A mí, lo que más me gustaba de ella era su gusto genuino por la conversación; eso me venía de perillas, porque siempre he preferido oír y observar, de tal forma que la nuestra era una charla en la que yo preguntaba y ella se extendía en respuestas que podían ser precisas o improvisadas, pero raras veces de una o dos palabras. Había eso sí un detalle en su estilo que resultaba verdaderamente de temer. Tenía una capacidad detectivesca innata para ir sonsacando detalles a partir de un dato mínimo surgido por descuido, de tal modo que finalmente uno le terminaba confesando lo que pretendía ocultar, como Raskolnikov ante Petrovich, su investigador. No es que esté hablando de un delito, de un crimen; hablo de una venta fallida larga de explicar, de un viaje en preparación, de un problema en el trabajo, asuntos personales que los corazones retraídos, mezquinos, como el mío, prefieren guardar para sí.
El viernes pasado me levantaron la tapa de su féretro. Había llegado demasiado temprano al segundo día del velatorio, desde Frutillar, y en la sala me acompañaba solo una vieja amiga rancagüina. Miré hacia abajo, a la ventanilla, a regañadientes; su rostro desprendía una luminosidad optimista, casi alegre, el rictus de la muerte no se le manifestaba en ningún surco de la cara.
Mireya Labra Herrera, tía por parte de mi madre. Había cumplido 93 años, hace poco más de un mes.
Mi ritual de los últimos veinte años -hace veinte años la tía Mirita tenía la edad que casi tengo hoy- consistía en reservarle dos días en el mes. Me bajaba en la estación de ferrocarriles de Rancagua o en el terminal de Tur Bus alrededor de las ocho de la noche, caminaba sus buenas cuadras hasta llegar a la casa número 732 de la calle Ibieta, giraba la llave, entraba por el pasillo embaldosado, abría la puerta que daba a la sala de estar y gritaba soy yo, Mirita, ya llegué. Desde la cocina se oía su voz, atenta. Sentía entonces un placer inmenso al desprenderme de la chaqueta, lavarme las manos y entregarle en sus manos mi contribución para esta visita, adquirida en La Reina Victoria, pleno centro de la ciudad, que no consistía más que en un par de cervezas, algo de jamón y de queso, a veces un litro de helado, tres dulces del día del pago, media docena de hallullas.
Siéntese, Huguito, está lista la comida...
Ah, qué placer, aquel del vástago que vuelve al hogar para sentir que una casa y una voz y una buena disposición lo alejan de sus problemas, como si fuese otra cabeza la suya y la cabeza que vive en Santiago se quedara en la calle, en las ramas del árbol solitario de la vereda, esperando retomar su lugar al momento del regreso.
En las visitas de invierno esas noches terminaban cerca de la chimenea, a veces junto a Miguel, su hijo, ingeniero de Codelco; otras los dos solos, mientras Miguel dormía. No era raro que en esa instancia le pidiese que me rascara el pelo, porque me sentía en confianza. Ella lo hacía maquinalmente, con cierta rigidez, pero con gusto. Así se nos pasaban los minutos, la Mirita hablándome de las novedades de la ciudad, el deceso de alguien conocido, algún escandalillo que había dado que hablar en el vecindario, los logros escolares de su bisnieto, yo escuchando con un vaso de whisky en la mano, que paladeaba con estudiada economía, pues algo en mí rehuía el fin de la jornada.
Alrededor de las cinco de la madrugada se levantaba a prepararle la lonchera a Miguel, antes de que lo pasaran a buscar para subir a la mina. Avanzada la mañana nuestros pasos se encaminaban al centro; durante el trayecto me iba contando las vicisitudes de cada señora, cada anciano, cada jovencita o jovencito que se nos cruzaban, conocía prácticamente a todo Rancagua y casi todo Rancagua la conocía a ella. Los vecinos la querían a ojos vistas, la querían como solo se quiere en los pueblos chicos, con naturalidad, sin cálculos ni pretensiones.
Lo del día del pago se refiere a una vieja anécdota familiar. Era sagrado que cada fin de mes la abueli entrara a su hogar con una docena de panes de dulce para los niños y un paquetito de caramelos de anís para su propio disfrute, luego de cobrar su pensión de profesora jubilada. Eso era por los años sesenta; la compra la hacía en la Reina Victoria y su casa era la de Ibieta 732. Los niños éramos nosotros, sus nietos; de no ser por ese detalle y por el de que su cuerpo ya enteró más de cincuenta años en el cementerio el tiempo se mantendría congelado.
Siguiendo con mis visitas, más de una vez la acompañaba a hacer trámites a alguna oficina; allí daba prueba de su astucia y se saltaba los números y las filas para acercarse de inmediato al mesón; entonces me daban ganas de huir, sentía vergüenza ajena, pero nadie del público reclamaba y como se daba siempre el caso de que la persona que la atendía la conocía de muchos años, el trámite derivaba en un encuentro de carácter social que terminaba con saludos a los hijos y a los nietos. Y es que ella siempre fue avispada. No habrá tenido quince años cuando viajó a Santiago a ver a su hermana mayor, mi madre, quien estudiaba para profesora normalista. A esas altura mi madre ya se había impregnado de los aires que regían a la clase media de esos tiempos, en los que el disfraz del recato desempeñaba un papel importante. De allí que en las sobremesas familiares se recordara una y otra vez ese día.
"Cuando subimos a la góndola, la Mireya ubicó unos asientos vacíos, corrió a ocuparlos y me llamó a grito pelado: ¡garnacha Fani, garnacha!", relataba mi mamá.
Qué raro, la Mirita siempre fue vista como la hermana menor, hermana inferior en la familia; tal vez ella misma se haya sentido así, pero los hechos demostraron, sino lo contrario, algo al menos muy diferente. A partir de sus cuarenta, cincuenta años, la Mirita tuvo una hermosa vida, fue querida y apreciada, viajó por el mundo, se hizo respetar con su modo de ser, vivió finalmente rodeada de comodidades que le proporcionaron sus hijos Miguel y Luis y su modesta pensión; en fin, nada le faltó, ni siquiera tiempo, ese tiempo que fue tan avaro con mi madre.
La mañana remataba en el café Carola Varas, donde aún se venden los mejores chilenitos del país, la masa fresca y delgada cruje suavemente en los dientes mientras el azúcar flor se pega en los labios y el manjar se derrite en la boca. Carola Varas, la dueña del local, delgada, de lentes, era sumamente cariñosa con mi tía, pero más lo era Teresa, la administradora, quien no bien la conoció se prendó de ella. Así, cada vez que pisábamos el café parecía que la Mirita le alegraba la mañana. Después venía el almuerzo, el tic tac del reloj, la despedida de abrazo y la partida a Santiago, donde retomaba mi rutina.
Hace un par de años dejamos de ir al café, porque a la Mirita le comenzaron a flaquear las piernas y la sesera, no su carácter ni su sonrisa, solo sus recuerdos, que son menos que el presente, apenas asuntillos del pasado; aunque quiso mi pobre entendimiento que bastara ese desliz para ir distanciando las visitas a Rancagua, ya no era lo de antes, me gusta más ser servido que servir, hay mucho de egoísmo en el amor.
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