Visitas de la última semana a la página

sábado, junio 29, 2013

La estufa a gas

La estufa a gas era un artículo de segunda necesidad; no nos quitaba el sueño, pero cuando entró a la casa se abrió paso y se transformó en el centro del hogar. Era una estufa preciosa, dorada, con cuatro rueditas y dos quemadores. El balón se instalaba dentro y su conexión resultaba relativamente sencilla; sólo había que bajar el regulador y soltar una argolla hasta sentir que quedaba sellado. Bien poco nos costó entender que los balones duraban poco, comparados con lo que costaba comprarlos. Cuando el gas empezaba como a reclamar quería decir que los minutos de ese balón estaban contados. Entonces lo sacábamos y lo agitábamos unas diez veces y para nuestra satisfacción el quemador volvía a brillar, pero a los cinco minutos se repetían los estertores, más dramáticos que el inicial. Lo agitábamos otras diez veces y de nuevo brillaba, como canto de cisne. El tercer presagio redoblaba nuestros esfuerzos, sabiendo que aplazábamos una muerte y que hiciéramos lo que hiciéramos, sobrevendría. Rendidos ante la evidencia, la estufa dejaba de brillar. Si había dinero, mis papás llamaban por teléfono a Agrogás o a Gaslisur y recibían un nuevo balón a domicilio. También pasaban vehículos ofreciéndolos. Los empleados  golpeaban los balones con un fierro, como si tocaran la campana, al igual que hoy. Si no había dinero se retornaba al combustible original. Hasta ese momento la clase media rancagüina usaba el brasero a carbón, que no era malo, pero había que encenderlo a la intemperie, alimentarlo continuamente y acercarse mucho a él para recibir su calor. Cada cierto tiempo leíamos en los diarios que los habitantes de una casa cualquiera habían amanecido muertos, dos ancianos, una madre con sus hijos, una familia entera, intoxicados por un brasero que no retiraron del dormitorio. Antes de la llegada del gas, la opción al brasero era la estufa a parafina, que despedía una humareda de padre y señor mío, de modo que entonces su popularidad no era de las mejores. En cuanto a las estufas eléctricas, tener una era como tener un certificado de quiebra a corto plazo. La cuenta de la luz debía de ser tan alta que nadie se imaginaba ni por un momento llevar una a su casa. Cuando nos cambiamos a la casa nueva de Eduardo de Geyter 566 descubrimos los deleites de la chimenea. La chimenea reinaba al costado del living comedor y se encendía sólo para ciertas ocasiones, como eran por ejemplo las noches con Hugo Miranda y la señora Ana, o las tardes de canastas con café batido, o sagradamente el día del aniversario de matrimonio de mis papás, que era el 12 de julio, pleno invierno. Siempre que ardían las primeras llamas, la mitad del humo se iba por el tiro y la otra mitad afloraba hacia el living comedor, del mismo modo que esos fumadores que aspiran y enseguida hacen subir el humo hacia la nariz. De su boca de ladrillo parecía irrumpir una lenta catarata que caía invertida hacia el techo. Pero la fiesta seguía igual. Se veía un poco menos y dolían los ojos, aunque a nadie le importaba. Sencillamente la chimenea fue mal construida, eso era todo. Con los años mi papá descubrió un combustible antiestético, barato y excelente: el carbón de piedra. Dejando de lado el problema del tiro, para mí la fealdad del carbón pasaba a segundo plano al contemplar esas rocas negras que de pronto se abrían en finas grietas, de las cuales emergían vigorosas lenguas de fuego. Me quedaba tardes enteras mirando cautivado el fenómeno junto al Rucio Medina, mi amigo de entonces, tanto o más callado que yo, pero más inteligente. A veces mi papá partía a sus asuntos y dejaba al Rucio cuidando la chimenea. Yo entraba a la casa y lo veía junto al fuego, mirando o pensando o soñando, con esos ojos claros, tristes, de idealista, que lo caracterizaban. Un día yo empecé a bostezar y el Rucio me tiró de lejos una bolita de papel y me entró a la boca y me cortó el bostezo.
Esta historia podría irse abriendo hasta el infinito; mi imaginación y mi temor a la impaciencia del lector prefieren irla cerrando.
El día que llegó la estufa a gas hacía mucho frío. Yo leía una novela chilena de la colección Zig Zag, esas novelas infantiles de tapas de cartón amarillo con un dibujo en la tapa. El frío me acercó a la estufa, me eché a leer al piso de tabla para tenerla cerca. Sentí arder las mejillas; me retiré un poco, no tanto como para que volviera el frío. Mi mamá conversaba con otra profesora, a pasos míos, en la mesa del comedor. La profesora le contaba la vergüenza de una amiga suya y repetía la palabra amante con tanta insistencia que me desconcentré por completo. Hablaba a borbotones y no lograba contener la emoción de la noticia. La amiga había estado todo el día esperando la llegada de su amante y el amante había llegado por fin, hablaba de algo sucedido hacía no más de una semana. El amante había descendido a la estación en el último tren nocturno. Venía con su maleta, agazapado, poco menos que de incógnito, caminando entre las sombras que arrojan las sombras de las calles laterales, pero venía enfermo. Apenas se pudieron abrazar, no se alcanzaron ni a dar un beso, y le pidió permiso para entrar al baño. Allí permaneció, quejándose en silencio para no molestar al vecindario, hasta que no pudo más. "Murió esa misma noche en la casa de mi amiga, señora Fani, qué vergüenza por Dios", le decía a mi mamá una y otra vez, hallando siempre de ella la misma respuesta: "Qué terrible...". Yo miraba fijamente las páginas del libro, pero imaginaba a un hombre de pelo engominado, bigotillo negro y sombrero, vestido con un terno rayado, camisa blanca, corbata y zapatos relucientes; un hombre adolorido que al fin llegaba a una casa que latía enteramente para él. No me calzaba en ese cuadro su agonía; se me hacía difícil entender lo terrible de su muerte.

lunes, junio 24, 2013

Noche de insomnio

Era una pieza alta, así la veía entonces, hoy ya no lo es tanto. En la cama de al lado, la abueli dormía plácidamente. La cama daba a una ventana que nos traía las voces de la calle: compadres trasnochados que regresaban de un prostíbulo, borrachos ignorantes de su inmediato destino, huascazos enérgicos del conductor de la victoria a su caballo. Se podía pasar la noche entera oyendo ese canto. Fijo que cada cinco o diez minutos una de aquellas voces llenaría la calle Ibieta. Vendría de lejos, desde Maruri, se acercaría, diría un par de groserías justo frente a la ventana, otra voz le contestaría y luego ambas serían tragadas por la oscuridad. O de la nada surgirían unas pezuñas chocando contra el pavimento, sacando chispas, y hacia la nada se irían, así sentía esa noche de insomnio.
Cuando nos quedábamos con el Vitorio, que era muy seguido, porque dormir en Ibieta nos daba libertad, alegría, nos quitaba esa telaraña que nos cubría en las noches de la casa de Bueras 129, Bueras con Palominos, nuestra casa, no siempre tranquila, habitualmente confusa y angustiosa, como las casas que esconden conflictos sin resolver, al revés de Ibieta, casa de problemas más simples tras las muertes del tata Lucho y el tío Octavio, problemas como la libreta del almacenero que debía pagarse a fin de mes; decía que cuando nos quedábamos con el Vitorio, la abueli dormía plácidamente en su cama, la Mirita le hacía un espacio al Miguel y nosotros compartíamos camas con el Lucho y el Julio. Dos a la cabecera, dos a los pies.
La noche transcurrió a la velocidad del reloj despertador, lenta y demoledora. Mi mente se exigía estar despierta, ganarle una especie de guerra declarada a mi cuerpo; el tic tac me iba elevando a la categoría de héroe anónimo, segundo a segundo necesitaba demostrar la fuerza prodigiosa que ni mi hermano ni mis primos poseían. Lo haría a punta de esperar los caballos y las maldiciones de los ebrios. Mientras, reflexionaría acerca de lo que reflexionan los niños de nueve años en sus noches de insomnio, que en mi caso eran pensamientos obsesivos, libres de terror, algo mágicos, en el fondo verdades profundas intuidas y jamás vueltas a ver. Poéticamente todo esto se resumiría en un simple verso:

Yo a esa edad ya sabía

La abueli no estaba en su cama cuando vi entrar el amanecer por la ventana. Se había levantado a encender la cocina a leña. Afuera se abrían y cerraban puertas, escobas arañaban las veredas, las victorias se sucedían unas tras otras y de los borrachos no quedaba sino el recuerdo de sus bravuconadas y sus canciones de amor. En ese instante experimenté secretamente el triunfo de haber pasado por primera vez en mi vida la noche en vela, seguí pensando en eso con un orgullo no declarado, poder no compartido, cuando me levanté a jugar al patio. Con el tiempo me surgieron dudas; hoy estoy convencido de que durante un buen rato dormí profundamente.

jueves, junio 13, 2013

El mendigo

La noche estaba fría. Cinco grados, probablemente un poco menos. Marcos no hallaba sitio para dormir, los inspectores municipales lo habían despojado de uno bueno en la mañana, el rincón de un portal que había sido su hogar, y ahora volvía a la intemperie como en sus mejores tiempos, cuando recién comenzaba en el oficio. Ante el restaurante, con un par de frazadas al hombro, miró sobre las cortinas que ocupaban la mitad inferior del ventanal. En la mesa más próxima a sus ojos, cuatro hombres en mangas de camisa comían, bebían y reían a sus anchas. En la del rincón, una pareja de amantes se miraba a los ojos, ignorando sus copas de vino a medio llenar. Se notaba que eran amantes porque cenaban arrinconados y se miraban a los ojos.
Marcos les echó un vistazo indiferente a todos. No sentía envidia. No conocía ni la envidia ni la ambición. Ninguno de ellos le solucionaba su problema. Tampoco deseaba estar en su situación. A él sólo le interesaba hallar un buen lugar para dormir. Y de ser posible, una caja de vino. El nochero del edificio aledaño al restaurante lo saludó de lejos.
-Hola, Marcos, ¿tan tarde y aún en pie?
-Me echaron, don Felipe.
-¿Que no tenís dónde dormir?
-Ando buscando.
-Yo te daría un rinconcito, pero sabís que no se puede, Marcos.
-Gracias, don Felipe, no se preocupe. Ya encontraré algo. Pero si tuviera un vinito...
-Toma, llévate esta caja llena y así me salvái a mí.
-Gracias, don Felipe.
-Yo no puedo tomar, menos de noche, pero la carne es débil. Llévate la caja y me salvái. El otro día casi me pilla don Jorge. Si me pilla me echa, es muy bravo ese hombre, vive pendiente de lo que hago, como si no tuviera más cosas que hacer.
-A lo mejor le tiene echado el ojo. Trate de no tomar, don Felipe.
-Me lo decís tú.
-Yo traté, pero no pude. Usted todavía puede.
-Gracias a Dios.
Dos hombres bajaron de un edificio ubicado una cuadra hacia el oriente. Caminaban en dirección al restaurante. Rondaban los 40 años y vestían casacas deportivas subidas hasta el cuello y zapatillas.
-¿Cargaste la pistola, Piti?
-Sí.
-¿Estái seguro?
-¿Vos me creís aficionado? Soy profesional, llevamos meses trabajando juntos y parece que todavía no me conociérai. Noto que me mirái en menos.
-Hay que asegurarse.
-Vos vivís inseguro. El día que te agarren va a ser por eso.
-Mira, Piti. Un loco con una frazada.
-Concéntrate, hermano. Vamos a otra cosa.
-¡Eh! ¿Qué te creís, loco? ¿Te creís Michael Jackson?
-No, señor, ando buscando...
-Tengo sed. Dame la caja.
-Concéntrate, hermano, déjalo tranquilo.
-Pásame la caja, loco culiado.
-Tome, señor.
-Y ahora te vai de patada en la raja.
-Déjalo tranquilo, te dije.
-No me pegue, señor.
Una patrulla de Carabineros dobló la esquina. Los policías vieron la escena y descendieron. Un carabinero desenfundó su arma y uno de los hombres sacó la pistola. El mendigo quedó entre los dos fuegos. Salieron las primeras balas. Marcos se escabulló; los guardianes de la ley corrieron tras los dos hombres, que huían echando disparos al aire. Marcos caminaba en sentido contrario hasta que percibió que sus piernas le flaqueaban. No estaba cansado, pero no podía avanzar un solo paso más, tanto así que se agachó y se echó mansamente al suelo. Entonces sintió el líquido caliente que le salía del vientre y que comenzaba a caer en gotas gruesas a la acera. Era sangre y se asustó. Desde la caseta, el  nochero había llamado a la ambulancia. Diez minutos más tarde el vehículo llegó al lugar. El mendigo estaba rodeado de transeúntes y algunos le prestaban los primeros auxilios. Los camilleros bajaron raudos y un hombre de blanco lo conectó a una máquina mientras otro le taponeaba la herida.
-Tranquilo, amigo, se pondrá bien -le dijo el hombre de blanco. En la camilla lo taparon con una frazada reluciente.
-Tengo frío -les dijo, tiritando. Los camilleros lo subieron a la ambulancia y la máquina partió a toda velocidad al hospital, haciendo sonar la sirena.
Marcos se sentía extrañamente bien. Le dolía un poco el bajo vientre; no tanto, era un dolor soportable. El frío iba dando paso a un calorcillo agradable que le provocaba somnolencia. A nadie le importaba que no tuviera dinero para pagar, y sin embargo recibía palabras de cariño, trato amable, las mejores atenciones. Era tan extraordinario que ahora que se moría todo el mundo se preocupara de él, que le dio gracias por ese milagro a la Virgen. Mientras la camilla corría a la sala de operaciones, rogaba que este momento fuese eterno...

martes, mayo 28, 2013

El manantial

Germán sonrió al saludarlos y se ruborizó, mas un buen observador se daba cuenta al cabo de un tiempo de que lo suyo no era bochornosa timidez, sino hábito. Debido a un mecanismo desconocido, Germán era feliz sufriendo alegremente. Le gustaba contar sus malas noticias, lo hacía sonriendo, mirando al suelo, en apariencia cohibido.
La diabetes lo había tenido en las cuerdas, internado de emergencia. Les comentaba, acusándose, que durante el año había jugado con la muerte, comiendo y bebiendo como si se tratara de llenar uno de los toneles que usaba para almacenar las manzanas de su huerta. Los negocios no andaban del todo mal, aunque el dinero no llegaba. El hospital lo había enflaquecido. Su hijo menor era un demonio, otra causa para su padecimiento sublime. Su mujer, joven y atractiva, parecía no existir para él, no daba para mención en sus dramas.
De pronto se animó de verdad. Les contó que a punta de trabajo e intuición había descubierto un manantial. Y se los quiso enseñar.
Los tres bajaron por el césped de la colina, brillante por la reciente lluvia. Pasaron una cerca abriendo los alambres de púa, cruzaron una casucha deshabitada y doblaron una curva en el sendero hasta que sus pies llegaron a un corte a pique. Allí estaba el manantial, brotaba sin parar de la roca viva y formaba una película de agua cristalina sobre un cuadrado de arena. El sol de otoño le daba de lleno a esa única hora, escondido en el cerro como estaba. De ese pequeño depósito nacía un arroyo paradisíaco que bajaba hacia el lago.
Germán hacía planes fabulosos a partir del manantial. Por fin habría agua para las parcelas que estaba vendiendo hacía años. El negocio se tornaría extraordinario.
Estuvieron mirando un buen rato ese regalo de la naturaleza, probaron su agua, que era riquísima, y cuando no hubo más que hacer, volvieron. Un manzano se había desprendido de casi todos sus frutos, que se pudrían en el pasto. Germán no reparó en ellos; sí sus acompañantes, que se guardaron un par en los bolsillos.
Detrás de los visillos de la ventana de la casona antigua, la mujer los miraba con una maleta en la mano.

jueves, mayo 23, 2013

Conversación en el Metro

-La situación se hace ingobernable.
-¿Ingobernable? El asunto está controlado. Es cosa de ver a estas personas.
-No se engañe, Ismael. Usted no sabe lo que piensa el hombre maduro de parka y maletín parado en ese rincón, tampoco la señora de cartera que está sentada frente a él. Usted no es capaz de advertir los resentimientos de la gente, se lo he dicho tantas veces.
-Yo lo que veo es gente tranquila, satisfecha, y una pequeña masa de inadaptados.
-Los satisfechos irán donde los lleven los inadaptados.
-¿Y si para usted la situación es ingobernable, qué sugiere hacer entonces?
-Retirarnos al campo, Ismael, cuanto antes mejor. Usted está en situación de hacerlo. Dele uso a esa cabaña que tiene frente al riachuelo, la cabaña donde va a pescar truchas. Allí hay de todo.
-Si el caso es ese, yo daría la batalla. Levantaría la voz.
-¡Qué va a levantar la voz usted!
-¿Qué dice?
-Qué va a levantar la voz.
-¿Por qué me habla así? ¿Qué le sucede?
-Ismael, llevo más de 20 años esperando que me proponga matrimonio. Y ahora, con su permiso...
-¡Espere!, no se baje, todavía nos faltan dos estaciones, no se vaya...


miércoles, mayo 15, 2013

Los celos de mi padre

Mi padre era de celos enfermizos, aunque afortunadamente puedo contar sus ataques con los dedos de una mano. Desde luego el arrebato principal no lo viví, porque yo aún no había nacido. Estaban recién pololeando, mi mamá estudiaba en Santiago y la tía Olga la alojaba en su modesta casa del sector Estación Central. Ese domingo mi papá viajó a verla desde Rancagua junto a su futuro suegro, el tata Lucho, pero cometió el error infantil de almorzar y partir al estadio con el suegro. Con los años, cada vez que la anécdota se recordaba en la sobremesa, él aseguraba a quien quisiera escucharlo que había actuado así "para no despreciar la invitación de don Lucho", pero como todos sabíamos cuánto se apasionaba por el fútbol, dábamos por sentado que esa tarde no lo acompañó de mala gana. El asunto fue que mi mamá, tierna jovencita, aceptó a su vez otra invitación, la de un inocente vecino bien entrado en los cincuenta, a quien ella trataba de señor. Y así, mientras mi papá disfrutaba de la reunión doble en el Estadio Nacional, mi mamá y el señor Campos veían tres películas en el cine del barrio, con el permiso de la tía Olga.
"Cuando veníamos de vuelta vi que Sergio le estaba pegando a un poste, se llegaba a sacar sangre de los nudillos", contaba mi mamá y cundían las carcajadas, las recriminaciones y las explicaciones.
Aunque salía perdiendo, creo que en el fondo a mi papá le gustaba oír la anécdota, porque acaparaba la atención, lo que en su caso no se daba tan seguido. Lo más frecuente era que mi mamá llevara el pandero, aun sin desearlo. No había cosa que le molestara más al viejo que contestar el teléfono y decir: "Fani, para ti". Sucedía en 19 de 20 llamadas y ahora que lo medito, a mí en mi casa me pasa hoy lo mismo. Una de cada diez llamadas es para mí.
El motivo de los celos de mi padre era la inseguridad, no el morbo ni el deseo perverso de querer ser engañado. A él le gustaba planificar, gobernar como dictador y ser obedecido. Si miraba la panera quería decir que mi mamá debía prepararle el sándwich y si pasaba cierta hora y no le habían servido el té, se irritaba y lanzaba uno de esos gritos que hacían temblar la casa. Su conducta pretendía ocultar su inmensa fragilidad y detrás de ella, incluso, su extraordinaria sensibilidad, que al quedar tan cubierta, capa tras capa de rezongos, reclamos, malestares, recién podía aflorar cuando bebía o en otras contadas ocasiones.
Se sentía inseguro, se sentía menos que mi madre.
Una mañana de domingo oí una áspera discusión desde mi cama. Mi mamá debía viajar a una reunión en Santiago y mi papá no la dejaba. La discusión iba in crescendo y llegó un momento en que mi papá le cerró la puerta con llave. Yo pensaba pero por qué no la deja ir, qué tiene de malo, y al escuchar sus argumentos enlodados por los celos no podía menos que hallarlos insólitos, ridículos, y lo odiaba por eso. De pronto, en una audaz maniobra, mi mamá abrió la ventana del comedor y saltó a la calle. Yo pensé aquí va a quedar la escoba, mi papá la va a seguir o se va a matar, pero al rato lo vi tranquilo dentro de la casa y ese día transcurrió con toda normalidad, hasta que mi mamá regresó por la tarde.
Como es de suponer, esa anécdota nunca se contó en la sobremesa.

Los enfermos

Sabía que se dirigía a un hospital, pero al escalar piso por piso lo comprendió en toda su forma. No era un hospital; era un depósito de microbios. Los enfermos padecen, eso no es novedad; la novedad era ser testigo de la escena. Afuera el mundo está sano y siente la vida de otro modo. Los mendigos piden, los deudores protestan, los ricos gozan, los trabajadores trabajan y los microbuses circulan por las calzadas y doblan por las esquinas de siempre, como cada minuto de cada hora de cada día. Afuera todo es normal, afuera los enfermos no tienen cabida, bichos raros aislados por la gente como se aisla una bacteria bajo el microscopio; afuera los enfermos viven en una casa que no es la suya. La casa de los enfermos, por antonomasia, debe ser el hospital.
Allí estaban, reunidos bajo el mismo techo, separados de la vida, invadidos por pajarracos invisibles, postrados por accidentes azarosos, desfigurados, mutilados, pálidos, amoratados, con los huesos en la piel, hinchados, cubiertos de sondas, de yesos, gasas, vendas, cicatrices y tantas cosas más que recuerdan la fragilidad humana.
Su esposa, dentro de todo, estaba sana. Sus hijos lo estaban, él lo estaba.
¿Qué hacía la diferencia?
Cómo saberlo.
Su amiga, hoy enferma, hacía un mes estaba sana.
Estar sano, estar enfermo, ¿qué hace la diferencia?
A ella no le dolía nada, pero era un examen tras otro, una biopsia tras otra. Nunca se descubría la causa y la cuenta iba creciendo. Tal vez moriría; tal vez sanaría. ¿Y qué?
La calefacción invitaba a la modorra en la sala común, pero también al estado de alerta por el aire enrarecido, contaminado de bacterias asesinas que estarían al acecho en algunas de las selectas partículas en suspensión, cómo saberlo.
Lo mejor era irse cuanto antes.


sábado, mayo 11, 2013

La mano

-Mamá, tengo miedo de la mano que anda sola por la casa.
-Duérmete, hijita, son imaginaciones.
-No, mamita. Es una mano que resucitó de un muerto y anda sola por la casa.
-¿La has visto?
-Sí. Siempre la siento en la noche cuando camina por el suelo.
-¿Te da miedo?
-Sí, me pongo a llorar.
-Serán pesadillas.
-No, mamita.
-¿Cómo es?
-Tiene un anillo como el anillo del tío Raúl, que suena cuando se arrastra por el suelo.
-El tío Raúl se fue hace tiempo.
-¿Adónde se fue?
-Al norte... ¿te dormirás ahora?
-Sí.
-¿No le tendrás más miedo a la mano?
-No.
-Buenas noches, hijita.
-Buenas noches, mamá... ¡mamá!
-¿Qué?
-No te vayas todavía, que puede entrar la mano.
-No va a entrar.
-Mi hermana dice que al tío Raúl lo metieron preso.
-No le hagas caso y duérmete de una vez.


sábado, mayo 04, 2013

Te juzgarán y serás sentenciado

De pronto las cosas se le aclararon. Bastaba controlar sus emociones y dosificar su verbo para aumentar su poder ante los otros.
Pero en ese momento el jurado ya estaba deliberando. Nada dependía de su voluntad; sólo le cabía esperar.

martes, abril 30, 2013

Todo junto, al mismo tiempo

Cada visión una historia y cada historia una ficción. Es maravilloso y me inquieta. Mi delirio de grandeza ansía la síntesis total, perfecta; no puede ser de otro modo, la concentración ante cualquier minucia haría de mi plan una insignificancia. Confieso estremecido que no adoro a Dios, lo envidio; al mismo tiempo no anhelo ser Dios. La omnipotencia sacrifica naturalmente el goce de la fracción.
Recuerdo al gato perdido, imagino las aventuras del felino rebelde y las desventuras de sus amos, buscando entre la sombra de la noche. Me veo de pronto con una sartén en la mano, detrás de mi asesino. Bastaría un golpe certero en la nuca para desconcertarlo y escapar; pero está escrito que el golpe fallará y que el monstruo me hundirá la cuchilla una y otra vez en el hombro izquierdo, bajando de la clavícula hacia el pulmón. A mi lado están sentadas la consejera y su paciente cada vez más flaca, aquejada de una enfermiza pena de amor; no quiero saber más, aunque al salir la miro de lejos, para ver qué tanto le va afectando su obsesión. Oigo a una profesora y su colega, mientras leen la carta del café. Una opina que el sándwich cuesta cinco mil pesos y la otra le pide bajar la voz. Concluyo, al releer lo escrito, que el verbo opinar encaja perfectamente en la frase: la pronunciación del precio en voz alta ya constituye un reproche y a la vez una declaración pública de insolvencia, es decir, una opinión. Los autos lucen sus ofertas de otoño y por la calle se acerca la belleza sublime de la dama entrada en años, la que jamás me regaló siquiera una mirada.
Este es mi pobre mundo divino. Cinco minutos presos en un cuadrante de una ciudad de tantas, todo junto, al mismo tiempo. El alma apretuja sueños, recuerdos, conjeturas, visiones, y los destaca ante los ojos, pasajeros. El Universo amplifica los detalles y los torna omnipresentes, diminutos e infinitos.


jueves, abril 25, 2013

El vago

-Su nombre.
-Samuel Martínez Lara.
-Su edad.
-27 años.
-Profesión u oficio.
-Empleado.
-Renta mensual. Últimas tres liquidaciones de sueldo.
-122.345 brutos. Acompaño documentos.
-Está bien. Tome este número, pase a la segunda sala y espere el llamado.
(Dos horas después).
-¡160-C!
-Mi número.
-Pase.
(Entra, se sienta).
-¿Don Samuel Martínez Lara?
-Sí.
-Dígame qué se le ofrece.
-Ya lo sabe. Vine a cambiar de piel.
-He leído sus antecedentes. Permítame hacerle unas preguntas antes de dar curso a la operación.
-Pensé que si reunía los requisitos... eso decía el aviso.
-No le estoy negando sus derechos; sólo quiero limpiar eventuales vacíos... ¿No está conforme con sus ingresos en la compañía en que trabaja?
-Al contrario.
-¿Y para qué quiere cambiar de piel? ¿Ignora acaso que si lo hace renunciará a ese ingreso seguro?
-No. Lo sé perfectamente.
-¿Y entonces?
-¿Debe saberse la verdad?
-Sí.
-La verdad es que lo hago porque asumí que soy un vago. Decidí vagar lo que resta de mi vida, aunque sea pagando el precio de la pobreza. No concibo esto de otra forma que observando a la gente, a los animales y a las plantas, a las nubes y a la bóveda celeste. Mirar como idiota es mi aspiración.
-La sociedad condena a personas como usted a la miseria.
-Nadie querrá pagarme el oro que valgo, pero rendiré más que el eficiente empleado que soy.
-¿Por qué?
-En las escaleras del Metro sobra gente inmóvil, apurada.
-Abandona usted el juego del mecano de la vida. Eso a nada bueno conduce.
-Me hace dudar con sus preguntas.
-Esa ventanilla de ojo de buey que está viendo con sus propios ojos, aquella que abre las puertas del quirófano, hará de usted un hombre en carne viva. Apenas sea dado de alta se arrepentirá de lo que ha hecho.
-No me amenace.
-Acompáñeme entonces al quirófano, y que no se hable más.



miércoles, abril 24, 2013

Verdad de cementerio

Si lo quieres, tienes que pagar. Si no puedes, no lo busques. Si quieres y no tienes, vete a otro lado. Si insistes, para ti no estoy.
Todo lo que le decía era verdad. Pero verdad de cementerio. Le insistió con una última propuesta, a sabiendas del resultado. El tono era derrotista.
¿No merezco acaso una excepción?
Las campanas de la iglesia acallaron la respuesta.
Jajajajajajá, quién te crees que eres.
Se fue a su casa, a esperar el correo. Durante siete días aguardó la carta que no llegó. Al octavo día apareció el cartero con una pila de cuentas por pagar.
Qué curioso. Aquello que más quería se le volvía humo, burla y desprecio. Lo que le era indiferente y hasta repudiable aguijoneaba puntualmente su alma, sin fallar jamás.

lunes, abril 22, 2013

El muro y la tinaja

Un enorme muro geológico, imposible evadirlo, de extraña belleza, casi pura roca fría adornada de plantas que dicen tantas cosas cuando vibran por el aire agitado.
Desde abajo elevaban la vista, angustiadas, dentro de una tinaja de agua caliente que las adormecía. Las palabras de los seres que amaban se iban desvaneciendo. Sólo quedaban el muro y la tinaja.
La felicidad del cuerpo, la infelicidad de la mente.
Los arrieros que lo surcan por las noches, ateridos, que lo conocen como la palma de la mano mientras ellas, dentro de las aguas, los imaginan.

viernes, abril 19, 2013

El tallo

El movimiento interno se detuvo y lo clavó frente a la ventana. Por la vereda pasaba la gente con sus mil caras; era agradable divisar desde la perspectiva de un despedido la vida de afuera y la de adentro.
Sin aviso, tomó conciencia de un tallo largo que se elevaba desde un pequeño florero en su mesa. El tallo se refocilaba de su altura tímida; le interrumpía la visión y eso le iba provocando inquietud, por el efecto óptico del desenfoque, que lo duplicaba. Quería ver esas mil caras nunca antes vistas, ese panorama que nada pide y todo lo da, que despierta sensaciones, vagas reflexiones, pero le salían al paso dos tallos difusos. Contrariado, al borde de la ansiedad,  preso de sí mismo, pidió la cuenta y se marchó.

martes, abril 16, 2013

Sensaciones

-¿Es del nueve o del diecinueve?
-Del diecinueve -repitió, pero tuvieron que preguntarle de nuevo, porque su voz apenas se escuchaba.
Aclarada la duda, la funcionaria le entregó el documento, no sin antes fulminarlo a miradas. Cristóbal salió con la carpeta bajo el brazo, sintiendo que llevaba un tesoro. Le había costado tanto obtenerla, y ahora por fin era suya.
Una plazuela se le ofreció a la vista. Buscó un escaño y se sentó. Abrió la carpeta y contempló el documento una y otra vez. Encorvado, con la mirada triste y vidriosa fija en su tesoro, a punto de llorar de emoción, nadie hubiese pensado que estaba feliz. Sin embargo estaba muy feliz.
Sobre el pasto, un mendigo que dormía tapado con una colcha dio media vuelta la cabeza y lo vio sentado en el escaño; el sol le dio de lleno en los ojos y los cerró. Se tapó la cabeza y volvió a dormirse. En el banco de la otra punta, dos liceanas hablaban a gritos. Una se inclinó hacia la otra, la agarró de la nuca y la besó en la boca. La otra le respondió con dos groserías al hilo, ambas miraron a Cristóbal y se largaron a reír. El cartero detuvo su bicicleta y comenzó a revisar sobres del bolso. Un perro vago le ladraba a la rueda trasera. El cartero le tiró un puntapié y erró por centímetros; el perro se alejó, asustado.
Antes las cosas eran  más fáciles. Todo se hallaba claramente delimitado. La norma era la norma, la revolución revolución, la pobreza era pobreza y los hombres se dividían en grandes, mediocres y pequeños. Ahora había tanto que despejar; sobre el mundo se cernía una nata vibratoria que hacía funcionar a las máquinas, cada vez más necesarias e intrascendentes.

domingo, abril 14, 2013

El lustrín

Mi mundo era Rancagua. Y de Rancagua, dos o tres lugares y cuatro o cinco calles. Mi casa, la casa de Ibieta, la escuela 1 (luego el liceo), la plazuela Simón Bolívar, la canchita ubicada al costado de la línea del tren, el quiosco del tío Pablo.
Un domingo, cansada de nuestra holgazanería de niños mimados, mi mamá nos mandó a lustrar zapatos al quiosco. Al principio lo echamos a la broma y con el Vitorio nos largamos a reír. La tercera vez que impartió la orden comenzamos a preocuparnos; cuando sacó el lustrín del cuarto se nos heló la sangre de las venas. Abrió la puerta y vi su figura a contraluz con el lustrín en la mano. La luz del sol me encegueció: ante mis ojos y mis prejuicios se abría el mundo, el único que conocía, esperando para devorarme.
Considerándolo hoy, la idea no era tan terrible y hasta podría habernos dado unos pesos extras; la gente seguramente se habría reído de nuestra gracia, el tío Pablo nos habría gastado algunas bromas y un par de vecinos habrían puesto de buena gana sus zapatos sobre la madera. Eso es hoy, pero entonces era un asunto muy diferente: significaba para ambos el peor de los castigos; de hecho no recuerdo uno peor, y eso que no se concretó. Hacer de lustrabotas era rebajarnos al nivel de pelusitas, humillar nuestro amor propio, ser expuestos a la mofa de amigos y enemigos. Yo me imaginaba, mientras le rogaba a mi mamá que echara atrás la orden, tal vez llorando o tiritando de pavor, me imaginaba dando explicaciones estúpidas a los pies del quiosco, qué les pasó chiquillos, es que nos castigaron, buena la hicieron cabritos, nos portamos mal y mi mamá nos  castigó, y cuánto sale la lustriá, no sé como veinte pesos, ya pero sácale harto brillo, bueno señor.
Saliendo del casco céntrico, el quiosco del tío Pablo era algo así como la puerta de ingreso a los barrios mineros. Frente al quiosco pasaban diariamente, a partir de las cinco de la tarde, una infinidad de obreros que salían de sus faenas en la Braden, mi papá entre ellos. La mayoría de los hombres (en esa abigarrada multitud no se divisaba una sola mujer) seguían de largo por la calle Millán hacia la población Isabel Riquelme y la población Rancagua Sur; otros tantos se metían a la población Rubio y a la población Sewell, doblando en la esquina del quiosco, que quedaba exactamente en el vértice surponiente de las calles Millán y Bueras. La legendaria vía férrea de trocha angosta que llevaba a Sewell ya fue borrada del mapa. Pero en esos años la línea, que nacía en las instalaciones centrales de la compañía cuprífera, iniciaba su camino hacia la cordillera por el costado de Millán y a no más de un metro y medio al sur se levantaba el quiosco. Detrás de éste se hallaba el sitio eriazo que nos servía de cancha de fútbol y que estaba separado de la línea por una reja. La cancha, de una cuadra entera de largo, limitaba hacia el sur con las casas de un piso de la población y hacia el poniente, con más casas.
Entre las poblaciones Rubio y Sewell había una notable diferencia: la primera estaba compuesta de casas de un piso y la segunda, de bloques de tres pisos. Las familias de mayor nivel cultural vivían en la población Rubio; las otras se repartían entre los pisos de los bloques. Nosotros vivíamos en la población Rubio. Aun así, en el barrio entero no se sentía peligro alguno, de ningún tipo, y a nadie se le ocurría encerrar a sus hijos dentro de la casa pasada cierta hora. Pero me desvío.
Al quiosco acudían los vecinos más heterogéneos. Había uno que iba a lucir su uniforme de conscripto. Fumaba de esos Cabañas planos que dejaban amarillas las puntas de los dedos. Yo no me daba cuenta entonces de los miedos que se incubaban en el alma de las personas, porque interpretaba los gestos del conscripto como placenteros, cuando lo más probable es que hayan nacido de la ansiedad de ver pasar el tiempo y como telón de fondo, de la condena de tener que volver al regimiento. A veces cruzaba por allí el Pelado Velorio y todos salíamos arrancando de su terrible mirada que presagiaba muertes, funerales y olor a flores rancias. Juanico, el cantinero de la oreja mocha, tenía su negocio a metros de distancia y regularmente lo veíamos asomarse a la puerta a recibir o despedir a sus clientes. El Muchilo, el Cochefa, el Papa Barata y los hermanos Jara Concha iban llegando de a poco, hasta que se hacía el número mínimo para armar la pichanga. En el quiosco también se vendía el pan. Además su dueño, el tío Pablo, armaba viajes a Santiago en micro para ver los partidos del O'Higgins o los hexagonales del verano, así como los paseos domingueros a la playa. En síntesis y a pesar de su humilde perímetro, el quiosco reunía, comunicaba y cumplía esa función que las ciudades destinaban antes a las plazas, de allí el horror ante la amenaza del cambio de estatus.
Cuando íbamos a los dominios del quiosco los domingos, nuestra entretención era ver las caras tristes de los "nucas de fierro" partiendo a la mina, asomados a las ventanillas del tren y seis días después, sus rostros de ansiedad al regresar a casa. También solíamos poner monedas de un cóndor en los rieles. Eran de aluminio, el tren pasaba sobre ellas y al esfumarse a la distancia corríamos a recoger el producto que dejaba: unos discos delgadísimos aún calientes que no servían para nada.


miércoles, abril 10, 2013

El gran arquitecto

Lo principal ya había sido hecho. Los planos, sin embargo, no se habían convertido en edificio. El arquitecto era autor de un inmenso proyecto que dormía en el cajón del escritorio. Sabía a ciencia cierta que cualquier otro volumen que iniciara sería inferior al que ya había acabado en teoría. Los años se le venían encima y con ellos, lo que arrastran.
Mientras fumaba metió al equipo de música un disco de Juan Sebastián Bach. Desde su departamento se divisaba el río Mapocho y el puente Pío Nono, con la multitud que atravesaba hacia el barrio Bellavista o volvía de las universidades. "A esta altura, pensó, Bach ya había construido sus inmensas catedrales, pero tal como las mías, dormían en un cajón". La primera suite francesa le daba una señal, en su idioma.
Con ese tormento y con esa ilusión bajó a la calle.
Pero el mundo de abajo no era el de Bach; todo se movía en forma desordenada, había demasiados genios circulando, demasiados ignorantes exigiendo, y tanto las obras como las demandas se sucedían a una velocidad espantosa.

sábado, abril 06, 2013

Palabras en la pieza de al lado

-Ámame, por favor, ámame, te lo pido de rodillas...
(¿Acaso no lo notas?)
-Yo te amo, te lo juro que te amo más que a mí misma.
(No lo siento con la suficiente fuerza).
-Si no me crees, destrózame ahora mismo.
(Intento hacerlo).
-Haz lo que quieras conmigo, hazme cualquier cosa.
(Pero qué).
-Te estoy ofreciendo mi vida y no me dices nada, te burlas de mis palabras.
(Eso es lo que piensas).
-Hace mucho tiempo que noto que te burlas de mis palabras, mientras que yo vivo el día entero pensando en ti.
(Bien haces).
¿Te parece que no estoy cuerda?
(A veces lo he llegado a considerar, no lo niego).
-¡Cuerda estoy, nunca en mi vida había estado tan cuerda!
(Noto que te viene de nuevo la explosión de alegría).
-¡Ay diosito! Te siento te siento te siento... ¡Al fin eres mío, ya estás dentro de mí! ¡No me dejes nunca!
(No creas todo lo que sientes, porque te puedes equivocar).
-Mío, mío, mío, sólo mío. No me mientas. Y yo, tuya entera en cuerpo y alma.
(No te miento. Eres tú quien se obstina en fabricar otra verdad).
-Mamá... ¿qué hora es?
-Duerme, hijita, son más de las tres.
-¿Por qué la tía dice esas cosas?
-¿Qué cosas?
-Esas cosas que dice.
-Está hablando con Dios.


viernes, abril 05, 2013

Confusión

-Estuviste bien -oyó que le decían.
Trataba de amarrarlo, pero las formas se le mezclaban y cuando volvió a separar los colores sonó una estampida como choque de trenes y el horizonte se tornó blanco en menos de medio segundo, un blanco más intenso que el foco que pendía sobre su cabeza. En medio de la profundidad le asomaba una duda: no sabía bien si estaba estirando de nuevo los brazos o si dormía plácidamente en la cama que compartía con su hermanito. Algo le ordenaba levantarse, no era de hombre quedarse dormido mientras lo observaban desde arriba; tal vez se hallaba en el quirófano y la orden era no mover un solo músculo hasta que el doctor de humita que movía los labios no completara su tarea.
De la galería surgía un murmullo melancólico. La fiesta estaba terminando y ya era hora hora de marchar a casa, alumbrados todos por esa luz menor de faroles provincianos que llevan directo a la miseria.
Él se disculpó:
-Lo tenía listo, me calzó en un descuido, pero me le hace que a la otra lo boto yo, profe...
 

viernes, marzo 29, 2013

Contención

Sólo faltan dos cuadras, dos cuadritas... ahora falta una cuadra y media... cuadra y media... cuadra y media... cuando llegue al árbol de la esquina faltará una cuadra, pero aún queda bastante, varias casas, un par de edificios para llegar al árbol de la esquina... ahora falta una cuadra... una cuadrita... ya se ve la casa, hay que sacar las llaves, tenerlas listas, llegar y entrar, una cuadrita... ahora es media cuadra, media cuadrita... media cuadrita, no pasa nunca el tiempo... ya está llegando, ya se puede decir que llegó, ya salió adelante.... ya se está salvando...
-¡Pero papá, qué te ocurre!
-¡Déjame pasar, tonta!
-¡Ja ja ja! ¡Estás loco, viejo!
Adentro, al fin sentado, es como un barco que se va a pique, como un cohete gigante que se lanza con violencia, dejando tras de sí una estela rabiosa de fuego, una mezcla de satisfacción y dolor, una suma de sensaciones que sobreviven al big bang del universo...      

lunes, marzo 25, 2013

El Hombre

Había otros cuerpos junto al suyo; unos se movían apenas, otros lucían estáticos, en posiciones extravagantes. Algo lo hizo mirar hacia sus pies: le faltaba uno completo. Más allá que eso le costaba ver, incluso discernir, por el eco del estallido en su cabeza y el polvo en suspensión. La calle entera huía, pero unos pocos fanáticos se acercaron, tantearon la escena, lo metieron a un vehículo y se lo llevaron, olvidándose del resto.

jueves, marzo 21, 2013

La plancha, el taladro y la escalera humana

"El fútbol es simpleza: yo hacía el pase antes de recibir la plancha", explica con un saltito y un movimiento de caderas.
Se va haciendo tarde; es hora de marcharse.
"Un día fuimos a jugar a Antofagasta y el arquero me invitó a la casa de su sobrina. ¿Y qué llevái en ese paquete? le dije, y sacó un taladro. En la noche hizo un hoyo en la pared con el taladro para mirar a la sobrina".
Alguien consulta su reloj.
"En Temuco fuimos al hotel Central, que ya no existe. En la pieza, Arias se puso abajo, Abarca se paró en sus hombros y Ramos se encaramó sobre Abarca. Ramos veía a la administradora que estaba en el baño y les contaba: Se va a sacar la ropa... se quitó el vestido... se bajó los calzones... ahora se está jabonando, pero Arias no dio más y se vinieron todos pabajo".
Nos despedimos.
En la calle las piernas pesan y el calor arrecia: el cansancio invita a la lengua a reposar.

lunes, marzo 18, 2013

Dos padres como estatuas

Volvió y se quedó de espaldas, pegada a la puerta, protegiéndola de la invasión enemiga. Estaba segura de que la venían siguiendo. El cerrojo doble y el peso de su propio cuerpo no bastaban para impedir el ingreso. Sudaba y respiraba con dificultad, como si el corazón apenas le cupiese en el tórax.
Sus padres la miraban y con sus mediocres exigencias de siempre parecía que la estuviesen recriminando. Estaban sentados frente a ella, como estatuas. Cada uno en su sillón. Amarrados a sus muebles con un tipo de alambre fino y resistente. Sendos agujeros en la frente. Los asientos se iban llenando de un líquido viscoso.

jueves, marzo 14, 2013

La visión

La amó, pero sobre todo la deseó con una pasión enfermiza, derivada del aparente desinterés que ella le demostraba cuando se trataba no de hablar de sexo, sino de tener sexo. A veces despertaba en las noches y la acariciaba con el máximo sigilo, para permitirse el malsano placer de sentir que ella gozaba en sueños. Sin embargo jamás intentó conquistarla al estilo de lo que esperan las mujeres de los hombres.
Los años pasaron, no en vano.
Una noche, sentado en su sillón, leía un buen libro cuando la vio bajar del segundo piso. Vestía prendas de lencería de colores chillones. Desde la escala lo miró con una sonrisa idiota, sin decirle nada; él veía en su cuerpo el de una puta en el ocaso, mantenía el libro entre sus manos y no hallaba qué hacer.

viernes, marzo 08, 2013

El pianista

¿Qué podía hacer cuando no hacía lo que el destino le ordenaba ser?
El pianista, concentrado en algo que guadaba en su mente, a toda vista ansioso, se paseaba por la habitación, donde reinaba el piano de cola. Lo tenía frente a él desde cualquier ángulo de la pieza, y aun así lo evitaba. Una ventana le indicaba el mundo exterior. Las ramas de unos árboles, moviéndose con el viento que anunciaba lluvia, lo llamaban a salir y cambiar de vida, pisar el pasto mojado, sentir el aleteo feroz de los gansos migratorios sobre su humanidad, pero él permanecía mudo frente a esas ramas, tal vez sin siquiera verlas, sin saber que estaban allí, que existían. Lo único que tenía claro es que momentáneamente le daba la espalda al piano. La orden tácita era darse vuelta, volver a sentarse frente al monstruo de madera, sacarse el lastre que le llenaba la cabeza de sonidos.
La obedeció, angustiado, y hundió sus dedos en las teclas.

miércoles, marzo 06, 2013

La verdad

Si una ideología apela al instinto, a la riqueza y al individuo mientras otra lo hace al corazón, a los pobres y al reparto de los bienes, la primera tiene la batalla perdida en el campo de las redes sociales, porque la gente posee una idea irreal de sí misma. ¿Quién se negaría a adherir a la compasión? ¿Quién abrazaría la causa de la crueldad?
Y la verdad sigue escondida.

miércoles, febrero 27, 2013

Una cena, tres postres

De la ventana se veía el tránsito desenvuelto de la gente; parejas de la mano se fotografiaban ante el local. El profesor miraba a Fernando con un ojo y con el otro a la calle. Su mujer no llegaba y la cena se le tornaba incómoda, esto no había sido idea suya. Le preguntó cómo andaban sus notas; el joven bajó la vista y le reiteró que no intentara reformarlo. No me lleve más a su casa, maestro, le rogó. Luego hablaron de su problema con la justicia, pero el profesor no supo aconsejarlo.
A la hora de los postres, Fernando ordenó tres para él solo, prometió volver al gimnasio el lunes y pidió la cuenta, que pagó en efectivo. Cuando ya casi se levantaban, le confesó que se sentía atraído por las personas maduras.
El profesor sintió un ardor en las piernas.

domingo, febrero 24, 2013

El mendigo loco

Todo el mundo se divierte. Yo dependo del sol y del mundo. Si llueve, me escondo; si hace calor, me tumbo en la acera. Si me dan monedas, bebo. Si me golpea una patota, me hago un ovillo. Duermo de día y de noche, no sé de dónde saco sueño.
Aquí en Santiago no existe el hambre, no llueve mucho ni hace tanto frío, por eso me vine del sur; tampoco hay bombas que partan las calles en dos y derriben edificios, como veo en las noticias. La gente pide justicia, Señor, no saben lo que piden. Si entendieran no estaría aquí viviendo de ellos, agradecido de Dios que me lo ha dado todo, menos el nuevo amanecer. Ellos no claman por mí, no dibujan mi ejemplo en sus banderas, miran solamente sus problemas. ¿Quién le pide a Dios por mí? La moral del artista, y de qué sirve; los padres en la misa del domingo, a veces. Yo fui un día, me quedé en la puerta y dije amén.
Nomás lloraba ayer el mundo; y hoy todo el mundo se divierte...

jueves, febrero 21, 2013

Aguas turbias

Un cúmulo de resentimiento descendía de su cabeza a las manos, como torrente desbocado de invierno altiplánico. La gente corría de un lado a otro, las aguas turbulentas se llevaban consigo paredes, cuadros, lámparas, animales; arrancaban árboles de cuajo. Desde arriba, el agitado cielo negro despedía rayos que caían al azar, sobre lo que fuera y sin aviso. No era mundo este, era un espectáculo solamente digno de entendidos. Había que ser atrevido o cínico para enfrentarlo. El viejo vestido de frac golpeaba como debía golpear y la miraba fijamente, sin misericordia, todos mudos frente a él, con la boca abierta de asombro.
A la salida su amante se limpió los ojos con un pañuelo. Al hablarle a su marido se le quebró la voz:
-Walter tocó mejor que nunca... ¡con una fuerza!
El marido, que no ignoraba lo que se escondía en esas lágrimas, llamó un taxi. Le abrió la puerta; ella se acomodó en el asiento sin dejar de mirar al teatro. Luego entró él, por la otra puerta.
-Al aeropuerto, por favor -le ordenó al conductor.

miércoles, febrero 20, 2013

El gato

¡Yo no fui!, gritó y al huir de la sala, seguida de varias compañeras, imaginó que la indicaban con el dedo. Las demás alumnas volvían del recreo y la profesora entró con ellas.
Por la noche esperó a sus amigas en el hall del cine, pero no llegaron. En cambio de la nada apareció su primo. Conversaron un poco, ella le mostró su boleto pero él ya había visto esa película. Se separaron, el chico se metió al baño de mujeres y se encerró en una caseta. Le gustaba espiarlas, se subía a la taza y las miraba desde arriba. Entonces le volvieron a golpear su puerta; su tía trabajaba como encargada de la limpieza. El muchacho vaciló.
En la población hacía un calor insoportable, todo el mundo dormía con las ventanas abiertas y las arañas salían de sus nidos para recorrer las paredes a sus anchas. En la cama, la mamá roncaba a pata suelta, sus ronquidos estremecían la pieza. La hija, que se revolvía entre las mismas sábanas, se levantó y se metió a la otra cama.
-Dicen que mataste un gato en la escuela -le susurró su primo.
-Yo no fui, tonto, yo no fui.

miércoles, enero 09, 2013

El Mundial del 62

Cuando abrí el sobre y apareció la caricatura de Píriz sentí un estremecimiento. Me tembló el cuerpo, se me nubló la vista y quedé con la mente en blanco. La búsqueda había llegado a su fin, después de decenas de intentos en que las figuras de Pelé, Yashin, Leonel Sánchez, Di Stéfano, Sivori y otros astros se me repetían hasta el cansancio. Por una razón desconocida, los fabricantes del álbum Calugas y Chicles Mundial, llamado "álbum de los cabezones" por la desmesurada proporción del rostro en las caricaturas, habían decidido que la lámina difícil, la imposible, sería la número 325. La del uruguayo Píriz.
Llegué a mi casa, le puse goma en el reverso, la pegué y completé el álbum. Era el segundo que llenaba. El primero había sido el libro Caramelos Campeonato, que para los niños de la época constituyó el verdadero despegue de la fiebre del Mundial del 62. En él las láminas estaban representadas por fotografías de los jugadores y también contaba con figuras difíciles, pero no tanto. Un domingo llegamos con mi mamá y el Vitorio al teatro Apolo, mostramos el álbum completo, nos dieron un número y entramos al sorteo de premios. Lo animaba Sergio Livingstone, quien recorría las provincias de Chile con ese objetivo, contratado por la empresa Salo. De aperitivo ofrecía al teatro lleno el noticiario UFA "El mundo al instante", con esa inconfundible voz nasal que le daba un locutor español, noticiario que siempre remataba con grandes partidos jugados en Alemania, con tomas en blanco y negro desde la tribuna, o en primer plano, o en cámara lenta.
Quedaban pocos premios que repartir y la frustración de mi mamá iba en ascenso. De pronto el Sapo Livingstone dictó un número y mi mamá saltó de alegría. Agarró de la mano al Vitorio, lo arrastró de la mano por las butacas y corrieron al escenario. Livingstone le hizo un  cariño en la cabeza al Vitorio y le entregó un juego de palitroque. Cuando estábamos de nuevo en la oscuridad, los tres sentados, le toqué el brazo a mi mamá para llamar su atención:
-Mami, mami...
-Qué.
-No era el número.
Ella miraba al frente y sonreía, nerviosa.
-Sí era.
-No era, mami, era otro número.
Me dio un pellizco, me habló al oído y cortó el diálogo.
Días antes de que empezara el Mundial del 62 mi papá me llevó al estadio Braden y me enseñó mi asiento reservado. "Vamos por Millán hasta que llegamos al estadio. Entras a la galería Rengo y buscas el asiento 960, que está en la quinta fila, al lado derecho del marcador". Era una indicación fácil y de hecho al momento de ingresar al partido inaugural no me costó nada dar con la ubicación. Me pareció que los demás murmuraban llenos de admiración: "Mira, a la edad que tiene ese niño y ya sabe llegar solo al estadio". Lo intuía en ciertos gestos del público, pero ahora pienso que pesaba más mi fantasía.
En Rancagua jugaban Argentina y Bulgaria. A los 3 minutos Argentina metió un gol en el arco sur, a metros de mi asiento. Fue el único gol del partido, un disparo cruzado, y una pila de argentinos se puso a celebrar en las tribunas; no recuerdo nada más. A esa misma hora Chile debutaba en Santiago con Suiza y los pocos espectadores del estadio Braden estaban más preocupados de lo que sucedía en el Estadio Nacional que del encuentro que veían con sus propios ojos. Cada vez que allá Chile hacía un gol, acá se escuchaba un griterío y los equipos se desconcentraban, pero seguían jugando. Todos los asientos habían sido cubiertos con cojines de maicillo y haciendo una gracia yo volví con seis cojines a la casa, "de recuerdo". Mi mamá me esperaba en la puerta y gritó de alegría. Mi papá recién apareció en horas de la madrugada: los triunfos de la selección le sirvieron de excusa perfecta para farrear de lo lindo durante los 17 días que duró el Mundial.
La señorita Olaya, que era nuestra profesora de música, nos enseñó a los miembros del coro el himno nacional de Argentina y nos llevó a cantarlo a la Escuela 9, que guardaba el pabellón del país vecino. La Escuela 9 era la escuela de niñas y estaba al lado de la Escuela 1, de niños, donde yo estudiaba, mejor dicho donde iba a clases, ya que por esos tiempos aún no me había puesto aplicado. Ambas escuelas públicas se habían construido hacía poco tiempo; al frente se levantaban los enormes muros de la cárcel, desde donde se había fugado el preso Cobián, del que se decía que fue acusado injustamente de asesinar al dueño del diario "El Rancagüino", pero ese es otro tema. El hecho fue que días antes del Mundial en la Escuela 9 se organizó una modesta ceremonia de homenaje a la selección argentina, a la cual asistieron todas las estrellas del plantel. Les cantamos la canción nacional, los jugadores se nos acercaron y el arquero Roma me dio la mano.
Mi papá, que siempre fue democrático y protector, había comprado dos abonos, que le costaron carísimos. La primera serie de boletos, para su uso, correspondía a los partidos del Estadio Nacional, donde jugaba Chile y donde se desarrollaría una semifinal y la final. El otro abono fue para la sede de Rancagua, que repartió entre el Lucho, el Julio y yo. Para el partido de cuartos de final entre Hungría y Checoslovaquia, que vimos los cuatro en Rancagua, compró entradas extras. Además hizo un canje con su vecino de asiento en Santiago. Cada uno sacrificaba dos partidos a cambio de poder asistir con un familiar a otros dos. Así el Vitorio (debut y despedida, por ser demasiado chico) pudo ver en Santiago a Italia versus Suiza. A mí me llevó a ver a Alemania contra Suiza.
Tenía 9 años y confieso que no vibré con el Mundial; los partidos no me quitaban el sueño. Para mí el Mundial fue más un magno evento deportivo, una obligación imperdible, la noticia del año, la colección de láminas, que una pasión. Mientras Chile enfrentaba a Brasil, disputa que le podía dar nada menos que el paso a la final, yo jugaba a las bolitas detrás del quiosco del tío Pablo mientras alguien llegaba con la noticia de los goles que se iban produciendo. La final entre Brasil y Checoslovaquia me la perdí porque preferí ir a la matiné del cine Rex. En cambio mi mamá, que no entendía nada de fútbol, acudió esa tarde soleada del 17 de junio a la Plaza de los Héroes, donde se instaló un televisor que transmitió a la masa de rancagüinos el triunfo de Brasil. La definición del tercer puesto la vi por televisión en una casa de la población Rubio que generosamente abrió sus puertas a los vecinos. El living se llenó de gente, habría unas 30 personas, y yo por ser niño me senté en el suelo, muy cerca de la pantalla. Para ver televisión en Rancagua en esos años había que conectarle al receptor una antena gigantesca que captara la señal emitida desde Santiago. De ese partido recuerdo unos monos que se desplazaban por la cancha en blanco y negro entre los miles de puntos de nieve titilantes que ensuciaban la pantalla. Aun así, al momento del gol de Eladio Rojas en el último minuto, Chile jugando prácticamente con ocho hombres, todos saltamos como locos en la habitación.
Para mí el Mundial se fue agigantando con el tiempo. ¡Ese partido con Rusia en Arica! Lev Yashin, "La araña negra", desconcertado ante el zurdazo de Leonel. Y el tremendo taponazo de Eladio Rojas desde 30 metros, algunos dicen 35 y ya hay quienes hablan de 40. La noche de esa histórica victoria se me grabó a fuego una frase del Maestro Lucho, pronunciada en mi casa. "Ya estamos entre los cuatro primeros", comentó eufórico el hermano de la tía Lila, que se ganaba la vida como carpintero. Todo se veía movido. La gente corría de un sitio a otro de la casa. La frase del Maestro Lucho a la que aludo fue dicha en la cocina; me parece que la dijo de lado, pero al momento siguiente la cocina estaba vacía. Todas las luces se encontraban encendidas y de cualquier rincón irrumpían ecos de voces triunfales.
Luego de ese triunfo en Arica vino lo esperado, la profecía autocumplida. Habíamos volado demasiado lejos, llegamos a los pies del Olimpo y al levantar la cabeza vimos algo así como el Castillo de Kafka. No hay vacantes; laureles reservados hace cien años. La tragedia estaba escrita, sólo había que representarla en el teatro griego a cielo abierto. Debía perderse con Brasil; se perdió con Brasil. Debía ganársele a Yugoslavia; se le ganó a Yugoslavia. Pero debía ganársele con heroísmo; se le ganó con heroísmo. Nunca en la vida hubo algo más perfecto para Chile; el tercer puesto encajó como pieza de un rompecabezas mitológico. Se juega el último minuto, Chile espera el espantoso alargue con tres hombres lesionados que hacen número en la cancha del Estadio Nacional, impresionante zapatazo de Eladio, Marcovic desvía la pelota, el arquero Soskic se retuerce y llega tarde, la pelota se anida en el fondo de la red y el estadio se levanta, se le hinchan las venas del cuello a Julio Martínez Pradanos, se inicia el paseo de Riera en andas, los jugadores dan la vuelta olímpica, la Plaza de Armas de Santiago aplaude por la noche a un negro de Brasil montado en un caballo blanco, Brasil gana al otro día el título y en Praga los checos se levantan el lunes a mirar los diarios en los quioscos, se detienen en la foto de Mauro con la copa Jules Rimet y siguen caminando, no compran el diario, el Mundial se ha terminado.
Los archivos fílmicos que hasta hoy siguen sumándose en Youtube han creado una interpretación particular de ese momento de la historia. Para los más jóvenes el Mundial del 62 es un episodio de media hora en blanco y negro; sería inconcebible que aquello equivaliera a "nuestros días", en que el mundo está normal, viste normal, camina corre y piensa normal. El pasado tiene algo de ridículo, aun en la forma de hablar de las personas. Supiera la gente cuán parecida es no lo creería. Dicen que los hombres prehistóricos miraban noche a noche las estrellas y discutían de religión, dicen que hasta hubo dramas pasionales en la cueva de Altamira, no puede ser, si eran poco menos que animales.

martes, diciembre 11, 2012

Fama y frustración

Alzó la vista y se desanimó, hubiese preferido otras realidades. Su mundo interior era un revoltijo, las palabras dominantes eran fama y frustración, fama y frustración. Se le aparecían en todas partes, contra su voluntad. Si alimentaba esperanzas no tardaban en surgir imágenes desoladoras que las echaban por el suelo y las hacían morder el polvo de la derrota.
Fama y frustración.
Recordó a las personas que dieron su corazón por los demás y murieron felices, aquellas a las que otros vates cantaron (felices no en el momento de morir sino el resto de sus vidas). A Vargas le importaban un rábano los demás. Hasta sus hijos le estaban pareciendo hurtadores de tiempo. Pensaba en eso y se sentía aún más desdichado. ¿Qué hacer? ¿Abrir su alma al aire donde todo se oxida? ¿Calladamente entregarse de una vez a su destino de poeta fracasado?
Tuvo su vida un resplandor. Ahora le parecía que él se imaginó que estuvo iluminado. Los resplandores son visibles para el mundo; su brillo no había irradiado, se le enredó en las fibras de su cuerpo. Él sí lo sintió, pero ahora, pensándolo bien, tal vez no hubiera sido.
Si le diera por contar estas cosas en voz alta entraría de inmediato en una de dos categorías: loco o bardo, hermanos gemelos angustiados que vocean sus fantasías por el barrio cuando nadie se los pide.
Al mundo el mundo interior no le importa gran cosa; el mundo interior se da por hecho. Hablar de intimidades es majadería. Edificar, vivir el goce, extraer el ganancial, llevarse con el resto es lo que cuenta. Hasta los vates famosos siguen esa huella, Neruda y otros viviendo felices de la fama entregados a una esfera que los acoge y los admira.
Pero hubo otro tiempo de ilusiones generadas en la ausencia.
En los albores el hombre no tenía nada, luego marcharon miles de guerreros por llanuras; el poeta iba detrás contando sus hazañas; hoy el bardo cuenta sus hazañas propias en una hoja de papel, quisiera Dios que fuese así, hoy el poema es una acción, millones como él la emprenden.
Cabalgaban a lomo de caballo por las estepas del Asia Central; supieron de la espada en el vientre, vieron correr la sangre con ojos moribundos y vivieron la locura de matar al enemigo y cortarle la cabeza. No se pensaba en trascender, las cosas eran de otro modo, había que construirlo todo, partiendo por los dioses con sus grandes maravillas las iglesias que sombrean las plazas de los pueblos y en su templo hacen bombear al corazón; las iglesias con sus frescos y vitrales y era el mismo hombre aterrado, cruel, adolescente el que avanzaba; más tarde la esfera se oscureció por la tiniebla, surgieron los románticos, que lo dijeron todo, arrasando a su paso con la fama, dejándole los restos a Ferlinghetti y su adorable pandilla de bastardos.
¿Qué queda por decir que ya no se haya dicho? ¿Vale un solo verso la pena de ser bardo en la época del átomo? ¿Para qué volver la vista atrás, si el tiempo hasta hoy no se ha detenido ni anuncia que lo hará?
La fama de antaño no se niega; se formaba un remolino anónimo en torno al ídolo, que ni siquiera era de barro: era de sueños.
Mas no ha considerado Vargas que cada día hay algo nuevo bajo el sol, la vieja poesía reposa en marmóreas criptas y un alma nocturna solloza sus versos en canarias tierras, los dominios de Schubert y de Wagner. A los vates modernos les ocupan otras sensaciones, hacen como el campesino que cava en el entierro movedizo.  

viernes, diciembre 07, 2012

¿Qué será de Lucas Barrios?

Un calvo de hombros estrechos que fuma el humo saliendo de entre las enredaderas que llegaron hasta la ventana abierta del segundo piso viste polera clara al darse vuelta es una camisa y la maniobra le quita al menos diez años de vida.
Aparece un segundo actor conversan o discuten.
Es tan cansador este sistema me dan ganas de dormir y otra cosa no menos importante llega Navidad y a todos les da por cantar canciones de Navidad se va traspasando la tradición de voz en voz de Bing Crosby a Frank Sinatra de Frank Sinatra a Elvis Presley de Elvis Presley a Luis Miguel para que así cada generación tenga su representante y las cosas sigan como están si un dictador suprimiera el rito habría emoción el pueblo vibraría con el cambio de las piedras saltarían hombres armados proclamando una revuelta todos mueren.
¿Qué será de Lucas Barrios? hace tiempo que no suena.
La ventana se cerró el vidrio refleja el cielo azul ya no hay pelado ni segundo actor Evandro camina con Eneas y con pláticas varias alivian el camino por la boca del café se cuela un parroquiano seguido de otro y otra y otro gozosos del placer que se les viene encima.

martes, diciembre 04, 2012

El mundo de la Tati

Ya nos retirábamos cuando oímos un grito desgarrador surgido de la profundidad de la tierra.
-¡Cabros, sáquenme de aquí!
Era la Tati, se nos había olvidado.
Regresamos a las trincheras y entre tres la rescatamos. Salió del hoyo a duras penas y ahora sí volvimos a la casa del tío Isidoro, en el barrio El tenis, donde nos esperaban para tomar la once. La anécdota acaba allí, tal como debiera acabar este capítulo. Si la alargo es para inscribirla en un contexto; sospecho que también para aspirar a darle un sentido momentáneo a mi existencia, mientras a lo lejos se oye el silbato de un tren, sobre la mesa reposa un vaso de whisky y a unas pocas cuadras descansan los restos de mis padres, en el cementerio número 1 de Rancagua. Escribo a medianoche desde mi ciudad natal y quisiera que al hacerlo se detuviera todo, que mis recuerdos revolotearan para siempre entre los vivos y los muertos e incluso que los vivos estuvieran muertos y fuese solamente yo el hacedor de vida, lóbrega ilusión que irónicamente mató a tantos románticos.
La Tati era obesa cuando ser obeso era ser fenómeno. Hoy la mitad de los niños lo son, nadie se da vuelta para verlos, nadie murmura a sus espaldas ni se burla de ellos en las calles. La Tati, que sí era sujeto de acciones como aquellas, tenía aun así un espíritu alegre y liviano para enfrentar la vida. Jamás posó de acomplejada y si lo fue, lo vinimos a saber harto después. Esa tarde nos pidió ayuda con toda su inocencia y nosotros nos devolvimos a buscarla con la honestidad y simpleza de los niños que éramos. En las trincheras había dos bandos: los chinos y los norteamericanos. Nosotros éramos los norteamericanos y ella era los chinos. Ganamos la guerra, nos aburrimos y nos fuimos; su desesperada petición de auxilio nos devolvió a la realidad.
Por esos meses se construía una población en las cercanías de la casa del tío Isidoro y la cuadra cercada se subdividía en una innumerable cantidad de hoyos destinados a la habilitación del alcantarillado, que para nosotros eran trincheras perfectas. El tío Isidoro se había cambiado hacía poco: compró el sitio en el barrio alto de Rancagua y se hizo construir una casa única, no de población, como habría de ser la nuestra, un par de años después, y bastante cerca de la suya. Pero la del tío Isidoro era una casa demasiado pequeña. Para transitar por el pasillo había que hacerlo de lado y si era la Tati quien se nos cruzaba no cabía otra que devolverse.
Nos juntábamos tardes enteras a ver televisión. Nos gustaba ver a Don Francisco, que debutaba en la pantalla chica y salía en un trencito; pero lo que más nos gustaba eran las series extranjeras y qué decir del clásico universitario, con partidos nocturnos de fútbol en directo desde el Estadio Nacional.
Antes de eso vivíamos todos en la población Rubio. Nosotros en Bueras con Palominos, el tío Pablo al lado nuestro y el tío Isidoro, en la calle Unión Obrera. La del tío Isidoro era una casa con más sitio que la nuestra y tenía un olor especial, indefinible, que me agradaba. La casa del tío Pablo tenía en cambio un olor ácido, no desagradable pero sí... oscuro, depresivo. La nuestra no tenía olor, pensaba ingenuamente.
En la casa del tío Isidoro se hacían grandes fiestas y mientras los grandes comían, bebían y reían en la mesa nosotros sacábamos de la caja la grabadora Grundig, la echábamos a andar, improvisábamos diálogos absurdos y luego rebobinábamos la cinta para escucharnos. La impresión era intensa y desilusionante: nadie quedaba conforme con la calidad de su voz, pensábamos que había una falla en la cinta. Sin embargo, las voces de los demás se oían perfectas. Entusiasmados con la novedad, mi papá y mi mamá cantaron a dúo "Quiéreme mucho" y la tía Lila no se hizo de rogar y entonó un tema de Libertad Lamarque, con el que se identificaba:

Como un pajarito, quisiera volar...

Así eran esas noches de fiesta. Mi tío le decía cuñada a mi mamá y mi mamá lo trataba de usted. Entre los hermanos, que eran mi papá y el tío Isidoro, se trataban de tú. Las conversaciones de los hombres consistían en recordar las pillerías de su niñez y analizar la realidad pueblerina y nacional desde sus particulares puntos de vista; las mujeres se concentraban en temas del cine y en las gracias de sus niños. Mi mamá, que era la más culta del grupo, destacaba por su tino y su opinión se tomaba por definitiva. Temo que a mi papá lo miraran un poco en menos, el tío Isidoro era algo soberbio y arribista y la tía Lila dejaba traslucir a través de la inflexión de su voz un carácter salvaje. De labios carnosos, baja y curvilínea, se asemejaba a una flor sensual del campo. Con el tío Isidoro vivían peleando y reconciliándose. Tenían tres hijos: la Ángela, el Rigo y la Tati. Una tarde la Ángela viajaba a Santiago en tren y de la ventanilla vio que el tío Isidoro corría en el auto por la carretera, acompañado de una mujer. Apenas llegó a Santiago llamó a la tía Lila para acusarlo. La tía Lila lo tuvo castigado como 15 días. Lo mandaba a dormir a la casucha del perro, que quedaba en el pequeñísimo patio de la casa nueva. Cuando llegaba la hora de acostarse, el tío Isidoro se levantaba del sofá y se dirigía mansamente al patio. Entonces la Tati se echaba a llorar y nosotros con el Vitorio entendíamos que había llegado la hora de volver a nuestra casa.
El tío Isidoro se levantaba muy temprano, cerca de las cuatro de la mañana. Debía recoger los diarios que llegaban en tren a Rancagua y repartirlos desde su kiosco a todos los demás de la ciudad. La tía Lila llegaba al kiosco un poco más tarde y se pasaba el día entero allí, atendiendo. Era un kiosco más grande que los otros, por su función de distribuidor. La tía Lila atendía sentada y yo desde abajo le podía ver apenas la cara, que se asomaba hacia la calle. Fumaba echando el humo para el lado y masticaba chicles importados.
Como el kiosco les empezó a dar tantas ganancias, los juguetes de ellos eran mejores. De vez en cuando, para alguna ocasión especial, el Rigo armaba el tren eléctrico, que atravesaba prácticamente dos piezas. Era una maravilla, con carros, locomotoras, casas, estaciones, árboles, puentes, cruces. Nunca entendí la sustancia de su fascinación, pues sólo podía admirarse. El tren surcaba una línea; en sentido contrario venía otro que en el momento conveniente cruzaba hacia la línea secundaria y llegaba a su estación, donde un monito con el brazo levantado le ordenaba detenerse. Armarlo y desarmarlo tomaba horas; la distracción duraba minutos. En su casa yo prefería mil veces jugar partidos de pimpón, a pesar de que por esos días mi cabeza apenas sobresalía de la cubierta de la mesa y de que me era imposible responder una pelota que estuviera cerca de la red.
Los viernes santos el tío Isidoro acostumbraba a organizar asados, a los que nadie de mi casa asistía. Era su herético rechazo al férreo culto evangélico que pretendió imponer su mamá a sus cuatro hijos desde niños. Mi papá, que tampoco profesó jamás creencia alguna, fue sin embargo respetuoso de la religión católica de mi madre. En dicha fecha sagrada en mi casa no sólo no se comía carne, sino que había que hablar muy bajo.
Una de esas grandes fiestas nocturnas fue interrumpida por una noticia funesta: ¡El Toño se mató en la moto! Mi papá y el tío Isidoro partieron a buscarlo al camino y nosotros con el Vitorio y mi mamá volvimos a la casa. Era el hermano menor de la tía Lila, de pelo ensortijado y aire colérico. Casi 30 años después el hijo mayor del Rigo y nieto del tío Isidoro aprendía a andar en moto mientras su papá lo acompañaba de cerca en otro vehículo, cuando de una esquina apareció un auto y lo mató. Desde ese día el Rigo empezó a declinar, al tiempo cambió de trabajo y luego se le declaró una diabetes. Cada vez que regreso a Rancagua, como hoy, y le pregunto a mi tía Mireya qué es de él, me cuenta que lo ha visto pasar por Millán. "Está bien flaco, ojeroso", me comenta con un dejo de compasión.
El Rigo era serio, guapo y estudioso. Cuando entrábamos a la casa de Unión Obrera, corriendo directo al patio, generalmente lo veíamos estudiando en su pieza. Nunca comulgó mucho con su hermana mayor, la Ángela, que era un remolino, una artista de la infancia. Ella mandaba en los juegos; no le daba ni una pizca de vergüenza mostrar los calzones cuando se colgaba de las ramas de los árboles con la cabeza hacia el suelo. Jugábamos a los piratas; la Tati buscaba el mapa del tesoro y la Ángela nos hundía la espada de madera en las costillas. Cuando llegó a la adolescencia y su cuerpo adquirió las formas femeninas comenzó a sumar admiradores, atraídos por sus senos voluptuosos, el lunar en su mejilla, su talle estilizado y sobre todo su carácter frontal, rupturista, inadecuado para una ciudad provinciana y convencional como Rancagua. Cada vez que veo a Catherine Zeta-Jones me acuerdo de ella. Imagino a la actriz con el pelo más corto y se le parece mucho.
Salíamos un día del liceo con el Honeyman y el Tonyi; el hambre nos llevó a entrar al Valvanera, el local de moda de ese entonces. Ordenamos hot dogs, que se llamaban colegiales. Nos sirvió la Ángela, quien, sorteando toda norma de prudencia, había tomado ese puesto a pesar de las protestas de sus padres. Comimos, pagamos y seguimos caminando. El Honeyman, que era pesado con ganas, se permitió emitir un comentario machista sobre ella y yo, que en estas cosas siempre he sido un cobarde, no la supe defender. Dijo lo que dijo porque sabía que jamás tendría la oportunidad de acceder a ella, por edad, facha y situación. Los pololos de la Ángela eran todos hijos de ricos, altos y de apellidos extranjeros. De esas tres cualidades el Honeyman tenía el puro apellido. Recuerdo al Cristópoulos, al Fischman, pepepatos hechos y derechos. Pero le duraban poco. Una noche se peleó con uno de ellos y se tomó una botella de ron que la mandó al hospital.
El ídolo de la Ángela era Sandro, tenía su foto colgada en la pared del dormitorio. Los días de tormenta se vestía de impermeable y se perdía en las calles para recibir la lluvia y el viento. Decía que le encantaba ese clima y yo no la entendía. A mí me daban miedo los truenos y el golpeteo incesante de las puertas; subía la radio para no escuchar.
La Tati vivía haciendo dietas, pero nunca bajaba de peso. Estudió una carrera; era el tiempo de los hippies. Conoció al Franklin, un joven flaco y menudo de bigote mexicano, que la quiso a pesar de su gordura. Se retiró de la universidad  y se fueron a vivir juntos. Pero el Franklin se daba ínfulas y padecía cierto delirio de grandeza. Todos los trabajos de esfuerzo le parecían poca cosa y al final terminó haciendo nada, ambos en una población muy venida a menos de Santiago, cada vez con más hijos y menos dinero. La Ángela, fracaso tras fracaso sentimental, terminó casándose con un gerente de linaje y excelente situación. Era dos años mayor que el tío Isidoro y adoraba a la Ángela, hasta que 20 años después ella lo dejó por un director de teatro que le embolinó la perdiz. El romance con el artista bohemio duró lo que dura una estación del año y la Ángela volvió a su casa con la cola entre las piernas. Fue aceptada, pero pagó caro el precio de su ataque de romanticismo: pasó hartos meses relegada en los rincones de la aristocrática casona, recibiendo el castigo de la sociedad, que empezaba por el de sus hijos y el de su marido, hasta que el tiempo, que todo lo lima, limó también el peso y las tosquedades de su aventura. Esa vez el tío Isidoro no dijo nada: ya estaba muy afectado por la diabetes que lo llevaría a la tumba. Su figura era apenas un esbozo del hombre pujante y ambicioso que habían conocido los vecinos de Rancagua. Cansado de tanto madrugar, años antes había decidido comerse la gallina de los huevos de oro: vendió el kiosco que le dio su fortuna, sin detenerse a pensar cómo llenaría ese vacío. Las casas, el auto y los demás bienes fueron desapareciendo, la tía Lila murió de un infarto y sus últimos días los pasó donde la Tati. Cuando se murió fui al velorio, que se realizó en esa casa. El féretro ocupaba la mitad del living y alrededor se ubicaban las velas y las sillas. La Ángela estaba sentada afuera, en un patiecito, entre perros de población, mirando a ninguna parte. No me reconoció, por las pastillas que se había tomado. El Rigo la miró y comentó friamente: "Esta se va a pegar un balazo cualquier día". La Tati, siempre amable y cariñosa, me ofreció asiento; de pronto apareció con un trozo de pizza y me dijo "sírvase primo". Al bajar la cabeza para darle el primer mordisco miré al tío Isidoro, que estaba ahí mismo, al lado mío, detrás del vidrio. Estuve a punto de depositar el plato sobre el cajón, para comer más cómodo, pero justo me retornó el juicio y no lo hice. La muerte lo había enflaquecido, la pizza estaba tibia y sabrosa, la nariz se le había puesto ganchuda y larga; la palidez de su rostro y el bigote lo desmerecían; no era el tío que yo recordaba.
Años después la Tati nos contó que el Franklin se había puesto a cultivar marihuana en la casa. Alguien dio el soplo y llegó la policía.
       



miércoles, noviembre 28, 2012

El clásico

Cuando el Sergio y el Jorge me dijeron que donde la Mercedita se podía fumar, quedé descolocado y se me aceleró el corazón. Éramos demasiado chicos para fumar sin prohibiciones, de hecho yo aún no había cumplido los diez años y estaba lejos -midiendo el tiempo como se mide a esa edad- de adquirir el vicio del cigarrillo, que me tuvo atrapado en sus garras durante 20 años. De allí que me resultara increíble el panorama que se me desplegaba para esos días de ocaso de las vacaciones veraniegas en La Punta de Codegua. Por absurdo y por fascinante.
La Punta no era lo mismo que Codegua. Mientras Codegua quedaba para un lado, La Punta quedaba para la punta. Esa era la diferencia. En lo demás era todo igual. Casas de adobe y campesinos humildes viviendo de sus siembras, días calurosos destinados a sacar moras del camino polvoriento y sauces llorones sobre el arroyo de aguas verdosas. Me olvidaba del cigarrillo, que hacía la verdadera diferencia.
Fumábamos a nuestras anchas, tendidos en el trébol, sentados a la orilla del camino, dentro y fuera de la casa de la Mercedita, en el día, en la tarde y en la noche. Antes de dormirnos echábamos una buena calada. Al segundo día amanecí con la boca agria y ya no me dieron tantas ganas de fumar, pero el instinto de libertad, de desahogo, me llamaba a hacerlo. Y lo hacía.
La Mercedita nos miraba y se reía. Pensaría qué sentirán estos cabros chicos fumando, pero no exteriorizaba su pensamiento, sólo lo dejaba traslucir a través de su mirada liviana, ingenua, de campo. A Pascualito, su marido, no se le veía en todo el día. Trabajaba de sol a sol y cuando llegaba por la noche ya estábamos durmiendo. Una mañana desperté muy temprano, a eso de las seis: Pascualito dormía en el suelo, a mi lado, sobre el piso de tierra de la pieza, hecho un ovillo, como un feto adolorido y sin chistar. La cama la ocupábamos nosotros tres y en ese momento me di cuenta de que le estábamos robando la mejor parte de su descanso y de que él se sacrificaba por sus sobrinos; antes de haberlo visto en esa postura no se me había pasado por la cabeza la idea. Pero recién ahora que escribo reparo en un detalle clave: en esencia Pascualito no debía tener problemas de cama, pues para eso estaba la que debía compartir con su esposa. Y ya que entré en ese juego le doy otra vuelta de tuerca a la idea: ¿Por qué un matrimonio tan humilde había de tener dos camas, una para cada uno? Diablos, entonces debo darle crédito al rumor que me llegó de primera fuente diez años después de esa vivencia. Estudiaba en la escuela normal José Abelardo Núñez y una compañera nacida en La Punta se rió a mandíbula batiente al mencionarle mi lejano parentesco con la Mercedita y Pascualito. "A la Mercedita la pillaron culiando en un trigal", me dijo sin ninguna diplomacia. De modo que ahí estaba la razón de las dos camas.
Pensándolo bien, Pascualito era bien poca cosa. Pobre, tímido, oprimido, resignado y sordo para más remate. Mi único recuerdo de su vida fue haberlo visto durmiendo en el suelo. Estaba en su destino ser víctima de los deseos carnales de su mujer por un varón con más méritos que él.
Mercedita y Pascualito, no se me ocurre otra forma de llamarlos.
Antes de subirnos a la micro que nos llevaría a La Punta, en el mercado de Rancagua, sentados entre gallinas vivas, melones y diarios del día, el Jorge y el Sergio compraron una cajetilla de Particulares y yo una de Ideal. Sonaba una canción de la nueva ola. A mí me gustaba más el diseño de los Ideal porque tenía los colores de Colo Colo; en cambio los Particulares se parecían a la camiseta de Palestino. Entre ambas marcas competían por los títulos de la más barata y la más mala, pero a esa edad aquel detalle no tenía la menor importancia, menos aún para quien no supiera aspirar. Nadie nos hizo ninguna pregunta al momento de la compra, de modo que echamos nuestras cajetillas en las maletas y partimos de vacaciones.
Si los recuerdos se hicieran materia serían burdos y objetivos. Adolecerían de ese brillo confuso con que los adorna el cerebro. Corregiríamos los errores, repetiríamos una y otra vez la escena y entonces, complacidos, nostálgicos o aburridos, retomaríamos la actividad interrumpida, daríamos vuelta la página, como se dice. Al menos eso me sucede al revisar fotos, videos, diarios, revistas.
Al finalizar las vacaciones nos juntamos a escuchar por la radio la final del campeonato. Se jugaba el clásico y los dos equipos iban métale y métale goles. Era la mejor "U" de todos los tiempos, con el Tanque Campos y Leonel, versus la mejor UC de todos los tiempos (descontando la del Charro Moreno), con Tito Fouillioux y Chocolito Ramírez. En el living de piso de tierra había dos sillas, un piso y una mesa blanca. La ampolleta irradiaba una luz débil y las ventanas estaban abiertas para que entrara el fresco y saliera el humo. Yo fumaba un cigarro tras otro, tenía que gastar la cajetilla, hasta que las paredes de la boca se me pelaron. El partido no terminaba nunca. De pronto abrí los ojos: habían llegado a su fin las emisiones del día y de la radio surgía un chicharreo, el Jorge y el Sergio dormían con la cara sobre la mesa al igual que yo, que acababa de despertar. Revisando Internet descubro que esa fue la noche del 16 al 17 de marzo de 1963. Universidad de Chile se coronó campeón al vencer 5 a 3 a la Católica, con dos goles del Tanque, dos de Ernesto Álvarez y uno de Leonel.
Al día siguiente, el domingo, me llegó la noticia de que mi papá había llegado a buscarnos con el tío Pablo. Estaban en la cancha de fútbol. Corrí a verlos, la cancha se había llenado de niños y mientras el tío Pablo armaba una pichanguita, mi papá les repartía helados a todos. Los niños se le acercaban y lo tironeaban a gritos, eufóricos, aprovechándose de que andaba curado. Sentí una rabia intensa. Me vio y quiso abrazarme; me ofreció un helado, que le acepté y luego arrojé al suelo. No lo hablé en toda la tarde y jugué peor que nunca.
Al anochecer volvimos todos a Rancagua, en el cacharro del tío Pablo.

viernes, noviembre 16, 2012

El baño de la tía Juana

Otro día llegó corriendo el Sergio. Le abrí la puerta, metió la cabeza como gusano, miró a todos lados y me sopló, nervioso: ¡La tía Juana se está bañando!
Corrí tras él, sin entender muy bien de qué se trataba la gran noticia. Adentro, en la casa del tío Pablo, la casa de al lado, vi arrodillados al Jorge, al  Julio y al Rigo, disputándose el ojo de la cerradura. Quise hablar. Me hicieron callar.
Era una tarde de verano en una casa fría y poco acogedora, a la que por alguna razón no parecía llegarle nunca el sol, a pesar de que sí le llegaba, debido a su disposición de oriente a poniente. Era una casa fría de alma de la que siempre emanaba un olor exclusivo, ácido, una casa en la que faltaba la mamá, ya que el Jorge y el Sergio tenían madrastra, no mamá, y vaya qué madrastra, me bastaban ciertas mañanas para darme cuenta, mañanas en las que ella les daba la frisca por nada, dos, tres, cinco minutos correazo tras correazo con increpaciones, insultos, humillaciones con su voz filuda, voz de madrastra, mientras mis primos gritaban de dolor ¡mamita linda! después de cada correazo más fuerte que el anterior, más elevadas sus voces de entrega, gritos que traspasaban los muros y me convertían en testigo involuntario de una escena de horror, dejándome sin ánimo.
Me hicieron callar y en el silencio de la habitación que daba a la puerta del baño los desplazamientos de mis cuatro primos se volvieron irreales, por la ausencia de sonido.
Cuando llegó mi turno me incliné y disparé el ojo como flecha por el hoyo de la cerradura.
La tía Juana salía de la tina de patas de león, su carne blanca se desplegaba en oleadas hacia el suelo, un manto de piel sobre otro remontando las costillas, que aun así se las ingeniaban para destacar, proféticas, en el panorama de su torso. Mantenía puestos sus lentes poto de botella que miraban hacia ninguna parte; sus canas lacias le mojaban los hombros y el rayo de sol que caía desde el tragaluz hacía brillar sus tetas de casi noventa años y una mancha de pelos blancos debajo del ombligo nunca antes vista por mí en cuerpo alguno de mujer; resplandecían las tetas contra el fondo verdoso de la pared y rebotaba su brillo contra la negra baldosa. La tía Juana era sorda, baja y delgada. Desnuda, provocaba un efecto feroz a la vista.
Me retiré casi al instante. Constaté con pavor que los cuatro se peleaban mi lugar.

lunes, noviembre 12, 2012

La sonrisa de mi hermano

(Un relato futurista y melancólico)

Eternas noches en el silencio del espacio, yo y mis camaradas muertos. Sembrada cierta especie de cizaña que solo es dable imaginar en una escenografía de negrura e infinito, cometieron el pecado de confrontar sus vanidades y eso les costó la vida. Desde el invernadero de la nave adiviné la escena y me escondí, en un acto de cordura. Detenidos sus torrentes de sangre, atrapados para siempre en sus trajes de astronautas, no me sentí capaz de expulsarlos al vacío, al basural demoledor de la lluvia de aerolitos; imaginé los restos de los primeros difuntos de la Tierra arrancados a mordiscos por las hienas y sentí pudor, vergüenza de ser hombre, de modo que opté por que sus huesos descansaran en una esquina del pabellón circulatorio.
Durante el viaje de regreso sentí miedo pocas veces; me acostumbraron a ser fuerte, a  reprimir mis emociones. La lenta corrupción de sus carnes blanquecinas no me espantó como hubiese espantado a un niño, por ejemplo, o a la madre que de pronto ve a su hijo volviendo de la guerra con una bandera cubriendo su ataúd, o al débil que se angustia de los horrores que nacen de su propia mente.
En un viaje de catorce años luz los cohetes interplanetarios también experimentan sacudones, no se crean; varias veces me tocó ir a buscarlos al extremo posterior, al rincón de las ánimas, como si hubiesen intentado fugarse por el tubo de escape, es un decir. En otras ocasiones levantaban un brazo por el efecto de una curva, para todo aquello estaba preparado. Mas no para lo que vi con mis propios ojos cuando entré a la Tierra.
Los dejé en la nave, no correspondía a mi persona organizar el funeral de los titanes; el protocolo va por otro lado. Lo natural era abandonarlos por mientras a su suerte en ese nicho creado por la ciencia y la tecnología para el asombro humano.
Descendí, temeroso. Estaba solo, el Sol casi en su cénit. Nada más escudriñar el panorama retiré el casco que me cubría la cabeza y lo sostuve entre mis manos hasta que perdí el sentido. Desperté al atardecer, víctima de una agitación pulmonar. Era el aire, demasiado puro, el que me había derribado. Al recordar ese placer básico, al enfrentarme a él, al tomar conciencia como se toma conciencia de que la vida está formada por momentos y baches, los primeros efímeros los segundos eternos, al igual que el vacío que compone la materia, digo que al tomar conciencia de estar respirando aire puro, oxígeno de verdad, producido por las plantas, comencé a ver mi tierra de otra forma.
Los despojos de mis camaradas se pudrían ahora a una velocidad espantosa, me lo dio a entender la señal que llegó a mi olfato. De la nada apareció una plaga de buitres que se agolparon ante la ventanilla de la nave, picoteándola furiosos, batiendo sus alas gigantescas contra el marco, chocando entre ellos con la rabia que dan el hambre y la locura, hasta que el vidrio se hizo añicos y entraron caminando en procesión, callados, cabizbajos, como el día en que yo mismo lo hice así en la ceremonia del entierro de mi padre.
Dolían los ojos al mirar los árboles, resplandecientes, y el azul del cielo contra las blancas nubes, que se tornaron grises con el correr de los días. Un diluvio bañó las praderas, cubriendo el agua mis botas impermeables. El rayo iluminó el horizonte, surgió el fuego. Fue apagado por la lluvia y el viento, dejando una escuálida serpiente de humo que sucumbió ante los poderosos elementos. El canto de la naturaleza se hacía oír en los más diversos tonos, fuera en el desplazamiento de una oruga por un tallo o en el giro de las rocas por la pendiente desolada a raíz de un terremoto. Los desiertos relucían por las tardes mientras yo disfrutaba asombrado de la cacería organizada por las bestias; una a una iban entrando a la boca de turno que convertía todo lo tragado en bolo alimenticio, las culebras se retorcían finalmente de placer. Bajo el  manto de la selva discurrían venenos que nunca perdieron su inocencia; moría un árbol y revivía al instante, y los montes se llenaron de verdor, la nieve de las cumbres se asentó serena; los mares gobernaron limpios el destino del planeta, cada tanto saltaban de gozo las ballenas, todo aquello alcancé a ver antes de irme.
¿Cuánto tiempo estuve allí, en mi casa rediviva, el único sitio al que llamaré mi hogar? Hoy, que viajo de nuevo al infinito, completamente huérfano de todo, en incesante línea recta, calculo que habrán sido dos años, tal vez un poco más. Lo estimo por una suerte de tincada, no por los veranos que pasaron, ya que en ese tiempo me desplacé de polo a polo varias veces en mi carreta de emergencia, aturdido, buscando al Hombre, y nunca dejé de maravillarme.
Lo encontré una mañana, próximo a unas cuevas, medianamente protegido, pero antes he de reparar en dos detalles que mi rudimentaria estructura mental dejó pasar como si nada. Si era la naturaleza una fiesta del sentido, volcanes que hacían erupción de tarde en tarde y el cochayuyo pegado a las rocas soportando el embate de las olas, ¿qué había sido de nosotros, dónde estaba nuestra huella? Mi deleite inicial trocó en angustia y busqué con delirio las latas de conserva, las botellas de plástico, los alambres. Luego rascacielos y escombros, basamentos, líneas telefónicas, cementerios. Obsesionado, bibliotecas, aparatos de televisión, vehículos, aeropuertos interespaciales, robots, el Coliseo, las pirámides de Egipto, la gran muralla china.
Nada recordaba al Hombre; salvo una pequeña lámina de fierro que descubrí en mi perenne andar, un fierro plantado sobre un promontorio en una pendiente del desierto de Atacama, prueba de intelecto fabricada solamente para los miembros de la nave, de mi nave, un pedazo de metal cubierto de signos ininteligibles y un mensaje mal grabado en mi lengua materna:

bolber estreyas biajero

La civilización reducida a tres palabras y sin señal de cataclismo alguno. La Luna seguía girando alrededor de la Tierra y la Tierra alrededor del Sol; los enemigos del cielo brillaban por su ausencia, la temperatura era la misma. Nos advirtieron que a la vuelta encontraríamos sorpresas, sabíamos que a la Tierra nuestro experimento de arribar a un planeta tan remoto le llevaría cientos de traslaciones. ¡Y les traía novedades!, pero de qué vale ahondar en ese tema, no es bitácora lo actual ni diario de vida, son meros apuntes mientras me adentro en el espacio, cosas que escribo para no volverme loco.
En mi hogar había desaparecido todo rastro de civilización, sí, la más leve luz de inteligencia sucumbió bajo las aguas del océano, las arenas del desierto, las raíces de las plantas, el paso del tiempo. Y sin embargo el Hombre estaba aún allí. Y me enfrentó con temor reverencial.
-¡Salud, hermano, soy el Hombre! -le dije. Agachado en cuatro patas, quiso esconder la cabeza debajo de un brazo pero no resistió la tentación de dirigirme la mirada. Era bello y tenía ojos de cordero, conservaba la sonrisa; a su guarida corrió. Allí lo esperaban los demás, que no se atrevían a rodearme. Un hatajo humano contra el muro gastado de una cueva.
Los vi flacos y enfermos, nervudos, desgastados, temerosos. Se protegían de mi traje de astronauta en lo más oscuro; aun así se colaban rayos de sol horizontales que les daban medio a medio de la cara.
-¡Salud, hermanos, soy el Hombre!
Ellos, callados temblaban. Algunos trataron de amenazarme, mi hermano en la sonrisa los contuvo a gruñidos.
Me retiré de la cueva, caminando de espaldas; el pudor  me ordenó respeto por la dignidad de mi especie. El hombre me siguió, sus callosos pies ensangrentados; busqué un espino que nos diera sombra y estuvimos largo rato frente a frente. Encendí el traductor gestual, el grupo nos miraba desde lejos.
Era bello mi hermano, ya lo he dicho. Ante él se irguió desafiante el velo de la Historia; me entraron ganas de llorar. De sus ojos brotó una decisión tomada por la raza cientos de años atrás. Fluían sus pensamientos a borbotones, contradictorios, paternales, abiertos a la duda; se atragantaban en su mente, atascados por graves autocensuras, ilusionados de emerger de las tinieblas. Has retornado a enceguecernos -me decía-, prodigio del tiempo que fue y del tiempo que vendrá. Te adora lo más profundo de la reminiscencia, aquello que habiendo olvidado vislumbramos en cada rayo que nos cae del cielo. Henos aquí a tus hijos inocentes, rebajados de grado, peleando con las bestias el pan de cada día en desigualdad de condiciones, desprovistos de sueños. A veces, del otro lado de los montes, en las noches tempestuosas, se abren a la vista los dioses de la edad de oro, los dioses como tú; entonces cunde el terror y los ahuyentamos a gritos como hacemos con los leones hambrientos de carne humana. Voces legendarias nos advierten esas noches que la tarea mayor, ya acabada, la decisión fundamental, se la dejaron a los microbios y ellos, lo más insignificante, devoraron las marcas de la grandeza pagana. Renunciamos voluntariamente al fuego de los dioses. Las migajas, a los microbios. No había otro modo que volver al origen, retumban y disparan las arterias del trueno al seso traslúcido. Y ante tal poder nos inclinamos. Esto somos, manadas que van y vienen por la Tierra, azotadas por volcanes y tifones, devorando, devorados. Vivimos el momento, carecemos de horizontes, nos pena el hambre, padecemos males incurables, ignoramos el arte de la guerra y nuestras mentes, cada vez más puras, continúan retrocediendo hacia el estadio primigenio.
¿Había descubierto al fin el Hombre el paraíso terrenal? ¿Qué flautista hipnótico los llevó desde la cúspide de la ciencia y la razón al infernal despeñadero, mientras la nave en que viajaba yo y mis compañeros, mis compañeros muertos, les abría nuevas puertas de esperanza? ¿No había otro camino realmente, estaba al momento de comenzar nuestra misión la Tierra entera al borde del abismo por el ansia ilimitada de progreso? ¿Es que no quedaban ya energía, provisiones, ideas, números ni sueños? Quisiera haber estado allí para impedirlo. ¡Tantas guerras, tantas muertes para llegar a esto!
Los dioses anunciaron tu llegada en un carro de fuego, la profecía se ha cumplido, me decía el movimiento de sus brazos. Hubiese dado mi vida por impedirlo, pero un solo hombre es demasiado poco ante la luz. Al anochecer se tomará la decisión final, ¿te quedarás hasta entonces?, me hablaba el parpadeo de sus ojos de cordero. El dilema de mi hermano me incumbía, porque yo era su dilema. ¿Habrían de levantarse nuevas civilizaciones dedicadas a recuperar el tiempo perdido sobre la base de mi traje de astronauta? ¿Quedaría mi figura sepultada en el polvo del recuerdo de un día? La respuesta no está en nosotros, me decía su cabeza ladeada, la tendrán nuestros hijos, los eternos perseguidores de la felicidad.
Mi hermano deslizaba las uñas largas de sus manos por el traje de astronauta, sin dejar de sonreír. Le faltaban varios dientes y de sus ojos brotaban lágrimas de duelo. Lo atraje a mí y nos abrazamos debajo del espino, largo abrazo; fue como si una avispa sobrevolara sus piojosas greñas y le inyectara desde lo alto un virus de ambición. Pero yo no tenía nada que decirle que fuese comprendido; eran él y los suyos quienes me debían explicaciones: me impelieron a buscar mundos nuevos y me abandonaron a mi suerte en la negrura del espacio.
Volví a la nave; de mis camaradas sólo recuperé sus cascos, que conservé conmigo. Reparé los destrozos hechos por los buitres y cerré a presión. Desinfecté, eliminé los microbios malditos y con ellos, todo rastro interior de vida terrenal; encendí los motores y miré hacia abajo por la nueva ventanilla, riendo nervioso a carcajadas. Brillaba el fuego sobre sus caras de pavor, esa imagen la guardo para siempre, tal como ellos conservarán aquella que les regalé a sus mentes.

jueves, noviembre 01, 2012

Las dos radios

Llegué a la casa de la población Rubio y entré al living. Venía de unas vacaciones en Codegua, donde unos parientes de mi papá. A él le gustaba enviarme al campo de su niñez; decía que allá la gente era  más sencilla y más sana, porque la leche se tomaba al pie de la vaca, aunque nunca se cansaba de lamentar la noche de año nuevo que pasó en ese pueblo cuando niño. "Cuando dieron las doce -no se cansaba de repetirlo- la tía Juana estaba planchando un alto de ropa. El tío Acrisio salió al patio y disparó la escopeta. Eso fue todo y después nos fuimos a acostar".
La de Codegua era una casona de adobe con parrón, higuera y sembradío. Me hicieron unas ojotas que usé durante todas las vacaciones; cuando volví a Rancagua las dejé en Codegua, porque en la ciudad era mal visto andar con ojotas.
Codegua era una sola calle de tierra y detrás de las viviendas, puro campo. En el campo se comía porotos todos los días y de postre, sandía, media para cada uno. A mí no me gustaba ir a la casucha que hacía de inodoro, porque imaginaba que me podía caer al hoyo, de modo que hacía mis necesidades debajo de la higuera y me limpiaba con sus hojas, que eran ásperas. De noche la tía Marta preparaba huevos y el aceite chisporroteaba en la paila, mientras decenas de polillas revoloteaban alrededor de la ampolleta y las moscas dormían en el techo o se apiñaban sobre el cable que remataba en el soquete. De día nos bañábamos en el estero y al atardecer abría mi maleta verde y sacaba chicles. Una prima grande que era bonita me los vio y me los compró: yo se los vendí a un quinto de su valor, según me hizo ver mi madre cuando llegó de sorpresa un domingo en la motoneta del tío Isidoro, de acompañante. Salté a sus brazos, me besó, me sentó en sus rodillas y luego me bañó en un lavatorio de arriba abajo, y la mugre me corría por las piernas. Antes de irse me preguntó por el chaleco de lana verde con cierre, recién comprado, con rayas rojas en los hombros. Lo buscamos por casi toda la casa, pero no lo hallamos por ninguna parte; lo había perdido para siempre. Cuando al atardecer el tío Isidoro accionó el pedal, echó a andar la motoneta y se llevó a mi madre a Rancagua me sentí triste, no tanto, de otro modo hoy lo recordaría claramente.
Llegué a mi casa y entré al living; mi papá me recibió, entusiasmado. Eran cerca de las cuatro de la tarde de un día de verano. Quédate ahí mismo, me ordenó mientras se dirigía al dormitorio mío y de mi hermano, ese que daba al patio con el naranjo. Allí encendió la radio y esperó que se calentara, hasta que emergió de los parlantes una canción a todo volumen. Mi extrañeza crecía. Luego volvió al living, prendió la otra radio y sintonizó la misma estación. En la casa había dos aparatos, uno más grande que el otro, naturalmente ambos a tubo.
Yo esperaba ver algo nuevo, esperaba que en cualquier momento me enseñara un objeto, un juguete, otra radio, pero a mi alrededor no había nada inusual. Mi mamá miraba desde la cocina, divertida.
¿Oyes bien, Huguito?, me dijo. Sí, le contesté, sin entender. Él iba y venía, regulando el volumen de ambas radios y ubicándose en distintos puntos de la pieza, como para vivir perfectamente la experiencia.
Suena estéreo -me aclaró- escucha.
Quise poner cara de sorprendido, pero no lo conseguí. Lo hallé rarísimo.
Él creyó que su experimento había fallado; admitió que por la mañana el estéreo se había sentido mejor. Luego trató de explicarme en qué consistía aquel sonido, impensado en esos tiempos de monofonía, onda corta y onda larga. Yo iba sintiendo lástima por él y me llenaba de una culpa pegajosa, pues intuía que mi desasosiego era hermanastro de la subestimación y del desprecio.