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jueves, octubre 29, 2009

El chicle

Mi primer recuerdo, mi primera noción consciente de que me hallaba ante la vida, es bastante simple.
Vamos de vuelta a casa con el tata Lucho y unos obreros por un camino de tierra bajo el sol, a la altura de la población Esperanza. A un costado corre una acequia, más bien un hilo de agua turbia. Son cerca de las dos de la tarde. En un momento yo, que marcho desafiando el peligro, por el borde de la acequia, caigo al agua, no entero ni la mitad; apenas habrá sido una pierna, es decir, el pie y la sandalia, sin siquiera mojarme el pantalón corto. El tropiezo es lo bastante evidente como para que el grupo se ría. Pero no es una risa de burla, sino de simpatía. Retomo la marcha y el recuerdo desaparece.
Calculo que debo de haber tenido entre dos y tres años; lo digo porque a los cuatro años mi cerebro ya estaba cargado de imágenes. Antes de los dos no fue, porque no habría ido caminando con ellos, me habrían llevado en brazos.
¿A qué viene todo esto?
A lo sorprendente que resulta constatar cómo a tan temprana edad el hombre ya se ha formado una idea central y definitiva de las cosas que lo rodean.
Se camina al borde del peligro, consciente de que se está ante un peligro pero también lo suficientemente convencido de que es un peligro abordable, no mortal. Se camina junto al abuelo y un grupo de obreros; es decir, ante un familiar, una persona de confianza, que va acompañada de obreros, de gente desconocida, gente incluso de otro rango, inferior. Y sin embargo vamos todos juntos porque en mi infancia la vida consiste en compartir sin mayores distingos de clase. Y por eso cuando se ríen de mí, lo hacen todos.
La risa, fuera de ser democrática, es simpática. No hay asomo de burla en los dientes que miro desde abajo, con mirada que parece de temor. El niño se cayó, don Lucho. No le pasó nada. Se mojó la sandalia. ¡Levántate, Huguito, ven conmigo, que ya vamos a llegar!
¿Y qué me ha pasado a mí, por dentro? ¿Por qué ese recuerdo se me fija en la memoria? Imposible saberlo. Sólo podría teorizar declarando que a esa edad, a los dos años, ya estaba convencido de que si bien se podía fallar, yo no podía, porque si fallaba podía ser objeto de risas, risas que podrían transformarse en burlas, algo absolutamente impropio para la mayoría de edad de mi alma, pues el niño que era en ese entonces, mi Yo más íntimo consideraba que había dejado de serlo hace mucho tiempo. En el lapso de meses había envejecido cincuenta, sesenta años, me doy cuenta ahora. A los dos años ya no podía darme el lujo de actuar como niño.
De allí en adelante, todo lo hecho en mi vida ha sido tratar de rescatar desesperadamente la niñez, de llegar a la razón de su secreto.
Ya tendría cinco años cuando una noche volvía de la sede del club O'Higgins con mi tía y mis primos. Mi tía nos había comprado chicles y yo masticaba el mío con pasión silenciosa. Era dulce y gelatinoso, no se parecía a nada que hasta entonces hubiese probado. Pero pagué el noviciado y de repente me lo tragué. Ideé la rápida solución de echarme a llorar a moco tendido. Paramos frente a una fuente de agua donde había pececillos rojos y mi tía me hundió un dedo en la garganta para que el chicle saliera, porque si no salía se me podía quedar pegado en las tripas y yo me podía morir. Entre el llanto y las arcadas el chicle se negó a salir y yo redoblé el berrinche, en la esperanza de que esa maravilla subiera al paladar a pasearse entre las muelas, pero también en la esperanza de que el llanto conmoviera a mi tía y me comprara otro chicle.
No hubo caso. Volvimos a casa contra mi voluntad y el llanto desapareció, o el recuerdo del llanto. Me quedó el sabor de la goma rosada; cuando siento uno parecido detengo mi accionar, me escabullo para viajar al pasado y ya estoy a punto de llegar al tesoro, pero el tesoro se mueve, desciende. Sigo excavando, con alicaída ilusión, hasta que miro mis manos vacías: no hay chicle, no hay pasado, he caído una vez más en la trampa del espejismo del tiempo. Entonces retomo el paso.
¿Era bueno expresarse o no siempre conseguía uno su propósito a través de las lágrimas?, pensé esa noche, acostado en mi cama. ¿No era preferible masticar con más cuidado, prevenir el peligro antes que llorar sobre la leche derramada? Porque al final de cuentas, ¿qué había conseguido sino hacer el ridículo, quedar a la vista de todos como un niño chico?
¡Cuánto envejeció Huguito esa noche!

miércoles, octubre 21, 2009

Regalos sorpresa

Mi padre destacaba por sus regalos sorpresa, era su manera de demostrar no sólo su cariño hacia los seres más próximos a él -mi madre en primer lugar- sino la veneración, la cuidada preocupación por sus más mínimos deseos y la resolución de dedicar su tiempo libre a satisfacerlos. Hubo una temporada, por ejemplo, en que mi madre contemplaba cada tarde que regresaba de hacer clases en la Escuela 2 una cartera roja de cuero con forma de triángulo, que se exhibía en un escaparate de la calle Independencia. Apenas llegaba a casa y se cambiaba los zapatos de taco alto por unas pantuflas hacía de esa contemplación un comentario, hasta que una noche la escuché decirle a su mejor amiga: "¡Any, se la llevaron!". Mi padre le había robado su sueño en secreto y la noche de Navidad se lo devolvió, envuelto a los pies del árbol, para asombro y euforia de mi madre. Creo que la filosofía encerrada dentro de la cabeza de mi padre para elaborar ese artificio era que la alegría mayor no debía ser serena y tenía que llegar recubierta de una dosis de amargura. Las cosas de la vida tienen vueltas. Con el tiempo he llegado a pensar que la actitud tan cristalina de mi madre pudo ser realmente una muestra magistral de histrionismo y manipulación, pero sería injusto dejar establecida esa tesis ahora que no la puedo confrontar con sus descargos. Mas, ¿por qué destacó en voz alta y con tanta persistencia las cualidades de esa cartera? ¿No sería porque conocía perfectamente a su marido? Mi madre, la cerebral y espontánea; mi padre, el ingenuo apasionado. 
Un 29 de noviembre ella encontró en medio del living una inmensa caja de cartón, capaz de contener una silla. Era el día de su cumpleaños y apenas se acercó a mirarla vio la dedicatoria en la tarjeta: "A Fanicita". Saltó de gusto y me llamó a gritos. Yo estaba aún en la cama y al llegar al living abrí los ojos, pero no dije nada. La dejaba hablar a ella; era ella quien se expresaba por mí. Y así creo que ha sido hasta el día de hoy. Abrió la caja. Adentro venía otra más pequeña. Así, cual juego de las muñequitas rusas, continuó el espectáculo que mi padre sólo pudo imaginar desde el taller donde engrasaba sus manos. Cada caja daba lugar a una nueva muestra de sorpresa, hasta que llegó a un envoltorio minúsculo que contenía un anillo de oro con una piedra roja. Recuerdo que hacía frío y estaba lloviznando, a pesar de la fecha. 
Hubo una Navidad que lo pilló poco inspirado. Mi madre abrió su regalo y se encontró con un juego de vasos whiskeros. En otra ocasión descubrió un oso gigante de peluche que la hizo reír a carcajadas, lo que desorientó a mi padre y lo dejó a la deriva y al desnudo con su desafortunada elección. El mejor regalo sorpresa se lo dio en los últimos años de su vida. De un día para otro dejó de beber y eso los llevó a concretar la máxima aspiración de Homero para sus héroes: morir cada uno en su momento en la paz del hogar, rodeados de sus descendientes.

sábado, octubre 17, 2009

Bitácora de una expedición al sol

Lunes 9
Despegamos; nos paraliza un vacío. Perdemos la noción de las cosas por unos segundos; luego todo vuelve a la normalidad. Durante un momento de lo que se podría llamar "la tarde", pero que en realidad corresponde a la cuarta hora del viaje que para nosotros comenzó al mediodía, Brent y Gastón me miran, extrañados. Todo marcha demasiado bien.

Martes 10
Llegamos al Sol a la hora prevista. La nave flota sobre la superficie gaseosa. Gastón y yo bajamos a inspeccionar; Brent permanece en la nave. Luego sube Gastón y baja Brent. Finalmente subo yo y baja Gastón. Sacando cuentas, habremos logrado descender unos 250 metros dentro del Sol.

Miércoles 11
Ya estamos de vuelta en la Tierra. Conversando con Brent y Gastón luego de la recepción tan amable que nos brindó la Agencia, decidimos mantener ocultos ciertos detalles del viaje. Nuestras mujeres ríen y beben en la terraza, nosotros preferimos conversar a oscuras, en el salón.

Jueves 12
El Sol es lo más parecido al dios de los egipcios. Una fuerza incontrolable, una luz tan intensa que no deja ver nada, un calor que derritió nuestros trajes, y a nosotros con ellos. La recomposición atómica de nuestros cuerpos ha debido de experimentar alguna falla, pues no me siento exactamente el mismo después de la expedición. Brent y Gastón me confirman que sienten como yo.

Viernes 13
Todo ha sido acordado. Fundaremos la religión definitiva o moriremos, no habrá término medio. Se deberá actuar con energía y extrema frialdad; nuestras familias han quedado al margen, ya forman parte de la historia. Don Gastón de Oliveira no estaba tan, tan de acuerdo con el plan, pero la flemática elocuencia de sir Brent Morris, unida a mis métodos heterodoxos, lo han logrado convencer. El tiempo es oro.

lunes, octubre 05, 2009

La primera fiesta de verdad

Mi primera fiesta "de grande" fue a los 13 años. Mis papás nos dejaron todo preparado y se fueron como a las tres de la tarde, según se había convenido. Se les olvidó algo y volvieron a los dos minutos. El Tonyi corrió a esconderse al patio, porque ya estaba fumando. Cuando se fueron de nuevo mandamos un loro para asegurarse de que estaban lejos. Cuando el loro dio el visto bueno y comunicó que ya habían pasado la línea del tren encendimos nuestros cigarrillos, que escondíamos en un bolsón de cuero ubicado sobre el pedal de la máquina de coser.
Fumar a esa edad era uno de los grandes placeres, sólo superado por el placer de correrse la paja, pero éste último era un placer privado y prohibido que provocaba depresión nacida del sentimiento de culpa, culpa que a su vez generaba conflictos existenciales y confesiones vergonzosas al sacerdote. Fumar también era un placer prohibido y a escondidas, pero no tan privado. Siempre se nos reprochaba que fumábamos para sentirnos grandes, pero nunca me pareció que yo lo hiciera por eso; más bien el placer radicaba para mí en el acto mismo de fumar, y su centro se ubicaba en el momento justo en que el humo se aspiraba y entraba por la garganta, más que en su expulsión o en la fabricación de argollas que entraban dentro de otras argollas, acción de fantasista que no otorgaba mayor prestigio.
Yo solía confesarme los sábados para poder comulgar los domingos. Jamás se me pasó por la cabeza comulgar sin haberme antes confesado, pues tal conducta importaba un pecado grave hacia Dios. El problema era que entre las tres o cuatro de la tarde del sábado y el mediodía del domingo no podía cometer pecados, de modo que con el tiempo cambié la confesión al mismo domingo, en plena misa. Así tenía plazo hasta el sábado en la noche para correrme la paja. Desde luego, esa mañana debía portarme como un angelito y además no podía comer nada después de las diez, o sea, dos horas antes de la misa.
Un día le confesé mi pecado habitual al cura, el que inteligentemente deslizaba en el cuarto o quinto lugar de la lista, para que no se notara tanto. La lista comprendía mentir, desobedecer a los padres, pelear con el hermano, estudiar poco y otros que no recuerdo. Tras la rejilla noté que el cura se extrañó y me pidió que detallara el pecado, pero yo no disponía de palabras académicas para hacerlo y me daba vergüenza describir mi acto usando términos vulgares.
-¿Pero qué es para ti fornicar? -insistía.
-Es... moverlo con la mano... para atrás y para adelante, Padre...
El cura se sintió aliviado de mi malentendido, se le notó en la voz, y me otorgó el perdón, no sin antes darme a rezar en penitencia dos padrenuestros y dos avemarías.
Tiempo después salí del error con la palabra, pero entonces me pregunté por qué ningún sacerdote se había preocupado antes de la seriedad y consecuencias que le acarrearía a un niño un pecado como ese.
Pero estaba en la fiesta. La lista de invitados fue reducida: el Lucho, el Julio, el Miguel, el Rigo, el Séper, la Eli, Jorge Maravilla Gamboa, la Ángela y la Tati, que eran mis primos. La Lauri, vecina, la Lilian Inostroza, que era la que me gustaba, y su hermano el Jorge. El Tonyi, el Tatán, el Honeyman y el Ogaz asistieron en calidad de compañeros de curso. Y el Vitorio, por ser también dueño de casa.
Recuerdo que todos esperaron el abrazo que me daría la Lilian, porque sabían que me gustaba. Ese era el término que se usaba entonces y se expresaba "mandando saludos" a través de un tercero. Si eran correspondidos se podía afirmar sin ánimo de exageración que el mundo dejaba de girar. La había conocido un día que nos cruzamos en la calle. Yo venía de vuelta del liceo y ella asistía a clases por la tarde. Nos volvimos a ver un par de veces. A la tercera experimenté la sensación rara y nueva de descubrir que me gustaba. A la cuarta calculé matemáticamente la hora y el trayecto que usaba para dirigirse a su colegio, de modo de asegurar que me la toparía diariamente, por casualidad. A la sexta o a la séptima me atreví a decirle hola y ella me respondió. Esa vez el mundo se detuvo, me enamoré perdidamente y pasamos a ser oficialmente amigos, según mi modo de ver las cosas. Cada tarde, alrededor de las seis y media, me asomaba a la ventana para verla regresar con el bolsón.
Cuando me entregó el regalo y me dio el abrazo nadie dijo nada, por pudor y porque no se bromeaba con esas cosas. Nos abrazamos, ella era totalmente plana, blanca y delgada. Usaba zapatos negros de charol con una correíta que le atravesaba el empeine y le cubría las calcetas blancas. Recogía su pelo en un moño que le estiraba los ojos verdes. Era la niña más hermosa de la tierra, sin duda alguna, pero yo era demasiado tímido como para hablarle, así que la abracé, le recibí el regalo, me sonrojé y, no hallando qué más hacer, dejé que se sentara en un sillón y tomara una revista. Luego me esmeré en ofrecerle regularmente, pero sin que se notara mucho mi interés, canapés de paté y huevo duro con vasos de Fanta o Coca Cola. Por primera vez no había chocolate caliente ni torta: era verdaderamente un cumpleaños de grande, encima acompañado de música de Bert Kaempfert y de una botella de Cinzano, que se reservó para servir en vasitos minúsculos alrededor de las siete de la tarde. A esa hora los invitados se empezaron a retirar, la Lilian entre ellos, pero la música del tocadiscos despertó a los truhanes del barrio, los coléricos de 17 y hasta 19 años que se peinaban con jopo y vestían pecos bill y chaqueta de cuero. El Roberto Urbina, que era el más caballero porque usaba corbata y tenía un pelo ondulado aplastado y brillante por la gomina, solicitó permiso para ingresar con su polola. Una vez concedido los demás fueron entrando uno a uno, como un huracán, con sus propias cajetillas y discos de Bill Halley bajo el brazo.
Cuando mis papás llegaron, a eso de las diez de la noche, me vieron ofreciéndoles Cinzano en una bandeja, portándome bien con ellos.
En un dos por tres la casa quedó vacía.

domingo, octubre 04, 2009

Al otro lado

Mientras dormía, Vargas tuvo un sueño. Soñó que las relaciones humanas se fundaban en una desinteresada y abierta entrega, mejor dicho soñó que pensaba así, pues el sueño consistía en gente en el parque y él sentado en un banco, mirándola pasar. De modo que el sueño era una metáfora; ni siquiera allí -en el mundo donde el ser humano es más libre que en ningún otro lugar- los hechos se correspondían con los pensamientos.
Cuando despertó, con la boca reseca producto del vino consumido la noche anterior, se propuso darle una interpretación a aquel sueño. Se dijo que lo más honesto sería comparar el sueño con sus propios pensamientos. Éstos dictaminaban que lo vivo se rechaza, lo que muere provoca alegría y la muerte se admira, porque además de ser inofensiva mata a la competencia, al expulsar de la mente del observador los prejuicios ante al sujeto que la sufre, que de envidiado pasa a admirado.
Había llegado a esa conclusión tras descubrir cuán envidioso era de los talentos de los demás, no de todos los demás sino de aquellos que competían con los talentos suyos. ¿Por qué un físico no le despertaba envidia? Porque Vargas jamás sería físico. ¿Por qué un poeta vivo, un poeta bueno, le despertaba envidia? Porque Vargas quería ser poeta. ¿Por qué los poetas malos le despertaban simpatía? Por compasión. ¿Y por qué se refocilaba cuando un crítico hacía pedazos la obra del "poeta bueno"? Porque así seguía abierto un espacio para él, así el gran mundo de las letras continuaba esperando a su profeta y redentor. Recordó la alegría secreta sentida el día de la muerte de Bolaño y lo que esa vez pensó: "Ya no me puede hacer sombra, ya está al otro lado". Recordó con cuánta admiración se refería a los colosales maestros extranjeros y a los colosales maestros difuntos, tan lejanos ambos de su radio de acción.
Su mujer lo esperaba en la mesa con el té a punto, el pan tostado y el jugo de naranjas recién exprimido. Rechazó el té y el pan, bebió el jugo. Abrió el diario, leyó los titulares y esperó su turno para entrar al baño. La perrita ladraba, pidiendo comida; las gatas dormitaban encima de una frazada de lana que cubría el sofá. Se paseó inquieto por la casa, se quedó rígido ante una ventana, mirando hacia la nada. Minutos después subirían a sus bicicletas y se abrirían camino hacia el café literario del parque.
Empezaba el domingo.

viernes, octubre 02, 2009

El trino

Un pájaro de color grisáceo, cuyo nombre no podría precisar, gorjeaba insistentemente desde la rama del arbusto. El arbusto miraba hacia el mar desde la loma nortina. Había un cielo despejado, un sol esplendoroso; no corría ni siquiera brisa y la tierra gredosa, normalmente árida, verdeaba después de la lluvia; incluso asomaban flores moradas cuyos mantos tomaban a lo lejos tintes plateados. El golpe de las olas contra los roqueríos llegaba como un rumor difuso, un fondo de suave gravedad.
El ambiente era un cruce de trinos entre los que de pronto se colaba el paso de un moscardón, dejando la estela de su característico zumbido.
El primer trino del ave en cuestión se asemejaba a un toque de trompeta con sordina. Remataba con cuatro notas cortantes, que al cantarlas lo obligaban a abrir el pico y echar su cuello hacia atrás. Era un pájaro que cabía en la palma de la mano.
¿Qué buscaba transmitir con su canto? ¿Se trataba de un macho que llamaba a su hembra o de un ejemplar que le cantaba a la vida? Era evidente que, en su caso, no andaba en busca de alimento.
Ah, el canto a la vida, una frase tan gastada.
De vez en cuando volaba de un arbusto a otro. Entonces volvía a su gorjeo: un llamado largo y agudo; cuatro notas cortantes.
Nadie iba hacia él, ningún otro ejemplar se declaraba afín a ese canto. Otros cantos, otros trinos se mezclaban con el suyo. Cada uno trasladaba un mensaje simple hacia un destino secreto.
Bordeaba riesgosamente los roqueríos un bote con seis pescadores que se bamboleaba y desaparecía por trechos, ya la proa, ya la popa, ya un costado o el otro. El mar no estaba en calma, como parecía desde lejos: lo delataba ese vaivén. Dentro del bote había movimiento, tal vez gritos que no llegaban, no interrumpían el canto del pájaro grisáceo. Un hombre cayó al agua, no se escuchó el chapuzón.
Nadie le arrojó un salvavidas; los pescadores remaron mar adentro, dentro de una especie de lejano filme sin sonido, y en su arbusto el ave continuó trinando.

jueves, septiembre 24, 2009

Basura

El pensamiento de Vargas se llenó, de un momento a otro, de basura. Descendió los doscientos escalones de la nave y se encontró con su sombra en el muelle, bajo el sol afilado del sur. Sus acompañantes venían más atrás, se esforzaba en dejarlos atrás, se complacía rabiosamente en dejarlos solos. Venían tranquilos, cada uno con un pensamiento en la mente. Vargas habría jurado que dentro de ellos bullían pensamientos normales, pacíficos, que guardaban relación con ese mundo vulgar que habita la gente vulgar que puebla el mundo y que son todos, unos examinándose a otros, el mundo convertido en una oleada de caparazones, en millones de acciones, mejor aun, actuaciones, según el postulado que proclama el autor de "La bestia en la jungla", cuyo libro llevaba en la maleta.
Entre las que lo seguían se hallaba su mujer. Contra su voluntad admitió -puesto que admitirlo le dejaba su falla al descubierto- que luego sentiría una gran compasión hacia ella, compasión que por supuesto ella nunca le había pedido. En favor de nuestro personaje habremos de reconocer que dicha compasión no pasaba de ser un plan; o sea, una compasión ficticia, por venir y por lo tanto falsa, demasiado lejana de la rabia que lo envolvía en ese momento; peor aún, de la desazón, que es la antesala de la angustia. De modo que cabía la posibilidad de que la compasión no apareciera y en su lugar, si es que algo le podía nacer después de esto, surgiese un sentimiento mayor, más elevado.
La desazón dio paso al miedo: a estas alturas de su vida conocía perfectamente lo que había un escalón más abajo, revolviendo la basura que flotaba en ese resumidero expuesto al brillo del sol. Allí estaba, espesa y gris como siempre, la laguna fantasma. Cada vez que tropezaba y caía en ella trataba de huir a toda costa, se ponía bueno, generalmente entraba a una iglesia y rezaba oraciones inventadas, porque la laguna fantasma era una laguna de temer; huir de sus aguas fangosas devenía en ilusión, escapar de su légamo pútrido, andar a saltos sobre ella era la fórmula ridícula para no sumergirse para siempre, pues ya debajo se pierden el hambre y la sed, y el cuerpo se marchita y entonces ya nada vale.
Se esforzaba en sacar a flote toda su basura, en derramarla desde sus ojos al paisaje del sur y a esos autos que iban y venían por la costanera y a las inmundicias que flotaban en el mar, basura real, no imaginada, y a los graffitis en las esculturas y a los estudiantes que se besaban a las tres de la tarde.
Pero eran toneladas de basura, riadas interminables que vencían la gravedad cuando salían por sus ojos, su boca...
Pensó, desesperado: qué me haría feliz, qué me haría feliz, qué me haría feliz. Mas de qué servía pensar, si sabía la respuesta. Pensar justamente en esas cosas no hacía más que enriquecer la basura.

Debes esperar
Es un estado pasajero
Ya todo volverá a la normalidad
Y querrás disfrutar nuevamente del sabor del té
Y te complacerá la sonrisa de los tuyos
Y dirás: todo bien, todo está bien
Y sentirás pena de ti mismo
Y al sentirla
Compadecerás a los que sufren
Eso te hará inmensamente feliz
Y querrás llorar
Pero ahora estás inmerso en la basura
Y debes esperar

Esperaba, tratando de cometer la menor cantidad de insensateces. Deseando, deseo absurdo, de que nadie se diera cuenta de su sentir. A veces tuvo que esperar días. Hubo una vez que esperó varios meses; analizando las cosas con frialdad, tres años.
Ahora las esperas eran cada vez más cortas. Antes su pensamiento le exigía proezas para salir adelante; hoy le bastaba con apostar que el taco del riachuelo se abriría de repente y la basura dejaría fluir de nuevo el agua por donde se movían sus pensamientos.
Pensó que el pensamiento se deja cazar a menudo, queda aprisionado por estos desagradables tacos y la basura que se amontona consta de palabras sucias cuyas similitudes aturden. La basura se manifiesta a través de voces, frases hechas, vida interior pura (un siquiatra diría algo así como "recuerdos que neurotizan", "estados incompletos"; una larga lista de definiciones que de nada le sirven a la víctima). Sabía que en ese momento le era imperioso salir de sí mismo, que no debía seguir atrapado por esa sensación lacerante y autodestructiva.
-¿Qué te pasa? ¿Ya te sientes mal?
Qué le podía responder.
-Si quieres irte solo, vete, basta que lo digas.
¿Quería irse de verdad? ¿Deseaba estar solo? ¿Qué quería?
-Sentémonos un momento.
Vieron esos graffitis, esos muchachos besándose, perros dando vueltas en una plaza, las fondas vacías, acabado el 18; el Club Alemán, el edificio de Ripley, Paris y Falabella, espejismo de esperanza; y recortando el horizonte, el mar, el mar... más amenazante aplastado por el sol de primavera. El mar podía ser la escapatoria, tal vez la solución que abriera el taco del pensamiento. Pero si se ha venido del mar, si ya se ha vuelto del mar, si el mar se aleja hacia el pasado, si las tiernas caras, las noches y la contemplación de los bosques que lo acompañaron desde la nave van retrocediendo en la estela que se dirige hacia la profundidad de la memoria, ¿qué queda entonces?
No, el mar no era la esperanza.
La única esperanza era esperar.

lunes, septiembre 14, 2009

La mujer invisible

Tal como la describe ese popular cuento de folletín, la mujer invisible utilizó su poder para hacerse millonaria. El amor no le sentó bien, pero el sexo sí, y de qué manera. Aprovechando que nadie la podía ver desahogó sus más extrañas pasiones. Luego se recluyó en una isla paradisiaca, rodeada de esclavos, a quienes trató como perros. El cuento termina cuando una nave espacial se la llevó a otro planeta, costo que pagó por su invisibilidad.
Se me ocurre que es imposible imaginar con certeza, más todavía para un varón que se entregue a ese ejercicio, lo que haría realmente una mujer invisible, me refiero al modo en que variaría su conducta habitual, si tuviera ese don.
Partir conjeturando que no habría una sola mujer invisible, sino millones de mujeres invisibles (así como no existe un solo hombre invisible) parece una ingenuidad, dado el elevado grado de fiabilidad de la hipótesis.
Dificulto en todo caso que la mujer invisible sería como la de ese cuento, escrito sin lugar a dudas desde una perspectiva masculina. Creo que la verdadera mujer invisible, hasta la más andrógina de las mujeres, se hallaría en serios problemas apenas su piel, sus músculos, órganos y huesos se transparentaran. Si quisiera utilizar su poder, que más bien sería su castigo, probablemente lo haría para averiguar asuntos de otros, no tanto para ver a otros. Sin embargo, hechos los descubrimientos que le interesasen su aburrimiento se tornaría mortal. ¿Ser invisible? ¿Para qué? ¿Para entrar a los probadores a mirar hombres desnudos? ¿Robar dinero de las bóvedas de los bancos? ¿Colarse en lujosos cruceros? ¿Comer gratis en los restaurantes franceses? ¿Desentrañar los secretos diplomáticos?
La mujer invisible no podría ser mirada y menos admirada. Nadie la tendría en cuenta, nadie la desearía ni le ofrecería matrimonio. Nadie la trataría como a una reina y de ninguna de sus amigas sería la envidia. Si fuese bella, nadie lo sabría. ¿De qué le serviría ponerle el pie encima a los hombres? ¿Qué quedaría demostrado con eso?
Para la óptica masculina, que creo que es la mía, la mujer invisible típica, aun la de estos días, y debiera decir sobre todo la de estos días, vendería su alma por ser joven, bella y demasiado visible. Rindiéndose a sus propios pecados capitales sí que gozaría como china.
Epílogo de este breve ensayo: cuando se invente la tinta que haga invisible al cuerpo humano, sea hombre o mujer el cuerpo que cubra, se acabará el amor en la tierra, tal como lo conocemos hoy. En otras palabras, el amor se verá obligado a entrar en una nueva fase. Y eso le hará muy bien a la humanidad, descontando los miles de crímenes que naturalmente habrán de cometer los amantes engañados, aprovechando que actúan a mansalva.
Pues ningún amante es capaz de salir indemne de la invisibilidad de su pareja.

miércoles, septiembre 09, 2009

El primer puesto

Lo he dicho antes, pero me parece que no con la precisión que intentaré decirlo ahora: si de algo he de arrepentirme cuando llegue mi última hora es de haber intentado buscar amor. Tanto daño a la fe, tanta traición al cariño recibido.
El sacerdote escuchará, como suelen escuchar los sacerdotes, y doy por descontado que me perdonará cuando alce su mano y haga la señal de la cruz, pero yo no me quedaré tranquilo: solamente habré cumplido el rito y eso, para el alma, no significa gran cosa. Lo que hay adentro, debajo de la máscara que cubre la piel, es imposible de engañar. Eso que se esconde ni siquiera es un concepto moral heredado de las tradiciones cristianas. Es una sensación, la de no haber sido honesto conmigo mismo.
El mandato que recibió mi mente, creo que entre los tres y cuatro años, fue que yo era un ser vivo, un ser humano, desde luego, un ser pensante, un ser que vivía rodeado de seres sobre los cuales debía imperiosamente destacar, para de esa forma lograr el ansiado amor, que ni más ni menos traduje como el reconocimiento de que yo era un ser vivo, único, imprescindible.
El amor se asociaba a la vida y la vida, al reconocimiento. Al reconocimiento sólo se llegaba a través de la superioridad. Mis frases de ese tiempo e incluso de este tiempo: "El ser anónimo es indigno de amor". "El desconocido no vale nada". "Ser ignorado es ser despreciado". Curiosamente son máximas que hacía y hago valer sólo para mí, pues ante los verdaderos despreciados, que son los perdedores, los encadenados al vicio, los locos y los mendigos, sentía y siento una compasión que a menudo me hace brotar lágrimas.
No hay peor afrenta para mí que ser ignorado. Soy capaz de hacer locuras, incluso de llegar a la violencia cuando me dejan al margen, me desestiman, se olvidan de mí, me miran por encima del hombro. Y no hay peor vergüenza que la ignorancia, porque abre flancos que desnudan y humillan mis aspiraciones.
Por las noches, al acostarme, repetía sagradamente la oración inventada: "¿Quién ha sido la persona más famosa del mundo? Jesucristo. ¿Quién ha sido el hombre más famoso del mundo? Jesucristo". Venía entonces el mandamiento: "Debo ser superior a Jesucristo". "Debo ser imperiosamente superior a Jesucristo". "Urge sobrepasar a Jesucristo". Y terminaba, antes de dormirme, con las preguntas y la arenga: "¿Puedo serlo? ¿Me es dable cumplir tan alta meta? ¡Sí, puedo! ¡Sí, debo!". Entonces me dormía como un pajarito.
Con el tiempo escalé en mi curso hasta conseguir el primer puesto, lo que me costó sangre, sudor y lágrimas. Ese día, cuando le ofrecí de sorpresa la libreta de notas a mi mamá, ese día en que ella saltó de alegría, ese día fui, lejos, superior a Jesucristo. Creo que el otro día fue cuando aprobé el examen de grado con distinción máxima. Estaba ebrio de alegría y había dicho puras estupideces ante la comisión. Pero demostré que se podía ser superior a Jesucristo.
En tanto, me amaban y no me daba cuenta. Porque vivía y vivo buscando amor, por los caminos más absurdos.
Ya estoy (iba a decir viejo) algo maduro en edad, aunque para muchos, sí, ya estoy viejo. Y he descubierto algo que no por ser obvio deja de tener su importancia: creo que Jesucristo no pasa de ser un mito y darme cuenta de esa verdad recubre mi ser de una pacífica melancolía, como si una tibia niebla me brindara su compañía desde este mismo momento, haciendo menos áspero el camino que me resta por transitar. Sí, a Jesucristo se lo puede superar, pero fundar un nuevo mito capaz de derribar al mencionado, eso gracias a Dios no me preocupa; pues ya estaríamos hablando de palabras mayores.
Tal vez aún sea tiempo de tomar la senda real, ausente de fantasías megalómanas, la senda que lleve al lirio del campo del que habla Blake.

sábado, septiembre 05, 2009

La hoja de diario

Es la hora más larga de las 24 que componen el día. La hora en que el cuerpo se adormece naturalmente después del almuerzo, para que la digestión y sus órganos pasen a jugar el protagonismo de esta historia tan absurda, la historia del paso del hombre por la tierra. Vargas se sienta en su sofá y se tapa con su manta favorita; la luminosa habitación sólo registra un movimiento: el del péndulo silencioso del reloj de pedestal. Del campo no le llega ni un sonido; hasta los pájaros se han posado a dormir siesta. El lago es una sábana gris que entristece y pacifica el entorno. El invierno está por retirarse, pero nada parece anunciar la primavera. Qué hacer, ¿vencer el sueño o entregarse a él? Es un dilema; el libro de turno se halla al alcance de la mano, en la mesa de centro, los padecimientos del joven Werther, pero inclinarse a recogerlo implica un esfuerzo sobrehumano. La idea debe ser abandonada para cambiarla por otra; mirar por la ventana, mirar hacia un punto en la pared, no mirar, cerrar los ojos, sentir, tratar de sentir, concentrarse en qué se siente, pensar, recordar, planificar, soñar despierto para luego irse durmiendo, levantarse a hacer café; no, levantarse no, quedarse así, así no más, no hay nada mejor que esto, todo se está cumpliendo como ordena la naturaleza y ni siquiera hay que moverse. Desde la otra habitación, la del comedor, donde a ella le gusta estar a esta hora, su mujer chasquea la lengua, se unta el dedo y pasa una página del diario. Vargas, tomado por sorpresa por ese simple sonido que corta en dos el silencio, experimenta un escalofrío, un placer indescriptible, tanto así que su mente se esfuerza en repetirlo, en hacer durar ese segundo por la eternidad, sentado en el sofá, cubierto por su manta favorita, mirando un punto en la pared. Cómo es que una hoja de diario rompiendo la monotonía de esa larga hora lo ha puesto así, no lo entiende. Trata de entender; no puede. Quisiera rogarle que doblara otra hoja de inmediato, pero parece tan ridículo pedírselo en voz alta, y ya no sería lo mismo. Es que ahora está preparado, alerta para recibir placer y los grandes placeres lamentablemente no se anuncian, atacan de improviso y dejan su estela de relámpago para un amago de recuerdo que puede durar la vida entera. Qué es el goce, dónde reside el goce sensual, espiritual, el goce que provoca una página que pasa a la siguiente, ¿es la hoja misma y las ondas sonoras que esparce la que hacen estremecer el cuerpo de gusto o es la conciencia que transmite, la de estar acompañado en una casa grande para dos, viviendo los últimos años, tal vez el último invierno? ¿Cuándo se siente el placer de la hoja que se dobla, cuando se dobla o después que se ha doblado?, tal parece que cuando se dobla, pero entonces la conciencia no sería necesaria, querría decir que los animales también gozan como él, mejor que él, porque no hay después para ellos, sólo el momento que llega de improviso, que son todos los momentos de sus vidas; en cambio Vargas tuvo que esperar tantos meses, tantos años para que se doblara esa hoja en la casa frente al lago, tantos años, que cuando se dobló ya era tarde, y el placer se le escapó de entre las manos.

martes, septiembre 01, 2009

Séper y el primer cuento

Mi primer cuento relató los avatares de un hombre que se ganaba la lotería y malgastaba el dinero. Lo escribí alrededor de los 10 años, en dos hojas de cuaderno, y lo dejé encima de la mesa, como para que lo leyera mi mamá. Luego salí a jugar con mis primos. A la vuelta supe que mi mamá se lo había leído a mi papá. Me felicitaron y pusieron sobre todo como ejemplo la moraleja de la historia, implícita en el trágico final.
De los once que conformábamos el conjunto de primos rancagüinos, el Séper era el más creativo de todos y si de grande terminé convirtiendo en texto escrito o en dibujos mis fantasías, se lo debo en parte a él. El Séper creaba cómics de un detective que fumaba pipa, mientras yo seguía dibujando repetidas historietas de partidos de fútbol y de vaqueros. Él se firmaba con seudónimo; a mí no se me había ocurrido. Realmente llegó a ejercer mucha influencia sobre mí en esas cosas, tanto así que -y ahora recién lo declaro- nunca he dejado de pensar que detrás de mis obritas se esconde un secreto robo, un plagio a su imaginación.
Como buen soñador, el Séper también era hedonista, amante de la materia y los placeres que pudieran estar al alcance de un niño de 12 años. En ese tiempo se había obsesionado con unas botas que vendían en la zapatería de calle Independencia esquina de Bueras, de la que no logro recordar el nombre. Él no tenía dinero, sus papás eran más pobres que los míos, pero se las ingenió para procurárselo, no sé cómo, no me atreví a preguntarle, y una mañana, camino al liceo, lo vi con las botas puestas. Para que sonaran aún más -y se gastaran menos- les había mandado poner una tapilla de fierro en el taco, antes de estrenarlas.
Allí íbamos los dos, con nuestros bolsones, desafiando la escarcha invernal, sus botas resonando en el cemento, como las de las películas de espadachines. Al poco tiempo persuadí a mi mamá de que el zapatero les pusiera tacos de suela a mis zapatos, para que también sonaran al andar. ¡Qué fácil era ser felices! ¡Y qué inocencia se escondía en mi alma, entonces!
Una de esas tardes de vagancia me propuso que escribiéramos cada uno un cuento y luego comparáramos los resultados, digo resultados porque sería presunción desmedida hablar de "creaciones artísticas" o "trabajos". No sé si él lo escribió; no lo recuerdo. Lo que sí viene hoy a mi memoria, a medias, es el cuento que escribí yo, mi primer cuento.
Un hombre de mediana situación económica está leyendo la pizarra con los resultados de la Lotería y descubre con sorpresa que ha ganado el premio mayor, el gordo. En esos tiempos el maestro Cárdenas no pensaba incorporarse al imaginario colectivo nacional, de modo que mi personaje bien pudo ser su antecesor. De hecho, creo ahora que al maestro Cárdenas le habría resultado de provecho haber leído el cuento. El afortunado ganador se entrega a los grandes placeres de la vida, consistentes en comprar un televisor, una casa de dos pisos, un auto de cuatro puertas y sobre todo, en tomar vino todos los días. En la presentación de los hechos y la descripción de esos placeres deben de haberse ido casi las dos hojas del cuento. Los últimos renglones los reservé para el triste final. El hombre de pronto desaparece, deja de verse en la ciudad, hasta que un día alguien lo encuentra botado en una esquina. El personaje secundario lo remece, lo quiere despertar, pero el millonario, hoy convertido en mendigo, no reacciona: está muerto. Y ha muerto en la miseria porque no supo administrar su fortuna; o sea, no ahorró el dinero que le cayó del cielo.
Uno de los centros de mi filosofía, está casi de más enunciarlo porque el cuento lo dice mejor, ha sido el ahorro. Algún remoto día se me metió en la cabeza que el secreto de la vida no consistía en ganar mucho dinero, sino en ahorrar el que se tenía. Confieso que con esa forma de pensar no me ha ido mal. He podido darles un buen pasar a mi esposa y mis hijos y no nos ha faltado lo básico en el hogar. A cambio de eso, mi propia vida, hablo de aquella que se puede palpar, ha sido más bien grisácea. No hubo grandes saltos al abismo ni insólitos desafíos, y sí demasiada mezquindad.
El Séper sí que aceptó desafíos. Se embarcó en un viaje en auto a los Estados Unidos, que terminó abruptamente en Lima con los jóvenes ocupantes peleados entre sí y los bolsillos de todos vacíos; abrió y cerró negocios, tuvo una aventura con una mujer de Brasil; viajó a Paraguay, donde se dice que enamoró a la hija de Stroessner y amasó gracias a esa relación una pequeña fortuna; fue, en fin, y lo declaro por los otros diez, el primo que envidiamos y admiramos a la distancia.
Un día, no hace tantos años, volvió a la ciudad. Mi tío Pablo -su papá- lo acogió en el sitio que arrendaba para estacionar autos y allí el Séper se instaló en una pieza, ayudándolo en ese trabajo, hasta que mi tío se murió y su mujer, que no era su madre, lo desalojó. Me han contado que ahora vive con su buen hermano, el Jorge, o Maravilla Gamboa, que de por sí conformaría otro capítulo de esta ya larga y provinciana serie.

lunes, agosto 31, 2009

Relatos eróticos

Mi mujer me pide que le enseñe uno de mis relatos eróticos. Qué raro es todo; mi mujer, que siempre ha sido reacia a ese tipo de literatura, ahora quiere leerla. Uso un mal verbo: quiere sentirla, lo noto en ciertos gestos ondulantes, cierta mirada en diagonal, cierta sonrisa tibia.
¿Y qué le voy a hacer? Tengo que darle a beber mi literatura, pero debo escoger el relato con pinzas. Nada de viajes con amantes ni señoritas de campo ni mujeres en el confesionario, aunque noto que la censura la ejerzo yo. Tal vez algo logre aprender de ella luego de esta inusual experiencia.
¿Quiere saber de mí? Creo que no, creo que ya me conoce por entero, aun estos desvíos que más que perversiones son fuegos artificiales de niño curioso.
Entonces, ¿quiere saber más de ella misma? Creo que no. Mi mujer no es de dobleces. Cuando hay que ir al ataque, va al ataque, sin mirar atrás. ¿O me equivoco medio a medio, y esta construcción mental que he hecho de ella no ha sabido hurgar en la nuez que hay bajo la cáscara?
¿Qué busca? Lo que me temía: que yo la conozca un poco más, que abandone mis fantasías y descubra y me entregue a las suyas.
Ella está al borde de iniciar el viaje hacia una sensualidad femenina que apenas intuyo y que descubriré no sin pudores y de yapa afectado por uno de mis tradicionales ataques de celos.
Y pensar que lo propicié todo, buscando lo que no deseaba hallar.
Así están las cosas, algo complicadas para mí.
Es que las noches, los sueños, revelan mis verdaderos problemas, los que no deseo ver durante el día, pues entonces marcho errante, y con los ojos cerrados.

martes, agosto 25, 2009

Los novios de la tía Gloria

El primer indicio de fiesta en mi casa era la bandeja de 25 chilenitos que mi mamá encargaba donde las hermanas Rebolledo, a una cuadra de nuestro hogar. Cerca de las tres de la tarde del sábado la íbamos a retirar y desde ese momento quedaba dentro de la vitrina, en el comedor. Como con el Vitorio teníamos fama de responsables -admito que él menos que yo, y digo admito porque no creo que la responsabilidad sea una virtud en niños de 9 y 7 años-, la bandeja permanecía prácticamente inmaculada hasta que comenzaba la fiesta. A lo más nos robábamos un chilenito, tal vez dos, y mi mamá, que era la más antojada de los cuatro, otros dos.
Los pasteles perdían el protagonismo apenas se iniciaban los verdaderos preparativos. Una mujer obesa de moño y venitas en las mejillas y sobre todo en la nariz tocaba a la puerta, saludaba y se metía de inmediato a la cocina. Las ollas comenzaban a humear mientras picaba cebolla, cilantro y perejil, rebanaba los tomates, batía la mayonesa. Las papas caían al agua hirviendo. Con mi hermano nos asomábamos a la cubierta blanca de la mesa, llena de locos y choros gigantes -que en ese tiempo se vendían a destajo-, asombrados ante unas jaibas vivas que daban vueltas sin destino dentro de otra olla y ante unas conchas en forma de tubo, desde cuyo interior salían unas pinzas carnívoras que parecían preguntarse qué diablos hacían encima de una mesa. Luego partíamos a jugar a la esquina, felices, porque sabíamos que al regreso habría fiesta.
Lo curioso, y esta es otra prueba de la veleidad de la memoria, es que la fiesta misma no la logro recordar; quiero decir, nuestra participación en la fiesta, o más claramente dicho, la participación mía y del Vitorio. De modo que aunque yo mismo no lo deseo, y sospecho que mis lectores tampoco, debo saltarme esa parte y pasar al momento en que ya estábamos acostados.
Ahora que lo pienso, y por algo la memoria me devuelve ese recuerdo, la verdadera fiesta empezaba para nosotros dos en el momento en que cerrábamos la puerta del dormitorio y nos largábamos a saltar en las camas, a tirarnos almohadonazos o a pelear boxeo chino. Éste último juego consistía en colocar nuestras cabezas dentro del forro de los almohadones, de modo que la cara quedaba protegida por el relleno y la nuca cubierta solamente por la tela del forro. Con esa divertida protección nos podíamos pegar cuánto quisiéramos, a menos que un puñetazo diera en la nuca del adversario, en el estómago o los dos rodáramos hasta caer al suelo.
Casi todas las fiestas eran iguales. Mi papá aparecía en la pieza de improviso, con los ojos cada vez más vidriosos y la lengua más trabada por la bebida. Ponía voz de enojado y nos gritoneaba; luego volvía al comedor, donde el ruido de la conversación, de las carcajadas y del baile superaba con creces nuestro desorden. No estoy seguro de si en ese tiempo ya teníamos el pickup y si ya había salido al mercado el long play 33 un tercio "Carrera de éxitos", de Bert Kaempfer, que batió todos los récords de ventas. Si no era así, para eso estaba la radio.
Casi todas las fiestas eran iguales, decía. La diferencia la hacían los novios de la tía Gloria. Si con mi hermano sacábamos la cabeza del dormitorio para mirar la llegada de los invitados era con el exclusivo propósito de ver qué novio traía esta vez la tía Gloria. Los había de todos los pesos y tamaños; había figuras alargadas de ojos cadavéricos y aire ausente, abrutados mocetones, hombres peinados para el lado, comerciantes de terno y corbata, tipos de apariencia solemne que a media fiesta ya bailaban emborrachados con la camisa afuera, chicocos vociferantes de pelo ondulado, en fin, de todo, incluso un pelado cantor que la junta familiar celebrada al día siguiente para recordar los grandes episodios de la noche anterior consideró algo así como el colmo y señal segura de que las cosas andaban mal para ella. Lo curioso es que se trataba de hombres que en la semana yo solía ver caminando por el centro, serios, afanados en sus labores y que al detectarlos actuaban como si me rehuyeran la vista, como si con ese desaire me acusaran de ser un fisgón poseedor de sus secretos. Desempeñaban las más diversas ocupaciones, aunque la mayoría se adscribía al círculo del magisterio, ya que la tía Gloria era profesora y compañera de trabajo de mi mamá en la Escuela 2.
En la casa se decía que ella y su hermana, la tía Julieta, también maestra, pintaban para solteronas. Mi madre se había autoimpuesto la misión de casar a la primera porque se daba cuenta de que sus labios pintados de rojo, su mirada firme y su vestuario pedían a gritos un marido, problema que a la tía Julieta la tenía sin cuidado, me refiero al problema de tener o no tener marido. Pero las cosas parecían ir cuesta abajo en la rodada, a juzgar por el novio de la última fiesta, el pelado cantor.
Al final la tía Gloria se casó. El último novio llegó del sur, se prendó de ella y la hizo su mujer. Meses antes del matrimonio, cuando todo su entorno rancagüino lo presionaba para declararse, alguien que mi memoria olvida pasó frente a la casa de la tía Gloria y miró por la ventana hacia el interior. El novio estaba sentado en un mullido sillón, cubiertas sus piernas con una manta de lana, bebiendo una copita de licor. Era un hombre maduro, rechoncho, de cuidado bigotillo, sonrisa satisfecha, pelo engominado y mirada de ensoñación. En ese momento su futura suegra entró con una fuente humeante de sopaipillas pasadas y la puso en una mesita de arrimo, a su entera disposición. El novio suspiró, agradecido.
Formaron buena pareja, no hubo arrebatos pasionales, ni triángulos, ni platos rotos. El novio no se la llevó a otro pueblo, como a la Gradisca, pero se me ocurre que, descontando ese detalle, todo fue muy parecido.

miércoles, agosto 19, 2009

Revolución, contrarrevolución

En qué me aventaja, en la ingenuidad de su fe
En qué la aventajo, en que la conozco y no me conoce
En qué me aventaja, en la locura de su convicción
En qué la aventajo, en que he reunido algún dinero
Ella no muere, a mí se me van los años
Pero ahí, ¿de quién es la ventaja?
Habría que discutirlo

Decían que ya se había visto todo, que no había nada nuevo bajo el sol
Pero llegó esta diosa, se quedó y antes desordenó la casa
Será mi presente, debe serlo, me gustaría que así fuera
Pero la pura verdad es que siempre será Ella

La diosa levanta la marea, me desea en la playa
Como tantos esqueletos de cangrejos

Mi verbo es contrarrevolucionario
Ella es la metáfora de la revolución
Yo no represento a nadie, a lo más a uno o dos seguidores de La bella molinera
Ella representa a miles, a millones
Pero esos dos o tres al menos me hablan
Mientras que la diosa no le habla a nadie y ellos no se hablan entre ellos

El sol es el mismo para todos
Se anuncian nuevos días, es verdad
Las nuevas flores del ciruelo no serán las del año que pasó
Llegará ese amanecer que no veré
La deidad velará a sus muertos
Dará de mamar a sus retoños
Los retoños se harán fuertes
La sobrepasarán en altura y poder
Se le acercarán, la dejarán atrás
Y de pronto estaremos sepultados
No todos
Algunos serán cremados
Y no pocos desaparecerán sin dejar huellas

La diosa no nos ama, sólo se ama
La querría siempre a mi lado
¿Quién no querría que así fuera?

Un día me humillé y se lo pedí de rodillas
Quédate conmigo, no me dejes, no me desprecies, no quiero envejecer
Yo era una pizquita mayor; apenas le llevaría un par de años
Se fue igual
En estricto rigor, el que abandonó fui Yo
Ella se quedó al borde del arroyo
Adorada por sus fanáticos
Apenas sobresalía en ese carnaval del bosque
El mundo se desplomaba, mas los dementes lo sentían renacer
Ella no los sacaba de su error y reía a mandíbula batiente
Vestida de tul
La llamaba, le suplicaba a la distancia, bien lo recuerdo
Así se fraguó mi contrarrevolución

He aprendido tantas cosas
A verme desde afuera, a otear, a descubrir el noble corazón del sabandija
Bien abrigado se piensa mejor
Los guantes de cuero y el talco de peluquería dan un aire
Hacen la diferencia
Mi contrarrevolución no detendrá al mundo
A lo más la hará ruborizarse, le pellizcará las nalgas
Un pequeño golpe de suerte
Y tal vez me cuele de improviso
En su momentánea estantería

martes, agosto 18, 2009

Un mate, la noche y el Conejo

Había noches de sábados felices y había noches aburridas y también había noches angustiantes, como cuando mi papá andaba en las juntas y completaba dos o tres días sin llegar a la casa, acompañado de sus amigos el Ojos grandes y el Conejo, apodos que para cualquiera podían resultar divertidos pero que para nosotros sonaban a pesadilla, a verdaderos malos de la película; esto es, malos sin película o mejor dicho, personajes secundarios de una película protagonizada por nosotros pero desde el otro lado de la pantalla, el lado real que era la sala de cine y su continuación, nuestra casa en la población Rubio, nuestra anónima vida rancagüina.
Las noches aburridas consistían en acostarse cuando llegaba la hora... y apagar la luz. En aquel momento se me revelaba uno de los cuadros más melancólicos de mi infancia, que suele emerger en estas notas: con la habitación a oscuras cobraba importancia monumental el naranjo ubicado en el patio, en el pequeño patio de la casa. De día era un naranjo como cualquiera, sólo que apestado, que nunca o casi nunca daba naranjas. Pero de noche era otra cosa, con su ramaje negro y ligeramente ondulante ante la más mínima brisa, ramas largas de poco follaje que se interponían entre la luna y yo, entre las nubes y yo. No es que cobrara vida humana, eso lo sabía cualquiera, aunque a veces al Vitorio, acostado en la cama más alejada de la ventana, le daba un poco de susto la idea. Era más bien la sensación inquietante que desprendía su figura vegetal, casi animal. No deseo extenderme más con esa pieza y ese naranjo, porque no es el tema que hoy me impulsa a escribir, pero la imagen del gato invasor aprovecha su oportunidad y brota sola, al igual que la de la linterna, el gato que me pasa rozando la cara, los dos con el Vitorio aterrados por el maullido siniestro del felino al arrancar, el gato saltando por la ventana y perdiéndose en la inmensidad de la noche; y la luz de esa linterna que nos despierta cuando nos alumbra directamente a los ojos y nos pregunta -el hombre que lleva la linterna, otra especie de invasor, pero un invasor hasta cierto punto respetuoso y protector- nos pregunta mientras camina por los travesaños del parrón si hemos visto al ladrón que huye perseguido por el barrio entero.
En las noches felices, hablo de las noches de invierno que suelen ser las más felices, mi mamá preparaba mate en el dormitorio grande, el que daba a la calle, que de grande no tenía mucho, pues apenas cabía la cama de una plaza y media con respaldos de bronce, dos veladores y un ropero de dos cuerpos. Mi papá se servía el mate en la cama, con mi madre entrando y saliendo del lecho cada vez que se vaciaba el contenido. Comíamos pan de hallulla con arrollado, cuando había dinero, o con dulce de membrillo, cuando no había tanto.
Por motivos dignos de análisis, pero que alargarían este fragmento y quizás lo llevarían hacia otros derroteros, de modo que por esta vez no serán expuestos (ya con el gato y la linterna basta y sobra), siempre que recuerdo a mi padre feliz lo veo dentro de una cama. Como en la ocasión que estoy narrando, o como cuando anotaba datos en una libretita con el audífono en el oído y la televisión encendida, esto último muchos años después, ya con la televisión instalada en diversos espacios del hogar, que era otro hogar, otra casa más amplia, en una población "más decente" que la de los obreros de la Braden: la población de los profesores.
La ceremonia del mate era bastante sencilla. Mi madre calentaba la tetera en la cocina a parafina, el agua hervía y la tetera quedaba humeando sobre el brasero instalado en la pieza. Mientras, le echaba la hierba a la calabacita, que completaba con trozos larguiruchos de cáscaras de naranja. El rito exigía golpear los costados de la calabaza con la bombilla, una vez echada media ración de agua hirviendo. Entonces metía la bombilla y llenaba el mate de agua. El primero, el mate amargo, se lo tomaba mi mamá. Lo consideraba una especie de sacrificio, que los demás nunca cuestionamos, a sabiendas de que su voz era la que se imponía, ya que un remoto día en la historia nos metió en la cabeza a los tres hombres de la casa que ella siempre tenía la razón. El segundo mate era para mi papá, con azúcar. Después veníamos nosotros, cuando la hierba se suavizaba por el uso. Luego comenzaba otra ronda y así hasta completar tres o cuatro rondas. Había variantes: el mate con malicia, que sólo en contadas ocasiones nos era dado saborear, "porque podíamos acostumbrarnos", y el mate de leche, que tenía un sabor que al principio rechazábamos con el Vitorio pero que ante la insistencia terminaba por gustarnos. Todo duraba aproximadamente una hora y cuarto. Luego debíamos volver a nuestra pieza, se distribuían los guateros de metal y ellos apagaban la luz, acurrucados el uno con el otro.
Proyecto la imagen de ese momento mágico en mi mente y me veo con el Vitorio tratando de meternos a la cama con ellos, pero no cabemos, así que no nos queda otra que disfrutar el mate dentro de la pieza, pero no recuerdo en qué lugar, por más que hago memoria. Posiblemente hemos llevado alguna silla del comedor, permanecemos sentamos en algún pisito de totora o nos han dejado subir a los pies de la cama. Seguramente estamos a los pies de la cama cuando escuchamos un golpeteo en la ventana. Quién es, pregunta mi padre. Del otro lado se oye una voz no muy alta, no muy alta en el sentido de que proviene de un individuo de baja estatura, que con suerte alcanza a llegar al marco de la ventana, una voz que grita ¡el Conejo!
Nos quedamos petrificados. El Conejo está invitando a mi papá a salir, y lo está invitando así como invitan los obreros, los mineros rancagüinos, lo llama Mardones, se salta todo protocolo, osa tocar a la ventana sin ninguna educación, no piensa ni por un momento que mi papá pudiera estar acompañado, pero para nuestra gran felicidad él no se siente de ánimo para una farra, es el papá bueno y paternal el que hoy nos acompaña. Dónde vái, le pregunta desde la cama. A la sucursal, le responde el Conejo. Mejor ándate a tu casa. No, Mardones, si vos no querí es cosa tuya, pero yo voy a salir igual.
El Vitorio, vivamente impresionado con la escena, la saca a flote al día siguiente. Cuenta, no recuerdo a quién, que estábamos tomando mate cuando sonó la ventana y entonces mi papi preguntó quién era y entonces el señor dijo que era el Conejo y cuando mi papi le preguntó dónde iba, el Conejo dijo que iba a la persecución.

jueves, agosto 06, 2009

Mi padre y mi madre

Esto nunca lo hablamos, de modo que no pasa de ser una interpretación mía, pero se me ocurre con algún grado de certeza que mi padre debió de enamorarse de mi madre cuando advirtió en ella un aura imposible de superar y enormemente más luminosa que la suya. Reitero: estoy interpretando.
De lo que sí hablamos con mi madre, y que ella me lo declaró con una sinceridad desprovista de pegajosos sentimientos anexos y por eso más pura que cualquier otro tipo de sinceridad, fue de la propia intensidad de su amor. Me contó una noche de verano, bajo un fresco parrón que ya anunciaba en las bayas apelotonadas los racimos rojos y jugosos de febrero, me contó que ella se comprometió sin estar enamorada, se casó sin estar enamorada y vivió sin estar enamorada de mi padre, pero ahora que él ya no estaba en casa (había muerto meses antes de esa conversación) sentía que le faltaba la mitad de su vida. De hecho su aflicción se la llevó a la tumba cinco o seis meses después. Todo lo que me dijo esa noche lo había dicho delante de mi padre en su momento, con esa misma sinceridad.
Siempre solí menospreciar a mi viejo, y lo declaro con no poca vergüenza, pero debo reconocer que en un detalle me sacó una ventaja irremontable: una vez que vio la luz, por llamarla así, la persiguió como polilla, a riesgo de morir en el intento, y hasta se humilló para conservarla durante toda su vida. Nunca lo dijo con palabras, porque su elemento eran los gritos más que las palabras, pero a todos se nos hizo evidente que para él, mi madre fue su gran tesoro.
El mundo se mostraba sorprendido de esta verdad y más de alguien comentaba abiertamente, con palabras rayanas en la falta de respeto, similares a las de los presidentes que hablan de los asuntos internos de otros países, que era de gran injusticia que mi madre soportara a mi padre, sobre todo por la forma en que él la trataba. Víctor y yo, sus hijos, a menudo coincidíamos en el juicio, aunque internamente parecíamos ser poseedores del secreto de ese amor, que, oh paradoja, años después de quedar sepultado en el mismo nicho del cementerio municipal de Rancagua, cajón sobre cajón, me parece cada vez más indescifrable.
De herencia me dejó la pasión de sus ruegos silenciosos, la fuerza de sus celos y la renuncia a su inclinación por el alcohol, como pruebas indesmentibles de que para él había una única luz y todo debía sacrificarse a ella, aún la dignidad.
¿Lo hizo feliz poseer ese tesoro? Si es dable demostrar la felicidad con actos, mi padre fue un ser profundamente infeliz, un hombre lleno de carencias; en otras palabras, un feliz trágico, nostálgico. Y yo, que a su lado pareciera que lo tuviera todo, me siento hoy tan cobarde, cómodo y egoísta, tan incapaz de haber perseguido la luz, hubiese alumbrado aquí, en Tombuctú o en las Canarias, que no dejo de preguntarme si el secreto lo tuvo él o lo tengo yo.

viernes, julio 31, 2009

Pequeña nave anclada de noche en un desierto

Se podía decir que en Rancagua el cine Rex era el "cine de primera", aquél destinado a la matiné del domingo o al rotativo del sábado. Al cine Rex había que ir presentado, idealmente con gomina, corbata y zapatos brillantes. El cine San Martín daba películas raras, unas películas francesas o italianas que además de ser en blanco y negro, lo que no constituía novedad, ya que casi todo era en blanco y negro en esa época, parecían como filmadas de noche, aunque la acción transcurriera en el día. La mayor virtud de ese teatro residía en la señora Olga, la boletera, una mujer flaca de pelo corto y tieso que inspiraba temor por su voz de fumadora empedernida, temor que acentuaban sus lentes ópticos ahumados. Nos miraba de arriba abajo desde la caja y nos pasaba los boletos con sus manos huesudas. Pero era la mamá del Tatán, mi compañero de curso, así que a menudo entrábamos gratis. Curiosamente, en un baño de ese cine aprendí a aspirar el cigarrillo, durante un intermedio que me devolvió mareado al asiento, en estado de extraña euforia.
Al final de este ranking estaba el cine Apolo, especializado en películas mexicanas y en sus noches de picaresque con compañías traídas de la capital, pero ese es otro cuento.
A mí las que más me gustaban eran las películas de dibujos animados, empezando por las de Walt Disney y siguiendo con las de Tom y Jerry. Después venían las de jovencitos, como les llamábamos a los westerns, y las que protagonizaban Los tres chiflados. Las de amor había que tragarlas por obligación porque las metían al medio del paquete del rotativo, que se programaba para atraer a niños y niñas.
Cuando cumplí once o doce años me volví fanático de la mitología y de las batallas de griegos y romanos. Creía saberlo todo, pero muchos años después una amiga me bajó a tierra con un solo mito que recitó de memoria e interpretó certeramente mientras caminábamos por alguna calle de Santiago. Ella sí que sabía y el adulto que ya era yo continuaba siendo el perfecto imbécil venido de provincia. Sólo entonces reparé en que mi conocimiento de ese mundo de dioses, bestias bicéfalas y leyendas no pasaba de ser el que irradiaban Hollywood, los estudios Cinecittà y la revista de la editorial Novaro "Joyas de la mitología", que para más remate leía "Joyas de la mitogolia".
Fue una de esas tardes de cine cuando viví uno de los momentos más intensamente extraños que he sentido alguna vez. Los tres chiflados descendían en un planeta habitado por horrendos marcianos, aunque no necesariamente el planeta tenía que ser Marte. Era de noche y la pequeña nave que guiaban ancló en un paisaje desértico y se averió. Dentro de la máquina, parecida a la antigua imagen de un platillo volador, tres hombres chiflados protegidos por una cápsula se retaban unos a otros, de tal forma que sus voces sobrepasaban el vidrio y llegaban pálidamente hasta nuestras butacas desde la inmensidad de ese planeta desconocido.
La escena habrá durado un minuto, no más que eso, pero desde mi propia oscuridad de la platea alta no quería que terminara nunca. Me costó darme cuenta dónde residía la razón de mi placer y cuando me cayó la teja advertí que el viejo mito de la regresión al útero de la madre tenía cierta base, aunque en este caso no se trataba de un útero, porque el útero materno es protección contra todo peligro y por ende ausencia de miedo, mientras que ese útero otorgaba una inigualable seguridad en medio de un visible ambiente adverso.
Esa era la gracia, lo que siempre había anhelado y lo que Los tres chiflados me regalaron durante un minuto en un rotativo de sábado del cine Rex: vivir protegido en medio del peligro que está al alcance de la mano.

jueves, julio 09, 2009

El día en que se iba a acabar el mundo

Cuando Muñoz Ferrada anunció por el "Clarín" que el mundo se acabaría en cinco días no pude dejar de sentir un dolor de guata. Era lunes, eso quería decir que el mundo se acabaría el sábado, contando los días a partir del martes; aunque podía ser el viernes, si se contaban a partir del lunes, creo que eso no quedaba claro en la nota. Incluso, podía acabarse el jueves, ya que era posible que Muñoz Ferrada le hubiese puesto fecha de tope a su anuncio a contar del momento en que dio la entrevista, que fue el día anterior a la publicación de ésta en el matutino. Pero ahora que recuerdo mejor, la noticia entregaba la fecha exacta: era el sábado, pero no decía la hora.
¿Había que seguir estudiando? ¿Había que seguir yendo al colegio? Por las dudas hice ambas cosas, aunque el nerviosismo me impedía concentrarme en las materias que dictaba la señorita María Eugenia. Los recreos resultaban aburridos; era como si un velo gris hubiese cubierto mi pueblo, que para mí era mi patria, mi mundo, mi universo. Me tranquilizaba descubrir que la gente deambulaba igual que siempre por las calles, mas al menor comentario que escuchaba al pasar entre dos vecinas acerca del vaticinio la falsa calma se hacía trizas como por arte de magia y volvían los terrores, que eran terrores bastante relativos, ya que no daban para esconderse debajo de una mesa, sino como mucho para sentir las cosas de manera diferente, como si me estuviera despidiendo de un sueño -ni agradable ni desagradable, pero muy real y por lo tanto, amado- que recién comenzaba.
Los días pasaron con una vertiginosidad indeseable; se me antojaron similares a los minutos que precedían la llegada de la señorita Fresia con su famosa inyección mensual de penicilina que tanto me hacía sufrir. Pasó el jueves y pasó el viernes. El mundo no se acabó. Pero llegó el sábado, día, hablando en términos dramáticos, en que el planeta se jugaba el todo por el todo. Me levanté cabizbajo y con mi hermano fuimos al rotativo del cine San Martín. En cada intermedio me asomaba por la cortina a mirar la calle, por si las moscas. Cerca de las siete de la tarde se comenzó a proyectar "La calavera del marqués", con Peter Cushing en el rol estelar. En el momento del clímax la calavera descendía volando la escala de mármol del palacio del marqués, pero una falla en los efectos especiales dejó a la vista el hilito que la suspendía en el aire. Eso le quitó algo de terror a la escena y a mi alma, que también estaba suspendida en el aire.
A la salida nos fuimos caminando por las calles oscuras de invierno, y en ese momento tuve la certeza de que el mundo no se acabaría, al menos ese día. Debo de haberme dormido como todas las noches, moviendo la cabeza de un lado a otro en la almohada y contemplando la fantasmagórica mancha del naranjo difundiendo su aura tenebrosa a través de la ventana.
Recuerdo otro momento en que, con menos espectacularidad, viví la misma sensación. Caía la tarde y el viento de otoño daba muestras de una ferocidad desconocida. Mi tía se asustó y se fue a rezar a la Iglesia San Francisco, "porque parece que se va a acabar el mundo", dijo antes de salir, dejándome indefenso ante los embates de la naturaleza y de Dios.
El fin del mundo es como el fin de nuestra vida, pero se le teme menos a lo primero que a lo segundo, porque es social, compartido. La muerte es un viaje solitario por senderos desconocidos, y por lógica eso lleva a pensar que a uno le podría suceder algo peligroso.
El astrónomo aficionado Muñoz Ferrada, que en realidad fue un poeta de la profecía, anunció dos o tres veces más el acabo de mundo, hasta que su nombre se desacreditó y pasó al olvido. Juraba a pie juntilla que el majestuoso planeta Hercóbulus o Hercólubus, nunca pude afirmar en mi memoria el nombre correcto, se saldría de su órbita y arremetería, furioso, contra la Tierra, haciéndola mil pedazos. Un buen día, ya muy anciano, cerró sus ojos y se durmió en paz en su modesta casita de Villa Alemana. Los pocos chilenos que aún lo recordábamos suspiramos con una cuota de alivio, al tiempo que le dedicamos unos segundos de nuestro pensamiento, que fueron como prestarle segundos de vida extra.

martes, julio 07, 2009

Visiones

Me condujo por un terreno escarpado; se hacía difícil mantenerse en pie. Mas valió la pena: de la gruta emanaban resplandores y vibraciones similares a las que produce el toque del gong. Eran vapores celestes, llamados de amor que duraban sólo hasta la entrada: al enfrentarse a la luz desaparecían, se mezclaban con el aire y perdían su magia.
La semidiosa había estado presa durante milenios, castigada por la soberbia de su desplante. Se decía de ella que en tiempos remotos había desairado al titán Cronos y que éste la condenó a quedar pegada a la pared. Desde aquella vez no le quedó otra posibilidad que ofrecerse, sólo a quienes pudieran acceder a su morada, a través de emanaciones celestes, que revelaban por instantes su fisonomía en las paredes mohosas e irregulares de la cueva.
¡Era demasiado grande, inhumana, abarcaba el costado izquierdo casi entero de ese lugar que profanaban mis sandalias!
Aun así, entré a la caverna y besé el moho hasta que éste se pegó en mis labios, dejando una mancha barrosa en la pared. La acaricié con las palmas de mis manos y las yemas de mis dedos y jamás, ni por un segundo, dejé de sentir su tibia respuesta, plena de sentido, que ella me entregaba con sus vibraciones celestes.
Le placía saber que era amada, que no la habían olvidado. Sin embargo no se rebelaba, conociendo tan bien las consecuencias del castigo. Cualquiera otra hubiese rogado que la desprendieran y se la llevaran de allí para ver con sus propios ojos el sueño del que la había privado el titán. Ella, la semidiosa inhumana, prefería seguir el devenir de las cosas desde la pared de la caverna.
Los momentos eternos duran segundos; nuestro diálogo de amor consistía en su presencia ambigua y mi sensación ante la fuerza de la emoción que desprendían las paredes. A cada beso mío la semidiosa hacía salir vibraciones gaseosas desde las grietas de su cuerpo, que inevitablemente asocié con lascivia y vulgaridad. La situación se tornaba insostenible.
Al despedirnos lloramos ambos. Por mi lado, creo que no pude soportar la ruptura de la eternidad; el de la semidiosa se notaba que era un llanto contaminado por la dulzura y la piedad y eso me rebajó ante su porte. Al abandonar la oscuridad no pude dejar de sentirme ligeramente traicionado.
Mi compañera me estaba esperando y juntos nos devolvimos al valle bajo un cielo amenazante que al poco rato descargó tormenta. No me preguntó nada; me tomaba la mano y no decía nada; era un prodigio de mujer, me recordó al Siglo Dieciocho, al apogeo de Mozart. Tuvimos que ensayar cada paso, el temporal convertía los desfiladeros en hilos de piedras resbaladizas.

martes, junio 30, 2009

Esperando el resultado del examen

La preparación del examen de Historia era infernal. Para mí consistía en abrir el libro de Francisco Frías Valenzuela y leer unas 70 páginas, que empezaban con Egipto, seguían con las guerras médicas, Aníbal y los elefantes y terminaban en Roma con sus tres grandes periodos. Me tendía en la cama o en el sofá. Afuera hacía calor mientras en la pieza seguían pasando uno tras otro los elefantes de Aníbal y los 300 héroes caían por la culpa de un traidor, poco antes de que los romanos viejitos pasearan en túnica frente al Coliseo en pleno siglo de Augusto. Los pelotazos de mis amigos rebotaban en la pandereta y rompían el silencio provinciano estival. La población Rubio y Rancagua nunca fueron lugar de autos ni bocinazos, ahora lo son y hasta de tacos formados por taxis colectivos en sus estrechas calles; pero eso es harina de otro costal, podredumbre de la vida moderna y augurio de lo que les espera a las nuevas generaciones.
La primera lectura me tomaba unas dos horas y la hacía por necesidad; leía en voz alta. Las páginas iban pasando una tras otra hasta llegar a la última, que no me provocaba gran placer, ya que entonces comenzaba de inmediato la segunda lectura, que ejecutaba en voz baja. Dos horas después empezaba la tercera lectura. A veces, para otras pruebas, leía cuatro y cinco veces la materia, pero eso era una desproporción generada en mi inseguridad: por lo general la materia "me entraba" a la tercera lectura.
Siempre pensé que así había que estudiar, que era el único método válido. Y los hechos me daban la razón. Cuando lo hacía de esa manera obtenía la nota máxima. En ocasiones el señor Zelada en mitad de una clase se refería a mí como "memorión" o "mateo", lo que yo después negaba rotundamente ante mis amigos, que me sacaban pica con ese sobrenombre, mil veces peor que "Dumbo el elefante volador", "paila mocha", "mono", "pelao" o "guatón relleno con sapos".
A los exámenes debíamos acudir provistos de lapiceras cargadas de tinta, pues los lápices a pasta estaban terminantemente prohibidos. Se trataba de controles de extrema formalidad. A nadie se le habría ocurrido burlar las reglas. Mi mente traducía ese momento como una especie de cápsula que contenía la esencia de la vida; lo demás, todo lo que había pasado durante el año, no tenía la menor importancia.
El señor Zelada entraba a la sala junto con una comisión compuesta por otros dos maestros. Eran los mismos que con mis papás veíamos comprando fiado en la tienda de Pepe Martínez cuando mis viejos iban por lo suyo; o los mismos que bailaban con frenesí en las fiestas del gimnasio, pero en ese instante ingresaban investidos del poder que les confería el nombre de La Comisión. El señor Zelada dictaba las preguntas y yo, al copiarlas con la lapicera me decía ésta me la sé, ésta me la sé, ésta también me la sé, ésta me la sé más o menos. Entregaba el examen con una ligera satisfacción y una tonelada de alivio: me había sacado otro peso de encima y ya se divisaban las vacaciones, que consistían sobre todo en no estudiar.
Esperando el examen corríamos por el patio, jugábamos a la pelota con una tapita de Coca-Cola, nos sentábamos a descansar, hablábamos de nuestras vidas, de lo que nos aguardaba ese verano. Alguien se encaramaba a mirar por la ventana el trabajo de la comisión y decía desde lejos: "Falta". Diez minutos después otra voz informaba: "Siguen corrigiendo". Esperábamos frente al patio desierto. El tiempo se hacía interminable, era como estar presos dentro de un reducto de tedio silencioso. No había vida, para nosotros a esa hora Rancagua se parecía a una ciudad fantasma, a un montón de arquitectura abandonada; no llegaba sonido alguno del otro lado de las paredes que nos encerraban en el templo del estudio y el saber. El sentimiento que experimentaba era no de angustia por una espera que se hacía eterna, sino de... vacío sereno ante lo irremediable, que es como definir a la muerte.
Aunque de todas maneras le agradezco a ese ramo el haberme salvado de la debacle intelectual, pues al menos la vida y aventuras que corrían por sus páginas captaron mi interés por algo "importante", con el tiempo descubrí que mis conocimientos de historia no sólo eran harto malitos sino que no me habían servido prácticamente para nada. Y sin embargo, ¡cuán fundamental y poderoso es el pasado!
Toda mi vida odié estudiar, no hubo cosa más funesta para mí que estudiar. Durante el periodo más largo de mi existencia, aquel comprendido entre los 11 y los 16 años, me encerré por propia voluntad en un corral de chanchos sólo por el gusto de ser destacado cada cierto tiempo como el chanchito obediente por el dueño del corral. Pagué con esa fría responsabilidad, con esa humildad mentirosa, esas ansias de ser reconocido que me caracterizan y recién, a estas alturas, podría decir que comienzo a despertar...