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martes, agosto 28, 2018

Una casa con un hombre sentado detrás de la ventana

La primera vez que me fijé en la casa fue una tarde fría de invierno. Pasaba por ahí y miré hacia adentro: un hombre leía un libro alumbrado por una lámpara de bronce. Sobre la mesita circular de arrimo reposaba una copa de cerveza a medio beber. La sensación que me dejó aquella escena me acompañó un buen rato. Cuando entré a mi propia casa aún se mantenía en mi mente.
Pasaron varios días. Había olvidado el asunto, así como la ubicación de la casa en el plano del trayecto entre mi trabajo y mi hogar. Entrada la noche volvía despreocupado, ansioso de probar algo contundente que me quitara el hambre, tras una jornada algo cansadora, no sé si tanto por la labor cumplida como por lo rutinario que se torna el día a día, cuando inconscientemente miré a la derecha, acaso seducido por la suave luz que emanaba de una ventana: era la casa; allí estaba el hombre, sentado en su cómodo sillón, concentrado en su libro, la copa de cerveza al alcance de la mano en la mesita de arrimo. Llevaba años haciendo la misma caminata tras bajar del metro, y era la segunda vez que la veía.
Mientras disfrutaba de mi propio coctel en la intimidad de mi hogar, con la vista en el vacío, tratando de retener los sabores del Wild Turkey en el paladar, dos pensamientos se me dejaron caer desde las alturas de lo que sea que haya dentro de la cabeza, siendo el primero el misterio de la atracción que iba sintiendo por esa escena que se me cruzaba de vuelta del trabajo; y el segundo las líneas del artículo que entraban a mis ojos, escritas por alguien que sostenía que la maestría del Gatopardo estribaba en que la melancolía del príncipe de Salina era una melancolía que no caía en el vacío, sino que se traducía prodigiosamente en los cambios que sufría Italia en ese entonces, cambios que al final de cuentas harían que la situación quedara igual que antes, de modo que las sensaciones del príncipe terminaban convirtiéndose en una metáfora de la sociedad italiana, y era eso lo que alumbraba la novela, cosa en la que, si estuviese de acuerdo, me irritaba. Yo, que también me sentía un escritor, nunca había aspirado a reflejar mi tiempo; al contrario, diría que despreciaba ese motivo y que escribía para reflejar, cuando mucho, mis estados de ánimo. Por lo demás, ¿qué graves cambios, qué trascendentales hechos podía estar viviendo mi país como para escribir sobre ellos, un país preocupado de escándalos de poca monta, que se amplifican con el único objetivo de esconder la paz grisácea que ensombrece el cotidiano devenir? Desde otro punto de vista, ¿qué sentido le daba la marea de inmigrantes al segundo principio de la termodinámica, entendido para esta pregunta como la máxima de que todo sistema tiende a llegar al equilibrio?; o bien, ¿por qué no había sido capaz de anticipar ese fenómeno para haberlo llevado al papel? Es más, ¿qué nuevos cambios se estaban gestando ante mis narices?
Llegó la hora de la cena. Mi mujer apareció con una bandeja. Mi mujer suele subir con una bandeja mientras yo veo las noticias y nunca tomo suficientemente en cuenta ese gesto. Pero no todo estaba escrito esa noche. La mesita en que se instaló la bandeja tenía una pata suelta; bastó un movimiento involuntario para que se cayera la pata y con ella la mesa entera y la bandeja, con las dos copas de vino y los platos, que rodaron por el suelo, junto con los pensamientos literarios y detectivescos que aún deambulaban en la guarida de mi entendimiento. La ira se apoderó de mí, eché blasfemias de grueso calibre contra la mesa, ya que no había motivo para echarlas contra mi muer, y así acabó la velada.
Al día siguiente, delimitada convenientemente la ubicación de la casa que había llamado mi atención, ya no quedaban dudas de eso, comencé a fijarme en algunos detalles. No había visto alarmas de ningún tipo y la separaba de la acera una baranda de madera demasiado baja; era llegar y encaramarse para entrar a la propiedad, posibilidad nada insólita para estos tiempos; sí para aquellos en que había sido edificada. Era una valla blanca, gastada por los años, de endeble estructura. Cada madero, de unos 15 centímetros de ancho, terminaba en una punta de flecha que servía de adorno antes que de advertencia protectora. Como solía apreciarse en otras casas parecidas de la vecindad, por la parte interior crecían pegadas a la valla plantas de dudoso propósito y mediocre mantenimiento, en un estilo algo así como a la que te criaste, especies que parecían replicarse en los muros con no mayor suerte. Sin dejar de caminar eché otro vistazo hacia adentro: el hombre leía su libro; en lugar de la cerveza había una copa de vino tinto y sobre una mesita en la que antes no había reparado, una mesita de centro, de patas bajas, emplazada frente al sillón, destacaba un computador personal en cuya pantalla brillaba una página de internet que el hombre no miraba.
Seguí mi camino.
Daba la impresión de que la casa, de un piso, nunca había cambiado de dueño; pero mi mujer me comentó, más bien las emprendió contra mi distracción, que los dos frecuentemente nos topábamos, al pasar frente a esa propiedad, con una anciana barriendo el antejardín y atendiendo las plantas, una anciana de vestido gris, floreado, cubierto en parte por un viejo delantal. Barría con una escoba de ramas y sus uñas siempre se veían sucias por el contacto con la tierra. ¿Que no te acuerdas? No. En todo eso ella se había fijado y para el escritor, para el supuesto observador que debía ser yo, blanqueaba la memoria al tratar de fijar el recuerdo de la casa antes de que apareciera el hombre detrás de la ventana.
Debo admitir que a menudo me blanquea la memoria, que muchas veces constato haber hecho trayectos que no recuerdo para nada; he recorrido cuadras enteras sin tenerlas en cuenta. Son minutos ocupados en viajes invisibles por los fondeaderos del alma, tránsito lento por los obstáculos que ponen las obsesiones y de vez en cuando, nuevos argumentos para mis escritos. Envidio a los niños, que todo lo ven por primera vez, envidio a los turistas que visitan ciudades extrañas, a los brasileños que levantan la cabeza ante la Escuela de Derecho y que se fotografían en el puente Pío Nono con el edificio de la Telefónica y la cordillera de los Andes como telón de fondo.
De modo que entonces la casa ha de tener un nuevo dueño, le dije a mi mujer; ella se encogió de hombros y retomó el libro que la comenzaba a atrapar, "Cerebro de pan", del doctor David Perlmutter.
Hecho el silencio me senté ante el computador para dar comienzo a un nuevo relato sobre un tema que me perseguía hace varias semanas. Pero mi mujer quiso participarme de su quehacer y distrajo mi atención leyéndome en voz alta algunos párrafos del libro, que subrayaban lo nefasto que resultaba para el organismo el consumo de trigo en todas sus variedades, como pan, sobre todo pan, mi pasión, voracidad de mis tardes atrasadas, sueño hecho realidad, pan amasado de rescoldo con chicharrones, dobladitas, hallullas, colizas peruanas, marraquetas humeantes con mantequilla, pero también pasteles, queques, tortas, kuchen de manzana, pastas, pizzas. No me lo dijo con palabras crueles, pero sí me dio a entender que mis hábitos me estaban condenando a un futuro de cardiopatías, diabetes, alzhéimer, demencia senil, artritis reumatoidea, hinchazón intestinal, ansiedad y estrés crónico, depresión, sobrepeso y si la cosa iba para grave, síndrome de Tourete...
Comas lo que comas te vas a morir; y si no comes también morirás; no es entonces la comida la causa de la muerte, intervine otra vez iracundo, ante el ataque que se desprendía de ese párrafo venido de los Estados Unidos y que a la postre, retorcíase mi razón en silencio, estaba destinado a cambiar mi vida. El asunto podría entonces reducirse a que comas lo que comas, morirás antes o después, y si dejas de comer morirás casi siempre a la cuenta de dos a tres meses, de lo que se desprende que si queremos vivir más debemos comer mejor. Eso es precisamente lo que dice el libro, me replicó. Pero no es tan cierto, porque la vida no está sujeta solamente a la calidad de la alimentación. Eso no se discute, dijo a media voz.
Hubiese querido interrumpirla a mi vez abriendo debate sobre el tema que ocupaba mis sentidos, pero ¿cómo explicar que la misión que me autoimpuse es arrancarle rastrojos de belleza a la vida cotidiana, sin ahondar en la vida cotidiana sino en la belleza que puede extraerse de ella? Ni yo mismo estaría de acuerdo en una tesis como aquella, menos podría desenredar en una charla un tema así, sin caer a la primera en graves contradicciones que terminarían por abrumarme y aumentar aún más la sensación de estar siendo incomprendido.
Volvió el silencio; retomamos cada uno lo que estábamos haciendo.
No he hablado con suficiente fuerza, por no decir con ninguna fuerza, sobre el conjunto de detalles que contribuyen al misterio de esa casa, comenzando por el hecho de que sus defensas luzcan tan débiles, signo de negligencia o desapego por parte de sus propietarios, aunque también la escuálida valla podría traducirse en la notificación de ausencia de riquezas materiales en el interior de la vivienda, lo que suena a embuste, pues una casa así, situada donde está situada, no podría no guardar al menos un par de objetos de valor, la sencilla prueba está en el computador personal del hombre detrás de la ventana, que a ojo de buen cubero debería rendir unos cincuenta mil pesos como mínimo en el mercado de los reducidores, puesto que se trata de una marca de cierto prestigio; y sin ir más lejos en la lámpara de bronce, pues un objeto como ese no cuesta menos de ciento cincuenta mil pesos en un local de antigüedades, de manera que no puedo sino concluir que los nuevos propietarios, quienes según mi mujer se han hecho hace poco de la casa, no disponen del dinero necesario para iniciar labores de remodelación y protección, digo remodelación porque me ha parecido ver la pintura descascarada en parte de los muros y sobre todo en el cielo de la sala de estar. Es curiosa la similitud de estos detalles con los de mi propia casa; lo enuncio a propósito del desacertado comentario emitido por mi amigo Valenzuela, quien la única y última vez que fue invitado por nosotros a cenar se fijó en fallas como las indicadas y al día siguiente festinó con su observación ante mis demás amigos de la barra del café, a quienes comentó graciosamente que con quince millones de pesos "la pocilga quedaría flamante", generando grandes carcajadas que crisparon a mi mujer -ya molesta con un par de dichos homofóbicos que Valenzuela se había mandado en la cena- una vez que por la tarde escuchó de mis labios la anécdota.
Cuando hablo de misterios solo quiero expresar que no cuento con los elementos suficientes para armar el rompecabezas que me viene planteando hace ya varias semanas esa casa, y sobre todo ese hombre detrás de la ventana. Cuántas veces lo inexplicable, lo fantasmal deriva en evidente, como sucedió en mi niñez con un episodio protagonizado por una gota de agua; esto creo haberlo escrito antes en otro de mis cuentos, la tarde que entré a la cocina y hallé un charco en la baldosa. El agua parecía no venir de ninguna parte, ya que sobre el cielo no corrían cañerías, solo la techumbre. Sin embargo, una gota que caía con exactitud matemática en el centro del charco y que habría terminado por inundar la pieza entera planteaba un misterio de categoría mayor al raciocinio de mis diez años. El misterio se tornó simple al cabo de unos minutos: alguien había dejado una taza sucia bajo la llave del lavaplatos; atravesaba la taza de un lado a otro de su circunferencia una cuchara de excelente concavidad, colocada por descuido como si fuese un puente, de forma tal que la gota que caía de la llave tomaba impulso al entrar en la cuchara y salía disparada hacia el centro de la cocina.
De misterios como esos está lleno el mundo; si no existieran no se hablaría de ovnis, entierros ni perros con ojos de diablo corriendo al lado de un automóvil en un bosque nocturno.
Otro de los misterios estriba en la presencia de dos vehículos en el estacionamiento a la entrada de la casa, vehículo el primero que casi se puede tocar con la mano, marca Suzuki; lo que redobla el enigma de la falta de defensas; y un segundo vehículo, al fondo, del que no he logrado ver la marca, aunque ninguno de los dos bajaría de cinco millones en el mercado de la compra y venta de automóviles usados. ¿Por qué se empeñan en permanecer estacionados dos vehículos, en circunstancias de que jamás he visto otro ocupante de la casa que no sea el hombre detrás de la ventana? Sería absurdo, imagino, que los tuviera para sortear los días de restricción vehicular, aunque tampoco es un ardid descabellado; hay personas adineradas que lo hacen. Sin embargo mi olfato me sugiere que allí no reside la solución del misterio. He acabado por convencerme de que el hombre se separó de su mujer y de que esta dejó su auto "en garantía", para "marcar presencia", como se dice, imprimiendo a fuego la señal de que alguna vez podría volver con él. Pero por qué se separaron o cuál de los dos tomó la decisión, esos sí que son misterios que con suerte me atrevería apenas a abordar. Podría ser que se tratara de las mentadas diferencias irreconciliables, como se estila hoy en día; esto es, fatiga de material, enfriamiento de la sangre, mas eso se parecería demasiado a la rutina que mantengo con la razón de mi vivir, la que no da para separación, ya que después de todo nos llevamos bastante bien, al menos así lo pienso y de ella no he oído algo diferente, salvo cuando clama al cielo ante algunos de mis exabruptos, como por ejemplo la burrada de la mesa de la pata coja. Volviendo a la otra casa, no descarto que la mujer del hombre de detrás de la ventana sea de pareceres diferentes a los míos y a los de mi mujer.
Pero ya va siendo hora de que me concentre en el mayor de los misterios: el misterio del hombre detrás de la ventana.
Días atrás pasé delante de la casa y no estaba él en su lugar. La lámpara derramaba su luz de siempre, pero sobre la mesita no había copa alguna. La habitación se encontraba vacía. Al día siguiente se repitió el cuadro. Mientras continuaba mi camino observé que en la segunda habitación, la que sigue a la puerta de entrada, puerta que las separa a ambas, digo que en la segunda habitación, en la que no había reparado hasta entonces, allí sí estaba el hombre, ahora no exactamente detrás de la ventana, sino sentado al fondo de la pieza, ante un escritorio sobre el que se hallaba su computador encendido. El hombre escribía, acompañado por una taza de café. No quiero pensar que se tratara de té o agua de manzanilla, a mí me suena mejor la taza de café, pero concedo que el contenido de la taza se agrega a los misterios, misterio de categoría menor en todo caso, que poco sumaría a la historia si lograra ser dilucidado.
Seguí a mi destino con la imagen del hombre escribiendo dentro de la casa, imagen que tantas veces habrán percibido diversos peatones al pasar frente a mi propia casa y levantar la vista hacia el segundo piso, en cuya terraza cubierta y calefaccionada con una estufa a gas licuado suelo escribir mis cuentos, relatos que por a, be o ce motivos nunca me dejan satisfecho, debe ser por mi tendencia a echar afuera todo lo que se acumula en mi mente, imagen similar al paso del camión de la basura los lunes, miércoles y viernes; así es la mente, siempre está llena de basura que si no se botara quizás qué sucedería.
Ignoro cómo hacen otros con ese lastre; en mi caso no he descubierto cosa mejor hasta el momento, lo que no quiere decir que sea la mejor o que la recomiende. A mí se me figura, por ejemplo, que el hombre de detrás de la ventana hace mucho tiempo decidió que la solución perfecta a sus problemas consiste en hacer lo que realmente anhela, no como yo, que sueño con ser un escritor profesional pero en el intertanto me he pasado la vida trabajando en algo que no me gusta, más bien por inercia que por placer, y también para llevar el sustento al hogar y darle un buen pasar a mi mujer, a pesar de que ella también trabaja, debo decir que mucho más a gusto que yo, porque lo hace con vocación de maestra. Se nota en cambio que el hombre sentado detrás de la ventana es un escritor hecho y derecho, un intelectual de sweater de cachemira con cuello de tortuga y barba casual, muy bien trabajada, encanecida por los años, lentes redondos de sobrio marco opaco, blancas manos gruesas, cuidadas hasta el exceso, digo que es un escritor mesurado, importante, un escritor de ensayos, un escritor de carácter, ajeno a bromas adolescentes y jugarretas de niños a las que yo soy tan proclive; un escritor concentrado en ideas que se toma muy en serio y que encamina con resolución matemática hacia un planificado objetivo en el que podría caber, por qué no, la locura, puesto que un verdadero escritor, un escritor de fuste, no lo es si no lleva dentro una chispa de locura.
Así, y a pesar de mi tendencia a la dispersión, creo haber resuelto al fin el misterio de la casa con el hombre que se exhibe sentado detrás de la ventana. Era tan simple como la historia de la gota en la cocina: una oscura y fría tarde de invierno vi a un hombre que inconscientemente hallé parecido a mí, a mis aspiraciones, producto de lo cual se me fijó en la memoria, al punto de comenzar a estudiarlo, a admirarlo, a desearlo, a incorporarlo a mi persona como se incorpora el pan que se come al desayuno. Me llevó tantas semanas descubrirlo, hasta que me cayó la teja: el segundo auto pertenecería a otro hombre, creo estar casi seguro, me parece haber visto con mis propios ojos una imagen sombría cruzando la segunda habitación, certeza que no constituye ni por asomo una proyección desviada, como diría algún especialista si leyera mis escritos. Nunca he sentido inclinación hacia mi propio género, ni en mis ensoñaciones durante el día ni en mis sueños eróticos, que los tengo como todos en medio de la noche. No se trata de eso, aunque si se tratase de eso pasaría por una tendencia inocua y demodé, no se trata de lo que llaman una transferencia, que a mi modesto juicio vendría siendo la incorporación de características ajenas a las propias con el fin de conformar una sola personalidad, de modo de completar por fin en vida lo que a uno le falta como hombre. Se trata, y aquí sí que reside el quid del misterio, se trata de que mido en todo sentido menos de lo que quisiera; se trata finalmente de una cuestión de números, de una cuestión matemática, irrebatible, haberlo sabido antes, todo residía en la estatura, en el largo del zapato, en el coeficiente intelectual, en todo tipo de medidas...

sábado, agosto 25, 2018

Desde la barra del café

Trato de entender la vida mirando las caras de la gente, desde la barra del café.
La gente se mueve; la vida se mueve.
Transitan solos, o en grupo, la sensación general es la de un conjunto de hombres y mujeres que se cruzan, se mezclan ante el rojo de los semáforos y luego se separan, pero siempre reunidos; la vida es así.
Están rodeados de altos edificios construidos por ellos mismos, el cemento los atrapa y los constriñe; la vida actúa parecido. Algunos vuelan por los aires; la vida le ha entregado esa misión al polen de las flores.
El hormigueo mental que sobrevuela las cabezas no se percibe, pero se adivina; como el brote de la vida.
A pesar de sus edades, de sus cuerpos, se aprecian todos sanos. Si surge una excepción la vista tiende a clavarse en ella, y sin embargo es cosa segura que más de uno de los que he visto pasar en este rato morirá antes de un año; así es la vida.
No se ven difuntos en las calles; la vida se reserva ese derecho para el momento adecuado.

martes, agosto 21, 2018

Una casa de verano con vista a las estrellas

Regocijo ante la incertidumbre. ¿Vendrán tareas nuevas? Es un territorio de baja densidad, pero aun en esas zonas hay desacuerdos, graves denuncias, hasta crímenes. La casa, cercana a la cima de un cerro de espinos y pasto seco, no es tan grande, pero cuenta con una soberbia vista al cielo. He dormido hoy en el segundo piso viendo las estrellas desde mi cama. Como el techo cubre solo parcialmente el dormitorio, las estrellas se lucen sobre mi cabeza. Hay algunas profundamente lejanas y misteriosas, semejantes a focos de automóvil vistos a lo lejos; destacan en la noche azulada, me llaman a compartir su verdad desde su lugar en el firmamento.
Esta tarea de ser sheriff de un lugar así me llena de ansiedad. Como ya he dicho, el condado se aprecia tranquilo, poco menos que desierto. Desde el dormitorio, que tampoco posee muros, domino casi todo el panorama. Me asomo a la orilla; bajo mis pies corren aves silvestres y de corral que se esconden entre los arbustos, en el barro sombrío. Un chorro débil de orina cae a la tierra y la salpica.
No puedo creer que la casa sea así. Si lloviera, por ejemplo, se mojaría mi cama. Pero ya es tiempo de mandar a buscar a los míos.
Me llama por teléfono Alexis Jéldrez. Dice que está con Saval y que ambos ocupan una casa similar, en un condado vecino. ¿A cuánto tiempo están?, les pregunto. En auto, por los caminos de tierra que atraviesan los cerros, serán unos 25 minutos, me responden. Ambos, contentos, me hacen ver que tendremos todo el verano para disfrutar de nuestros puestos. No debo preocuparme, porque el cargo de sheriff es simbólico; el verdadero lo desempeña otra persona.

jueves, agosto 16, 2018

Ironías del destino

De joven
Fui de izquierda
Soñé con habitar una pocilga
Alejado de los bienes materiales
Desprecié el futuro
Vivía para amar
De viejo
Soy de centroderecha
Dueño de una espléndida casa
Vivo ahorrando plata
Pienso en puras desgracias
Amo para callado, como que me avergonzara amar

martes, agosto 07, 2018

Miedo a la vida

La charla menguaba; decidimos pedir la cuenta. Mis últimas palabras viraron hacia el asunto existencial. A mi amigo le brotó la voz con una especie de urgencia y declaró, ¿sabes?, ya no le tengo miedo a la muerte.
La frase venía, según propia confesión, de alguien que vivió bajo esa espada de Damocles. Luego de que se le detectara una grave enfermedad, hoy relativamente bajo control, había aprendido sin darse cuenta la lección.
Cada día que pasa es un regalo; eso no lo dijo él, lo pensé yo. Durante la semana había leído una nota sobre el alzhéimer que afecta a un famoso personaje de la TV y le admití que dicha lectura me despertó miedo, eso dije, aunque debí decir preocupación. Por qué, me preguntó, porque me quedan relatos por escribir y debo apresurarme antes de que la lotería de la vida coarte, o derechamente acabe, con mis capacidades.
Salimos del café y prometimos vernos pronto.
(Anticipas dramas, muerte
posibilidades en el espesor de la noche turbulenta
Amanece tu corazón agitado
todo es una suma de peligros, debes enfrentarlos
no se te ocurra esconder la cabeza como el avestruz
Así las cosas pasan entre líneas
Al atardecer buscas refugio en el alcohol
y algo consigues
la serenidad de la tarde cubre el riesgo
el calor del hogar
la música clásica
reconcilian a tu espíritu con el cosmos
y entras a la cama sigiloso
sumando recuerdos amenazas posibilidades).
Vuelvo a mis últimos días, en los que he rezado por uno de mis seres queridos. Postrado ante la Virgen del Carmen, ella me mira con sus ojos de vidrio entrecerrados y su carita de yeso se me torna humana. Su silencio me habla. Me dice: oigo tus ruegos.

martes, junio 12, 2018

El tren

-¿Dice usted que el tren partió de la Estación Central a las 20 horas y 10 minutos?
-Sí.
-¿Y que le pareció que diez segundos después de partir, el tren se detenía en el andén?
-Así es.
-¿Y que nuevamente partió y casi de inmediato se volvió a detener?
-Sí.
-De modo que, según su percepción, el tren se detuvo dos veces, pasadas las 20 horas y 10 minutos.
-Esa fue mi percepción.
-Y sin embargo, esos diez segundos que transcurrieron entre las 20 horas con 10 minutos y las 20 horas con 10 minutos y diez segundos para usted equivalieron a varias horas, sin que el tren se haya movido más de 500 metros.
-Sí.
-Lo afirma porque de pronto se dio cuenta de que cuando partió nuevamente y se detuvo casi de inmediato había llegado a la ciudad de Victoria, su destino normal tras nueve horas de viaje.
-Eso es lo que le acabo de decir y eso es lo que no puedo entender, pero fue así.
-El crimen se cometió en ese lapso.
-Sí, señor Dinen.
Pil Dinen le dirigió una mirada serena, profunda y oscura a su interlocutor. Alberto Roldán esperaba que el detective le dijera algo que lo ayudara a comprender el misterio. Pero Dinen rompió el silencio con una orden insólita:
-Queda usted detenido.
Roldán estiró el cuello y su primera reacción fue entregarse a la justicia. Pero al mismo tiempo le estaba echando un vistazo a la puerta de salida, a su espalda, de manera inconsciente. Dinen lo observaba desde su sillón, sin mover un músculo. Roldán tragó saliva y le argumentó que no podía detenerlo porque era un detective privado y los detectives privados no detienen; a lo más investigan. Enseguida le hizo ver lo ilógico de apresar a quien lo había contratado para resolver el crimen. Parecía absurdo que el contratante pasara a ser no sólo el autor, sino la víctima de su propia iniciativa. Todos esos argumentos a Dinen le resbalaban, de tal forma que por primera vez esbozó una sonrisa, nada de tranquilizadora para su cliente.
-Queda usted inmediatamente detenido.
Roldán reparó en que no andaba con la ropa apropiada para pasar una temporada en la cárcel. Mientras pensaba en lo fácil que es entrar y lo difícil que es salir, cuestiones como el cepillo y la pasta de dientes, el pago de las cuentas y la visita al supermercado, que había dejado para el fin de semana próximo, pasaron a adquirir una importancia desmedida. Su automóvil, por ejemplo, aquella máquina que era casi su razón de ser, en cuya brillante carrocería se miraba todas las mañanas como si estuviera ante el espejo, ¿quién se lo apropiaría una vez que estuviera tras las rejas?
Hizo un nuevo cálculo mental: uno de los dos era el más fuerte y no era él. No es que Dinen fuera una exposición de músculos, sino que él, Alberto Roldán, se hallaba fuera de forma, tras años de entrega a una vida sedentaria. Descartó así la fuga por sorpresa; además no solucionaba nada: si la conclusión del detective era cierta, tarde o temprano terminaría por caer a la cárcel. ¿Darle un dinero extra al investigador para que guardara silencio? Dinen no se prestaría para esa bajeza moral. En fin, en la lucha del individuo frente a la Policía existe el mito de la derrota del individuo.
Las ideas se le iban revolviendo en la cabeza, mientras le brotaban nuevas emociones. Dinen le empezaba a causar fastidio... y un inexplicable desasosiego.
-¿De qué me está acusando, señor Dinen?
En los hechos no estaba detenido. Roldán se daba por derrotado antes de tiempo o utilizaba un recurso femenil. Continuaba sentado y en sus manos no había esposas. No había dos gendarmes a su lado y en la calle, que se supiera, no había furgón alguno estacionado. Sin embargo, estaba detenido. Por un crimen misterioso e imposible, cometido en un granero mientras él viajaba en tren, o parecía que aún viajaba en tren.
Pil Dinen revolvió unos naipes, como acostumbraba a hacer. Calculó que a Roldán le habían bastado unas horas para que su vida se derrumbara.
-Estimado señor Roldán. Por el aprecio que mi superior siempre le ha tenido, le informaré que su caso contiene tres misterios, y los tres han sido develados.
Roldán quedó sin habla. Ignoraba que Dinen tuviera un jefe. Tras un incómodo silencio se atrevió a preguntar:
-¿Cuáles, señor Dinen?
Dinen no abrió la boca, pero pensó: el misterio del tren que avanza y no corre, el misterio de las nueve horas que le pasan a Alberto Roldán por la ventanilla mientras se comete un crimen del que tarde o temprano será acusado, y el misterio... el misterio...
Lo había olvidado momentáneamente. Solía quedar con la mente en blanco, de allí su silencio. Y de allí también esos raros signos que ahora escribía en su libreta.
-Señor Dinen, ¿me podría decir cuáles...? Le estoy... pagando... y harto me costó juntar el dinero -se atrevió a decir.
-Cállese. Está detenido.
El tercer misterio era el más grande de todos: el traspaso del límite versus el imperativo moral del bien superior. Cuántos crímenes se habían cometido en la historia de la humanidad por esa causa. Por algún motivo ese misterio se le había escondido entre las bambalinas de su mente. Ahora que lo había recordado sintió una amargura en la garganta.
Roldán se levantó y caminó a la salida. "Debo acudir esta misma tarde a un hipnotizador, para que me diga qué pasó en esas nueve horas que para mí fueron segundos", pensó mientras el ascensor descendía. Al llegar al primer piso las puertas se le abrieron. Roldán enfiló por el pasillo hacia la calle, mas se halló de nuevo con el nombre de Pil Dinen sobre el cristal labrado de la puerta. Estaba en el piso 17. Necesitaba otro tipo de especialista.
-Lléveme al doctor, me encuentro muy mal -dijo.
El hombre que le abrió, que no era Dinen, le respondió:
-El señor Dinen ya se retiró. Pero me encargó que le recordara que usted está detenido, señor... ¿Alberto?
-Sí, soy yo.
-El señor Dinen me avisó que usted volvería más o menos a esta hora y me encargó recordarle que estaba detenido. Pase, por favor.
-Gracias... ¿qué... hora... es?
-Son las siete de la tarde y cuarto. ¡Ja!, disculpe, qué lesera. Son las siete y cuarto de la tarde.
El hombre se reía de su inofensivo desliz. Roldán parecía un fantasma a su lado. No acertaba a explicarse que hubiesen transcurrido 40 minutos entre el momento en que salió de la oficina de Dinen y el momento en que volvió, sin saber cómo. El hombre le preguntó qué le pasaba y Roldán le pidió la guía de teléfonos. Debía consultar a un hipnotizador.
Cinco minutos más tarde el hipnotizador Antonio Castillo tocó a la puerta y preguntó por el señor Alberto Roldán. El hombre lo hizo pasar. A Roldán le pareció imposible que Castillo se hubiese desplazado de un extremo a otro de Santiago en tan corto tiempo. La guía de teléfonos no podía mentir en cuanto a la ubicación de su consulta.
-A menos que haya venido en helicóptero -le corrigió Castillo, sonriendo.
-Sí, es verdad -aceptó Roldán, pero aquí se le planteó un nuevo dilema: ¿había helipuerto en el edificio de Pil Dinen?
-No, pero eso qué importa -le respondió Castillo.
Roldán le pidió a Castillo que lo hipnotizara, pero ahora le surgían dudas sobre la materia a la que debía circunscribirse la sesión. Había agregado problemas nuevos en su vida, tal vez más graves que el crimen mismo. El hombre le había confirmado que el edificio no disponía de helipuerto, de modo que el supuesto helicóptero no podía aterrizar en el edificio. Castillo no pudo entonces volar en helicóptero. Aun así, había tardado sólo cinco minutos en llegar. Encima, Castillo le estaba leyendo el pensamiento.
Una pequeña luz le surgió en su afiebrada mente: ¿qué constancia tenía de que las cosas estaban siendo así, en circunstancias de que su historia se hallaba en manos del narrador?
"Me quiere enloquecer, el narrador me quiere enloquecer", pensó.
-No creo que sea así. El narrador lo tiene en alta estima, y de seguro tendrá asuntos más importantes de que preocuparse -le dijo Castillo.
El mentiroso de Castillo lo tenía en sus manos, pero ahora Roldán estaba más tranquilo: no siendo ni él ni Castillo dueños de sus vidas, la angustia ante el destino flaqueaba. Su problema, su caso, a lo más devendría en un pedazo de papel que el tiempo tornaría amarillento.
-Hipnotíceme. A ver qué sale de esto.
La habitación, a media luz, se inundó de suave música mientras Castillo le hablaba a su paciente con voz melosa. El hombre que los acompañaba se desplomó de su silla y cayó al piso. Castillo lo miró de lado y prosiguió con su faena. Roldán se desconcentró y ahora miraba al hombre, que sangraba de la nariz. Castillo se levantó a buscar algodón y Roldán aprovechó la ocasión para escapar. Abrió la puerta muy despacio y caminó por el pasillo hacia el ascensor. De lejos vio el cartel "En reparación"; usó la escalera. En el tercer piso se topó con Pil Dinen. El detective iba acompañado de una mujer y le recordó al pasar lo de siempre. Roldán pensaba: "No lo logrará, no lo logrará" y corrió frenéticamente, sudando de cansancio y de angustia. Llegó por fin a la salida. Empujó la puerta y entró.
-El nervio lo come, señor Roldán. Vamos, sientesé -le sugirió Castillo, con una especie de provinciana gentileza.
-Es verdad, tiene razón. Soy un hombre destruido.

La filosofía de Roldán

Soy un hombre destruido, el narrador me tiene en sus manos y el hipnotizador me lee el pensamiento. Se ha cometido un crimen, se dice que atenté contra una adolescente en un granero y estoy virtualmente detenido. Cada acción que intento iniciar para modificar mi destino me lleva más y más hacia el despeñadero. La vida entera me ha pasado por la ventanilla de un tren y no logro recordar nada. Cuando deseo hacerlo, el detective se convierte en mi enemigo. Nadie parece tener los sentimientos que yo tengo, nadie siente lo mismo que yo en el instante en que yo siento, de modo que nadie me entiende. Dinen está preocupado de conquistar a una mujer, por lo que vi. Castillo quiere hacer de su oficio un arte. El hombre no sabe nada de nada y la víctima... la chiquilla... ¿la habré violentado realmente yo? Un crimen así no está en mi recuerdo, pero ¿lo sabré alguna vez o ya mi vida se acaba? ¿Ha decidido el narrador que se acabe mi vida con todos estos capítulos incompletos, tanta cosa por hacer, tanto proyecto inacabado?
Sonó el teléfono. Castillo contestó.
-Es para usted.
Roldán tomó el teléfono. Era Dinen.
-Sea honesto, señor Roldán. Admita que desde el tren vio descender al hechor, quien llevó de la mano a la chica al granero. Cuando ella se desnudaba voluntariamente para él, encendida de deseo, no fue capaz de enfrentar su dilema, la poseyó brutalmente, sin que ella opusiera resistencia alguna, y la dejó tendida sobre el heno, todo a la ciega vista suya. Volvió a subir al tren, que lo esperaba, que siempre espera por usted, y sin darse cuenta ya estaba en Victoria -escuchó por el auricular.
En la habitación, Castillo volvía a preparar la atmósfera adecuada para su sesión de hipnosis.

Gajes del oficio

Pil Dinen colgó el teléfono y se dispuso a escuchar al nuevo sujeto que tenía frente a él.
-No acostumbro a atender clientes a esta hora, menos en un lugar que no sea mi despacho. Sin embargo, con usted obviamente debo hacer una excepción.
-Se lo agradezco -dijo el narrador.
Ambos se hallaban sentados ante la barra de un bar ubicado a pocas cuadras de la oficina del detective. Una mujer parecía esperar con impaciencia a Dinen en una mesa cercana. Este le dirigía miradas relampagueantes cada cierto tiempo. Mientras, el narrador le confesaba:
-Hace unos días viajé a Rancagua a ver a mi tía. Lo hago una vez al mes para reencontrarme con lo humano que me va quedando de mi ciudad natal. Como adivinará, la avanzada edad de mi tía augura un cercano fin a mis visitas, de modo que con el tiempo el único vínculo entre mi ciudad y yo será el cementerio. Al iniciar el viaje, el tren se detuvo varias veces en el andén, en forma inexplicable. El fastidio que sentí contra la empresa de Ferrocarriles fue tan enorme que no se me ocurrió mejor cosa que idear un cuento con el argumento que usted ya conoce...
Dinen lo interrumpió bruscamente.
-Mi misión es resolver crímenes, no inventarlos. El crimen que se me planteó lo he resuelto. El hechor no retrocedió ante su debilidad y sacó bestial provecho de una adolescente. El testigo, desde el tren, adivinó en la joven lo que él interpretó como el inicio de la maldad en la vida de la mujer, el momento en que una niña, aún siéndolo, advierte que atrae a los hombres, los incita a abordarla y finalmente se les entrega. Pero no existe mal en ella, solo el despertar de su propio deseo. Y dígase lo que se diga, para toda mujer el deseo natural está en ser poseída por un hombre. El testigo lo entendió así, aunque pensó, como dicta la ley, que la seducción de una adolescente por un hombre mayor es un pecado y un delito. Y porque ha sentido en su propia carne y en la de ella la mutua atracción, decidió cortar de raíz el problema; o dicho de otro modo, privilegiar el imperativo moral del bien superior. El hechor consumó el delito; el testigo negó la escena, conservó al hombre y la mujer en el paraíso y contrató a un detective para resolver el caso.
Dinen guardó silencio un momento y luego continuó.
-¿Sabe? Es penoso que lo diga, pero le estoy perdiendo el respeto.
La mujer le hacía señas, guiñándole el ojo y moviendo la cabeza hacia la puerta. En el bar había cuatro personas. El barman, la mujer, Dinen y el narrador. El único que hablaba era Dinen.
-Ya en el segundo cuento me relegó a personaje de segunda categoría, aunque eso fue comprensible, porque el tema debía centrarse en la persona de un cartero y no en la mía, como sucedió con el caso de las patentes 7777. Hace pocos meses escribió acerca de un cíclope que se enamora de la Luna, metáfora bastante burda acerca del amor y la procreación. Allí me hizo pasar por un imbécil; para cualquier lector atento hice el ridículo. En otros relatos aparezco de entrada y salida. Todo eso lo acepto, pero ahora... pero ahora... esto ya rebasa los límites.
-No lo veo de esa forma, Dinen. Estamos dando a luz su postrer cuento fantástico.
-Descabellado, querrá decir.
-Puede ser fantástico y descabellado.
-Una vez más se equivoca. Una vez más demuestra no entender nada de nada. Se hace pasar por zorro viejo pero a mí no me puede ocultar la candidez de su arte, de su pensamiento, de su alma, de todo ese conjunto que lo convierte en un ser humano. Perdóneme la franqueza. Y conste que lo digo con envidia. Ya quisiera ser persona, como usted.
-No le entiendo, Dinen...
-¡Usted se está comportando como un niño!, está abusando de nosotros debido quizás a qué situación personal. Al pobre Roldán lo tiene enfermo, acorralado, dividido en dos. Me ordena que lo detenga por un crimen metafórico, le hace perder toda noción de tiempo y espacio y le crea alteraciones de tipo esquizoide. Ese hombre está a punto de arrojarse por la ventana.
-No es lo que pensaba hacer con él.
-¿Y qué me dice del hombre que aparece en mi oficina?: lo retrata como un inepto. Ni siquiera le pone nombre. Eso es una niñería, una falta de educación.
-Quise... alivianar el relato.
-Para alivianar un relato primero hay que densificarlo. Disculpas puede haber muchas, pero eso no lo salva. Ha dejado escapar un caso interesante, como pudo ser un crimen cometido a mucha distancia del denunciante, crimen cometido por el denunciante desde un tren que no se mueve, aunque sí se mueve. ¡Todo un desafío para un verdadero escritor de cuentos policiales! ¿Y le confieso algo? Ya me estaba entusiasmando con la trama cuando usted me obliga a salir... ¡con esta burrada freudiana! ¿Qué hace entonces conmigo? ¡Nada! Nada, me tiene diciendo todo el tiempo "queda usted detenido", "queda usted inmediatamente detenido" y... (bajó la voz y miró hacia la mesa)... y encima me endilga a esa mujer, tan vulgar.
El narrador rompió su silencio:
-Estoy en problemas, Dinen. La verdad es que no lo cité por eso. La verdad es que este cuento me importa un rábano.
El detective apretó los dientes.
-¿Qué dice?
-Estoy en problemas. Se me acaba el tiempo, me he puesto viejo y he decidido encaminar mis intereses creativos en otra dirección. Debo hincarle el diente de una vez por todas a la novela que vengo fraguando desde que tenía 22 años. Aquella que comienza con un hombre sentado a la orilla de un lago. Si no lo hago ahora, no lo haré nunca.
-Hágalo. Escriba esa novela. No veo la crisis.
-Lo que me angustia, se lo diré a usted, es que he postergado toda la vida esta decisión porque tengo miedo. Sé que después de escribirla no me quedará ninguna salida, ninguna excusa para justificar mi mediocridad literaria. No habrá obra maestra alguna esperando ser creada. Mi existencia se habrá reducido a producir un pobre volumen de libros, y a partir de entonces tal vez me quedarán años de mirar por la ventana, de sentarme en una plaza, de leer en mi café del barrio grandes libros escritos por otros.
-No sé por qué me cuenta sus aprensiones; mas para ninguno de sus lectores resultará dificultoso inferir que mi singular personaje se halla próximo a ser relegado a un cajón de escritorio.
-Así es, Dinen, me apena confirmárselo. Me había encariñado con usted porque lo siento muy superior a mí, como debió sentir Conan Doyle con su personaje. Llegué a admirar la racionalidad de su proceder, ese aire escéptico que tan bien protege de los ataques venidos de las profundidades del alma.
Dinen miró al piso. El narrador atisbó en esa mente fría y algo decadente un dejo de humanidad.
-¿Me deja tratarlo por su nombre? -preguntó el detective.
-Cómo no.
-Haré gala de mis habilidades, señor Mardones. Resolveré el nuevo caso que usted sin querer me ha propuesto en este bar y que de antemano me condena, y lo haré de tal modo que no perderé la vida, porque bien sabrá usted que los personajes de ficción también poseen el instinto animal de la supervivencia.
-Buscará persuadirme con sólidos argumentos, pero no me engañará. Mi decisión ya fue tomada, Dinen. Repare usted en el lugar que nos acoge: la mujer que lo acompañaba se marchó y el barman nos enseña con sus gestos que está pronto a bajar la cortina. Vive usted los últimos minutos de su vida.
-No se ponga a la defensiva, señor Mardones. Mi solución no deja heridos en el camino.
-Hable. Lo escucho.
-Usted ya no será más mi señor. De ahora en adelante mi señor será Roldán.
-Ja, ja, ja. ¡Roldán! ¡Un personaje, dueño de otro! Sí... puede ser... por qué no. Jamás se me habría ocurrido.
-No se burle, señor Mardones. Usted conoce de años a Roldán; es su amigo. Él mismo le ha revelado que escribe, le ha mostrado sus bosquejos literarios y usted le ha dado alas. Alguna vez Roldán le testimonió su admiración por mí y le solicitó contar con mi participación, en calidad de préstamo, en los relatos que estaban naciendo de su pluma. Usted no halló nada mejor que "regalarme". ¡Le regaló Pil Dinen a un amigo! ¡Menudo desprendimiento!
-¿Era necesaria otra vuelta de tuerca a este fantástico y descabellado cuento del tren, Dinen?
-Llegada la hora de la honestidad, sí.
-¿Y qué piensa hacer si se cambia de casa? (al formular la pregunta, Mardones dibujó con sus manos dos comillas en el aire). ¿Trastrocará su personalidad? ¿Se convertirá Pil Dinen en otro, en la luz o en la sombra del que era?
-Ese será un asunto de Alberto Roldán. ¡Déjese de darle vueltas a sus fijaciones narcisistas, señor Mardones! En cuanto a mí, además de seguir viviendo, lo que pienso hacer es bastante sencillo. Acompañaré cada tarde a Roldán en su cabaña sureña y tal vez hasta lo ayude en sus tareas domésticas. Allá todo cuesta; bajar el agua, cubrir una hendija, hacer el fuego. Usted no se imagina lo que cuesta cada una de esas tareas, porque usted vive una vida cómoda y cada necesidad la tiene al alcance de la mano. Yo apoyaré con gusto a su amigo; y sin embargo, eso constituirá la yapa de mi aporte, pues mi verdadera misión, si es que él la asume como propia, será ofrecerme de inspiración para las noches lluviosas, para aquellos momentos en que se nubla la esperanza, cuando no queda nadie a quién acudir y los amigos brillan como usted por su ausencia. En esas noches comeré de su comida, beberé de su vino y resolveré los mejores casos que broten de su mente. Y espero, sí -algo de verdad hay en lo que usted apunta- espero que esa vida me torne más sencillo y cariñoso de lo que he sido con usted; espero revestirme de esa dureza de hierro tan propia de los lugareños del sur y, vestido con esa armadura, descubrir nuevas formas de abordar los misterios del mundo.
-Que no se hable más. Lo meto en un sobre y se lo entrego a Roldán. Mañana estaré con él, después de varios meses. Celebraremos el invierno profundo en casa de Mauricio Diocares junto con los demás miembros de nuestra cofradía: Arnaldo Guerra, José Gai y Ernesto Olivares. Al día siguiente partirá con él a sus tierras.
-Adiós entonces, señor Mardones.
-Hasta la vista, Dinen. Y descuide; de Roldán recibirá un trato privilegiado.
-Lo sé. Lo que me preocupa es otra cosa.
-¿Qué?
Dinen hizo una pausa, como si temiera entrar al sobre, y dijo:
-Nada, olvídelo... Alea jacta est.

jueves, junio 07, 2018

7 de junio de 1971

Un lunes 7 de junio, hace 47 años, la invité a Cartagena y aceptó. Nos fuimos en la micro hasta la Estación Central, nos bajamos y en San Borja tomamos el bus a Cartagena. Eran cerca de las cuatro de la tarde; con suerte llegaríamos a ver la puesta de sol. Una locura, de pies a cabeza.
Contaba con la plata de la mesada semanal, no tanta como para un desarreglo pero sí la suficiente para costear los pasajes.
En el país se vivían los primeros meses de la victoria de Salvador Allende y la Unidad Popular con una especie de euforia o al menos de optimismo, pero eso no duraría mucho.
En Cartagena nos sentamos en una baranda frente al mar y nos dimos un beso. Olas mansas golpeaban la arena, una tras otra, sin majestuosidad alguna. El sol estaba cubierto por las nubes; hacía frío y no había mucho más que hacer. Estábamos solos.
En un momento, le pedí pololeo y aceptó.
Regresamos cerca de las siete de la tarde, llegamos a Santiago de noche, la fui a dejar a su casa en la calle Francisco de Villagra y me devolví al pabellón Jota del pensionado del Pedagógico.
Yo vivía días de desadaptación e incertidumbre en mi carrera; de hecho, dos meses más tarde me retiraría de la universidad. Ella cursaba pedagogía en alemán y ya había pasado los temibles rápidos que debe sortear toda vocación. La mía no era una crisis vocacional, sino, pienso ahora, una crisis existencial. Esa vez abandoné la capital y me fui a enseñar a una escuela de campo; deseaba ser pobre con ansias, vivir poco menos que como san Francisco. Pero el plan se vino al suelo y tres años después, cuando todas las puertas se me habían cerrado, retomé la carrera, que me seguía esperando, y reinicié mi vida. Durante esos años ella siempre fue mi luz, la luz es amor, y nunca me falló.
Nos casamos en 1975; llevamos juntos 42 años y vamos para los 43.
Dejo este sencillo testimonio en mi blog en un día como hoy.

martes, mayo 29, 2018

El mundo es una casa de locos y yo alquilo una de sus habitaciones

Más allá de San Alfonso, ya en los mismos pies de la Cordillera de los Andes, el cielo blanco anticipa lluvia y ensombrece el alma, presagiando desgracias. Levanto la vista desde la berma, la fila interminable de vehículos volviendo a sus hogares, mientras espero que salgan unas empanadas desde el horno de barro.
La tarde del domingo arrastra consigo ese misterio centenario que incuban los domingos. La noche del sábado ha sido la culpable, con sus embustes de vino y brindis y esperanzas.
El puñado de álamos sobrepasa la altura de los cables de la electricidad. Sus ramas peladas, rayas negras que se cruzan sobre el cielo blanco. Hojas amarillas se transfiguran imperceptiblemente sobre la tierra por el solo derecho concedido por la tradición. Las hojas de los castaños frondosos -otra historia, otra tradición- se mecen firmes con el viento tibio. Detrás de los castaños se adivinan dos moles: una casa de piedra y un hostal vacío.
No se puede huir de esa visión, debe conservarse, sin ademanes de arrojo, debe uno atornillarse a ella, resignado, porque los presagios anteceden al cielo blanco, a las ramas peladas y a la casa de piedra. La visión materializa el presagio, lo torna visible a los ojos.
La barca va venciendo el vaivén de las olas en un marco de silencio. Los funerales suelen ser así; los cuerpos caminan desestibados rumbo a la última morada del cadáver, el cortejo avanza, meciéndose a los lados. Las gaviotas rozan alas de sombreros, susurran cantos ignorados y el cielo, siempre blanco, no dice una palabra.
No es la hora de morir aún, pero parece que lo fuera. Me lo advierten los sueños, el paso de las horas. Todo proyecto queda relegado hasta que vuelvan los tiempos leves.
Ser alegre, revivir desconcentrado. Abrirse a la vida como la barca que va venciendo a las olas, pensar en cada ola, olvidar que se es la barca.
El mundo es una casa de locos y yo alquilo una de sus habitaciones.

miércoles, mayo 16, 2018

Ciruelas verdes

Si no estábamos dándole a la pelota de plástico a lo largo y ancho del parrón, lo más probable era que pasáramos los ratos de ocio en el techo, al estilo del barón rampante. En Ibieta había  tres techos, pero los que contaban eran dos. El del frontis de la casa no valía, porque no había forma de subirse a él. Una noche que esperábamos las victorias para viajar a la mala en el soporte trasero vimos caerse al gato de la casa. Estábamos sentados en la vereda, ante la puerta. El gato caminó por el borde del techo, se cayó y se murió. No era viejo, pero se veía que estaba enfermo, andaba quejándose hace rato.
En el tiempo de las brevas arrimábamos la escalera al techo que daba a la casa de los Reyes. A mí todavía no me gustaba la Margarita, eso fue después. La Margarita era la más grande y la Blanca Luz, la más chica. Cuando me gustó la estuve cortejando una semana entera desde la pandereta. Había una huelga del magisterio que duró meses y un viernes le anuncié que al lunes siguiente le iba a decir algo importante, de puro tímido que era, porque había escuchado en la radio que las negociaciones estaban entrando a buen camino. Dicho y hecho: la huelga terminó ese fin de semana, el lunes volvimos todos a clases, se acabaron los cortejos desde la pandereta y con el tiempo se me olvidó que me gustaba. Rodolfo Reyes, que era el papá, tenía una talabartería que se llamaba "El rodeo" y unas tierras en San Fernando.
Era un techo de zinc bastante largo, tanto que el Julio lo usaba para encumbrar volantines. Una tarde corrió de espaldas para que el volantín echara vuelo y siguió de largo. Las vigas del parrón y los troncos retorcidos de las vides no pudieron impedir que se precipitara al piso como un saco de papas, con la mano sujeta al hilo y el volantín hecho tiras entre los racimos maduros del otoño. Aunque suene increíble, no le pasó nada. Años atrás yo me había caído del mismo parrón y desde menor altura y había quedado para la corneta, diez minutos sin conocimiento.
Las brevas brotaban por docenas y copaban la mitad del techo; las enormes hojas oscurecían el último rincón del patio de los Reyes. Con el tiempo la higuera fue arrancada de cuajo y el techo perdió la mitad de su encanto.
El otro techo era cuadrado y cubría el gallinero. Después de una lluvia brotaban gusanos violáceos de la tierra barrosa y las gallinas se los peleaban. Para subirse al techo había que encaramarse al ciruelo; bien entrada la primavera el árbol desbordaba de ciruelas verdes. Ese techo daba a otra casa de Reyes, la de Rogelio Reyes, que era el hermano rico de Rodolfo. No vivía en casa sino en chalet, un chalet silencioso de ventanas cerradas y cortinas corridas, donde sus pocos habitantes no emitían ruido alguno. A él nunca se le vio la cara y cuando falleció no tuve información de que en su honor se haya organizado algún entierro memorable. La propiedad era tan grande que el patio le servía para guardar sus camiones. No contento con la norma había levantado una pandereta de ladrillo tendido de tres metros de alto para separar sus bienes de la casa de la abueli. Cuando nos asomábamos a mirar desde el techo nos ladraban unos perros policiales. Un día unos trabajadores apoyaron un tablón contra la pandereta. Los perros subieron, llegaron al techo y antes de que nos mordieran saltamos al tronco del ciruelo y bajamos rajados.
Otro día me lo pasé comiendo ciruelas verdes casi toda la mañana, estaban ricas. Por la tarde tenía que jugar a la pelota en la cancha Lizana. En los camarines el profesor me puso de siete y jugué todo el partido. Empatamos cero a cero contra la Escuela 3, clásico rival. No estaba triste, pero tampoco alegre; un poco desanimado, se diría. Me vestí y ya me disponía a volver a mi casa cuando me empezó a doler la guata. Los retortijones crecían con el paso de los minutos y llegó un momento en que pensé seriamente en ir al baño que estaba al lado de los camarines, pero el hedor del escusado me quitó las ganas y preferí caminar hasta la casa, craso error.
No había recorrido ni media cuadra por la Alameda cuando empecé a obsesionarme con la imagen de un limpio inodoro instalado en un cómodo baño destinado a mi uso exclusivo. A la segunda cuadra me arrepentí de no haber cagado en el estadio, por último qué importaba que estuviera hediondo o que no hubiera papel, daba lo mismo. A la tercera cuadra la necesidad tomó cara de pánico y eché a correr para llegar pronto, a sabiendas de que aún me faltaba entrar a la calle Bueras para recorrerla de norte a sur, ocho largas cuadras llenas de casas y de transeúntes antes de llegar al cruce de Millán; y de ahí otra cuadra más, atravesando la línea del tren a Sewell, antes de golpear la puerta frente al número 129, mi anhelada casa. Pensaba angustiado en esas cosas cuando se me infló el pantalón corto y me estalló el poto. Al alivio instantáneo del vaciamiento de las tripas se les sumaron el horror y la vergüenza, mientras la mierda me escurría por las piernas. Toda esa larga calle imaginada debería enfrentarla ahora de verdad, con la frente en alto, recibiendo las burlas que ya comenzaba a oír a mi paso. No sería capaz de soportarlo, pero debía ser capaz, de modo que no hallé mejor solución a mi drama que seguir corriendo y echarme a llorar. Mi recuerdo está asociado a las carcajadas de uno o dos grandotes que me señalaban con el dedo. No constituían la ciudad entera, ni siquiera la milésima parte, pero para mí bastaba. Yo, un niño tan serio y educado, era el hazmerreír de Rancagua.
Media cuadra antes de llegar pasé corriendo frente al taller del maestro Vallejos, el zapatero de mirada triste al que acostumbraba a saludar todos los días. Tuve el coraje de gritarle "¡hola, maestrola!", como si le regalara el mismo saludo de siempre. Escuché que me devolvía el saludo; ignoro si se dio cuenta de mi estado. Aunque destrozado por dentro, guardaba las apariencias por fuera, pero mi propio cuerpo me delataba. Llegué a la puerta y golpeé con furia. Quería que la casa me tragara pronto. Mi madre corrió a abrirme y me miró de arriba abajo, aterrada. Luego me confesaría que lo primero que pensó fue que me habían atropellado. Tras reparar en mi verdadero drama me llevó a la tina y me bañó.
Lo que sucedió el resto de ese día se me borró enteramente de la memoria.
Ciertas mentes estúpidas se aprovechan de acontecimientos como estos para verter su odio y airear su despecho. Quien ha sido objeto de esas burlas retrocede en el tiempo, repasa la lección y da vuelta la hoja.

miércoles, mayo 09, 2018

Marchaban, gloriosos, hacia el centro de la vida

Eran días densos, cuán lejanos en su espíritu vivificante de los de antaño. Me encomendaba a Dios como nunca antes lo había hecho, con frío método y serena voluntad, rayana en la obsesión, queriendo creer en lo que en el fondo no se cree en lo más mínimo, mientras veía cómo los demás clavaban los ojos en sus celulares, haciendo alarde de una pose altanera, irresponsable ante la hora clave.
Delante mío caminaba el ex Presidente de la República, solitario, abandonado por los suyos, hacia el bosque. Me acerqué y le puse el brazo derecho sobre el hombro; me dieron ganas de contarle quién era yo, pero advertí que no habría resultado ni útil ni provechoso. Frágil, sin el poder de sus años de gloria, aceptó mi abrazo y seguimos juntos al bosque, donde todo atisbo de política sería tragado en breves momentos, como la puesta del sol se traga al día.
Mi hijo me enseñó sus piernas velludas, cubiertas de manchas rojas. Lo noté preocupado y así me lo confirmó, aunque el diagnóstico médico había sido tranquilizador: estaba somatizando las enfermedades de los demás en su propio cuerpo, las estaba haciendo suyas, sin el peligro que ellas implicaban. Su cuerpo era una muestra de que el mundo se había convertido en una gran enfermedad.
¿Qué esperaba el mundo de nosotros? Que yo supiera, nada; éramos nosotros, y solo nosotros, quienes debíamos descubrirle sus falencias, dejándolo al desnudo. Nos cabía un deber de proporciones, que ignorábamos, aunque lo asumíamos como una misión sagrada.
En lo más hondo del bosque, allí donde reinan la oscuridad y la angustia, fuimos testigos del desfile de un coro avasallador. Marchaban, gloriosos, hacia el centro de la vida, hermanados en la ciega fe de la locura. Una áspera intuición me ordenó unirme a ellos, ahora estaba solo nuevamente, pero fui rechazado con el helado gesto de la indiferencia; sin embargo me cabía la certeza de no hallarme ante una secta de iniciados, no eran ellos la suma de la inteligencia humana que, como se sabe, es despreciativa. No se trataba de eso, sino de una especie de disolución de la verdad en una especie de líquido anodino: eran simples seres pletóricos de un sentimiento inefable, que traduje erradamente como piedad. Y sin embargo, cuán diferentes, cuán puros y resueltos en comparación a lo que había conocido hasta el momento.
Eran destellos en el bosque; no conseguían alumbrarlo, mas proyectaban imperceptibles sombras, como si el follaje marengo fuese cubierto por un manto de negrura de manera repentina y pasajera.
¿Dónde habitaba allí la bajeza? ¿Qué del dolor, del imperativo de la carne, de la vanidad humanas? ¿Había necesariamente que penetrar en lo más profundo del bosque para toparse cara a cara con el coro eufórico de voces que llevaban al centro de la nada? ¿O acaso no portaban también ellos el germen de la enajenación, al igual que el más común de los mortales?
Yo debía serlo todo, resolví, la depravación y la pureza, pero esta última me llevaba demasiada ventaja, debía retroceder demasiado para aspirar a alcanzarla, eso me enseñaba el fantasma de la redención.

martes, mayo 01, 2018

El colibrí

Un colibrí se esconde en el ramaje antes de suspenderse a libar. Son las siete de la tarde; la noche se vislumbra a la vuelta de la esquina. No parece un buen momento para ganarse la vida, la hora llama al descanso.
Pero tú permaneces confundido entre el ramaje, como un hombre pensando en la disyuntiva que te ofrece el final de la jornada.
Es tarde, hace frío, corre viento, el día fue engañoso, hubo flores, no se te dieron abiertas ni fragantes, te quedaste con hambre y la sed no se calmó.
Se avecina un largo invierno. Aún es tiempo de libar, aun en los bordes del tiempo.
En esa disyuntiva estás, igual que al hombre al que los años  ya le pesan como adobes que cargara en la espalda.
Los primeros segundos habrán de ser los más terribles para los testigos de tu último suspiro; un, dos, tres, el tiempo te irá dejando solo, rígido, verdoso, ausente del entorno.
Dará lo mismo lo que venga, avecilla, siete ocho, nueve, el reloj correrá hacia atrás, rígido su martillazo de piedra, habrá comenzado el olvido.

miércoles, abril 25, 2018

Pato Zapato

Mi zapato nuevo es negro y tiene filigranas en el empeine. Es un zapato clásico, de cuero-cuero, punta redonda, marca Guante, "imitado, jamás igualado", como reza su publicidad. Hace como veinte años o como veintidós años que quería tener unos zapatos Guante. Ahora que lo pienso mejor, exactamente hace veintitrés años. Recuerdo cuando me echaba la plata al bolsillo y partía al centro. Me acercaba a la vitrina, los miraba, veía el precio y me iba a la zapatería de al lado. Ayer finalmente saqué la tarjeta, me los compré y ahora uno cuelga y se columpia junto con mi pierna derecha mientras lo miro, sentado en el sofá.
Antes vivía al tres y al cuatro. Ahora la plata me alcanza para hacer desarreglos como este. Antes el sueldo me lo daban al contado dentro de un sobre; ahora me lo depositan en la cuenta corriente. Antes era irascible e intolerante, impetuoso, besador. Ahora me he puesto más tranquilo y tengo dos nietos que me llaman Tatines.
Me gustan las formas clásicas, conservadoras, aunque me empeñe en demostrar lo contrario. Quería un zapato de marca y ahora lo tengo. Las marcas se le meten a uno en la cabeza cuando ve que alguien cercano, levemente superior, las usa. Había un colega en la oficina que decía que el mejor ahorro se hacía comprando cosas de calidad y que por eso calzaba Guante. ¿Qué será de él?
Es bonito mi zapato, da la sensación de solidez financiera, pero noto que ya no está entre los top ten, noto que hace mucho desempeña un papel secundario en el exclusivo mundo de la horma fina y que los verdaderos ejecutivos compran zapatos ingleses o italianos. He esperado veintitrés años para llegar justo tarde.
Zapato zapato zapato, la palabra se me antoja divertida, seca. Me acuerdo del cuento que me leía mi madre, cuando Gallo Caballo, Oca Bicoca, Pato Zapato y Gallina Fina huyeron al bosque creyendo que el cielo anunciaba ruina. Y los muy tontos, animales al fin, anda que andarás cayeron como chorlitos en la cueva de Vulpeja Vieja.
En mis tiempos, los zapatos tenían que ver con la pubertad; antes de esa edad eran simples objetos que servían para caminar. Hoy el elástico de la sociedad se estiró. La moda y el cine ya no se dictan apuntando a los mayores, ni siquiera a los jóvenes: son los niños y aun los viejos el epicentro del consumismo; a su vez el ingreso al mundo laboral pasó a relacionarse estrechamente con la madurez y llegará el día en que el trabajo humano será recordado con nostalgia. Los niños exigen zapatillas de marca, los ancianos salen a bailar y los grandulones no se marchan de la casa de sus padres ni siquiera ganando buenos sueldos.
A los 11, 12 años, al regresar de clases en el liceo, me detenía religiosamente ante las vitrinas de la zapatería Imperial, ubicada en Bueras con Independencia, esquina sur poniente. Allí se exhibían los zapatos de moda, los que todo adolescente soñaba calzar. Para mí, eran aquellos de color negro o café con un fino borde extra de cuero que corría por los costados y se perdía antes del taco en una diagonal que terminaba en la suela. Es complicado de explicar, pero fácil de entender si se los ve. Ese modelo debía poseer además la cualidad de sonar. “Mamá, quiero unos zapatos que suenen”, solía pedirle, influenciado por las películas de detectives o de espadachines, donde los héroes o villanos hacían retumbar su calzado en estrechos pasillos nocturnos, simple acción que provocaba un raro placer en el espectador. En estricto rigor, lo que yo deseaba eran unos zapatos con taco de suela, aunque mi mamá, siempre cuidadosa con la plata, terminaba comprándomelos con taco de goma, porque duraban más.
El Séper, mi primo, que era más grande, convirtió su sueño, que también era el mío, en realidad. Al tiempo que estudiaba, hacía trabajos menores y más de una vez señaló, ambos frente a la vitrina, que esos son, ahí están los zapatos que me voy a comprar, mientras el vidrio devolvía las imágenes de un adolescente de ojos picarones y de un imberbe de cejas juntas al que sus compañeros apodaban Pelado.
Una de esas frías mañanas, camino al liceo, me los mostró: eran flamantes y sonaban como ninguno. El secreto estribaba en que apenas los compró se los llevó al zapatero para que les instalara un refuerzo metálico en el borde trasero de los tacos. Así evitaba que se gastaran, al tiempo que el golpeteo se redoblaba.
Más tarde llegó la moda de las botas beatle. Había que tener botas beatle y las mías se mandaron a hacer a un zapatero de Santiago que nos recomendó la tía Luchita. Viajamos con el Vitorio, nos tomaron las medidas y 20 días después llegaron los dos pares de botas a la casa. Se veían preciosas, con el elástico negro por los costados, pero presionaban el empeine hasta la desesperación, de tal modo que el placer era ambiguo, mezcla de dicha y tortura.
Andando el tiempo surgió la moda de los pañuelos de seda sintética, bastante al alcance de la mano. Se lucían bajo la camisa, en vez de la corbata, y la combinación ideal los exigía con zapatos de gamuza o mocasines. Un verano viajamos con el Lucho a Santiago, con la expresa misión de hacernos de un par cada uno. Yo estaba obsesionado con  que fueran sin suela y así me los compré en una zapatería de la calle Bandera: blancos y sin suela. Me quedaron flor flai. Antes de volver a Rancagua pasamos al cine Metro y vimos “Los doce del patíbulo”. Me quedó marcada una escena en que Telly Savalas, que representaba a un loco mesiánico, se prenda de una rubia nazi y la acuchilla: estaba siendo testigo del primer asomo de depravación en mi existencia. Días después me puse los mocasines para festejar el año nuevo en la fiesta popular de la Medialuna. Estuve toda la noche junto a la orquesta, mirando deprimido cómo los demás bailaban, y regresé a casa al amanecer, con los pies para la miseria.
Cómo echo de menos esos días, sentado ahora en el sofá, solo en la noche, el plato vacío, la copa vacía, descansando luego de la ardua jornada, mi mujer durmiendo, aburrido de no hacer nada, mirando mi zapato nuevo.

sábado, abril 21, 2018

Este ser

Este ser, presente en toda manifestación de vida en el universo; este ser cuyo cuerpo se degrada y muere. Este ser que late en otros cuerpos, indemne, refulgente. Este ser que ríe de alegría y llora de dolor.
Este ser omnipresente, silencioso. Ajeno a su entorno, negador, egoísta y obsesivo, indiferente, insensible, sólido como el acero en su levedad de perfecta relojería, tenaz, implacable. Este ser que gobierna, se enciende y se apaga sin sufrir, sin cantar, sin amar.
Lo piensan, lo estudian, lo admiran, hay quienes se entregan a él. Tan sencillo como que es; tan inefable como no saber qué es aquello que es.
Corre dentro de mi cuerpo, y cuando mi cuerpo sufre es que me anuncia su partida, su traslado a otras zonas de la tierra. Se anida en mí y yo quisiera ser como él, penetrar en sus entrañas, saliéndome de mí para entrar en él, mas debo apenas convivir, apenas acogerlo con asombro mientras él y yo nos vamos haciendo viejos, construyendo nuestra vida.
Me abro, me expando y pruebo; luego me cierro y me guarezco. Vamos de la mano a tientas.
Dependo de él, y él depende de mí. Pero él es más que yo. Y yo, más que él.

viernes, abril 13, 2018

Una odisea del espacio

Con mis papás y el Vitorio íbamos a Santiago en contadas ocasiones: a visitar familiares, consultar al doctor o pasar una tarde en el Goyescas. Cuando la edad ya lo permitió, me separé de ellos y mis viajes se cubrieron de un barniz cultural. En esos años el género dramático se había puesto de moda y asistir a una obra de la Compañía de los Cuatro en el teatro Petit Rex o del grupo Ictus en la sala La Comedia, junto a mis compañeros de curso, se consideraba un inestimable aporte cultural para los desenchufados estudiantes que éramos entonces, de modo que las visitas eran promovidas por los propios maestros del liceo.
Dichos viajes constituían para nosotros toda una aventura. Subíamos al tren; el Tonyi encendía su primer Lucky sin filtro y lo aspiraba con una triste satisfacción, sin saber realmente dónde residía el placer de fumar, si en la succión, en la retención del humo, en su expulsión acompañada de un leve suspiro o en los anillos voluptuosos que subían hacia el techo del vagón. El Honeyman y el Tatán sacaban sus respectivas cajetillas importadas y yo hacía lo propio con la mía, generalmente Pall Mall largo sin filtro. El Ogaz fumaba cigarrillos mentolados, Nevada o Kool. El Ogaz era hijo de carnicero, oficio que entonces no hacía ni millonaria ni jactanciosa a una familia, pero sí la encumbraba a los peldaños más elevados de la clase media, equivalentes, podría decirse, al empleado de oficina de la Braden.
Al llegar a la Estación Central enfilábamos por desconocidas calles hacia el centro de Santiago, calles rodeadas de altos edificios impregnados de un smog inexistente en nuestra ciudad, que nos provocaba al final del día fuertes dolores de cabeza. En Ahumada bajábamos corriendo los escalones que nos hacían ingresar al fantástico mundo de los flippers, donde gastábamos las pocas fichas que nos permitía la plata que andábamos trayendo; luego comíamos hotdogs con mayonesa y rematábamos en el teatro, que nos recibía con una agradable temperatura calefaccionada. Allí nos transformábamos en boquiabiertos testigos de obras revolucionarias. En una de ellas dos hombres se besaban. Por imperativo del guión, uno de los hermanos Duvauchelle y otro actor que no recuerdo, pudo ser Marcelo Romo, lo hicieron rápida y violentamente, pero cubriendo sus caras con los brazos, porque más que eso hubiese desatado un escándalo en la sala.
Para vislumbrar a través de cualquier escondrijo la revolución que se nos estaba viniendo encima recurríamos a lo que nuestra ciudad nos permitía. Por ejemplo, ver "A esta hora se improvisa" a la hora más indeseada del domingo, aquella en que debíamos estar en cama, esperando el inicio de la nueva semana de clases. Superábamos el sueño porque todo se estaba haciendo de nuevo, el cine, el teatro, la música, la política y la literatura. A la librería Cervantes llegaban con cierto atraso los cuentos de Cortázar, que no se entendían, y las novelas de Vargas Llosa, que asombraban por su desorden estructural. La radio nos traía las creaciones de la segunda etapa de los Beatles, la etapa transgresora que rompía con todo lo establecido en materia musical. Vivíamos la era de los rompecabezas. La democracia ya no valía por sí sola: había que acompañarla de un fusil.
De aquellos brotes apenas entraban a Rancagua ecos en sordina y por eso, para tomarlos de primera mano, había que ir a Santiago, había que ir al cine, al teatro, a las grandes librerías, a la Feria del Disco, sobre todo a las sesiones de la Cámara y el Senado, donde podíamos ver en carne y hueso y a corta distancia a los hombres del momento, los parlamentarios que libraban el preámbulo de la batalla de Chile desde sus curules aterciopelados, ordenando granadina para aclarar las gargantas. Eran los mismos que vociferaban semana a semana en la TV, vestidos de terno, corbata y chaleco.
Por esa misma época el crítico de cine Incinerador se había deshecho en halagos con la película "2001, Odisea del espacio" en su columna dominical del diario "Clarín". Lo menos que escribió fue que se trataba de una obra revolucionaria. El crítico indiscutible había utilizado la palabra del momento, la palabra sagrada, la que abría las puertas del corazón y de la mente, de modo que se consideró una obligación viajar a ver el filme.
Cuando se apagaron las luces y aparecieron las primeras imágenes en la pantalla gigante del Cinerama sentí bruscamente que me hallaba ante lo que había descrito Incinerador, pero multiplicado por cinco, la diferencia entre leer y ser partícipe de algo. Era un prodigio de película y encima su trama apasionante, misteriosa y refulgente era ininteligible. Estábamos ante una obra revolucionaria, inmersos de pronto entre las estrellas, más cerca de ellas que como nunca lo habíamos estado en las oscuras noches rancagüinas.
Lo que más me impresionó fue la luminosidad aséptica que bañaba la nave espacial y la habitación a la que vuelve el astronauta, al final de la película. Acostado en su cama, viejo y arrugado hasta el pavor, esperaba la muerte inmerso en una atmósfera de pulcritud y soledad que se tornaban angustiantes.
Como si hubiese recibido un combo a la maleta, salí del cine abrumado, empequeñecido, con la cabeza inflamada por las imágenes y el smog capitalino. Nunca Santiago -hasta esa noche moderno, quimérico, inabarcable- me pareció tan nimio y descuidado. Sus calles se nos ofrecían sucias, pegajosas. A los edificios les faltaba altura y majestuosidad. Todo era tosco, desordenado, plomizo. Las ampolletas amarillentas de los postes, tenues; las veredas, groseras. La gente, rústica. El conjunto entero carecía de luz e irrealidad.
A bordo del tren me seguía persiguiendo la sensación de que mi espíritu no se debía a nada que lo rodeara. El tren nocturno viajaba de vuelta a Rancagua con su traca traca demoledor. A través del vidrio se insinuaban paisajes desolados, mientras mis amigos fumaban y charlaban con esa voz estentórea propia de los adolescentes. A la altura de San Francisco de Mostazal y ante nuestra estupefacción el Ogaz, en un rapto de frenesí, abrió la ventanilla y lanzó al viento un fajo de billetes que sacó de sus bolsillos. Reía con una risa enloquecida.

miércoles, abril 11, 2018

El caballo que hablaba

El día del compromiso sus padres llegaron puntualmente a mi casa, vestidos como lo exigía la ocasión. Mi madre apareció de la cocina saltando de alegría, lo que consideré una muy buena señal: les caerá bien a todos, me dije. A mi padre no lo divisaba por ningún lado.
Aguardando el trance en la salita de estar
Se veía tan pequeña, con su piso de cemento. La estufa rectangular gris verdosa ubicada en un rincón no lograba calefaccionar el ambiente.
Momento para nosotros dos
Salimos al patio circundado por panderetas de ladrillo, ella y yo. Caminamos por el pasto amarillento, bajo el tibio sol del cielo otoñal. A lo lejos, árboles frondosos. Un momento para nosotros dos, en plena visita de estilo. Las cosas andaban más o menos bien.
El caballo que habla
Traspasado el límite y al tratar de cruzar una acequia por un camino angosto, un caballo de pueblo nos cortó el paso. Era de color negro y se hallaba amarrado a un tronco, de modo que aunque deseaba impedirnos el libre tránsito no podía. Estiraba la cabeza y no le daba para llegar al camino, sin embargo quedaba demasiado cerca y me lo advertía con gestos y palabras. Pudiera ser que me echara una mordida.
El caballo me está hablando, le transmití a ella. Un discurso tranquilo y persistente, revelador de su eventual poderío. De atreverme a cruzar, me atrevía, pero de que lo fuese a hacer era algo muy diferente.
En un momento el caballo se alejó y aproveché para cruzar.
Caminé un buen trecho, sabiendo que me seguiría para darme mi merecido, que fue lo que determinó hacer. Pero al momento crucial cayó atrapado y se echó al suelo.
"Antes de volver, déjame echar una meada", le rogó a su custodio, un campesino de la zona.
Concedida la autorización, el caballo expulsó un chorro de orina, con una mueca de resignación, y se entregó.

jueves, abril 05, 2018

El hombre rutinario

El hombre rutinario ignora que es feliz, pero lo sabe. Cada mañana, al levantarse, se adelanta hasta el detalle en el día que le espera, desde el momento en que aplica la crema de afeitar sobre su cara humedecida por el agua caliente de la llave hasta aquel en que, luego de beber su vaso de whisky, apaga la televisión, se lava los dientes y se mete a la cama. Será un día igual que el anterior y sin embargo comprueba por la noche, mientras hace el recuento, la cabeza presionando la almohada, que no fue lo que imaginó. Ninguno de sus pensamientos, ninguna de sus anticipaciones correspondieron a lo que esperaba de ese día. Aun así, fue un día rutinario, un día más en la rutina de su vida.
El hombre rutinario ignora que es feliz, porque no es feliz. Cada mañana camina a su trabajo con decenas de pensamientos en la mente, que se repiten y estorban la limpieza de su ruta. Junto a él avanza una procesión de autos rutinarios, un conjunto de máquinas vociferantes que se atasca en los semáforos. Adentro de las máquinas se hallan investigadores científicos, enfermeras, asesinos en potencia, mujeres y hombres infieles, aprendices de corredores de la bolsa, jóvenes ansiosas, comunicadores virtuales, quienes viven sus propias pesadillas y sus propias esperanzas, sus propias fantasías. Árboles frondosos acompañan los pasos del hombre rutinario; le transmiten mensajes que no escucha, porque el hombre rutinario solo escucha los mensajes que le transmite su pensamiento. La rutina de su vida nubla la escenografía que le ofrece el mundo; hasta las novedades se le pasan de largo. Las nota, pero no afectan su sentir.
El hombre rutinario ignora que es feliz, y aunque sabe que es feliz, quisiera ser feliz completamente. No le satisface hallarse vivo de por sí. No le satisface que la vida fluya, y él con ella. Aspira a una vida de placeres, a nunca más sufrir, a que nunca sufran quienes lo rodean, y por eso no hace más que oír, prestar oídos, al redoble fantasmal de lejanas campanadas, redobles venidos del fondo de la tierra húmeda.
La rutina del hombre rutinario consiste en enfrentar la última verdad en cada paso.
Y esa es su felicidad.

sábado, marzo 24, 2018

Velada boxeril

Faltando diez segundos, Valenzuela golpeó dos claquetas que sonaron como cachetadas de payaso. Las boxeadoras redoblaron sus golpes, alertadas por el característico estrépito que anunciaba el final del round. Valenzuela, comisario de la velada boxeril, repitió la acción en cada asalto de cada pelea. Fuera de eso siguió los combates con esa frialdad que emana del control interno, el gusto por estar donde se está, el placer frío de la pasión añeja, que ya no brinda sorpresas. Sentado en primera fila, impecable con su vestón de paño azul y su corbata a rayas, era imposible afirmar para quien lo observara a la distancia si disfrutaba de lo que le ofrecía el exterior o al contrario, mortalmente aburrido, se dejaba llevar por vivencias internas, recuerdos, blancos de la mente. Fuera como fuese, con el correr de cada round se iba despertando, a sabiendas de que debía anticipar diez segundos antes el sonido de la campana, haciendo chocar las tablillas. Valenzuela vivía una noche más de boxeo, alejado lo más que podía de las luces y las cámaras de televisión, pero inevitablemente cerca de ellas y de sus eternas polillas, los rostros vestidos de smoking.
El señor Smith cumplía con su misión a metros de Valenzuela, también en primera fila, pero enfrentado a él; separados ambos por una lona que esa noche era resbaladiza, a fe de los comentaristas. Juraba con celo cada round y al final del combate le entregaba al juez su veredicto. La puntuación del señor Smith coincidía con las de los demás jurados, señal de que cumplía su rol con eficacia. No por nada era escogido para jurar. No es que se le debieran favores personales. Por lo demás, qué favores se pagan con el boxeo en Chile. Pocos, por no decir ninguno. Los ilusos que viven pensando en pegarle el palo al gato terminan atrapados por su propia vocación.
El señor Smith tenía sentimientos encontrados con Valenzuela, pues, pensando decididamente que no le debía nada, quizás creía en su fuero interno que le debía algo. Acostumbrado al rol secundario en esta comedia, su juicio se rebelaba contra su hábito y de vez en cuando echaba pericos, pero en voz baja. Ansiaba dar un paso al frente y quedar expuesto ante todos, pero las pocas veces que lo había hecho no supo qué decir. Tal vez era eso lo que repudiaba secretamente en Valenzuela, porque Valenzuela siempre tenía algo que decir, como el experto en generalidades que era.
Yo seguía el combate desde un televisor instalado en el despacho de mi jefe, a esa hora un periodista entre pocos en el diario, disfrutando de un paréntesis en medio del turno.
Terminada la última pelea de la noche, con el resultado esperado, retorné a mis labores. Pero entonces sucedió algo extraño. En medio de las noticias que me iba ofreciendo la computadora volvía a mi mente la amena conversación que había tenido con mi amigo Germán, el corrector de pruebas, una hora antes de sentarme a disfrutar de la velada boxeril por televisión. Años conversando con él y recién ahora venía a reparar en que casi todas sus historias trataban de parientes multimillonarios, novias millonarias, fortunas desechadas, golpes de suerte. Germán, el hombre que había hecho de su vida una rutina de gris serenidad, el hombre nocturno, el hombre atado a la lectura de una página y otra página y otra página, sacaba historias, una tras otra, como Cervantes de su Quijote, y le brillaban los ojos. Su historia y otra más, señor Lamordes, parecía echarme en cara con cada intervención. Qué ingenuo que soy, cavilé, cómo se burlará de mí, creyéndole todo lo que me cuenta, cuántos años sirviendo de acicate a sus fantasías, de estímulo a su poética mente afiebrada que se ríe del mundo, inofensivo caballero sórdido. Me pregunté entonces si el planeta cambiaría ante una evidencia que certificara sus historias. No, no cambiaría: el mundo desfilaba imperturbable a esa hora de la noche ante mis ojos, y no era bueno lo que transmitía.
Mejor que no sean ciertas, me animé, señal de que aún hay esperanza.

jueves, marzo 22, 2018

La llamada que nunca llega

A otros ya les ha llegado, pero a ti no te llega. Carlos Barahona Peralta, box número 6. Francisca Palavicini Monterroso, box número 15. Julio Berríos Cerda, pase a toma de muestras en piso menos 1. Y tú, cuándo; tú, a qué hora.
Sergio Mardones Labra, box número 18.
Adelante, tanto tiempo, cómo se ha sentido, recuéstese, relájese. Bájese los pantalones hasta las rodillas. Suba las rodillas hasta el pecho.
(¡¡¡#!!!)
Mmm... vístase. Está excelente, venga a verme en uno o dos años más, creció apenas un pichintún. Hágase estos exámenes de todas maneras.
Sales, entre alegre y confuso. Caminas hacia el metro sorteando a los vendedores que copan la acera con sus mercancías.
Sigues esperando la llamada que nunca llega.
Mucho has dado, viene ya la hora de recibir, la hora de los homenajes se acerca, la hora de la compasión. Hasta entonces vivirás como el cobarde, que muere mil veces; escrito está que solo en los segundos postreros tomarás conciencia de que el reloj vivía contigo, se hallaba dentro de ti, a cada minuto hacía sonar su insensible campanada, te llamaba, te amaba en su dolor.

domingo, marzo 11, 2018

El perro meando

Se puede ser libre de influencias, libre como los pájaros; eso lleva a una acción poética, candorosa. Así era yo entonces.
La admiración y el amor son fuentes de toda influencia y la creación, que es original, se mueve bajo ese influjo: así me siento ahora.
Hoy, las mareas de los pueblos y la falsa sensación de seguridad han forjado nuevos dioses recubiertos de salud, belleza, bienestar y placer. Los que han quedado afuera pechan por ser beneficiarios de ese sistema; no hay más secreto en esto.
Antes, "en mis tiempos", todo era definitivo, grisáceo. Las cosas eran así porque tenían que ser así, y las alternativas de escape no pasaban de dos o tres, apretujadas entre las vigas maestras del orden, la obediencia y el progreso: la quimera de la universidad, la irrupción de la TV o la ilusión que conduciría al umbral del Hombre Nuevo.
Una de esas tardes, momentos del verano en que el tic tac del reloj marcaba el paso del tiempo en forma severa, pero también despreocupada, ociosa, negligente, ideamos un concurso de dibujo. Estábamos sentados en la mesa del comedor. El comedor daba al ventanal; más allá, la pandereta que marcaba la frontera con la casa de la Lauri y cuyos ladrillos parados soportaban día a día nuestros pelotazos. No hay más que decir sobre el ambiente, la puesta en escena de este fragmento de memoria. Una casa tranquila de Rancagua, una callejuela vacía, cinco primos de corta edad sentados en la mesa, dibujando obras maestras.
Se repartieron las hojas y los lápices, se fijó una hora límite y cada uno de nosotros comenzó a dibujar con ansiedad, desconfianza o apatía, según la real motivación que nos acogiera a esa hora. Para unos -para mí- se trataba de una grave competencia; para otros, de un discreto pasatiempo que mataría una fracción de las horas de ocio.
Calculé con frialdad y confianza que el ganador se definiría entre el Vitorio y yo. El Miguel era muy chico para hacernos competencia, el Julio era un cero a la izquierda en materia de dibujo y el Lucho no mostraba interés alguno en el concurso. Cuando empezamos a dibujar los miraba de reojo y ya disfrutaba de antemano el triunfo. Mi obra consistía en un lago iluminado por la luna. A cada lado de la luna había un álamo que recibía un leve baño de luz en su contorno interior, mientras desde la base de los troncos nacían sombras oblicuas que morían en el leve oleaje de las aguas. Era un bonito dibujo hecho con lápiz Faber número 2, con mucho negro, un estilo que se me había pegado ese verano por culpa de un pequeño cuadro que colgaba en la pared, un cuadrito que era más marco que cuadro y que se había dejado caer por la casa de las manos de mi papá o mi mamá. Por esos días no se me ocurrían muchos motivos para mis dibujos; confieso que hasta hoy cargo ese peso. Alguna vez mi papá me sugirió para la clase de artes plásticas que hiciera un par de brazos encadenados que salían de un campo en el momento en que los brazos rompían las cadenas. Lo encontré genial y pensé: por qué esas cosas no se me ocurren a mí. Cosa diferente sucedía, sin embargo, cuando los dibujos se sumaban unos con otros. Entonces llenaba cuadernos y cuadernos de historietas de fútbol, jovencitos del Oeste, épica del tiempo de los griegos, guerras espaciales, detectives o carreras de autos. Cuánto lamento que hayan terminado todos, sin excepción, en el camión de la basura.
Al llegar el momento de enseñar los dibujos me sentí ganador por adelantado. El Lucho, el Julio y el Miguel presentaron pobres creaciones y el Vitorio decidió reírse del concurso y dibujó un perro meando. Mas a la hora de la votación me llevé una sorpresa: el perro meando ganó por tres votos contra dos. Se examinaron los votos: los del Lucho, el Julio y el Vitorio, por el perro meando; los del Miguel y el mío, por la luna y el lago. Elevé una ferviente protesta, haciendo ver que el dibujo del Vitorio ridiculizaba lo que se daba por entendido, un concurso serio. El Lucho y el Julio argumentaron que el tema era original y divertido. El Vitorio se reía, dejando la defensa del perro a sus votantes. Les mostré los detalles de la obra: un perro mal hecho por detrás, con una pata levantada haciendo pichí. Para colmo el cuerpo del perro estaba ladeado y no había fondo alguno, ni texturas. Lo comparé con el mío y noté que se producía un momento de confusión, que aproveché para proponer que votáramos de nuevo. Se aceptó la propuesta, se votó, se contaron los votos y esta vez, el lago nocturno ganó por tres votos a dos al perro meando.
Dejamos los dibujos sobre la mesa y salimos a jugar a la pelota.
¿Por qué esa simple anécdota se me pegó a la memoria? Tal vez mi testimonio sea una forma de expiación, tal vez trate del poder de las influencias, del canon artístico, de la revolución o la vanidad humana. Le doy vueltas al asunto; confieso que no me satisface ninguna conjetura.

martes, enero 09, 2018

Dilo con tus propias palabras

El gigante se sentó en la butaca que los promotores de la compañía le habían asignado en el balcón preferencial. Los espectadores se dieron vuelta y lo miraron, algunos discretamente, la mayoría sin medir su reacción. La curiosidad apuntada a su figura no le provocó efecto alguno; ya se había acostumbrado a que lo vieran como un fenómeno. Faltando algunos minutos para que empezara el concierto alcanzó a retener parte de los comentarios del programa antes de que el elegante director, Iván Fischer, hiciera su ingreso entre aplausos. El gigante pasó entonces a segundo plano y la oscura tibieza del balcón le fue cerrando los ojos.
Estaba condenado a seguir creciendo hasta la muerte y así debía asumirlo. En sus albores, todo en su interior se expandía con una velocidad invisible, sin pausa, menor que el tránsito de una oruga por el tallo de una hoja pero velocidad al fin, inexplicable, como la vibración de un tejido que se va abriendo camino entre las paredes de carne que intentan contenerlo sin éxito. Esta progresión, que debía detenerse, no lo hizo. Años después, cuarenta, cincuenta, sesenta -había dejado de contar los años- las imágenes que desfilaban ante sus ojos le iban interesando cada vez menos. La cirugía había fracasado, los medicamentos habían fracasado; la ciencia, aplicada a su caso, lo había reducido todo a una glándula. ¿Qué importancia tenía ese diagnóstico, comparado con la enormidad de su problema? Desde entonces solo le cabía asumir el desmadre de su cuerpo a pasos agigantados, llevando su fama a cuestas.
Si hubiese que decirlo de otra forma, se educó, usó su inteligencia y respondió con seguridad a lo que le pedían sus maestros, de modo que en el principio las vallas fueron sorteadas con cierto brillo. Pero en ese complejo proceso olvidó un detalle: esos viejos maestros eran unos ignorantes, lo que se hizo patente cuando más tarde se quedó sin palabras al oír preguntas que no estaban en sus libros. Se las formularon autoridades que jamás había visto, ni siquiera imaginado. Recién ahí tomó conciencia de que había vivido en un mundo de enanos y que ahora era un enano en un mundo de gigantes. Su reeducación demandaría años, cuando no el resto de la vida. Forzosamente, casi a palos, debía seguir creciendo, nunca dejar de crecer, hasta que no cupiera en los salones, en los teatros, en los sets de televisión, hasta que su propio ataúd se le hiciera enano.
Vilde Frang interpretaba el concierto de Béla Bartók con una ligereza endemoniada. Admiró el gigante sus dedos, su muñeca y sus ojos se le llenaron de lágrimas. También ella había sido, en su momento, un par de células. Estar en ese escenario, soñaba, no en el palco que ocupaba; ser ella, ser la juventud y la esperanza, el horizonte triunfal. No había manera, pero la idea lo sacaba al menos cinco, seis segundos, de su obsesión. Trascurrida buena parte del concierto entró en un estado de sopor y sin darse cuenta se echó a roncar: la sala entera se estremeció en silencio; el acompañante le meneó uno de los hombros y el gigante despertó, más grande de lo que era antes del desaguisado. 
-Vamos, dijo, en el intermedio, no soporto más.
Fueron las únicas palabras que le pudieron sacar en toda la noche.
A la salida debió soportar el mar de paparazis que lo aguardaban, impacientes, todo naturalmente acordado con los promotores de la compañía. Por la mañana los diarios sensacionalistas ofrecieron a sus diversos lectores la misma imagen suya, con leves variantes de ángulo: el gigante estiraba una mano grandota hacia la cámara y parecía protestar con los ojos entrecerrados y una mueca grotesca, mostrando los dientes. Las crónicas destacaban sus dos metros veinticinco, sus ronquidos "gigantescos" a mitad de la función y su "estilo propio", consistente en una suerte de introversión patológica, diríase rayana en la mala educación. Entre los lectores de esas crónicas se hallaba el propio gigante.
(Eso dicen de mí los diarios: un hombre de dos metros veinticinco que tiene un estilo propio y ronca en público. ¿Y aquellos que no aparecen en las noticias, qué son? Materia informe, como yo, sin mi dato básico).
Dejó el periódico sobre la mesa de arrimo y al levantarse del sofá se golpeó la cabeza contra el cielo de la habitación. Cercanos estaban los días en que ya no habría casa que lo acogiera; vendría así el tiempo de los palacios renacentistas, las iglesias y los castillos medievales. Antes de bajar al gran salón a tomar el desayuno intuyó la marea de fotógrafos. Tenía que aceptarlo, eran las reglas de un contrato que hasta el momento le permitía seguir viviendo, más que decentemente, aunque expuesto al bochorno de la notoriedad.
El ascensor resultó demasiado pequeño para él; descendió los escalones de cuatro en cuatro, a cada paso retumbaba el mármol. En el comedor engulló kilos y kilos de frutas, jamones y mermeladas; luego se dirigió a la recepción con su ridícula maleta. El hotel le tenía preparada la cuenta, que canceló el promotor con celeridad, alarmado ante el daño, aún imperceptible para los demás, que estaba ocasionando cada uno de sus movimientos. Enfadado consigo mismo, sintiendo en sus nervios la expansión involuntaria, el gigante derribó de un manotazo a los paparazis que lo esperaban a la salida y se fue sin abordar la limusina, la misma que la víspera lo alojaba a sus anchas y que ahora resultaba incapaz de contenerlo. Intuía que una reacción como aquella anularía el contrato, mas no había otra forma de proceder. A partir de aquel minuto su relación con la compañía pasaba a ser letra muerta y de allí en adelante tendría que arreglárselas solo.
Por la tarde caminó afiebrado hacia la casa de campo de su infancia. Enfiló por un sendero de tierra apisonada, sombrío por el exceso de árboles que lo cubría; erectos árboles callados. Las sombras lo rodeaban por todas partes, dándole a su paisaje un aire grisáceo, parejo, mortuorio. Al cruzar el arroyo saludó a su vieja amiguita.
-Hola, le dijo.
-Buenas tardes, caballero.
Su respuesta lo desconcertó: esperaba un trato igualitario, pero se encontró ante una realidad distante. El saludo de la niña no denotaba respeto, sino la determinación de levantar un muro infranqueable -¡aun para él!- entre ambos.
Se fijó entonces en la serpiente de agua y se lo comentó, en un postrer tanteo de acercamiento. La niña no le hizo caso y se metió a la casa.
-Fíjate en lo grande y peligrosa que es, amiga mía -le había comentado.
Y en efecto, era una enorme serpiente que descansaba bajo el agua estancada del arroyo, entre las piedras mohosas, una serpiente de franjas negras y blancas que ahora comenzaba a reptar con lentitud. La puerta estaba abierta; entró y subió por las paredes de cal de la casa de campo.
La niña estaba sentada en el comedor. Pegada a la pared dormía una anguila, estirada cuan larga era; su cabeza casi topaba el marco oblongo de la foto familiar pintada de colores. La serpiente trepó sobre el cuerpo de la anguila, sin que su presa reaccionara. Cuando juzgó que era el momento le arrancó la cabeza y la arrojó sobre la cubierta del mesón. La niña sonrió ante el presente, con un cierto rictus de mofa; así lo interpretó la fiebre del gigante desde su posición en la orilla del arroyo: veía sobre él la casa de campo sombría, por la ventana a su amiguita de perfil con su pelo motudo, veía sus dientes y su risa silenciosa; y veía el vacío en que habitaba, donde no tenía cabida el miedo ni al espacio que la rodeaba ni a la brutal escena que habían contemplado sus ojos.
Asombrado y a zancadas, esquivando los cables eléctricos con extravagantes movimientos de piernas, alejándose así de la metrópoli, que lo seguía inquieta, el gigante se recluyó en el bosque más profundo y cercano que encontró; allí convalecía en una pose abstraída, reflexionando sobre su futuro. Apartado de la humanidad, mirando al hombre como un pájaro desde la copa de un  árbol, se había tornado inofensivo. Ahora era él quien asumía las culpas, él quien debía medir sus pasos para no aplastar a nadie. El gigante era ya como el elefante de la cristalería; todo el mundo se hallaba pendiente de sus faltas, sus errores de cálculo, sus pasadas a llevar, incluso sus ausencias. El hombre había dejado de ser su hermano y pasado a ser su víctima. Ante tal diagnóstico no le extrañó que alguna próxima jornada pudiere caer en manos de la justicia. Habría de ser juzgado de noche en un estadio, con luz artificial. No bien los fiscales leyeran las acusaciones descubriría que a sus años él, el más inofensivo de los hombres, aquel que no hacía más que economizar sus desplazamientos, existiendo nada más que para alimentar su vida interior, había matado gente. Y sin embargo, grandes acusadores no habría. Los familiares de las víctimas habrían detectado en su momento que el gigante no poseía bienes materiales, de lo que desprenderían naturalmente que no les cabría la esperanza de recibir compensación alguna. Dictada la sentencia se asomaría el problema de la cárcel: ya estaría demasiado grande como para alojarse dentro de una celda con barrotes; hasta el patio del recinto se le haría estrecho, inhabitable. Los jueces, reunidos, determinarían dejarlo libre, a sabiendas de que no era un hombre malo, sino torpe, "a esa altura de su vida". Anunciarían su fallo al jurado, que prevendría eventuales desgracias cubriéndolo de filamentos encendidos con baterías solares, de manera que por las noches fuese reconocible desde pueblos lejanos, una mancha de luz que tronase entre los bosques y las praderas.
¿Valía la pena seguir viviendo ante aquel panorama? Crecer, crecer, crecer. ¿Hasta cuándo seguir creciendo?
Sentado en el bosque, su cabeza sobre las copas de los árboles, se dejaba empapar por la sinfonía de la vida, sin involucrarse demasiado; antes bien, y tal vez debido a su extraña patología y los padecimientos que le acarreaba, parecía sentir pena, lástima por toda aquella forma de vida que crecía, desde el miserable gusano, qué decir, el infinitesimal microbio, la más pequeña unidad, desde el hombre enano, que a su manera era un ejemplar fallido de crecimiento, aunque ejemplo al fin, desde los tiernos tallos, los capullos, la hierba, los pétalos, hasta la majestuosidad de las hayas, los abetos, lobos marinos, los rinocerontes, las ballenas. Una sinfonía sin director, una sinfonía con un director irresponsable, que se daba el lujo de ausentarse, de hacerse invisible en lo mejor de la función, dejando a sus músicos abandonados a su suerte, abriéndoles para sí el campo tentador de las notas disonantes, los horrores rítmicos, desaliñadas estructuras, arreglos a la rápida, estilos dispares.
El calor del estío ocupó sus tardes silenciosas. Los frutos maduros caían de los árboles; los aguardaban las hormigas. Pronto vendría un invierno de frío y miserias que el gigante ya no viviría, no así las hormigas, siempre ansiosas de tomar lo que está al alcance de sus bocas. Sería su último verano en la tierra y lo dedicó a sentir; el infierno pegado en los pantalones, la espera irascible del tiempo, el polvo entre las hojas al paso de un camión cargado de verduras, el gruñido frenético de los insectos voraces, el descanso intranquilo al final de la jornada, el enigma de los tres estanques. Crecía sudoroso, más allá de la razón.
El lago lo colmó de atenciones, pues vio en él a un ídolo; se alimentó de su grandeza mientras pudo y así logró salir durante varios días de su decaimiento. Lo atraía a su orilla, como llama una mujer. Allí le contaba sus penas, tardes enteras, a sabiendas de que el gigante apaciguado lo entendía con su mirada serena. Sufría el lago por lo que no tenía, por falsas necesidades, apuros imaginarios; y no era capaz de gozar el paraíso del que era esencial protagonista. Sus gestos transmitían pesar, incapacidad, ausencia de pasión. Apenas el gigante se bañaba en sus aguas el lago parecía iluminarse y se le tornaba imperioso estarle hablando horas. Mas cuando llegó el momento de partir, la despedida careció de dramatismo. Millas más al norte, al dar vuelta la cabeza para disfrutar por última vez de esa presencia, el gigante descubrió que había sido utilizado. El lago había vuelto a su rutina, dándole la espalda a la frondosidad y al volcán que lo rodeaban. Su energía se había consumido, pero el fenómeno no había hecho más que prolongarla: ahora vivía otra vez bajo su propia superficie, sin música de fondo, acompañado solo del viento y la lluvia, el mediodía hecho ocaso.
En la playa las cosas fueron diferentes. El mar se las dio de fumador y bebedor empedernido que dominaba miles de libros, cual biblioteca en vaivén, mientras el balneario que lo asediaba intentaba devorarlos en medio de una falsa tristeza. El conjunto no formaba dupla armoniosa, pero sí una unión insobornable, como aquella que aún se puede apreciar en esos viejos matrimonios que discuten todo el día y por la noche suben de la mano al dormitorio. El mar era la fuerza cariñosa y protectora; el balneario, la pasión disfrazada de gris debilidad. Al gigante le costó entender dicho sistema, pero al cabo de unos días se sintió a sus anchas, acogido y atendido como en los antiguos tiempos, cuando su crecimiento pasaba inadvertido. Dedicaba las mañanas a mirar el pueblo desde las dunas, a sus habitantes sosegados planificando el día en las fruterías, mercados y botillerías, a los mozos de los restaurantes preparando las mesas para la hora del almuerzo. Reservaba las noches para el mar y sus estrellas, lo desafiaba penetrando hasta el borde de las olas, y cuando se retiraba dejaba su huella, hendiduras de pies de dinosaurio que se disipaban en minutos.
Lo recibió al fin el norte, inalterable. El Sol anunciaba su salida desde el otro lado de los montes pedregosos con vibraciones imperceptibles, animando a las aves; el arroyo bajaba cristalino entre el verdor que lo separaba del desértico paisaje; el día transcurría marcando el paso del tiempo, con una brutalidad rayana en la locura, y llegada la noche la Vía Láctea, la Cruz del Sur, las Tres Marías, Marte, el joyero, el centauro y su arco, como venía ocurriendo hace millones de años, se ofrecían a sus ojos. Cada luminaria lo llamaba, quería decirle algo, pero el gigante no sabía qué, a pesar de quedárselas mirando, hipnotizado. El norte era la culminación de su paso por la tierra, el último de los tres estanques. Lo que surgía de las sombras de este valle eran las tormentosas vibraciones, los lamentos de Trakl. Aparecían tímidamente a cualquier hora en sus dominios; deseaban nutrirse de su influencia para expandir sus versos por el mundo, pero el momento resultó inadecuado, al gigante ya no le quedaban lazos con su madre, su desmedido crecimiento lo había llevado demasiado lejos.
Los pueblos no sentían conmoción al verlo; era tan grande que había desaparecido, y se habituaron al peligro de sus pasos. El gigante ya sobrepasaba el alto de las nubes, llegaba el momento de partir. Se le hacía imposible prever sus pisadas; había trocado en una efigie, un coloso inmóvil, temeroso de causar aun más daño a su hermano, el hombre. Aun en los días soleados se plantaba enhiesto, soberbio ante el revoloteo de las aves, concentrado en su movimiento interno, el perpetuo crecimiento que corría por la sangre de sus venas. Observaba con naciente indiferencia la vida humana, que se alejaba más y más de su visión; el solo movimiento de sus brazos entre los nubarrones formaba tormentas y de allí nacían rayos que arrojaba al cielo. Sus pulmones se adaptaban a la falta de oxígeno; una vez que el torso se libró de la atmósfera ya no le fueron necesarios. El día y la noche se habían esfumado; la luz solar le blanqueaba la cara y sus ojos se habituaron a ella. El espacio era de una negrura infinita y la Luna estuvo al alcance de sus manos. En un instante comenzó a levitar y así fue como la Tierra lo perdió, y él a la Tierra.
Abandonaba para siempre lo que alguna vez conoció a través de la lengua, abandonaba para siempre las palabras. Aún las requería, pero ya no tenían sentido para él, de modo que naturalmente se le fueron olvidando.
Dilo con palabras, dilo con tus propias palabras, penetra sin miedo en lo más profundo y oscuro, y vuelve a tu hogar. Quédate en la palabra, permanece más allá de todo; condénate para siempre a ser tu propia lengua.
Ser... soy... yo era... yo soy...
Pero las palabras ya eran palabras vacías: carecían de raíces.
Un ser sin palabras, un cuerpo gigante, pero leve, un planeta entre planetas, una masa creciente que sobrepasó la Vía Láctea y sorteó los negros agujeros, una forma desprendida del tiempo, mayor que una suma de galaxias, un gigante atrapado entre los algodones de luz que se enlazan para conformar el universo, en eso ha culminado sin adjetivos que lo guíen, sin verbos, sin la abstracción del sustantivo.