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domingo, enero 26, 2025

Encuentro inesperado con Fernández

Ocurrió entonces que vi caminando por la calle (no por la vereda sino por la calle, por el tránsito destinado a los vehículos) a mi viejo amigo Fernández. Recién vine a reparar en él cuando me llevaba varios metros de ventaja y ya se disponía a subir a un automóvil. Vestía su clásico terno gris perla de oficinista meticuloso que le ayudaba a disfrazar su trastorno maníaco depresivo, según había concluido él mismo al momento de analizar sus gustos en materia de vestimenta, durante alguno de esos pequeños viajes que emprendimos juntos. 
No me entusiasmó demasiado la idea de correr a saludarlo. Primero debía despejar de mi mente una duda prácticamente infantil, de aficionado. Mediaba entre nosotros una distancia de unos veinticinco metros. Así fue como le pregunté a quienes me acompañaban: 
-¿Esto está grabado?
-¿Cómo?
-¿Esto que estoy viendo pertenece a una escena del pasado? ¿Está grabado?
-No. Está ocurriendo ahora.
-Pero eso es imposible. Fernández murió hace varios años.
-¿Quién es Fernández?
Corté el diálogo y corrí a toda prisa. Fernández ya se hallaba sentado al volante y giraba la llave del motor.
-¡Para, para!
Debió ver mi rostro angustiado que lo miraba a los ojos a través de la ventanilla, porque detuvo el motor. Yo, a mi vez, noté cómo su expresión correcta y desganada mutaba por la de un sentimiento intenso, del que no se hallaban excluidas ni la alegría ni la tristeza.
Bajó del auto y nos abrazamos con fervor. Calculo que así tuvo que ser el abrazo al hijo pródigo del que hablan las sagradas escrituras, o el que se dieron padre e hijo, exhaustos, apenas pisaron tierra firme tras salvarse del naufragio. Fue un abrazo forzudo, demasiado emotivo; tanto que la elegante caída del terno se le desbarajustó y las solapas le subieron hasta la mitad de la cabeza.
Con el sosiego que otorga la imposibilidad de la huida intenté profundizar en ciertos temas de fondo. Me interesaba sobremanera conocer su testimonio acerca de la muerte. Fernández no se hizo de rogar; mientras caminábamos tomados del brazo me iba relatando sus experiencias, todas muy interesantes. Había una duda que siempre había rondado mi mente desde que era chico, y Fernández me la despejó en un santiamén. Consistía en saber si los finados se mezclaban o vivían separados según continentes, razas, ideas políticas o grados de cultura; más aún, si compartían "los de este tiempo" con los de "todos los tiempos" o, caso contrario, Dios había destinado diferentes reinos para cada década o centuria o mejor dicho, reinos diferentes cada cuarenta o cincuenta años, el paso de unas dos a tres generaciones. Fernández me aseguró que se mezclaban naturalmente. Añadió que hace unos días se había encontrado con el famoso economista Friedrich von Hayek y tuvo el gusto de intercambiar un par de palabras con él, definiéndolo de paso como "un viejito amable".
Al llegar la hora de despedirnos trocó su efusividad física por una frase para ponerla en un marco, que me dejó en un estado de meditación por varios minutos. Pues mientras se alejaba, mientras volvía al patio de los callados, como se le dice también al Más Allá, me susurró desde lejos: "Mientras tú estés vivo yo no estoy muerto. Tu cabeza me mantiene con vida. Tú eres el recuerdo de los muertos".
Me acababa de rendir un sincero tributo, gesto que me conmovió por su implicancia.

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