrita que implica recibirlas. Basta hacerme la pregunta para caer en profundas depresiones, porque todo análisis que se materialice de un punto como aquél desembocará indefectiblemente en un estudio del pasado propio. Y el pasado es cruel, porque colecciona no tanto pensamientos como acciones: la mediocridad deslumbra entonces cual diamante.

lunes, agosto 07, 2006

Arranques de timidez

Vio al grupo de lejos y de inmediato advirtió a un miembro ocasional que lo intranquilizó. Intentó retrasar hasta lo indecible el acercamiento, pero al final éste tuvo que materializarse, ya que a esas alturas de la geografía urbana echar marcha atrás habría equivalido, más que a una muestra de desprecio, a un gesto de cobardía. Acercarse no era nada: había que saludar y después, hablar, decir algo. Y así lo hizo: se acercó, saludó y habló. Bien pronto se dio cuenta de que lo que él decía no le importaba a nadie o peor aún, lo que decía era interpretado por los demás exactamente de acuerdo con la imagen que guardaban de él, imagen que él mismo había contribuido a crear, pero que a todas luces era una imagen falsa; es decir, falsa en el sentido de que revelaba lo que él quería mostrar a los demás, lo que no correspondía con lo que él era en la realidad, si se entiende por realidad la verdad del alma.
Dentro de esta especie de lógica de tertulia de café en que yacía atrapado como en una telaraña -el grupo estaba efectivamente en el café- sus comentarios, los que fueron escuchados, fueron sometidos al escrutinio público y el resultado no se hizo esperar: la mofa, la sorna, la burla cayeron sobre él como caen los aguaceros en Chiloé y Valdivia: de arriba abajo y a todo pulmón. Era tan fácil reírse de él, porque a él le gustaba reírse de sí mismo. Sin embargo, esta vez todo estaba saliendo mal pues el miembro aquél que lo intranquilizaba y lo sacaba de su eje, y al que nunca miró a los ojos, transformaba la interpretación de las risas de sus amigos, de risas amables en dardos venenosos, en injurias y calumnias a su persona. Ante las bromas malsanas que recibía en descampado hubiese querido reaccionar dándoles de escobazos a todos, mas no juzgó prudente demostrar ese estado de ánimo y solo atinó a sonreír. No lograba asumir en propiedad, sin embargo, que ese miembro era tímido, más que él, y que las flechas que disparaba al aire surgían de su carácter. A contrapelo se fue dejando tragar entonces por el ambiente del café, sin hallar qué más decir.
Fue allí cuando acertó a pisar el local otro de los socios de esta peculiar agrupación, quien venía de bufanda. Pero éste fue más listo: vio a sus amigos con el rabillo del ojo y simuló responder un llamado a su celular. Dio media vuelta y se perdió en el paseo peatonal. Otro día pagaría esa cuenta, lo sabía, pues en los códigos que manejaba el grupo nada era gratuito. Le iba a salir bien cara, reían todos, incluso el miembro ocasional y el protagonista de la historia.

martes, agosto 01, 2006

Salut! Demeure chaste et pure

Suelo pasar frente a la misma ventana de una casa en ruinas en el barrio Brasil y suelo ver siempre a la misma mujer de pantuflas escuchando la misma canción. Es una casa descascarada, que pide clemencia a los edificios vecinos para que éstos no se le vayan encima y la echen abajo. Hoy eran las tres de la tarde y el sol de invierno ya iba pensando en recogerse. Miré hacia adentro, no cuesta mucho hacerlo, es preciso empinarse un poco y listo; miré y otra vez vi a la dama de pelo largo y blanco sentada en los despojos de un sofá, despojos dignos, pero no enteramente limpios, con las piernas recogidas, con su bata rosada de levantarse escuchando su disco de Gounod, posiblemente el único de una colección perdida. El tocadiscos estaba ubicado como de costumbre frente a ella, en una mesita de tres patas cuyo único adorno es un portarretratos con la foto de cuatro personas: un hombre, una mujer y dos niñitas vestidas de primera comunión. Cuántas veces ya he escuchado esa misma aria al transitar por el barrio, Salut! Demeure chaste et pure. A la dama no parece importarle demasiado la eterna repetición de las notas en la voz de Jussi Björling. La dama está en ruinas, pero conserva un brillo lejano en sus ojos acuosos que miran eternamente en dirección al tocadiscos. Cuando el aria acaba ella se levanta, vuelve la aguja al surco tres y retorna al sofá, con el cigarrillo entre los dedos. Detrás de la ventana el tiempo es una nebulosa originada en un tabaco pasado de moda, en un sofá desvencijado, en el recuerdo a medias de algo que pareciera encerrar cierta importancia.
Desde la ventana se puede ver la puerta que conduce al sótano. El candado está verdoso, oxidado, hace años que no se abre.

lunes, julio 17, 2006

Nada es perfecto

Este es el mundo de la imperfección y por lo tanto, de la tolerancia.
Nada es perfecto, como algunos osan afirmar por allí. Al contrario, todo es imperfecto. ¿Es una hoja perfecta? No, está llena de irregularidades. ¿Es un terreno perfecto? No, está lleno de anfractuosidades. ¿Es redonda la tierra? No es totalmente redonda. ¿Es el calor del sol regular? No, unos días calienta más que otros. ¿Tiene el año 365 días? No exactamente, tiene unas horas más que eso. ¿Empieza la primavera el 21 de septiembre? No, empieza un poco después. ¿Manejan los hombres en la ciudad a 50 kilómetros por hora? No, manejan a un poco más y bastante más que eso. ¿Hierve el agua a 100 grados? No, sólo a nivel del mar. ¿Las personas que tienen que entrar a trabajar a las ocho de la mañana, entran a las ocho de la mañana? No, generalmente entran a las ocho cinco, a las ocho diez y hasta a las ocho veinte. ¿Las leyes que se tienen que votar un martes, se votan un martes? No, casi siempre se votan el jueves o el martes siguiente o el año siguiente o simplemente no se votan. ¿La Corte que tiene que fallar un lunes, falla un lunes? No, deja el fallo en acuerdo (pendiente). ¿Los empresarios que tienen que pagarles las imposiciones a sus empleados, se las pagan? casi nunca: las dejan "para después". ¿Existe el año normal en términos de cantidad de lluvia caída? No, los milímetros nunca coinciden. ¿El hombre es fiel por completo? No. ¿La mujer es fiel por completo? No en el 95 por ciento de los casos. ¿Los curas son célibes? En el papel y los domingos en horario de misa. ¿Los motores de los autos fallan? Fallan. ¿Los aviones se caen? Se caen. ¿Las cartas llegan en la fecha acordada? No, llegan seis días más tarde. ¿El cuerpo humano es perfecto? No, falla y la gente se muere. ¿Dios es perfecto? No, porque la suma de errores no puede dar como resultado la perfección. ¿Los pies están hechos para caminar? No, porque cuando caminan mucho, duelen. ¿Las cuerdas vocales están hechas para hablar? No, porque cuando se usan mucho se gastan. ¿Los diarios informan todas las noticias? No, sólo las que ellos quieren. ¿Un penal es sinónimo de gol? No, y debiera serlo si la fórmula matemática de la velocidad del balón disparado en una dirección equis dividida por la velocidad de reacción del arquero fuese perfecta. ¿Lo que queda escrito no se borra? Falso, el tiempo lo borra todo. ¿Las pilas Duracell duran una eternidad? No, apenas una semana o un mes. ¿El pernil de chancho es la carne perfecta? Casi, si no fuera por la grasa.
Estos dos o tres ejemplos ilustran lo que nadie quiere ver. No hay nada perfecto. No hay hombres perfectos. No hay dioses perfectos. No hay reglas perfectas. Ni las matemáticas son perfectas.
Vivimos en la imperfección más descarada y el único remedio para combatir la imperfección es la tolerancia. Tolerar, tolerar, tolerar hasta que no demos más. Y cuando no demos más, cuando no demos más... habrá que idear la forma de desahogo perfecta, que es el crimen perfecto.
Ya he admitido en mis memorias alguno que otro crimen, como aquél de la prostituta de glúteos con textura de pelota de básquetbol. Ideo en noches de insomnio futuros crímenes perfectos. He hecho una lista:
Matar sin motivo alguno. He allí una buena idea para un crimen perfecto. No hay vínculo entre victimario y víctima.
Matar a los menesterosos. Se investiga muy poco aquellos casos. Al igual que los seres humanos, el detective por naturaleza es mediocre y propenso al ahorro de trabajo, ansioso de lucimiento, ambicioso de poder. Descubrir esos crímenes le aportan poco a su carrera.
Degollar con un trozo de hielo en un día de calor. A los pocos minutos no hay arma, desaparece la prueba del delito.
Empujar descuidadamente a la víctima a la línea del metro.
Me temo que ninguno de estos proyectos se lleve a cabo por ahora. Se necesita más estudio, es preciso repasar posibles errores, enmendar coartadas. Nada puede quedar en el aire. Hay algo que me inquieta, no sé qué es.

jueves, julio 13, 2006

Todos lo hacían

Todos lo hacían, todos lo hacían. Lo hacían de alguna manera. O derechamente. O discretamente. O usando la autoridad con desparpajo y cinismo. O a escondidas, pero lo hacían.
Yo lo hacía mentalmente, ni siquiera me atrevía a pedir permiso para hacerlo. Me lo habrían dado, pero eso qué importa a estas alturas.
Cuando la ocasión que daba origen al deseo pasaba y yo me quedaba con las ganas de hacerlo, entonces venía primero la frustración y luego el odio.
Cuántas vidas humanas han sufrido por causa de aquello, cuántos crímenes se podrían atribuir a esa semilla que no germinó, a esa trizadura del alma. Las estadísticas no hablan de esas cosas.

jueves, julio 06, 2006

El hombre que dudaba demasiado

De chico, el hombre que pensaba demasiado dudó de todo y quiso saber lo que había debajo de la trama. Por eso no creció nunca, porque nunca quiso ver la trama, sólo el revés. El revés lo que hacía era descubrirle problemas, mientras la trama brillaba, resplandecía ante todos, menos ante su estado de ánimo. Terminó sus días enredado en un nudo ciego.
Cuando tenía cinco años los problemas al hombre que dudaba demasiado lo aplastaban porque no lograba comprender sus mecanismos; más tarde le pasaron solamente por encima. Bien entrados los cuarenta sentíase ya preparado y les hacía frente justo en su momento. Ahora que está más viejo tiene la sensación de que los percibe antes de que comiencen. Tal vez a los 110 años sea capaz de tenerlos solucionados cuando ni siquiera se hayan generado los factores que den origen a ellos. Pero no habrá de llegar a esa edad porque casi sin darse cuenta ya empezó a meterse al nudo ciego.
Hokusai aspiraba a llegar a los 110 años para convertirse realmente en un artista. Decía que recién a esa edad, de cada uno de sus trazos fluiría vida. Eso es otra cosa.
Percibir las cosas antes de que sucedan otorga pequeñas ventajas y grandes inconvenientes, el más importante de los cuales es que los hechos, si uno los intuye, los termina fabricando. Al respecto, el hombre que dudaba demasiado ha descubierto en estos días algo que le ha llamado la atención: no se intuyen problemas, sino estados de ánimo.
No es que el problema no exista. Existe. O va a existir. Pero, ¿no es la comprobación del trágico destino que gobierna al hombre que dudaba demasiado el hecho de intuirlo? Esto, porque al ser parte del problema que intuye, ha sembrado una semilla con un gusano adentro. Distinta cosa sería si el hombre que dudaba demasiado intuyera problemas en los que no estuviese involucrado. ¿Es posible eso? ¿En qué no está involucrado? ¿En el lanzamiento de misiles de Corea del Norte? El hombre que pensaba demasiado tiene sus dudas al respecto.

lunes, julio 03, 2006

El campanario

Cuando subía las escalinatas para llegar al campanario se me vino a la mente la cinta de Hitchcock, especialmente el momento en que la monja se santigua y tañe la campana. Es una religiosa en las sombras, de bajísima estatura. Se asocian allí pecado, religión y tragedia. Asociación que hoy no provocaría desasosiego, sino curiosidad.
En la cima de la torre la campana me impresionó. Una paloma picoteaba en la tabla opaca del piso; la campana reposaba, no era su hora del día. Pesaría unas 13 toneladas, cuando menos. Era una atmósfera bella en la altura, bella y olvidada. Olía a santidad, una santidad no pestilente sino silenciosa, ausente de las cosas que pasan en la tierra. La paloma de la torre seguía picoteando.
Llegado el momento de actuar no tuve las fuerzas para hacerlo. No se actúa sólo por intención o deseo; se debe contar con medios y si éstos no están a la mano o no surgen de un fuego interno que les permita enfrentar con éxito lo que se les presente por delante es mejor no experimentar y abandonar la lucha, antes de darla siquiera. Eso fue lo que hice aquella vez.
Me admiraba de mi propia debilidad; meses atrás me hubiesen indicado con el índice como "el tipo que lo hizo", "el único que fue capaz de hacerlo". Ahora, en el campanario, no sabía si escabullirme como una rata o dar de patadas a un rincón, mas no a la campana, porque un solo golpe de zapato me habría dejado cojeando. Lo que sí deseaba, evidentemente, era liquidar a alguien. Buscar un culpable y hallarlo. Había muchos que merecían mi castigo, partiendo por mi propia persona. Los otros que me iban floreciendo en la cabeza eran hombres poderosos ante los cuales más de una vez debí inclinarme. El poder que ejercían era temporal, un poder que no dejaría historia, pero hacía daño.
Si reaccionaba coléricamente caería dentro de un corral de cerdos enlodados que chillan día y noche. Si me escabullía como una rata llevaría en mis espaldas el peso insoportable de la frustración.
Pero ya fue escrito: abandoné la lucha, antes de darla siquiera.

domingo, julio 02, 2006

Quién creó a quién

Lo que voy a decir me habría arrojado directo a las llamas hace tres siglos; hace cien años me habría mandado a la cárcel y hace diez habría motivado una carta al director. Como ahora va a pasar piola lo enuncio con todo desparpajo: así como el hombre no está en condiciones de hacer las cosas que hizo Dios, Dios no está en condiciones de hacer las cosas que ha hecho el hombre. Es la pura y santa verdad. Y que conste que hablo sin nada de soberbia.
Partamos con Dios.
Creó el Universo, es cierto. Nada fácil. Hizo que el polvo se convirtiera en materia sólida y que el fuego de las estrellas tomara forma. Estableció la variante planetaria, consistente en convertir los despojos de las estrellas en esferas rotatorias que tarde o temprano iban a dar origen a la vida, lo que a la postre sucedió. La gracia de Dios entonces fue aprovechar un resto que cualquier otro habría arrojado a la basura -los planetas- sacándole provecho gracias a su buen ojo. La otra gracia de Dios fue haber creado el tiempo y el espacio, todo un logro.
Bien, creo que hasta aquí llega Dios, salvo que se me hubiera olvidado algo, pero lo dudo. El asunto es que hace tiempo que Dios se echó a descansar porque todo lo que tenía que hacer ya lo hizo.
Veamos ahora al hombre.
Creó la televisión. ¿Son capaces de imaginarse ustedes cómo un hombre pasadito de peso que juega a la pelota en un estadio puede verse dentro de una caja de vidrio en las casas de todo el mundo? Y nótese que aquí va incluido otro invento: el satélite. O sea, mandar un cohete sin equivocarse fuera de la atmósfera y luego hacer que el aparato que lleva empiece a dar vueltas alrededor de la tierra, conectando señales que se le envían desde abajo. A mí no se me habría ocurrido nunca y es más, hago la siguiente apuesta: ¿cuántos inventos se perderían para siempre si el hombre tuviera que partir hoy de cero, por ejemplo luego de una guerra atómica? (otro invento, la bomba atómica).
El hombre creó las redes, los sistemas, ¡la computación, que es una cosa de otro planeta! Además logra que de un chorro de agua que cae a una turbina se alimente de energía eléctrica un país completo, y lo hace de tal forma que eso no puede fallar ni un segundo porque si falla queda la escoba.
Hace que una máquina de cuatro ruedas se mueva con sólo dar vuelta una llave y apretar un pedal. ¿Qué tal, sería capaz Dios de hacer eso?
Noto que mi locura está llegando a un grado tal que pronto podría asomarse la ambulancia. Bien, ahí tienen dos inventos más: con unas pastillas los doctores me pueden volver a la realidad y si no lo consiguen, con una simple forma de ordenar unas vendas me pueden inmovilizar y llevar al manicomio. Y ahora que efectivamente me llevan al hospital le hago la pregunta top al camillero, para que dirima: ¿Dios creó al hombre o el hombre a Dios?
-Lo que usted diga, amigo, lo que usted diga -contesta medio riéndose, pero noto que de pasada me roba el reloj.

viernes, junio 09, 2006

Forjando la mediocridad

Fui forjando mi mediocridad a punta de genialidades. Decían primero de mí: "Es aquél de las genialidades". Luego los mismos decían: "Es el loco de las genialidades". Después dijeron: "Aquél, el loco". Finalmente se reunieron en secreto y dictaminaron: "Ya está siendo la hora, pero no se lo digamos todavía".
Yo no he cambiado en toda la vida, he sido igual de chiquitito, desde que ansié superar en fama a Jesucristo. A mí lo que me hundió fue la repetición de originalidades. La gente se hastía de ver siempre lo mismo, quiere novedad. La novedad se llama juventud.
Pero me está salvando, si el término cupiera, el desprendimiento del ego. Cada mañana, al levantarme, queda en la bajada de cama una capa de piel escamosa. Al salir de la ducha me palpo las mejillas e intuyo que aún me quedan unas cuantas capas. Hay unos médicos que operan de una vez y el paciente sale a la calle menos que como Dios lo echó al mundo; sale como un atado de nervios. Yo soy de los que opina que es preferible entregarse al destino. Tal vez mi destino sea la celda 23 del patio 10 de la Penitenciaría. Pero eso, si está escrito, no se sabe.

sábado, junio 03, 2006

Detrás de una puerta de hierro oxidado

Mirados desde mi perspectiva actual, aquellos días no eran tan malos y sin embargo se me antojaban vacíos, débiles. Por las mañanas buscaba cariño, abría los ojos y me tomaba un café. Las tardes las pasaba sentado ante el computador y por las noches cenaba con música de Schubert. ¿Qué convertía en débiles y vacíos a esos días, insuperables días del recuerdo? (Ja!).
Había una mujer, muy lejos, que me provocaba cosquilleos. Cada cierto tiempo entrábamos en contacto y naturalmente nuestra gran pasión era una fantasía, un rascacielos de adobe. Tenía el poder de hacer sentir mis días vacíos, era toda una mujer.
Dejé de escribirle cuando me contó al pasar, asunto de rutina, que ese día había hecho el amor tres veces con su esposo. ¿Y yo qué soy, entonces, para qué me necesita?, pensé. Me sentía tan ridículo; apenas 24 horas antes le había dicho que la amaba. ¡Amor, ja!
Mis noches en el valle de Rapel pudieran ser mejores, pero no me quejo. Desde la colina se ve el río serpenteante, que poco más allá va a dar al mar. Por el camino pasan los autos con sus luces geométricas y sus ruidos de motor, sonidos agradables en el campo. En el día, un pescador rema hacia donde haya peces. Eso se ve desde acá arriba, un hombre en bote flotando lento, lento.
Donde yo vivo ahora está lleno de cruces olvidadas. Hay una puerta de hierro oxidado siempre abierta, que nadie traspasa. El pasto ha crecido y con él la maleza; nadie lo corta. Unos manzanos lánguidos de frutos verdes, amargos, me dan abrigo cuando cae la lluvia. Espero aquí mi hora, he dejado una orden al respecto.
Los días son largos, quisiera que fuesen más cortos. No se trata de exceso de luz solar, me estoy refiriendo a otra cosa, ¿se entiende?
Me aburro de esperar.
Pero el verdadero vacío no es éste. Dicho de otro modo, hay grandes mensajes que me han llegado desde que vivo en esta colina. La revelación mayor de todas, título y texto de algún libro iniciático, fundacional, es: "Las horas largas hablan y el silencio de su mensaje es la verdad".

lunes, mayo 29, 2006

Tensión


Vargas estaba tirado en la arena cuando su mujer le preguntó qué lo haría completamente feliz. Vargas se quedó pensando y se asombró de aquello. Siempre había considerado que esa respuesta era pan comido.
-Vivir en una casa frente al lago -dijo.
-O vivir en una casa frente a la playa -agregó.
-Escribir en el computador -agregó.
-Tomar al mediodía el café con mis amigos -agregó.
Ni una sola vez mencionó a su mujer, pero supuso que aquello estaba implícito en la respuesta. El sol invernal del norte grande los siguió calentando, pero llegaba la hora de retornar a Santiago. Antes de caminar al camarín a cambiarse de ropa, Vargas se hizo retratar. El tiempo lo habrá de mostrar para siempre como un cincuentón de barbilla doble y barriga blanca. Su bella mujer, que permanecía silenciosa, guardó la cámara y lo esperó paseando de un extremo a otro en la playa.
Vargas sintió que por la mente le rondaba una vaga tensión. Nunca había aprendido a distinguir la distancia que separaba la dicha del pánico; a veces dos o tres estímulos inmanejables bastaban para que pusiera un pie en el otro sendero. Esta vez se sentía bien, su cabeza no le zumbaba como el día anterior, su garganta ya no estaba inflamada, su aparato digestivo procesaba con normalidad, pero la pregunta... la pregunta... le volvió a la mente esa antigua y difusa intuición de no saber a ciencia cierta por qué vivía. Concluyó, tal vez erradamente, que era un hombre profundamente infeliz.
La tensión es parecida a la amenaza de ruina, equivale al momento anterior de la crisis epiléptica, cuando un aura de bienestar rodea la mente del paciente (Dostoievsky describe con bastante exactitud la antesala del ataque) para que segundos más tarde se desencadene una tempestad interna de relámpagos. En momentos de terror o de extrema tensión sobrevienen instantes de espera, ha dicho un escritor americano.
Vargas, a quien la inocente pregunta de su mujer lo lanzó de lleno a sus profundidades más lúgubres, pensaba en el camarín que sólo querría ser amable con ella, sólo desearía abrirle su corazón; en cambio una furia inexplicable se iba apoderando de él y le encendía otros deseos muy diferentes de los bellos que quiso imaginar ante la cuestión referida a su felicidad. A la salida, una parte de sí le imploraba decir palabras lindas, otra le ordenaba huir con rumbo desconocido, no estar allí, no estar en ninguna parte. Vivía un momento de tensión, sometido a la acción de fuerzas opuestas que lo atraían.
Ya vestido, listo para conducir el automóvil de alquiler que los habría de llevar al aeropuerto, escuchó la voz frágil de su mujer, que le dijo:
-Yo no soportaría vivir sola, no soportaría la oscuridad de la noche.
(Ilustración: Sergio Mardones)