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miércoles, agosto 07, 2013

El coro, ciertos temas y canciones

Me asombro ante los comentarios de don Germán Arellano -quien se hace llamar irónicamente Mentecato- sobre su infancia en Constitución. Dice que cuando iba en segundo de humanidades convenció a su abuela de que no tenía clases en la mañana, sino únicamente en la tarde. "En el liceo de Constitución a nadie se le había ocurrido exigir justificativo para las ausencias de las mañanas. Lo pedían al que faltaba en las tardes, así que yo pasaba colado. Después de que quedó al descubierto mi truco el Consejo de Profesores dictó la Ley Arellano para corregir el error", recuerda con un asomo de orgullo ladino.
-¿Y qué hacía usted por las mañanas? -le pregunto.
-Me llevaban el desayuno a la cama y como en mi casa había una carnicería, la bandeja incluía un plato de bistec con huevos. Me lo comía todo leyendo "El llanero solitario", "Tarzán" o "La pequeña Lulú". Me levantaba como al mediodía y a las dos de la tarde entraba al colegio.
-¿Y no le daba sentimiento de culpa?
-Nada. Nunca me gustó ir a clases.
Pero su historia acabó de manera escandalosa.
"Un día me estaba sirviendo mi suculento desayuno cuando la puerta se abrió de par en par y apareció la figura del señor Reveco, el inspector del liceo. ¡Qué estái haciendo en la cama, huevón!, me gritó. Yo no hallé qué decirle, casi me atraganté con la carne. ¡Así que comiendo bistequito con huevo el culiado!, observó. Eh, eh... trataba de reaccionar. ¡Te doy cinco minutos para partir a clases, mocoso de mierda!, ordenó. Yo me levanté rajado, me eché escupo en el pelo y me fui al liceo. El inspector me ubicó en la sala y así terminó mi aventura. Pasaron cincuenta años y una tarde me encontré en Santiago con un sobrino de Constitución, frente a Almacenes Paris. Al abrazarnos sentí su voz en el oído: ¡Y cómo está el bistequito con huevo! Yo me sorprendí y él se rió: en la ciudad la historia se había transmitido de generación en generación".
Mis oídos escuchan con envidia su anécdota; le hago ver que yo odiaba el colegio, pero era incapaz siquiera de faltar un día. Si me sacaba un tres se me derrumbaba el mundo. Cuando había prueba empezaba a estudiar la noche anterior cerca de las diez y terminaba como a las dos de la mañana. Me leía la materia cuatro veces para que "me entrara". Concluyo, con una sensación castigadora hacia el pasado, que toda esa época representó para mí una gran depresión, al estilo de la del 29. No me di cuenta de que la sufría. Menos mal.
Un día mi mamá llegó contando que había escuchado una charla de una sicóloga en la que ella les sugería a las madres presentes que al llegar a casa les preguntaran a sus hijos qué preferían, si estudiar o jugar. Cuando mi mamá me hizo la pregunta yo pensé un poco y le contesté estudiar. Ella dijo que la respuesta era jugar, al menos la respuesta que había dado la sicóloga. Infiero de eso que la sicóloga se equivocó, porque no tuvo en cuenta el factor vuelta de tuerca. Y es que el niño que era yo prefería mil veces jugar, pero el peso de la responsabilidad en su vida, su presente y su futuro era tal que llegaba a mentirse a sí mismo, sin asomo de dudas.
De modo que coincidiendo en el diagnóstico, Mentecato y yo aplicamos remedios diferentes.
Dice que un día lo designaron miembro de la banda del liceo y le pasaron un clarinete, pero no aprendió ni jota porque era muy difícil. "Para el desfile del 18 de septiembre se anunció por los parlantes el ingreso de la banda del liceo de Constitución. Ahí pasé yo entre los demás, haciendo como que tocaba el clarinete, pero soplando para adentro".
Mentecato tiene oído musical y es afinado para cantar, al igual que yo, pero ambos salimos como las berenjenas para tocar instrumentos, porque ambas cosas no son lo mismo. Con el tiempo descubrí que la mejor forma de dominar un instrumento es ensayar, equivocarse y repetir el ensayo. Luego, pasar a otra fase, aunque no se haya resuelto el problema anterior. Es la misma solución que desprecié en el taller de guitarra, cuando no salí de los tres acordes de la canción "El tortillero"; o en Artes Manuales, cuando di vuelta el año cepillando listones mientras escuchaba las burradas del ministro Peña, sin atreverme a ensamblar una silla de playa. Me pasé el año entero a puros cuatros parciales cepillando listones. El ministro Peña era el profesor que mató a una ballena bajo el sencillo expediente de saltar sobre su lomo desde un bote a remos y taparle el orificio de la respiración con una papa; al menos eso contaba en las clases. El día antes del examen mi papá le llevó los listones a su amigo Hugo Miranda y éste armó la silla en un dos por tres.
Por no atreverme a fallar, mi oído musical se orientó hacia el canto y el coro, que eran fáciles, porque eran naturales y no había que aprender nada.
En una ciudad pequeña como Rancagua todos los profesores se conocían. Durante una reunión del magisterio mi mamá le preguntó al señor Garfias el origen del nombre Pillanlelbún, ya que éste se autoproclamaba experto en vocablos mapuches. "¡Pucha, señora Fani, me pilló", le confesó tras quedarse pensando un buen rato.
La primera vez que impresioné realmente con mi voz fue en sexto preparatoria. Venía llegando al liceo y empecé a sacarme buenas notas, lo que me transformó ante mis nuevos compañeros en algo así como en una esperanza, en el héroe destinado a derrocar al villano, que era el Plátano González, que de villano no tenía casi nada, fuera de ser mateo y egoísta, pero quién no es egoísta. Al llegar mi turno en la clase de canto me planté delante de mis compañeros y canté "Río manso", imitando la voz de Lorenzo Valderrama. Terminé ovacionado y el señor Olavarría me puso un siete. El Ogaz cantó un tema que decía "una tarde fresquita de mayo cogí mi caballo y me fui a pasear..." y se sacó un cinco. Dos años más tarde el Pérez, que ya había cambiado la voz, cantó "Gina", que popularizaba Johnny Mathis. Entonces su evaluador no era el señor Olavarría sino una profesora soltera de piernas de oro. El Pérez le cantó "Gina" con voz de galán y ojos de sueño pero bien desentonado, lo que no le impidió sacarse un seis. Al año siguiente me eligieron como parte del show de despedida a esa misma profesora, que abandonaba el liceo para probar suerte en el extranjero. Canté "El corralero" acompañado en guitarra por el papá del Pichula Hevia; las mesas del curso se habían cubierto con manteles de papel, sobre ellas había canapés de huevo, torta casera y correctamente sentados me contemplaban profesores y alumnos. Me aplaudieron bastante; pero a la salida el Masa Salgado, profesor de Física y Matemáticas, me dejó helado con su comentario. "¡Qué te pasó, Mardones, que desafinaste!".
Desde aquel día empecé a perder seguridad en mi voz y llegó un momento en que simplemente no me atreví a cantar, lo que me dura hasta hoy.
Cuando estaba en la universidad me tocó compartir asiento en el bus a Santiago con la mamá del Masa Salgado, quien me buscó conversación, lo que en un primer momento me desagradó, porque siempre me ha cargado iniciar conversaciones con personas que no conozco, pero al rato la charla se hizo fluida y ni me di cuenta cómo llegamos a Santiago. El centro del diálogo, más bien monólogo, consistió en su relato sobre la muerte de su marido, el papá del Masa Salgado. Contaba que estaba disfrutando de un asado cuando se atragantó con un pedazo de carne y se murió.
El señor Olavarría era alto, usaba un abrigo gris que le llegaba casi a los zapatos, tenía la cara angulosa y amarillenta, como de chino griego, y hablaba a medias. Apuraba las palabras o se las tragaba antes de completarlas. Un día de noviembre empezó la clase de la tarde diciendo que habían herido a un señor Keller y nadie le prestó atención. Cuando salí del colegio y prendí la radio al llegar a la casa caí me voy de espaldas: ¡Habían matado a Kennedy!
De modo que de pronto empecé a dejar de cantar, pero como me gustaba la música entré al coro del liceo. A mis papás también les gustaba la música; a mi papá le gustaban los mambos de Pérez Prado y los boleros de Lucho Gatica. Sus favoritos eran "Quiéreme mucho" y "Nosotros", éste último porque concordaba con la atracción que ejercía lo trágico sobre su personalidad. A mi mamá le gustaba la música más culta. Los primeros long plays que hubo en la casa fueron "Carrera de éxitos número 2", "Carrera de éxitos número 3", "Concierto en ritmo" de Ray Conniff, "Edmundo Ros en Broadway", "15 grandes éxitos de Paul Anka", Ray Colignon y su órgano, Los románticos de Cuba, y un long play doble de clásicos de la Sinfónica de Filadelfia conducida por Eugene Ormandy, que yo escuchaba con deleite recostado en el sofá. De esa selección mis temas preferidos eran el vals de las flores de Tchaikovsky y la obertura de "Carmen". Nunca entendí por qué se compraron los sencillos "Un amor diferente", de Bat Carroll, y "Tema de un lugar de verano", de Percy Faith. Eran baladas melancólicas que dejaban un sabor triste en la boca.
En el coro ocupaba la fila de los tenores primeros, luego venían los tenores segundos, los barítonos y los bajos. El señor Morales organizó un repertorio de temas del folclore americano, que incluía también canciones de Stephen Collins Foster. Cantábamos en los aniversarios del liceo o algunos viernes por la noche en el salón de actos. Al coro le debo un viaje a San Antonio. Cada alumno fue recibido en una casa y luego retribuimos la atención cuando nos visitó el coro del liceo de San Antonio. Recuerdo haber bajado por un cerro conversando con una chica. Al llegar al plano los integrantes del coro estaban reunidos en una sala y algunos tocaban la guitarra, lo que me provocó admiración y envidia, porque podían sacar de oído las posturas de las canciones. Esa noche el señor Morales estaba acompañado por un joven mayor, que ya había egresado del liceo y que al entonar una melodía para nosotros se reveló como gran guitarrista y cantante.
La esposa del señor Morales también era profesora. Un día llegó llorando a la casa con sus hijos chicos y una maleta. Habló con mi mamá a puerta cerrada y al rato mi mamá les preparó una pieza. Estuvieron viviendo con nosotros como dos semanas. Cuando preguntábamos, mi mamá no decía nada.
En el coro se preparó durante todo el año un viaje al festival nacional que tendría lugar en Puerto Montt. Ensayamos como contratados. Para las vacaciones de invierno la Lilian Inostroza y su hermano nos invitaron a Caletones a mí con el Vitorio. Yo estaba enamorado de la Lilian y soñaba con conocer la nieve, pero cuando en el ensayo del coro me tocó mostrarle el justificativo que llevaba escrito al señor Morales, el peso de la responsabilidad fue más fuerte. No me atreví y me perdí esas vacaciones.    
Llegó el mes de octubre, mes del festival, y el señor Morales nos comunicó que el coro del liceo no viajaba. Jamás quedó clara la razón y hasta última hora abrigué la esperanza de que la decisión se revirtiera. La misma noche del viaje pensé desde mi casa que alguien llamaría por teléfono urgente para que acudiéramos a la estación a tomar el tren. Cuando el tren se detuvo en la estación y a lo lejos se escuchó el pitazo de partida, volví a mi mundo interno y me puse a dibujar historietas.
Por esos mismos días mi mamá iba caminando por la calle Independencia cuando una voz a todo chancho que le llegó por detrás la hizo saltar.
-¡Colina del trueno! -le gritó un hombre. Mi mamá se asustó y se dio vuelta. Era el señor Garfias, que exclamaba con acento triunfal y una mirada cercana a la demencia.
-¡Pillanlelbún! ¡Colina del trueno!, señora Fani.


sábado, julio 13, 2013

Memorias de la princesa rusa

Primero fue el amor, luego la malicia.
Enamorado a los once años, al cabo de unos meses terminé perdiendo el interés en la persona amada, una blanca y virginal niña de mi edad: con ella, poco y nada estaba al alcance de la mano, misteriosa su mirada, ininteligible como escritura cuneiforme. ¿Qué seguía después de enamorarse? Aspirar a un beso era como soñar con la cima del Everest; ni pensar en contraer matrimonio, yo era demasiado chico entonces, y si a eso le sumaba el pago de las cuentas del agua y de la luz y el arriendo de una casita decente, temas no resueltos y tremendamente graves para ser sorteados a tan temprana edad, el problema se tornaba insoluble. ¿En qué rincón de la voluntad se hallaba la razón de acometer una empresa como aquella con una niña de once años, flaca como palillo, indescifrable como receta de médico y que se empeñaba en pronunciar Dick Van Trick en vez de Dick Van Dyke? Lo que estoy recordando es tan abstracto que no encaja en corazón alguno, o al menos se hace invisible para el mío. ¿Qué hay después del amor, después de entregarse el uno al otro? No lo sé hoy y menos lo intuía entonces. Me limitaba a sentir, a cruzarme con ella en la plazuela Simón Bolívar, a echarla de menos cuando la suerte me impedía verla. Finalmente la olvidé, hice la del cobarde que opta por negar su fracaso.
Desaparecido de mis pensamientos el primer amor reclamó entonces su merecido lugar la malicia, que no era otra cosa que el deseo pasado por el cedazo de la religión en los años perdidos de comienzos de los sesentas, vistos con una lupa enfocada en la pequeña ciudad de Rancagua.
Vino acercándose solapadamente, hasta que de pronto llegó y lo echó todo a perder, lo digo desde el punto de vista de la continuidad de estas memorias de la infancia, tal vez desde el mismísimo punto de vista de la vida humana. El nacimiento del deseo sexual lo cambió todo en mi vida y puedo afirmar sin lugar a dudas que fue lo que realmente le dio fin a mi niñez. Se dice de la adolescencia esto y esto otro, se diserta sobre los cambios de ánimo, la definición de la personalidad, las espinillas, el estirón... está bien, lo acepto, pero es el deseo sexual lo fundamental. Sin deseo sexual se puede seguir siendo niño, a pesar de las espinillas y los estirones. Con deseo no. Con deseo sexual el niño que uno era se sorprende a sí mismo buscando lo escondido, fijándose otros límites, oscuros y peligrosos; llegan las frustraciones y se conoce un placer jamás imaginado y sobre todo efímero, el del orgasmo.
El aviso fue procaz: sin ponernos de acuerdo, a todos los compañeros de curso nos dio por fisgonear a nuestras profesoras. La maestra de Artes Plásticas pasaba mesa por mesa revisando nuestras pinturas a témpera; los más vivos la rodeaban y cada uno a su turno se agachaba para mirarla desde el suelo. Cuando fue mi momento vi de repente un poto voluptuoso con el calzón blanco enrollado entre las nalgas. Pensé que el corazón se me iba a detener; un codazo me sacó del paraíso. La profesora de Inglés, que tenía unas pantorrillas y un trasero hechos a mano, se cruzaba de piernas en su escritorio y se le asomaba el portaligas. Yo creía morir y llegaba a mi casa contando esa escena, ingenuamente. Mi mamá se reía a carcajadas, pero mi papá escuchaba con atención. Un día también quiso ver sus piernas en una reunión de apoderados, sin éxito, según me contó con cierta decepción. A la profesora de Historia éramos muchos los que la esperábamos en la puerta del liceo, porque era dueña de un Fiat 500 cuya puerta se abría hacia adelante. Al descender lo hacía sin delicadeza alguna, bajando primero la pierna izquierda y luego la derecha, acción que nos regalaba sus calzones completos, de arriba abajo. Entrábamos a clases temblando. En los recreos nos apresurábamos a bajar las escaleras antes que ellas, o a subirlas después. La cosa era ver piernas hasta donde el ángulo lo permitiera.
Pero nunca resultaba suficiente. La sensación que quedaba de esas visiones era de vacío y desilusión, sensación más frustrante que divisar un tesoro a través de una vitrina.
Por esos mismos días los alumnos precoces les enseñaban a los cándidos como yo el método científico para correrse la paja. "Se echa el cuerito hacia atrás y se frota el pico hasta que se para; al final se siente un gustito". Eso era todo y yo trataba de dar con la fórmula, pero me quedaba dormido. Un par de meses más tarde lo conseguí. La sensación previa fue tan intensa y creciente que pensé que me volvería loco; luego vino el clímax, que barrió con todos los placeres sentidos hasta el momento, y después volvió la calma y me dormí. A la mañana siguiente no hallaba la hora de llegar al liceo para contar que había sentido el gustito. Mas entonces vinieron los consejos y recriminaciones. No se debía abusar, porque brotaban espinillas. Y si se repetía demasiado el acto el miembro crecía, señal de que el niño era vicioso. Cuando acudía a la iglesia a desahogar la conciencia le confesaba al sacerdote "he fornicado, padre" y el sacerdote me hacía rezar tres padrenuestros, hasta que un cura entró en dudas y me preguntó que quería decirle exactamente con "he fornicado" y yo le traté de explicar en palabras académicas (que no se me venían a la mente) cómo se corría uno la paja; entonces me explicó que eso no era fornicar y sólo me mandó a rezar dos padrenuestros.
En las clases de gimnasia los más dotados lucían sus penes como animales dormidos. Yo pensaba por qué no los esconden, están revelando que son viciosos, pero los miraba a la vez con vergüenza, con un sentimiento de derrota. Era ingenuo y acomplejado, siempre fui el menor del curso y a esa edad aún no me había desarrollado, por lo que mi pene era objeto de burlas. Meses más tarde pasé a ser como todos, pero al igual que les sucede a todos los hombres me quedé con la obsesión de las comparaciones, otro motivo más para la frustración, pues aunque siempre habrá algo más pequeño, también siempre habrá algo más grande, incluso mucho más grande.
A esas alturas ya me consideraba sucio por completo. Los domingos iba al estadio Braden a cuartearme. Como la galería Rengo tenía asientos de madera con ranuras longitudinales, en el entretiempo escogía a las mujeres que me gustaban y frente a cada una echaba un papelito por la ranura. Con el chico Castillo y otros compañeros salíamos de la galería y nos metíamos por detrás hasta quedar debajo, como en el revés de una trama. Allí buscaba los papelitos y me instalaba a mirar a placer, protegido por la oscuridad. Nunca faltaba la presencia de un hombre mayor, pero ese miraba solo, como enfermo, y no decía nada. Arriba, en tanto, las víctimas esperaban de pie, aburridas, el comienzo del segundo tiempo, sin imaginar que estaban regalando la visión de sus calzones a una pila de granujas. El chico Castillo, con más carreras corridas que yo, se cuarteaba, luego me observaba y se burlaba. "Estái tiritando, pelao", se reía mientras yo trataba de mantener la compostura, pero la barbilla me rebotaba sin querer contra la columna de madera de la que estaba agarrado para ver mejor.
Una tarde, antes de empezar una pichanga de fútbol en la cancha de la escuela industrial, un compañero llegó con un lote de fotos en blanco y negro, que fueron circulando de mano en mano. En la primera aparecía una mujer desnuda de la cintura para abajo en un campo, metiéndose una botella; en la segunda un perro le lamía la vulva y ella echaba su cabeza de largo pelo negro hacia atrás; en la tercera aparecía desnuda y acostada en una cama con catre de bronce. Un hombre de bigote descuidado lucía un pene erecto de discreto tamaño, de pie ante ella; en la siguiente el hombre se le encaramaba y el encuadre delataba que llevaba los bototos puestos, ambos se anudaban como animales y los ojos blancos más el rictus desabrido del hombre delataban que estaba llegando al clímax. Eran todos fotos hechas a la rápida, de mala calidad, tomadas las primeras al aire libre y las demás en una humilde pieza de prostíbulo; eran fotos grotescas, vulgares, que sembraron encontradas sensaciones en la habitación de mis fantasías, cuyos ecos parecen rebotar  hasta el día de hoy.
Ese año, tal vez el 65 o el 66, el chico Castillo me invitó a pasar las vacaciones de invierno a Sewell, donde trabajaba un tío suyo. El panorama era prometedor: el tío trabajaba de noche, así que durante el día podríamos fumar sin escondernos, ir al famoso cine de Sewell, que daba películas que no se veían en Rancagua, bañarnos en la piscina temperada del gimnasio colosal, ver la nieve. Disponíamos de una pieza con una litera y en nuestras fantasías previas nos imaginábamos entrando a retozar con sendas mujeres, uno en la cama de arriba y otro en la cama de abajo. "Hay que hacer sonar el llavero y si la mujer dice que bueno uno la lleva a la pieza", me decía el chico Castillo, de modo que por las noches, a la salida del cine, mientras algunas mujeres subían las legendarias escaleras de esa ciudad sin calles para llegar a sus departamentos y otras bajaban las escaleras para ir a los suyos, nosotros hacíamos sonar nuestros llaveros, pero no pasaba nada. Frustrados, decepcionados de nosotros mismos, nos quedaba el placebo de acceder al sexo a destajo a través de la puerta ancha que nos ofrecía la literatura. Mi amigo había traído dentro de la maleta, escondido entre las camisas y los pantalones, un folleto que contenía las memorias de la princesa rusa. Recogidos bajo techo nos íbamos turnando en la lectura de los capítulos. Afuera, la nieve cubría las montañas en cuyas galerías subterráneas los mineros extraían el cobre. Dentro de la pieza, acomodado en mi cama de la litera, los ojos se me abrían con espanto ante las arremetidas de la verga monumental del mujik contra la frágil intimidad de la princesa rusa, intimidad que con los minutos se transformaba en un volcán de lava hirviente que tras despachar en un dos por tres al poderoso campesino le ordenaba repetir el acto. La cantidad de hombres y mujeres de todas las clases sociales, incluso de animales que desfilaban por su habitación, excitaba nuestros sentidos hasta un punto en que la urgencia nos obligaba a suspender la lectura. Demasiado pene monstruoso ingresando con y sin permiso entre abultadas nalgas sedientas de placer, demasiadas bocas rojas bebiendo lechoso néctar viril, demasiados estallidos femeninos de éxtasis, página tras página, sin descanso, resultaban insufribles para dos mocosos de 12 años. Las pruebas del pecado quedaban esparcidas sobre un papel de diario puesto cuidadosamente en el suelo y luego todo volvía a la normalidad; el cuerpo se aliviaba y ya podíamos dormir tranquilos, soñando hallar al día siguiente a nuestra esquiva damisela de Sewell.
Apenas regresé a Rancagua decidí emparejarme con la princesa rusa. Aceptó sin chistar mi propuesta lasciva y me regaló su cuerpo, que tomó la forma de la cerrada unión entre los dos colchones que conformaban la cama de mi dormitorio. Era cosa de correr la sábana de abajo y ya estaba a disposición de mis desenfrenos. Por las noches la hacía mía con los ojos cerrados y ella me daba el goce que deben de proporcionar las mujeres que duermen y los muertos: era ella, la insensible, contra mi destino; era la princesa rusa, seca y blanda, contra el deseo ferviente que nacía en mis entrañas. Cosas como esas eran las que me estaban tiñendo de negro la vida y tornándome un pecador sin vuelta. Mi cuerpo deseaba fervientemente a una mujer y como la insatisfacción crecía en vez de menguar, acabado el acto me daba de correazos en la espalda, como había leído que hacían algunos santos. Entonces me sentía mejor, porque era malo ser sucio y era bueno ser santo.  

lunes, julio 08, 2013

Los dos hijos mimados

Eran dos jóvenes; vivían a pocas cuadras de distancia. Ambos, hijos adorados de sus padres. Uno estaba enfermo, el otro estaba sano. Del enfermo se decía que le quedaba poca vida. A mí me lo comentó una amiga, la Nichi, una tarde que nos juntamos en mi casa a practicar para una prueba. El joven se despidió de nosotros, muy amable y cariñoso, y se fue a su casa. Ella me dijo:
-A Juanito le queda poco tiempo. El corazón se le va a reventar porque le creció y ya lo tiene demasiado grande.
Yo ya lo sabía; mi mamá me lo había advertido años antes. Creo que él también lo sabía, pero intentaba tenderle una trampa a su destino. Mi mamá me había dicho que me cuidara, que no jugara tanto a la pelota, porque a mí me habían detectado a los ocho años una lesión mitral, la misma que le descubrieron a él; de modo que bajo esa trágica sombra yo evitaba cansarme en los partidos, misión imposible al calor del juego, predisposición que me llenaba de culpas y que terminó conformando mi estilo dentro de la cancha: mucha visión, piques rápidos y cierta complicidad con los momentos laxos, desde la banda derecha.
Juanito debía de estar bastante más enfermo que yo, porque a él ni siquiera se le ocurría jugar. Es más, había ido adquiriendo una postura de niño elegante, bien vestido, peinado a la gomina y modales refinados. Un muchacho amable y cariñoso, como lo he definido. En realidad, daba gusto hablar con él. Ese día, por ejemplo, nos había contado sus planes. Iba a estudiar leyes y se estaba esforzando en preparar la prueba, la misma que a mi amiga la hizo entrar a ingeniería y a mí, a periodismo. Todo indicaba que le iría bien, porque era estudioso y responsable. De no ser por su corazón tenía el futuro asegurado.
-¿Por qué dices eso, Nichi? Yo tengo lo mismo que él y me siento bien - le respondí.
-Ah -me dijo y no se volvió a tocar el tema, lo que me dejó sumamente preocupado. Pues si Juanito se veía alegre y tan confiado en su futuro quería decir que tal vez ignorara el grado de avance de su mal. Y si lo ignoraba era porque no se lo habían querido revelar con todas sus letras. ¿No podía pasarme a mí lo mismo? Lo único que nos diferenciaba era que yo no me peinaba a la gomina ni era tan alegre, ni tan educado, ni tan estudioso. Ni tan mimado. De todo lo anterior era esto último lo que me tranquilizaba. A los niños por algo los miman, me repetía. A él lo miman porque se va a  morir y a mí no me miman porque no me voy a morir.
Un mes después supe que había fallecido. No alcanzó a dar la prueba; jamás pisó la escuela de derecho. Sus papás le habían regalado un auto, que era como si hoy le regalaran a uno un cohete para viajar a la Luna. Era un Austin Mini usado, el sueño de todo adolescente. Juanito viajó a Puerto Montt, un viaje prácticamente de ida y vuelta. Dos mi kilómetros de un paraguazo. Al regreso llegó fatigado, tan rendido que cayó a la cama. Murió al día siguiente, acompañado por sus padres, que se culparon para siempre de haberle comprado el auto.
La mamá de Juanito era colega de la mamá del otro Juanito, del Juanito sano. Ambas acostumbraban a hablar de sus hijos mimados en los recreos de la escuela 2. Esto llegaba a mis oídos a la hora de almuerzo, de boca de mi mamá, que también enseñaba en esa escuela. De allí surgían entonces, ante la menor recaída de Juanito el enfermo, sus advertencias. Y de allí surgían también las novedades que hacían salir canas verdes  a los padres de Juanito el sano. Según mi mamá, Juanito el sano había salido deschavetado porque a sus padres los unía un lazo familiar. Dicho de otro modo, el matrimonio de sus padres fue el matrimonio de un tío con una sobrina. Por su condición de radical, el papá de Juanito el sano tenía un puestazo en el magisterio provincial y su mujer (la sobrina), que era joven, guapa y no servía para nada, había entrado por la ventana a la escuela 2. Cuando resultó obvio que no tenía la menor idea de cómo hacer una clase le fue asignada la plaza de bibliotecaria, que ocupó hasta su muerte. En esos almuerzos familiares mi mamá llegaba comentando con lástima los últimos sucesos de los dos Juanitos. Ante Juanito el enfermo su voz se recubría de compasión hacia sus padres, que día a día sentían cómo se les consumía el hijo. Ante Juanito el sano la compasión se mezclaba con un timbre de recriminación. Después de todo ellos se habían casado a sabiendas de que eran parientes, y habían tenido un hijo; ahora debían resignarse a su sino.
Dije que la mamá de Juanito el sano ocupó la plaza de bibliotecaria hasta su muerte. Pero tal circunstancia no duró mucho tiempo. Eso explica lo visiblemente alterada que llegó mi mamá una tarde a la casa.
-Sergio, se murió la Ofelia -le comentó a mi padre, atragantada con la noticia.
En efecto, la joven madre de Juanito el sano había muerto el fin de semana, víctima de la estúpida complicación de una sinusitis.
"La pus se le fue al cerebro y se lo coció. Agonizó el sábado y el domingo amaneció muerta, pobrecita", decía.
Yo me la imaginaba en una cama ancha de una pieza fría y grande de paredes de cemento, con una lámpara de velador encendida y su voz balbuceando palabras incoherentes, mientras su marido y Juanito la miraban sin hallar qué hacer.
Cada primero de noviembre se encontraban en el cementerio. La tumba de Juanito el enfermo era cubierta de flores y sus padres le rezaban una oración. A pocos metros yacía la mamá de Juanito el sano, visitada por el viudo y su hijo. El joven incorregible ya no era tema de conversación. Vagaba por las calles de Rancagua, despreciaba el trabajo, gastaba lo que no tenía y su papá le pagaba todo. Pero el padre, que ya era maduro cuando se casó, envejecía a pasos agigantados y un buen día se murió de viejo. Juanito el sano quedó solo y en pocos meses dilapidó la fortuna que recibió en su condición de único heredero. Lo último que se supo de él, y que fue el comentario de toda la ciudad, fue que, agotadas las reservas, vendió la tumba de sus padres. Trasladó sus restos a una porción de tierra seca en el cementerio de Machalí y utilizó la diferencia en su favor.

lunes, julio 01, 2013

El secreto

-No para de reír -comentó la encargada. Las visitas le hicieron una venia al anciano y le sonrieron. Él las saludó, sin dejar de reír. Luego pasaron al salón. Los demás residentes lucían compuestos. Algunos jugaban a las cartas, había mujeres que tejían, otro grupo conversaba. Un viejo miraba fijamente al vacío.
-Bien, qué les parece.
Las visitas se miraron. La mujer preguntó, mirando al anciano que reía.
-¿No es... peligroso?
-Tan peligroso como lo es la risa -respondió la encargada.
Las visitas se retiraron a deliberar a un rincón. Luego volvieron donde la encargada.
-Aún no hemos tomado la decisión. Le avisaremos -dijo ella.
-Muy bien -dijo la encargada.
Una vez que se fueron, la encargada se cruzó con una de las empleadas del asilo.
-¿Qué le pasa a don Manuel, Lucinda? ¿Alguna vez dejará de reírse?
-¡Tiene unas ideas!, señora.
-¿Te habla a ti, Lucinda?
-A veces lo escucho. No me habla, pero yo paro la oreja cuando le hago la pieza.
-¿Y qué dice? ¿Dice algo?
-Un día le pregunté de qué se reía tanto y me dijo: "Tú no tenís la edad, Lucinda. Tú soi muy joven todavía".
-¿Y qué más te dijo?
-Nada más. Siguió riéndose; se mataba de la risa.
-Está chalado el pobre. Vaya uno a saber qué le entró a la cabeza.
-Dice que cuando cumplió 85 pensó que iba a descubrir un secreto, esas cosas le escucho cuando le hago la pieza.
-¿Qué secreto?
-Dice que antes pensaba que los viejos tenían el secreto de las cosas. Dice que cuando cumplió 85 años se rindió.
-¿Se rindió? ¿De qué se rindió?
-Dice que los viejos no saben ningún secreto. Dice que no tiene nada que aprender de los viejos, dice que los viejos tampoco tienen nada que aprender de los jóvenes. Dice que los que saben son los niños, pero que se han ido poniendo escasos.
-Ah, ¿y de eso tú crees que se ríe, Lucinda?
-Sí, señora, de su descubrimiento.
-A ti por lo menos algo te habla.
-Habla solo, pero me hace caso cuando estoy haciendo la pieza. Le digo don Manuel siéntese ahí y se sienta; don Manuel hágase pallá y se hace pallá.
-Ya, entonces tú me puedes hacer un favor, Lucinda.
-Dígame no más, señora. Lo que se le ofrezca.
-¿Le podrías pedir que no se ría tanto cuando vengan las visitas?, mira que me espanta la clientela.

sábado, junio 29, 2013

La estufa a gas

La estufa a gas era un artículo de segunda necesidad; no nos quitaba el sueño, pero cuando entró a la casa se abrió paso y se transformó en el centro del hogar. Era una estufa preciosa, dorada, con cuatro rueditas y dos quemadores. El balón se instalaba dentro y su conexión resultaba relativamente sencilla; sólo había que bajar el regulador y soltar una argolla hasta sentir que quedaba sellado. Bien poco nos costó entender que los balones duraban poco, comparados con lo que costaba comprarlos. Cuando el gas empezaba como a reclamar quería decir que los minutos de ese balón estaban contados. Entonces lo sacábamos y lo agitábamos unas diez veces y para nuestra satisfacción el quemador volvía a brillar, pero a los cinco minutos se repetían los estertores, más dramáticos que el inicial. Lo agitábamos otras diez veces y de nuevo brillaba, como canto de cisne. El tercer presagio redoblaba nuestros esfuerzos, sabiendo que aplazábamos una muerte y que hiciéramos lo que hiciéramos, sobrevendría. Rendidos ante la evidencia, la estufa dejaba de brillar. Si había dinero, mis papás llamaban por teléfono a Agrogás o a Gaslisur y recibían un nuevo balón a domicilio. También pasaban vehículos ofreciéndolos. Los empleados  golpeaban los balones con un fierro, como si tocaran la campana, al igual que hoy. Si no había dinero se retornaba al combustible original. Hasta ese momento la clase media rancagüina usaba el brasero a carbón, que no era malo, pero había que encenderlo a la intemperie, alimentarlo continuamente y acercarse mucho a él para recibir su calor. Cada cierto tiempo leíamos en los diarios que los habitantes de una casa cualquiera habían amanecido muertos, dos ancianos, una madre con sus hijos, una familia entera, intoxicados por un brasero que no retiraron del dormitorio. Antes de la llegada del gas, la opción al brasero era la estufa a parafina, que despedía una humareda de padre y señor mío, de modo que entonces su popularidad no era de las mejores. En cuanto a las estufas eléctricas, tener una era como tener un certificado de quiebra a corto plazo. La cuenta de la luz debía de ser tan alta que nadie se imaginaba ni por un momento llevar una a su casa. Cuando nos cambiamos a la casa nueva de Eduardo de Geyter 566 descubrimos los deleites de la chimenea. La chimenea reinaba al costado del living comedor y se encendía sólo para ciertas ocasiones, como eran por ejemplo las noches con Hugo Miranda y la señora Ana, o las tardes de canastas con café batido, o sagradamente el día del aniversario de matrimonio de mis papás, que era el 12 de julio, pleno invierno. Siempre que ardían las primeras llamas, la mitad del humo se iba por el tiro y la otra mitad afloraba hacia el living comedor, del mismo modo que esos fumadores que aspiran y enseguida hacen subir el humo hacia la nariz. De su boca de ladrillo parecía irrumpir una lenta catarata que caía invertida hacia el techo. Pero la fiesta seguía igual. Se veía un poco menos y dolían los ojos, aunque a nadie le importaba. Sencillamente la chimenea fue mal construida, eso era todo. Con los años mi papá descubrió un combustible antiestético, barato y excelente: el carbón de piedra. Dejando de lado el problema del tiro, para mí la fealdad del carbón pasaba a segundo plano al contemplar esas rocas negras que de pronto se abrían en finas grietas, de las cuales emergían vigorosas lenguas de fuego. Me quedaba tardes enteras mirando cautivado el fenómeno junto al Rucio Medina, mi amigo de entonces, tanto o más callado que yo, pero más inteligente. A veces mi papá partía a sus asuntos y dejaba al Rucio cuidando la chimenea. Yo entraba a la casa y lo veía junto al fuego, mirando o pensando o soñando, con esos ojos claros, tristes, de idealista, que lo caracterizaban. Un día yo empecé a bostezar y el Rucio me tiró de lejos una bolita de papel y me entró a la boca y me cortó el bostezo.
Esta historia podría irse abriendo hasta el infinito; mi imaginación y mi temor a la impaciencia del lector prefieren irla cerrando.
El día que llegó la estufa a gas hacía mucho frío. Yo leía una novela chilena de la colección Zig Zag, esas novelas infantiles de tapas de cartón amarillo con un dibujo en la tapa. El frío me acercó a la estufa, me eché a leer al piso de tabla para tenerla cerca. Sentí arder las mejillas; me retiré un poco, no tanto como para que volviera el frío. Mi mamá conversaba con otra profesora, a pasos míos, en la mesa del comedor. La profesora le contaba la vergüenza de una amiga suya y repetía la palabra amante con tanta insistencia que me desconcentré por completo. Hablaba a borbotones y no lograba contener la emoción de la noticia. La amiga había estado todo el día esperando la llegada de su amante y el amante había llegado por fin, hablaba de algo sucedido hacía no más de una semana. El amante había descendido a la estación en el último tren nocturno. Venía con su maleta, agazapado, poco menos que de incógnito, caminando entre las sombras que arrojan las sombras de las calles laterales, pero venía enfermo. Apenas se pudieron abrazar, no se alcanzaron ni a dar un beso, y le pidió permiso para entrar al baño. Allí permaneció, quejándose en silencio para no molestar al vecindario, hasta que no pudo más. "Murió esa misma noche en la casa de mi amiga, señora Fani, qué vergüenza por Dios", le decía a mi mamá una y otra vez, hallando siempre de ella la misma respuesta: "Qué terrible...". Yo miraba fijamente las páginas del libro, pero imaginaba a un hombre de pelo engominado, bigotillo negro y sombrero, vestido con un terno rayado, camisa blanca, corbata y zapatos relucientes; un hombre adolorido que al fin llegaba a una casa que latía enteramente para él. No me calzaba en ese cuadro su agonía; se me hacía difícil entender lo terrible de su muerte.

lunes, junio 24, 2013

Noche de insomnio

Era una pieza alta, así la veía entonces, hoy ya no lo es tanto. En la cama de al lado, la abueli dormía plácidamente. La cama daba a una ventana que nos traía las voces de la calle: compadres trasnochados que regresaban de un prostíbulo, borrachos ignorantes de su inmediato destino, huascazos enérgicos del conductor de la victoria a su caballo. Se podía pasar la noche entera oyendo ese canto. Fijo que cada cinco o diez minutos una de aquellas voces llenaría la calle Ibieta. Vendría de lejos, desde Maruri, se acercaría, diría un par de groserías justo frente a la ventana, otra voz le contestaría y luego ambas serían tragadas por la oscuridad. O de la nada surgirían unas pezuñas chocando contra el pavimento, sacando chispas, y hacia la nada se irían, así sentía esa noche de insomnio.
Cuando nos quedábamos con el Vitorio, que era muy seguido, porque dormir en Ibieta nos daba libertad, alegría, nos quitaba esa telaraña que nos cubría en las noches de la casa de Bueras 129, Bueras con Palominos, nuestra casa, no siempre tranquila, habitualmente confusa y angustiosa, como las casas que esconden conflictos sin resolver, al revés de Ibieta, casa de problemas más simples tras las muertes del tata Lucho y el tío Octavio, problemas como la libreta del almacenero que debía pagarse a fin de mes; decía que cuando nos quedábamos con el Vitorio, la abueli dormía plácidamente en su cama, la Mirita le hacía un espacio al Miguel y nosotros compartíamos camas con el Lucho y el Julio. Dos a la cabecera, dos a los pies.
La noche transcurrió a la velocidad del reloj despertador, lenta y demoledora. Mi mente se exigía estar despierta, ganarle una especie de guerra declarada a mi cuerpo; el tic tac me iba elevando a la categoría de héroe anónimo, segundo a segundo necesitaba demostrar la fuerza prodigiosa que ni mi hermano ni mis primos poseían. Lo haría a punta de esperar los caballos y las maldiciones de los ebrios. Mientras, reflexionaría acerca de lo que reflexionan los niños de nueve años en sus noches de insomnio, que en mi caso eran pensamientos obsesivos, libres de terror, algo mágicos, en el fondo verdades profundas intuidas y jamás vueltas a ver. Poéticamente todo esto se resumiría en un simple verso:

Yo a esa edad ya sabía

La abueli no estaba en su cama cuando vi entrar el amanecer por la ventana. Se había levantado a encender la cocina a leña. Afuera se abrían y cerraban puertas, escobas arañaban las veredas, las victorias se sucedían unas tras otras y de los borrachos no quedaba sino el recuerdo de sus bravuconadas y sus canciones de amor. En ese instante experimenté secretamente el triunfo de haber pasado por primera vez en mi vida la noche en vela, seguí pensando en eso con un orgullo no declarado, poder no compartido, cuando me levanté a jugar al patio. Con el tiempo me surgieron dudas; hoy estoy convencido de que durante un buen rato dormí profundamente.

jueves, junio 13, 2013

El mendigo

La noche estaba fría. Cinco grados, probablemente un poco menos. Marcos no hallaba sitio para dormir, los inspectores municipales lo habían despojado de uno bueno en la mañana, el rincón de un portal que había sido su hogar, y ahora volvía a la intemperie como en sus mejores tiempos, cuando recién comenzaba en el oficio. Ante el restaurante, con un par de frazadas al hombro, miró sobre las cortinas que ocupaban la mitad inferior del ventanal. En la mesa más próxima a sus ojos, cuatro hombres en mangas de camisa comían, bebían y reían a sus anchas. En la del rincón, una pareja de amantes se miraba a los ojos, ignorando sus copas de vino a medio llenar. Se notaba que eran amantes porque cenaban arrinconados y se miraban a los ojos.
Marcos les echó un vistazo indiferente a todos. No sentía envidia. No conocía ni la envidia ni la ambición. Ninguno de ellos le solucionaba su problema. Tampoco deseaba estar en su situación. A él sólo le interesaba hallar un buen lugar para dormir. Y de ser posible, una caja de vino. El nochero del edificio aledaño al restaurante lo saludó de lejos.
-Hola, Marcos, ¿tan tarde y aún en pie?
-Me echaron, don Felipe.
-¿Que no tenís dónde dormir?
-Ando buscando.
-Yo te daría un rinconcito, pero sabís que no se puede, Marcos.
-Gracias, don Felipe, no se preocupe. Ya encontraré algo. Pero si tuviera un vinito...
-Toma, llévate esta caja llena y así me salvái a mí.
-Gracias, don Felipe.
-Yo no puedo tomar, menos de noche, pero la carne es débil. Llévate la caja y me salvái. El otro día casi me pilla don Jorge. Si me pilla me echa, es muy bravo ese hombre, vive pendiente de lo que hago, como si no tuviera más cosas que hacer.
-A lo mejor le tiene echado el ojo. Trate de no tomar, don Felipe.
-Me lo decís tú.
-Yo traté, pero no pude. Usted todavía puede.
-Gracias a Dios.
Dos hombres bajaron de un edificio ubicado una cuadra hacia el oriente. Caminaban en dirección al restaurante. Rondaban los 40 años y vestían casacas deportivas subidas hasta el cuello y zapatillas.
-¿Cargaste la pistola, Piti?
-Sí.
-¿Estái seguro?
-¿Vos me creís aficionado? Soy profesional, llevamos meses trabajando juntos y parece que todavía no me conociérai. Noto que me mirái en menos.
-Hay que asegurarse.
-Vos vivís inseguro. El día que te agarren va a ser por eso.
-Mira, Piti. Un loco con una frazada.
-Concéntrate, hermano. Vamos a otra cosa.
-¡Eh! ¿Qué te creís, loco? ¿Te creís Michael Jackson?
-No, señor, ando buscando...
-Tengo sed. Dame la caja.
-Concéntrate, hermano, déjalo tranquilo.
-Pásame la caja, loco culiado.
-Tome, señor.
-Y ahora te vai de patada en la raja.
-Déjalo tranquilo, te dije.
-No me pegue, señor.
Una patrulla de Carabineros dobló la esquina. Los policías vieron la escena y descendieron. Un carabinero desenfundó su arma y uno de los hombres sacó la pistola. El mendigo quedó entre los dos fuegos. Salieron las primeras balas. Marcos se escabulló; los guardianes de la ley corrieron tras los dos hombres, que huían echando disparos al aire. Marcos caminaba en sentido contrario hasta que percibió que sus piernas le flaqueaban. No estaba cansado, pero no podía avanzar un solo paso más, tanto así que se agachó y se echó mansamente al suelo. Entonces sintió el líquido caliente que le salía del vientre y que comenzaba a caer en gotas gruesas a la acera. Era sangre y se asustó. Desde la caseta, el  nochero había llamado a la ambulancia. Diez minutos más tarde el vehículo llegó al lugar. El mendigo estaba rodeado de transeúntes y algunos le prestaban los primeros auxilios. Los camilleros bajaron raudos y un hombre de blanco lo conectó a una máquina mientras otro le taponeaba la herida.
-Tranquilo, amigo, se pondrá bien -le dijo el hombre de blanco. En la camilla lo taparon con una frazada reluciente.
-Tengo frío -les dijo, tiritando. Los camilleros lo subieron a la ambulancia y la máquina partió a toda velocidad al hospital, haciendo sonar la sirena.
Marcos se sentía extrañamente bien. Le dolía un poco el bajo vientre; no tanto, era un dolor soportable. El frío iba dando paso a un calorcillo agradable que le provocaba somnolencia. A nadie le importaba que no tuviera dinero para pagar, y sin embargo recibía palabras de cariño, trato amable, las mejores atenciones. Era tan extraordinario que ahora que se moría todo el mundo se preocupara de él, que le dio gracias por ese milagro a la Virgen. Mientras la camilla corría a la sala de operaciones, rogaba que este momento fuese eterno...

martes, mayo 28, 2013

El manantial

Germán sonrió al saludarlos y se ruborizó, mas un buen observador se daba cuenta al cabo de un tiempo de que lo suyo no era bochornosa timidez, sino hábito. Debido a un mecanismo desconocido, Germán era feliz sufriendo alegremente. Le gustaba contar sus malas noticias, lo hacía sonriendo, mirando al suelo, en apariencia cohibido.
La diabetes lo había tenido en las cuerdas, internado de emergencia. Les comentaba, acusándose, que durante el año había jugado con la muerte, comiendo y bebiendo como si se tratara de llenar uno de los toneles que usaba para almacenar las manzanas de su huerta. Los negocios no andaban del todo mal, aunque el dinero no llegaba. El hospital lo había enflaquecido. Su hijo menor era un demonio, otra causa para su padecimiento sublime. Su mujer, joven y atractiva, parecía no existir para él, no daba para mención en sus dramas.
De pronto se animó de verdad. Les contó que a punta de trabajo e intuición había descubierto un manantial. Y se los quiso enseñar.
Los tres bajaron por el césped de la colina, brillante por la reciente lluvia. Pasaron una cerca abriendo los alambres de púa, cruzaron una casucha deshabitada y doblaron una curva en el sendero hasta que sus pies llegaron a un corte a pique. Allí estaba el manantial, brotaba sin parar de la roca viva y formaba una película de agua cristalina sobre un cuadrado de arena. El sol de otoño le daba de lleno a esa única hora, escondido en el cerro como estaba. De ese pequeño depósito nacía un arroyo paradisíaco que bajaba hacia el lago.
Germán hacía planes fabulosos a partir del manantial. Por fin habría agua para las parcelas que estaba vendiendo hacía años. El negocio se tornaría extraordinario.
Estuvieron mirando un buen rato ese regalo de la naturaleza, probaron su agua, que era riquísima, y cuando no hubo más que hacer, volvieron. Un manzano se había desprendido de casi todos sus frutos, que se pudrían en el pasto. Germán no reparó en ellos; sí sus acompañantes, que se guardaron un par en los bolsillos.
Detrás de los visillos de la ventana de la casona antigua, la mujer los miraba con una maleta en la mano.

jueves, mayo 23, 2013

Conversación en el Metro

-La situación se hace ingobernable.
-¿Ingobernable? El asunto está controlado. Es cosa de ver a estas personas.
-No se engañe, Ismael. Usted no sabe lo que piensa el hombre maduro de parka y maletín parado en ese rincón, tampoco la señora de cartera que está sentada frente a él. Usted no es capaz de advertir los resentimientos de la gente, se lo he dicho tantas veces.
-Yo lo que veo es gente tranquila, satisfecha, y una pequeña masa de inadaptados.
-Los satisfechos irán donde los lleven los inadaptados.
-¿Y si para usted la situación es ingobernable, qué sugiere hacer entonces?
-Retirarnos al campo, Ismael, cuanto antes mejor. Usted está en situación de hacerlo. Dele uso a esa cabaña que tiene frente al riachuelo, la cabaña donde va a pescar truchas. Allí hay de todo.
-Si el caso es ese, yo daría la batalla. Levantaría la voz.
-¡Qué va a levantar la voz usted!
-¿Qué dice?
-Qué va a levantar la voz.
-¿Por qué me habla así? ¿Qué le sucede?
-Ismael, llevo más de 20 años esperando que me proponga matrimonio. Y ahora, con su permiso...
-¡Espere!, no se baje, todavía nos faltan dos estaciones, no se vaya...


miércoles, mayo 15, 2013

Los celos de mi padre

Mi padre era de celos enfermizos, aunque afortunadamente puedo contar sus ataques con los dedos de una mano. Desde luego el arrebato principal no lo viví, porque yo aún no había nacido. Estaban recién pololeando, mi mamá estudiaba en Santiago y la tía Olga la alojaba en su modesta casa del sector Estación Central. Ese domingo mi papá viajó a verla desde Rancagua junto a su futuro suegro, el tata Lucho, pero cometió el error infantil de almorzar y partir al estadio con el suegro. Con los años, cada vez que la anécdota se recordaba en la sobremesa, él aseguraba a quien quisiera escucharlo que había actuado así "para no despreciar la invitación de don Lucho", pero como todos sabíamos cuánto se apasionaba por el fútbol, dábamos por sentado que esa tarde no lo acompañó de mala gana. El asunto fue que mi mamá, tierna jovencita, aceptó a su vez otra invitación, la de un inocente vecino bien entrado en los cincuenta, a quien ella trataba de señor. Y así, mientras mi papá disfrutaba de la reunión doble en el Estadio Nacional, mi mamá y el señor Campos veían tres películas en el cine del barrio, con el permiso de la tía Olga.
"Cuando veníamos de vuelta vi que Sergio le estaba pegando a un poste, se llegaba a sacar sangre de los nudillos", contaba mi mamá y cundían las carcajadas, las recriminaciones y las explicaciones.
Aunque salía perdiendo, creo que en el fondo a mi papá le gustaba oír la anécdota, porque acaparaba la atención, lo que en su caso no se daba tan seguido. Lo más frecuente era que mi mamá llevara el pandero, aun sin desearlo. No había cosa que le molestara más al viejo que contestar el teléfono y decir: "Fani, para ti". Sucedía en 19 de 20 llamadas y ahora que lo medito, a mí en mi casa me pasa hoy lo mismo. Una de cada diez llamadas es para mí.
El motivo de los celos de mi padre era la inseguridad, no el morbo ni el deseo perverso de querer ser engañado. A él le gustaba planificar, gobernar como dictador y ser obedecido. Si miraba la panera quería decir que mi mamá debía prepararle el sándwich y si pasaba cierta hora y no le habían servido el té, se irritaba y lanzaba uno de esos gritos que hacían temblar la casa. Su conducta pretendía ocultar su inmensa fragilidad y detrás de ella, incluso, su extraordinaria sensibilidad, que al quedar tan cubierta, capa tras capa de rezongos, reclamos, malestares, recién podía aflorar cuando bebía o en otras contadas ocasiones.
Se sentía inseguro, se sentía menos que mi madre.
Una mañana de domingo oí una áspera discusión desde mi cama. Mi mamá debía viajar a una reunión en Santiago y mi papá no la dejaba. La discusión iba in crescendo y llegó un momento en que mi papá le cerró la puerta con llave. Yo pensaba pero por qué no la deja ir, qué tiene de malo, y al escuchar sus argumentos enlodados por los celos no podía menos que hallarlos insólitos, ridículos, y lo odiaba por eso. De pronto, en una audaz maniobra, mi mamá abrió la ventana del comedor y saltó a la calle. Yo pensé aquí va a quedar la escoba, mi papá la va a seguir o se va a matar, pero al rato lo vi tranquilo dentro de la casa y ese día transcurrió con toda normalidad, hasta que mi mamá regresó por la tarde.
Como es de suponer, esa anécdota nunca se contó en la sobremesa.

Los enfermos

Sabía que se dirigía a un hospital, pero al escalar piso por piso lo comprendió en toda su forma. No era un hospital; era un depósito de microbios. Los enfermos padecen, eso no es novedad; la novedad era ser testigo de la escena. Afuera el mundo está sano y siente la vida de otro modo. Los mendigos piden, los deudores protestan, los ricos gozan, los trabajadores trabajan y los microbuses circulan por las calzadas y doblan por las esquinas de siempre, como cada minuto de cada hora de cada día. Afuera todo es normal, afuera los enfermos no tienen cabida, bichos raros aislados por la gente como se aisla una bacteria bajo el microscopio; afuera los enfermos viven en una casa que no es la suya. La casa de los enfermos, por antonomasia, debe ser el hospital.
Allí estaban, reunidos bajo el mismo techo, separados de la vida, invadidos por pajarracos invisibles, postrados por accidentes azarosos, desfigurados, mutilados, pálidos, amoratados, con los huesos en la piel, hinchados, cubiertos de sondas, de yesos, gasas, vendas, cicatrices y tantas cosas más que recuerdan la fragilidad humana.
Su esposa, dentro de todo, estaba sana. Sus hijos lo estaban, él lo estaba.
¿Qué hacía la diferencia?
Cómo saberlo.
Su amiga, hoy enferma, hacía un mes estaba sana.
Estar sano, estar enfermo, ¿qué hace la diferencia?
A ella no le dolía nada, pero era un examen tras otro, una biopsia tras otra. Nunca se descubría la causa y la cuenta iba creciendo. Tal vez moriría; tal vez sanaría. ¿Y qué?
La calefacción invitaba a la modorra en la sala común, pero también al estado de alerta por el aire enrarecido, contaminado de bacterias asesinas que estarían al acecho en algunas de las selectas partículas en suspensión, cómo saberlo.
Lo mejor era irse cuanto antes.


sábado, mayo 11, 2013

La mano

-Mamá, tengo miedo de la mano que anda sola por la casa.
-Duérmete, hijita, son imaginaciones.
-No, mamita. Es una mano que resucitó de un muerto y anda sola por la casa.
-¿La has visto?
-Sí. Siempre la siento en la noche cuando camina por el suelo.
-¿Te da miedo?
-Sí, me pongo a llorar.
-Serán pesadillas.
-No, mamita.
-¿Cómo es?
-Tiene un anillo como el anillo del tío Raúl, que suena cuando se arrastra por el suelo.
-El tío Raúl se fue hace tiempo.
-¿Adónde se fue?
-Al norte... ¿te dormirás ahora?
-Sí.
-¿No le tendrás más miedo a la mano?
-No.
-Buenas noches, hijita.
-Buenas noches, mamá... ¡mamá!
-¿Qué?
-No te vayas todavía, que puede entrar la mano.
-No va a entrar.
-Mi hermana dice que al tío Raúl lo metieron preso.
-No le hagas caso y duérmete de una vez.


sábado, mayo 04, 2013

Te juzgarán y serás sentenciado

De pronto las cosas se le aclararon. Bastaba controlar sus emociones y dosificar su verbo para aumentar su poder ante los otros.
Pero en ese momento el jurado ya estaba deliberando. Nada dependía de su voluntad; sólo le cabía esperar.

martes, abril 30, 2013

Todo junto, al mismo tiempo

Cada visión una historia y cada historia una ficción. Es maravilloso y me inquieta. Mi delirio de grandeza ansía la síntesis total, perfecta; no puede ser de otro modo, la concentración ante cualquier minucia haría de mi plan una insignificancia. Confieso estremecido que no adoro a Dios, lo envidio; al mismo tiempo no anhelo ser Dios. La omnipotencia sacrifica naturalmente el goce de la fracción.
Recuerdo al gato perdido, imagino las aventuras del felino rebelde y las desventuras de sus amos, buscando entre la sombra de la noche. Me veo de pronto con una sartén en la mano, detrás de mi asesino. Bastaría un golpe certero en la nuca para desconcertarlo y escapar; pero está escrito que el golpe fallará y que el monstruo me hundirá la cuchilla una y otra vez en el hombro izquierdo, bajando de la clavícula hacia el pulmón. A mi lado están sentadas la consejera y su paciente cada vez más flaca, aquejada de una enfermiza pena de amor; no quiero saber más, aunque al salir la miro de lejos, para ver qué tanto le va afectando su obsesión. Oigo a una profesora y su colega, mientras leen la carta del café. Una opina que el sándwich cuesta cinco mil pesos y la otra le pide bajar la voz. Concluyo, al releer lo escrito, que el verbo opinar encaja perfectamente en la frase: la pronunciación del precio en voz alta ya constituye un reproche y a la vez una declaración pública de insolvencia, es decir, una opinión. Los autos lucen sus ofertas de otoño y por la calle se acerca la belleza sublime de la dama entrada en años, la que jamás me regaló siquiera una mirada.
Este es mi pobre mundo divino. Cinco minutos presos en un cuadrante de una ciudad de tantas, todo junto, al mismo tiempo. El alma apretuja sueños, recuerdos, conjeturas, visiones, y los destaca ante los ojos, pasajeros. El Universo amplifica los detalles y los torna omnipresentes, diminutos e infinitos.


jueves, abril 25, 2013

El vago

-Su nombre.
-Samuel Martínez Lara.
-Su edad.
-27 años.
-Profesión u oficio.
-Empleado.
-Renta mensual. Últimas tres liquidaciones de sueldo.
-122.345 brutos. Acompaño documentos.
-Está bien. Tome este número, pase a la segunda sala y espere el llamado.
(Dos horas después).
-¡160-C!
-Mi número.
-Pase.
(Entra, se sienta).
-¿Don Samuel Martínez Lara?
-Sí.
-Dígame qué se le ofrece.
-Ya lo sabe. Vine a cambiar de piel.
-He leído sus antecedentes. Permítame hacerle unas preguntas antes de dar curso a la operación.
-Pensé que si reunía los requisitos... eso decía el aviso.
-No le estoy negando sus derechos; sólo quiero limpiar eventuales vacíos... ¿No está conforme con sus ingresos en la compañía en que trabaja?
-Al contrario.
-¿Y para qué quiere cambiar de piel? ¿Ignora acaso que si lo hace renunciará a ese ingreso seguro?
-No. Lo sé perfectamente.
-¿Y entonces?
-¿Debe saberse la verdad?
-Sí.
-La verdad es que lo hago porque asumí que soy un vago. Decidí vagar lo que resta de mi vida, aunque sea pagando el precio de la pobreza. No concibo esto de otra forma que observando a la gente, a los animales y a las plantas, a las nubes y a la bóveda celeste. Mirar como idiota es mi aspiración.
-La sociedad condena a personas como usted a la miseria.
-Nadie querrá pagarme el oro que valgo, pero rendiré más que el eficiente empleado que soy.
-¿Por qué?
-En las escaleras del Metro sobra gente inmóvil, apurada.
-Abandona usted el juego del mecano de la vida. Eso a nada bueno conduce.
-Me hace dudar con sus preguntas.
-Esa ventanilla de ojo de buey que está viendo con sus propios ojos, aquella que abre las puertas del quirófano, hará de usted un hombre en carne viva. Apenas sea dado de alta se arrepentirá de lo que ha hecho.
-No me amenace.
-Acompáñeme entonces al quirófano, y que no se hable más.



miércoles, abril 24, 2013

Verdad de cementerio

Si lo quieres, tienes que pagar. Si no puedes, no lo busques. Si quieres y no tienes, vete a otro lado. Si insistes, para ti no estoy.
Todo lo que le decía era verdad. Pero verdad de cementerio. Le insistió con una última propuesta, a sabiendas del resultado. El tono era derrotista.
¿No merezco acaso una excepción?
Las campanas de la iglesia acallaron la respuesta.
Jajajajajajá, quién te crees que eres.
Se fue a su casa, a esperar el correo. Durante siete días aguardó la carta que no llegó. Al octavo día apareció el cartero con una pila de cuentas por pagar.
Qué curioso. Aquello que más quería se le volvía humo, burla y desprecio. Lo que le era indiferente y hasta repudiable aguijoneaba puntualmente su alma, sin fallar jamás.

lunes, abril 22, 2013

El muro y la tinaja

Un enorme muro geológico, imposible evadirlo, de extraña belleza, casi pura roca fría adornada de plantas que dicen tantas cosas cuando vibran por el aire agitado.
Desde abajo elevaban la vista, angustiadas, dentro de una tinaja de agua caliente que las adormecía. Las palabras de los seres que amaban se iban desvaneciendo. Sólo quedaban el muro y la tinaja.
La felicidad del cuerpo, la infelicidad de la mente.
Los arrieros que lo surcan por las noches, ateridos, que lo conocen como la palma de la mano mientras ellas, dentro de las aguas, los imaginan.

viernes, abril 19, 2013

El tallo

El movimiento interno se detuvo y lo clavó frente a la ventana. Por la vereda pasaba la gente con sus mil caras; era agradable divisar desde la perspectiva de un despedido la vida de afuera y la de adentro.
Sin aviso, tomó conciencia de un tallo largo que se elevaba desde un pequeño florero en su mesa. El tallo se refocilaba de su altura tímida; le interrumpía la visión y eso le iba provocando inquietud, por el efecto óptico del desenfoque, que lo duplicaba. Quería ver esas mil caras nunca antes vistas, ese panorama que nada pide y todo lo da, que despierta sensaciones, vagas reflexiones, pero le salían al paso dos tallos difusos. Contrariado, al borde de la ansiedad,  preso de sí mismo, pidió la cuenta y se marchó.

martes, abril 16, 2013

Sensaciones

-¿Es del nueve o del diecinueve?
-Del diecinueve -repitió, pero tuvieron que preguntarle de nuevo, porque su voz apenas se escuchaba.
Aclarada la duda, la funcionaria le entregó el documento, no sin antes fulminarlo a miradas. Cristóbal salió con la carpeta bajo el brazo, sintiendo que llevaba un tesoro. Le había costado tanto obtenerla, y ahora por fin era suya.
Una plazuela se le ofreció a la vista. Buscó un escaño y se sentó. Abrió la carpeta y contempló el documento una y otra vez. Encorvado, con la mirada triste y vidriosa fija en su tesoro, a punto de llorar de emoción, nadie hubiese pensado que estaba feliz. Sin embargo estaba muy feliz.
Sobre el pasto, un mendigo que dormía tapado con una colcha dio media vuelta la cabeza y lo vio sentado en el escaño; el sol le dio de lleno en los ojos y los cerró. Se tapó la cabeza y volvió a dormirse. En el banco de la otra punta, dos liceanas hablaban a gritos. Una se inclinó hacia la otra, la agarró de la nuca y la besó en la boca. La otra le respondió con dos groserías al hilo, ambas miraron a Cristóbal y se largaron a reír. El cartero detuvo su bicicleta y comenzó a revisar sobres del bolso. Un perro vago le ladraba a la rueda trasera. El cartero le tiró un puntapié y erró por centímetros; el perro se alejó, asustado.
Antes las cosas eran  más fáciles. Todo se hallaba claramente delimitado. La norma era la norma, la revolución revolución, la pobreza era pobreza y los hombres se dividían en grandes, mediocres y pequeños. Ahora había tanto que despejar; sobre el mundo se cernía una nata vibratoria que hacía funcionar a las máquinas, cada vez más necesarias e intrascendentes.

domingo, abril 14, 2013

El lustrín

Mi mundo era Rancagua. Y de Rancagua, dos o tres lugares y cuatro o cinco calles. Mi casa, la casa de Ibieta, la escuela 1 (luego el liceo), la plazuela Simón Bolívar, la canchita ubicada al costado de la línea del tren, el quiosco del tío Pablo.
Un domingo, cansada de nuestra holgazanería de niños mimados, mi mamá nos mandó a lustrar zapatos al quiosco. Al principio lo echamos a la broma y con el Vitorio nos largamos a reír. La tercera vez que impartió la orden comenzamos a preocuparnos; cuando sacó el lustrín del cuarto se nos heló la sangre de las venas. Abrió la puerta y vi su figura a contraluz con el lustrín en la mano. La luz del sol me encegueció: ante mis ojos y mis prejuicios se abría el mundo, el único que conocía, esperando para devorarme.
Considerándolo hoy, la idea no era tan terrible y hasta podría habernos dado unos pesos extras; la gente seguramente se habría reído de nuestra gracia, el tío Pablo nos habría gastado algunas bromas y un par de vecinos habrían puesto de buena gana sus zapatos sobre la madera. Eso es hoy, pero entonces era un asunto muy diferente: significaba para ambos el peor de los castigos; de hecho no recuerdo uno peor, y eso que no se concretó. Hacer de lustrabotas era rebajarnos al nivel de pelusitas, humillar nuestro amor propio, ser expuestos a la mofa de amigos y enemigos. Yo me imaginaba, mientras le rogaba a mi mamá que echara atrás la orden, tal vez llorando o tiritando de pavor, me imaginaba dando explicaciones estúpidas a los pies del quiosco, qué les pasó chiquillos, es que nos castigaron, buena la hicieron cabritos, nos portamos mal y mi mamá nos  castigó, y cuánto sale la lustriá, no sé como veinte pesos, ya pero sácale harto brillo, bueno señor.
Saliendo del casco céntrico, el quiosco del tío Pablo era algo así como la puerta de ingreso a los barrios mineros. Frente al quiosco pasaban diariamente, a partir de las cinco de la tarde, una infinidad de obreros que salían de sus faenas en la Braden, mi papá entre ellos. La mayoría de los hombres (en esa abigarrada multitud no se divisaba una sola mujer) seguían de largo por la calle Millán hacia la población Isabel Riquelme y la población Rancagua Sur; otros tantos se metían a la población Rubio y a la población Sewell, doblando en la esquina del quiosco, que quedaba exactamente en el vértice surponiente de las calles Millán y Bueras. La legendaria vía férrea de trocha angosta que llevaba a Sewell ya fue borrada del mapa. Pero en esos años la línea, que nacía en las instalaciones centrales de la compañía cuprífera, iniciaba su camino hacia la cordillera por el costado de Millán y a no más de un metro y medio al sur se levantaba el quiosco. Detrás de éste se hallaba el sitio eriazo que nos servía de cancha de fútbol y que estaba separado de la línea por una reja. La cancha, de una cuadra entera de largo, limitaba hacia el sur con las casas de un piso de la población y hacia el poniente, con más casas.
Entre las poblaciones Rubio y Sewell había una notable diferencia: la primera estaba compuesta de casas de un piso y la segunda, de bloques de tres pisos. Las familias de mayor nivel cultural vivían en la población Rubio; las otras se repartían entre los pisos de los bloques. Nosotros vivíamos en la población Rubio. Aun así, en el barrio entero no se sentía peligro alguno, de ningún tipo, y a nadie se le ocurría encerrar a sus hijos dentro de la casa pasada cierta hora. Pero me desvío.
Al quiosco acudían los vecinos más heterogéneos. Había uno que iba a lucir su uniforme de conscripto. Fumaba de esos Cabañas planos que dejaban amarillas las puntas de los dedos. Yo no me daba cuenta entonces de los miedos que se incubaban en el alma de las personas, porque interpretaba los gestos del conscripto como placenteros, cuando lo más probable es que hayan nacido de la ansiedad de ver pasar el tiempo y como telón de fondo, de la condena de tener que volver al regimiento. A veces cruzaba por allí el Pelado Velorio y todos salíamos arrancando de su terrible mirada que presagiaba muertes, funerales y olor a flores rancias. Juanico, el cantinero de la oreja mocha, tenía su negocio a metros de distancia y regularmente lo veíamos asomarse a la puerta a recibir o despedir a sus clientes. El Muchilo, el Cochefa, el Papa Barata y los hermanos Jara Concha iban llegando de a poco, hasta que se hacía el número mínimo para armar la pichanga. En el quiosco también se vendía el pan. Además su dueño, el tío Pablo, armaba viajes a Santiago en micro para ver los partidos del O'Higgins o los hexagonales del verano, así como los paseos domingueros a la playa. En síntesis y a pesar de su humilde perímetro, el quiosco reunía, comunicaba y cumplía esa función que las ciudades destinaban antes a las plazas, de allí el horror ante la amenaza del cambio de estatus.
Cuando íbamos a los dominios del quiosco los domingos, nuestra entretención era ver las caras tristes de los "nucas de fierro" partiendo a la mina, asomados a las ventanillas del tren y seis días después, sus rostros de ansiedad al regresar a casa. También solíamos poner monedas de un cóndor en los rieles. Eran de aluminio, el tren pasaba sobre ellas y al esfumarse a la distancia corríamos a recoger el producto que dejaba: unos discos delgadísimos aún calientes que no servían para nada.


miércoles, abril 10, 2013

El gran arquitecto

Lo principal ya había sido hecho. Los planos, sin embargo, no se habían convertido en edificio. El arquitecto era autor de un inmenso proyecto que dormía en el cajón del escritorio. Sabía a ciencia cierta que cualquier otro volumen que iniciara sería inferior al que ya había acabado en teoría. Los años se le venían encima y con ellos, lo que arrastran.
Mientras fumaba metió al equipo de música un disco de Juan Sebastián Bach. Desde su departamento se divisaba el río Mapocho y el puente Pío Nono, con la multitud que atravesaba hacia el barrio Bellavista o volvía de las universidades. "A esta altura, pensó, Bach ya había construido sus inmensas catedrales, pero tal como las mías, dormían en un cajón". La primera suite francesa le daba una señal, en su idioma.
Con ese tormento y con esa ilusión bajó a la calle.
Pero el mundo de abajo no era el de Bach; todo se movía en forma desordenada, había demasiados genios circulando, demasiados ignorantes exigiendo, y tanto las obras como las demandas se sucedían a una velocidad espantosa.

sábado, abril 06, 2013

Palabras en la pieza de al lado

-Ámame, por favor, ámame, te lo pido de rodillas...
(¿Acaso no lo notas?)
-Yo te amo, te lo juro que te amo más que a mí misma.
(No lo siento con la suficiente fuerza).
-Si no me crees, destrózame ahora mismo.
(Intento hacerlo).
-Haz lo que quieras conmigo, hazme cualquier cosa.
(Pero qué).
-Te estoy ofreciendo mi vida y no me dices nada, te burlas de mis palabras.
(Eso es lo que piensas).
-Hace mucho tiempo que noto que te burlas de mis palabras, mientras que yo vivo el día entero pensando en ti.
(Bien haces).
¿Te parece que no estoy cuerda?
(A veces lo he llegado a considerar, no lo niego).
-¡Cuerda estoy, nunca en mi vida había estado tan cuerda!
(Noto que te viene de nuevo la explosión de alegría).
-¡Ay diosito! Te siento te siento te siento... ¡Al fin eres mío, ya estás dentro de mí! ¡No me dejes nunca!
(No creas todo lo que sientes, porque te puedes equivocar).
-Mío, mío, mío, sólo mío. No me mientas. Y yo, tuya entera en cuerpo y alma.
(No te miento. Eres tú quien se obstina en fabricar otra verdad).
-Mamá... ¿qué hora es?
-Duerme, hijita, son más de las tres.
-¿Por qué la tía dice esas cosas?
-¿Qué cosas?
-Esas cosas que dice.
-Está hablando con Dios.


viernes, abril 05, 2013

Confusión

-Estuviste bien -oyó que le decían.
Trataba de amarrarlo, pero las formas se le mezclaban y cuando volvió a separar los colores sonó una estampida como choque de trenes y el horizonte se tornó blanco en menos de medio segundo, un blanco más intenso que el foco que pendía sobre su cabeza. En medio de la profundidad le asomaba una duda: no sabía bien si estaba estirando de nuevo los brazos o si dormía plácidamente en la cama que compartía con su hermanito. Algo le ordenaba levantarse, no era de hombre quedarse dormido mientras lo observaban desde arriba; tal vez se hallaba en el quirófano y la orden era no mover un solo músculo hasta que el doctor de humita que movía los labios no completara su tarea.
De la galería surgía un murmullo melancólico. La fiesta estaba terminando y ya era hora hora de marchar a casa, alumbrados todos por esa luz menor de faroles provincianos que llevan directo a la miseria.
Él se disculpó:
-Lo tenía listo, me calzó en un descuido, pero me le hace que a la otra lo boto yo, profe...
 

viernes, marzo 29, 2013

Contención

Sólo faltan dos cuadras, dos cuadritas... ahora falta una cuadra y media... cuadra y media... cuadra y media... cuando llegue al árbol de la esquina faltará una cuadra, pero aún queda bastante, varias casas, un par de edificios para llegar al árbol de la esquina... ahora falta una cuadra... una cuadrita... ya se ve la casa, hay que sacar las llaves, tenerlas listas, llegar y entrar, una cuadrita... ahora es media cuadra, media cuadrita... media cuadrita, no pasa nunca el tiempo... ya está llegando, ya se puede decir que llegó, ya salió adelante.... ya se está salvando...
-¡Pero papá, qué te ocurre!
-¡Déjame pasar, tonta!
-¡Ja ja ja! ¡Estás loco, viejo!
Adentro, al fin sentado, es como un barco que se va a pique, como un cohete gigante que se lanza con violencia, dejando tras de sí una estela rabiosa de fuego, una mezcla de satisfacción y dolor, una suma de sensaciones que sobreviven al big bang del universo...      

lunes, marzo 25, 2013

El Hombre

Había otros cuerpos junto al suyo; unos se movían apenas, otros lucían estáticos, en posiciones extravagantes. Algo lo hizo mirar hacia sus pies: le faltaba uno completo. Más allá que eso le costaba ver, incluso discernir, por el eco del estallido en su cabeza y el polvo en suspensión. La calle entera huía, pero unos pocos fanáticos se acercaron, tantearon la escena, lo metieron a un vehículo y se lo llevaron, olvidándose del resto.

jueves, marzo 21, 2013

La plancha, el taladro y la escalera humana

"El fútbol es simpleza: yo hacía el pase antes de recibir la plancha", explica con un saltito y un movimiento de caderas.
Se va haciendo tarde; es hora de marcharse.
"Un día fuimos a jugar a Antofagasta y el arquero me invitó a la casa de su sobrina. ¿Y qué llevái en ese paquete? le dije, y sacó un taladro. En la noche hizo un hoyo en la pared con el taladro para mirar a la sobrina".
Alguien consulta su reloj.
"En Temuco fuimos al hotel Central, que ya no existe. En la pieza, Arias se puso abajo, Abarca se paró en sus hombros y Ramos se encaramó sobre Abarca. Ramos veía a la administradora que estaba en el baño y les contaba: Se va a sacar la ropa... se quitó el vestido... se bajó los calzones... ahora se está jabonando, pero Arias no dio más y se vinieron todos pabajo".
Nos despedimos.
En la calle las piernas pesan y el calor arrecia: el cansancio invita a la lengua a reposar.

lunes, marzo 18, 2013

Dos padres como estatuas

Volvió y se quedó de espaldas, pegada a la puerta, protegiéndola de la invasión enemiga. Estaba segura de que la venían siguiendo. El cerrojo doble y el peso de su propio cuerpo no bastaban para impedir el ingreso. Sudaba y respiraba con dificultad, como si el corazón apenas le cupiese en el tórax.
Sus padres la miraban y con sus mediocres exigencias de siempre parecía que la estuviesen recriminando. Estaban sentados frente a ella, como estatuas. Cada uno en su sillón. Amarrados a sus muebles con un tipo de alambre fino y resistente. Sendos agujeros en la frente. Los asientos se iban llenando de un líquido viscoso.

jueves, marzo 14, 2013

La visión

La amó, pero sobre todo la deseó con una pasión enfermiza, derivada del aparente desinterés que ella le demostraba cuando se trataba no de hablar de sexo, sino de tener sexo. A veces despertaba en las noches y la acariciaba con el máximo sigilo, para permitirse el malsano placer de sentir que ella gozaba en sueños. Sin embargo jamás intentó conquistarla al estilo de lo que esperan las mujeres de los hombres.
Los años pasaron, no en vano.
Una noche, sentado en su sillón, leía un buen libro cuando la vio bajar del segundo piso. Vestía prendas de lencería de colores chillones. Desde la escala lo miró con una sonrisa idiota, sin decirle nada; él veía en su cuerpo el de una puta en el ocaso, mantenía el libro entre sus manos y no hallaba qué hacer.

viernes, marzo 08, 2013

El pianista

¿Qué podía hacer cuando no hacía lo que el destino le ordenaba ser?
El pianista, concentrado en algo que guadaba en su mente, a toda vista ansioso, se paseaba por la habitación, donde reinaba el piano de cola. Lo tenía frente a él desde cualquier ángulo de la pieza, y aun así lo evitaba. Una ventana le indicaba el mundo exterior. Las ramas de unos árboles, moviéndose con el viento que anunciaba lluvia, lo llamaban a salir y cambiar de vida, pisar el pasto mojado, sentir el aleteo feroz de los gansos migratorios sobre su humanidad, pero él permanecía mudo frente a esas ramas, tal vez sin siquiera verlas, sin saber que estaban allí, que existían. Lo único que tenía claro es que momentáneamente le daba la espalda al piano. La orden tácita era darse vuelta, volver a sentarse frente al monstruo de madera, sacarse el lastre que le llenaba la cabeza de sonidos.
La obedeció, angustiado, y hundió sus dedos en las teclas.

miércoles, marzo 06, 2013

La verdad

Si una ideología apela al instinto, a la riqueza y al individuo mientras otra lo hace al corazón, a los pobres y al reparto de los bienes, la primera tiene la batalla perdida en el campo de las redes sociales, porque la gente posee una idea irreal de sí misma. ¿Quién se negaría a adherir a la compasión? ¿Quién abrazaría la causa de la crueldad?
Y la verdad sigue escondida.

miércoles, febrero 27, 2013

Una cena, tres postres

De la ventana se veía el tránsito desenvuelto de la gente; parejas de la mano se fotografiaban ante el local. El profesor miraba a Fernando con un ojo y con el otro a la calle. Su mujer no llegaba y la cena se le tornaba incómoda, esto no había sido idea suya. Le preguntó cómo andaban sus notas; el joven bajó la vista y le reiteró que no intentara reformarlo. No me lleve más a su casa, maestro, le rogó. Luego hablaron de su problema con la justicia, pero el profesor no supo aconsejarlo.
A la hora de los postres, Fernando ordenó tres para él solo, prometió volver al gimnasio el lunes y pidió la cuenta, que pagó en efectivo. Cuando ya casi se levantaban, le confesó que se sentía atraído por las personas maduras.
El profesor sintió un ardor en las piernas.

domingo, febrero 24, 2013

El mendigo loco

Todo el mundo se divierte. Yo dependo del sol y del mundo. Si llueve, me escondo; si hace calor, me tumbo en la acera. Si me dan monedas, bebo. Si me golpea una patota, me hago un ovillo. Duermo de día y de noche, no sé de dónde saco sueño.
Aquí en Santiago no existe el hambre, no llueve mucho ni hace tanto frío, por eso me vine del sur; tampoco hay bombas que partan las calles en dos y derriben edificios, como veo en las noticias. La gente pide justicia, Señor, no saben lo que piden. Si entendieran no estaría aquí viviendo de ellos, agradecido de Dios que me lo ha dado todo, menos el nuevo amanecer. Ellos no claman por mí, no dibujan mi ejemplo en sus banderas, miran solamente sus problemas. ¿Quién le pide a Dios por mí? La moral del artista, y de qué sirve; los padres en la misa del domingo, a veces. Yo fui un día, me quedé en la puerta y dije amén.
Nomás lloraba ayer el mundo; y hoy todo el mundo se divierte...

jueves, febrero 21, 2013

Aguas turbias

Un cúmulo de resentimiento descendía de su cabeza a las manos, como torrente desbocado de invierno altiplánico. La gente corría de un lado a otro, las aguas turbulentas se llevaban consigo paredes, cuadros, lámparas, animales; arrancaban árboles de cuajo. Desde arriba, el agitado cielo negro despedía rayos que caían al azar, sobre lo que fuera y sin aviso. No era mundo este, era un espectáculo solamente digno de entendidos. Había que ser atrevido o cínico para enfrentarlo. El viejo vestido de frac golpeaba como debía golpear y la miraba fijamente, sin misericordia, todos mudos frente a él, con la boca abierta de asombro.
A la salida su amante se limpió los ojos con un pañuelo. Al hablarle a su marido se le quebró la voz:
-Walter tocó mejor que nunca... ¡con una fuerza!
El marido, que no ignoraba lo que se escondía en esas lágrimas, llamó un taxi. Le abrió la puerta; ella se acomodó en el asiento sin dejar de mirar al teatro. Luego entró él, por la otra puerta.
-Al aeropuerto, por favor -le ordenó al conductor.

miércoles, febrero 20, 2013

El gato

¡Yo no fui!, gritó y al huir de la sala, seguida de varias compañeras, imaginó que la indicaban con el dedo. Las demás alumnas volvían del recreo y la profesora entró con ellas.
Por la noche esperó a sus amigas en el hall del cine, pero no llegaron. En cambio de la nada apareció su primo. Conversaron un poco, ella le mostró su boleto pero él ya había visto esa película. Se separaron, el chico se metió al baño de mujeres y se encerró en una caseta. Le gustaba espiarlas, se subía a la taza y las miraba desde arriba. Entonces le volvieron a golpear su puerta; su tía trabajaba como encargada de la limpieza. El muchacho vaciló.
En la población hacía un calor insoportable, todo el mundo dormía con las ventanas abiertas y las arañas salían de sus nidos para recorrer las paredes a sus anchas. En la cama, la mamá roncaba a pata suelta, sus ronquidos estremecían la pieza. La hija, que se revolvía entre las mismas sábanas, se levantó y se metió a la otra cama.
-Dicen que mataste un gato en la escuela -le susurró su primo.
-Yo no fui, tonto, yo no fui.

miércoles, enero 09, 2013

El Mundial del 62

Cuando abrí el sobre y apareció la caricatura de Píriz sentí un estremecimiento. Me tembló el cuerpo, se me nubló la vista y quedé con la mente en blanco. La búsqueda había llegado a su fin, después de decenas de intentos en que las figuras de Pelé, Yashin, Leonel Sánchez, Di Stéfano, Sivori y otros astros se me repetían hasta el cansancio. Por una razón desconocida, los fabricantes del álbum Calugas y Chicles Mundial, llamado "álbum de los cabezones" por la desmesurada proporción del rostro en las caricaturas, habían decidido que la lámina difícil, la imposible, sería la número 325. La del uruguayo Píriz.
Llegué a mi casa, le puse goma en el reverso, la pegué y completé el álbum. Era el segundo que llenaba. El primero había sido el libro Caramelos Campeonato, que para los niños de la época constituyó el verdadero despegue de la fiebre del Mundial del 62. En él las láminas estaban representadas por fotografías de los jugadores y también contaba con figuras difíciles, pero no tanto. Un domingo llegamos con mi mamá y el Vitorio al teatro Apolo, mostramos el álbum completo, nos dieron un número y entramos al sorteo de premios. Lo animaba Sergio Livingstone, quien recorría las provincias de Chile con ese objetivo, contratado por la empresa Salo. De aperitivo ofrecía al teatro lleno el noticiario UFA "El mundo al instante", con esa inconfundible voz nasal que le daba un locutor español, noticiario que siempre remataba con grandes partidos jugados en Alemania, con tomas en blanco y negro desde la tribuna, o en primer plano, o en cámara lenta.
Quedaban pocos premios que repartir y la frustración de mi mamá iba en ascenso. De pronto el Sapo Livingstone dictó un número y mi mamá saltó de alegría. Agarró de la mano al Vitorio, lo arrastró de la mano por las butacas y corrieron al escenario. Livingstone le hizo un  cariño en la cabeza al Vitorio y le entregó un juego de palitroque. Cuando estábamos de nuevo en la oscuridad, los tres sentados, le toqué el brazo a mi mamá para llamar su atención:
-Mami, mami...
-Qué.
-No era el número.
Ella miraba al frente y sonreía, nerviosa.
-Sí era.
-No era, mami, era otro número.
Me dio un pellizco, me habló al oído y cortó el diálogo.
Días antes de que empezara el Mundial del 62 mi papá me llevó al estadio Braden y me enseñó mi asiento reservado. "Vamos por Millán hasta que llegamos al estadio. Entras a la galería Rengo y buscas el asiento 960, que está en la quinta fila, al lado derecho del marcador". Era una indicación fácil y de hecho al momento de ingresar al partido inaugural no me costó nada dar con la ubicación. Me pareció que los demás murmuraban llenos de admiración: "Mira, a la edad que tiene ese niño y ya sabe llegar solo al estadio". Lo intuía en ciertos gestos del público, pero ahora pienso que pesaba más mi fantasía.
En Rancagua jugaban Argentina y Bulgaria. A los 3 minutos Argentina metió un gol en el arco sur, a metros de mi asiento. Fue el único gol del partido, un disparo cruzado, y una pila de argentinos se puso a celebrar en las tribunas; no recuerdo nada más. A esa misma hora Chile debutaba en Santiago con Suiza y los pocos espectadores del estadio Braden estaban más preocupados de lo que sucedía en el Estadio Nacional que del encuentro que veían con sus propios ojos. Cada vez que allá Chile hacía un gol, acá se escuchaba un griterío y los equipos se desconcentraban, pero seguían jugando. Todos los asientos habían sido cubiertos con cojines de maicillo y haciendo una gracia yo volví con seis cojines a la casa, "de recuerdo". Mi mamá me esperaba en la puerta y gritó de alegría. Mi papá recién apareció en horas de la madrugada: los triunfos de la selección le sirvieron de excusa perfecta para farrear de lo lindo durante los 17 días que duró el Mundial.
La señorita Olaya, que era nuestra profesora de música, nos enseñó a los miembros del coro el himno nacional de Argentina y nos llevó a cantarlo a la Escuela 9, que guardaba el pabellón del país vecino. La Escuela 9 era la escuela de niñas y estaba al lado de la Escuela 1, de niños, donde yo estudiaba, mejor dicho donde iba a clases, ya que por esos tiempos aún no me había puesto aplicado. Ambas escuelas públicas se habían construido hacía poco tiempo; al frente se levantaban los enormes muros de la cárcel, desde donde se había fugado el preso Cobián, del que se decía que fue acusado injustamente de asesinar al dueño del diario "El Rancagüino", pero ese es otro tema. El hecho fue que días antes del Mundial en la Escuela 9 se organizó una modesta ceremonia de homenaje a la selección argentina, a la cual asistieron todas las estrellas del plantel. Les cantamos la canción nacional, los jugadores se nos acercaron y el arquero Roma me dio la mano.
Mi papá, que siempre fue democrático y protector, había comprado dos abonos, que le costaron carísimos. La primera serie de boletos, para su uso, correspondía a los partidos del Estadio Nacional, donde jugaba Chile y donde se desarrollaría una semifinal y la final. El otro abono fue para la sede de Rancagua, que repartió entre el Lucho, el Julio y yo. Para el partido de cuartos de final entre Hungría y Checoslovaquia, que vimos los cuatro en Rancagua, compró entradas extras. Además hizo un canje con su vecino de asiento en Santiago. Cada uno sacrificaba dos partidos a cambio de poder asistir con un familiar a otros dos. Así el Vitorio (debut y despedida, por ser demasiado chico) pudo ver en Santiago a Italia versus Suiza. A mí me llevó a ver a Alemania contra Suiza.
Tenía 9 años y confieso que no vibré con el Mundial; los partidos no me quitaban el sueño. Para mí el Mundial fue más un magno evento deportivo, una obligación imperdible, la noticia del año, la colección de láminas, que una pasión. Mientras Chile enfrentaba a Brasil, disputa que le podía dar nada menos que el paso a la final, yo jugaba a las bolitas detrás del quiosco del tío Pablo mientras alguien llegaba con la noticia de los goles que se iban produciendo. La final entre Brasil y Checoslovaquia me la perdí porque preferí ir a la matiné del cine Rex. En cambio mi mamá, que no entendía nada de fútbol, acudió esa tarde soleada del 17 de junio a la Plaza de los Héroes, donde se instaló un televisor que transmitió a la masa de rancagüinos el triunfo de Brasil. La definición del tercer puesto la vi por televisión en una casa de la población Rubio que generosamente abrió sus puertas a los vecinos. El living se llenó de gente, habría unas 30 personas, y yo por ser niño me senté en el suelo, muy cerca de la pantalla. Para ver televisión en Rancagua en esos años había que conectarle al receptor una antena gigantesca que captara la señal emitida desde Santiago. De ese partido recuerdo unos monos que se desplazaban por la cancha en blanco y negro entre los miles de puntos de nieve titilantes que ensuciaban la pantalla. Aun así, al momento del gol de Eladio Rojas en el último minuto, Chile jugando prácticamente con ocho hombres, todos saltamos como locos en la habitación.
Para mí el Mundial se fue agigantando con el tiempo. ¡Ese partido con Rusia en Arica! Lev Yashin, "La araña negra", desconcertado ante el zurdazo de Leonel. Y el tremendo taponazo de Eladio Rojas desde 30 metros, algunos dicen 35 y ya hay quienes hablan de 40. La noche de esa histórica victoria se me grabó a fuego una frase del Maestro Lucho, pronunciada en mi casa. "Ya estamos entre los cuatro primeros", comentó eufórico el hermano de la tía Lila, que se ganaba la vida como carpintero. Todo se veía movido. La gente corría de un sitio a otro de la casa. La frase del Maestro Lucho a la que aludo fue dicha en la cocina; me parece que la dijo de lado, pero al momento siguiente la cocina estaba vacía. Todas las luces se encontraban encendidas y de cualquier rincón irrumpían ecos de voces triunfales.
Luego de ese triunfo en Arica vino lo esperado, la profecía autocumplida. Habíamos volado demasiado lejos, llegamos a los pies del Olimpo y al levantar la cabeza vimos algo así como el Castillo de Kafka. No hay vacantes; laureles reservados hace cien años. La tragedia estaba escrita, sólo había que representarla en el teatro griego a cielo abierto. Debía perderse con Brasil; se perdió con Brasil. Debía ganársele a Yugoslavia; se le ganó a Yugoslavia. Pero debía ganársele con heroísmo; se le ganó con heroísmo. Nunca en la vida hubo algo más perfecto para Chile; el tercer puesto encajó como pieza de un rompecabezas mitológico. Se juega el último minuto, Chile espera el espantoso alargue con tres hombres lesionados que hacen número en la cancha del Estadio Nacional, impresionante zapatazo de Eladio, Marcovic desvía la pelota, el arquero Soskic se retuerce y llega tarde, la pelota se anida en el fondo de la red y el estadio se levanta, se le hinchan las venas del cuello a Julio Martínez Pradanos, se inicia el paseo de Riera en andas, los jugadores dan la vuelta olímpica, la Plaza de Armas de Santiago aplaude por la noche a un negro de Brasil montado en un caballo blanco, Brasil gana al otro día el título y en Praga los checos se levantan el lunes a mirar los diarios en los quioscos, se detienen en la foto de Mauro con la copa Jules Rimet y siguen caminando, no compran el diario, el Mundial se ha terminado.
Los archivos fílmicos que hasta hoy siguen sumándose en Youtube han creado una interpretación particular de ese momento de la historia. Para los más jóvenes el Mundial del 62 es un episodio de media hora en blanco y negro; sería inconcebible que aquello equivaliera a "nuestros días", en que el mundo está normal, viste normal, camina corre y piensa normal. El pasado tiene algo de ridículo, aun en la forma de hablar de las personas. Supiera la gente cuán parecida es no lo creería. Dicen que los hombres prehistóricos miraban noche a noche las estrellas y discutían de religión, dicen que hasta hubo dramas pasionales en la cueva de Altamira, no puede ser, si eran poco menos que animales.

martes, diciembre 11, 2012

Fama y frustración

Alzó la vista y se desanimó, hubiese preferido otras realidades. Su mundo interior era un revoltijo, las palabras dominantes eran fama y frustración, fama y frustración. Se le aparecían en todas partes, contra su voluntad. Si alimentaba esperanzas no tardaban en surgir imágenes desoladoras que las echaban por el suelo y las hacían morder el polvo de la derrota.
Fama y frustración.
Recordó a las personas que dieron su corazón por los demás y murieron felices, aquellas a las que otros vates cantaron (felices no en el momento de morir sino el resto de sus vidas). A Vargas le importaban un rábano los demás. Hasta sus hijos le estaban pareciendo hurtadores de tiempo. Pensaba en eso y se sentía aún más desdichado. ¿Qué hacer? ¿Abrir su alma al aire donde todo se oxida? ¿Calladamente entregarse de una vez a su destino de poeta fracasado?
Tuvo su vida un resplandor. Ahora le parecía que él se imaginó que estuvo iluminado. Los resplandores son visibles para el mundo; su brillo no había irradiado, se le enredó en las fibras de su cuerpo. Él sí lo sintió, pero ahora, pensándolo bien, tal vez no hubiera sido.
Si le diera por contar estas cosas en voz alta entraría de inmediato en una de dos categorías: loco o bardo, hermanos gemelos angustiados que vocean sus fantasías por el barrio cuando nadie se los pide.
Al mundo el mundo interior no le importa gran cosa; el mundo interior se da por hecho. Hablar de intimidades es majadería. Edificar, vivir el goce, extraer el ganancial, llevarse con el resto es lo que cuenta. Hasta los vates famosos siguen esa huella, Neruda y otros viviendo felices de la fama entregados a una esfera que los acoge y los admira.
Pero hubo otro tiempo de ilusiones generadas en la ausencia.
En los albores el hombre no tenía nada, luego marcharon miles de guerreros por llanuras; el poeta iba detrás contando sus hazañas; hoy el bardo cuenta sus hazañas propias en una hoja de papel, quisiera Dios que fuese así, hoy el poema es una acción, millones como él la emprenden.
Cabalgaban a lomo de caballo por las estepas del Asia Central; supieron de la espada en el vientre, vieron correr la sangre con ojos moribundos y vivieron la locura de matar al enemigo y cortarle la cabeza. No se pensaba en trascender, las cosas eran de otro modo, había que construirlo todo, partiendo por los dioses con sus grandes maravillas las iglesias que sombrean las plazas de los pueblos y en su templo hacen bombear al corazón; las iglesias con sus frescos y vitrales y era el mismo hombre aterrado, cruel, adolescente el que avanzaba; más tarde la esfera se oscureció por la tiniebla, surgieron los románticos, que lo dijeron todo, arrasando a su paso con la fama, dejándole los restos a Ferlinghetti y su adorable pandilla de bastardos.
¿Qué queda por decir que ya no se haya dicho? ¿Vale un solo verso la pena de ser bardo en la época del átomo? ¿Para qué volver la vista atrás, si el tiempo hasta hoy no se ha detenido ni anuncia que lo hará?
La fama de antaño no se niega; se formaba un remolino anónimo en torno al ídolo, que ni siquiera era de barro: era de sueños.
Mas no ha considerado Vargas que cada día hay algo nuevo bajo el sol, la vieja poesía reposa en marmóreas criptas y un alma nocturna solloza sus versos en canarias tierras, los dominios de Schubert y de Wagner. A los vates modernos les ocupan otras sensaciones, hacen como el campesino que cava en el entierro movedizo.  

viernes, diciembre 07, 2012

¿Qué será de Lucas Barrios?

Un calvo de hombros estrechos que fuma el humo saliendo de entre las enredaderas que llegaron hasta la ventana abierta del segundo piso viste polera clara al darse vuelta es una camisa y la maniobra le quita al menos diez años de vida.
Aparece un segundo actor conversan o discuten.
Es tan cansador este sistema me dan ganas de dormir y otra cosa no menos importante llega Navidad y a todos les da por cantar canciones de Navidad se va traspasando la tradición de voz en voz de Bing Crosby a Frank Sinatra de Frank Sinatra a Elvis Presley de Elvis Presley a Luis Miguel para que así cada generación tenga su representante y las cosas sigan como están si un dictador suprimiera el rito habría emoción el pueblo vibraría con el cambio de las piedras saltarían hombres armados proclamando una revuelta todos mueren.
¿Qué será de Lucas Barrios? hace tiempo que no suena.
La ventana se cerró el vidrio refleja el cielo azul ya no hay pelado ni segundo actor Evandro camina con Eneas y con pláticas varias alivian el camino por la boca del café se cuela un parroquiano seguido de otro y otra y otro gozosos del placer que se les viene encima.

martes, diciembre 04, 2012

El mundo de la Tati

Ya nos retirábamos cuando oímos un grito desgarrador surgido de la profundidad de la tierra.
-¡Cabros, sáquenme de aquí!
Era la Tati, se nos había olvidado.
Regresamos a las trincheras y entre tres la rescatamos. Salió del hoyo a duras penas y ahora sí volvimos a la casa del tío Isidoro, en el barrio El tenis, donde nos esperaban para tomar la once. La anécdota acaba allí, tal como debiera acabar este capítulo. Si la alargo es para inscribirla en un contexto; sospecho que también para aspirar a darle un sentido momentáneo a mi existencia, mientras a lo lejos se oye el silbato de un tren, sobre la mesa reposa un vaso de whisky y a unas pocas cuadras descansan los restos de mis padres, en el cementerio número 1 de Rancagua. Escribo a medianoche desde mi ciudad natal y quisiera que al hacerlo se detuviera todo, que mis recuerdos revolotearan para siempre entre los vivos y los muertos e incluso que los vivos estuvieran muertos y fuese solamente yo el hacedor de vida, lóbrega ilusión que irónicamente mató a tantos románticos.
La Tati era obesa cuando ser obeso era ser fenómeno. Hoy la mitad de los niños lo son, nadie se da vuelta para verlos, nadie murmura a sus espaldas ni se burla de ellos en las calles. La Tati, que sí era sujeto de acciones como aquellas, tenía aun así un espíritu alegre y liviano para enfrentar la vida. Jamás posó de acomplejada y si lo fue, lo vinimos a saber harto después. Esa tarde nos pidió ayuda con toda su inocencia y nosotros nos devolvimos a buscarla con la honestidad y simpleza de los niños que éramos. En las trincheras había dos bandos: los chinos y los norteamericanos. Nosotros éramos los norteamericanos y ella era los chinos. Ganamos la guerra, nos aburrimos y nos fuimos; su desesperada petición de auxilio nos devolvió a la realidad.
Por esos meses se construía una población en las cercanías de la casa del tío Isidoro y la cuadra cercada se subdividía en una innumerable cantidad de hoyos destinados a la habilitación del alcantarillado, que para nosotros eran trincheras perfectas. El tío Isidoro se había cambiado hacía poco: compró el sitio en el barrio alto de Rancagua y se hizo construir una casa única, no de población, como habría de ser la nuestra, un par de años después, y bastante cerca de la suya. Pero la del tío Isidoro era una casa demasiado pequeña. Para transitar por el pasillo había que hacerlo de lado y si era la Tati quien se nos cruzaba no cabía otra que devolverse.
Nos juntábamos tardes enteras a ver televisión. Nos gustaba ver a Don Francisco, que debutaba en la pantalla chica y salía en un trencito; pero lo que más nos gustaba eran las series extranjeras y qué decir del clásico universitario, con partidos nocturnos de fútbol en directo desde el Estadio Nacional.
Antes de eso vivíamos todos en la población Rubio. Nosotros en Bueras con Palominos, el tío Pablo al lado nuestro y el tío Isidoro, en la calle Unión Obrera. La del tío Isidoro era una casa con más sitio que la nuestra y tenía un olor especial, indefinible, que me agradaba. La casa del tío Pablo tenía en cambio un olor ácido, no desagradable pero sí... oscuro, depresivo. La nuestra no tenía olor, pensaba ingenuamente.
En la casa del tío Isidoro se hacían grandes fiestas y mientras los grandes comían, bebían y reían en la mesa nosotros sacábamos de la caja la grabadora Grundig, la echábamos a andar, improvisábamos diálogos absurdos y luego rebobinábamos la cinta para escucharnos. La impresión era intensa y desilusionante: nadie quedaba conforme con la calidad de su voz, pensábamos que había una falla en la cinta. Sin embargo, las voces de los demás se oían perfectas. Entusiasmados con la novedad, mi papá y mi mamá cantaron a dúo "Quiéreme mucho" y la tía Lila no se hizo de rogar y entonó un tema de Libertad Lamarque, con el que se identificaba:

Como un pajarito, quisiera volar...

Así eran esas noches de fiesta. Mi tío le decía cuñada a mi mamá y mi mamá lo trataba de usted. Entre los hermanos, que eran mi papá y el tío Isidoro, se trataban de tú. Las conversaciones de los hombres consistían en recordar las pillerías de su niñez y analizar la realidad pueblerina y nacional desde sus particulares puntos de vista; las mujeres se concentraban en temas del cine y en las gracias de sus niños. Mi mamá, que era la más culta del grupo, destacaba por su tino y su opinión se tomaba por definitiva. Temo que a mi papá lo miraran un poco en menos, el tío Isidoro era algo soberbio y arribista y la tía Lila dejaba traslucir a través de la inflexión de su voz un carácter salvaje. De labios carnosos, baja y curvilínea, se asemejaba a una flor sensual del campo. Con el tío Isidoro vivían peleando y reconciliándose. Tenían tres hijos: la Ángela, el Rigo y la Tati. Una tarde la Ángela viajaba a Santiago en tren y de la ventanilla vio que el tío Isidoro corría en el auto por la carretera, acompañado de una mujer. Apenas llegó a Santiago llamó a la tía Lila para acusarlo. La tía Lila lo tuvo castigado como 15 días. Lo mandaba a dormir a la casucha del perro, que quedaba en el pequeñísimo patio de la casa nueva. Cuando llegaba la hora de acostarse, el tío Isidoro se levantaba del sofá y se dirigía mansamente al patio. Entonces la Tati se echaba a llorar y nosotros con el Vitorio entendíamos que había llegado la hora de volver a nuestra casa.
El tío Isidoro se levantaba muy temprano, cerca de las cuatro de la mañana. Debía recoger los diarios que llegaban en tren a Rancagua y repartirlos desde su kiosco a todos los demás de la ciudad. La tía Lila llegaba al kiosco un poco más tarde y se pasaba el día entero allí, atendiendo. Era un kiosco más grande que los otros, por su función de distribuidor. La tía Lila atendía sentada y yo desde abajo le podía ver apenas la cara, que se asomaba hacia la calle. Fumaba echando el humo para el lado y masticaba chicles importados.
Como el kiosco les empezó a dar tantas ganancias, los juguetes de ellos eran mejores. De vez en cuando, para alguna ocasión especial, el Rigo armaba el tren eléctrico, que atravesaba prácticamente dos piezas. Era una maravilla, con carros, locomotoras, casas, estaciones, árboles, puentes, cruces. Nunca entendí la sustancia de su fascinación, pues sólo podía admirarse. El tren surcaba una línea; en sentido contrario venía otro que en el momento conveniente cruzaba hacia la línea secundaria y llegaba a su estación, donde un monito con el brazo levantado le ordenaba detenerse. Armarlo y desarmarlo tomaba horas; la distracción duraba minutos. En su casa yo prefería mil veces jugar partidos de pimpón, a pesar de que por esos días mi cabeza apenas sobresalía de la cubierta de la mesa y de que me era imposible responder una pelota que estuviera cerca de la red.
Los viernes santos el tío Isidoro acostumbraba a organizar asados, a los que nadie de mi casa asistía. Era su herético rechazo al férreo culto evangélico que pretendió imponer su mamá a sus cuatro hijos desde niños. Mi papá, que tampoco profesó jamás creencia alguna, fue sin embargo respetuoso de la religión católica de mi madre. En dicha fecha sagrada en mi casa no sólo no se comía carne, sino que había que hablar muy bajo.
Una de esas grandes fiestas nocturnas fue interrumpida por una noticia funesta: ¡El Toño se mató en la moto! Mi papá y el tío Isidoro partieron a buscarlo al camino y nosotros con el Vitorio y mi mamá volvimos a la casa. Era el hermano menor de la tía Lila, de pelo ensortijado y aire colérico. Casi 30 años después el hijo mayor del Rigo y nieto del tío Isidoro aprendía a andar en moto mientras su papá lo acompañaba de cerca en otro vehículo, cuando de una esquina apareció un auto y lo mató. Desde ese día el Rigo empezó a declinar, al tiempo cambió de trabajo y luego se le declaró una diabetes. Cada vez que regreso a Rancagua, como hoy, y le pregunto a mi tía Mireya qué es de él, me cuenta que lo ha visto pasar por Millán. "Está bien flaco, ojeroso", me comenta con un dejo de compasión.
El Rigo era serio, guapo y estudioso. Cuando entrábamos a la casa de Unión Obrera, corriendo directo al patio, generalmente lo veíamos estudiando en su pieza. Nunca comulgó mucho con su hermana mayor, la Ángela, que era un remolino, una artista de la infancia. Ella mandaba en los juegos; no le daba ni una pizca de vergüenza mostrar los calzones cuando se colgaba de las ramas de los árboles con la cabeza hacia el suelo. Jugábamos a los piratas; la Tati buscaba el mapa del tesoro y la Ángela nos hundía la espada de madera en las costillas. Cuando llegó a la adolescencia y su cuerpo adquirió las formas femeninas comenzó a sumar admiradores, atraídos por sus senos voluptuosos, el lunar en su mejilla, su talle estilizado y sobre todo su carácter frontal, rupturista, inadecuado para una ciudad provinciana y convencional como Rancagua. Cada vez que veo a Catherine Zeta-Jones me acuerdo de ella. Imagino a la actriz con el pelo más corto y se le parece mucho.
Salíamos un día del liceo con el Honeyman y el Tonyi; el hambre nos llevó a entrar al Valvanera, el local de moda de ese entonces. Ordenamos hot dogs, que se llamaban colegiales. Nos sirvió la Ángela, quien, sorteando toda norma de prudencia, había tomado ese puesto a pesar de las protestas de sus padres. Comimos, pagamos y seguimos caminando. El Honeyman, que era pesado con ganas, se permitió emitir un comentario machista sobre ella y yo, que en estas cosas siempre he sido un cobarde, no la supe defender. Dijo lo que dijo porque sabía que jamás tendría la oportunidad de acceder a ella, por edad, facha y situación. Los pololos de la Ángela eran todos hijos de ricos, altos y de apellidos extranjeros. De esas tres cualidades el Honeyman tenía el puro apellido. Recuerdo al Cristópoulos, al Fischman, pepepatos hechos y derechos. Pero le duraban poco. Una noche se peleó con uno de ellos y se tomó una botella de ron que la mandó al hospital.
El ídolo de la Ángela era Sandro, tenía su foto colgada en la pared del dormitorio. Los días de tormenta se vestía de impermeable y se perdía en las calles para recibir la lluvia y el viento. Decía que le encantaba ese clima y yo no la entendía. A mí me daban miedo los truenos y el golpeteo incesante de las puertas; subía la radio para no escuchar.
La Tati vivía haciendo dietas, pero nunca bajaba de peso. Estudió una carrera; era el tiempo de los hippies. Conoció al Franklin, un joven flaco y menudo de bigote mexicano, que la quiso a pesar de su gordura. Se retiró de la universidad  y se fueron a vivir juntos. Pero el Franklin se daba ínfulas y padecía cierto delirio de grandeza. Todos los trabajos de esfuerzo le parecían poca cosa y al final terminó haciendo nada, ambos en una población muy venida a menos de Santiago, cada vez con más hijos y menos dinero. La Ángela, fracaso tras fracaso sentimental, terminó casándose con un gerente de linaje y excelente situación. Era dos años mayor que el tío Isidoro y adoraba a la Ángela, hasta que 20 años después ella lo dejó por un director de teatro que le embolinó la perdiz. El romance con el artista bohemio duró lo que dura una estación del año y la Ángela volvió a su casa con la cola entre las piernas. Fue aceptada, pero pagó caro el precio de su ataque de romanticismo: pasó hartos meses relegada en los rincones de la aristocrática casona, recibiendo el castigo de la sociedad, que empezaba por el de sus hijos y el de su marido, hasta que el tiempo, que todo lo lima, limó también el peso y las tosquedades de su aventura. Esa vez el tío Isidoro no dijo nada: ya estaba muy afectado por la diabetes que lo llevaría a la tumba. Su figura era apenas un esbozo del hombre pujante y ambicioso que habían conocido los vecinos de Rancagua. Cansado de tanto madrugar, años antes había decidido comerse la gallina de los huevos de oro: vendió el kiosco que le dio su fortuna, sin detenerse a pensar cómo llenaría ese vacío. Las casas, el auto y los demás bienes fueron desapareciendo, la tía Lila murió de un infarto y sus últimos días los pasó donde la Tati. Cuando se murió fui al velorio, que se realizó en esa casa. El féretro ocupaba la mitad del living y alrededor se ubicaban las velas y las sillas. La Ángela estaba sentada afuera, en un patiecito, entre perros de población, mirando a ninguna parte. No me reconoció, por las pastillas que se había tomado. El Rigo la miró y comentó friamente: "Esta se va a pegar un balazo cualquier día". La Tati, siempre amable y cariñosa, me ofreció asiento; de pronto apareció con un trozo de pizza y me dijo "sírvase primo". Al bajar la cabeza para darle el primer mordisco miré al tío Isidoro, que estaba ahí mismo, al lado mío, detrás del vidrio. Estuve a punto de depositar el plato sobre el cajón, para comer más cómodo, pero justo me retornó el juicio y no lo hice. La muerte lo había enflaquecido, la pizza estaba tibia y sabrosa, la nariz se le había puesto ganchuda y larga; la palidez de su rostro y el bigote lo desmerecían; no era el tío que yo recordaba.
Años después la Tati nos contó que el Franklin se había puesto a cultivar marihuana en la casa. Alguien dio el soplo y llegó la policía.