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miércoles, agosto 29, 2007

El valle del tiempo universal

Me había hecho siempre la idea de que la muerte era algo sencillo: respirar una última vez y después no respirar; reventarme en el pavimento y luego nada más, ni siquiera gorrioncillos mirando con envidia el alpiste de los canarios. Bueno, y eso hice un buen día, si quieren saberlo. Me subí a un edificio y me lancé de la vida. Estaba aburrido, desencantado de todo; aunque lo que digo es un decir. (Esta cosa del honor no se la puede sacar uno nunca de encima, qué sensación tan molestosa. La verdad es que los acreedores me acosaban y esa tarde ya los divisaba desde la azotea).
Me tiré y vi blanco. No sentí dolor. Es curioso: recuerdo ese chispazo de sonido. Algo extraordinario. Cómo uno puede retener en la memoria una milésima, cómo no es posible prolongar dicho recuerdo, porque el cerebro choca con una muralla infranqueable (léase esto último en forma metafórica o literal).
Me tiré y me morí, se entiende. Pero nunca la felicidad puede ser completa: no contaba con la claustrofobia, ni menos con la escandalosa ineficiencia del honorable cuerpo médico, que ahora se da el lujo de entregar cuerpos a los buitres sin siquiera revisarlos. ¡Yo no había muerto y a nadie le importaba!
Desperté en la oscuridad más absoluta y no tardé en darme cuenta de que un cajón rectangular me rodeaba por los cuatro costados. ¿Dónde estaba?
Había tres posibilidades:
1.- Mi cuerpo reposaba en la morgue.
La descarté de inmediato. Si mi cuerpo estaba en la morgue, eso quería decir que estaba a la espera de ser recogido por mis familiares. En ese caso sería sólo una suma de vendas y trapos y rellenos mentirosos sin capacidad de pensamiento. Si lo que me rodeaba no era el cajón de madera, como pensé en un primer momento, sino el nicho en que los cuerpos son mantenidos a baja temperatura hasta que los estudiantes de medicina llegan por la mañana, al abrir los ojos yo hubiese visto algo de luz, aunque fuese un destello. Habría sentido frío. Y habría captado el olor de la formalina. Así que nones, no estaba en la morgue.
2.- Me estaban velando con el vidrio del cajón tapado para que no se viera mi ex rostro convertido en papilla.
Luego de un par de minutos también eché esta posibilidad al tarro de la basura. No había olor a flores ni murmullos del rosario, aunque cabía la opción de que el olor de las flores no se filtrara por los resquicios del cajón sellado y de que la iglesia estuviese cerrada y mis deudos, durmiendo en sus casas. Pero esto era fácil de comprobar. Estiré mis huesos violentamente y el cajón ni se movió: era indudable que éste se encontraba sobre una superficie sólida, no sobre cuatro patas rodeadas de hambrientas velas.
3.- Estaba dentro de la tumba.
Me pareció que esta posibilidad era más que razonable y terminé por aceptarla, ya que no había argumentos realmente sólidos que se interpusieran en su camino. Contrariamente a lo que se pudiese desprender de dicha situación, la imagen de mi cuerpo en una cripta me dio seguridad. Ahora que conocía el problema estaba en condiciones de proceder a buscar su solución.
Ustedes se reirán, pero lo primero que me puse a pensar fue si mi cuerpo estaría depositado en el mausoleo del Círculo de Periodistas (ya que en vida yo fui periodista, ¡qué digo, vamos, aun soy periodista! ¡No es momento para pesimismos!). Es bien sabido -para redondear la idea- que si un colega entra en posición horizontal al mausoleo del Círculo es desalojado a los tres años con viento fresco (¿o a los cinco? Corríjame por favor, señor Presidente) situación que en diversas sesiones me ha hecho levantar la voz para denunciar esta injusticia, ‘‘la más grande de todas las que se conocen, pues impide al socio, señor Presidente, asumir su propia defensa cuando llega el momento y deja su suerte echada en otras manos. Imagine al pobre cadáver, señor Presidente, cotizando a duras penas los precios de las tumbas; imagine la cara que le pondrían los vendedores de tumbas. ¿Cree por un momento que le otorgarían un crédito? Así que dejo estampada mi más enérgica protesta, señor Presidente’’.
Recordé entonces con alivio que alguna vez había firmado en la oficina un seguro de vida que, entre muchos beneficios, se hacía cargo de mis funerales. Becerra, Baltierra, no, Varela; ¡sí, Viviana Varela se llamaba la chica que me vendió el seguro! Viviana me había mostrado un plano donde se ubicaría mi tumba, pero yo no le había prestado atención, pues mis ojos se concentraban en el triángulo negro del calzón que ofrecían sus piernas cruzadas. Ella se reía, sabía que lo que vendía era su calzón transparente y yo firmé sin chistar. Ahora, en esta triste situación, me recriminaba por haber sido tan hot y no haber retenido en la memoria el recuerdo completo de la ubicación de la tumba en el plano. Ahora, que necesitaba recordar, el maldito calzón se metía en el dibujo en papel cuché que enseñaba las bondades del ‘‘bien raíz’’.
Buen momento para razonar. ¿Me servía de algo conocer el plano? ¿mi deseo acaso no había sido morir? ¿No me había lanzado de la vida yo mismo? Era cosa, entonces, de sentarse a esperar, digo acostarse a esperar y listo, en unos minutos se va el oxígeno y buenas noches los pastores. Pero ¡lo que son las cosas!, siempre había padecido de claustrofobia y si hay algo que aún no puedo soportar es el encierro. De lo que se desprende que no fue el súbito amor a la vida lo que me llevó a salir del sepulcro, sino el miedo a morir enterrado vivo dentro de un cajón, como cuando yo era chico me contó mi abuelita que le había pasado a la señora Auristela. Así que estaba decidido: primero había que salvarse. Ya llegaría el momento de discurrir una nueva forma de quitarse la vida.
Algo me acordaba de un arbolito y una calle. La flamante sepultura se ubicaba en una calle bien transitada del cementerio (las otras, dispuestas a los pies de discretos pasajes y añosos árboles, plenas de silencio y tranquilidad, eran bastante más caras). Mi tumba debía de estar a unos cincuenta centímetros bajo la superficie y si la suerte me acompañaba, aún era posible que los sepultureros no hubiesen completado su trabajo. Me costó llevarme las muñecas a la vista y accionar el Citizen luminoso, que por suerte mi esposa me había puesto a la hora de los quiubos. Eran las tres de la tarde del día XX; o sea, dos días después de ‘‘mi muerte’’. ¡Había despertado a buena hora! ¡Tenía esperanzas! La cripta, la fosa o lo que fuera tendría que estar abierta. Con suerte, mis deudos aún estarían encima mío, echando lagrimones, coronas de flores y paladas. Descubrí que con toda seguridad lo que me había despertado había sido el brusco choque del cajón contra la base del nicho reluciente (¿o de la tierra pelada? La reseña de Viviana Varela ya no me era clara. ¿Dónde estaba, a fin de cuentas? ¿En un depósito rectangular de un edificio de cemento? ¿Bajo la tierra? ¿Bajo un lindo prado que ocultaba laberintos internos de concreto construidos por el hombre, cual prehistórico gusano?).
Aspiré el aire que quedaba dentro de ese espacio de la verdad y grité con todas mis fuerzas, mientras daba de golpes al féretro:
-¡Abran el cajón! ¡Abran el cajón! ¡Estoy vivo! ¡Abran el cajón por la chucha!
El aire se acababa y me moría, ahora sí que me moría de verdad y en la peor de las circunstancias, encerrado en un cajón, vislumbrando la posibilidad de vivir varios años más, de caminar por las calles de Santiago aunque fuese como pobre mendigo pero al fin y al cabo haciendo sonar los tacos contra la calzada y percibiendo ese ruido seco tan agradable, sobre todo cuando uno va por un callejón y el muro del frente envía un eco: tac tac... tac tac... tac tac... caminar con hambre o caminar con frío, pero caminar, moverse, desplazarse, abrir los brazos a la lluvia mientras los demás pasan presurosos o se guarecen en improvisados aleros, todos vivos, todos rumiando su destino de mala suerte pero vivos, vivos...
Escuché murmullos y un rumor creciente que me hizo recordar el momento en que los mozos convidan canapés luego del lanzamiento de una novela. ¿Sería posible? Las voces se convirtieron en gritos y algo como un chuzo comenzó a destruir el cajón por fuera. ¡Estaba salvado! Ni siquiera había tenido tiempo de angustiarme demasiado; el sudor apenas bañaba mi rostro. El chuzo sonaba y sonaba, cada vez más cerca, y las voces ya se me hacían casi familiares. Reconocía, por ejemplo, la del colega Aladino Barrera diciendo ‘‘más fuerte, más fuerte’’ o la del pelado Carrasco, gritando ¡putamadre! mientras abría el cajón con sus manos de fierro. Y yo, acostado, como si el trabajo tuvieran que hacerlo otros por mí, sin mover un dedo, apenas gritando ‘‘¡un poco más, que ya no puedo respirar!’’
Mientras esperaba ver de nuevo la luz me sentí repentinamente decaído: ¿saldría de nuevo a la misma tonterita, a darme mi merecido debajo de las ruedas del Metro, o era el momento de iniciar una nueva vida, admitiendo honestamente mis debilidades para construir desde ahí? Una súbita y desconocida esperanza me asaltó, junto con los primeros haces de luz y el ruido creciente de la multitud que corría a salvarme de las garras de la parca.
-La vida... -dije- la vida...
Al salir fui objeto de dos sorpresas: una grande y una chica. La chica fue constatar que mi cuerpo abandonaba el cajón depositado en el Mausoleo del Círculo. ¡Pero cómo, pensé! ¿Y el seguro? ¿Qué pasó con el seguro?
Inferí que como yo me había suicidado, la famosa letra chica anulaba todo el contrato -en lo que se refiere a su cumplimiento, no a su pago- por ese sólo hecho. ¿No lo advertí yo mismo en su momento, señor Presidente? ¿Ve? ¡Ya empezaron los problemas! (‘‘¿Y qué tengo que ver yo con eso, colega? -me diría él- ¿acaso usted mismo no se metió en el lío cuando se lanzó del edificio?’’ Y yo le respondería: ‘‘¡No se corra, Presidente, el problema no es ése! ¡El problema es que nos echan a los tres años y dentro de poco me va a tener cotizando precios a cabeza gacha!’’)
La sorpresa grande fue lo que sucedió a continuación.
Salido del cajón no me recibieron ni Aladino Barrera ni el pelado Carrasco ni el titular de la Orden. En vez de pisar el cementerio, mi cuerpo se alejaba de él y del recinto del Círculo, como traspasándolo, bajo un sol intenso y un calor otoñal. Una extraña forma, parecida a la cola de una lagartija, me tendió sus manos y me incorporé. De la imagen nunca vista fluyeron otras miles, cientos de miles, iguales a ella, como un abanico de vapor. Toda la realidad que me rodeaba era una especie de movimiento fotográfico sucesivo. Nada era único, todo estaba repetido. Nada era igual, todo era diferente.
-¿P-pero qué pa-pasa? ¿Dónde están todos? ¿Dónde me lle-llevan? -quise gritar, pero no me salió la voz. Miré mis pies y no vi nada. Miré mis manos y no vi nada.
Así que no estoy vivo, así que no me salvé -concluí, finalmente, resignándome de pronto a mi extraña suerte de principiante, sin ánimo de discutir ni menos de presentar contienda-. Bueno, entonces qué le vamos a hacer, habrá que apechugar en el reino de los muertos.
Qué curioso. Estaba tranquilo. Los nervios habían quedado atrás, así como la rabia contra el Presidente.
Bajé del nicho y me interné con la figura dentro del Valle del Tiempo Universal. ¡Vaya nombrecito!, ‘‘Valle del Tiempo Universal’’. Por lo menos así estaba escrito en el portal de fierro oxidado, aunque ahora que lo pienso mejor, podría tratarse no de un nombre, sino de una marca. Es diferente que el reino de los muertos se llame ‘‘Valle del Tiempo Universal’’ a que exista una marca registrada con ese nombre. Lo primero revelaría una suerte de reino monopólico en el cual se incluirían las tres categorías clásicas (el Cielo, el Infierno y el Purgatorio). Lo segundo, en cambio, hablaría de una forma de reino de los muertos, que implicaría necesariamente la existencia de otras, desconocidas para mí. A este espíritu, entonces, le habría tocado -no se sabe por qué razón- esta forma de eternidad, que describo a continuación.
La figura me dio una palmadita en el trasero y me empujó y así fue como traspasé el umbral y ahora estoy aquí y soy testigo de lo que miles de sabios ni siquiera han vislumbrado.
Todo es tan simple, hay un solo espacio para varios tiempos y no existe el pasado ni el futuro, sólo el presente. El espacio está más allá del Universo y las almas son fuentes inmateriales que se desplazan sin generar campo gravitacional ni energía magnética. El término ‘‘desplazar’’ aquí sólo se usa como símil, ya que el movimiento, obviamente, no existe, así como tampoco el pensamiento. Cada acto es universal en sí mismo y la suma de ellos no es más que la suma de tiempos diferentes en un solo espacio. De tal modo, cada cosa está dividida para siempre y yo soy la repetición infinita de mi acto, mientras lo anterior o posterior también es el presente. Por eso el movimiento es nada más que sucesión de muertes eternas y da la sensación de un abanico de vapor que fluye a cada lado de la imagen.
No es que las cosas vayan muriendo cuando nacen. Eso no tiene sentido porque aquí no hay vida, sólo muerte. Cada ser ve las demás realidades que lo repiten. Ve también los actos de otros seres. Por decirlo en lenguaje terrícola, se ve a sí mismo durante todo el Universo y al presente y futuro de los demás en el mismo espacio.
Un grito de angustia no tiene principio ni fin, es eso y nada más. La luz no se mueve. Entonces, no es que yo vea lo que describo, sino que lo ‘‘vivo’’, mi ser está impregnado de eso, que no sé cómo llamar (¿sensaciones? ¿recuerdos? ¿unión con otros seres y las cosas?). Pero yo, a su vez, como ya dije, estoy dividido en cada acto y no tengo esencia. Yo soy, por ejemplo, una mirada de horror, o una boca abierta. O un simple hilillo de saliva. Es más, de ese simple riachuelo que corre desde la comisura de los labios, soy, separadamente, cada una de sus infinitas partes. La decisión y la voluntad no existen, ello supondría darle valor al tiempo. Lo que pensé recién pertenece a otro ser y después a otro y a otro. No hay relación en la idea, ni siquiera hay idea.
En apretada síntesis, queridos lectores, eso es, aquí, la eternidad. Disculpen si de pronto mi lenguaje pareció un poco raro, enredado. Lo que pasa es que en estas tierras hay que hacer algunas concesiones. Ganarse el Cielo, como se dice, ya que guardo la secreta esperanza de que algún día me pasen a otro valle, que no sea tan caleidoscópico, porque esto ya me empieza a marear.
Ustedes, que son curiosos, se preguntarán cómo puedo estar escribiendo esto, dadas las características del lugarcito que me tocó en suerte habitar hasta nunca jamás.
Elemental, querido Watson: el ente con cola de lagartija me dio permiso para salir un minuto del valle y contarles lo que he visto. Ahora, si me disculpan, tengo que entrar de nuevo. Me está llamando con sus tiernos ojos de buey. Sería todo por el momento.

viernes, agosto 17, 2007

La casa de cambio Sullivan

Hice el viaje porque me contaron que acudía gente de todas partes. La casa de cambio Sullivan queda en el condado de Brown, Illinois, y durante 75 años fue dirigida por Mrs. Luvian Sullivan. Al morir la heredó su sobrino, Werther A. Sullivan, quien maneja el negocio con sentido empresarial. Mrs. Luvian Sullivan falleció a la edad de 97 años víctima de un estrangulamiento intestinal en su hogar de Mount Sterling, ubicado a dos cuadras de la casa de cambio. La casa de cambio es la estrella del pequeño condado de 6.950 habitantes. El turista no es discreto y eso acentúa los problemas. Lo primero que hace, no bien desciende del autobús interestatal, es preguntar dónde queda la famosa casa. El 34 por ciento de los visitantes del país son de la Costa Oeste, el 21 por ciento de la Costa Este y un 10 por ciento proviene del centro. Además, un 15 por ciento llega desde Europa, un 12 por ciento lo hace desde Asia, un 5 por ciento viaja desde Australia y el 3 por ciento restante proviene de Sudamérica, Centroamérica y El Caribe.
Cuando entré, la sala de espera estaba semivacía. No había más de 12 personas y sin embargo me tocó el número C-87. El visor apuntaba el número A-14. O sea, esa mañana el personal de Mr. Sullivan había atendido a 14 personas; quedaban 273 para que llegara mi turno.
Dicen que Mrs. Sullivan fue siempre una buena persona, pero otros comentan que al menos debió de pasar tres veces por las máquinas de la casa de cambio. En el hotel en que me alojé, la vieja Eleonise O'Hill viuda de R. F. Dormell, Cachimba Dormell, me aseguró que Mrs. Sullivan de joven era extremadamente impulsiva, una sombra de la mujer templada y bondadosa en que se convirtió después. Yo le argumenté que eso pudo deberse a los años, pero ella mantuvo su prejuicio:
-No, señor. ¡Ah, no, señor!
En este pueblo antes miraban a los turistas como yo de mala manera. Con el tiempo debieron acostumbrarse a nosotros, pero se me figura que ocultos en sus mentes se mantienen estratégicos bolsones con resabios de odiosidad racial, resabios sutiles, eso sí, como flechas enanas que se les fueran clavando siempre una tras otra en el cuerpo. Tal sospecha hizo que me hiciera la siguiente pregunta, cuando viajaba de regreso a Rubio, mi ciudad natal, ubicada en una de las regiones del centro de mi país: ¿Es que ellos, los del condado, no pasan o no han querido pasar por la casa de cambio con el fin de superar situaciones difíciles? La respuesta es muy simple; me surgió apenas me hice la pregunta: casa del herrero, cuchillo de palo. La forma en que resolví la duda fue el mejor indicativo de que en vano no había gastado mi dinero. Hace tan sólo una semana habría sido incapaz de hacerme una pregunta así. Hoy estaba analizando los sucesos de la vida con cierta ironía.
Pero ya va siendo hora de hablar de este mito viviente que es la casa de cambio Sullivan. Werther A. Sullivan, con su amplio sentido empresarial, la define en su página web como "el lugar en que sus pesadillas se transforman en sueños". Metáfora muy comercial, por lo demás, que le ha proporcionado pingües beneficios a la compañía que hoy dirige y que en 1983 ingresó con un éxito inusitado a Wall Street. Mrs. Sullivan siempre tuvo problemas con cualquier otro idioma que no fuera el inglés -muchos compatriotas comentaban en voz baja y con esa sorna tan ingenua y propia de los provincianos de los Estados Unidos que ella también tenía dificultades con cualquier otro acento que no fuese el de Illinois- por lo que era de común ocurrencia en su tiempo que algunos cambios no fuesen ni remotamente los solicitados por los clientes de habla no inglesa. Lo anterior provocaba molestos viajes de retorno a Mount Sterling a extranjeros disconformes, quienes volvían a tocar la puerta, no con el fin de solicitar la devolución de la mercadería sino para que se les practicara aquello por lo cual habían pagado. En este sentido, el cometido de Werther A. Sullivan es ampliamente superior aunque no tan prolijo como lo fueron los cambios que logró operar la descubridora del artificio, que fue su tía.
Precisamente en el hall un busto de Mrs. Luvian Sullivan llama la atención de los pacientes. Ella está mirando hacia abajo, con sus típicos párpados caídos y sus pómulos salientes. La barbilla casi toca su pecho. Muchos se agachan y se estremecen ante esa mirada severa y penetrante. Werther A. Sullivan, en cambio, destaca en carne y hueso por ese aire de elegancia fabricada expresamente para vender, para convencer. Usa camisa de cuello abierto acompañada de pañuelos de seda con lunares y habla siete lenguas. Inglés, alemán, francés, japonés, chino mandarín, italiano y ruso. Los clientes latinoamericanos pueden recurrir a un traductor -como yo lo hice- o chapurrear el italiano. Hay traductores en todas las esquinas, se negocia con ellos el precio, que varía según la cantidad de palabras que se requiera al momento de solicitar el cambio. Luego de cumplir su misión se marchan a sus esquinas y ahí permanecen, impertérritos, a veces días enteros, sin casi moverse, a menos que alguna necesidad los apremie o que crucen la esquina para convidarse cigarrillos y chicles. Lo que apenas acabo de narrar es un embrujo de los mil demonios, ya que el paciente, por ahorrar unos pocos dólares, marca las palabras mínimas, en realidad menos que mínimas, puesto que bien miradas las cosas una atención como ésa requeriría de una larga sesión, muy conversada. Incluso hay traductores que ofrecen el servicio extra de conseguir buenos números en el mercado negro; uno no les hace caso y termina esperando como yo. Por eso, mi primer consejo a los que vayan a la casa de cambio Sullivan es saber inglés. Mi segundo consejo es pagar en el mercado negro por un número.
Noto que me he vuelto a desviar. Cuando el visor marcó mi número dormía plácidamente en la silla de madera que está al costado izquierdo del busto de Mrs. Luvian Sullivan, mirada la silla desde la puerta que da a la calle. Habían transcurrido cerca de 17 horas y el reloj de mi teléfono celular marcaba las 05:34 AM. La casa de cambio no descansa, es una empresa demasiado próspera desde que Werther A. Sullivan, 88 años cumplidos, tuvo la visión de abrir la compañía a los accionistas anónimos. Sobre su sucesión se habla ya de una ligera disputa de hermanos: Werner F. Sullivan, Wagner F. Sullivan y Walt F. Sullivan El corto, quien aparece en el papel con las menores probabilidades debido a su defecto de nacimiento. Werther F. Sullivan Jr. falleció a la edad de 7 años y era considerado el sucesor lógico debido a su talento innato para los negocios, la sicología y las matemáticas, pero un camión de doble eje que traía madera desde Montana lo atropelló al cruzar la calle.
Pero bien. Lo que sigue es bastante extraño. Cuando me despertaron entregué mi número sin abrir los ojos. No dormía tan plácidamente como pensaba; estaba tenso. Creía que nunca llegaría el momento. "Welcome to Sullivan's changing house" me dijeron desde un parlante cuya amplificación provocaba una fastidiosa reverberancia. A mi lado se encontraba el traductor. Éramos solamente él y yo en una pieza tan similar a la anterior que si hubiese estado el busto a mi lado habría pensado que era la misma. Pudo suceder que durante mi estado de somnolencia se hubiesen llevado el busto junto con el número, aunque pienso que algo habría quedado en el suelo, como la marca cuadrada y lustrosa en el piso, algo así. No, la habitación no era la misma: era casi la misma.
El traductor se acercó al parlante. Yo le había pedido que tradujera "alivianar el peso del pasado", "demostrar mayor seguridad en mí mismo" y "hacer que la vida sea más llevadera". Él dijo en inglés: "Weight pass", "great self-confidence", "today dog's life". Al escuchar sus palabras textuales recuerdo que me horroricé. Fue demasiado parco; me habría gustado un diálogo fluido, con preguntas y largas respuestas. Cada una de esas frases necesitaba de un desarrollo, de una explicación que las hiciera inteligibles; realmente, tal como habían sido dichas, la casa de cambio podía entender cualquier cosa. ¡Ahora me explicaba las peripecias de Mrs. Sullivan! A continuación escuché del parlante palabras sueltas como "what", "very good", "well", "thanks". El traductor, a quien había pagado de antemano varios cientos de dólares, me comunicó entonces que su trabajo había acabado y se retiró. Me sentí estafado pero no le dije nada. Yo era un extranjero en territorio extraño. Cuando cerró la puerta advertí que su bota derecha tenía un hoyo en la suela.
Quedé solo. Pasaron diez, quince minutos. Eternos. De pronto el parlante volvió a hablar, ahora en imperfecto español: "Muchas gracias, señor. Casa de cambio Sullivan muchas gracias de preferir servicio casa de cambio Sullivan, no olvidar cierre de puerta saliendo. Adiós".
En la sala de espera vi a tres amigas que se notaba que venían de Hawai, amigas entre ellas, no mías. ¡Me miraban de arriba abajo, y con una picardía!, luego cuchicheaban en un inglés que se me antojó californiano; se veían tan alegres que no pude dejar de pensar en el motivo que las congregaba en la sala. Por más que pensara, no encontraba ninguno. Fuera de este trío de cierta edad la sala estaba vacía. Después de 18 horas salí a la calle defraudado y me fui a desayunar al Mc Donald's más cercano, tan cercano que era como contar hasta cuatro y entrar. De lo que me contaron allí entendí que el cambio ya había comenzado a operar. Era una chica de 17 años de nombre Alice Kupbern, quien "en su tiempo" había hecho una gira por Sudamérica que comprendió Machu Picchu, Isla de Pascua y la Antártida, periplo que le hizo ganar confianza en sí misma respecto del dominio del español. Se alegró de verme y comenzó a practicar de inmediato. Le pregunté cuál era "su tiempo"; a mí me daba la impresión de que aún no le llegaba. Me contestó: "Cuando yo ser joven". Deduje que el viaje lo había efectuado entre los 13 y los 14 años. Me invitó a que me escondiera detrás de la barra y allí se echó al suelo, sobre un charco de cerveza. Me atrajo hacia ella y cargó uno de sus muslos encima de los míos. "Esto no poder saber nadie, aquí hay fucking people que siempre voyeur", me dijo. Le expliqué lo que me acababa de suceder y no se sorprendió. "A veces llegan tipos like you, pero yo no les hago caso, pero usted me ha sentado bien, se ve cansado". Desde aquella vez, siempre me ha parecido que Alice Kupbern es una embustera, lo sigo sosteniendo. Se adivinaba en su rostro fino de niña mimada. Su sintaxis y su vocabulario eran imperfectos, pero dominaba a la perfección el uso de ciertos pronombres, como "les". En ese sentido me quedo con la intransigencia de la vieja Eleonise O'Hill.
La mejor definición de la casa de cambio Sullivan, mejor aún que la que proporciona Werther A. Sullivan en su página web, la leí en un paper escrito por el doctor Pernell H. Roberts, a quien no se debe confundir con el actor del mismo nombre que participó en la serie "Bonanza". Pernell H. Roberts es un académico de la Universidad de Iowa que investigó durante años el fenómeno de la casa de cambio. Producto de dicha investigación resultó un documento de dos páginas, que registra al menos 128 citas en el ámbito científico en el último año. Aclara Roberts que la casa de cambio no sería ni una estafa ni un número artístico de magia entre cuatro paredes. Agrega que pareciera haber allí un descubrimiento verdadero acerca de la transacción o intercambio de caracteres entre seres humanos. Roberts sostiene que si los caracteres nacen de las emociones; o sea, del temperamento, más que de la impresión que al ser humano le generan los hechos externos, entonces la casa de cambio intervendría resueltamente en zonas concretas del cerebro como el hipotálamo y el tálamo, que son las responsables de llevar a cabo respuestas emocionales integradas, proporcionando a la corteza cerebral la información requerida para poner en marcha los mecanismos cerebrales de conciencia de la emoción. Los especialistas se centrarían además en ciertos procesos fisiológicos del sistema linfático y en la acción endocrina de ciertas hormonas. A pesar de que no logra descubrir la técnica, supone que el cambio opera a partir del adormecimiento del paciente. En este punto de su trabajo descarta en absoluto cualquier tipo de intervención quirúrgica o la invasión del cuerpo con algún aparato eléctrico. En cambio especula con la posibilidad de un tratamiento químico a base de píldoras.
"Me sometí a la prueba tres veces y cambié de carácter tres veces. La primera vez la casa Sullivan me cambió el miedo, el rencor y la desmoralización por una suerte de intrepidez a la hora de usar la palabra; la segunda vez me cambió el despilfarro y la pereza por una actitud dubitativa mezclada con el interés constante por los fenómenos cotidianos; la tercera vez, a petición mía, me fue retornado mi carácter original", dice casi al finalizar el paper. ¿Su conclusión? La casa de cambio no es una superchería sino un instrumento efectivo de cambio de carácter del individuo. Opera a base de píldoras que se administran una sola vez, en estado de sopor, y que fueron fabricadas sobre la base de 727 tipos de caracteres clasificados en su momento por Mrs. Luvian Sullivan. La dosis sólo presenta dos efectos secundarios indeseables: halitosis crónica y tendencia al fanatismo deportivo, sea o no el sujeto amante de los deportes.
Hace unos días, ya en mi hogar, revisando internet, encontré una teoría similar, pero adjudicada a otros investigadores y referida a un tema diametralmente diferente ("Efectos colaterales de la morfina en personas desahuciadas"). He tratado de encontrar el curriculum del dr. Roberts pero me ha sido imposible. Una de las pocas menciones de su nombre se relaciona con la lista de accionistas de casa de cambio Sullivan, de la cual forma parte con un porcentaje ínfimo de papeles: 0,0007 por ciento del total, lo que equivale a unos 12 mil dólares canadienses, ya que el accionista Pernell H. Roberts ostenta dicha nacionalidad. Pero puede que no sea el mismo.
En Mount Sterling la publicidad es alarmante y todo gira en torno a la casa de cambio, como ya se ha dicho, lo que no significa que la gente del pueblo confíe en el método. Más bien no, íntimamente lo desprecian, como si estuviese dirigido a destinatarios de una raza débil. Mas por algo Mount Sterling es un pueblito de pragmáticos: lo realmente importante es que les sirve para llenar las arcas del condado y que con eso ya se está muy bien, sí señor. En primavera el Carnaval Sullivan, que compite con otros del mundo en cuanto a transformaciones, alude irónicamente a esta idiosincrasia. No utilizan disfraces, al menos en lo que a vestuario se refiere. Pero de que se disfrazan, se disfrazan. He aquí algunos de los textos de los diarios locales que acompañan a las fotos publicadas al día siguiente: "La pesimista Merli Stamps, de reflexiva", "Mr. Goldberg Matt, el animalito tímido, de testarudo". "Sanguínea Sharon Colomac, de rutinaria". Los mencionados aparecen retratados en medio de la calle, detrás de la banda, simplemente caminando.
El acápite sobre el vicio resulta sobrecogedor. En el condado existe la firme creencia de que la génesis del libre albedrío está en el vicio. La “sumisión a los mandatos del vicio” o la “ruptura de las cadenas del vicio” es el inicio obligatorio del sermón dominical del pastor C. S. Atchakerikis frente al púlpito. Acudí a un oficio religioso a la hora de abandonar el pueblo, pero mi nulo conocimiento del inglés me impidió desprender de su perorata si el pastor Atchakerikis estaba a favor o en contra de la existencia del vicio. La casa de cambio posee estadísticas que demuestran que el 44 por ciento de los clientes piden en primer lugar erradicar un vicio adquirido a temprana o mediana edad, pero al momento de la verdad retiran la demanda. Pareciera ser que las personas que acuden al condado a tratar sus males síquicos culpan de sus problemas a sus vicios. No toman en cuenta que sus vicios podrían ser la consecuencia de sus problemas. Cuando la casa de cambio, mediante alguna desconocida artimaña, los enfrenta a la realidad de vivir sin el vicio, la vida se les presenta amorfa, falta de brillo y cambian de parecer. Tal vez en ese instante el parlante les pregunta si efectivamente quieren erradicar su vicio o si prefieren seguir como están, del mismo modo en que las computadoras le consultan a uno por cualquier decisión que uno va a tomar. Pero una vez más, y para proteger su secreto, la compañía no informa cuál es el “momento de la verdad”; tal parece que casa de cambio Sullivan jamás revelará sus técnicas de tratamiento; he llegado a pensar que esto en alguna medida es como la fórmula de la Coca Cola.
Reparo en detalles que con los días están empezando a cobrar importancia. No deja de llamarme la atención, por ejemplo, esa dificultad que me ha nacido para sintetizar asuntos de fácil argumento. El mes pasado mi historia no me habría demandado más que dos o tres párrafos; ahora no hallo cómo contarla; siento a veces también que escribo como si me estuvieran traduciendo. Del mismo modo, se me está despertando una curiosa manía por las cifras y los porcentajes; por primera vez siento una gran ansiedad ante las próximas elecciones municipales. Regresando a casa escuché en el bus interestatal con destino a Nueva York, aeropuerto John F. Kennedy, escuché dos teorías de turistas peruanos sentados en el asiento de atrás. Uno le aseguraba al otro que le habían cambiado su forma de ver las cosas por la forma de ver las cosas del finado Sutherland Preiss, muerto la semana anterior, ya que era lo que en ese momento más se asemejaba a su pedido. El compañero de viaje rió de buena gana. "¡Te han metido cuco, Mario!... ¡Ja ja ja!". Entonces pasó a relatar una historia que había oído el primer día en el hotel, y que asumió irresponsablemente como una teoría científica, según la cual los caracteres se extraían al azar de personas que caminaban por las calles de Fresno, ciudad del estado de California que se venía usando como laboratorio experimental desde 1985, sin que sus ciudadanos tuvieran conocimiento de ello. Según la versión, las "víctimas" quedaban circulando sin carácter. "¿No has notado la cantidad de gente sin carácter que vive en Fresno?", le hizo ver, pero Mario le contestó que nunca había estado en Fresno y que le importaba "un carajo" lo que pasara con la gente de Fresno y ambos rieron de buena gana. Enseguida Mario le consultó a su amigo si recordaba la formación exacta de Alianza de Lima el día de la tragedia, le dijo que le había nacido una repentina urgencia por conocer la formación. El amigo empezó a enumerar los jugadores pero le faltaron dos. La ansiedad les impedía dar con los nombres, los repetían hasta el cansancio pero siempre les faltaban dos; incluso preguntaron a viva voz si alguno de los pasajeros del bus era peruano. Les dije que yo era chileno y les di los dos nombres de los jugadores de Colo Colo que reforzaron al equipo. "Pero eso fue después", se lamentaban, prácticamente al unísono. Deduje que Mario y su compañero de viaje habían sido hasta ayer seres pesimistas, necios y acaudalados.