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miércoles, agosto 12, 2015

Una casa limpia, silenciosa y ordenada

-¿Qué buscas?
-Una casa limpia, silenciosa y ordenada.
-¿Para qué?
-Para instalar mis huesos.
-Y esta que te ofrezco, ¿no te gusta?
-Busco algo... más limpio.
-Eso es obsesión.
-Algo más... clásico.
-¿Sí? ¿Como qué?
-Viejas maderas barnizadas, una chimenea encendida, ausencia absoluta de arañas, una alfombra en el piso, un berger y una lámpara de pie con pedestal de bronce...
-Lo podríamos arreglar.
-... Un ventanal con vista al lago y a las ramas de los árboles que se mecen con el viento.
-¿Algo más?
-Una estantería repleta de libros, un cuaderno y un lápiz, y una botella de whisky.
-Subirá un poco el precio, pero se puede.
-No he hablado de dinero.
-Yo tampoco.
-Entonces, ¿firmamos?
-Espera. ¿Qué ves allá afuera?
-Un ave negra.
-¿Qué hace?
-Bate sus alas contra las nubes bajas que enturbian el ambiente.
-Es tu alma.
(Largo silencio).
-Mi alma... mi alma... ¿conque así sería mi alma? No estoy en desacuerdo por completo con la metáfora.
-Guarda esa imagen para cuando te llegue el momento de rendir cuentas.


miércoles, julio 29, 2015

Vergüenza

Vagos recuerdos alimentan mis días y de ellos unos pocos, muy pocos pero fuertes, precisos, inolvidables, me avergüenzan. Provienen de creaciones que he dejado impresas. Las palabras necias, los gestos ridículos, las actitudes absurdas del pasado se aceptan como hechos de la vida. Si durante el velatorio de un pariente anciano, en una fiesta de familia o en una reunión de amigos alguien devuelve esos hechos al presente, sirven como excusas para reír de buena gana (siempre que los recuerdos se hagan en los jardines de la iglesia, en el caso del velatorio). Pero son evocaciones que no avergüenzan. Lo que avergüenza es el testimonio inscrito en el papel, el testimonio que no acepta dobles interpretaciones. Hablo naturalmente de un tipo de vergüenza; diría una vergüenza terrenal, menuda, de la vergüenza infantil que hiere la inteligencia; esto es, la vanidad. Las grandes vergüenzas no caben en estas líneas. Haría falta un libro entero para intentar esbozarlas, otro para reconocerlas y un tercer volumen para expiarlas. Las grandes vergüenzas hablan de senderos mal escogidos y peor transitados, de traiciones, cobardías, secretos inconfesables, robos de almas, castigos brutales a seres que no lo merecían, imprudencias temerarias, deslealtades, decisiones insensatas y otros pecados atribuibles a la estupidez humana.
De modo que de las vergüenzas de que hablo son de las vergüenzas necias.
¿Cómo pude ser tan tonto?, me pregunto al revisar la obra en cuestión. Recuerdo mis respuestas en las pruebas, a temprana edad. ¿Qué pasó al hundirse la Esmeralda? Todos se mojan. Diga las partes del aparato digestivo. Boca, faringe, estómago, intestino grueso, intestino flaco, recto y ano. Mis padres reían a carcajadas al leerlas en la mesa y solo entonces caía en la cuenta de que algo no cuadraba en mi pensamiento, de que tenía que averiguar el origen de la ridiculez plasmada en el papel, de que no podía volver a caer en trampas como esas. Más crecido, habiendo dejado atrás el peso de la niñez, en plena edad del pavo, dominador del mundo, inventaba historias chistosas en vez de contestar simplemente las preguntas de los controles. Sacaba a relucir, sin asunto alguno, a la mosca tse-tse, de cuya existencia me había enterado hacía poco; la usaba como argumento para hacer dormir a mis compañeros, o como excusa por ignorar la materia, tal vez como método inconsciente de denuncia del aburrimiento soporífero que debíamos soportar, clase tras clase, hora tras hora en las aulas del liceo. Que yo sepa, no obtuve rédito alguno de mis osadías; apenas unas sonrisas de complicidad de los alumnos al abandonar la sala -complicidad engañosa-, cuando yo mismo les mostraba, en clave de reclamo pero también de orgullo, la escuálida nota que merecían mis respuestas.
 ¡Y pensar que al crearlas me sentía poderoso y hasta genial, y me ufanaba de enseñarlas!
Llegó el momento en que me atreví a dibujar la caricatura del profesor en la primera página de una prueba, junto a su nombre y a la asignatura. Un ratón de anteojos fumando pipa. ¡Confesaba yo mismo el delito y lo exponía a su vista! El roedor humano era un perfecto símil de los vestidos de lentejuelas que lucían los escaparates luminosos de la calle Independencia; era imposible que uno y otros pasaran inadvertidos en una ciudad tan escasa de luz como Rancagua, ni siquiera las volutas de humo que salían de la pipa eran capaces de ocultar la canallada juvenil. De modo que acepté la nota 1 de vuelta, avergonzado, herido en mi amor propio y decidido a cortar de raíz con ese vicio creciente. Fue mi última manifestación de estupidez recubierta de rebeldía.
Hoy pienso, sin embargo, que si el profesor hubiese sido yo, no le ponía el uno al alumno. Tal vez no me hubiese reído ante su ocurrencia, o quizás sí. Con el corazón en calma discurro que habría sabido aprovechar la ocasión para indagar en sus motivos y darle una lección que habría retenido durante toda su vida.
¿Qué le hubiese aconsejado? Haga esto siempre; rebélese. O: hágalo siempre, pero con astucia. O: no lo haga nunca más, sea respetuoso de sus mayores, proteja las bases del edificio que lo cobija. O: ¿eso dicen de mí a mis espaldas, que soy un ratón que fuma pipa? Bueno saberlo, vaya noticia que me has dado, tal vez convendría tenerte de mi lado para averiguar otras cosas.
Con mi esposa limpiábamos ayer de revistas viejas el desván; era un sábado de vacaciones de invierno y teníamos el día entero por delante. Nos esperaba un rico almuerzo y por la tarde, una función de teatro, escribo esto último sin cálculo estilístico alguno. De pronto, listo para ser echado a la basura, surgió ante mis ojos una "obra de arte" creada a mis 18 años. Un material encuadernado en tamaño carta, con una tapa de cartulina, que contenía dibujos, fotos, poemas y un cuento. Todo en él se notaba apresurado -las fotos con pelusas del negativo, los dibujos sin haber pasado por el cedazo del criterio, el calco de la máquina de escribir gastado- porque la idea se me había ocurrido a principios de diciembre. El destino era ser regalado en Navidad a mi mujer, quien era entonces mi polola. Todo a la rápida, todo entero digno de vergüenza, de ser en efecto echado a la basura. Y sin embargo, a centímetros del tacho, surgió de sus hojas la vibración de una súplica. La obra, que había vivido agazapada, hacía su último esfuerzo de defensa antes de perecer tragada por el tiempo; brotaban del polvo de sus páginas el cariño, la delicadeza, el amor puro, la ansiedad de amar, los sueños de grandeza que entonces nacían de mi alma. Se me vino un torbellino de imágenes a la cabeza, mis años de juventud, mi candor, los deseos que entonces tenía de hacer el bien, los rechazos y hasta la indiferencia que puede que aquello despertara en las personas que amaba.
El cuadernillo se llamaba "Horas de soledad" y estaba dedicado "a mi amorcito". Leí en la presentación: "Sergio Mardones, uno de los valores jóvenes de la literatura, actualmente está en periodo de receso, pero según los críticos, produciendo sus mejores obras".
La vergüenza y la piedad me dominaron. Sentí un violento repudio hacia mí mismo, nacido de la constatación de mi mediocridad, al tiempo que un sabor azucarado en la garganta, producto del amor que me han despertado siempre los perdedores.
Antes de que mi mujer descubriera la obra la deslicé otra vez, con discreción, hacia el desván. Perdonaba mi falla y acogía mis vergüenzas, que habrán de seguir vivas hasta mi último día, hablándome desde la hibernación.

domingo, julio 19, 2015

Compases al amanecer

La cándida avaricia me gobierna; aún conservo la energía animal con la que le hago frente y ambas comparten las horas del día junto a su rival sublime, la eterna búsqueda de la belleza y de la fama.
¿Por qué deseo tanto escribir bien y ser reconocido? ¿Qué me apasiona en demasía de las letras nacidas de mi pluma? Es la idea absurda de crear lo nunca visto, pero me doy cuenta -con realismo- que son ríos y ríos de tinta los que fluyen, y solo hablo de mi idioma, qué digo, de lo que en mi pueblo se está escribiendo a esta hora de la noche.
Desearía ahora mismo idear una novela sobre un artista anónimo que por un golpe de fortuna es invitado a participar de un encuentro de viejos escritores en un gran hotel del sur de Chile. Habría amaneceres lluviosos, caminatas matutinas por los bosques, revuelo de truchas contra la corriente, café a media mañana, lectura, observación y un momento largo de trabajo ante la página en blanco, que mostraría sus frutos al atardecer. Vestidos de terno y corbata, cada uno de los escritores leería lo producido en el día, los dramas más fantásticos, frente a la chimenea y siempre teniendo a la vista la licorera provista de bourbon, ginebra, vodka, pernod, gaseosas, más hielo a la orden. Dejando de lado la vanidad (en la medida de lo posible) se analizarían de cada obra los aciertos y desaciertos de su prosa, el brillo de las imágenes, las ideas flotantes, el objetivo del relato, la trascendencia de lo escrito. Durante la cena se abrirían acaloradas discusiones en torno a los más diversos problemas técnicos de los trabajos expuestos, como la incoherencia del intachable detective homosexual que desentraña un crimen cometido por su amado y calla, o la batalla descrita por un general desde su tienda de campaña; nadie se robaría la palabra y a cada uno se le coparía su dosis de necesidad de afecto. Los mozos circularían con bandejas de plata, ofreciendo costillas de cordero, estofado de res, pato al coñac, truchas y salmones de río, setas y vinos de cepas vigorosas. La conversación derivaría hacia el tema de las grandes emociones, los grandes amores y los grandes hombres de la historia. De todo el comedor emanaría una atmósfera de bienestar, amplificada con la visión de los copos de nieve que la ventisca haría chocar contra los ventanales de la sala ardiente. Antes de finalizar la jornada, luego de los postres, los quesos y el café de grano brasileño, los viejos escritores se refugiarían al calor del fuego con su nuevo amigo el artista anónimo en una sala rodeada de pesadas cortinas, donde los esperarían una caja de habanos Partagás y la bienamada licorera. Sentados en mullidos sillones, animados, imbuidos en una sensación de grandeza y amor a la humanidad, decidirían publicar un libro de lujo, con tapa de cuero y páginas cosidas con hilo, en el que cada autor elegiría libremente su mejor obra escrita en esos días. Habría dinero de sobra para la edición, una poderosa empresa del mercado ya se habría comprometido con los fondos; los críticos se sobarían las manos esperando la primicia y el país se paralizaría ante el anuncio del lanzamiento del libro de oro, libro que ya dan por hecho que haría vibrar a los jóvenes y cambiar el rumbo de sus planes a los intelectuales influyentes.
En este punto de la trama la novela da un vuelco. A la mañana siguiente, la mañana del regreso, sintiendo en carne propia la resaca de la última noche y el exceso de emociones, el artista anónimo comienza a sudar de angustia, porque capta que ha comenzado a descender desde la cima de la felicidad. Todo lo que viene ha de recubrirse de un velo mediocre, el mismo que empañaba su vida hasta antes del encuentro. Nada podrá compararse ni remotamente a la euforia experimentada por su alma en esa reunión de hermanos evadidos de la realidad. Aumenta su angustia al reparar tardíamente, durante el traslado al aeropuerto, en que la última noche se habló demasiado de cosas que en ese momento no le quedaron claras. Su compañero de asiento en el transfer le confidencia entonces en voz baja, con argumentaciones canallescas, que dentro de los viejos escritores había un torturador del régimen que no vivía ni avergonzado ni escondido. Todos lo sabían; las jornadas literarias no habían sido más que un remolino de belleza en cuyo centro giraba el néctar podrido de la complicidad. Recuerda el artista anónimo que esa noche el torturador había leído un cuento escrito en primera persona, donde el protagonista era una mujer que veía pasar las horas encerrada en un calabozo al que la condujeron vendada, argumento que no pudo evitar unas vagas reacciones de molestia en el ambiente. Algunos creadores le enrostraron que su cuento era una suerte de terapia, una manera desfachatada de sacarse de encima el peso que llevaba en  la conciencia. Con toda frialdad, él les replicó que en la misma mesa donde se había hablado de valores sublimes se hallaban sentados un conspirador, un saboteador y un farsante, y que los argumentos de sus relatos versaban sobre los pensamientos que fluyen por la mente de un general la víspera de una batalla crucial para él y su nación, sobre una pareja de químicos que quiebra su tormentosa relación mientras visitan Londres y sobre las vacaciones de un niño de campo en la capital, en ese mismo orden. Fue con esa frase que la reunión finalizó. Las luces de la sala se apagaron y cada uno se retiró a su habitación.
Ahora, a la mañana siguiente, una mañana fría y brumosa, todo aquello hería la epidermis del artista anónimo al subir al avión que lo llevaría de regreso a Santiago junto a los demás invitados. Recién lo entendía todo. El placer jamás se adquiere a precio de ganga; el ser debe someterse necesariamente a la verdad.
Las necesidades están satisfechas, pero el tiempo va gestando otras nuevas. Al ritmo de estos compases al amanecer me sorprendo en un estado bueno y delirante; debo detenerme. He de darles más libertad a mis amores. Debo confiar en ellos, entregarme a sus desdichas y a sus saltos al vacío. Tal vez yo mismo debiese dar más saltos al vacío, bien me haría sentir el vértigo de lo impredecible. Reír con ganas.  

martes, julio 07, 2015

El asesino oculto

Se sabía que dentro de aquellos túneles en ruinas se alojaba un asesino; pero mi sobrino era inocente, no lograba comprender ni el alcance ni el entramado de sus decisiones. Cuando bajó a los túneles le advertí que saliera de inmediato y lo hizo, pero en un momento mío de descuido volvió a entrar. Y ya no salió más. Luego un torrente de hombres emergió de los túneles y a todos los acorralé contra la gran pared de tierra que daba la entrada al laberinto. Estaba armado y no había duda alguna de que entre ellos se hallaba el asesino por partida doble.
Llamamos a la policía y tardó no poco en llegar. Había que trasladar al asesino a la ciudad, pero el vehículo policial era antiguo, de modo que varios civiles debimos sumarnos a la misión. A mi mujer con mi hija, que disponían de un station, les tocó llevar a dos sospechosos, pero en el último minuto decidí camuflarme en el maletero, sin que estos lo supieran. Las hice callar cuando me vieron entrar al auto y echarme sobre la esponja, cubierto con una frazada.
Se inició un largo viaje; entre nuestros sospechosos podía ir el asesino, también podía ser que no fuese ninguno de los dos. Como no había constancia y estábamos ante algo que solo le cabía determinar posteriormente a la justicia, nos resignamos a dejarlos viajar en libertad en el asiento trasero, no esposados. Mi misión era impedir que escaparan o que les hicieran daño a mis seres queridos.
Al atardecer entramos a la provincia y fuimos bien recibidos. Antes de pasar a tomar la once sonó el teléfono. Me pidieron que contestara y lo hice, imitando la voz de la dueña de casa, una señora entrada en años, de aspecto venerable. Del otro lado de la línea cuchicheaban. ¿Llamaba el asesino? Al principio lo pensé, porque hacían demasiadas preguntas; después olvidé mi papel y empecé a hablar con voz grave, de hombre.
Oscurecía. La turbia atmósfera provinciana se iba volviendo más y más tensa, por el efecto del chal de la señora, el olor de la estufa a parafina, el piso encerado, las moscas en las cortinas.
Por la noche llegamos finalmente a nuestra casa, donde los encargados trabajaban en diversas reparaciones y ampliaciones ordenadas por la constructora, sin costo para nosotros. Una pieza de metal brillante instalada para recubrir la chimenea se estaba fundiendo ante nuestros ojos, pero los entendidos insistían en que era a prueba de fuego. Luego recordé que ya habíamos vendido la propiedad, de modo que los beneficiados con las ampliaciones serían sus nuevos dueños, quienes se encontraban en salones interiores, diría yo sin atreverse a despedir a sus viejos y gastados ocupantes para plantarse como amos del lugar. Después de todo no era una gran casa. Era una casa inquietante de población; no se llevaba una buena vida allí.
Comencé a examinar seriamente la posibilidad de que el asesino oculto no fuese otro que yo mismo, por ciertos detalles, ciertos elementos que bordeaban mi memoria.

domingo, junio 28, 2015

Tres peleas

Descontando los enfrentamientos con el Vitorio, tres veces he peleado a combos y dificulto que haya una cuarta: hace muchos años decidí no ser de los gallos que se ven en la cancha, decisión que -siempre lo he pensado- le restó un buen poco de virilidad a mi carácter. No se trata de andar peleando por cualquier cosa, pero más de una vez debí responder a los ataques recibidos con una cuota mayor de hombría. Lo admito.
Esta conducta la aplico a todas las facetas de mi vida; el resultado es lo que se ve. Cargo de lado, ofrezco pocos flancos donde recibir golpes y cuando soy atacado me hago el desentendido, como si no supiera muy bien lo que está sucediendo a mi alrededor, lo que generalmente descoloca a mi rival. En tales casos al menos pierdo la contienda por puntos o la empato, cuando no la gano a mediano plazo.
La mía ha sido una larga vida de planificación y espera. Ignoro qué cosa es la que espero, pero sé que la espero. Vivo mundos imaginarios; para seguir viviendo necesito llenarme de ensoñaciones positivas al levantarme de la cama. Estas se despliegan, en mis actuales días, en la caminata al café, la charla con los amigos, las buenas noticias de mis hijos y mi nieta, el amor de mi mujer, la copa de whisky al atardecer, la lectura de un libro y el argumento de un cuento. Son todas imaginaciones que me sirven para ir construyendo el día de verdad, que a veces se parece mucho al de mi imaginación y otras se ensucia con problemas imprevistos que me enferman de la cabeza. Mi imaginación es una jaula que cuenta con todas las comodidades habidas y por haber, pero cuando el día le arranca de cuajo el candado y le abre la puerta obliga a su dueño, que soy yo, a salir a un mundo que desearía no enfrentar, porque es espinudo, cruel y odioso.
De la primera pelea guardo imágenes difusas. Ocurrió en 1960. Yo tenía siete años y mi contrincante, ocho. A la salida de la Escuela 1, en calle O'Carroll, frente a la cárcel, estoy acostado en la vereda y el hijo del doctor Fuenzalida me aplasta y me pega; varios alumnos nos rodean, avivando la cueca. Alrededor del cuerpo del Fuenzalida veo las caras enloquecidas de los demás niños. No ofrezco demasiada resistencia porque de antemano había dado la pelea por perdida, eso lo recuerdo a la perfección. Él era un líder dentro del curso y yo, un personaje del montón. No tenía posibilidad alguna de ganar y hasta hoy no me explico qué me llevó a entrar en una disputa física con él. A pesar de haber sufrido una derrota humillante no hubo llantos ni paliza. Tampoco rencores ni venganzas. Todo quedó ahí, al borde de la calle, frente a la escuela vecina, la escuela 9 de niñas.
La segunda pelea se dio cuando tenía 12 años y cursaba segundo humanidades en el liceo. Con el Gallegos veníamos cultivando una amistad de meses; él visitaba mi casa y yo iba a la suya, en la población Esperanza, donde su abuelita hacía berlines con azúcar flor. Había un brasero sobre el piso de tierra y la mamá usaba el pelo tan largo que le tapaba la espalda. Un día que yo estaba enfermo me pasó a ver antes de ir a clases. La garganta me traicionó y se me salieron como tres gallitos; él se rió y yo también. Era un buen alumno de seis y cincos coma ocho. Le faltaba para ser genio, pero era aplicado y sobre todo alegre y despierto. Pero una pelea de estudiantes que vi a la salida del liceo, en una plazuela, despertó mis ansias de gloria y lo desbarató todo. Imaginé cómo sería pelear en un escenario así, en medio de un corro eufórico, y se me inflamó el pecho. Elegí cuidadosamente a mi rival. Sería el Gallegos, y desde ese día comencé a sembrar nubes negras en nuestra amistad. Él fabricó las propias, herido por la traición, y un día, antes de una hora libre, ambos nos encargamos de anunciar la pelea a través de nuestros padrinos. El curso se animó de tal forma que cuando comenzó la hora libre todos se hallaban en la plazuela. Al centro, el Gallegos y yo. Los árboles nos daban sombra y la rueda humana nos escondía de las miradas ajenas. Sin embargo, a los pocos minutos la asistencia olió el tongo que se venía: los combos y las patadas brillaban por su ausencia, porque no había pasión. No había ojos inyectados en sangre ni arrestos temerarios. La pelea entera fue un puro round de estudio. Nadie debió separarnos y tras quince o veinte minutos de cámara lenta, público y boxeadores regresamos al liceo, decepcionados. No volvimos a pelear, pero desde ese día la amistad entre ambos terminó para siempre.
Mi última pelea fue un año después. Frente a mi casa de Bueras con Palominos pasó un adolescente de mi edad, pero más flaco. Eran cerca de las cuatro de la tarde. Sin que le diera motivo me gritó un garabato y se lo respondí. Siguió caminando hacia Millán mientras se daba vuelta y me desafiaba a pelear. Corrí, lo alcancé y le tiré un combo, con tan buena suerte que con el nudillo del dedo del corazón le di en la punta de la nariz y la sangre le saltó a chorros. El desafiante se aterrorizó y echó a correr. Yo lo miré desde la calle, parado sobre el piso de huevillo, excitado por el color de la sangre de mi primera víctima.          

miércoles, junio 10, 2015

Un problema de lenguaje

Granizaba; las ventanas del restaurante lucían sus vidrios empañados, no porque adentro ardiese un fuego de chimenea, que se hubiera agradecido, sino solo porque afuera el frío era insoportable. Una grave falla de organización había convocado en el lugar a 22 profesores secundarios. La invitación original debió llegar a los académicos de la facultad de Humanidades de la Universidad de ***; en su lugar fue a dar al liceo de humanidades***, situado al costado de la facultad. Enterada del desaguisado, la gerencia del hotel optó por darles alojamiento y comida a los maestros y preparar la recepción de los verdaderos invitados para la mañana siguiente.
Sentados a la mesa los profesores se frotaban las manos. Supuestamente, se les había citado para debatir acerca de los dilemas del lenguaje. Sorbían la sopa tibia que les había llevado el único garzón, quien se empecinaba en meter las uñas sucias dentro de los platos. Luego pasaron al plato de fondo, un trozo de carne de vaca con guiso de porotos negros, rábanos y cochayuyo. El pan añejo escaseaba. De postre, el mozo les abrió unas latas de duraznos al jugo. Algunos intentaron fumar, pero los fósforos no encendieron porque el gélido ambiente les había humedecido la pólvora. Desde el comedor se entreveía la sala de conferencias, pobremente iluminada. Uno a uno los profesores fueron entrando en el salón. El profesor de castellano abrió la discusión y ofreció la palabra. Así hablaron los demás:
-Si el lenguaje matemático es el más exacto y universal, por qué no lo hablan todos, dijo el profesor de matemáticas.
-A mi juicio, el lenguaje superior es el lenguaje musical, dijo el profesor de música.
-Y es más sencillo.
-Se vale apenas de unos pocos signos.
-El lenguaje de señas es impreciso y demasiado general. No sirve para abordar sutilezas.
-El lenguaje matemático lo dice todo claramente, sin prestarse a duda alguna.
-Pero nadie podría vivir sin las señas; y no hablo de las personas impedidas.
-Yo estoy por el lenguaje audiovisual. Habla tanto por lo que expresa como por lo que sugiere.
-Tú, que eres profesor de química, diciendo esas burradas.
-Admito que es el único que me ha hecho llorar y reír como un niño.
-De una mujer esperaría oír algo así, ¡me sorprendes!
-Yo estoy por la pintura, lenguaje para iniciados y almas sensibles, y al mismo tiempo abierto a todo público, dijo la profesora de artes plásticas.
-El lenguaje más complejo es el de la lengua materna. El idioma, dijo el profesor de castellano.
-Yo también lo creo así, dijo la profesora de inglés.
-Yo lo pongo en duda.
-Si nadie más defiende la pintura es que pasó de moda. Y sin embargo es lo primero que va a ver un turista a París.
-Me quedo con el lenguaje del cuerpo. Se da en hombres y animales, dijo el profesor de educación física.
-¿Hablas de las señas? Eso ya se dijo.
-No. Me refiero específicamente a lo que dice nuestro cuerpo en su interrelación con los demás.
-No habremos venido aquí para esto...
El granizo dio paso a la nieve. Llegó la hora de reconocer el dormitorio, cuya puerta de ingreso se ubicaba al fondo del restaurante, al lado de los baños. Ante la vista de los profesores se abrió un galpón con piso de baldosa en tonos grises y grandes ventanales sin cortinas. Cada cama de una plaza se disponía una al lado de la otra, con un mínimo espacio para los veladores, en dos largas filas, haciendo un total de 22 camas. Del cielo colgaban ampolletas de 25 watts sin pantallas, cada cinco o seis metros.
Puestos los pijamas y las batas de dormir, cada uno fue comprobando con angustia que las camas estaban cubiertas por una sola frazada. Aquello los obligó a dormir con la ropa puesta sobre los pijamas y las batas de dormir. Apagadas las luces casi todos, salvo un par de maestros, adoptaron la posición fetal y escondieron la cabeza bajo la frazada.
Alrededor de las dos de la mañana comenzaron los primeros ronquidos, que se generalizaron; más tarde se les sumó un tronar de pedos. Cada tanto un profesor o profesora se levantaba de su cama y acudía al baño a pie pelado. En los inodoros flotaban excrementos y los profesores y profesoras se veían obligados a hacer sus necesidades sobre la inmundicia. Desde las camas se escuchaban sus arcadas; y cuando tiraban la cadena el agua no bajaba del estanque porque se había convertido en hielo. A esas alturas la nieve ya sobrepasaba la mitad de los ventanales. El bus de turismo que los había traído estaba completamente cubierto de nieve, a la bajada del hotel.
Al día siguiente amanecieron congelados. La gerencia dio orden de subirlos y sentarlos en el bus mientras el personal despejaba la nieve del camino. En su bajada, la máquina se cruzó con la que traía a los veintidós académicos de la facultad de humanidades. Estos fueron recibidos por un grupo de mariachis contratados por la empresa organizadora, que les cantaron "Las mañanitas". Tras reconocer sus habitaciones, bajaron al comedor a disfrutar del desayuno buffet. La mesa exhibía sabrosos manjares; huevos con tocino, mermelada de arándanos, naranja y frambuesa, yogur, mantequilla, jamón, quesos. Humeaban el café y los jarros de leche y el pan de centeno crujía en las tostadoras. Ardía el fuego de la chimenea. 
Antes de pasar a la sala de conferencias los investigadores fueron invitados a pasar a los baños de vapor, al sauna y al jacuzzi; la temperatura era excelente.
Una mujer de mediana edad, de trajebaño negro y piernas de morsa, le comentaba en el sauna a su colega de barba blanca recortada: "El lenguaje divino es indescifrable, Gastón, ¿no te parece?".

viernes, junio 05, 2015

Cleo

Un postrer respiro entrecortado te regaló la entrada a los prados verdes que tanto amas y donde ahora corres, libre. Vagas oliendo la huella que te lleva al agua del arroyo, donde sacias tu sed; te echas gustosa a la sombra de los árboles para aliviarte del calor. En las noches de luna duermes plácidamente sobre un lecho de hojas, soñando con las mañanas de domingo.
Llegará el día en que divisarás a lo lejos al primero de tus amos; entonces volarás como un cachorro enloquecido para apegarte a su figura, moviendo la cola. Cuando vayan apareciendo los demás, uno a uno, te brillarán los ojos inocentes y estarás de nuevo en la familia.

viernes, abril 24, 2015

Las hojas

Era un sol abrasador de otoño y las hojas se iban contra el muro de piedra.
Al anochecer fueron humedecidas por el rocío y entrada la mañana resplandecían de belleza.
Por la tarde descendió la ceniza. Ya no se oía el batir de alas en el cielo. Las aves habían emigrado.
En la casa de piedra se celebraba una fiesta. La mesa, cubierta de manjares.
Un loco calvo en la cabecera exigía puntualidad a los mozos, y los mozos corrían a servir a los invitados arriesgando el equilibrio de los platos, palmas al aire el loco enfurecido. ¡Si lo hacen de nuevo me cortaré la cara! ¡Me cortaré la cara si lo hacen de nuevo! y los mozos asustados servían con la espada de Damocles sobre la cabeza de su amo.
Alguien preguntó por las hojas, otro notó que las cenizas ya cubrían la mitad de las ventanas. Pero el loco no era capaz de fijarse en detalles como esos. ¡Beban a mi salud! les exigía. La casa de piedra se hallaba a su merced con todo su interior.
Oh loco que todo lo puedes, sálvanos esta vez de las cenizas clamó el coro de invitados. Subid a mis aposentos dijo el loco y la muchedumbre se embriagó en las escaleras y se instaló en sus aposentos, pasados a mierda.

jueves, marzo 12, 2015

El mejor compañero

El Plátano González fue promovido a la sexta preparatoria del liceo cubierto de laureles, aunque tal vez por su carácter pragmático, algo frío, poco amigo de integrar grupos, falto de empatía, se adivinaba entre sus compañeros un sentimiento larvado de rechazo a su persona, de modo que el día en que aparecí yo fue como si estallara una olla a presión. Tal como lo pongo suena dramático, puedo equivocarme, pero es lo que se le ha ido revelando a mi alma con el correr del tiempo.
Yo era entonces el Chico Mardones, un forastero de 10 años que ingresaba al curso, proveniente de la Escuela 1. Hasta ese momento no había pasado de ser un alumno callado, tímido, del montón, medio volado, como poeta sin versos. Ayudaba a crear esa imagen el hecho de haber iniciado mi vida escolar un año antes de lo que correspondía, por lo que siempre era el menor en estatura y madurez. Era flojo, prefería llenar mis cuadernos de historietas antes que hacer las tareas y estudiar y cada tarde, después de la once, caía en la tentación de rendirme a los programas infantiles de la radio. Pero la llegada al liceo me abrió un horizonte insospechado de posibilidades. Ahora que pasaba de chico a grande, ahora que desaparecían mis compañeros anteriores y con ellos el fantasma de mi propia figura vestida con buzo, ahora que vestiría de chaqueta azul, corbata y pantalones grises, la vida me planteaba un excitante desafío; secretamente decidí afrontarlo.
El curso del liceo lo dirigía el señor Olavarría, un grandote de impermeable de gabardina hasta los talones, cara de tártaro, lengua corta y zapatos puntudos. Hablaba rápido y no terminaba las palabras; resultaba un verdadero suplicio chino copiar en el cuaderno cuando nos dictaba las materias y no era extraño que en plena clase saltaran desde los pupitres, como pulgas , los ¿qué?, ¿cómo?, ¿puede repetir, señor?
El Plátano se sentaba en primera fila, vestía correctamente, usaba colleras, se peinaba para atrás a la gomina y era hijo de la profesora de francés, lo que más tarde le dibujó en la libreta de notas un siete de arriba abajo durante los cuatro años que cursó ese ramo. El sobrenombre le venía de su rostro aplatanado, unido al color moreno amarillento de su piel. De pequeño fue bautizado por sus pares Cabeza de plátano, mote que más tarde se simplificó en Plátano. No es que fuese odiado, sino que no era querido, lo que a él, supongo por lo que relato, lo tenía sin cuidado.
Yo me di cuenta de todo esto al mes de iniciado el año escolar, con la entrega de los resultados de las primeras pruebas que nos situaron en la delantera, muy por encima de los demás. Le había salido gente al camino al Plátano y el curso exhalaba un murmullo de asombro cuando el señor Olavarría leía las notas. Aunque nadie decía nada, era algo que se percibía en el ambiente, tal como la rivalidad silenciosa en que nos enfrascamos el año entero. Por alguna razón que desconozco el profesor había tomado partido por mí y al concluir el primer trimestre me entregó el primer puesto. El Plátano no dijo nada; redobló sus estudios y me desafió con un segundo trimestre memorable, en que volvió a salir perdiendo. Para colmo también cedía el primer lugar en las carreras de gimnasia. Nunca dejé de superarlo en los últimos metros, para algarabía de mis compañeros, que abarrotaban la meta. En la clase de música, donde cada alumno debía cantar una canción, la que eligiera, mi melodía era coronada con un aplauso cerrado, que premiaba la imitación de Lorenzo Valderrama y su "Río rebelde". El Plátano no tenía buena voz. Le faltaba entonación y, sobre todo, pasión. En la clase de dibujo mis caricaturas y paisajes despertaban admiración y felicitaciones.
Me sentí un hombre nuevo, me desconocí a mí mismo; no era el que siempre había sido y las notas no hicieron más que inflar mi vanidad, pero esa conducta implicaba un costo que debía de pagarse alguna vez, no sería ese año sino en futuros calendarios, cuando me diera cuenta de que no era tan fácil ser el primero, que la música, el dibujo y la gimnasia iban a la baja, que no bastaba con quemarse las pestañas estudiando una y otra vez la materia hasta aprendérsela de memoria y que los sietes eran poco más que un signo en una libreta. No era eso la inteligencia, aunque ese año hubiese jurado que sí. No era ese tampoco el único objetivo de la vida, triunfar a través de las notas. Pronto asimilaría con sorpresa que las notas solo le importaban a uno mismo y a unos pocos más; la inmensa mayoría lograba sortear ese camino y conseguir logros impensados, que yo jamás conseguiría, ¡siendo ellos menos que yo! Así fue que de entre ese lote salieron un vicerrector académico, un showman, un exitoso empresario, un médico, varios abogados, dos o tres que terminaron sus cómodos días en Europa y hasta un asesino político de cierto prestigio, que en las reuniones de ex alumnos es tratado con admiración y reverencia.
Pero faltaba el broche de oro. Al finalizar el año fui elegido el mejor compañero. El curso, en votación secreta y democrática, premió mi triunfo sobre el Plátano, como si se sacara una espina de toda una vida o se vengara de él a través mío. Cuando días después se me entregaron los galardones en una solemne y humilde ceremonia que tuvo lugar en la misma la sala de clases, con la asistencia de padres y apoderados, la voz femenina de la madre de un alumno que no había obtenido premio alguno, madre que al hablar destilaba una mezcla de veneración y honda tristeza, emocionada voz que aún conservo intacta en la memoria, exclamó: "¡A este niño hay que levantarle una estatua!".
Todavía guardo uno de esos trofeos en mi estantería. "Colmillo blanco", de Jack London. Tapa amarilla de cartón.
A ese año de gloria le sucedió un largo paréntesis de un lustro, una eternidad para el adolescente que ya era entonces. Del primero al quinto de humanidades entré en un remolino de confusión. Me atonté, me dejé caer en el vicio del cigarro y los amigos. Las notas dejaron de ser mi centro de gravedad y, lo otro, fueron llegando al curso otros Chicos Mardones que se quedaron con los gloriosos laureles. En paralelo, comencé a sentir en mi mente las camisas de fuerza que el sistema les reserva a los locos; hube de contenerme y conocí por fin la libertad, pero en el sentido inverso: su bailoteo burlesco, que rozaba mis flancos, me cantaba a toda voz que nunca sería capaz de vivirla. Durante esos años me alimenté de las sobras que reciben los del cuarto lugar. Las clases se hicieron complejas, difíciles de entender; ya no bastaba con saberse la materia de memoria. Un día canté ante el curso y noté que se reían en voz baja. Me había cambiado la voz; ya no era el de antes. Al Plátano, en tanto, no se le movía un músculo y continuaba su eterna lucha por el primer lugar. Había olvidado que yo existía, parecía más concentrado en los nuevos genios, a los que tampoco les pudo ganar.
Pero la vida liceana me dio una segunda oportunidad. El último año, el de la división de los alumnos, elegí Letras; los genios se volcaron al sexto Biólogo o al Matemático. Letras, en ese tiempo, era el curso de los porros, cimarreros y buenos para nada. La única meta de aquellos bárbaros era entrar al banco o a la compañía de teléfonos. Y como en el país de los ciegos el tuerto es rey, nuevamente descollé, mas ahora sin el beneplácito ni la simpatía de los demás. Me sentía un diamante entre el carbón y de algún modo lo hice ver, porque al final del año, al momento de la votación secreta y democrática para elegir al mejor compañero, obtuve dos votos. ¡Dos votos!, me repetía, amargado, poseído por la ira, dos votos mientras el Barrabás, el patán del curso, se llena de gloria, coronado por una cáfila de tunantes.
Solo me quedaba el consuelo del primer puesto, otra vez, pero a esa altura nada significaba.  


viernes, octubre 24, 2014

De Geyter 566

Llegó finalmente el momento de cambiarnos de casa. Los sueños de mi madre se habían hecho realidad. Las reuniones de invierno en la Escuela 2, de las que los socios de la Covimar salían cargados de ilusiones, con los bolsillos pelados y tiritando de frío, pasaban al archivo de los épicos recuerdos. Las visitas a la obra se sucedían domingo a domingo, mientras los trabajos de la constructora iban cubriendo poco a poco las dos canchas de tierra, que ahora servían de base a la población. Con el cambio de casa se nos cerraba una época y se  nos abría otra. Todo estaba revuelto en el país por esos años; el gobierno de Frei entregaba viviendas a la clase media a través del sistema de cooperativas y mi mamá se subía a la nave del progreso con nosotros y mi padre, aunque el viejo lo hacía a regañadientes, porque jamás entendió que el progreso fuese algo material. El progreso era para él sinónimo de seguridad.
Uno de esos domingos soleados los cuatro juntos partimos a recorrer los terrenos de la población, superficie convertida a esa altura del año en una especie de ruina romana, quiero decir pilares elevados hacia la nada, habitaciones oscuras de ladrillo, pisos plagados de cajetillas vacías, clavos, tachuelas y trozos de tablones que deslucían los radieres. A nosotros con el Vitorio no nos interesaba tanto la casa; más nos atraían las comisiones de volantines que coloreaban el cielo. Ambos vestíamos de terno y corbata, con elegancia provinciana. Uno de los volantines que surcaban el espacio bajo las nubes algodonosas perdió de pronto la firmeza de su vuelo y se fue a las pailas. El viento lo trasladó bamboleante hacia nosotros y el hilo curado que avanzaba como antena a tierra quedó atrapado en mis manos. Sin quererlo me hacía dueño de un precioso tesoro, pero la alegría duró segundos. De entre unos sacos de cemento, unas carretillas y unas escaleras aparecieron dos granujas que nos exigieron el volantín. Reclamaban tener el derecho a esa joya por ser hijos de los cuidadores. Les hicimos ver, primero con palabras y luego a garabato limpio, nuestro derecho superior, pero fue como hablarle al mar embravecido. Cuando se nos vinieron encima solté el hilo y el volantín siguió su curso, arrastrado por la fuerte brisa primaveral. Todos habíamos perdido la batalla y la consecuencia fue una feroz pelea a combos que terminó con magulladuras, sangre en las narices y pantalones rotos por lado y lado. Volvimos donde nuestros padres con sentimiento de culpa y la frente en alto. Nos miraron y dictaminaron tácitamente: peleas de cabros chicos.
Meses después, a comienzos del verano, nos instalamos en la casa nueva. Todo era diferente; el barrio se veía más bonito y los vecinos, de mayor roce social. Ya no vivíamos en el mundo tosco y ramplón de los mineros del cobre sino en el de los profesores que en sus tertulias hablaban de libros como Juan Cristóbal y La buena tierra y de películas como Divorcio a la italiana o Los 400 golpes. Entrábamos al mundo de mi mamá y dejábamos el de mi papá y sus amigotes el Conejo, el Ojos grandes, el Cumplido y los hermanos Pezoa. Mi mamá se había salido con la suya, lo que no le significó cantar victoria. Aunque ya no los veíamos pasar por la ventana, el viejo continuó farreando con sus yuntas de siempre.
Para el día de la inauguración de la casa mi mamá había palabreado al padre Caviedes -nuestro guía en la Juventud Estudiantil Católica, Jec- con el fin de que fuese a bendecirla. A la Jec me había llevado hace poco el Tonyi y de partida me gustó porque se podía fumar, había chicas y se hacían reuniones a corazón abierto, en las que uno hablaba sobre lo que estaba sintiendo. Yo llevé a la Jec al Vitorio y el Vitorio llevó al Miguel. Muchas de las jornadas sabatinas se realizaban en el seminario Cristo Rey y si en algún segundo mi alma alojó la descabellada idea del sacerdocio se lo debe a esas jornadas y a los sermones del padre Caviedes. En aquel seminario había un gran limonar. Una vez me comí tantos limones que se me peló el paladar y se me destemplaron los dientes. El padre Caviedes, quien llegó a ser obispo de Osorno, nos daba sanos consejos, decía las cosas por su nombre y juntos leíamos y analizábamos los evangelios. Lo secundaba en su misión el Nano Muñoz, el Frater, quien a poco andar se enamoró y tiró la toalla. El Frater era mi asesor directo. Una noche lo acompañaba por las calles de Rancagua cuando vimos a un mendigo botado en un rincón; el Frater se agachó y le dio el equivalente a unos 20 mil pesos, toda una fortuna, el dinero que tenía para sus gastos. Cuando charlábamos, en otras ocasiones, afirmaba con alegre sinceridad que él nunca tenía pesadillas porque vivía una vida plena, sana. Yo me comparaba con él y me encontraba horriblemente malo, pues a mis 14 y 15 años no solo tenía pesadillas sino que las que padecía eran repugnantes y me despertaban en medio de la noche con el corazón a mil por hora. El Frater y el padre Caviedes eran presbíteros de distinta madera -el primero más revolucionario, el segundo más conservador- pero ambos se asemejaban porque ejercían su apostolado bajo el influjo aún radiante del padre Hurtado. El auge de las ideas socialistas, que conllevaban otro tipo de solidaridad y de igualdad, acabó con todo aquello. Entrados los años setenta la Jec se desbandó, el Frater colgó los hábitos que estaba a punto de ponerse, se casó y se metió a la Izquierda Cristiana. Solo quedó, arriba, solitario, el faro del padre Caviedes, que despedía su luz para atraer a los ex jecistas en los aniversarios; y abajo, la Sonia, encargada de repartir las invitaciones, contactar a la gente y difundir las novedades de los ex miembros. La Sonia, apodada Sonia la única, al igual que la cantante, nunca tuvo la calidad de jecista titular. Entró por la ventana, como se dice. Era bizca, gorda y carecía de educación, pero se apegó al movimiento como hiedra a la pared. No lo soltó, lo cubrió con sus acciones y nadie que haya pertenecido a la Jec podría ignorarla a la hora de pasar lista. Hasta donde tengo noticias se dedica a vender números del Loto en la esquina de Independencia y Campos, a los pies del Banco de Chile. Cada vez que la veo, ahora que estoy entrado en años, me transmite noticias de mis compañeros, relacionadas cada vez más con el colon, el hígado, la diabetes, la hipertensión y el cementerio.
Los recuerdos me traicionan. Decía que llegó el gran día de la inauguración de la casa. Fue un sábado, avanzaba la tarde y el padre Caviedes no aparecía. Estaban allí todos los que tenían que estar, menos el padre Caviedes. Estaba la Mirita, el Lucho, el Julio y el Miguel; el tío Isidoro y la tía Lila con la Ángela, el Rigo y la Tati; el tío Pablo y la tía Georgina; Hugo Miranda y la señora Ana; la señora Astrid con Jaime Rojas; la tía Gloria con Aliro, la tía Julieta, eterna solterona, y creo que pare de contar. Se esperó al padre Caviedes hasta una hora prudente y cuando alguien llegó con el recado de que había tenido que viajar al campo a administrar la extremaunción a un huasito, mi mamá dio el vamos al comistrajo y a la fiesta, de cuyos avatares no recuerdo absolutamente nada.
Pasó una semana exacta. Eran cerca de las siete de la tarde cuando sonó el timbre. Desde el ventanal mi mamá vio al padre Caviedes y dio un gritito de sorpresa. Mi papá comenzó a echar chispas, sin hallar otra salida que subir y bajar a mi mamá con reproches contenidos. A diferencia del sábado anterior, en que la mesa estaba repleta de los más sabrosos manjares, esta vez no había nada para servirle cuando acabara la ceremonia. Y así, mientras mi papá, que jamás fue católico, lo hacía entrar y le metía conversación para ganar tiempo, ingeniándoselas de manera magistral para enredarse con los diálogos, mi mamá se encerraba de urgencia a preparar unos canapés de huevos duros y de sardinas en lata, lo poco y nada que había en la despensa. Yo contemplaba la escena desde un rincón pasivo, sin aportar lo mío, que habría sido provechoso en vista del conocimiento que tenía del padre Caviedes y de los evangelios, pero una vez más me traicionó la falta de personalidad y opté por el silencio. El Vitorio se paseaba por el living comedor y parecía disfrutar la escena.
De pronto el padre Caviedes carraspeó. Su tiempo valía oro; era el momento de comenzar la bendición. De un solo rugido el viejo le ordenó a mi mamá salir de la cocina. Mi mamá apareció con el delantal puesto, saludando con una gran sonrisa que detrás escondía su ansiedad, me parece que la estoy viendo. El padre se puso una túnica blanca y una franja sobre el cuello, sacó el incienso, dijo unas lindas palabras y fue rociando de agua bendita las paredes. Al cabo de 15 minutos ya estaba vestido nuevamente de negro; mi mamá volvió corriendo a la cocina y salió con una escuálida bandeja de canapés que fueron devorados en segundos, ya que nosotros también teníamos hambre. El padre Caviedes comió lo poco que había que comer y cuando se dio cuenta de que no habría una segunda bandeja tomó sus cosas y se fue. En realidad no tenía mucho más que hacer allí. Lo suyo, que era lo esencial, ya lo había hecho. Nunca se enteró de la escena que se armó nomás volvió a la calle. El viejo dio rienda suelta a su furia y cargó todo el peso de sus propias culpas y angustias contra mi mamá y su improvisación, su falta de precaución, su falta de inteligencia o lo que fuera. Era una cantinela conocida, pero no por eso menos desagradable.

martes, octubre 14, 2014

Su Excelencia

En su época de gloria Su Excelencia fue venerado por imbéciles. Después fue repudiado por voces ansiosas de venganza. Como la voz de los peruanos, de los bolivianos, de los mapuches, de los argentinos de las Malvinas, grandes perdedores que han vivido lloriqueando.
Hoy Gran circo Gran Hoy vivimos a su sombra. Le debemos años de sombra, pocos recuerdan.
Su Excelencia no fue un genio. Lo metieron al baile en andas y cuando entró fue oteando el panorama. Detrás suyo había todo un aparato, sin él no habría sido Su Excelencia y sin Su Excelencia el aparato deslucía.
Un día Su Excelencia iba en su auto y se salvó jabonado.
Su Excelencia no era capaz de matar una barata, en su casa lo mandaba su esposa y sus hijos le salieron medio fallados, pero el juicio de la historia lo condenó por grandes crímenes de lesa humanidad. A la hora de su muerte no lo pudieron ni enterrar, tuvo que ser quemado y el odio persiguió al humo pero el humo se fue al cielo, no quiere decir eso que haya sido santo ni mucho menos.
Su Excelencia fue mal aconsejado y pecó de soberbia.
Su Excelencia encarnó a un país y a una era, mas quien lo reconozca será aplastado como insecto por el matamoscas del pueblo.

martes, octubre 07, 2014

Una leyenda de los montes Urales

I
El asno que corre con la zanahoria por delante no es el único caso conocido. Viejos escritos en idioma mansi, anteriores al misterio del Paso Diatlov, hablan de un personaje de los montes Urales, del lado ruso, obsesionado con atrapar al tiempo. Vivía en las faldas de la montaña Otorten; allí había levantado su hogar, en la aldea de Vizhai. Por las mañanas, no más bajar de la cama, montaba su caballo en dirección a las estepas para cazar la noche, llevando en su bolso de piel de oso armas tan ingenuas como una cesta para recolectar la murtilla de los pantanos, un cuchillo, un trozo de queso de cabra y una hogaza de pan de centeno. Merendaba a la sombra de los abedules, junto a un arroyo cristalino que tributaba sus aguas al río Beriózovaya. La brisa fresca procedente de los montes Urales y los audaces saltos de los peces para atrapar su comida voladora resbalaban por su mente, solamente alerta a los acechos nocturnos. Mientras su caballo pastaba él dormía la siesta; al caer la tarde, con el cesto lleno de murtilla y admitiendo que otra vez la noche se le había escapado, debido justamente a su proximidad, subía a la cabaña para planificar la captura de la madrugada. Para sentirse vivo, en el camino de vuelta imaginaba los dulces años que vendrían. Tras la cena, cuando todos dormían bajo un mismo techo, se arrimaba al fuego de la chimenea con la botella de vodka y unos papeles llenos de fórmulas extrañas que sacaba del armario. La atraparía con las manos en la masa, sí lo haría esta vez, escribía y dibujaba en los bordes, porque había descubierto el flanco débil de la madrugada. Pero llegaba el momento irremediable en que las estrellas más ancianas y enfermizas empezaban a difuminarse en el fondo de la bóveda celeste y del negro cielo surgía un tinte de esperanza; entonces se iba a la cama y se rendía al sueño. En el letargo lo visitaban infinidad de demonios; se despertaba sobresaltado en mitad de la noche, con una sensación de angustia, y volvía a dormirse. Lo visitaban un anciano con gatos secos, un hombre sin oreja, un tuerto idiota, un hombre sin cabeza y otro con la cabeza estirada, un joven común y corriente que hacía preguntas difíciles, unas aldeanas que repartían lágrimas de pena, lágrimas de amor y lágrimas de esperanza, un hombre que no sabía qué hacer con dos besos que llevaba en la maleta. El fantasma que más se le repetía era el de un bebé feliz que aún no aprendía a caminar, al que acurrucaba entre sus brazos y besaba en las mejillas.
Al despertar, entrada la mañana, no era tiempo de lamentos: la noche lo estaba aguardando qué rato, llamándolo a su encuentro, encubierta entre los bosques.

II

Tiene dos beldades traviesas que lo llaman papá, papaíto, y su mujer hacendosa es de sueño apacible. La aldea lo aprecia y él no lo sabe. Lo han solicitado para alcalde y se ha negado. De todos modos no habría triunfado en la contienda electoral, fue la petición de un partido de minoría.
Lo que se recordará de él cuando se vaya a la tumba será el día en que mató al oso pardo que hoy aprovecha como bolso y como alfombra. Combate encarnizado en medio del bosque, se dirá, en que el oso llevaba las de ganar. La bestia hambrienta olfateó la murtilla y se lanzó rabiosa al cesto, su caballo huyó despavorido; él la dejó comer para aplacar su furia, pero el hambre no pasó, era un hambre de oso que salía de la hibernación, hambre acumulada, de modo que no miró entonces al hombre como enemigo sino como banquete. Cuando volvió a la aldea con la piel sangrienta en sus espaldas y la cabeza del animal sobre la suya parecía un monstruo bicéfalo y los niños huyeron a esconderse debajo de las camas, mas, a pesar de las exigencias que nacen del alcohol en la taberna, esa noche no quiso contar la historia en su detalle, apenas le pudieron sacar que de los dos seres que lucharon por su vida uno solo vería el siguiente amanecer, que del oso se guardó la piel, el filete y la sabrosa carne de las patas y que el resto se lo dejó a los lobos y a las aves de rapiña. La hazaña quedó envuelta en un manto de misterio que dio para toda clase de interpretaciones.

III

Hubo un invierno helado en grado extremo. Desaparecieron los pájaros y de la nieve brotaron cuchillas, el viento se quedó guardado en los montes por temor a contraer pulmonía y el Sol, en vez de regalar su luz, despedía rayos gélidos. Durante esa estación calamitosa la más pequeña de sus beldades enfermó de gravedad. La madre se vistió de oso y bajó a la aldea a ponerla en manos de alguien. El poblado quedaba poco más abajo que su casa, pero los metros se habían vuelto leguas y tras desesperados intentos, intentos de madre, hubo de retornar con la niña a la cabaña para verla morir. El hombre que quería atrapar al tiempo departía con sus demonios y evitaba mirar a los ojos a su hija muerta, tendida en la cama con unas hojas de sauce en el pelo, a falta de flores. Los demonios se habían hecho carne y acompañaban a su amo alrededor del fuego. Se veían más desolados que él; apenas intercambiaban una palabra que otra y ni siquiera tomaban asiento, preferían echarse en el piso como perros, sobre todo el de la cabeza alargada.
Durante los tres días del velorio el hombre que quería atrapar al tiempo tuvo al tiempo entre sus manos, pero no hallo qué hacer con él.

IV

Con los años se fue poniendo viejo, como le sucede a todo el mundo. Perdió pelo y energía, varias veces estuvo a punto de caerse del caballo y evitaba los pantanos traicioneros del atardecer. Sin haber para qué, por las mañanas le anunciaba a su compañera que partía a cazar la noche, pero era mentira; lo que hacía era gastar el día en la hierba recordando a sus beldades, la muerta y la ausente amancebada con un hombrecito de Kazajistán, del otro lado de los montes. Sus ansias de atrapar al tiempo iban careciendo de sentido, ahora vivía concentrado en repasar el camino andado y sobre todo en rescatar las palabras que se internaban a cada rato en el laberinto de su mente. En cuanto a sus demonios, se desgastaban como el género usado hasta romperse en pedazos y si se dejaban caer en sus pesadillas nocturnas lo hacían como mero acto de presencia.
El tiempo nunca se enteró de sus desdichas; seguía hacia adelante con su paso matemático y el peso del mundo al hombro.

martes, septiembre 02, 2014

El circo de la poesía

Abrir las compuertas
Desahogar las obsesiones
O meterlas en una camisa de fuerza
Para echar a volar serenamente el goce creativo
Hablando de ellas
No puedo escribir con la piel de cada día
Debo disfrazarme de santo para delatar a mis demonios
Si no dejaría al descubierto la arena
El circo que es la poesía

jueves, julio 17, 2014

Rabiosos

Inquieto, atrapado en su hábito de matar el tiempo a través de la lectura de noticias irrelevantes, Vargas se topó con un artículo de magazine escrito para enseñarles obvias verdades a tontas y tontos como él; desde luego a personas que dedican parte de su tiempo a la lectura de los nuevos versículos de la Biblia de nuestros días. Trataba de los rabiosos, de las personalidades rabiosas, y era como si lo estuvieran describiendo. En otro momento habría hecho clic y la página hubiese cambiado por otra, una noticia internacional, la oculta vida de un artista famoso, los entuertos de la política tramados para desorientar al lector más avispado. En otro momento hubiese hecho clic, pero ahora no pudo evitar seguir leyendo.
Por la mañana se le habían metido dos ideas a la cabeza. Una. La mente de los animales. Otra. El dinero en los bolsillos de la gente. Pero aquello había ocurrido antes de que se disputara la final del Mundial. Y esa final lo había cambiado todo, porque para bien y para mal se había comprometido demasiado con el juego, se le había ido la vida en el partido hasta el punto de haber insultado a su hijo en un momento de pasión. Tuvo que esperar varias horas para desahogar la ansiedad que le había producido el triunfo de su favorito. De pronto, en medio de los recuerdos que le dejaba el gol, se le presentaban pensamientos angustiosos. ¿Y si el rival hubiese convertido cuando pudo hacerlo? ¿Y si hubiesen ido a los penales, dejando el trofeo a la suerte? ¿Cuánto tiempo tendría que haber transcurrido para que volviera a salir el sol? ¿No era eso lo que sentían y se preparaban para seguir sintiendo millones de argentinos? Él no era de ellos; él era un vecino que estaba con los alemanes, como tantos en su tierra. Un problema ajeno que gratuitamente hacía suyo. Hasta cuándo el pesar, la apuesta al cara y sello, el vivir de ilusiones. Triunfo: sol. Derrota: tempestad. Y aún así se alegraba de recordar la victoria, que vibraba en la sangre de sus venas. No era algo que entonces pudiese controlar. Debía dejar que fluyera, esperar que pasara el hombre de la hoz.
Con qué desparpajo trataba el artículo de magazine a los rabiosos, no había empatía alguna de la autora con estos personajes anómalos, la autora simplemente fusilaba a los rabiosos. Conque los rabiosos eran acosadores, eran narcisistas y había que deshacerse de ellos si no cambiaban. Conque había que deshacerse de Vargas, conque Vargas era poco menos que un insano, un mal elemento, un castigador, un abusivo. Desde luego, a pesar de no llevar firma, a Vargas se le antojó que quien quería deshacerse de él tenía que ser una mujer.
Y claro que lo era (claro que era un rabioso), pero ¿deshacerse de él sin más, sin una gota de consideración por entender sus causas, por perdonarlo? ¿Qué de sus virtudes, que debían ser muchas? lo sospechaba con visos de seguridad.
Los rabiosos debían ser extirpados como tumores, como extirpa la sociedad a los torturadores.
No pudo dejar de sentir, a su pesar, cuánta verdad había en esa nota de pacotilla. Y en cuánto había hecho sufrir ¡toda la vida! a su mujer. Ella, en el fondo, lo había perdonado (¿porque lo quería? ¿Porque le temía?) pero a costa de transar su alegría y sus caprichos infantiles, caprichos de niña chica, caprichos que cada vez que los exponía quedaban sepultados bajo la rabieta de Vargas, una rabieta que caía sobre ella como una tonelada de hielo.
Era de verdad muy malo. Y todos lo sabían en su círculo íntimo. Y así habían aprendido a vivir con él. Su hija mayor, la sucesora de las rabietas que él mismo había heredado de su padre; su hijo, el de ojos taciturnos siempre abiertos para captar los menores detalles y siempre como ausentes de la vida mecánica que lo rodeaba; su hija menor, atribulada por el peso de su amor por los débiles; y su nieta, que se reía de él, queriéndolo, que se lo tomaba con filosofía.
¿Cuándo partió la rabia? Vargas recordó que no siempre fue rabioso, que con sus amigos no lo era, que en su trabajo no lo era, que en su adolescencia y en su niñez no lo fue; en fin, que solo en su casa lo era, y especialmente con su mujer, casi exclusivamente con ella. He allí un buen misterio sobre el cual reflexionar. Pero era un misterio riesgoso; el desvelarlo lo podía llevar a sentimientos de abandono prehistóricos o a querer desbaratar de un movimiento lo que se le antojaba en ese momento como el castillo de naipes sobre el que había construido su vida. Era mejor dejar las cosas como estaban y continuar con sus rabietas mientras no viniera la policía para llevárselo al calabozo.
Apagó la luz y se dirigió a la cama. Cuando apoyó la cabeza en la almohada comenzaron a desfilar los extraños personajes de un cuento que su mente ideaba para escapar de la trampa de la rabia que lo tenía atrapado durante tantos y tantos años. Era su forma de enfrentar la vida: apostando a pesar de todo a la belleza.
En un viejo salón se habían dado cita dos grupos de personas. Un grupo hacía de público y se instaló en improvisadas graderías; a sus miembros se les había repartido de antemano la misma cantidad de dinero y a la salida serían dejados libres, pero antes les había sido dada la misión de contemplar el espectáculo que les ofrecería el otro grupo, que a su vez estaba subdividido en dos: de un rincón aparecieron en la escena dos hombres y dos mujeres; del otro, cuatro monstruos de utilería, humanos disfrazados de animales. Pensaba Vargas que el cuento podría tratar de lo siguiente: por un momento, los cerebros de los dos hombres y las dos mujeres serían intercambiados por los cerebros de los monstruos de utilería, de tal forma que a partir de entonces los humanos se convertirían en animales y los animales, en humanos. Así, el público de las graderías observaría el nuevo espectáculo de la vida en la tierra. De un lado los hombres no tendrían perspectiva alguna, vivirían el momento, sufrirían el hambre y las enfermedades hasta regular su cuota en la cadena, dirían adiós por fin a las guerras y solo pensarían en comer, reproducirse y sobrevivir, mientras sus mentes, limpias, puras, retrocederían paulatinamente al estado primigenio. Del otro lado los animales se dedicarían a toda velocidad a recuperar el tiempo perdido y lo primero que harían sería someter al hombre, más por venganza que por necesidad. Expondrían sus cabezas en las carnicerías, sus pieles a la bajada de las camas, los harían dormir a la intemperie, atados del cuello a un árbol. Para poco más les serviría la débil criatura, puesto que acróbatas no eran, velocistas tampoco, animales de carga, a regañadientes. Ni siquiera podían pisar la arena del circo, despojados de su sadismo. Solo les quedaría de bueno la carne, el sabor de los testículos, la sutileza de los muslos femeninos infantiles, los sesos, el lomo y el filete. Mas sería esa solamente la partida para el nuevo orden, una feliz ilusión, el prólogo de interminables batallas que comenzarían a darse entre las distintas especies para cuidar y asegurar sus amenazados territorios.
Terminada la obra saldrían los espectadores a gastar su dinero y al cabo de un mes volverían uno a uno a declarar qué habían hecho con su libertad. Entonces el cuento remataría con una objetiva moraleja acerca del estado benefactor y la economía de mercado.

martes, julio 01, 2014

Un solo punto

Un solo punto, una sola idea
Varias ideas dando vueltas alrededor de un punto
Enturbiando el punto
Buitres sobre la vaca muerta
Densos, hastiados de intestinos
Enredados unos con otros, herméticos
El punto convertido en hueso pulcro
Amparado ante cualquier ataque
A la vista e ignorado
Puro amor

jueves, junio 05, 2014

Los Mardones vs Los Pelusitas

Días atrás sonó mi celular; era un número que no recordaba. Escuché un griterío ensordecedor -una masa humana rodeaba al autor del llamado-, luego una voz que me sonó conocida. "¡Primo!". Guardé silencio; no hallaba qué decir. "¡Primo!", repetía. Era el Séper. ¡Séper! ¿Dónde estás? "En el estadio. Vinimos con el Jorge". Pero es muy temprano. Faltan dos horas para el partido. "Nos vinimos temprano. ¿No viene usted, primo?". Estoy en el diario, me gustaría, pero ¿no hace mucho calor allá? "¡Y qué importa, si vamos a ser campeones!". Ojalá. "¿Y cuándo nos va a pasar a ver a Rancagua, primo?". Pronto. No faltará la ocasión.
Nos despedimos. Ese día, en efecto, el O'Higgins fue campeón del fútbol chileno, por primera vez en su historia, y montones de pelusitas celebraron el título desde la galería junto a nuestra selecta embajada de Los Mardones: Jorge "Maravilla Gamboa", chofer y cargador de Sodimac; y su hermano el Séper, chofer de colectivos. Los seis Mardones restantes no fueron por diversas razones. Uno estaba en el diario (yo), otros dos veían el partido por la tele (el Vitorio y el Lucho), otro estaba dirigiendo operaciones en la mina (el Miguel), otro no sé dónde estaba (el Rigo) y otro yacía desde hace cuatro décadas en el cementerio municipal de Rancagua (el Julio).
En las pichangas infantiles de barrio nuestro equipo se llamaba "Los Mardones", naturalmente porque el apellido paterno de todos era Mardones, pero bien pensadas las cosas ese nombre necesitaba agregar otros requisitos para convertirse en mítico, recordado hasta nuestros días, mejor dicho recordado por los siete primos que vamos quedando. Para armar de improviso el plantel, Los Mardones debíamos vivir los unos de los otros a pasos de distancia, de modo de irnos llamando a la rápida para hacer el número suficiente como para salir a la cancha sin parches o galletas, como se les dice ahora. Además era deseable tener un entrenador que nos cayera del cielo, un guía que nos agrupara. Ambos requisitos se cumplían: el quiosco del tío Pablo cumplía las veces de lugar de concentración y domicilio legal del director técnico y la población Rubio con sus alrededores eran nuestro reducto. Casas todas de un piso, pareadas, dos dormitorios, living, comedor, baño y cocina. Algunas tenían poco patio, como la mía. El patio se hacía rodear por muros y panderetas que aprisionaban hasta el límite del estrangulamiento al naranjo y la parra que sobrevivían en ese ligero espacio. Tal vez por ese motivo la vid daba uvas dulces, al romper los granos, y ácidas, al tragarlos; uva frutilla la llamaba mi papá. No recuerdo haber jugado nunca en ese cuadrado claustrofóbico, sombrío. Cuando en los inviernos lo usábamos para fumar a escondidas -años después-, sentía cómo me entraba el frío por el cuello de la camisa, me recorría luego el espinazo y me bajaba por las piernas hasta llegar a los pies, donde se quedaba estacionado el día entero.
A veces era el Jorge el que tocaba la puerta, a veces éramos el Vitorio y yo quienes íbamos a hacer hora a la esquina, al quiosco del tío Pablo. Hacia las tres, cuatro o cinco de la tarde nadie hacía las tareas, de modo que no había obstáculos para jugar. La excepción era el Rigo: habitualmente se encontraba estudiando y costaba convencerlo para que se nos uniera. Se podría decir que era el jugador veleidoso, difícil, solitario, el jugador alejado de las pasiones que unifican a un equipo. No era creído, aunque algunos lo pensaran; tampoco era tan bueno para los combos y para la pelota, como parecía desprenderse de la aureola decidida y viril que proyectaba en la cancha. Mateo tampoco era. Estudiaba para sacarse buenas notas, entrar a la universidad y recibirse en una buena carrera, metas que se le cumplieron parcialmente. Ingresó a la Universidad de Chile a estudiar geología, con un puntaje bastante alto, pero a poco andar reventó y se cambió a una ingeniería de ejecución que lo llevó a Codelco, donde se desempeñó durante años hasta que salió, dicen, por su carácter huraño, hosco, ajeno a las motivaciones de los trabajadores que dirigía. Tiendo a pensar que tampoco era ni huraño ni hosco ni despreciativo ni presuntuoso. La verdad es que todas las personas herméticas son difíciles de definir, puede uno rebotar una y otra vez contra la pared en el intento, aunque esto sí que me atrevo a afirmarlo: la gente tiende a distanciarse de personas como el Rigo porque ve en ellas a sus propios demonios.
Días atrás le pregunté por él a la tía Mirita. Hacía mi visita mensual a la casa de Ibieta, lo único cercanamente parecido que va quedando del paso de mi madre por Rancagua -fuera del nicho que comparte con mi padre en el cementerio-. Luego de la infaltable paila de huevos fritos, que me devolvió el alma al cuerpo, vino el reposo en el living, frente a la chimenea, soñoliento, con una copa en la mano.
-¿Y qué es del Rigo? -le pregunté, para romper el silencio.
-El otro día lo vi pasar... ¡está flaco!, la diabetes se lo está comiendo.
Los pelusitas vivían todos en la población Sewell, en bloques enfrentados. Al medio corría un pasadizo ancho de tierra dura, diseñado diríase que para jugar a las bolitas, al trompo o a la rayuela, ya que carecía de escaños, árboles y jardines. Los pelusitas eran todos hijos de mineros que trabajaban para la Braden, esa trituradora que convertía las ilusiones en billetes, billetes que religiosamente pasaban los fines de semana a las manos y a las faldas almidonadas de las putas de Maruri o Carrera Pinto, para continuar casi al instante su viaje dentro de los bolsillos de un cafiche.
Regía el alma de la población Sewell una ley no escrita de vulgaridad e ignorancia. Los niños tenían las uñas sucias y hablaban a garabatos, bebían la pura leche que les daban en la escuela y su precocidad les acarreaba a su molino información de cosas extrañas que nosotros no sabíamos. Pero no por eso eran malos o buenos. Había en su modo de jugar a la pelota una filosofía muy en onda con el estilo mexicano de ese tiempo, que consistía en perder por hábito y ganar por heroísmo. En medio de la pichanga el Dago solía ponerse a caminar como sonámbulo. Advertidos por el Muchilo, su hermano, o por sus amigos el Cochefa y el Chamelo, parábamos el juego y esperábamos que recobrara la conciencia o cayera al suelo echando espuma por la boca.
Papá Barata, que era el hijo del cochero, jugaba para Los Mardones de lateral, el puesto más anodino que le puedan dar a un niño, porque era el más malo y el más feo de todos, de un color moreno que hacía pensar que de pronto una masa de grasa gelatinosa había cobrado forma humana. Además jugaba de lateral porque era parche; no era un Mardones. Nos caía bien por su humildad; aceptaba los peores insultos sin chistar, se dejaba humillar cuando se lo dribleaban y su papá tenía caballo.
El Vitorio era lo que siempre ha sido: un torito, un hombre de pasiones ciegas que pierde la orientación ante un buen torero, lanzando los cachos a diestra y siniestra. Al equipo le venía muy bien un jugador así, en la defensa y especialmente el mediocampo defensivo, donde con bravura hacía de sietepulmones, a lo Rubén Marcos. Ha vivido echando cornadas metafóricas; no digo que se haya equivocado al enfrentar la vida o que no haya usado la cabeza en el buen sentido de la palabra; al contrario. Lo que intento sugerir es que desde su más tierna infancia poseía ese carácter fuerte propio de los valientes, esos que sufren en silencio y atacan sin medir las consecuencias. Nunca estudió para una prueba, se inició con la empleada de la casa, tentó a la muerte volando aviones Mentor a ras de piso y luego fue a la universidad para aprender a dibujar y construir casas, cientos de casas y departamentos que le han dado un pasar más que respetable. Con los años desarrolló además la faceta de gran conversador, lo que quiere decir de persona capaz de sorprenderse, abierta a las novedades que va ofreciendo el acontecer. No puede afirmarse de alguien así que no le haya sido útil la sangre taurina que llevaba en las venas.
De modo que en las dos canchas aledañas al quiosco nos pasábamos jugando tardes enteras con una pelota del cuatro, del tres, del dos o hasta de plástico, pues las de trapo, características de las pichangas que jugaban nuestros padres, habían sucumbido ante el avance de la civilización. Los Mardones versus Los Pelusitas, unidos por el fútbol, separados por dos poblaciones. Una cancha detrás del quiosco, la otra delante, del lado oriente de la calle Bueras, ambas al costado de la línea del tren a Sewell y ambas delimitadas al sur por las casas de la población Rubio, en una de las cuales se ubicaba la chichería de Juanico. Allí encontraba por las noches a mi papá -cuando mi mamá me mandaba a buscarlo- sentado bajo un parrón, tomando una caña de pipeño con sus compañeros de farra, el Conejo, el Ojos Grandes, los hermanos Pezoa, el compadre Lastra, el Cumplido. Los amigos, para mi mamá los amigotes, me saludaban con cariño, el mismo que veía en los ojos vidriosos de mi papá, a quien no lograba convencer acerca de las ventajas de volver conmigo a la casa. Juanico, el cantinero de la oreja mocha, secuestrador de padres, condenado de antemano a la silla eléctrica por mi mente infantil. Frente a su antro del vicio, inocente de lo que adentro se cocía, el Jorge hacía de las suyas en la cancha, distribuyendo el juego con un brillo similar al del articulador colombiano del Mundial del 62, de allí que le quedara para siempre el merecido apodo de Maravilla Gamboa. Su estilo era el de un profesional, un gozador de la pelota. Las huellas que le había dejado la enfermedad no le impedían actuar con desenvoltura, sólo había sido su problema un par de meses en una habitación a oscuras con un parche en la cara y luego, al ver la luz nuevamente, la constatación de que se podía vivir con un ojo inútil, no se era ni más ni menos feliz por eso.
Cuando el equipo se veía propasado por un contraataque del rival surgía la figura del Julio, prototipo de esos zagueros centrales que sin arte alguno echan la pelota a la galería al arreciar el peligro; Julio el del juego alegre y efectivo de pases a la olla, que contrastaba con el del Rigo, más proclive a ensayar durante todo el partido la imposible perfección. Nunca le observé al Julio asomo alguno de avaricia, le sobraba inteligencia y todo lo que tenía lo daba a manos llenas, pues siempre le llovía algo nuevo, de modo que la suya era la vida fácil, alejada del esfuerzo, la responsabilidad y la constancia que tanto me inculcaba yo a mí mismo. Hola, tío, vengo a comer, decía al entrar a mi casa, directamente al refrigerador. Mi papá estallaba de furia con frases ininteligibles pero lo dejaba comer, porque era el segundo hijo de su hermano muerto, a quien el Julio le siguió luego los pasos. Fue el primero de nosotros en partir, no había cumplido 20 años. Vivía en Ibieta, la casa de la abueli, el tata Lucho y la Mirita, a dos cuadras de la nuestra, fuera ya del radio de la población. Compartía dormitorio con sus hermanos el Lucho y el Miguel, de modo que el Lucho, el Julio y el Miguel no pertenecían a la población Rubio pero sí al equipo de Los Mardones. Muchas veces los partidos se trasladaban al patio trasero de Ibieta, bajo el frondoso parrón que limitaba a un costado con el gallinero, pero entonces los rivales no eran los pelusitas, sino vecinos de la cuadra.
El Lucho era el arquero oficial porque su fanatismo era el arco y porque era larguirucho, llegaba a las pelotas bajas a costa de las rasmilladuras en las rodillas que le dejaban las voladas. Sin lugar a dudas era el más sentimental del equipo; sufría las derrotas y sobre todo las burlas que irracionalmente sacaban de la boca los rivales al calor del juego. Muchas veces el tío Pablo debía acompañarlo en su dolor al volver a casa, y uno nunca estaba seguro si acabado el llanto persistía su pena o se quedaba escondida. A pesar de ser el arquero oficial su pasión no era el fútbol sino el básquetbol, las chicas y la bicicleta, en ese orden. Como era de los mayores nosotros fuimos testigos de sus primeras conquistas con cierta envidia, no tanta, porque aún no nos llegaba la edad. La bicicleta Legnano, las patillas a lo Belmondo y el pelo ensortijado le otorgaban puntos con las liceanas, pero más crédito le daban sus jugadas bajo el cesto y aún más, su carácter. Porque siendo un sentimental podía también ser frío y decidido. A nosotros con el Vitorio nos encantaba ir a pasar la noche del sábado a Ibieta. Había otro ambiente y los badulaques éramos cinco, no dos. Jugábamos a los naipes y cerca de las tres de la mañana el Lucho con el Julio preparaban pan frito en la sartén. Uno de esos domingos me despertó el teléfono. Era para el Lucho. Contestó. Se adivinaba que del otro lado de la línea había una chica ilusionada tras los besuqueos y caricias en la fiesta, la noche anterior. Por regalar sus besos tal vez el Lucho le había hecho bellas promesas y ahora ella le pasaba la cuenta. El Lucho respondía con monosílabos, como si estuviera perdiendo el tiempo. La chiquilla parecía insistir, podía uno imaginar exactamente las palabras que estaba usando para confirmar el pololeo, los sentimientos que experimentaba, la humillación de sentirse despreciada. El Lucho abreviaba la conversación y cuando el asunto llegó a los ruegos le expresó con claridad de acero que lo de la noche anterior había terminado con la fiesta, frase que me hizo sentir vergüenza ajena. Luego cortó el teléfono y volvió a la cama, a seguir durmiendo. "Conquistar a una chica es poco menos que imposible y él la manda a freír monos como si nada", pensé, y a decir verdad nadie me ha podido convencer hasta hoy de que las mujeres no sean un puzzle del que no se dispone de todas las piezas, una derrota anticipada a la que si por milagro se le encuentra el talón de Aquiles hay que cuidar como hueso santo.
Otro picado de la araña era el Séper, un amante de los placeres y los lujos, quien, al igual que su hermano mayor, el Jorge, solo podía jugar cuando su madrasta le daba permiso. En la cancha no aportaba demasiado, aunque su perspicacia para advertir, criticar y reparar las fallas de los nuestros era notable. Se daba uno cuenta de inmediato de que si hubiese sido por él habría preferido estar a esa misma hora en el rotativo del cine Rex, vestido a lo dandy, con botas puntudas compradas en la zapatería "La Imperial", pañuelo de seda sobre el cuello, ofreciéndole un caramelo a la lolita que lo acompañaba. Ese panorama se le presentaba solo en sueños, de allí que aceptara de buen grado la realidad de la pichanga, que estaba sobre las alternativas de lavar un alto de loza, leer mínimo dos capítulos de la Biblia o quedarse castigado en la pieza a oscuras por el puro antojo de su madrastra.
En Rancagua pocos recuerdan un suceso que en su época fue memorable. Una larga década después de estas pichangas el Séper, que se llamaba Sergio pero le decíamos Séper, el Séper intentó con tres amigos la increíble aventura de llegar a Estados Unidos en auto. No pecaría de exagerado si dijera que tal desafío sirvió para darle un fresco titular al diario "El Rancagüino".

Cuatro coléricos rancagüinos
parten a conquistar América

El Séper, el Aránguiz, el Cristópoulos y el Traverso. Gran despedida, de noche, en la Plaza de los héroes, frente a la Intendencia, la Catedral y el Liceo de Niñas; el Chevrolet acondicionado a la pinta, los buenos deseos de siempre, los suspiros de las chicas, la envidia de los cobardes, la indiferencia de los protegidos por el aurea mediocritas de la provincia y el escepticismo de los hombres sin fe. Cuando alguna tarde nos encontramos en alguna fiesta familiar, o en un velorio, el Séper suele repetirnos la historia hasta el cansancio, risueño y bien dispuesto, acicateado por nuestra voraz curiosidad, me refiero a la curiosidad del ser humano, que siempre halla algo nuevo en las cosas ya vistas. Recuerdo especialmente un fresco atardecer de verano, bajo el parrón de la casa de De Geyter. Mi padre, que ya jugaba los descuentos, como se dice, aunque su mente se empeñaba en negarlo, surgió de pronto del dormitorio, todavía no tan flaco, no tan verdoso, bastante animado y alegre. Le acababa de hacer efecto la dosis de morfina que le aliviaba los dolores y ese pequeño paréntesis de felicidad en su día de perros lo aprovechó para disfrutar como un niño la anécdota del viaje a Estados Unidos relatada por su sobrino. "Nos fuimos felices -comenzó el Séper, quien a cada tanto interrumpía el relato para despejar una duda, ahondar en un detalle, rectificar una fecha-. Arriba del auto íbamos escuchando radio, fumando y comiendo y nos turnábamos para manejar. Cuando se nos acababan las cosas parábamos en una ciudad a comprar y aprovechábamos de entrar a los baños de los restaurantes, donde nos lavábamos y nos afeitábamos. A la altura de Copiapó empezaron las primeras discusiones. El Aránguiz se peleó con el Cristópoulos y lo quiso bajar del auto, pero el Cristópoulos no le aguantó y alguien logró imponer la cordura, pero el Aránguiz quedó amurrado y no se le vino a pasar hasta que llegamos a Arica, donde nos quedamos varios días dando vueltas por la plaza, medio separados, cada uno por su santo, sin decidirnos a pasar a Perú, hasta que al llegar a Lima nos peleamos entre todos y el grupo se deshizo. Yo me quedé un tiempo más y después me pasé a Paraguay, el Aránguiz volvió con el Traverso en el auto y el Cristópoulos tuvo que trabajar en lo que fuera para pagarse el pasaje de vuelta. Después me contaron que el auto entró piola a Rancagua, poco menos que con el motor apagado, de noche. Los cabros se bajaron con la cola entre las piernas y cada uno entró a su casa sin hacer un ruido, lo mismo que el Cristópoulos cuando descendió del bus". Todos reímos, un poco menos mi papá, pero la verdad es que ya a nadie le importaba demasiado esa aventura. De una parte, Rancagua es una ciudad de memoria frágil, que olvida a sus hijos como si fuesen bastardos y el Séper, el Traverso, el Aránguiz y el Cristópoulos no tenían las jinetas necesarias como para ser la excepción. De otra parte, era tiempo de recogerse. La orden tácita de finalizar la hora de visitas había sido dada por el mismo enfermo, que recobraba sus dolores.
En cuanto al Miguel, el más pequeño de todos, podía considerarse su producción en la cancha como una yapa. En el fondo, todo en él siempre ha sido una sorpresa, un regalo inesperado. De niño le decíamos Gl, pero con el tiempo sus virtudes de acciones silenciosas le ganaron el apodo de Mandrake, sobre todo por las maravillas que podía hacer con el dinero, tan escaso en los sesenta, los setenta, los ochenta y mejor no sigo. Se desprendió de sus capas de niñez del mismo modo que ganó en recelo y neura. Se forró de pequeñas obsesiones y hasta hoy jamás deja de asegurarse hasta tres veces de que la puerta y las llaves del gas han quedado bien cerradas. No es el mismo de ayer; está irreconocible. Cuando chico exhibía una sinceridad que nos avergonzaba. Dónde van, chiquillos. Al estadio, tío Pablo. ¿Tienen plata para la entrada? No, tío, porque cuando el de la puerta pide la entrada, los grandes se la pasan y nosotros nos colamos por abajo. Clásica es su anécdota de la clase de catecismo a la que llegamos el Vitorio, el Miguel y yo en una bicicleta. La profesora, una joven muy hermosa de la cual el Vitorio y yo estábamos enamorados, nos salió a despedir al terminar la clase. Cuando vio la bicicleta estacionada nos preguntó cómo nos iríamos. "El Hugo maneja, el Vitorio se va sentado en el marco y yo me voy corriendo atrás", le contestó el Miguel. A esa inocencia unía otra característica, la de un estómago aterrorizado por el movimiento. Si se subía a una liebre vomitaba a la segunda cuadra, qué decir de la tentación del carrusel. En una feria Fisa se dio el lujo de vomitar desde la cima de la rueda de Chicago a casi todos sus ocupantes. La Mirita, conociéndolo bien como la madre suya que era, le pasaba una bolsa de plástico para que se la pusiera en la boca cada vez que se subiera a una liebre. Un día se la sacó al momento de bajarse y vomitó en la escalera. Con esos antecedentes uno juraría que no le gustaba andar en auto. Pero no era así; le encantaba, como a todos nosotros, sobre todo si el chofer era el tío Pablo y la invitación era a buscar una canchita para jugar una pichanga en las afueras de Rancagua o en Codegua. Si se trataba de un terreno al tuntún la pichanga la jugábamos entre nosotros y duraba poco. Pero si nos llevaba a Codegua, donde sus tíos y sus primos, el partido era más serio, Los Mardones contra Los Huasitos del Campo. El tío Pablo al volante y nosotros dispuestos como sardinas en los asientos de un viejo Ford que quedaba en pana unas dos veces de ida y tres de vuelta. El tío Pablo enfilaba por el camino Longitudinal y después se metía por un camino de tierra, la mejor parte, porque al enfrentar los altibajos de la vía daban cosquillas en la guata. De ida nos íbamos contando chistes; casi todos corrían por cuenta del Julio, que hacía sana ostentación de su memoria privilegiada. Nosotros decíamos un número y él contaba el chiste archivado mentalmente para esa cifra. De vuelta nos veníamos cantando hasta quedarnos dormidos. Despertábamos en la esquina del quiosco y cada uno a su casa.
La gracia del tío Pablo era que entraba a la cancha con nosotros; era uno más de Los Mardones. Era chofer, entrenador y jugador y nunca retaba, como mi papá, que era un criticón y no dejaba jugar tranquilo. El tío Pablo era malo para los negocios, cambiaba autos nuevos por viejos, pero su risa fácil contagiaba y a cada uno le dedicaba al menos una frase durante el partido y después del partido. Frente a la gravedad y los tormentos de mi padre, que vivía atrapado por sus recuerdos, la levedad del tío Pablo se le antojaba un bálsamo a mi personalidad estresada.
Y ya que hablo de mí... quedo yo, el Hugo, el Chiruguín, promesa incumplida de la punta derecha, con ese estilo de juego escondido que da el zarpazo inesperado, ese estilo ideal para contar historias, historias de primos que ni se acercan a las de Saul Bellow, tal vez porque acá en Chile, acá en Rancagua las cosas son diferentes de las que suceden en las calles de Washington, Chicago, Nueva York. O porque Saul Bellow es de otra raza, derechamente de otro calibre. Aquellos primos del Premio Nobel, gordos de cabezas gigantes, ridículamente geniales, con varios ceros en la cuenta corriente, enhebrando nuevas teorías filosóficas para reencantar al mundo, aquellos primos pareciera que tenían tanto qué decir, ideas densas, figuras enrevesadas, aproximaciones impensadas a la vida diaria. Y los primos míos, ¿qué? ¿Con qué se quedan? ¿Con qué me quedo? Con los fluctuantes millones del Vitorio, los millones provincianos de Gl, las escuálidas arcas de Maravilla Gamboa y el Séper, que de galán de América derivó en allegado en la casa de su hermano; el extraño tránsito del Rigo por calles que le son suyas sin pertenecerle, el Lucho y sus condecoraciones militares, el Julio embalsamado. Todo un mito, una orgullosa impronta grabada a fuego en el escudo de armas de Los Mardones.

miércoles, mayo 21, 2014

La perfección del inconsciente

Arribó a la playa como un estropajo humano, poco menos. No provenía de tierra adentro sino de las olas del mar, provenía del naufragio.
En la cabina, dos hombres intentaban zafarse de sus enormes dificultades. Atrapados en la fe de los desesperados se movían lentamente, como jaibas, y daban miedo.
La eternidad que encerraba ese minuto quedó reflejada en la perfección del inconsciente. No había nada que agregarle al destino; cualquier asomo de explicación, un tímido intento de ahondar en detalles hubiese sido adorno.

miércoles, abril 30, 2014

Sol de invierno

Me es difícil escribir sobre los defectos de mi padre, porque lo quise y aún lo amo, en su ausencia. Si lo hago no es para humillarlo, sino para lavar mi alma, para sepultar cualquier resentimiento pegajoso y así, salvarlo a los ojos del mundo y por qué no, de Dios. Él sabía esto, sabía lo que yo pensaba íntimamente de él, le comentó un día a mi madre que siempre lo supo, lo que lo engrandece, pues quiere decir que era consciente de sus faltas y que ellas lo superaban. Ahora que está muerto y reviso estas notas, escritas cuando estaba vivo, pienso que tal vez sus acciones fueron ordenadas para templar mis emociones, para que yo sintiera desde niño y con toda su fuerza el peso del destino.
Dicho esto, doy el paso a los hechos de ayer, como si sucedieran hoy.
Mi padre, que vive anclado a su infancia, sale de casa temprano un domingo en la mañana, sin decir dónde va. A mí se me llena la cabeza de inquietud cuando lo siento salir. ¿Estará yendo otra vez a la cantina? Pero ¿tan temprano? Es lo que temo. A partir de ese momento nace para mí un angustioso y turbio día de espera. Recuerdo, avanzada la mañana, que durante la semana les escuché hablar a mis compañeros de curso sobre una sinopsis que anunciaba la atractiva matiné dominical del cine San Martín. En la sinopsis se proyectaban episodios de la  historia de Chile, entre los cuales aparecía el dibujo animado de un pájaro muy similar a Condorito. Es un momento de esperanza, el de ese recuerdo salvador. Le pido dinero a mi madre y después de almorzar me voy al cine. El cine es una buena solución: le dará tiempo más que razonable a mi padre para que vuelva a la casa mientras disfruto la película.
La sala esta semivacía. Desde el suelo surge un penetrante olor a cera. La película resulta ser un documental. Una pesadilla. Un collage ininteligible en contenido, sonido e imágenes; un rompecabezas incompleto, lleno de cortes. Un baile de hilos negros sobre los lechosos fotogramas. Condorito aparece medio minuto; es una imagen recortada de la revista contra un fondo ridículo, utilería de aficionados.
La película llega a su fin. Salgo apesadumbrado; piso las calles, que son calles provincianas de domingo. Calles tranquilas, fantasmales, calles de hielo. La vida sólo me llega a través del eco apagado de una multitud en el estadio y del ruido de mis propios tacos al chocar contra la acera. Muerte, para mí, es todo lo que me rodea. Entro a la casa, miro rápido, como el rayo, y no pregunto, porque no hace falta. Me voy al dormitorio y me tiendo en la cama. El sol de invierno se cuela entre las negras hojas del naranjo y cae en minúsculos rayos sobre la colcha amarilla de mi cama. Los rayitos de luz son como el tic-tac del reloj de pared: avanzan lentos e implacables por la habitación hasta que desaparecen, presagiando la llegada de la noche.
¿Fue pintado mi corazón de niño por la acuarela de la vida o fueron mis propios pinceles, antes que nada, los que les dieron el color a las cosas? Esa larga espera sin esperanza, sabiendo que lo que restaba de esa tarde de domingo ya no importaba mucho... ¿Fue el origen del estado de ánimo que desde entonces parece acecharme en cada esquina?
En esos tiempos las emociones no se diagnosticaban ni menos se trataban. El sufrimiento, la ira, la humillación formaban parte de la vida y si hubiese existido el remedio a través de una píldora se habría considerado remedio de mariquitas. De modo que tenía que aguantarme. El dolor no debía expresarse, y además a pocos les interesaba. Pues, ¿qué sacaba con decir "mamá, mi papá no ha vuelto y eso me hace sufrir"? ¿Qué sacaba con recibir una palabra de esperanza, o de ternura, si la píldora milagrosa no la teníamos ni mi madre ni yo?
Pensaba que al Vitorio no le afectaban esas escapadas de nuestro padre, no le hacían mella, no le abrían fisuras en el alma, pero décadas más tarde, en una conversación de hombres, de hermanos adultos, me confesó que sí, aunque de otra manera. En cuanto a mí, sospecho que pudieron ser la raíz del pozo negro en el que caigo cada cierto tiempo, por a, por be o por ce, y del cual no logro salir sino al cabo de días o semanas. En síntesis, diría que mirada desde este punto de vista, la verdadera vida para mí no es el goce de estar vivo sino un fenómeno imposible de manejar, una bandada de cuervos posados en una rama que interfieren la vista del horizonte, por lo demás oscuro. Está lo bueno y está lo malo, pero lo malo es demasiado apabullante para ser afrontado; debe esperarse con los dientes apretados que transcurra; algo así como una metáfora de la cobardía, lo opuesto a la acción de los pioneros, los generales, los grandes santos.
Tenía 27 años; ya estaba casado, habían nacido dos de mis tres hijos, contaba con una profesión y un trabajo. Una noche de domingo, después de las noticias, el Canal 13 comenzó a proyectar una película que se iniciaba con un accidente y un herido trasladado en camilla a una clínica. No me entusiasmó el argumento y apagué el televisor. Me fui a la cama; mi mujer y mis hijos dormían. Había terminado la semana y al día siguiente comenzaba otra. Al meterme a la cama, aquejado de insomnio, de pronto me vino una sensación de miedo y me asusté. Mis pies rozaron los de mi esposa. Bastó eso para que el miedo se transformara en pánico. El corazón se me apretó, una brusca sudoración empapó mi cuerpo y el estómago se me hizo un nudo. No sabía lo que me estaba pasando y con esa sensación me dormí. El lunes, al despertar, sentí que había pasado un minuto. La horrible sensación seguía allí, dentro de mi cuerpo y de mi cabeza, lacerante. Duró tres días completos, durante los cuales no probé un solo bocado. Al cuarto día me brotaron espontáneamente ideas suicidas, pensamientos de autodefensa. Ideaba tomar el auto, conducir al Cajón del Maipo y arrojarme al río. En cuanto a la realidad, mi esposa llegaba de su trabajo y yo la miraba y pensaba si alguna vez volvería a reírme a carcajadas, a disfrutar de la vida. No hallaba qué decirle, porque no sabía qué tenía. Pasó una semana, de intenso sufrimiento. Seguía trabajando, haciendo como si nada, rumiando la angustia en silencio. Entonces recurrí a una psicóloga, luego a un psiquiatra y así estuve dos años intentando conocerme a mí mismo. Por esos días, al menos en Chile, la psiquiatría no había hecho referencia alguna a los ataques de pánico, de modo que cuando le preguntaba al doctor Sepúlveda qué padecía, me decía neurosis, otras veces distimia. Con el tiempo aprendí a controlar mis caídas, a soportar -ahogado en la obsesión y la desesperanza- los días que dura cada una de ellas.
Por esos mismos tiempos, hablando un día con mi padre, me contó algo que me llamó la atención. Recordaba un verano en que se hallaba de pie bajo el parrón de la casa de De Geyter cuando mi hija mayor, en ese entonces de dos o tres años, le habló en su tono infantil, invitándolo a jugar con él. Mi padre comentó que al sentir su voz inocente y escuchar su petición se le nubló el alma, se le apretó el corazón y sintió deseos de huir hacia ninguna parte: había sufrido un ataque de pánico y lo ignoraba.
Todo esto me hace conjeturar que la verdadera vida es la que vivimos interiormente y que el peor problema no reside en aquello que lo desencadena sino en las vueltas que le da el pensamiento. La obsesión de volver una y otra vez a él, de día y de noche, es horrible y se asemeja a la gravedad que emana del centro de la tierra. El hombre atado a su mente, el hombre preso por dentro. El hombre que ansía huir y se droga, bebe, se evade para volver a entrar al remolino que lo llevará aún más abajo. Veo a la gente en la calle, a la gente que escribe en sus teléfonos inteligentes en el Metro, a los que cruzan los semáforos, a los que entran a los hospitales, a los que salen de los estadios, a los que comen en las fuentes de soda, mirando al vacío, y me pregunto cuántos de ellos estarán sufriendo, cuántos vivirán condenados a presidio perpetuo interno, sin esa opción de libertad bajo fianza que la fortuna me asignó, cuántos disfrazan sus mentes esclavizadas a sí mismas con gestos malhumorados, rabiosos, violentos, cuántos hombres se separan de sus mujeres por aquella cadena invisible que les ahoga el espíritu, cuántas hijas dejan sus hogares, cuántos niños se pierden en las clases, cuántos gobernantes deciden declarar la guerra, cuántos jueces fallan por inercia.
Una tarde, me parece que también de invierno, nos hallábamos los cuatro en la casa nueva, la que tanto le había costado adquirir a mi mamá, tantos años de reuniones vespertinas en las frías salas de la Escuela 2, tantos profesores primarios juntando cuota tras cuota hasta reunir el soñado pie con el que se pudo acceder al préstamo y dar inicio a la construcción; allí veíamos pasar la tarde en la casa de la Covimar, Cooperativa de Vivienda del Magisterio de Rancagua, en la calle Eduardo de Geyter, número 566, cuando sin decir agua va mi madre empezó a quejarse y luego a sollozar. Le faltaba el aire, nunca había visto algo así. La situación se tornó grave. Pensé en un ataque al corazón y me desesperé, porque no sabía qué hacer.
Mi padre se paseaba por la casa; en vez de alarma mostraba una indiferencia que se parecía a la ira, pero ira de qué. Mi madre se moría y él parecía contrariado ante la idea, molesto ante el hecho de verla en tan mal pie. Parecía decir con su actitud Fani tú no tienes derecho a la fragilidad, levántate ahora mismo, déjate de andar haciendo show y continúa tu rutina. ¡Llame al doctor Cañas!, le grité entonces, arrojándole a la cara su inactividad. Mi madre se había echado en el sofá, suspirando, con los ojos entreabiertos. Apenas respiraba. Me senté junto a ella y la abracé. Con el rabillo del ojo vi a mi papá: estaba discando por fin el teléfono. Le contestó el doctor Cañas; mi papá le pedía que viniera. Miré a mi mamá; ella me miró a los ojos y me dio un consejo que se me quedó grabado a fuego. "Hijo, sé siempre bueno", me rogó. Le besé la frente y lloré, angustiado.
Cinco minutos después un auto estacionó frente a la casa. Bajó el doctor Cañas; vestía un delantal blanco sobre el terno oscuro y portaba un maletín negro. Mi papá le abrió la puerta y le mostró a mi madre. El doctor sacó el estetoscopio y la examinó brevemente. No le halló nada grave: era solo un estado de angustia. Le puso una inyección y se fue. Mi padre no exteriorizó emoción alguna; a mí me volvió el alma al cuerpo y la casa recuperó su aspecto de siempre.
De él heredé, calcada, esa frialdad de hielo para enfrentar situaciones como aquella. Consiste en ver en los problemas de los demás un peso nuevo sobre mis espaldas, un estorbo mayúsculo. Esa actitud constituye uno de mis grandes defectos.           

lunes, abril 07, 2014

Connor Brooks, el astronauta licuado

La angustia ante la página en blanco, mal que parece no afectarme. Cuando me llega el momento de escribir cierro los ojos o me inclino en la mesa y luego de unos segundos decido el tema, que generalmente tiene que ver con lo que pasa en mi alma, con lo que he visto en la calle, con algo que me ha sucedido últimamente, con la lectura de un libro que despertó mis propias musas o con el simple ejercicio literario, el desafío de partir de la nada. En el camino se va armando el argumento y ya sé que nada saco con huir hacia territorios inexplorados, pues todo vuelve al redil. A eso le llamaría estilo, pero también limitación, miseria literaria. Miseria de la que en todo caso no reniego, pues soy de los que se abanderizan con la idea de que lo moral está en la honestidad y no en el experimento por el experimento.
Es muy raro que si he optado por escribir un relato corto me salga uno largo, es decir, un cuento. Pero me pasó hace poco, con "El palacio azul". Originalmente pensaba en 12 líneas y terminó en 120. Y perfectamente podría llegar a las 1.200. Tal vez lo someta a revisión.
Retomo la escritura de este ensayo tras haberla suspendido durante media hora para hacer mis tareas del turno de noche en el diario. Releo ahora el primer párrafo y pienso que más de un lector, alterado por la presunta soberbia y el narcisismo que se desprenden de sus conceptos, lo repudiaría y abandonaría sin más la lectura. ¿A qué hablar tanto de sus cosas? ¿Qué me interesa de dónde procede su inspiración, si lo que yo quiero leer son historias o fantasías que me distraigan, me den placer, me hagan pensar o me interpreten? Allá el lector con sus fundadas críticas, yo debo continuar, pero le anticipo, por si aún me está leyendo, que este ensayo desembocará efectivamente en una fantasía, en un rapto de locura.
He tardado diez o quince años en descubrir que mis palabras le deben más a la poesía que a la crónica, la prosa o el drama. Alguien me lo tuvo que decir. De allí que no me cueste enfrentar la pantalla en blanco: yo escribo acerca de mi vida, y mi vida es como todas las vidas, novedosa. Todo cambia para que todo siga igual. Si cada uno escribiera sobre su vida las estanterías del mundo no darían abasto, pero todos nos conoceríamos mejor. El de allá tiene la cabeza hueca, la de acá pretende ser más de lo que es, a esa otra la timidez se la come, el de la esquina esconde pensamientos retorcidos, a ese de ahí le preocupa más la sociedad que el individuo. Luego estaría el problema de determinar qué es arte, suponiendo que esa fuese la meta de todos los habitantes del mundo, crear arte, lo que no es así, porque a la gran mayoría le importa un rábano hacer arte, porque del arte no se vive y porque hacer arte es vivir insatisfecho. Y aunque me pese luego esta osadía, debo apostar a que la inmensa mayoría de los habitantes del mundo se sienten satisfechos, descontando un par de problemas que si se ajustaran los dejarían conformes.
Anoche, ante la página en blanco, escribí:
"-Estás cansada.
-¿Por qué lo dices?
-Se te nota en los ojos" -y paré, borré lo escrito: no iba hacia ninguna parte. Mis compañeros del turno, Marco Valeria, Fredes, Enrique Ábrigo, Willy Gómez, el Pastorcito, Luis Eduardo Cisternas, se paseaban silenciosos por el piso de la crónica, examinaban las páginas, las sometían al escrutinio del corrector de pruebas, nadie sabía en qué pensaban, pero el resultado visible era una atmósfera tranquila de sábado por la noche. El bullicio del barrio Bellavista no entraba a la sala periodística. Pero tampoco ese era un tema para abordar, el de una noche de turno, de modo que tiré la toalla y dejé la página en blanco para otra ocasión.
Esta mañana, en el baño, sentí un largo pelo suelto sobre el brazo izquierdo. Al rascarme las tetillas volvía la sensación del pelo en el brazo. Sin lentes no podía cerciorarme de qué se trataba, pero me dio la impresión de que no había ningún pelo suelto en mi brazo y de que estaba experimentando un extraño efecto, el de que algo dentro de mi cuerpo hacía que tuviera la percepción de que un largo pelo se me había depositado sobre el brazo. Imaginé entonces un breve relato de locura y apenas salí de la ducha abrí el computador e imprimí la idea, para que no se me olvidara. Dejé escrito "rapto de locura. el astronauta en marte. filamentos, va siendo rodeado. noche de turno, ideando una historia para seguir vivo, los demás compañeros se mueven viendo sus páginas..." y apagué el computador, acicateado por mi mujer, que me aguardaba en el patio para iniciar el paseo en bicicleta, el paseo dominical que durante toda la semana está ansiando la Cleo, nuestra falsa perrita labradora. En Providencia, a pocas cuadras de la Plaza Italia, mi mujer se entretenía viendo la Gran Maratón de Santiago, pero yo solo quería volver a terminar el cuento; sentía que de nuevo había un motivo para estar vivo. Hubieron de pasar varias horas para retomar el ensayo -o para comenzar el cuento- y recién lo puedo hacer a esta hora, las dos de la mañana.
El astronauta Connor Brooks, aislado en Marte por problemas circunstanciales, no considera que la angustia sea una fuerza que lo supere, y eso mismo tuvo en cuenta la comisión que lo eligió para cumplir esta tediosa misión. No es eso entonces lo que lo preocupa, sino la razón de que su traje se esté poblando de filamentos que a primera vista no resisten explicación alguna. Connor Brooks lleva en Marte varios años y le han prometido un relevo "dentro de pronto", pero ya comienza a hacerse a la idea de que lo han engañado. Antes de viajar sus amigos le advirtieron que detrás de la oferta había gato encerrado, pero Connor Brooks no les creyó y atribuyó dichas aprensiones a la eterna envidia humana, aplicada en su caso al hecho de recibir un regio departamento amoblado en el piso 344 con vista a las llanuras y a los bosques -aislado de toda contaminación, de esos que ni siquiera obligan a sus ocupantes a bajar a la urbe, pues allí el complejo cuenta con todo- a cambio de un viaje de tres años a Marte. Sus amigos se quedaban en los suburbios, él subía a lo más alto del centro. Pero los tres años ya se han convertido en ocho, con la esperanza cada vez más lejana de un relevo.
De la Tierra no llegan buenas noticias. La guerra ha cortado de raíz ciertos presupuestos, pero siempre le aseguran a Connor Brooks que el de la compañía espacial permanece inalterado, que ese no es el problema, que el problema es otro, un problema puntual, pedestre, de fácil solución. Connor Brooks los ha escuchado a la distancia, sin decir nada. No es de aquellos coléricos que reclaman ante el menor inconveniente, por algo lo seleccionaron para un viaje como ese. Por las noches, luego del habitual paseo a pie por las arenosas anfractuosidades de Marte, Connor Brooks ingresa a su medianamente estrecho cubículo y abre la botella de whisky, saca dos cubos de hielo del refrigerador portátil y se regala una altura de dos dedos para el vaso. El líquido le recuerda sus mejores tiempos en la Tierra, las mujeres que dejó, el sacrificio hecho por ellas, y se lo bebe de un trago. Entonces, con la mente caliente, pone música, Bach de preferencia, y lee un buen libro. El aparato digital contiene una biblioteca entera, que a pesar de todos los avances en materia de lectura veloz ni siquiera en cuarenta años podría ser absorbida por mortal alguno. De modo que en el peor de los casos, la vida de Connor Brooks, lo que le resta de vida, se adivina de lo más placentera.
Aquella noche de la que estamos hablando, Connor Brooks seleccionó la obra de 350 páginas "Informe fallido sobre el paso de una sombra y otros relatos descabellados", del escritor chileno Sergio Mardones, quien viviera entre los siglos 20 y 21. Cuando llegó al relato titulado "Connor Brooks, el astronauta licuado" el corazón se le fue a la boca, asombrado de que un autor visualizara con tantos siglos de anticipación y tan matemática exactitud el asunto de los filamentos que comenzaban a cubrir su traje de astronauta, así como los motivos que lo habían llevado a viajar a Marte, las advertencias de sus amigos, incluso el sacrificio que llevó a cabo por las mujeres de su vida. Connor Brooks, quien como ya hemos dicho es capaz de leer un libro como aquel en cinco minutos, al igual que cualquier humano de su tiempo, ralentizó la lectura, consciente de que la página siguiente sería la definitiva. "... El astronauta licuado..." se repetía una y otra vez, sin acertar a dar con el significado del título. Por la ventana divisó la presencia de su vecina de todas las noches, la araña marciana, animal insignificante que bajaba del monte rojizo para sentir un poco de ese calor que desprendía la sangre humana. Con el pulso acelerado esperó unos segundos y luego se atrevió a avanzar la página: el cuento había terminado. Para él, el cuento había terminado. Le siguió otro relato acerca de un café, intrascendente, sin interés alguno para su vida, su presente y su futuro. Por más que volteara su aparato digital para todos lados la trama seguía siendo la misma. Inmerso en un mar de dudas que nublaban su destino, Connor Brooks se entregó a un afiebrado ejercicio de interpretación, última posibilidad de entender lo que la última página le había negado. ¿Por qué se había mencionado al pasar a su compañera de cada noche, ese "animal insignificante" que bajaba del monte rojizo? Aquel detalle que había pasado por alto durante ocho años lo había descolocado. ¿Qué deseaba insinuar el autor con su presencia, acaso un velado peligro? ¿Y a qué obedecía ese atisbo de frialdad dado a su carácter, cuando al escritor le constaba que Connor Brooks no era así? ¿Por qué el cuento de su permanencia en Marte, narrado con trazos tan ambiguos, generales, ocupaba el mismo o acaso menos espacio que el relato en su conjunto? ¿No se quiso profundizar en su historia a propósito o esa laguna se debía a un caso más de negligencia literaria? Preguntas como esas, que se hacía no por vanidad, sino por una necesidad urgente nacida de la insólita oportunidad que le había brindado ese libro, la de conocer su verdad, de una vez por todas. Sin dominar las respuestas, imposibilitado de descifrar la paradoja de un código ajeno a su persona, pero que le pertenecía únicamente a él, maldijo entonces al escritor, que en vez de golpear con un final brillante prefirió volcarse en digresiones y recuerdos personales, dejando su cuento en suspenso y a él, abandonado a su suerte.
Acostado, con los ojos abiertos, la vida de Connor Brooks se mezcló con mis propias sensaciones: eché de menos el calor humano, el contacto de una piel con otra en medio de la oscuridad y me sentí vivo solo a medias. A esa misma hora cuántos matrimonios dormirían abrazados, cuántas guaguas soñarían dulces sueños en el pecho de su madre, pero también cuántos seres habrían comenzado ya a dormir el sueño de la muerte, cual si fueran una gata, nuestra Diana, coagulada su sangre hace dos días, rígido su cuerpo a medio metro bajo tierra. Antes de cerrar los ojos se me vino a la memoria el verdadero Connor Brooks, desconocido titular de la tarjeta de crédito que hallé olvidada, palpitando, dentro del cajero automático del barrio Lastarria. Mi pobre dominio del idioma inglés me impidió llamar a la sede de su banco en Canadá; cuando una colega dio el aviso por mí le contestaron que ya había sido bloqueada.