Visitas de la última semana a la página

jueves, agosto 28, 2025

El miedo del lector al disparo de Peter Handke

Hará unos treinta años escribí un cuento que titulé "Malditas palabras". Hace veinte años escribí dos cuentos, titulados "El mundo de Ark ark Nauw, donde no todos los días amanece" y "El palacio azul". En el primer caso se aborda la diferencia abismal e invisible entre el vocablo y la representación mental que los seres humanos hacemos de él; en otras palabras, cómo las voces pueden estar revestidas de profundo significado para un personaje y de insustancial significado para otro, aunque se trate de un simple saludo de "buenos días". Los otros dos cuentos tratan de la visión desestructurada de la realidad que poseen los protagonistas de esos relatos. Pasan de una imagen a otra sin enlace o consecuencia, abordan situaciones incomprensibles con toda naturalidad; o por el contrario, ante sus ojos hechos ordinarios derivan en absurdos.
De seguro esos temas ya fueron tratados mucho antes por diversos creadores, sería cosa de escarbar un poco y hallaría montones de ejemplos. El caso al que me deseo referir recae en Peter Handke, reciente ganador del Nobel, quien en 1970 escribió la novelita "El miedo del portero al tiro penal".
La saqué de la biblioteca y cuando comencé a leerla pensé: estoy ante el típico caso de un autor que escribe mientras va imaginando, método tan convencional y aceptable como aquel en que el escritor "ya tiene armada la novela en la cabeza" o definida mediante un minucioso plan dispuesto en su cuaderno de apuntes. Luego me fui dando cuenta de que a pesar de que Handke fuese improvisando había detrás una esforzada y desesperante planificación. Al final de la lectura quedé en la duda, lo que habla bien del libro. Un libro difícil, denso, angustiante, que deja huella, como me la dejó la lectura de "Las tablas de la ley", de Thomas Mann, en las antípodas en cuanto a estilo, pero cuyo enorme mérito es bajar del pedestal la figura del profeta de Dios, Moisés, traducir el mito, hacer verosímil su historia, terrenales sus decisiones.
Me felicito de haber acertado en la interpretación que le di al libro de Handke, que para mí aborda dos cuestiones fundamentales: la locura, vista por dentro ("El palacio azul"); y el misterio del lenguaje ("Malditas palabras"). Ambas cuestiones se ven reflejadas en el pánico que provoca la trivialidad, el pánico ante la existencia misma y los detalles que van surgiendo del acto de vivir. Mientras leía no pude dejar de preguntarme, con buena intención y nada de intentos evasivos, si no será mejor atontarse con la idea de un whisky al atardecer, una película por la noche, la preparación de una receta casera al mediodía, la lectura de un libro por la mañana...    
Lamentablemente, el escritor austriaco se vio enfrascado en la polémica cuando tomó partido por la posición serbia en la guerra de Bosnia, al punto de negar la masacre de miles de musulmanes en Srebrenica. Llegado el caso, tomar partido es un trago amargo para los artistas; el lugar común dicta que preferirían sobrevivir en la tibieza de sus despachos adornados con libros, una botella, un paquete de cigarrillos y un cenicero a mano, y una buena chimenea. Muchos de ellos hacen carne esa práctica, guardando las proporciones yo también trato de no distraerme con los conflictos sociales y prefiero permanecer en mi cuarto propio, mas la realidad siempre ordena tomar partido, ya sea activa, pasiva o tácitamente. En los meses del estallido social, también llamado octubrismo, tomé partido por el orden y contra el vandalismo que día a día revolvía mi estómago y me obligaba a ir a la cama con tres copas de whisky en el cuerpo. Afortunadamente mi nombre no es más que un chispazo en la internet, de tal modo que nadie me contradijo, nadie me funó. Con Peter Handke sí que lo hicieron, sobre todo tras ganar el Nobel. 
A las personas como yo, algo propensas a la incontinencia de la sensibilidad, temerosas en el fondo del monstruo desconocido que se aloja en el alma, les cuesta leer novelas como estas; temo que demasiados la hayan abandonado a la cuarta página; temo lo peor, que uno solo haya soltado amarras e ideado planes prohibidos, nunca antes pensados, arriesgándolo todo por fidelidad a sí mismo. 

martes, agosto 19, 2025

Domingo en el Metro

Cuesta rememorarlo, hay algo de ejercicio masoquista en ello. El solo recuerdo, la repetición del recuerdo, una y otra vez hasta el cansancio, aflige el espíritu. 
Dos hombres suben al Metro y se apegan demasiado a mi mujer, agarrándose de la barra con los brazos estirados sobre sus hombros. ¿Por qué no elevamos una protesta aunque hubiese sido tenue, tímida? He allí la primera imagen lacerante. Pecado de urbanidad.
A ella no tienen mucho que robarle, a mí, sí. Llevo mi bolso sobre el pecho, en bandolera. Pero estoy más preocupado de ese comportamiento que podría llegar a ser grosero, lascivo, dejando pasar el movimiento rotatorio de los carteristas. Segunda imagen, pecado de ingenuidad.
En un segundo descubro con horror que mi bolso está abierto y me falta la billetera. Se abren las puertas en la estación Baquedano, oigo la voz de los carteristas: ¡allá va el ladrón, bajando la escala! Tercera imagen, pecado de buena fe.
Alcanzo al supuesto ladrón, lo tomo por el cuello y le grito que me devuelva la cartera. El hombre, de mi edad, reacciona nervioso, sorprendido: ¿Es una broma? La gente se da vuelta, un joven me aclara: están en el vagón. Ya no sé quién es quién. Pido disculpas, regreso con mi mujer y mi nieto, tan afectados como yo. Cuarta imagen. Pecado de inculpación sin base sólida.
El alma ha caído en una bruma silenciosa que se extiende sobre el cálido domingo; un silencio confuso me atrapa en la contemplación infructuosa de la nada. Sentados en un banco cercano al parque Bustamente, vuelvo a fijar los ojos en mi nieto. 
¿Estás nervioso?
Benicito reflexiona.
Sí. Es primera vez que me toca ver algo así. Lo había visto en las revistas y en las películas, pero esto es diferente.
Me tomó más de una semana escribir sobre este robo; el tiempo ha logrado suavizar los días recientes así como atenuó en el olvido o el recuerdo los arcaicos,  por muy jubilosos o lúgubres que hayan sido.  

jueves, agosto 14, 2025

De paseo con la Mirita

De las virtudes de la Mirita, tal vez la más destacable fuese esa disposición constante a abrir su despensa, a la generosidad afectuosa y casi ingenua con que atendía al visitante. En eso no hacía más que seguir las enseñanzas de Jesús divulgadas en los evangelios, sin proponérselo, porque el suyo era un corazón sencillo. Admito que su insistencia nos llegaba a molestar a quienes teníamos más confianza con ella; esto es, a los familiares más cercanos, como yo, uno de sus sobrinos directos, al igual que Víctor, mi hermano. En mi caso el rechazo era tibio, debido a mi fama de "niño tranquilo", pero sus hijos no la dejaban pasar y muchos de los retos que se llevaba derivaban de aquella insignificancia.
A mí, lo que más me gustaba de ella era su gusto genuino por la conversación; eso me venía de perillas, porque siempre he preferido oír y observar, de tal forma que la nuestra era una charla en la que yo preguntaba y ella se extendía en respuestas que podían ser precisas o improvisadas, pero raras veces de una o dos palabras. Había eso sí un detalle en su estilo que resultaba verdaderamente de temer. Tenía una capacidad detectivesca innata para ir sonsacando detalles a partir de un dato mínimo surgido por descuido, de tal modo que finalmente uno le terminaba confesando lo que pretendía ocultar, como Raskolnikov ante Petrovich, su investigador. No es que esté hablando de un delito, de un crimen; hablo de una venta fallida larga de explicar, de un viaje en preparación, de un problema en el trabajo, asuntos personales que los corazones retraídos, mezquinos, como el mío, prefieren guardar para sí.
El viernes pasado me levantaron la tapa de su féretro. Había llegado demasiado temprano al segundo día del velatorio, desde Frutillar, y en la sala me acompañaba solo una vieja amiga rancagüina. Miré hacia abajo, a la ventanilla, a regañadientes; su rostro desprendía una luminosidad optimista, casi alegre, el rictus de la muerte no se le manifestaba en ningún surco de la cara.
Mireya Labra Herrera, tía por parte de mi madre. Había cumplido 93 años, hace poco más de un mes. 
Mi ritual de los últimos veinte años -hace veinte años la tía Mirita tenía la edad que casi tengo hoy- consistía en reservarle dos días en el mes. Me bajaba en la estación de ferrocarriles de Rancagua o en el terminal de Tur Bus alrededor de las ocho de la noche, caminaba sus buenas cuadras hasta llegar a la casa número 732 de la calle Ibieta, giraba la llave, entraba por el pasillo embaldosado, abría la puerta que daba a la sala de estar y gritaba soy yo, Mirita, ya llegué. Desde la cocina se oía su voz, atenta. Sentía entonces un placer inmenso al desprenderme de la chaqueta, lavarme las manos y entregarle en sus manos mi contribución para esta visita, adquirida en La Reina Victoria, pleno centro de la ciudad, que no consistía más que en un par de cervezas, algo de jamón y de queso, a veces un litro de helado, tres dulces del día del pago, media docena de hallullas. 
Siéntese, Huguito, está lista la comida...
Ah, qué placer, aquel del vástago que vuelve al hogar para sentir que una casa y una voz y una buena disposición lo alejan de sus problemas, como si fuese otra cabeza la suya y la cabeza que vive en Santiago se quedara en la calle, en las ramas del árbol solitario de la vereda, esperando retomar su lugar al momento del regreso.
En las visitas de invierno esas noches terminaban cerca de la chimenea, a veces junto a su hijo Miguel, ingeniero de Codelco; otras con Luis, su hijo mayor, sentados cada uno en sus respectivos sillones; otras veces los dos solos, mientras Miguel dormía y Luis permanecía en su casa de Malloco. No era raro que en esa instancia le pidiese que me rascara el pelo, porque me sentía en confianza. Ella lo hacía maquinalmente, con cierta rigidez, pero con gusto. Así se nos pasaban los minutos, la Mirita hablándome de las novedades de la ciudad, el deceso de alguien conocido, algún escandalillo que había dado que hablar en el vecindario, los logros escolares de su bisnieto, yo escuchando con un vaso de whisky en la mano, que paladeaba con estudiada economía, pues algo en mí rehuía el fin de la jornada.
Alrededor de las cinco de la madrugada se levantaba a prepararle la lonchera a Miguel, antes de que lo pasaran a buscar para subir a la mina. Avanzada la mañana nuestros pasos se encaminaban al centro; durante el trayecto me iba contando las vicisitudes de cada señora, cada anciano, cada jovencita o jovencito que se nos cruzaban, conocía prácticamente a todo Rancagua y casi todo Rancagua la conocía a ella. Los vecinos la querían a ojos vistas, la querían como solo se quiere en los pueblos chicos, con naturalidad, sin cálculos ni pretensiones.
Lo del día del pago se refiere a una vieja anécdota familiar. Era sagrado que cada fin de mes la abueli entrara a su hogar con una docena de panes de dulce para los niños y un paquetito de caramelos de anís para su propio disfrute, luego de cobrar su pensión de profesora jubilada. Eso era por los años sesenta; la compra la hacía en la Reina Victoria y su casa era la de Ibieta 732. Los niños éramos nosotros, sus nietos; de no ser por ese detalle y por el de que su cuerpo ya enteró más de cincuenta años en el cementerio el tiempo se mantendría congelado.     
Siguiendo con mis visitas, más de una vez la acompañaba a hacer trámites a alguna oficina; allí daba prueba de su astucia y se saltaba los números y las filas para acercarse de inmediato al mesón; entonces me daban ganas de huir, sentía vergüenza ajena, pero nadie del público reclamaba y como se daba siempre el caso de que la persona que la atendía la conocía de muchos años, el trámite derivaba en un encuentro de carácter social que terminaba con saludos a los hijos y a los nietos. Y es que ella siempre fue avispada. No habrá tenido quince años cuando viajó a Santiago a ver a su hermana mayor, mi madre, quien estudiaba para profesora normalista. A esas altura mi madre ya se había impregnado de los aires que regían a la clase media de esos tiempos, en los que el disfraz del recato desempeñaba un papel importante. De allí que en las sobremesas familiares se recordara una y otra vez ese día.   
"Cuando subimos a la góndola, la Mireya ubicó unos asientos vacíos, corrió a ocuparlos y me llamó a grito pelado: ¡garnacha Fani, garnacha!", relataba mi mamá.
Qué raro, la Mirita siempre fue vista como la hermana menor, hermana inferior en la familia; tal vez ella misma se haya sentido así, pero los hechos demostraron, sino lo contrario, algo al menos muy diferente. A partir de sus cuarenta, cincuenta años, la Mirita tuvo una hermosa vida, fue querida y apreciada, viajó por el mundo, se hizo respetar con su modo de ser, vivió finalmente rodeada de comodidades que le proporcionaron sus hijos Miguel y Luis y su modesta pensión; en fin, nada le faltó, ni siquiera tiempo, ese tiempo que fue tan avaro con mi madre.    
La mañana remataba en el café Carola Varas, donde aún se venden los mejores chilenitos del país, la masa fresca y delgada cruje suavemente en los dientes mientras el azúcar flor se pega en los labios y el manjar se derrite en la boca. Carola Varas, la dueña del local, delgada, de lentes, era sumamente cariñosa con mi tía, pero más lo era Teresa, la administradora, quien no bien la conoció se prendó de ella. Así, cada vez que pisábamos el café parecía que la Mirita le alegraba la mañana. Después venía el almuerzo, el tic tac del reloj, la despedida de abrazo y la partida a Santiago, donde retomaba mi rutina. 
Hace un par de años dejamos de ir al café, porque a la Mirita le comenzaron a flaquear las piernas y la sesera, no su carácter ni su sonrisa, solo sus recuerdos, que son menos que el presente, apenas asuntillos del pasado; aunque quiso mi pobre entendimiento que bastara ese desliz para ir distanciando las visitas a Rancagua, ya no era lo de antes, me gusta más ser servido que servir, hay mucho de egoísmo en el amor. 


martes, agosto 05, 2025

El sótano

Escrito y dibujado en 1981



Cuando llegamos a aquella casa campestre Heidi y yo lo esperábamos todo, luego de años de amargura y desdicha. Atrás quedaban mi infancia, su inseguridad, mi mutismo y tantas cosas.
Sin embargo el sueño duró lo que dura un sueño: a veces un segundo, otras, una eternidad; siempre un hecho consumado.
A los pocos días descubrí el sótano, que mi mujer se empeñaba en ocultarme. Habitación maldita, tan oscura como los laberintos de mi mente y al igual que ella, llamando a bocanadas a contemplar su vida propia, no tardó en invitarme para siempre a sus rincones. Primero fue el bar, luego el escritorio, más tarde el dormitorio solitario.
Un día mi cuerpo se resistió a dejar aquella paz de los temblores y la inercia. Desde arriba me llegaba la música de Bach. Tomé entonces mi último periódico. Doblé después sus hojas con cuidado. Apagué la luz y me senté a esperar.