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martes, septiembre 23, 2008

Un cuerpo hasta la cintura, de bruces en la cama

Vargas abandonó a sus fantasmas nocturnos al oír un gemido. Era su mujer, que se movía levemente en la cama. Se acercó hacia ella para oír mejor; antes del gemido parecían tan alejados uno del otro, parecían dos tiras de algas sobre la arena. Ahora Vargas sentía que algo los unía: un lamento venido de la profundidad de la noche.
Su mujer despertó con el tiritón típico de las pesadillas. Lloraba, se podía ver su llanto en la oscuridad de la habitación. Vargas intentó consolarla, diciéndole una y otra vez que no pasaba nada, que la pesadilla ya había terminado. Pero las pesadillas dejan una herencia de angustia. "Es un miedo que viene de mí", sollozaba, y así se volvieron a quedar dormidos, tomados ahora de la mano.
Al día siguiente ocuparon la mesa del lugar de la ventana. El mozo les ofreció la carta. Vargas pidió un expreso y su mujer, una taza de té y tostadas con palta. Afuera pasaban trenes en uno y otro sentido; corrían sobre rieles silenciosos. El espectáculo se completaba con el desfile de decenas de rostros anónimos que caminaban por la acera. Era un espectáculo evasivo. Vargas nunca terminaba de sorprenderse de la cantidad de parejas que no se decían nada mientras compartían un café. Le pasaba a él mismo y no lograba comprender el porqué. Bastaba que estuviera con un amigo para que su lengua se volviera remolino; con su mujer no sólo la lengua sino su cuerpo entero se transformaba en ese bulto vegetal muerto en la playa.
-¿Qué soñaste anoche? -le preguntó con voz débil, tímida.
Su mujer dejó de mirar los trenes y bajó la vista. Estaba a punto de llorar. Entonces habló, como para sí misma:
-Soñé que estaba en una habitación en penumbras, en una pieza a la que había entrado la niebla. La cama de bronce de mi papá relucía, pero alguien había instalado una pelota de plástico en una perilla. La saqué y la hice desaparecer; suprimí esa vulgaridad. "Me voy a acostar en la cama de mi papá. Sé que está muerto pero no me da miedo, porque él me cuida", fue lo que pensé en el sueño. Pero la pieza tenía una segunda cama y sobre ella dormía de bruces una persona. ¿Quién era? Debía saberlo. Le tomé el pelo negro a la altura de la nuca y la remecí, pero no se movió. Bajé las frazadas y se me reveló su cuerpo: le llegaba hasta la cintura. Me dio tanto miedo que grité: ¡Quién eres! Una voz masculina, muy profunda, me respondió: "Eres tú... eres tú".
Volvió el silencio. El mozo depositó el café, las tostadas y la taza de té sobre la mesa y se marchó. Vargas sorbió de inmediato; su mujer comió sus tostadas sin mayor interés. Pasaron unos minutos antes de que Vargas volviera a hablarle.
-¿Sabes interpretar los sueños?
-No, le dijo ella.
Era mentira. Ambos conocían a la perfección esa ciencia. Conocían sus vidas al dedillo, sabían incluso que cada una de esas vidas escondía profundos misterios. ¿Qué podía importarles una pelotita de plástico en un bronce, un cuerpo cortado por la mitad? Lo que sí les importó de verdad fue ese miedo, que los unió por un instante. Pero eso había sido anoche.
El tren hacia el sur estaba detenido. De uno de los vagones bajó un anciano vestido de negro.
-Mira, el doctor Martínez, ¿de dónde vendrá con esa maleta? -comentó Vargas en un tono vivaz, como si la aparición del médico los hubiese salvado de algo desconocido y peligroso. Su mujer dirigió la vista hacia el personaje con un sentimiento de amargura y frialdad.
-Qué flaco está -dijo.

martes, septiembre 16, 2008

Decadencia de un sicópata

Vestido enteramente de blanco, a lo Tom Wolfe, bajo a la calle a hacer de las mías. Intento volverme invisible entre el gentío, pero mi traje, mis zapatos y mi sombrero panamá me delatan, a propósito: es que debo llamar la atención. Aunque odio convertirme en centro de las miradas, resulta necesario para mi plan de esta tarde.
Me instalo en un banco. La gente pasa y me mira. Dos muchachos comentan algo entre ellos y vuelven la vista. Les tiro un beso y se largan a reír.
Pasa una mujer de aire iracundo, baja estatura, peinada con laca. A ésa le echo los puntos. Me levanto y la sigo. Antes de llegar a la esquina le hablo.
-Dónde vas, preciosa.
-Y usted, ¿quién es?
-Me calentaste apenas te vi.
Me mira de arriba abajo.
-¡Qué se cree, roteque!
-Estái bien buenona.
-Voy a llamar a los carabineros.
-Te invito a comer un hot dog.
-Oiga. Usted está hablando con una dama.
-Vamos, acompáñame.
-¿Cree que porque anda elegante puede hacer lo que quiera con una mujer decente?
-Aquí es, entremos.
(El mozo).
-¿Qué les puedo ofrecer?
-Dos completos y dos cañas de vino blanco.
(Al rato, en el motel).
-¿Viste lo que te estabai perdiendo por tonta?
-¡Ay, mijito, métamelo hasta las costillas!
-Date vuelta, maraca de mierda.
-Bueno, pero no me trate así.
-¡Date vuelta, mierda!
-Me está dando miedo.
-Atraca el poto pacá. Quiero que suenen los cocos cuando te lo enchufe.
(Dos minutos después).
-¡Ay, mijito, déle más fuerte!

(Por la noche, ante el diario de vida).

Cada vez siento menos la emoción. Veo fluir la sangre y corre igual que todas las sangres del poblado. Los ojos vacíos terminan siendo los mismos, los tediosos estallidos de la carne se hacen fuego de vela. Ni siquiera el placer de saborear a hurtadillas los estertores de la muerte me anima. ¿Debo entregarme a la justicia o existe aún otro método inexplorado?
De joven, este teatro y su escenario se me hacían iniciáticos.
Revelado ya el secreto, sólo hastío.
El aura poética debe dar paso a lo esencial: la poesía es una linterna mágica que ilumina la verdad que se guarda en los rincones. Es sólo un chispazo de luz. Si no se aprovecha, la verdad se olvida.
Y mi verdad es ésta:
Conocí el amor. Quien ha amado alguna vez sabe de lo que hablo. Al decir que conocí el amor digo también que conocí la tristeza. No existe la correspondencia exacta, no puede existir en dos almas que habitan este mundo. Quien ama sólo desea que se le ame de la misma forma. Y si a alguien se le ama aún más de lo que ama, es que no ama. Por lo tanto, si amé es que no fui amado.
Pasada la experiencia del amor me dejé llevar por el deseo. Quien ama, vive; quien desea, mata. No se puede afirmar que los animales amen y si aman, no es ése el amor del que hablo. El de los animales es un amor instintivo, natural. El amor del hombre es moral. No es casual entonces que ciertos animales culminen el rito del apareamiento con la muerte de uno de ellos. Los hombres se estremecen al ver esas imágenes por la televisión, las asocian con una bestialidad que no les pertenece. Yo les advierto: ¿No es acaso la misma bestialidad y sed de muerte la que gobierna vuestros maliciosos actos privados y los míos?
¡Ay del que diga "es sólo sexo, placer, juguetería"!
El sexo precisa pensamiento, todo crimen debe ser cometido antes de llevarse a cabo.