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viernes, septiembre 26, 2025

Vidas secretas

¿Cuántos, como ustedes, tendrán vidas secretas y de qué magnitud estamos hablando? ¿De una magnitud suficiente como para que los errores se paguen caros y los países tiemblen?
Las vidas secretas suelen emerger en las historias policiales, una vez que comienzan a ventilarse por cierta prensa ávida de escarbar en la privacidad, cada vez que le es lícito y hasta constructivo hacerlo. Y siempre, sin excepción alguna, resulta haber algo más en el misterioso caso que llevó a sus autores o a sus víctimas a la ruina, a la locura, al descrédito, a la muerte. Solo entonces se descubre lo que antes, quizás, apenas se sospechaba: que la víctima -o el victimario- era un estafador, un loco, un depravado, un asesino.
Hay tres profesiones -porque habría que decirlo ya, la del sacerdote es una vocación, pero también una profesión- especializadas en vidas secretas: detective, psiquiatra, sacerdote. El primero esconde una suerte de perversidad en la delectación escéptica ante las obscenidades del crimen; el psiquiatra aspira a desenredar nudos que ya existían en la prehistoria del hombre; el sacerdote conoce mejor que nadie la mediocridad del alma humana: son tan pocos y tan repetidos los pecados de sus confesores que le cuesta evitar el bostezo en medio del sagrado sacramento (a menos que los grandes pecados, los verdaderos pecados, se nieguen a salir de la boca para traspasar la celosía).
No se necesita tener dos dedos de frente para afirmar que detrás del tema de las vidas secretas subyacen el bien y el mal, el vicio y la virtud. Ustedes lo saben. Aun así las dos columnas que sostienen vuestros hombros se levantan a la misma altura, una irrigando amor, la otra destilando desprecio.
La virtud y el bien se exhiben, no en pocas ocasiones ostentosamente. El mal y el vicio permanecen escondidos tras la puerta que han cerrado para ellos y que abren cada vez que son llamados.
Escribo esto desde una posición fácil, abstracta, no ha llegado la hora de hacerme parte de este asunto.     

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