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jueves, junio 30, 2005

Volviendo a las andadas

A mí me gustaba el concierto 4 de Rachmaninov; a ella la balada 2 de Chopin, esa que empieza lenta, que sigue con un entremedio de voluptuosidad y locura y que termina lenta. A mí me gustaba Rulfo, Kafka, Poe y un pequeño lote más; a ella Schiller, Byron, Hölderlin y otros miles de autores para mí desconocidos como un tal Calasso y otro tal Lem. Creía ver en esas pequeñas diferencias, en esos ligeros desniveles (para mí gigantescas diferencias, gigantescos desniveles) un solo mundo extraño y ajeno que nos pertenecía, un refugio desesperado en la tierra del romanticismo de verdad, no el romanticismo de las teleseries ni el de Ramón Aguilera o tal vez Barrios, Prieto, Gatica, Miguel, Serra Lima, que conforman el romanticismo del pueblo. Fui su héroe, fui su efebo, fui su adoración, fui su objeto de culto, día a día me elevaba al Olimpo y yo a ella tanto la amaba que me hacía llorar de sólo saber que existía, que era mía. Me decía que el primero que muriese esperaría en el paraíso al otro, y si aquel otro no estaba allí en el momento de la unión eterna no habría gloria alguna, como le canta Turiddu a Lola.
Pero el tiempo se encargó de demostrar que todo era una farsa, que el amor es imposible, que no dura más que un tiempo, apenas un par de años, y que la libertad lo aniquila, los celos lo aniquilan, la imposibilidad de unir lo que está dividido lo aniquila.
Fue entonces, creo, cuando volví a las andadas. Me parece recordar que ésa fue la misma semana en que entré al Mall Plaza Vespucio y liquidé a medio centenar con la metralleta UZI que les robé a unos narcos de La Victoria. Lo hice por el puro gusto de ver chocar sesos en las vidrieras, pero de eso no quiero hablar hoy día. No me siento muy bien de ánimo. Como que me quiere dar influenza.

domingo, junio 26, 2005

Las putas son leales. Si no hubiese que matarlas...

Tuve oportunidades, no puedo negarlo; bastantes, quizá demasiadas. Primó sin embargo la temperatura de mi sangre, ese resentimiento primitivo contra todo aquello que oliera a poder. Y no es que fuese un fanático de la derrota; al contrario, yo he sido también poderoso y debí estar siempre en el bando de ellos. Pude ser El guía, un faro austral, el mesías que se viene echando de menos desde 1810 o desde los tiempos de Almagro. He preferido aguardar mi momento pasando las noches en estaciones de ferrocarril de ramales de provincia, amasando pan en villas periféricas, cortejando prostitutas. Las prostitutas son las mujeres más leales, decentes y baratas del mundo. Como no conocen la fidelidad no se les puede exigir fidelidad. Dan lo que prometen y cuestan menos que las otras. Si no hubiese que darles muerte, a manera de entrenamiento, digo, serían perfectamente imbéciles. Pero esas miradas con que se quedan, tan abiertas, melancólicas, como si pensaran en la ambición perdida, en el martillazo del juez de garantía, en las puertas del infierno; esas miradas, repito, lo hacen a uno pensar en misiones heroicas; esas miradas, insisto, aumentan la pasión que con tanto ahínco he ido ahorrando para el día final.
No deseo ponerme tremebundo. Otro día les contaré mi historia. Ahora debo ausentarme. Ha vuelto el momento de la acción.

viernes, junio 24, 2005

Mi primer crimen

Mi primer crimen lo cometí una mañana de agosto. Ya a las once hacía un calor espantoso y la gente, vestida de invierno, sudaba en las micros, en el Metro, en los restaurantes al paso. Vi a una chica que se paseaba por la Plaza de Armas. Tenía unos 19 años y caminaba con aire inocente y pantalones de cotelé negro alrededor de un fotógrafo de cajón.
-¿Qué haces? ¿Eres modelo barata? -le pregunté.
-No señor -me respondió con timidez- Yo... atiendo caballeros.
-Pues, atiéndeme.
Me miró, asustada, y me pidió que la acompañara.
-¿Que nunca has visto a un hombre de zapatos puntudos?
Me hacía callar.
-Shhh... -me rogaba.
-¡Ah, meretriz, no sabes con quién te metes!
Estaba aterrada. En el camino me informó su tarifa. Saqué dos billetes arrugados y los traspasé de mano.
-No... aquí no. Arriba...
Subimos a un ascensor y marcó el piso 7. Yo le presionaba las nalgas con mi humanidad. Ella chocaba una de sus mejillas contra el espejo.
-¡Caballero! -me suplicaba- así no lo atiendo.
-Tú eres la única mujer que habrá muerto dos veces -le vaticiné.
No entendió. Ya en la habitación procedió con su acostumbrado show, que me arrancó carcajadas.
-¡Ja ja ja ja ja ja ja!
-¿De qué se ríe?
-¡Ja ja ja ja ja ja ja!
Estaba semi desnuda sobre una cama vulgar de colcha vulgar y lámpara vulgar de calle San Antonio desde donde, abriendo las ventanas, se divisaba un enorme muro gris. Vestía un colaless blanco y olía a jabón.
-Date vuelta.
Se dio vuelta. Sus nalgas eran monumentales, redondas y apretadas. Su piel morena tenía la textura de una pelota de básquetbol.
-Échese encima -me sugirió.
Entonces le hundí el estilete por debajo del omóplato, atravesándole pulmón y corazón, de tal forma que la punta parecía un iceberg en su pecho. Su cuerpo me regaló unos estertores antes de morir encima de la colcha vulgar, que se iba tiñendo de rojo.
-Eres la única mujer que ha muerto dos veces en esta pieza -le susurré al retirar la cuchilla.
Nunca les susurro a los muertos. Pero esa vez lo hice. Es fácil matar pobres. A los pobres no les alcanza para abogado. Este crimen fue cometido hace cuatro años. Ni siquiera salió en los diarios.