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viernes, abril 27, 2012

El suspiro que es la vida

He visto, en el suspiro que es mi vida, caer mundos, volver a levantarse, volver a caer, desintegrarse. Murieron el campo y la vida santiaguina de provincia. Vino la revolución del pueblo. Cayó la revolución aplastada, mordió polvo de sangre, cayeron los bienes del pueblo y el orgullo popular. Vino la mano militar y el nuevo orden, y también cayó. Cayó rendida la mano militar, vino la nueva democracia y su arcoíris y también cayó. Vino una mano impopular, le hicieron la vida imposible y se gastó.
Se anuncian nuevos tiempos que miran hacia atrás, estoy cansado de ver tanta ceguera. El hombre tira siempre el carro y siempre protestando, nunca dando gracias, soberbio y resentido. El hombre se acostumbra a todo pero nunca se acostumbra, siempre quiere más aunque no tenga, así forjó su drama. El hombre no es animal de razón, quisiera bajarme del carro y terminar mis días en el campo, llegar hasta aquí y profundizar en algo, echar raíces como echa raíces el poeta iluminado.

lunes, abril 23, 2012

Mi deuda con el Julio

Si el objetivo de estas memorias, antes que crear una obra literaria, fuese serme fiel a mí mismo, penoso resultaría entonces, pero necesario, admitir que el Julio despertó en mí la conciencia de la envidia.
Me llevaba un año, pero en velocidad de pensamiento un siglo. Un domingo mi papá nos invitó a almorzar al Giovanni; el Julio pidió pato asado (¿por qué aún recuerdo el plato que ordenó, mientras el mío no existe para la memoria? Creo que alguien comentó que se trataba de una excentricidad de la carta, una excentricidad donde el Julio nadaba como pez en el agua, pudo ser por eso). En su alegría, durante el almuerzo no se cansó de inventar frases que rimaban, versos perfectos, tomando como objetos de inspiración al restaurante, a los mozos, a cada uno de nosotros, al menú, a lo que se le vino a la cabeza, haciéndolos reír a todos, mientras yo pensaba pero cómo es posible, de dónde saca tanta idea, y otra y otra más, nunca termina...
El Giovanni era el restaurante de lujo de Rancagua; no recuerdo otra ocasión en que ocupáramos una de sus mesas, salvo 34 años después, cuando mis padres celebraron su aniversario de matrimonio y en el local, que se había cambiado de calle y se hallaba muy venido a menos, comimos carne con arroz todos por parejo y encima a la rápida, porque era el día de la final del Mundial de Fútbol de Estados Unidos. Ese domingo el Julio no nos acompañó: había muerto hacía 21 años.
Antes de que nos perdiéramos, cuando él tenía cuatro años y yo tres, ya se contaba otra anécdota que nos relacionaba. Se trataba de que ambos jugábamos bajo el parrón de la casa de Ibieta, de pronto yo me largaba a llorar y mi primo corría a inculparse ante los mayores gritando que "Julio César tiró piedra a Hugo".
De los cinco primos yo era el bueno, el tranquilo y el acomplejado, eso era vox populi en la familia. El Julio era el revoltoso, el traguilla, el superdotado. Mi mamá solía profetizar, más con aire de tragedia que de triunfo, que "este niño no tiene términos medios: o va a ser un genio o no va a ser nada". ¡Cuánta razón tenía, y nadie fue capaz de torcer el destino!
Ese día en que nos perdimos la mañana estaba fría. La puerta de la casa de la abueli quedó abierta, el Julio me invitó a recorrer el mundo y yo acepté. Atravesamos la esquina de la avenida San Martín, enfilamos por Maruri, el barrio de las putas, para nosotros tan solo curiosas mujeres con vestidos almidonados, y llegamos a la feria "La doñihuana". Había un montón de frutas rojas y me robé una. Luego entramos a la estación y vimos llegar y salir a las locomotoras negras con su trenza de vagones de carga y pasajeros, sentados en un escaño del andén, ambos de pantalones cortos y con las piernas colgando. Las bielas hacían girar las ruedas, que se perdían entre un vapor blanco. De pronto un pitazo nos hacía llevarnos las manos a las orejas; bajaban del tren caras despistadas y subían caras apuradas, las vendedoras sacaban paquetes de sustancias de sus canastos y corrían a las ventanas abiertas. El humo denso de una chimenea se esparcía por el andén, impedido de volar por la techumbre. El frío, el contraluz en el andén, la dureza del cemento insensible y la vejez de la baldosa comprimían nuestros corazones de niños asustados y excitados.
Antes de que se inventaran los centros comerciales fueron las catedrales, los gimnasios y las estaciones de trenes. Las catedrales, imprescindibles por su altura, oscuridad y recogimiento, fueron perdiendo interés para el plano arquitectónico. Los gimnasios, lugares cerrados para el esparcimiento de la gente, cayeron reemplazados por las herramientas cibernéticas. Quedaron plantadas las estaciones como deslavados puntos de contacto, reminiscencias de los cruces de caminos, con sus pasajeros heridos por el viento como ovejas trasquiladas. El mall adivinó todo eso y también hizo suyo el vitrineo, ese frágil muro de adobe levantado contra el tedio, y se instauró imponente en el alma colectiva.
Es una exageración afirmar que todo Rancagua nos andaba buscando, pero no lo es decir que los carabineros y los bomberos sí rastreaban nuestros pasos junto a nuestros padres, tíos y abuelos. Finalmente aparecimos y todo quedó allí, en un gracioso recuerdo.
Desde un costado del parrón habíamos elevado un volantín, los tres con el Lucho, y llegaba la hora de comer. El Lucho y el Julio dejaron amarrado el hilo a un palito, miraron hacia arriba -el volantín plácido dormitaba en el cielo- y entraron a la cocina. Yo busqué una tijera y corté el hilo, guardé la tijera y luego me senté a la mesa. Cuando descubrieron la tragedia no dije una sola palabra. Recuerdo exactamente la razón de mi maldad: ver fríamente cómo el volantín se iba a las pailas, verlo moverse para acá y para allá en el cielo, arrastrando consigo al hilo blanco, romper lo establecido, revolucionar la quietud de la tarde.
En ese mismo parrón jugábamos un día a la pelota. Disparé, la pelota de cuero picó en un charco de barro y le salpicó la cara. Sentí una felicidad enorme, que duró todo el partido. Al final, al último minuto, prácticamente en los descuentos, el Julio chuteó desde su arco, me tiré para atajar, la pelota rebotó en la tierra mojada y me llenó la cara de barro. El Julio saltaba y reía a carcajadas y yo no pude consolarme.
Historias como esas las recuerdo con pesar, porque hablan de la miseria de mi alma, de palabras feas, premeditación, odio, rencor.
El Julio me quería y me protegía; a él siempre le caí bien. Pero yo le tenía envidia y ese sentimiento recién se me empezó a pasar con mis primeros grandes triunfos, que fueron casi al mismo tiempo sus primeros grandes fracasos.
Hoy miro mis manos arrugadas. Las suyas no alcanzaron a arrugarse; murió a los 19 años.
Mi papá se enfurecía cuando el Julio entraba a la casa y se iba directo al refrigerador, lo sacaba de quicio esa decisión infantil. Yo no decía nada porque encontraba que no era tan malo tener hambre, pero iba aprendiendo que era mejor pedir permiso.
El Julio fue siempre una especie de alma libre, un espíritu sin cadenas y un cerebro sin dobleces ni método alguno, abierto y sincero para proclamar las virtudes y los defectos ajenos, lo que le granjeó amigos y puñaladas por la espalda. Un domingo, para el día de su cumpleaños, que era el 8 de abril, paseábamos por el centro y me invitó a comer un lomito a "La selecta", siguiendo la tradición que había impuesto mi padre para ciertos domingos al mediodía. Me pareció de una rareza increíble que un niño gastara su dinero para hacerse cargo de un acto tan solemne como ese, pero él simplemente andaba con plata y tenía hambre. Se lo comió de una mascada. Entonces, contra toda mesura y sentido de la austeridad, me ofreció otro. Así era mi primo.
Se enorgullecía de mis logros tanto como yo alimentaba el pozo de mi alma con sus derrotas, pero cuando fui creciendo y lo vi repetir de curso, cambiarse una y otra vez de colegio para terminar deambulando desorientado por los billares del Lucerna y las carreras del Hipódromo, cuando ya se había casado y descasado, cuando ya no me podía hacer sombra, no me dio tanta alegría y en mi corazón comenzó a florecer el amor y la compasión. Tendí a verle lo bueno y a perdonarle lo malo y casi al final de su vida se puede decir que me reconcilié con él, que nos hicimos grandes amigos.
En el otoño de 1973 se subió a un tren y partió a la Argentina a hacer fortuna. Lo fui a despedir a la estación Mapocho. Fue la última vez que lo vi.
Allá lo recibió la tía Olga. Pronto halló pareja y trabajo, de camionero. Vivió feliz, recorriendo la pampa de norte a sur, hasta que el 29 de noviembre se quedó dormido en la carretera, en la zona de Neuquén, y un choque de refilón con otra máquina le segó su brazo izquierdo y cuatro días más tarde, su vida. Los médicos esperaron que llegara la Mirita y el Lucho para desconectarlo. Los tres cruzaron la cordillera, de vuelta a Chile, el Julio en un cajón.

viernes, abril 13, 2012

Mi fe

Yo luché y no gané, pero tampoco digamos que perdí
Di la batalla hasta que me entraron dudas; tras el combate vino la resignación
Ese es el resumen de mi vida
Esa es mi fe

jueves, abril 12, 2012

La forma de vida americana

Tres ejemplos que recuerdo de la filosofía americana o la forma de vida americana.
1.- El 11-S Estados Unidos estaba golpeado, choqueado, desorientado y aterrado. Desde mi remoto país pensé, cándidamente: es la hora del diálogo, la introspección, la hora de la culpa, de que se pregunten "en qué fallamos, por qué este ataque tan brutal a nuestra gente". Pero la forma de vida americana respondió de la única forma en que sabía hacerlo. Lo hizo a través de su representante, quien anunció las penas del infierno, la guerra frontal hasta aplastar al enemigo.
2.- En Chile, el aire acondicionado es un lujo. Se usa en casos de excepción, cuando el calor es muy alto. Luego se desconecta, se apaga. La forma de vida americana no entiende ese raciocinio. La forma de vida americana usa el AC día y noche, noche y día. Y las casas no abren sus ventanas y he oído decir que incluso la gente no oye el canto de los pájaros ni siente la brisa que viene de los bosques. El gasto está incorporado en la amígdala del cerebro; la cosa es vencer al calor, negándolo. Igual pasa con los autos: se aseguran de nacimiento, y están condenados a morir.
3.- Una noche el canal Discovery difundió un documental sobre el combate a la malaria. Mostraron el mosquito que la puede transmitir y cómo estados completos del país del norte fumigaban las calles cada 15 días, en una lucha titánica por vencer  a ese mosquito, por hacer desaparecer hasta el último huevo. Era una batalla librada para ser perdida; esto es, para mantener el orden de las cosas. El mosquito seguirá existiendo siempre, pero la malaria se mantendrá a raya. Esa es la forma de vida americana.
¿Hasta qué punto negar la realidad, justificar la pertinacia? ¿No sería mejor negociar con el terrorista, con el calor, con el mosquito, repartiéndose el espacio, conviviendo todos juntos? Otras culturas lo hacen, la nuestra entre ellas. Pero la nuestra no es el poder principal, la de ellos sí. Nosotros nos abrimos los intestinos como fieras, pasamos por encima de los otros en nombre de nuestros derechos y jugamos al quién vive mientras en el cuarto de arriba se reparten el botín.
El buen camino del pueblo es denunciar, confiar en el conducto regular y esperar el castigo, si hay culpables. El buen camino de la autoridad es recibir la denuncia, investigarla y castigar a los culpables, si los hay.
Recuerdo haber leído la fábula de dos países vecinos. En uno de ellos, llamado Armonía, se aplicaba este último pensamiento, que no era ni el modo americano ni el chileno. En el otro no. Sucedió que un villorrio de Armonía que se sentía postergado elevó una solicitud al intendente, que contenía sus demandas. Lo primero que hizo el intendente fue pedir perdón por no haberse dado cuenta de que en su terruño reinaba la insatisfacción. Luego reunió a su equipo de trabajo y estudió las demandas una por una, dictaminando al cabo de dos semanas que algunas se podían atender y otras no. Naturalmente que a los demandantes no les agradó nada la respuesta porque al instante adivinaron que casi todo el origen de sus problemas residía en ellos mismos, de manera que todo culminó con un asado al palo, pagado por partes iguales. Al poco tiempo el villorrio floreció. Sin embargo en el país vecino, llamado Indignación, las mismas demandas fueron presentadas, el intendente las archivó, los demandantes se tomaron los caminos y el villorrio estuvo paralizado durante meses, al cabo de los cuales el intendente concedió algunas demandas y otras no. Todo terminó con la apestosa expulsión a boca abierta de litros de hiel en la plaza pública. El tiempo se encargó de darles su lección a las dos partes: el villorrio se había empobrecido.

jueves, abril 05, 2012

Camino a casa

La primera vez que sufrió un ataque de pánico no sabía lo que le estaba pasando; luego aprendió a manejarlos y descubrió que detrás del fenómeno que se repetía siempre había una sensación de desesperanza, un miedo al miedo y una debilidad. Si a esos tres estados se les sumaba una observación absurda podía sobrevenir el ataque, cuya duración de no más de tres segundos le dejaba secuelas que podían prolongarse días, semanas y hasta meses. Hace tiempo que los había dejado de sufrir, que los tenía controlados, pero sentado en la platea del teatro Baquedano, junto a su mujer, rememoró con desagrado uno de los más violentos, ocurrido más de 30 años atrás, en plena ejecución de la Misa en si menor de Bach, aquella vez en el desaparecido teatro Astor.
Recordó que el ataque se asemejó a un orgasmo. Como si fuese un éxtasis de terror, se le anunció unos cinco segundos antes, lo sintió intensamente durante unos tres segundos en los que intentó vanamente huir del mundo, mientras los músicos frotaban los arcos contra las cuerdas, y luego el crujido de relámpagos desapareció, dejando una enorme huella que lo obligó a echarse en el diván del siquiatra durante más de dos años. Se le vino a la mente con toda claridad el día que siguió a ese ataque: ambos disfrutaban, si cabe la palabra, de un picnic en San José de Maipo. Vargas se echó a correr sobre el césped, rodeado de árboles nativos, bajo un sol de invierno, angustiosamente feliz, mientras su mujer le cronometraba la carrera con su carita alegre. Lo que ansiaba era vencer las consecuencias del ataque de la noche anterior y algo conseguía a través de esa carrera feroz, pero ahora que tenía ante sus manos el programa del concierto descubrió que si ese desesperado intento le había dejado una reminiscencia de derrota, entonces había sido en vano. De modo que no resultó extraño que al evocar de pronto el episodio Vargas sintiera que algo no andaba bien.
Leyó con atención el contenido del programa. La Orquesta Sinfónica de la Universidad de Chile interpretaría la Pasión según San Mateo, obra tan cercana a la anterior y que había esperado tanto tiempo para volver a escuchar en un teatro. Con sus instrumentos ya afinados, los músicos aguardaban el ingreso del director. La sala estaba llena, su mujer le apuntó que de gente diferente -de gente cuica, le dijo al oído y era verdad: familias completas venidas del barrio alto, incluyendo abuelitas y nietos, ocupaban las mismas filas que en otros conciertos acostumbraban regalar contornos normales, aureloas, vestuarios, acentos de voz de gente común, como ellos-. Todo eso fue quedando en el olvido con el arranque de la obra. La amenaza de un nuevo ataque se redujo a un mero atisbo, a un niño que se asoma, mira y se va al ver a tanta gente grande; pero la música en sí misma no lograba convencerlo, ora por el tempo demasiado rápido que le imprimía el conductor, ora por ese enigmático proceso que impide gozar sonidos conocidos al momento de tomar conciencia de que se los escucha. Aun así el oratorio pasó volando.
Cuando salieron del teatro y bajaron al Metro para enfilar hacia el hogar, Vargas y su mujer se vieron enfrascados en un tema de carácter religioso que cada vez que lo abordaban terminaba separándolos. Vargas, como solía sucederle durante esos arrestos infantiles, iba adoptando una postura de niño abandonado y mirado en menos, al tiempo que de dictador y juez castigador, una postura que desembocaba en despiadado pisotón sicológico a su esposa, que principalmente dejaba huella en esa alma que para él había perdido hace muchos años su carita alegre. Todo había comenzado cuando le dijo que la obra le había hecho muy bien, tanto por la profundidad y complejidad de su música como por la emoción que le provocó rememorar el mensaje del Evangelio de Mateo. Esos versos tan intensos, esa fuerza que emana de la Iglesia, ese amor a Dios tan grande ya no se ven, ya no se transmiten, le comentó. Su mujer expresó cierto desacuerdo y de alguna forma enfiló el diálogo hacia el espinudo sendero por el que ha transitado la historia de la Iglesia en sus dos mil años, que se empeñó en traducir como el sendero de los grandes pecados de la Iglesia y hasta el de los grandes crímenes de la Iglesia. Vargas se cerró en un instante y adoptó la defensa no de los grandes pecados, que obviamente son indefendibles, sino de la magna institución, de la columna que sostiene a Occidente. Qué nos queda, quién ha sido recto, quién ha sido justo, quién no ha cometido pecados, quién no ha cometido crímenes, pobres mortales edificados sobre barro; los reyes lo han hecho, los dictadores, la Iglesia, las fuerzas armadas, el pueblo, sobre todo el pueblo, la masa enfervorizada que enloquece y arrasa todo a su paso a la siga de un estandarte cualquiera. Fíjate quiénes atacan a la Iglesia, de dónde viene el mensaje, cómo prende entre la juventud para derramarse luego al resto de la sociedad. Un argumento tan fácilmente rebatible como ese dio pie a la inmediata réplica de su mujer, quien le citó casos y casos que no hicieron más que exasperarlo. Aunque a la hora de una discusión todo es rebatible, a Vargas le parecía que lo que él quería decir, mejor dicho demostrar, era irrebatible, pero sus ejemplos esenciales no lograban sino enredar más las cosas, de modo que fue entrando en dudas, ya que si no conseguía imponer sus argumentos era porque no tenían la suficiente fuerza externa, que era exactamente lo mismo que podía pensar su mujer al recibir el contraataque, lo que llevaba a concluir que había verdades internas secretas, vivas y palpitantes, pero enclaustradas. Se dio cuenta entonces de que la de ambos era una discusión política en que la justicia se enfrentaba a la conveniencia, el corazón al cerebro. Su mujer representaba al corazón, él al cerebro. Así, mientras para ella la lucha de las grandes masas oprimidas era justa a toda vista y los poderes fácticos objetos de repudio, para él sólo resultaba justo lo que a la postre desembocaba en un bien para esas mismas masas. Era la eterna disputa, que los hizo entrar a casa con un sabor agrio en el espíritu y que finalmente hizo que la hora de dormir les llegara con alguna diferencia; a ella más temprano, a él más tarde.
Al día siguiente, solo en su hogar, su mujer en el trabajo, pensaba: si fuese un poco más liviano y alegre, distendido, un poco más cariñoso, cuán diferente sería nuestra vida...
Cuando no estaba, la amaba con ternura. Bastaba que apareciera para que renacieran sus fantasmas.

viernes, marzo 23, 2012

Si pudiese fabricar mis sueños

Salimos a contemplar las estrellas, la noche estaba templada, mezclándonos con la multitud. Alguien miró hacia el cielo y todos lo imitamos. Un conjunto de puntos luminosos se arremolinaba y subía desde el sur hacia el centro del firmamento. Contrastaba con la negrura del espacio vacío y se distinguía y diferenciaba claramente de las estrellas, de nuestras compañeras de todas las noches, porque fuera de moverse a otra velocidad, muy superior desde nuestra perspectiva, los puntos parecían brillar de otra forma. Entonces nos dimos cuenta de que nuestras horas estaban contadas. Del cielo fue lanzado un chorro de gas húmedo, una especie de lluvia de polvo pardusco que nos envolvió en segundos. Parecía como si un ser superior hubiese rociado de insecticida el planeta, así como nosotros acostumbrábamos a hacer hasta ese momento en los rincones del hogar.
No había remedio: ya estábamos mortalmente contaminados, de modo que me dispuse a sacrificar a los míos antes de que sufrieran. Lo decidí porque sentí que en ese momento tenía el poder para hacerlo, aunque ellos no habían abierto la boca ni a favor ni en contra.
Entonces desperté, y mirando a la ventana me lamenté de haber tenido esa pesadilla. El día estaba comenzando, lo noté por el taco habitual que se forma en mi calle a esa hora de las siete, cuando se sienten los frenazos y los motores ronronean alertas, pero vencidos.
Si pudiese fabricar mis sueños idearía un sueño de amor perfecto, no físico pero también físico, un amor perfecto entre un hombre y una mujer, en el que los dos se maravillaran de tener lo que les regaló el destino y cada uno admirara las virtudes del otro. Las noches de ese sueño habrían sido hechas sólo para ellos, para evitar la mañana. Ese amor sería un amor imposible y sosegado, sin las ansiedades del amor, sin sus dolores ni sus angustias. Al despertar, el hombre la tendría a su lado y al besar sus párpados se levantaría feliz a enfrentar la vida. Todo lo comprendería, todo lo perdonaría, porque el amor todo lo perdona y todo lo comprende. No más roces con sus vecinos, no más frustraciones en su trabajo, no más discusiones con sus hijos, no más desacuerdos con sus hermanos.
Si pudiese fabricar mis sueños entraría al palacio del Dalai Lama y en todo aquello que no conoceré jamás, la Biblia completa, los pensamientos de Pascal, un poema sin palabras en estado puro, las ruinas de Pompeya, la mente de mi amada, el sabor de la gloria.
Si pudiese fabricar mis sueños a voluntad, el ánimo bañado de alegría tendería a identificarse con puntos gemelos alojados en los fenómenos externos. Pero mis sueños no son como quisiera que fuesen, y hasta parecen haber perdido algo de su antigua lozanía, ligereza, picardía. Se me han ido poniendo trascendentes, vagamente sombríos, desabridamente obscenos, como esa figura canosa y tranquila, aún sana y vital, de aire adusto por fuera y resignado por dentro, que ven rumbo al café cada mañana los vecinos de mi barrio.
Si pudiese fabricar mis sueños uniría mis esperanzas incumplidas en una sola imagen que rebasaría mi alma. Mi corazón agitado se negaría a descender, y al despertar mis ojos verían lo inefable.

martes, febrero 28, 2012

El gusano en la manzana

Tal vez para quienes no lo conocen bien es dueño de un carácter frío y pasivo, pero la íntima verdad es que se mueve sin parar dentro de un cubículo ardiente, esperando siempre lo peor. Y lo peor de lo peor es que lo peor es una puerta abierta que abre horizontes desconocidos. Se le ha vuelto a dar la misión de corresponsal en viaje, retornan la grabadora y la cámara de fotos a su maleta, las pautas abiertas, ambiguas. El destino del viaje es el epítome de la incertidumbre: una zona con dos pueblos ubicados a 60 kilómetros uno del otro, e incomunicados. Debe estar en ambos, debe responder, debe imaginar y debe descollar. Ya no es joven y los jóvenes lo cercan; no sabe si será capaz de rescatar sus viejos ímpetus, puede que se esté haciendo el viejo, quizás le quedan energías de sobra, pero el tono... el tono lo perdió, porque se mantuvo fiel a su estilo y su estilo pasó de moda. Vargas desprecia los 144 caracteres de las redes sociales y si viaja, se autoconvence, viaja para ver con sus propios ojos.
Durante la noche, antes de conciliar el sueño, y durante el vuelo imagina crónicas perfectas. Imagina que le pone la grabadora en las narices a una mujer humilde que encuentra en la calle. Le pregunta su nombre y comienza a hablar con ella de las cosas más triviales, de cuánto le cuesta un kilo de tomates, de si vio el Festival, de pronto la nota se va metiendo en la vida de la entrevistada, en el conflicto que vive su región, en el cariño que le tiene a su tierra, en su capital de Chile imaginaria, que sólo ha visitado a través de las noticias de la televisión. ¿Es eso publicable? ¿No causará estupor? ¿Maldecirán haberlo escogido a él, pudiendo haber enviado a tantos otros? ¿Alguna vez le llegará el "merecido descanso", el momento del café, con todo el tiempo del mundo, leyendo sobre el sufrido trabajo de los demás? ¿Alguna vez no le deberá nada más a su Madre, llegará al fin el día en que podrá concentrarse sólo en él y a través de él, en los que ama?
De madrugada, la ansiedad de Vargas es incontrolable y en la cocina, esperando el auto que lo llevará al aeropuerto, masticando un pedazo de pan como rumian las vacas, se le sale una lágrima. Carga desde hace un par de días, además, con una indigestión. El momento crucial llega cinco horas después, cuando baja a la losa del aeropuerto de Balmaceda y su ansiedad se transforma en necesidades concretas. Esta vez no puede darse el lujo de dormitar, como solía hacerlo antes de iniciar la carga reporteril. Su compañera de asiento en el avión era una anciana a la que le han saqueado la casa. Habla y despotrica contra el vandalismo, pero al momento de ser grabada se niega a dar su nombre, se repliega. En el aeropuerto las cosas no son mejores: no hay transporte a Coyhaique y menos hay cómo llegar a la zona del conflicto, en Puerto Aysén.
Recordar estas cosas desde la tranquilidad del hogar, acabada su misión, suena a exceso, a contar una odisea ridícula. Su tendencia natural de sentirse culpable de hacerse la víctima le genera una imagen difusa, la de un lector sin rostro que al repasar su nota idea espontáneamente el comentario de que "su trabajo no más hace". Y es verdad, se mortifica. ¿A cuántos como él se le han dado tantas comodidades para desarrollar su labor? No lo enviaron en bus ni en barcaza, lo enviaron en avión. No lo mandaron con las patas y el buche, fue con plata en los bolsillos. Es cierto que desearía haber viajado con un compañero, un fotógrafo. La unión hace la fuerza. Pero no se puede pedir todo en la vida. Lo que intenta escribir, temiendo que no se le comprenda, es que existe un drama invisible y común al reino animal, que consiste en sortear las dificultades que se presentan minuto a minuto, algo muy parecido a eso que le llaman "la vida", con la única diferencia que esta vez el tiempo corre infinitamente más rápido para él y los errores se pagan al momento.
Encima, lleva otra visión del conflicto. Se quejan, pero se quejan porque hoy todos se quejan, aprendieron a quejarse, fueron adiestrados por una ola invisible que recorre el mundo; perdieron el espíritu de sacrificio, el aguante del chileno de pueblo. Se sienten aislados, ¿quién los mandó a vivir allá? Denuncian haber sido pisoteados por la fuerza policial, pero ¿no fueron ellos quienes cortaron los caminos? Hoy la gente se levanta por todo y nadie se da cuenta de que esto ha sido muy bien orquestado por cerebros que mueven a las masas. Todo lo resumen en plata, sabiendo de más que la plata no alcanza. Entonces vuelven a la carga, en Chile, en España, en Londres. Si no alcanza la plata, que los ricos les den a los más pobres. Y así llegan al extremo: que los ricos no ganen plata y que todo lo que hay se reparta entre todos. Hay tantos que en el fondo piensan así, que da temor constatarlo. ¿Hacia dónde vamos?, se pregunta.
Deambula como loco con su maleta, por las afueras del aeropuerto. De pronto le ofrecen traslado, por cinco mil pesos. Es una camioneta particular. En realidad, un vehículo de arriendo que se quedó sin pasajeros, debido a las cancelaciones. Los turistas se fugaron como insectos del fuego, los empresarios no sacan nada con venir a un lugar parado. Estos fenómenos sólo atraen a los periodistas y a los políticos.
Mientras viaja junto con su salvador hacia la ciudad, el cuerpo entero de Vargas, carne y pensamiento, se va llenando de una nueva energía. Pierde el miedo, abre los ojos, ve la realidad, despierta su oficio, cambia de personalidad, reportea, fotografía, escribe y despacha. Le ha pasado tantas veces, miles de veces, que le sorprende que le vuelva a pasar. Un visitante suele ver más que un oriundo de la zona, pero cuando un visitante lleva la misión de transmitir a los demás ve todavía mejor, porque entra a la raíz. Falacia completa, se dirá días después, en su casa, con un vaso de cerveza helada en la mano. "Entré a la raíz y conocí la savia de la gente. Pero ahora me doy cuenta de que resultó ser una raíz superficial y la savia era una engañosa exudación. No se puede capturar una idiosincrasia en tres días, pero nosotros creemos que lo hacemos, y nos ufanamos de eso; no se puede sentir la lluvia de un año en tres días. Hay una valla natural, infranqueable, la valla que separa los espacios y las almas. Ni los 144 caracteres pueden entrar allí".
Los camioneros han cortado el camino; el vehículo frena y se agrega a la fila. Al rato se le han unido obligatoriamente cinco, diez, veinte autos más. Los dirigentes y empresarios, quienes han estacionado sus poderosos todoterreno en la berma, han dispuesto toldos para su gente a la orilla; hay fuego encendido y cuando llega la hora del almuerzo escurre la grasa de unos pollos desde la parrilla: por la tarde habrá cordero, en otro puesto preparan cazuela. Conversan y bromean, cuentan que hay momentos en que se aburren o se exaltan. Por la noche entran a sus cabinas a dormir, otros hacen guardia, no hay ánimo de tensión porque en esta guerra todos son amigos, hasta los autos de la fila, y el único enemigo, que es la policía, hace la vista gorda. Hasta la espera se les hace agradable a los vehículos que se agregan a la fila. Porque la espera es parte de la epopeya.
El hospedaje resulta ser menos de lo que esperaba. Su pieza se parece a un nicho de cementerio. Compartirá el baño con tres trabajadores que matan el tiempo en una pieza. Los mandaron de Osorno y están de brazos cruzados. Por la noche, al momento de lavarse los dientes, Vargas se da cuenta de que uno de los tres no tiró la cadena. Ver eso adentro le da repulsión. ¡Qué le costaba! Y con esa imagen dándole vueltas por su mente se queda dormido.
A la mañana siguiente encuentra a la dueña del hospedaje donde mismo: arrimada al calor de la cocina a leña. El calor otorga una sensación de modorra y placidez, que contrastan con el llamado a la vida y a la acción que emergen del frío y la lluvia exteriores. Su esposo se pasea en la misma habitación, enrabiado del paro que lo tiene de brazos cruzados, con el colectivo estacionado en el garaje. ¿Qué es mejor? ¿El frío o el calor? Un pequeño pero exitoso empresario salmonero le contaba, días después, a bordo de su camioneta calefaccionada, mientras lo llevaba de vuelta a Coyhaique, que a pesar de ser de la zona no se había podido acostumbrar a la lluvia de Aysén y con su esposa estaban pensando en trasladarse a Puerto Varas.
-Pero en Puerto Varas también llueve.
-Ni la mitad que aquí.
-¿Tanto llueve en Aysén?
-Se han contado 30 días con sus 30 noches seguidos.
-Exagera usted.
-No, amigo, en Aysén los días de sol son 20 al año. Por eso la zona es tan bonita. Y por eso la gente anda siempre como bajoneada, tristona, y mejor no le hablo de la sensación de aislamiento.
Antes, los viajes consistían en ir directo a las autoridades; ahora lo que importa es la gente y sus historias. Mientras almuerza, casi a la hora de once, acabado uno de sus despachos, escucha a una mujer por la radio. Los auditores la llaman desde Coyhaique, Puerto Aysén, desde los villorrios más remotos de la región y le cuentan sus problemas. La queja es común, generalizada. Somos los postergados del país, siempre lo hemos sido y por eso es ahora o nunca, aquí todo es más caro, la bencina es la más cara de Sudamérica, en vez de soluciones nos mandan fuerzas especiales de carabineros, lo nuestro no es político, a no entregarse, el hombre de la esquina tiene su puesto abierto cuando debería estar en paro igual que nosotros, explota a sus trabajadores, los hace trabajar hasta tarde sabiendo que no hay locomoción que los lleve a sus casas, en el puente estamos todos porque tu problema es mi problema. La locutora no sólo comparte los lamentos, sino que los anima a seguir quejándose. Sería una buena entrevistada, una especie de resumen de las penas de la gente, de modo que clava el tenedor en el último trozo de lomo, se bebe el concho de la cerveza, paga la cuenta y parte a verla, caminando. En Coyhaique llueve serenamente; huele a leña quemada, de todas las cocinas sale humo y el centro es tan pequeño que a la primera vuelta ya se lo ha visto entero. El gigantesco farellón, la postal de la ciudad, deja incluso de impresionar. A Vargas esa roca viva coronada por un bosque inabordable se le aparece al doblar cada esquina y termina por hacérsele invisible.
No es que la locutora le haya dicho cosas que no supiera, sino que él se ha dado tiempo para escucharlas. Comienza a pensar entonces en la posibilidad de que el pueblo tenga razón, de que el Gobierno esté estirando el conflicto, de que las autoridades padezcan de miopía y necesiten mejores anteojos para ver desde tan lejos; se le aparece en su mente camaleónica una batalla absurda entre la acción y los principios y empieza a preguntarse de nuevo si fue primero el huevo o la gallina. Su estilo de periodismo nunca ha sido confrontacional; él adhiere a la teoría de que cada persona es dueña de una historia y de que su misión sólo es darla a conocer, esté o no de acuerdo con ella. Pero sabe íntimamente que eso es mentira: él mismo va colado siempre dentro de la historia, alterando la realidad a su antojo, como gusano en la manzana.
Los perros se han enseñoreado de las calles y a nadie parece importarle. Mientras espera al diputado que lo llevará a Aysén en su camioneta nueva traga un sándwich y mira al vacío, a través de la ventana del restaurante más caro del pueblo. Un animal famélico bebe agua sucia apozada en la vereda. Se le ocurre que el día en que el perro se vuelva inteligente, día quizás no tan lejano, mirará su cuerpo desnudo y se avergonzará. Rehusará beber de la charca, como ese inocente que bebe frente a él, exigirá agua potable igual que todos, se unirá con sus hermanos y lucharán por sus derechos. Tal vez cuando llegue ese día el hombre ya no sea tan poderoso y deba acoger sus demandas, a su pesar. Entonces despertarán las ratas, los árboles, las nubes...
El diputado no posee título, pero méritos de sobra tiene para doctorarse en movilizaciones. Sabe cuándo apretar, cuándo aflojar, qué se puede conseguir, qué se puede dejar para más adelante. Conoce a su gente, aunque su gente no lo conoce bien, de allí que sea amado por unos, odiado por otros. Se ríe de su pasado de fauno de los campos patagónicos, pero en el fondo ansiaría huir, rodear, superar esa sombra. Cuando Vargas se lo recuerda por escrito, dos días después, en uno de sus despachos, el diputado lo llama, porque se siente traicionado. El diputado se clavó él mismo un cuchillo, es cierto, pero también es cierto que Vargas le dio una vuelta a la hoja y le removió su herida. Cosas así han sido constantes de su vida reporteril. En pos de la verdad, su naturaleza es capaz de pisotear la compasión. Ahora le ha jugado sucio al hombre que mejor trato le dio en su viaje, pero la verdad, para Vargas, relumbra: el hombre es un prisionero de su pasado y su deber es invocarlo, guste o no guste.
En Aysén las cosas se han calmado, para su mala suerte, porque despachos sin sangre no son realmente despachos. Apenas calmantes, placebos. En algunas esquinas aún humean restos de barricadas, que se mantienen como señales de que la batalla días atrás fue feroz. En el puente Ibáñez, a medio despejar, cubierto de piedras, con vehículos incendiados a la salida y a la entrada, queda solo un poeta borracho.
-¿Qué lo trajo al puente?
-Necesitamos un sueldo regionalizado.
-¿Cuál es el problema más importante?
-Más que el combustible, nosotros. Para poder vivir deberíamos ganar casi 400 lucas. Puta, ¿cómo voy a vivir con 180 lucas?
-¿De qué vive usted?
-No solamente de aspirar los enchufes. Trabajo en electricidad.
-¿Le gusta el copete?
-¡Pero si no importa eso! ¡Mira la cordillera, huevón! No me preguntí si me gusta el agua, po. Cuando tengo sed, agua no más.
-¿Sabe remar?
-¡Cómo no voy a saber remar, po huevón! Pregunta en Melinka.
-¿Pescar, también?
-Puta la huevá.
-Improvise un poema por todo lo que ha pasado en este puente.
-La dura viene acá/ aquí nos empiezan a aterrizar/ nos empiezan a empujar/ Nuestros pueblos hermanos, eso que se llama Chacabuco/ bien interesados/ ¡Pero mira cómo da vergüenza!/ Cuando la misma fuerza que nosotros elegimos/ a esos que votamos/ y nos tiran/ ¡Tápate los ojos, pequeño niño!/ ¡Págate los ojos, pequeño niño!/ Y ve a estudiar... Ya.
De cada casa cuelga una bandera negra de nylon y los negocios no sólo están casi todos cerrados sino que tapiaron sus ventanas, para prevenir saqueos. La gente camina altiva por las calles de la ciudad lluviosa, se sienten protagonistas de una lucha de caracteres épicos. Estábamos dormidos; hoy despertamos y pronunciamos nuestros nombres en voz alta para que el norte nos escuche. Nuestras peticiones pasaron a plano secundario porque, debemos admitirlo, se fundan en impuras reivindicaciones económicas, que manchan la poesía de nuestras almas. Lo que deseamos en lo más profundo es declamar versos al mundo; así piensan hoy, es cosa de verlo en sus miradas. Pero también hay quienes analizan el asunto de otro modo, como el concesionario de un café-restaurante con el que Vargas se enfrasca en una conversación de sobremesa de casi dos horas, por la noche. Es un hombre de su misma edad y por eso se han entendido de inmediato, aunque no piensen igual. En una conversación entre grandes toman mayor importancia los vaivenes de la historia, los asuntos legales, las teorías políticas, las maneras de resolver los problemas, las marcas de autos, el modo en que se enfrentará la jubilación. La diferencia entre ambos, que Vargas adivina bañado en una ligera sensación de alivio, es que mientras su interlocutor confiesa que deberá continuar trabajando hasta que muera, él lo ha calculado todo, fríamente, como si fuese un administrador del futuro: cuando llegue el momento, que será pronto, se retirará relativamente tranquilo a descansar con su mujer y a partir de ahí, hará lo que siempre soñó. ¿Qué mal paso dio en cambio su compañero de sobremesa, un hombre culto, inteligente, con toda una respetada vida laboral en Santiago y Valparaíso, para haberse visto en la obligación de arrendar un local y ganarse el pan a sobresaltos los últimos años de su vida? La respuesta -se convence- está en el rictus que dibujan sus dientes, en su eterna sonrisa irónica, doliente dentro de un semblante de ira y decepción. Nada marcha como debiera, de qué turismo me habla si a la zona vienen tres pelagatos cuando mucho y los que tienen plata, los millonarios, vuelan directo al lodge de pesca de ocho habitaciones, de qué crecimiento me habla si la plata se la llevan toda a Santiago las salmoneras, allá tributan y no acá, la vida mi amigo me demostró que todo está mal, que la gente se aprovecha, que los poderosos ven por sus intereses, que se escarba para callado hasta más allá de lo lícito y que aun los buenos momentos esconden dentro de sí la raíz de la amargura. Desde ese punto de vista yo fui una víctima, porque esa fuerza me supera, y ahora estoy donde estoy, resume Vargas su discurso.
"No me lo digas, ¿para qué me lo dices? Yo no te ando diciendo lo que hago cuando viajo, si fui para acá o para allá, si salí con amigos, con amigas; tus palabras suenan a provocación", le advierte calmo y profundo el vecino de habitación a su mujer. Vargas, que trata de descansar en su segundo hospedaje, se siente estafado: es verdad que allí el turismo está en pañales; le han vuelto a alquilar una pieza de tercera categoría, otro nicho de muerto, con el agregado que ahora tiene a un muerto muy vivo a su lado, separados ambos por una delgada plancha de cholguán. La esposa de ese hombre, al otro lado de la línea, parece estar picada con aquella voz de ultratumba porque de otro modo, ¿a qué contarle que salió a divertirse con amigas mientras él pernocta en Aysén? Cualquier otro marido se habría enfurecido, pero este muerto vivo no. Apenas apaga el celular ríe con su voz grave y hace un par de comentarios sobre los celos de su esposa. Desde su cama surge como eco otra voz risueña, cantarina, cómplice.
El hombre que lo lleva al aeropuerto por cinco mil pesos en su destartalada camioneta blanca es de pocas palabras, tal como Vargas. Sin embargo de pronto se suelta, motivado por el hambre, la visión de la campiña, la espera de cuatro horas antes de que los camioneros decidan abrir el camino. ¿Por qué, si esta es tierra de cordero, el plato sale tan caro? ¿Cuánto le salió? Nueve mil. Ah, no, muy caro. En la carta no venía el precio, cuando reclamé me lo mostraron: decía chiporro. Ese es el corderito mamón, sabroso. ¿Ha visto matar un cordero? ¿Que si he visto? He faenado miles de corderos. ¿No le da cosa? Hay gente que no se atreve, porque cuando lo van a degollar el cordero mira a los ojos. Antes bala toda la noche, parece que sabe que lo van a matar. ¿Hay una fórmula para que no sufra? Si usted le hunde la cuchilla en la arteria no dura nada, se muere altiro. Pero la sangre se le estanca. Es preferible la muerte lenta para que la sangre se le vaya yendo de a poco. ¿Y cómo lo descuera? Ah, eso es fácil, en quince minutos se hace, pero hay lugares más al sur en que lo ponen a la parrilla con cuero y todo. Al final el cuero se carboniza y queda de mascarlo, y el corderito conserva todo su jugo, nada más rico.
Cosas así vive Vargas en su viaje, cosas que a la vuelta no se pueden contar más que en un bar, en un living, un almuerzo de fin de semana. Lo que sí se puede contar no le interesa a nadie porque ya se ha dicho: despachos sin sangre no son despachos. ¿A quién le importaría el revelador detalle de un general de uniforme que se baja de su vehículo militar, acompañado de un boina negra, luego cruce la barricada caminando, palmotee sonriente a los responsables de que el camino esté tomado, llegue al otro extremo del corte, aborde un lujoso vehículo que lo está esperando y continúe rumbo a Coyhaique? Así, desde el cielo, antes de que las nubes se traguen a ambos pueblos, Vargas contempla por última vez esos tres días de su vida y anota en una libreta, mientras la azafata se acerca con el carro de las bebidas. "Cuando todo pase, quedarán las laderas y los montes de Aysén. La nieve cubrirá sus montañas, la lluvia mojará sus prados y las truchas seguirán nadando contra la corriente de sus ríos. Los nuevos hombres se las arreglarán para salirse con la suya y los muertos ya no serán más que hombres de barro que algún día, en otros tiempos, escribieron un breve y olvidado cuento de pasiones". Uno de sus típicos finales melosos de crónicas, se avergüenza, y promete revisarlo apenas aterrice en Santiago.
El poeta del puente Ibáñez (foto: SML).

domingo, enero 08, 2012

Bitácora policial

El abuelo se moría en la casa de campo. Abierta de par en par, la ventana invitaba al calor a meterse a la pieza oscura para convertir su lecho en un río de humores. Su nieta no se la quería cerrar pues consideraba que la visión más allá del marco era una forma de mantenerlo distraído. La sumatoria de lo que se podía ver daba poco, aunque al anciano moribundo parecía resultarle suficiente: siluetas de pájaros surcando el horizonte, el baile de las hojas verdes del álamo, que semejaba el giro de unas hélices, alguna nube que teñía de blanco el azul del cielo para deshacerse en instantes, moscas que entraban y salían, sin hallar lo que andaban buscando. La nieta le limpió la frente, la nariz, los sobacos y  le cambió los pañales. Luego le dio un beso en la cara y se fue a la escuela.
Había un monstruo suelto y otro agazapado, eso nadie lo sabía.
Sobre el velador quedaron un jarro de agua de hierbas, un rollo de papel higiénico, un frasco de remedios y un pedazo de pan con queso de cabra, que el abuelo se comió con dificultad en el primer tramo de la caminata de la niña,  recostado como estaba y encima moribundo. Cualquier testigo de ese acto habría adivinado que comía por instinto, por dar la batalla de pasar la hora. Y así como entonces sus energías se concentraban en ese acto único, los pensamientos de la nieta también eran exclusivos. Pensaba que en cualquier minuto la muerte visitaría la casa. Al volver de la escuela, apenas metía la llave en la cerradura y cruzaba el umbral, caminaba sigilosamente y le echaba un vistazo a la pieza desde el borde de la puerta entreabierta. Entonces suspiraba con alivio, pero en el fondo intuía que ver a su abuelo vivo sólo postergaba el momento crítico, aquel en que se vería obligada a pedir ayuda.
Al caer y darse un par de vueltas por el piso de tierra de la cantina, mientras mordía el polvo del fracaso, riendo, el Charro decidió "irse a la cama". Si nadie lo esperaba en parte alguna, no había otra cosa que hacer. Si ni siquiera lo podía cobijar un techo, ¿dónde iba a ir? Si no tenía dinero, ¿qué podía beber que no fuera agua? Su único bien era el resto que le quedaba de dignidad, pero desde esa posición le pareció que lo estaba perdiendo. De otro modo no lo habrían pateado así, de yapa un afuerino irascible. Costaba tan poco hacerse de amigos cuando había dinero para invitar; costaba menos perderlos cuando se acababa. Y no costaba nada convertirlos en enemigos si el discurso resultaba majadero, estúpido y aun ambiguamente procaz. El hombre se levantó del suelo polvoriento, riéndose de sí mismo, de su condición, pidiéndole perdón a su agresor y al cantinero, quien se encogió de hombros, compasivo. Se hacía de noche y una hilera de postes melancólicos le señalarían un horizonte difuso. Si caminaba en esa dirección iría a dar al bajo. Al cruzar la línea del tren aparecerían las casas de adobe de la gente marginada, envueltas en una oscuridad que se tragaría por completo el paisaje, a menos que una luz de vela anunciara vida interior, vida de pobres. Como dominaba bien el sector, buscaría a tientas su lugar a la orilla del camino, más allá de la vía férrea y de las últimas viviendas, entre arbustos secos, y allí se echaría a dormir.
-¡Qué diablos!
Al sujeto irascible le habían contado en la cantina que en esa casa había mucha plata, pero que la usurera desconfiaba de todo. Se lo habían contado para darle a entender que en la fauna humana del pueblo, esa vieja era una persona odiada. Pero el afuerino entendió otra cosa. Entendió que había que robar. Cuando abandonó la cantina apenas hizo un vago intento por retomar sus pasos, un intento más para despistar que para otra cosa, un show barato. Al momento entendió que sus pies lo llevaban hacia la verdadera dirección. La ambición, el deseo insano, pesaban más que su conciencia.
El enemigo lo acechaba, lo sintió apenas salió de la hospedería y pisó la calle. Cada ladrido le decía algo. Había descubierto la gran conspiración del perro sobre la faz de la tierra y parecía ser el único en percibirla, de modo que esa certeza de ser un profeta ignorado le hacía insoportable su tormento. El mundo se había vuelto insensible al peligro que lo rondaba. Nadie escuchaba sus advertencias a viva voz, nadie atendía su voz de alerta. Se había cansado de escribir cartas a los diarios, cartas que jamás se publicaron. Citas completas de la Biblia a la basura, metáforas del demonio que se volvían objetos de burla, la mejor prueba de que el can se salía con la suya. Los perros crecían en número, día a día, mientras la gente se paseaba por las calles, como si nada. Había llegado el momento de enfrentarlos. Valor, mi Señor, rezaba una y otra vez, con el paquete de carne envenenada en la mano, el cuchillo escondido en el pantalón y el cuerpo carcomido por la energía que consume la angustia.
Cuando sintió que alguien intentaba abrir la puerta de calle, su mente se pobló de demonios, figura no tan difícil de imaginar, ya que sus demonios siempre la aguardaban en una zona indefinida de su fantasía, separados de su conciencia por un frágil velo, a la espera de un bocado que se dignara liberarles. Nadie más tenía llave, nadie sabía dónde guardaba el dinero, pero había formas de sacarle la verdad; había maneras. Si un bandido quisiera, lo podía hacer. En el fondo, sólo estaba protegida por una cerradura. Pero una cerradura, dos cerraduras, tres cerraduras eran cosas frágiles, y cuatro cerraduras, cosa extravagante. Se precisaba de algo más... definitivo. Su voz de anciana desconfiada vaciló, la ferocidad se le hizo espanto, apagó la luz y esperó en la cama. El ruido aumentaba, como si detrás de la puerta hubiese un roedor que tuviera una sierra en vez de dientes. Tiritando, metió la mano derecha debajo de la almohada y tomó su crucifijo. Hacía años que esperaba este momento.
-Quién es...
Volvía a tener hambre y con los datos a la vista suspiró, satisfecho. Los partes policiales decían siempre tan poco con su lenguaje enrevesado. Lo mínimo, pero obligaban a lo máximo. Tenía en sus manos varios casos que en conjunto resultaban atractivos, pero no lo suficientemente atractivos para lo que en estos tiempos le estaban exigiendo. Atractivo habría sido ahondar, ver con los propios ojos y escuchar de boca de los testigos, pero para eso estaban los reporteros estrella. Para él ya no no había tiempo ni espacio, ni celulares con internet. Las noticias, le repetían con inquietante majadería sus nuevos editores, las noticias necesitan llenarse de ruido porque el mundo se llenó de ruido. Fíjate en la TV: ya no repiten los goles en silencio; los ahogan con música rock. Así es la gente de hoy, los que venden y los que compran. Y si no les das lo que te exigen te irás cualquier día al cementerio de los elefantes, y no es chiste. ¿Qué le habían querido decir exactamente? No lo sabía y tampoco le importaba mucho, pero su intuición de viejo reportero policial lo impulsaba a imaginar aditivos, la música de fondo que le faltaba al papel que tenía entre las manos. Atravesó el cuartel y se metió a una fuente de soda, donde ordenó una paila de huevos revueltos. Allí habría tiempo de sacarle provecho periodístico a los crímenes que se le ofrecían ese día.
La nieta atravesó el cerro como lo hacía cada mañana; en el camino se le unieron dos compañeros que salieron de una choza protegida del sol por un viejo espino. La madre de sus dos compañeros la saludó con una sonrisa triste y le preguntó por su abuelo. La niña le dijo que todavía estaba vivo y siguió su camino. Los tres pequeños se perdieron en un recodo y la mujer se dirigió a la pirca. Había tanto que hacer, tanta cosa vana; le esperaba un día tan largo y estéril que de pronto se quedó estática, recordando la falta que le hacía  aquel que la dejó por la muchachita de la casa del estero. ¿En qué pueblo se hallarían hoy probando suerte, se habrían levantado ya, le habría servido el desayuno? La nieta y sus dos compañeros andaban a zancadas; de pronto trotaban, a veces los hermanos se sentaban un momento a descansar, esperándola. Cuando se enfrentaban a una cerca la ayudaban a subir. En una curva ella les contó que cuando muriera su abuelo quedaría sola. El sendero se había estrechado ante una pared de tierra seca sobre la cual se levantaba un bosque de pinos. La escucharon y siguieron caminando. Sólo ella decía lo que pensaba. Los hermanos provenían de una familia silenciosa, compuesta por la madre, el padre ausente, una docena de cabras y cuatro perros famélicos que parecían alimentarse de aire y que reservaban sus ladridos exclusivamente para situaciones de emergencia.
En la escuela se abría la sala de clases mientras la mujer le preparaba el desayuno a su marido, el profesor. Antes de que aparecieran los primeros niños se sentaron a tomar café con la leche en polvo, las galletas y la mermelada de membrillo que enviaban trimestralmente al colegio, desde la capital, para la alimentación de los estudiantes. El profesor apartaba siempre una cantidad para él y su mujer; no había nada de malo en eso, sabía que todos sus colegas de las escuelas rurales lo hacían, aunque nadie lo comentara abiertamente. Llevaba ya veinte años dictando clases y viviendo en esa escuela. Como los demás educadores, vino por seis meses y terminó quedándose, porque en el fondo le encantaban esos niños, tan dejados de la mano de Dios, tan desprotegidos. En este mosaico de instructores ninguna historia era igual y sin embargo todas desembocaban en lo mismo: profesores rurales anclados a la tierra. Cada 18 de septiembre se juntaban a comer empanadas y tomar chicha en las ramadas, luego del desfile de todas las escuelas en la cancha de tierra, frente al retén de Carabineros. Veían pasar la tarde y solían recordar sus tiempos urbanos. Cada uno relataba su pasado con emoción, a veces con la emoción que se vierte en lágrimas, sobre todo si la añoranza nacía en el segundo o tercer jarro. Gumercindo hablaba poco y sus recuerdos eran vagos, demasiado generales como para que los demás se formaran una opinión cabal de su persona, lo que con el correr del tiempo provocó fatalmente que desconfiaran de él. Influenciados por su cara alargada, salvaje, de pómulos hundidos, lo apodaron el Lobo Gumercindo y terminaron aislándolo de sus juntas. Su mujer también ignoraba su pasado y la mitad de su presente, si hay acuerdo en que lo que piensa un hombre es la mitad de su presente, pero a ella le bastaba con tenerlo por marido y no se hacía problemas con sus silencios. En el campo, marido era techo seguro, comida segura y ropa sucia. De vez en cuando podía hasta darse el lujo de pelar una gallina; su hermana no. Servía a su hombre día y noche y le planchaba la ropa. Nada de eso le quedaba a la otra. A veces, por compasión, le mandaba un cogote y un par de patas nudosas con sus dos hijos, quienes recibían el regalo sin decir una palabra. Sentía una sensación extraña al sacar la gallina del agua hirviendo. Cuando le arrancaba las plumas de un tirón recordaba las pocas fiestas de su niñez.
-¿Hoy día terminan las clases, Gume? -ella lo miraba como desde el suelo; él desviaba la vista hacia el patio.
-Ya le dije que sí.
-¿Le falta algún examen?
-Y qué le importa.
-Le pregunto por si quiere que le lleve la tiza a la sala.
-No... guárdela.
-A la Normita se le está muriendo el tata.
-¿Sí?, ¿le contó ella?
-Sí.
-¿Qué más le dijo?
-Nada más. Que lo tiene acostado, que le tiene que cambiar los pañales y servir la comida.
-¿Vendrá hoy?
-No sé. Usted dice que nunca falta.
-Sí. Nunca falta, pero... esto...
-¿No hará clases, Gume?
-No lo había... yo estaba... ¿qué dice?
-¿No hará clases el último día?
-Que jueguen -contestó, ensimismado. Antes de que ella se retirara a la cocina le preguntó, a media voz:
-¿Qué va a hacer de almuerzo?
-Voy a matar una gallina para que los niños se vayan contentos y vuelvan el próximo año -rió.
Después del bajo venía la curva, después de la curva el letrero con forma de equis y la barrera blanquirroja levantada que anunciaba el cruce ferroviario. Lo habían echado a patadas y no conseguía aplacar la sed; aun así, todo encajaba a la perfección. Dominaba la ruta y su destino, pero como no había a quién decírselo se lo cantó a sí mismo, con esa voz de tenor mexicano que hacía reír al villorrio.
-Vamos llegando a Pénjamo...
La nieta se quedaba atrás, de nuevo. Tenía la manía de ir levantando piedras. Los compañeros la esperaban sentados en alguna roca, fumando. Ahora eran ocho; iban brotando de las casuchas de adobe a medida que se acercaban a la escuela. En el camino, los mayores compartían sus cigarrillos con los menores que ya podían ser iniciados en el vicio, dejando con las ganas a los más pequeños. Le fascinaba a la niña levantar piedras. De allí salía vida, insectos asustadizos que corrían a esconderse a la piedra más cercana al quedar al descubierto. Debajo de las piedras había vida, lo podía comprobar, pero inevitablemente había terminado por formularse preguntas para las cuales sus ocho años no tenían respuesta. ¿Por qué esos bichos vivían debajo de las piedras? ¿Para protegerse o porque les acomodaba? Y ¿qué se escondía aún más abajo, allí donde no le era dado llegar? ¿No habitaría por casualidad el vacío gigante de la muerte en un hoyo parecido a aquel donde pronto iría a dar su abuelo? Le costaba imaginase a su abuelo enterrado, por eso no hacía más que hablar de aquello, de cómo sería, de cómo se vería dentro de la tierra, de si alguna vez un muerto había tratado de huir, de si los aparecidos que la gente veía en las noches de invierno no serían cadáveres que surgían de la tierra para buscar calor en las casas. En cada recreo abría el mismo diálogo con uno, con otra, con varios, y todos le inventaban respuestas absurdas que la dejaban aún más insatisfecha. El único que tenía respuestas amorosas para ella era el profesor, pero no se atrevía a acudir a él, porque el profesor la atraía pero le daba miedo. Alguna vez le habían contado que en las clases la miraba demasiado fuerte a los ojos y cuando probó a ver si era cierto, mirándolo también ella fuerte a los ojos, notó que era verdad y se asustó.
Inerte en la cama, el abuelo ni siquiera era capaz de pensar, al menos del modo en que lo hacen las personas sanas. Sus pensamientos, si es que pudiesen llamarse así, se resumían en dolores. Dolor del brazo izquierdo, dolor del estómago, de las manos, de la garganta. El aire le entraba como por un desfiladero atascado y le hería, le encendía las tuberías que desembocaban en los pulmones. Las tetillas huesudas sufrían lo indecible por el peso de las frazadas. Sentía ganas de llorar de dolor, en el fondo de terror, pero a sus ojos ya no les quedaban lágrimas, de tanto estar abiertos. Se imaginaba que si los cerraba podía ser para siempre, de modo que se obligaba a mirar; era su mirada un anzuelo que lanzaba a lo que fuese, a la distancia que fuese, para aferrarse a la cosa vista con la insólita pasión del animal entregado a su suerte.
La puerta cedió; en su afán por desaparecer la vieja se tapó la cabeza con la colcha. El miedo y la indefensión la llevaban a hacer todo mal, no como tantas veces lo había ensayado, con frialdad ejemplar, y en su cueva de sábanas se coló un hilo de luz. Una puerta más y lo tendría ante sus ojos.
-Quién anda ahí.
Ebrio de esa sensación que los victimarios sienten ante la inminencia de la brutal dominación, el hombre entró al dormitorio, fue directo a la cama y la destapó. Quería ver sus formas, quería ver cómo era, a quién estaba asaltando para robarle su dinero. La vieja, en posición fetal, dándole la espalda, se cubrió la cara con el brazo izquierdo, ocultando el derecho debajo del vientre, como protegiendo su sagrada intimidad, pero antes hubo un segundo en que entrevió un rostro feroz, asesino. La ira del hombre crecía a medida que tomaba conciencia de su poder ante la víctima de piernas flácidas entregada a la muerte. En el paroxismo, su mente se llenó de relámpagos de desprecio, burla, sadismo, deseos de hacer daño. Preguntaba, ordenaba, pero pensaba en otra cosa.
-¡Dónde está la plata!
-Debajo del baúl. Allá... allá...
Cuando se acercó al primer animal, éste cruzó la calle y se quedó mirándolo desde la vereda del frente. Al profeta lo habían traicionado sus nervios. Entonces vio a la perra echada, imaginó que en actitud sospechosamente pensativa. Se le acercó lentamente. Sentía que la gente, al mirarlo, le leía el pensamiento.
-Ven, perrita...
La perra enseñó los dientes y quiso arrebatarle el paquete que le había puesto en la nariz, enloquecida por el hambre, pero de un veloz movimiento el profeta dejó la carne envenenada fuera de su alcance, no tanto como para que no siguiera olisqueando. Había demasiada gente; debía llevarla a un sitio eriazo para dar inicio al plan que por fin eliminaría al demonio de la faz de la tierra. Recordó el elefante blanco, edificio abandonado a media construcción, tapiado con cholguanes para que no se colaran los mendigos. Del cielo le llegó una señal divina a su mente: había una abertura, la recordó claramente. Era la prueba decisiva de que Dios vence al demonio porque está sobre él, lo incluye y lo fagocita para ejemplo de la humanidad. Gloria a Dios, Dios divino majestuoso, gloria a ti Señor, gloria eterna mi Señor, sálvame del demonio, válete de mi fuerza para liquidarlo, gloria a ti mi Dios divino, majestuoso, iba murmurando a media voz con un perro, dos, tres, una leva de perros detrás de la perra en celo, la primera de una fila que encabezaba el enviado del Señor, angustiados y rabiosos por el hambre de carne y de sexo, mientras a lo lejos ya se divisaba el terreno cercado, altar de Dios, infierno del can.
Los niños corrían detrás de una pelota de plástico; las niñas ocupaban un rincón del patio para sus juegos. Cuando la mujer del profesor los llamó a todos a almorzar notó que faltaba una. Con toda inocencia se dirigió a la oficina del Lobo, pero no alcanzó a articular palabra. Se limitó a mirar, boquiabierta, por la rendija de la puerta y de inmediato volvió a la cocina sin hacer ruido alguno. Mandó a su sobrino mayor a tocar la campana y comenzó a servir la sopa a cada niño, maquinalmente. No quiso apagar el fuego, a pesar de que la sopa hervía dentro de la enorme olla. Mientras, su cerebro entraba en relampagueante ebullición. Al repartir, el cucharón derramaba al piso preciosos trocitos de zapallo. No podía sacarse de la mente la idea de su hermana abandonada, de sus sobrinos casi huérfanos viviendo en esa choza bajo un espino, del cogote y las patas que les mandaba de regalo. Las ardientes burbujas de su fantasía rechazaban ese destino para ella. Podían engañarla, engañarla aun perversamente, pero no dejarla. Nadie, ninguna ocuparía su lugar, por muy joven que fuese. Cuando todos tuvieron su ración entró la niña que faltaba, corriendo, ruborizada. La mujer no dijo nada: la estaba esperando. Cuando la niña estiró la mano para tomar su porción, la repartidora extrañamente resbaló.
El asaltante sintió el disparo. Le costó darse cuenta de la situación. Se llevó la mano a la cabeza, pero no había mucha sangre, apenas un rojo hilo flacuchento. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué con el correr de los mínimos segundos se le hacía tan pesado ambicionar, moverse, relacionar las cosas? Ya no sabía cabalmente lo que quería, lo que había entrado a buscar a esa casa. Las primitivas urgencias de sus deseos habían dejado de poseer importancia y si le hubiesen hecho la pregunta, si se le hubiese concedido un deseo, éste habría sido entender, sin lugar a dudas; gobernarse a sí mismo, levantarse y caminar, descansar en una cama, dormir plácidamente, soñar. Sólo uno era posible, sólo el último, pero ¿era realmente lo que ansiaba, soñar? ¿No era mejor escapar, correr a un centro médico, hacerse atender antes de que...? Pensamientos como esos nublaban su mente ya de por sí turbia, afiebrada, aumentando a cada segundo las incoherencias de un raciocinio que se batía en retirada.
De modo que iba llegando a Pénjamo, aunque Pénjamo quedaba un poco más allá de la vía férrea, eso era obvio y como tal, imperceptible a su canturreo de borracho de cantina, que aumentaba de potencia, haciéndose cada vez más ridículo y desafinado. La línea no era una valla, sino un verso cualquiera de su canto. "Vamos llegando a Pénjamo, si un hombre te invita la copa, si es decidido y muy atrevido es que es de Pénjamo, pos ya ni dudar..." En su paroxismo se detuvo a entonar a viva voz el estribillo, mirando al cielo con los ojos cerrados, si cabe la expresión. "Que me sirvan las otras por Pénjamo, soy de Pénjamo, soy de Pénjamo. Que me sirvan las otras por Pénjamo, por mi Pénjamo voy a tomar". Una lejana luz brillante crecía y crecía frente a él, un pitazo tardío apagó sus versos.
En las entrañas del elefante blanco, la perra se dejó cruzar por el más fiero de la especie. Los demás perros se abalanzaron sobre el paquete, arrebatándoselo. El veneno resultaba insuficiente y sus movimientos, torpes. Había que sacar la cuchilla en nombre de Dios. ¡Muerte al demonio, vuelve a los infiernos!, la sangre brotó de un cuerpo y los animales sacaron los colmillos, con sus saltos llegaban más arriba de su cabeza, eran prodigiosos, satánicos. Ya había demasiada sangre, demasiado olor a celo, había todo lo que enloquece a los canes. El profeta justiciero los elevó al lúgubre altar del gran perro escarlata de siete cabezas y diez cuernos. "Y el perro se paró frente a la mujer que estaba para dar a luz, a fin de devorar a su hijo tan pronto como naciese", rezó desesperado, con los ojos salidos de sus órbitas, confundido entre la leva. "Después hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el perro; y luchaban el perro y sus ángeles". La cuchilla bajaba y subía, abriendo carnes enfurecidas, de pronto haciéndolo caer. "Y fue lanzado fuera el gran perro, la serpiente antigua, que se llama Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él", clamó desde el suelo, a cuchillazo limpio. "¡Ay de los moradores de la tierra y del mar! porque el diablo ha descendido a vosotros con gran ira, sabiendo que tiene poco tiempo".
Aburrida de lamer el resto de queso del platillo, la mosca voló a la cara del abuelo y se posó en sus labios entreabiertos; el pobre viejo adolecía de fuerzas para espantarla y se limitó a respirar con la nariz, pero su empeño gigantesco minó aún más sus fuerzas y se sintió desfallecer. Debía abrir la boca para que entrara todo el aire posible, aire que incluso así le resultó insuficiente. Aspiró con desesperación, la mosca voló y se alejó hacia las alturas, no debía cerrar los ojos, no podía hacerlo, puede que fuese su última vez y todavía quedaba algo de mundo por ver, no tanto, lo mínimo si fuese posible, con lo mínimo se conformaba, la mosca salía de la pieza lúgubre cuando un golpe de viento repentino venido del espacio luminoso la retuvo entre las cuatro paredes y la mandó directo a un nido blanco, algodonoso, alojado en un ángulo del marco de la ventana, la mosca quiso huir pero unas violentas patas negras se le abalanzaron a la velocidad del rayo desde las profundidades del nido y la atraparon al instante; la vida, ese fenómeno incomprensible, esa aspiración, se agitaba desgarrada dentro del cuerpo del abuelo, era su forma de despedirse, de tratar de huir de las garras de la muerte, no podía despegar la vista de la escena, de la mortal batalla que se libraba allá arriba ante sus ojos, y sin embargo sus ojos se fueron cerrando, a su pesar, tras el último suspiro.
Satisfecho luego de tragarse el tentempié que consolaría a su estómago por no más de una hora, de pie frente al mismo garzón solícito que le guardaba sus apuntes para que no estorbaran su momento de placer, remolón, agradablemente cansado, el viejo reportero caminó a la oficina a despachar los párrafos que llenarían la columna derecha de la página roja, casi al fondo de su diario, al día siguiente. Antes de entrar pasó por la panadería y compró dos marraquetas. Más tarde escribiría automáticamente, sacando de vez en cuando un trozo de pan del cajón, entre bromas y conversaciones con sus colegas más cercanos, de pronto levantando el cuello para ver mejor algo que lo había atraído de la pantalla ubicada sobre el estante, escribiría lo que sentía haber escrito tantas veces, algo así como la misma noticia de siempre, día a día a lo largo de los años, la noticia con que se ganaba la vida.

Bitácora Policial

Un mendigo de nombre desconocido, apodado el Charro, se suicidó a las 22.15 horas de ayer arrojándose a la vía férrea en el cruce de Palos Quemados, cercano a Catapilco, se ignora el motivo. El maquinista Carlos Norambuena Araya declaró que cuando lo vio a boca de jarro accionó los frenos pero no pudo impedir el impacto. Quedó en libertad, citado al tribunal. El suicida no dejó carta.

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Alertados por el hedor, vecinos denunciaron la presencia de un cuerpo en descomposición al interior de un viejo edificio abandonado de la comuna de Pedro Aguirre Cerda, conocido en el sector como El elefante blanco. Personal de la Brigada de Homicidios se hizo presente en el lugar y retiró el cadáver, calculando la data de muerte en unos cinco días. Se trata de un cuerpo de sexo masculino y mediana edad, que estaba irreconocible y al parecer fue asesinado en una riña, ya que en el lugar se encontró un cuchillo. Posteriormente fue devorado por los perros. Ningún familiar ha reclamado sus restos.

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Muerto de un certero disparo en la cabeza resultó un asaltante que intentó violar a una anciana en el pueblito de Catapilco. La mujer de 82 años, Domitila Hernández Ferrer, tenía el arma de calibre 22 inscrita y declaró que el hombre, identificado como Pedro Moreno Huaipil, entró a su hogar con el único propósito de abusar de ella.

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Un desgraciado accidente empañó el último día de clases en la escuela E-125 de San Vicente de Pucalán, sector de Rosario lo Solís, cercano a la playa de Matanzas, en la VI Región. Una niña de ocho años, N.B.C., se debate entre la vida y la muerte en el hospital de Rancagua, al derramársele una olla de sopa hirviendo. La manipuladora de la escuela resbaló al momento de servirle, lo que fue corroborado por su esposo, el profesor Gumercindo Soto. La niña permanece internada en la UCI, con quemaduras de tercer grado en el 60 por ciento del cuerpo. Por ironía del destino, casi a la misma hora moría su abuelo, Homero Briceño, de muerte natural, en la vivienda que compartía con la niña.

miércoles, enero 04, 2012

El refrigerador

Del primer refrigerador que tuvimos no habría mucho que decir. Llegó una tarde de verano, embalado sobre un triciclo y supimos que venía en camino porque escuchamos el griterío de los pelusitas a la cola del triciclo. Los pelusitas eran todos aquellos niños que no eran los Mardones. Los Mardones éramos ocho primos hombres y jugábamos pichangas contra los pelusitas. La cancha era un tierral a un costado de la línea del tren a Sewell que daba al quiosco de mi tío Pablo en una punta y en la otra, a un murallón del que nunca me preocupé de averiguar qué había detrás. Los pelusitas eran los niños de la población Sewell, entre los cuales destacaban el Chamelo, el Muchilo y el Cochefa, además del Lucho Tonto, que iba a la siga de todos, arrastrando su abrigo negro. Siempre me llamó la atención la presencia de la letra Che, de la que hoy abjura la RAE, en los sobrenombres de esos niños de población de mineros. Hoy especulo que esa influencia pudo venir de México, con sus chamacos, chapulines, chilindrinas, chavos, charros, chanfles, chapatines, chespiritos y una pila de nombres más.
El refrigerador, como dije, venía en una caja, de modo que los pelusitas, si corrían detrás de ella, era más que nada por saber qué habría dentro; en el fondo, por tener algo que hacer en la tórrida hora de la siesta.
Casi junto con el triciclo llegó don Bruno Estefani en persona. Era el dueño de la tienda de electrodomésticos, el responsable de hacer andar el refrigerador Trotter. No recuerdo otra gran cosa sobre el asunto. Ignoro incluso si los pelusitas lo vieron, pero sospecho que si fue así, sintieron lo mismo que yo; es decir, se encogieron de hombros y buscaron otra cosa en qué entretenerse. ¿Qué podía tener de maravilloso un aparato que enfriara o congelara las cosas? Hasta ese día la mantequilla se mantenía lo más bien dentro de un plato con agua y la carne, en una caja de madera con una rejilla en la ventana. Ante las fantasías desmesuradas que provocó en nuestros corazones la compra e instalación del televisor, años después, la novedad del refrigerador no pasó de ser algo macanudo, pero conceptual, semi abstracto; se parecía a un tótem del Siglo Veinte destinado a darse ínfulas ante los pelusitas y por extensión, ante los papás de los pelusitas, consagrando una vez más ese Muro de Berlín invisible que separaba la población Sewell de la población Rubio.
Es curioso lo que voy a decir, porque tiene menos que ver con la memoria que con la estructura, el esqueleto literario de un producto tan minúsculo como éste, aunque el problema de fondo sí es la memoria. Se trata de que a este relato no le habría puesto tantos adornos distractores si lo hubiese escrito hace unos cuatro, cinco años. Habría ido al grano, me habría concentrado en la anécdota y todo habría sido más ligero, divertido; en cambio ahora se me hace hasta imprescindible la siguiente reflexión, porque si no la hiciera no quedaría satisfecho. El tiempo dirá si fue una torpeza. El caso es que el asunto de Los Mardones y los pelusitas constituyó para los ocho primos una verdad y un código que compartimos durante años, cada vez que nos reuníamos en un matrimonio o un funeral. Los Mardones versus los pelusitas nos agrandaba a los Mardones como estirpe, nos convertía en una unidad perfectamente identificable en el pequeño mundo rancagüino. Esas pichangas eran como alguna de esas batallas que se aprenden en los libros de historia universal y por un momento a mí también me pareció vivir en ese mundo de gigantes, al escribir ahora sobre este recuerdo. Sé que estoy diciendo tonterías, nada original, que estoy hablando del peso de la pequeña historia en el corazón del pequeño hombre, un peso que se me antojaría fundamental si alguien ajeno a ese recuerdo no irrumpiera y declarase su indiferencia ante el asunto, lo tornara difuso con su sola presencia. El hecho es que al sentirlo debo desprenderme de él y esa sensación es la que me pacifica.
Final del cuento del refrigerador: cuando mi papá llegó del trabajo y vio el flamante aparato fue al quiosco del tío Pablo y volvió con una Coca Cola familiar. Nos enseñó en qué espacio se guardaba la botella y allí quedó durante un par de horas. Cada cierto tiempo abríamos el refrigerador y la tocábamos; cuando mi papá consideró que había llegado el momento la destapó, la repartió en cuatro vasos grandes, como aseguraba la propaganda, sacó hielo de la cubetera y celebramos.

lunes, enero 02, 2012

Palabras de un maestro a su discípulo

Desde luego debiera tratarse de un asunto menor de orden bioquímico, de aquellos que la ciencia le encarga a la medicina. Y más que a una patología mental yo apuntaría probablemente a un problema genético que no haría mal en ser examinado. No estás sentado silenciosamente porque sí ante la gente, mirando al vacío pero queriendo unirte a ella, haciendo esfuerzos por incorporarte a la conversación, haciendo esfuerzos, incluso, por proponer temas y aun contar vivencias personales. No es el tuyo un estado de desánimo, de timidez, indiferencia, egocentrismo, hasta soberbia, como proclaman algunos. Lo parece, pero no lo es.
¿Ante qué estás? ¿Qué fenómeno vives? ¿Por qué tienes la sensación de estar malgastando el tiempo y por qué solamente la comida y la ingestión de bebidas alcohólicas te alivian en parte el malestar?
No basta que digas no soy feliz. Tampoco estoy sano, aunque si estuvieras feliz, si estuvieras enfermo, la sensación cambiaría y ya no habría abulia; más bien alegría, angustia viva.
Como decía, vives haciéndote esas preguntas cuando estás entre personas a las que quieres o al menos estimas. Y más tarde vives flagelándote por no haber podido ser tú mismo ante ellas. Esto es, más franco, más audaz, menos observador y más bueno de corazón, más sencillo. Me temo que piensas que si lo fueras, que si demostraras lo que realmente eres, podrías caer en una espiral de descontrol y locura, pues no pertenece a tu hábito comportarte como se estila; no conoces las delicias ni los salvavidas de los códigos de la diplomacia.
Creo que en momentos como esos te avergüenzas de ser quien eres y de escribir lo que escribes, como si el hecho de poseer alma; esto es, vida interior, no cuadrara con tus conductas tan pedestres. Piensas que se reirían de ti con toda razón, que te harían ver en la cara tu inconsecuencia, tu pose sensible. Sensiblera. Tú mismo te repites estas ideas preconcebidas, y entras a dudar...
Conjeturo, en consecuencia, que vives fantaseando y que tus fantasías no son siempre creativas. Diría más bien que son esclavizantes, ancilares, como le agrada observar a Vargas Llosa, y que se mueven entre las sensaciones de abandono e infidelidad que martirizan tu conciencia.
Quizás el remedio de este mal sea la soledad. Por sus frutos los conoceréis puede que sea tu destino. Si no fuiste hecho para decir inteligencias no le temas al vacío. Es todo lo que puedo aconsejarte en esta hora, más irónica que difícil.

viernes, diciembre 30, 2011

Oración

Fuera, vanidad. Entra en mí, luz del universo. Hoy es el mundo del hombre, el adiós de las aristocracias. Y es la hora de mirar hacia lo alto. No soy nada sin ti, y a ti me debo. Te ofrendo mi debilidad. ¡Sana a los enfermos! y reconfórtame en mis fracasos.

miércoles, diciembre 28, 2011

La señorita Juana

Yo ya la conocía de antes, pero el día que me hizo sentir su presencia brutal fue durante un recreo, en la Escuela 1. Ella no era mi profesora. Mi profesora era la señorita Esperanza, que era linda y de la cual he admitido en otra ocasión que estaba tan enamorado como puede estarlo un niño de cinco años; es decir, profunda y completamente enamorado. La señorita Juana, en cambio, era fea, tenía cara de caballo, dientes de caballo y carácter de bruja. Con los años descubrí, para mi sorpresa, que de espaldas se transformaba en un portento, como esa diosa de dos cuerpos que aparece en la mitología de no sé qué pueblo. Morena, alta, delgada, caderuda y con zapatos de taco aguja que daban pasos enérgicos, que retumbaban a lo largo de toda la cuadra, la señorita Juana podía engañar a muchos hombres desprevenidos que la veían pasar rumbo al colegio o la veían salir del cine Rex junto a su esposo, una noche cualquiera.
Esa mañana, por alguna razón que no está al alcance de mi memoria, la señorita Juana se las daba de algo así como de inspectora y yo tuve que haberme portado mal, haber ofendido a un compañero, haber derramado la leche de mi jarro o haber dicho un garabato, no creo, pero algo malo tuve que haber hecho en ese recreo, porque ella me llamó la atención y en castigo me obligó a recoger una piedra. Yo el muy ingenuo me agaché y la señorita Juana me pegó a la maleta un puntapié en el poto. Su ataque provocó grandes carcajadas entre los alumnos presentes en el patio y en ella misma. Se reían a gritos y yo con la piedra en la mano, sin saber qué hacer.
Vino entonces la hora de mi venganza. La ideé en cuestión de centésimas de segundo. Consistió en llorar a moco tendido, con sacudidas y suspiros. A decir verdad, se trató de un llanto verdadero, un llanto de humillación contra la traición de la autoridad y un llanto contra mi propia ingenuidad, cómo haber caído tan fácil; pero ahora que han pasado los años debo confesar que le puse un poco. Hice una escena. Dramaticé. Y volví los hechos a mi favor. En efecto, desde el suelo vi cómo a la señorita Juana se le iba congelando la sonrisa, cómo se acercaba a mí, me tomaba de las manos, me limpiaba las lágrimas con un pañuelo y me llevaba a la inspectoría para darme un mejoral.
Nunca supimos si fue siempre tan agria de carácter o si se volvió así cuando el doctor le comunicó que jamás podría tener hijos. Su marido no tuvo ninguna responsabilidad en esa tragedia, porque con su segunda mujer fue padre de una linda niñita de pelo ensortijado, a la que bautizaron Paulette. En efecto, después de que la señorita Juana se murió de cáncer él se puso rápidamente en campaña. Antes de conocer a su nueva esposa trabó incluso amistad con una vecina separada, con tan mala suerte que al primer entrevero nocturno se percató por sus propias manos de que poseía un solo seno, ya que el otro se lo habían extirpado. Como mi mamá era una especie de recipiente de lamentos, la mujer se le quejó amargamente. Le contó que en el momento culminante "el vecino abrió así unos ojos y salió arrancando", cuento que nos llegó de segunda mano, como secreto que no se debía revelar por ningún motivo.
Don Armando, que así se llamaba el esposo de la señorita Juana, era un descendiente de franceses que usaba un bigote tipo Hitler al centro y fino hacia los lados. Tuvo sus 15 minutos de fama en el deporte del ciclismo rancagüino, de lo que se desprende que era dueño de un cuerpo atlético, pero ya había demasiados cracks para una ciudad tan menor, de modo que limitó la bicicleta al pedaleo entre su casa y el trabajo y cuando se compró una citroneta finalmente la vendió. Un invierno se subió a un avión y partió con la señorita Juana a Francia a conocer a sus parientes; a la vuelta ella le trajo un jarrón de cristal a mi mamá, que aún se conserva. Don Armando no tenía vicios, pero la señorita Juana le decía a mi mamá que prefería mil veces a un hombre como mi papá, que se curaba cada cinco días, antes que al sangre de horchata de su marido, lo que a mi mamá no le provocaba celos, ya que entendía la frase como un lamento de amiga. La mayor broma de don Armando consistía en tirarnos agua con la manguera por detrás de la pandereta. Cuando se compró la citroneta se iban juntos con mi papá a la Braden, un cuarto para las siete de la mañana; pero no siempre volvía con él, ya que el viejo solía quedarse en el bar Caletones o donde Juanico, ahuyentando sus penas.
Retrocediendo en la historia, por esos años del puntapié en el traste vivíamos a media cuadra, en la población Rubio. Aún no éramos vecinos casa con casa, como lo fuimos cuando ellos y nosotros nos cambiamos a la población Covimar, de la Cooperativa de Vivienda del Magisterio. Como don Armando y la señorita Juana no tenían hijos se habían llenado de animales, pero animales cautivos. En su casa pulcra y ordenaba, donde no volaba una sola mosca, había jaulas con pájaros y un montón de peces de colores en un acuario, que nadaban sin jamás tocarse. Con el Vitorio nos gustaba ir a ver el acuario. La caja de vidrio luminosa ubicada al final del comedor destacaba en ese ambiente completamente oscuro y apagado, como de película de terror, en el que sólo se oía el tic tac del reloj de pared. Una vez don Armando me invitó en su motoneta al río Cachapoal a recoger hierbas y alpiste para los canarios. El río Cachapoal quedaba a más de 4 kilómetros de la ciudad y se llegaba a través del Camino Longitudinal, hoy Ruta 5 Sur. Mi mamá me dio permiso porque sabía que yo lo que más quería era andar en motoneta. Como a las dos horas vio llegar a don Armando, quien estacionó la moto y entró a la casa con el alpiste.
-¿Y Huguito? -le preguntó.
-Bah, se me olvidó -le respondió don Armando, agregando desde ese día a su fama la de volado.
Me fueron a buscar y me hallaron cerca del río, a la orilla de la vía, caminando en dirección a mi casa.
No es bueno decirlo, pero creo que la señorita Juana odió siempre a don Armando, con toda su alma. En cuanto a él, parecía sentir por ella un cariño más británico que francés. En una de esas largas tardes tediosas de provincia, aquellas tardes en que mi papá no estaba y la señorita Juana visitaba nuestra casa para escapar un rato de su película de terror, le contó a mi mamá un chiste que las hizo reír a carcajadas, más a ella que a mi mamá. Iban dos amantes en un auto y la mujer le preguntaba al hombre si se la podía para manejar con una sola mano. Él le respondía que sí y ella le ordenaba, brutalmente: "¡Entonces saca un pañuelo y límpiate los mocos, cochino infeliz!". En otra ocasión llegó contando la escena de una película que la había impresionado vivamente, me parece que "Divorcio a la italiana". La protagonista le hacía cariño en el pelo al chofer del auto mientras se besaba con su esposo. Le gustaba contar historias así, y yo las oía porque siempre estaba presente, debiendo haber estado en otra parte, afuera o en mi pieza. Pero estaba allí, como una culebra regalona.
Pero así como ella odiaba, amaba. Al Vitorio lo convirtió prácticamente en su ahijado y fue evidente la preferencia que le manifestó cuando le hizo clases. A favor de mi hermano habría que decir, eso sí, que poseía una risa abierta y un carácter chispeante, altivo y resuelto, como a ella le gustaba. Durante una ceremonia de aniversario en la Escuela 1 representó el papel de madre en una obra de teatro con alumnos, entre ellos el Vitorio y el Toro Bastías. Había una muerte de un niño y la señorita Juana se metió demasiado en el papel. Dejó vibrando las paredes del salón de actos con su llanto desgarrador y a todos los presentes, con un nudo en la garganta. Hubo críticas contrarias de algunos apoderados y se sacó a relucir su esterilidad. La gente de Rancagua no era mala, pero vivía pendiente de todo, sobre todo de cómo se hacían y se decían las cosas en Santiago. El modelo de la clase media rancagüina estaba en cualquier señal que se alejara del alma minera que bajaba de Sewell, tan fuerte, casi inmanejable en su brutalidad y su instinto básico, de modo que un llanto desgarrador en un acto infantil, por muy teatral que fuese, no era bien visto.
Cuando se le declaró el cáncer negó su enfermedad hasta el penúltimo minuto. La última vez que entró a mi casa fue en la primavera de 1967. Se veía demacrada, ojerosa, pero aún con bríos. Estuvieron admirando los primeros brotes de la parra y mi mamá le prometió que para el verano se comerían juntas la uva rosada. Paseó por el patio fijándose en el pasto, las flores, los gorriones que se paraban en el guindo, las cuncunas que se desplazaban por las ramas, las mariposas, hasta las moscas que zumbaban, todo lo que oliera a vida. Yo la miraba a prudente distancia; no me atreví a acercarme a ella. No más de dos a tres semanas después se recluyó para siempre en su dormitorio, donde otra vez dio origen a una amarga polémica. Sin que nadie supiera cómo, se encariñó con un ex alumno, Ángel, un joven de unos 16 años, humilde y bien parecido. Lo veíamos entrar a la casa de la señorita Juana después de almuerzo, estuviera o no estuviera don Armando, para retirarse ya entrada la noche. Esa rutina diaria fue juzgada duramente por el vecindario y dio para todo tipo de fantasías y rumores. Los hombres tomaron parte por el marido y hasta las mujeres comentaban un escándalo del cual no había una sola prueba.
La señorita Juana murió el 8 de diciembre, antes de que la parra diera sus frutos. Eran cerca de las tres de la tarde cuando mandó a llamar a mi mamá. En la pieza estaba don Armando, un par de vecinos y un notario. Entre los cuatro le rogaban que firmara el documento que convertía a don Armando en único hederero; de lo contrario su plata de la jubilación se iría directa al Estado. La señorita Juana se salió de sus casillas y eso le hizo mal. Los echó a todos con un grito aterrador y en la habitación dejó solamente a mi madre. Hablaron algo, se quejó como pudo; a los pocos minutos arrojó una bocanada de sangre sobre la colcha y expiró.
Pasada una semana del funeral vimos salir a Ángel de la casa de don Armando. Se llevaba en un carretón tirado por él mismo la cama de su maestra, único bien que le heredó, a sabiendas de que sería visto por toda la cuadra, apostada detrás de los visillos.

miércoles, noviembre 30, 2011

El viejo contador

Cansado, con una gran deuda de sueño por pagar, envuelto en la monotonía y en sus eternos miedos, imaginando el paraíso del retiro, así amaba. ¡Le era tan difícil concentrarse en su amor! Cuando se sentía bien, enérgico, pensaba en cosas sucias y se olvidaba de ella, o le nacían celos ilógicos, lo que viene siendo una redundancia.
Ella, por lo demás, había dejado de hablarle hace mucho tiempo. ¿Lo amaría, aún?
En días como estos la buscaba, la espiaba; creía, como si se tratara de una posibilidad cierta, que a través de un acto impuro como el de rastrear su nombre la podía atraer hacia su corazón.
En el fondo se sentía abandonado, y el desaliento natural que surge de un sentimiento de esa calaña lo hacía dudar del amor de ella, no del actual, pues era irrebatible que de este pedazo de tiempo no podían brotar grandes esperanzas; sino del original, del resplandor que por un tiempo cubrió de luz toda la Tierra y su alma también.
¿Acaso no se había abandonado él mismo a su suerte, no se había hecho la víctima, obedeciendo al destino que lo marcó desde el inicio? ¿Cómo fue que ese resplandor no tuvo el poder de quemar la nave del pasado, con sus velas y sus mástiles, para dársela de regalo a los peces que se alimentan de naufragios? ¿O su intuición le decía que no era un resplandor tan sagrado como parecía, venido de la inmensidad más recóndita del Cielo, sino un fuego fatuo nacido bajo la losa de un cementerio?
En días como estos se hacía tales preguntas y no llegaba a nada. El cansancio lo vencía; pero el recuerdo del resplandor, cual chispa que arde en la mente a pesar de los años, alimentaba sus venas y así podía continuar con su vida.
Hubiese preferido alimentarse de su luz, no del recuerdo de su luz. Sin embargo no le urgía que otros lo hicieran. Era el tema de haberse bañado de ella, de la luz que desprendía, lo que lo trastornaba.
En el fondo estos versos en prosa intentan esbozar una alegoría de la locura. Al respecto se cuenta la siguiente historia. Un viejo contador de provincia, por una casualidad que no viene al caso detallar, accedió al libro de contabilidad de una empresa dedicada al rubro de la poesía. Hizo un trabajo correcto y entregó su informe, que en síntesis refrendaba el parecer de la compañía auditora. Al siguiente año empezó a esperar la llegada del libro con meses de anticipación. Cuando le llegó se sumergió en sus páginas, con tal pasión que no quería salir de ellas. Luego volvió a entregar su informe; la compañía auditora reparó en un par de fallas "por exceso de ímpetu", consignó. Al siguiente año pasaron los meses y el libro no le llegó. El contador lo tomó como un hecho de la causa y se rindió mansamente, sin protestar. Pero en las tardes de otoño pensaba ante la estufa a parafina que al menos pudo haber preguntado de qué se trataba todo esto, si era tan normal que le llegara un libro y después no le llegara más.
Hay tantos amores, tantas clases de amor, pero no cabe confundirse: quien ha sentido ese fulgor cae presa de la llama y jamás lo olvida.

lunes, noviembre 28, 2011

Reloj luminoso

Dos veces a la semana, la Mariquita llegaba cojeando a lavar y a planchar. Echaba la mañana entera en la artesa. La escena transcurría en el patio, que era un cuadrado claustrofóbico cubierto por un naranjo y por un parrón que daba uvas rosadas de un sabor que no he vuelto a probar en mi vida. Mientras la ropa se enjuagaba sacaba una prenda del montón y la refregaba con la escobilla sobre una tabla inclinada en un extremo de la artesa. Con el uso la tabla iba quedando lisa y de borde romo, daba gusto verla, duraba meses, hasta que le llegaba la hora y había que cambiarla por otra. En la tarde era el turno del planchado en la cocina. Me parece que la Mariquita siempre andaba de buen humor y cuando se iba con su paga no parecía cansada.
Dos detalles suyos me llamaban la atención. Uno era evidentemente la desproporcionada bola de guaipe y pedazos de género atados con cáñamo con que cubría el muñón de su pierna derecha (¿o era la izquierda?). Parecía que caminaba mejor con ese guaipe que con el pie bueno, al menos daba la impresión de que pisaba más blandito. El segundo detalle era su reloj luminoso, instrumento insólito en la mano de una lavandera y que ella me enseñaba con una sonrisa, cada vez que yo le pedía que me lo mostrara.
Aquel año, el 63, andaba antojado con los relojes que tuvieran calendario y fueran luminosos. Se los había visto a los grandes y hasta a varios de mis amigos de la plazuela Simón Bolívar. No lo puedo explicar, pero me parece que esa fue la primera señal inequívoca de que estaba empezando a dejar de ser niño. Mientras jugábamos en la plazuela hacía un paréntesis y le rogaba al Arratia que me enseñara la muñeca para verle el reloj. Lo examinaba atentamente y tomaba mis decisiones. Lo curioso era que mi padre coleccionaba relojes, pero no recuerdo que tuviese un reloj luminoso con calendario incluido. Para él no era importante, más valía la marca o que tuviera cronómetro; para mí, en cambio, un verdadero reloj debía ser luminoso y con calendario. De modo que me vi obligado a andar mirando otras manos, a inspirarme en manos ajenas.
Este tema del reloj luminoso me está resultando, al escribirlo, un verdadero y gran misterio. Me doy cuenta de que lo que fue un tímido deseo, el de tener un reloj luminoso, se fue transformando y creció a pasos agigantados hasta terminar ocultándolo todo. Sucede, como siempre les pasa a los obsesivos, que buscando lo verdadero se llega a un solo objeto y entonces nada más tiene valor.
Por ese tiempo mi papá me daba una mesada. Correspondía a la ayuda estudiantil que otorgaba la Braden al trabajador por cada hijo estudiante. Mi papá, en vez de incorporarla a su sueldo, nos la entregaba semanalmente al Vitorio y a mí. Le decía a mi mamá que era lo que correspondía, que esa plata no era suya. No era poca cantidad; de hecho, la ahorré durante todo el año y manifesté que la estaba juntando para comprarme un reloj luminoso. Llegado el momento, por ahí por julio o agosto, le pedí a mi papá que me acompañara a la relojería. Me llevó donde Schultz, que en Rancagua era como decir la Mercedes Benz de los relojes. Era un localcito ubicado en la calle San Martín, con una vitrina donde uno se podía pasar el día entero hipnotizado ante tanta variedad. Mi padre se sentía orgulloso de su hijo, continuador de su hobby, e hizo las presentaciones. Creo que Schultz no me vio ni como cliente ni como niño. Simplemente me saludó y se enfrascó en una conversación técnica con mi papá. Como buen especialista, el relojero era completamente miope y siempre andaba con una lupa en el ojo derecho (¿o sería el izquierdo?). Completaban su figura una generosa papada, una voluminosa barriga y unos suspensores sobre su camisa blanca a rayas. Tras el saludo me enfrasqué en el estudio de cada uno de los relojes a la venta, pegado al vidrio de la mesa. Eliminé de inmediato los que no cumplían con el requisito obligatorio, dejando para la gran final a cuatro o cinco aspirantes, que se fueron decantando naturalmente hasta llegar al elegido: un Delbana de 24 rubíes, luminoso, con calendario, números arábigos, horario, minutero, segundero, resistente al agua y con correa de metal. "Ese", le dije a mi papá y a Schultz, sacando la plata del bolsillo. Éste metió la mano dentro de la mesa de exhibición y lo retiró, puso la hora exacta, le dio cuerda y me lo colocó en la muñeca.
Durante al menos las primeras quince noches siguientes a la flamante adquisición me tapaba entero dentro de la cama y miraba la hora. Entonces "sentía una sensación".

viernes, noviembre 25, 2011

Rigidez

Cuando advierte que las circunstancias no le son del todo favorables construye sus defensas. Si se lo examina desde afuera puede parecer igual a los demás, pero bien sabe él lo que lleva dentro. No está claro si los que observan son de los mismos o de otra calaña; me atrevería a asegurar que esos genes, esas armaduras, fueron diseñadas hace mucho tiempo por la misma mano.
En el fondo es bastante sencillo de explicar. Hay un sujeto rodeado por miles de enemigos. Es como una ciudad fortificada de la edad media. Tal como en la ciudad, dentro del sujeto late el corazón, late la vida, se mueve la sangre de un sitio a otro y van creciendo los huesos y se alargan los intestinos. Los enemigos acechan y logran colarse de vez en cuando al interior, con resultados desastrosos. Así, el cuerpo se va haciendo cada vez más rígido. La armadura se llena de puntas filudas; se le refuerza el metal y las protecciones. Entrada la tarde ya se hace difícil penetrar. Los enemigos se han replegado a la sombra del bosque; ha conseguido lo que deseaba y el hombre puede gobernar su propio mundo.
He hablado expresamente del hombre, porque no hallo símil en la naturaleza. La cordillera es así. No esconde sus tesoros, sencillamente los contiene. No ha sido el ánimo de la tortuga llevar la caparazón por fuera, ni el del árbol cubrir la savia con la corteza. Él, en cambio, fabrica, se lo pasa en el taller, como el zapatero que no se cansa de remendar. Comienza en la mañana y termina al anochecer, con los ojos cansados y los dedos callosos.
Si no fuera por el resentimiento que va alimentando su alma sería muy feliz. Sus enemigos lo señalaron con el dedo y lo apartaron del campo de batalla, en buen castellano lo marginaron, lo arrinconaron, ya que no lo podían ganar para su ejército. Él se protegió con maestría, pudo vivir y viajó por el mundo, pero estaba marcado desde tiempos remotos y eso nunca lo olvidó. Se hizo incompatible estar con Dios y con el diablo y eligió la rigidez.

martes, noviembre 22, 2011

El Lucho intercede por nosotros en el campo de fútbol

Me cuesta recordar un hecho que generara más expectativas en mi espíritu infantil que el que pasaré a narrar. Los viajes a Santiago tenían ese encanto extraordinario de meterse de golpe, a la bajada del tren, en una ciudad gigante, gris y bulliciosa, plagada de calles, edificios de cuatro y hasta seis pisos, cines, pasajes interiores, jugueterías y restaurantes. En Santiago tomé por primera vez té en bolsita; no sabía qué hacer con la bolsa, me asustaba dejar al descubierto mi ignorancia ante los clientes que llenaban el local. El mozo terminó echándola dentro de la taza y se acabó. En Santiago probamos con el Vitorio, por única vez, los helados calientes, moda que se transmitió a Rancagua a través de la radio y que duró menos de un mes: era una mezcla absurda. Fracasaron estruendosamente. En Santiago almorzamos un día en el restaurante Germania. El tío Isidoro, que iba con nosotros, pidió erizos y de pronto vimos que se le asomaba por la boca un animal negro parecido a una jaiba, que huía de la caverna humana caminando por encima de la lengua. El tío Isidoro se reía de nuestras caras de espanto, la mía y la del Vitorio, y también la de mi mamá, no así la de mi papá, hasta que cerró la boca, aplastó al bicho contra el paladar y se lo comió. En Santiago vimos a Los cinco latinos, a Los santos y a La caravana del buen humor, en el auditorio de la radio Corporación. Allí también visitaba año a año al doctor Schifrin para que revisara si mi soplo al corazón avanzaba o seguía estancado, acechando. En Santiago mis papás se descuidaron y me dejaron solo al otro lado de la calle, a la salida de la Estación Central. Pude atravesar cuando un carabinero detuvo el tránsito especialmente por mí.
Pero aun esa gran fantasía hecha realidad una o dos veces al año, Santiago, pasaba a segundo plano si se la comparaba con una prueba para la selección. Incluso un rotativo con películas de jovencitos y de monos animados era sacrificable por una prueba en la selección. Hasta el día del cumpleaños. La Nochebuena con sus días previos tal vez no; ante tal disyuntiva habría que afinar la memoria para desempatar.
La prueba para la selección consistía en llegar a un centro deportivo, apenas comenzada la tarde, aceptando de buena gana el llamado del profesor. Allí se juntaban todos los niños de la escuela a quienes les gustaba el fútbol, que eran casi todos los alumnos, por no decir todos, salvo uno que otro como el Pierré o el guatón Berríos, que por vocación y genética eran malos para los deportes y por ser malos, lógico, evadían el fútbol. Las canchas de pasto estaban llenas de niños de todas las edades; vale decir, de ocho a 13 años, y los balones de cuero del tres al cinco volaban en una y otra dirección, mientras el profesor revisaba su cuaderno con un pito en la boca y los equipos se empezaban a formar.
Ignoro si hoy las pelotas de fútbol tienen número, pero antes sí lo tenían, y el número era muy importante. Las del uno casi no existían, creo que solo en una ocasión vi una con mis propios ojos: era casi del porte de una pelota de tenis, acaso un poco más grande. Por lo tanto, no se consideraban. Las del dos se usaban para jugar en los patios, pero tampoco eran masivas. Las verdaderas pichangas comenzaban con las pelotas del tres, de un tamaño realmente infantil, especial para dar puntetes o intentar vencer las leyes del chanfle. Como seguían siendo pequeñas eran lobas, no les obedecían lo que uno desearía a los pies. Las del cuatro eran las más populares. Venían siendo lo que significaban las del cinco para los grandes. La proporción con el pie infantil era perfecta. Las del cinco eran las profesionales. Solo se usaban en los partidos oficiales, por los puntos. Era un orgullo jugar uniformado a los ocho años en una cancha a todo lo largo, con árbitro, arcos con mallas y una pelota del cinco en equipos de once contra once. Lo hacía sentirse a uno un pequeño as, a pesar de que la pelota apenas saliera expulsada al dar el chute con toda la fuerza.
Esa tarde la cancha número uno se designó para los partidos de prueba y la número dos quedó para entrenamiento. Cuando los equipos salieron a la primera yo iba en uno de ellos y el Lucho ya se había arrimado al profesor. El primer partido de la tarde correspondía a la cuarta infantil; es decir, los más pequeños entre los pequeños, chiquillos de ocho a nueve años. Yo debo de haber tenido menos que eso, unos siete años, porque evidentemente era el más bajo de todos. Siempre me ha intrigado que durante la infancia los niños chicos resulten más simpáticos que los altos, los gordos y los flacos esqueléticos. En mi caso, ese prejuicio me era favorable y creo que a la larga el espejismo dejó huella: hoy, con mi estatura media, mis valores intrínsecos no me convencen y presiento que en algún momento fui engañado, me hicieron creer cosas que no era. De todos modos esa tarde contaba con un ángel protector. Con esa falsa inocencia de un niño de diez años, el Lucho le iba resaltando las virtudes de su primo hermano al profesor, sin decirle que era su primo hermano. Me imaginaba que le hablaba con voz firme y convencimiento, a juzgar por su manera de gesticular, que yo advertía desde la cancha. Sus consejos caían inexorablemente en tierra fértil y el profesor anotaba en el cuaderno, nótese que el adverbio nos subraya que no siempre el destino es trágico.
El Lucho me indicaba con el dedo y el profesor tomaba apuntes. Después de eso vino el penal.
Hubo en efecto un foul dentro del área y el referee cobró la pena máxima a favor de nuestro equipo. No recuerdo la razón, mas de pronto me vi ante los doce pasos, frente al arquero. Tomé vuelo, le pegué de puntete, la pelota se levantó e hizo inflar la red, tornando estéril la volada del goalkeeper. Fue un chute perfecto, al centro del arco, casi a ojos cerrados, y con los días creo que me lo relaté varias veces a mí mismo con esas mismas palabras, que por lo demás eran las que usaba Darío Verdugo en la radio Cooperativa Vitalicia.
El profesor ya había anotado, a instancias del Lucho, mis condiciones de velocista, mi juego por la punta derecha al estilo de Mario Moreno, con las medias caídas, y sobre todo el elemento distorsionador de la estatura. Yo sabía además que estaba jugando bien, porque esas ocasiones en que me hago notar siempre han constituido mi alimento. Me reconozco un apasionado frío, como esas bestezuelas que ven pasar la vida a través de un recoveco.
El partido terminó y el profesor me notificó que había quedado en la selección. El Lucho lo tomó como un triunfo personal y corrió a felicitarme pero volvió de inmediato junto al profesor, porque le tocaba el turno a su hermano. El Julio jugaba en la tercera infantil y era un tanto acaballado, algo tosco, de manera que los discursos del Lucho el profesor no se los tragaba tan fácil, aunque iban haciendo mella, al constatar, gracias a las palabras del niño que tenía al lado, que la entereza de ese jugador, sobre todo las chuletas de ese jugador que juega de cinco, profesor, ese de los cachetes colorados, generan respeto y hasta temor en el equipo contrario, fíjese, profesor, se llama Julio Mardones. De manera que un poco a su pesar y un poco convencido, finalizado el segundo encuentro el profesor anotó el nombre del Julio en la selección y el Lucho corrió a felicitarlo.
Ahora venía el turno del Lucho en la segunda infantil.
Salió vestido de arquero y jugó todo el partido, pero como nunca llegaron a su arco, salvo en una o dos ocasiones en que la pelota se paseó por el área sin mayores consecuencias, no pudo demostrar sus dotes y el profesor lo dejó fuera de la selección. Cuando vino a increparnos por nuestra falta de solidaridad, el Julio y yo seguíamos jugando, ahora en la cancha de entrenamiento. Escuchamos sus quejas airadas por no haberlo recomendado al profesor, sus indecentes epítetos, sus recriminaciones; nos hizo ver el egoísmo de nuestro actuar y eso fue todo, no había nada más que hacer.
En rigor, la anécdota fue esa y el recuerdo debiera parar aquí; pero la pluma se niega a volver a su sitio. El Lucho nunca logró formar parte de la selección de fútbol de la Escuela 1 en ninguna de las categorías, pero pocos años después después descubrió en el básquetbol y la natación su real vocación deportiva. Era admirado por las liceanas por su pelo ensortijado, sus mejillas rubicundas y su estatura de tallarín. Cada vez que encestaba en los grandes partidos contra el Instituto O'Higgins bajaba la vista y sonreía, asorochado, mientras se dejaba admirar.
En cuanto a la selección, no recuerdo un solo partido en que yo haya descollado. Me sucedió lo de siempre: al acceder al grupo de privilegio me replegué, temeroso, sintiéndome menos que los demás, y no lucí mis talentos. El único recuerdo que me quedó de ese paso por el fútbol escolar fue el de aquel día de noviembre, por esta misma fecha, en que por la mañana comí kilos de ciruelas verdes en el árbol de la abueli, por la tarde fui a jugar por la selección y cuando me aprestaba a volver sentí un violento retortijón. En vez de entrar a un baño del estadio decidí correr a todo pulmón a mi casa. Andaba de pantalón corto y me cagué a la primera cuadra; tuve que atravesar la ciudad completa con las piernas chorreadas, pasando por el centro, antes de que mi mamá me recibiera en sus brazos.