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viernes, noviembre 16, 2012

El baño de la tía Juana

Otro día llegó corriendo el Sergio. Le abrí la puerta, metió la cabeza como gusano, miró a todos lados y me sopló, nervioso: ¡La tía Juana se está bañando!
Corrí tras él, sin entender muy bien de qué se trataba la gran noticia. Adentro, en la casa del tío Pablo, la casa de al lado, vi arrodillados al Jorge, al  Julio y al Rigo, disputándose el ojo de la cerradura. Quise hablar. Me hicieron callar.
Era una tarde de verano en una casa fría y poco acogedora, a la que por alguna razón no parecía llegarle nunca el sol, a pesar de que sí le llegaba, debido a su disposición de oriente a poniente. Era una casa fría de alma de la que siempre emanaba un olor exclusivo, ácido, una casa en la que faltaba la mamá, ya que el Jorge y el Sergio tenían madrastra, no mamá, y vaya qué madrastra, me bastaban ciertas mañanas para darme cuenta, mañanas en las que ella les daba la frisca por nada, dos, tres, cinco minutos correazo tras correazo con increpaciones, insultos, humillaciones con su voz filuda, voz de madrastra, mientras mis primos gritaban de dolor ¡mamita linda! después de cada correazo más fuerte que el anterior, más elevadas sus voces de entrega, gritos que traspasaban los muros y me convertían en testigo involuntario de una escena de horror, dejándome sin ánimo.
Me hicieron callar y en el silencio de la habitación que daba a la puerta del baño los desplazamientos de mis cuatro primos se volvieron irreales, por la ausencia de sonido.
Cuando llegó mi turno me incliné y disparé el ojo como flecha por el hoyo de la cerradura.
La tía Juana salía de la tina de patas de león, su carne blanca se desplegaba en oleadas hacia el suelo, un manto de piel sobre otro remontando las costillas, que aun así se las ingeniaban para destacar, proféticas, en el panorama de su torso. Mantenía puestos sus lentes poto de botella que miraban hacia ninguna parte; sus canas lacias le mojaban los hombros y el rayo de sol que caía desde el tragaluz hacía brillar sus tetas de casi noventa años y una mancha de pelos blancos debajo del ombligo nunca antes vista por mí en cuerpo alguno de mujer; resplandecían las tetas contra el fondo verdoso de la pared y rebotaba su brillo contra la negra baldosa. La tía Juana era sorda, baja y delgada. Desnuda, provocaba un efecto feroz a la vista.
Me retiré casi al instante. Constaté con pavor que los cuatro se peleaban mi lugar.

lunes, noviembre 12, 2012

La sonrisa de mi hermano

(Un relato futurista y melancólico)

Eternas noches en el silencio del espacio, yo y mis camaradas muertos. Sembrada cierta especie de cizaña que solo es dable imaginar en una escenografía de negrura e infinito, cometieron el pecado de confrontar sus vanidades y eso les costó la vida. Desde el invernadero de la nave adiviné la escena y me escondí, en un acto de cordura. Detenidos sus torrentes de sangre, atrapados para siempre en sus trajes de astronautas, no me sentí capaz de expulsarlos al vacío, al basural demoledor de la lluvia de aerolitos; imaginé los restos de los primeros difuntos de la Tierra arrancados a mordiscos por las hienas y sentí pudor, vergüenza de ser hombre, de modo que opté por que sus huesos descansaran en una esquina del pabellón circulatorio.
Durante el viaje de regreso sentí miedo pocas veces; me acostumbraron a ser fuerte, a  reprimir mis emociones. La lenta corrupción de sus carnes blanquecinas no me espantó como hubiese espantado a un niño, por ejemplo, o a la madre que de pronto ve a su hijo volviendo de la guerra con una bandera cubriendo su ataúd, o al débil que se angustia de los horrores que nacen de su propia mente.
En un viaje de catorce años luz los cohetes interplanetarios también experimentan sacudones, no se crean; varias veces me tocó ir a buscarlos al extremo posterior, al rincón de las ánimas, como si hubiesen intentado fugarse por el tubo de escape, es un decir. En otras ocasiones levantaban un brazo por el efecto de una curva, para todo aquello estaba preparado. Mas no para lo que vi con mis propios ojos cuando entré a la Tierra.
Los dejé en la nave, no correspondía a mi persona organizar el funeral de los titanes; el protocolo va por otro lado. Lo natural era abandonarlos por mientras a su suerte en ese nicho creado por la ciencia y la tecnología para el asombro humano.
Descendí, temeroso. Estaba solo, el Sol casi en su cénit. Nada más escudriñar el panorama retiré el casco que me cubría la cabeza y lo sostuve entre mis manos hasta que perdí el sentido. Desperté al atardecer, víctima de una agitación pulmonar. Era el aire, demasiado puro, el que me había derribado. Al recordar ese placer básico, al enfrentarme a él, al tomar conciencia como se toma conciencia de que la vida está formada por momentos y baches, los primeros efímeros los segundos eternos, al igual que el vacío que compone la materia, digo que al tomar conciencia de estar respirando aire puro, oxígeno de verdad, producido por las plantas, comencé a ver mi tierra de otra forma.
Los despojos de mis camaradas se pudrían ahora a una velocidad espantosa, me lo dio a entender la señal que llegó a mi olfato. De la nada apareció una plaga de buitres que se agolparon ante la ventanilla de la nave, picoteándola furiosos, batiendo sus alas gigantescas contra el marco, chocando entre ellos con la rabia que dan el hambre y la locura, hasta que el vidrio se hizo añicos y entraron caminando en procesión, callados, cabizbajos, como el día en que yo mismo lo hice así en la ceremonia del entierro de mi padre.
Dolían los ojos al mirar los árboles, resplandecientes, y el azul del cielo contra las blancas nubes, que se tornaron grises con el correr de los días. Un diluvio bañó las praderas, cubriendo el agua mis botas impermeables. El rayo iluminó el horizonte, surgió el fuego. Fue apagado por la lluvia y el viento, dejando una escuálida serpiente de humo que sucumbió ante los poderosos elementos. El canto de la naturaleza se hacía oír en los más diversos tonos, fuera en el desplazamiento de una oruga por un tallo o en el giro de las rocas por la pendiente desolada a raíz de un terremoto. Los desiertos relucían por las tardes mientras yo disfrutaba asombrado de la cacería organizada por las bestias; una a una iban entrando a la boca de turno que convertía todo lo tragado en bolo alimenticio, las culebras se retorcían finalmente de placer. Bajo el  manto de la selva discurrían venenos que nunca perdieron su inocencia; moría un árbol y revivía al instante, y los montes se llenaron de verdor, la nieve de las cumbres se asentó serena; los mares gobernaron limpios el destino del planeta, cada tanto saltaban de gozo las ballenas, todo aquello alcancé a ver antes de irme.
¿Cuánto tiempo estuve allí, en mi casa rediviva, el único sitio al que llamaré mi hogar? Hoy, que viajo de nuevo al infinito, completamente huérfano de todo, en incesante línea recta, calculo que habrán sido dos años, tal vez un poco más. Lo estimo por una suerte de tincada, no por los veranos que pasaron, ya que en ese tiempo me desplacé de polo a polo varias veces en mi carreta de emergencia, aturdido, buscando al Hombre, y nunca dejé de maravillarme.
Lo encontré una mañana, próximo a unas cuevas, medianamente protegido, pero antes he de reparar en dos detalles que mi rudimentaria estructura mental dejó pasar como si nada. Si era la naturaleza una fiesta del sentido, volcanes que hacían erupción de tarde en tarde y el cochayuyo pegado a las rocas soportando el embate de las olas, ¿qué había sido de nosotros, dónde estaba nuestra huella? Mi deleite inicial trocó en angustia y busqué con delirio las latas de conserva, las botellas de plástico, los alambres. Luego rascacielos y escombros, basamentos, líneas telefónicas, cementerios. Obsesionado, bibliotecas, aparatos de televisión, vehículos, aeropuertos interespaciales, robots, el Coliseo, las pirámides de Egipto, la gran muralla china.
Nada recordaba al Hombre; salvo una pequeña lámina de fierro que descubrí en mi perenne andar, un fierro plantado sobre un promontorio en una pendiente del desierto de Atacama, prueba de intelecto fabricada solamente para los miembros de la nave, de mi nave, un pedazo de metal cubierto de signos ininteligibles y un mensaje mal grabado en mi lengua materna:

bolber estreyas biajero

La civilización reducida a tres palabras y sin señal de cataclismo alguno. La Luna seguía girando alrededor de la Tierra y la Tierra alrededor del Sol; los enemigos del cielo brillaban por su ausencia, la temperatura era la misma. Nos advirtieron que a la vuelta encontraríamos sorpresas, sabíamos que a la Tierra nuestro experimento de arribar a un planeta tan remoto le llevaría cientos de traslaciones. ¡Y les traía novedades!, pero de qué vale ahondar en ese tema, no es bitácora lo actual ni diario de vida, son meros apuntes mientras me adentro en el espacio, cosas que escribo para no volverme loco.
En mi hogar había desaparecido todo rastro de civilización, sí, la más leve luz de inteligencia sucumbió bajo las aguas del océano, las arenas del desierto, las raíces de las plantas, el paso del tiempo. Y sin embargo el Hombre estaba aún allí. Y me enfrentó con temor reverencial.
-¡Salud, hermano, soy el Hombre! -le dije. Agachado en cuatro patas, quiso esconder la cabeza debajo de un brazo pero no resistió la tentación de dirigirme la mirada. Era bello y tenía ojos de cordero, conservaba la sonrisa; a su guarida corrió. Allí lo esperaban los demás, que no se atrevían a rodearme. Un hatajo humano contra el muro gastado de una cueva.
Los vi flacos y enfermos, nervudos, desgastados, temerosos. Se protegían de mi traje de astronauta en lo más oscuro; aun así se colaban rayos de sol horizontales que les daban medio a medio de la cara.
-¡Salud, hermanos, soy el Hombre!
Ellos, callados temblaban. Algunos trataron de amenazarme, mi hermano en la sonrisa los contuvo a gruñidos.
Me retiré de la cueva, caminando de espaldas; el pudor  me ordenó respeto por la dignidad de mi especie. El hombre me siguió, sus callosos pies ensangrentados; busqué un espino que nos diera sombra y estuvimos largo rato frente a frente. Encendí el traductor gestual, el grupo nos miraba desde lejos.
Era bello mi hermano, ya lo he dicho. Ante él se irguió desafiante el velo de la Historia; me entraron ganas de llorar. De sus ojos brotó una decisión tomada por la raza cientos de años atrás. Fluían sus pensamientos a borbotones, contradictorios, paternales, abiertos a la duda; se atragantaban en su mente, atascados por graves autocensuras, ilusionados de emerger de las tinieblas. Has retornado a enceguecernos -me decía-, prodigio del tiempo que fue y del tiempo que vendrá. Te adora lo más profundo de la reminiscencia, aquello que habiendo olvidado vislumbramos en cada rayo que nos cae del cielo. Henos aquí a tus hijos inocentes, rebajados de grado, peleando con las bestias el pan de cada día en desigualdad de condiciones, desprovistos de sueños. A veces, del otro lado de los montes, en las noches tempestuosas, se abren a la vista los dioses de la edad de oro, los dioses como tú; entonces cunde el terror y los ahuyentamos a gritos como hacemos con los leones hambrientos de carne humana. Voces legendarias nos advierten esas noches que la tarea mayor, ya acabada, la decisión fundamental, se la dejaron a los microbios y ellos, lo más insignificante, devoraron las marcas de la grandeza pagana. Renunciamos voluntariamente al fuego de los dioses. Las migajas, a los microbios. No había otro modo que volver al origen, retumban y disparan las arterias del trueno al seso traslúcido. Y ante tal poder nos inclinamos. Esto somos, manadas que van y vienen por la Tierra, azotadas por volcanes y tifones, devorando, devorados. Vivimos el momento, carecemos de horizontes, nos pena el hambre, padecemos males incurables, ignoramos el arte de la guerra y nuestras mentes, cada vez más puras, continúan retrocediendo hacia el estadio primigenio.
¿Había descubierto al fin el Hombre el paraíso terrenal? ¿Qué flautista hipnótico los llevó desde la cúspide de la ciencia y la razón al infernal despeñadero, mientras la nave en que viajaba yo y mis compañeros, mis compañeros muertos, les abría nuevas puertas de esperanza? ¿No había otro camino realmente, estaba al momento de comenzar nuestra misión la Tierra entera al borde del abismo por el ansia ilimitada de progreso? ¿Es que no quedaban ya energía, provisiones, ideas, números ni sueños? Quisiera haber estado allí para impedirlo. ¡Tantas guerras, tantas muertes para llegar a esto!
Los dioses anunciaron tu llegada en un carro de fuego, la profecía se ha cumplido, me decía el movimiento de sus brazos. Hubiese dado mi vida por impedirlo, pero un solo hombre es demasiado poco ante la luz. Al anochecer se tomará la decisión final, ¿te quedarás hasta entonces?, me hablaba el parpadeo de sus ojos de cordero. El dilema de mi hermano me incumbía, porque yo era su dilema. ¿Habrían de levantarse nuevas civilizaciones dedicadas a recuperar el tiempo perdido sobre la base de mi traje de astronauta? ¿Quedaría mi figura sepultada en el polvo del recuerdo de un día? La respuesta no está en nosotros, me decía su cabeza ladeada, la tendrán nuestros hijos, los eternos perseguidores de la felicidad.
Mi hermano deslizaba las uñas largas de sus manos por el traje de astronauta, sin dejar de sonreír. Le faltaban varios dientes y de sus ojos brotaban lágrimas de duelo. Lo atraje a mí y nos abrazamos debajo del espino, largo abrazo; fue como si una avispa sobrevolara sus piojosas greñas y le inyectara desde lo alto un virus de ambición. Pero yo no tenía nada que decirle que fuese comprendido; eran él y los suyos quienes me debían explicaciones: me impelieron a buscar mundos nuevos y me abandonaron a mi suerte en la negrura del espacio.
Volví a la nave; de mis camaradas sólo recuperé sus cascos, que conservé conmigo. Reparé los destrozos hechos por los buitres y cerré a presión. Desinfecté, eliminé los microbios malditos y con ellos, todo rastro interior de vida terrenal; encendí los motores y miré hacia abajo por la nueva ventanilla, riendo nervioso a carcajadas. Brillaba el fuego sobre sus caras de pavor, esa imagen la guardo para siempre, tal como ellos conservarán aquella que les regalé a sus mentes.

jueves, noviembre 01, 2012

Las dos radios

Llegué a la casa de la población Rubio y entré al living. Venía de unas vacaciones en Codegua, donde unos parientes de mi papá. A él le gustaba enviarme al campo de su niñez; decía que allá la gente era  más sencilla y más sana, porque la leche se tomaba al pie de la vaca, aunque nunca se cansaba de lamentar la noche de año nuevo que pasó en ese pueblo cuando niño. "Cuando dieron las doce -no se cansaba de repetirlo- la tía Juana estaba planchando un alto de ropa. El tío Acrisio salió al patio y disparó la escopeta. Eso fue todo y después nos fuimos a acostar".
La de Codegua era una casona de adobe con parrón, higuera y sembradío. Me hicieron unas ojotas que usé durante todas las vacaciones; cuando volví a Rancagua las dejé en Codegua, porque en la ciudad era mal visto andar con ojotas.
Codegua era una sola calle de tierra y detrás de las viviendas, puro campo. En el campo se comía porotos todos los días y de postre, sandía, media para cada uno. A mí no me gustaba ir a la casucha que hacía de inodoro, porque imaginaba que me podía caer al hoyo, de modo que hacía mis necesidades debajo de la higuera y me limpiaba con sus hojas, que eran ásperas. De noche la tía Marta preparaba huevos y el aceite chisporroteaba en la paila, mientras decenas de polillas revoloteaban alrededor de la ampolleta y las moscas dormían en el techo o se apiñaban sobre el cable que remataba en el soquete. De día nos bañábamos en el estero y al atardecer abría mi maleta verde y sacaba chicles. Una prima grande que era bonita me los vio y me los compró: yo se los vendí a un quinto de su valor, según me hizo ver mi madre cuando llegó de sorpresa un domingo en la motoneta del tío Isidoro, de acompañante. Salté a sus brazos, me besó, me sentó en sus rodillas y luego me bañó en un lavatorio de arriba abajo, y la mugre me corría por las piernas. Antes de irse me preguntó por el chaleco de lana verde con cierre, recién comprado, con rayas rojas en los hombros. Lo buscamos por casi toda la casa, pero no lo hallamos por ninguna parte; lo había perdido para siempre. Cuando al atardecer el tío Isidoro accionó el pedal, echó a andar la motoneta y se llevó a mi madre a Rancagua me sentí triste, no tanto, de otro modo hoy lo recordaría claramente.
Llegué a mi casa y entré al living; mi papá me recibió, entusiasmado. Eran cerca de las cuatro de la tarde de un día de verano. Quédate ahí mismo, me ordenó mientras se dirigía al dormitorio mío y de mi hermano, ese que daba al patio con el naranjo. Allí encendió la radio y esperó que se calentara, hasta que emergió de los parlantes una canción a todo volumen. Mi extrañeza crecía. Luego volvió al living, prendió la otra radio y sintonizó la misma estación. En la casa había dos aparatos, uno más grande que el otro, naturalmente ambos a tubo.
Yo esperaba ver algo nuevo, esperaba que en cualquier momento me enseñara un objeto, un juguete, otra radio, pero a mi alrededor no había nada inusual. Mi mamá miraba desde la cocina, divertida.
¿Oyes bien, Huguito?, me dijo. Sí, le contesté, sin entender. Él iba y venía, regulando el volumen de ambas radios y ubicándose en distintos puntos de la pieza, como para vivir perfectamente la experiencia.
Suena estéreo -me aclaró- escucha.
Quise poner cara de sorprendido, pero no lo conseguí. Lo hallé rarísimo.
Él creyó que su experimento había fallado; admitió que por la mañana el estéreo se había sentido mejor. Luego trató de explicarme en qué consistía aquel sonido, impensado en esos tiempos de monofonía, onda corta y onda larga. Yo iba sintiendo lástima por él y me llenaba de una culpa pegajosa, pues intuía que mi desasosiego era hermanastro de la subestimación y del desprecio.

sábado, octubre 27, 2012

Joaquín Morales, el cincuentón gozador

Hoy me sonó el celular a las diez veinte de la mañana. Era el cincuentón gozador. ¿Hablo con el Gran Califa y Maestro Supremo de la Lengua de Vaca? ¡Cómo va, Cincuentón gozador! No sabís ná, he bajado 22 kilos, ¿por qué tanto? Una infección a la próstata me tiene así y tal vez deba operarme, pero no importa porque entonces si la forza mingua... Avanti con la lingua, como dicen los italianos. A esa hora yo estaba medio dormido y me reía por obligación; la noche anterior había tenido turno en el diario hasta las 3 de la mañana pero qué le iba a decir si hacía tanto tiempo que no nos hablábamos. Luego me contó que se había desilusionado de Chile, que había trasladado el meteorito a su actual hogar en Paine, que lo habían estafado en 8 millones y medio y que ya no tenía oficina en el centro, le llevé toda la documentación al abogado y el abogado me dijo no sirve porque el estafador se cambió de casa, ¡pero aquí están las pruebas no puede ser!, y no se pudo hacer nada; me contó que la negra lo había ido a ver y se había casado, sí, le dije, era una negra decente, menos mal que la salvé de los cafés con piernas pero igual llegó con un escote y aunque tiene las tetas chiquititas mis amigos quedaron con la boca abierta, ah le dije, entonces el Cincuentón gozador me dijo que estaba haciendo las maletas para irse a Madagascar, pero no antes de que se muriera su papá que ya está malito y aprovechó de contarme que hace año y medio había fallecido su mamá, tanto tiempo que no nos llamábamos, reaccioné mal, debí darle el pésame.
Joaquín Morales, si mis cálculos no me fallan, ya está para Sesentón gozador. Lo habré conocido hará diez años cuando me llamó para protestar por el ruido que hacían los cafés con piernas del subterráneo en el centro donde tenía su local de filatelia, numismática y colecciones varias, ruido que espantaba a sus clientes, después se cambió al barrio alto pero con el tiempo fue descubriendo ante quien habla su verdadera personalidad de fauno cincuentón, los clientes de los cafés con piernas eran niños de pecho comparados con él y me empezó a narrar sus aventuras a calzón quitado, entre insólitas y desquiciadas pero reales al ciento por ciento, ahora me dice que ha descubierto dos sitios web donde uno se contacta al azar con cualquier persona del mundo y chatea mirándose en la cámara web. El otro día había tres hombres fumando para arriba, eran tres soldados rusos que estaban en Siberia, hablamos como cuarenta minutos, ¿en qué idioma? En inglés. Después apareció un jovencito de 16 años y me gritó indecente, ¡espera, muchacho, yo no te he propuesto nada! y cada cual tomó su rumbo, así son estos sitios. ¿De dónde salen esas personas? Casi todos del primer mundo, de Estados Unidos, de la República Checa, Polonia, Eslovenia. El otro día me salió una cabra de Recoleta, ¿y qué andái haciendo aquí corriéndote la paja? lo mismo que vos, y los dos muertos de la risa. Después me salió una gringa cuarentona, al rato me dijo estoy caliente y le dije ¿haces fisting? ¿En qué idioma le preguntaste? En inglés por supuesto, en esos chat se habla todo en inglés y le preguntó a quien habla ¿sabís del fisting? Algo he escuchado le dije yo con los ojos cerrados, ya era hora de levantarse, el celular me apretaba la oreja, ¡pero Maestro, cómo no va a saber lo que es el fisting! ¿hacer pichí? ¡No, Gurú, meter la mano! ¿La mano entera? Claro, le dije a la gringa si quería hacer fisting y me pidió que le enseñara y después que le entró la mano se puso a gritar ¡ven, ven, ven! y yo le dije ¡pero si estoy  en Chile!
Me contó que tenía como 200 fotos de Madagascar y que me las quería mostrar, yo le pregunté si eran las mismas de la otra vez, no pues Maestro, esas eran de Swazilandia, ah de veras. Me contó que Madagascar es el paraíso por la mezcla asiática que se ha producido y porque no hay delincuencia, me dijo que había un pueblo chico donde se asesinaban mínimo 20 personas por noche, llegaron los de la Policía y mataron a las dos familias de narcotraficantes, a las familias enteras, con nietos, y a partir de ahí no ha habido un solo muerto, ah ¿y cómo son las negras? PERO SI TE DIJE QUE NO HAY NEGRAS, es que me confundí con las otras fotos amigo Cincuentón, la verdad es que sí hay negros, pero los negros llegaron como esclavos, lo que más hay son asiáticos que atravesaron más de 8 mil kilómetros por el mar mientras que los negros que estaban al lado nunca llegaron, después se mezclaron y dan unas pieles increíbles, las negras andan con las tetitas al aire, ¿y de qué vivirías en Madagascar? No sé, de hacer negocios, Madagascar es la cuarta isla más grande del... no, miento, parece que no, pero hay lugares de la isla en que no se conoce el dinero, una tarde me asaltaron y me fui al lado de unos punks, a mí me caen bien los punks, ¿puedo quedarme con ustedes? Claro hermano ¿qué pasa? Es que me robaron ¡¡¡¿TE ROBARON?!!! por qué no dijiste antes, a las personas como tú las protegemos porque traen dinero a nuestra tierra, y me contó que allá la gente pilla a los ladrones y los mata y quedan botados en la calle.
¿Y el meteorito? Ahora lo tengo en la casa. ¿No lo has vendido? No. Yo me estaba empezando a preocupar por la cuenta que le iba a salir porque llevábamos más de 20 minutos hablando. ¿Y cuándo sale la segunda parte del libro Gran Califa? Es que no... y me quedé pensando en la palabra pero no me salía, se produjo un silencio como de diez segundos, ¿aló? ¿Aló? ¿ALÓ GURÚ QUÉ PASA? Es que no resultó le dije, pero estoy con otro proyecto literario, juntémonos un día de estos a tomarnos un café amigo Cincuentón, cuando quiera Gran Califa, pero la próxima semana no porque tiene muchos feriados, la otra; ya la otra pero no te olvides de llamarme...

jueves, octubre 25, 2012

Y el día aquel

Y el día aciago aquel en que se borre de la faz del universo el mínimo rastro de calor de las estrellas, antes luminosas, entonces cadáveres resecos; de todas las estrellas menos una, la postrera, que anunciará su muerte con siglos de anticipación, señal absurda en el espacio ilimitado, gastando lo poco y nada que le queda a su corazón de fuego, porque de esto se trata simplemente el cuento, de quemarse hasta morir, como el carbón que alimentó a los primeros trenes, como sus hermanas que ya habrán dado lo mejor de sí y andarán surcando locas el eter, chocando unas contra otras como nueces podridas, ni siquiera sacando chispas de sus topetones; ese día cuando llegue y haga de la eternidad una capa de ausencia que envuelva terrorífica los juegos infantiles, reminiscencia de auroras, despertares, ¿qué vendrá en tal instante que nosotros ni siquiera nos atrevemos a soñar? ¿Sufrirán las entrañas del agotado ser una revoltura en su masa informe para que de la nada surja la fuerza nueva que rija los destinos de la patria, de mi patria? ¿Cuánto habrá de pasar, cuánto silencio inútil del cosmos pensativo, abandonado a su suerte y sin embargo sereno, paciente, seguro de sí mismo, cuánto para que la mano divina que lo agita inaugure el nuevo ciclo? ¿O es acaso destino último del hombre descender a la vasta ciénaga hirviente donde un río conduce para siempre a moradas de tristeza, sin luz de sol, a los eriales de confusas sombras?

La duna

Una duna tibia, suave, que abarque la mirada entera
Hasta el misterio del declive
Subirla una tarde de otoño a pie pelado
Darse el trabajo de hacerlo por nada
Más que ver qué hay detrás
Y en la cima hundirse en la arena movediza
Quedar con la arena hasta el cuello
Mirando lo imposible
Tapada ya la boca
Un mar sin olas
Sin espuma
Sábana grisácea impenetrable
Bandadas de gaviotas repulsivas
Nubes sin agua que llover
Implorando a los héroes
Que fueron de otro tiempo
Amigos míos de papel
Entretengan, distraigan a Caronte
Aplacen la arcana página
Cubiertos ya los ojos
Falto de aire y de esperanza
Tragado por la arena ante la tierra prometida
Mas entonces del cielo
Baja un helicóptero
Y de éste un ser
Que me rescata
Resuena lejano un débil trueno, ¿o son aplausos?
Se acaba la obra; por hoy ha sido todo
Mañana se repite la función

viernes, octubre 19, 2012

Toronjo asesino

El Vitorio era un torito, en todo el sentido de la palabra. Alegador y vigoroso, se salía fácilmente de sus casillas y embestía lo que se moviera. Jamás tomó Ritalin, porque afortunadamente no existía, y hoy es un exitoso profesional. En esos tiempos mis papás, para tranquilizarlo, le decían que un día cualquiera despertaría con dos cachos en la frente. Cada mañana, al levantarse, se miraba al espejo y le entraban dudas angustiantes, me lo reconoció con los años: imaginaba esa natural protuberancia en su hermosa frente como dos pequeñísimas extensiones de hueso que le empezaban a crecer.
Un día íbamos en bicicleta a jugar a Ibieta cuando chocamos de frente con un gendarme que manejaba su propia bicicleta con una escoba en la mano, con tal mala suerte para el gendarme que el marco se le partió en dos, y con tan buena suerte para nosotros que apenas se nos dobló la patente (en esos días las bicicletas usaban patente). No bien comparamos las pérdidas el Vitorio se le aniñó al gendarme y lo enfrentó de hombre a hombre. En la esquina opuesta funcionaba una bicicletería. El Vitorio lo conminó a atravesar y le aseguró que en un dos por tres le enderezaban el marco y aquí no ha pasado nada, pero tanto él como yo y el gendarme sospechábamos íntimamente que la verdad era otra, como de hecho lo fue y le costó bien caro a mi papá. El caso es que a su edad se le encachó a un uniformado, arriesgándose a terminar sus días en la cárcel, ya que para la fantasía infantil todo es posible.
Me desvío de lo esencial, pero no puedo rematar la anécdota del gendarme sin complementarla con un par de datos extras. Ese día manejaba yo y el Vitorio iba sentado en el marco. Para mi desgracia, yo iba por la orilla izquierda de la calle y el gendarme venía por su lado correcto, el derecho. Lo divisé a unos 200 metros y le anticipé a mi hermano: "Vamos a chocar con ese gendarme". Inexplicablemente no me cambié de lado, pensando que un choque de frente entre dos bicicletas que se han divisado a 200 metros era insólito. Así nos fuimos acercando hasta que chocamos, con las consecuencias señaladas. Pero vuelvo al Vitorio.
Si las peleas con mis primos se hacían violentas, el torito pasaba a ser Toronjo. Y si lo que buscaban sus rivales era sacarlo de quicio, Toronjo se transformaba en Toronjo Asesino. De sólo oír tal insulto, automáticamente iniciaba una persecución por el patio y la escena desembocaba en una fiesta para todos nosotros, salvo que agarrara a su ofensor o que la abueli saliera de la cocina para calmarlo, lo que no siempre conseguía, pues más de una vez se vio obligada a encaramarse a una parra para escapar de su ira, que era ciega, visceral.
Una vez exigió que le compraran un martillo para romper la pared.
Nuestras peleas infantiles, como las de todos los hermanos varones de esa edad, eran a muerte. Como yo tenía fama de tranquilo, bueno y paciente, lo lógico era que las mochas las buscara él. Si ocurría lo contrario resultaba difícil para un tercero darle crédito a la versión.
Nunca nos sacamos un diente, pero estuvimos a punto. Los cototos y rasmilladuras eran cosa de todos los días.
La pelea comenzaba cuando lograba colmar mi paciencia, como sucedió una tarde, bajo el parrón de la casa de Ibieta. Irritado ante las provocaciones le grité Toronjo Asesino y se me lanzó encima. Al sentir sus puños me enfurecí y crecí de tal modo que al inclinar la cabeza lo vi pequeño, atrapado entre las dos tenazas de mis brazos; se me figuró un muñeco que suplicaba con ojos desorbitados y mirada fija, como miran los toros en el matadero, entregado al castigo feroz que le esperaba. Y en efecto, vacié toda mi fuerza en su cuerpo, lo que me generó una culpa que sobrellevé durante varios días. Así era nuestra vida de entonces.

domingo, octubre 14, 2012

De norte a sur

Muy de noche, a eso de las once, la radio Agricultura emitía el programa De norte a sur. Lo escuchaba a oscuras en la pieza de mis papás y como quien dice, pasaba colado en la cama entre los dos. El Vitorio a esa hora estaba roncando. Me gustaba ese espacio radial porque siempre ponía alguna canción en inglés, de Pat Boone, Paul Anka, Frankie Avalon o Neil Sedaka, en momentos en que Antonio Prieto y el bolero dominaban el dial. De día mis programas favoritos eran Fortachín y Valiente, Tarzán, El llanero solitario, Regalo de cumpleaños Ambrosoli y Discomanía. Al acostarme, antes de apagar la luz, me gustaba repasar una y otra vez los cuadros de mi historieta predilecta. Pingüi, el pingüino travieso, se instalaba a pescar luego de hacer un círculo en el hielo con un serrucho y los peces rondaban el anzuelo. Un día la revista de monos se perdió y así se cerró un capítulo importante de mi vida.
Nada nuevo es lo que viene a continuación, mas sirva de consuelo saber que la aspiración humana de la originalidad se perdió mucho antes de que Virgilio se decidiera a escribir los versos de La Eneida. Lo que quiero decir es que un viejo y ya inexistente programa de radio me abrió recuerdos en varias direcciones y el impulso inicial de la rememoración se ahogó en reflexiones que también pugnan por salir.
Por ejemplo, la música. ¿Por qué a los cinco años ya me inclinaba por la nueva ola y rechazaba la almibarada voz de Raúl Shaw Moreno y Leo Marini? Escuchaba tediosamente Osito de felpa aguardando Mi ciudad natal; venía entonces Nuestro juramento y yo esperaba Venus; enseguida Muñequita linda le cerraba el paso a I'm just a lonely boy. Si hoy pusiera en la balanza ambos estilos y los analizara, canción por canción, me atrevería a asegurar que por letra, recursos armónicos, acompañamiento musical, registro y vibrato de los solistas el triunfo sería del bolero por sobre el rock and roll, la balada y el twist, éste último ritmo algo posterior, ya que estos recuerdos musicales son de los años 58 y 59, no del 61. Para llegar a tal conclusión bastaría evocar a Lucho Gatica ("Reloj, detén tu camino, haz esta noche perpetua, para que nunca se vaya de mí, para que nunca amanezca...") y a renglón seguido a Danny Chilean ("Verónica, Verónica, you know you know I love you girl..."). Mas, tal como le sucede a toda nueva generación, en ese momento yo y todos los niños -y qué decir los coléricos y las calcetineras- nos rebelamos contra la época de los viejos e inauguramos la época de la esperanza. La música de Estados Unidos reemplazó a la de Cuba y México. A pesar de lo dicho, el misterio no hace sino acentuarse. ¿Qué hace que un alma nueva adivine, profetice inconscientemente los  tiempos que vienen y opte por ellos? ¿Qué mensajes la hacen renegar de lo sólido y lanzarse al abismo de lo etéreo? ¿Es un simple dictado venido de lo más alto del poder? Y al contrario, ¿qué hace a las viejas almas apegarse a su territorio y quedarse allí plantadas como estacas? Es el cambio, el paso de las cosas, algo que no conduce necesariamente al progreso ni al bien ni a la justicia. No siempre el pasado es peor que los días que corren o los que vendrán. Hay montón de ejemplos de pretéritos gloriosos que fueron sepultados por nuevos tiempos desastrosos, trágicos. Y sin embargo la vida insiste, pertinaz, en la lógica de la renovación. He allí un tema que me gustaría desarrollar alguna vez con profundidad.
Viene enseguida otro gran misterio, el de la radio y las revistas, alimentadores de la fantasía. Incitaban estas supuestas amenazas del Siglo 20 a la inmovilidad. La amenaza mayor era el cine, pero el cine era caro, un lujo semanal o quincenal, por lo mismo más inofensivo; en cambio las revistas de monitos estaban a la vuelta de la esquina  y se podían cambiar, ni siquiera había que adquirirlas nuevas. Y la radio ya se había instalado en todos los hogares de la clase media, incluso con más de un aparato por hogar. La radio, para nosotros los niños, era el paréntesis obligado en nuestros juegos y el vuelo de la fantasía nocturna, a luz apagada. Nos obligaba a imaginar, aunque nos daba una manito con canciones, concursos y argumentos de radioteatros. Yendo hacia atrás en el tiempo, parece que el hombre se fuera llenando de fantasías, mitos y vida interior; yendo hacia adelante se va vaciando, abrumado por la ciencia y la tecnología. La imaginación de hoy es ostentosa, ¿qué les espera a los que vienen?
Pero resta el mayor misterio de todos, el del enigma del  pingüino que toma un serrucho, hace una redondela en el hielo y se instala a pescar lo que haya bajo el mar. ¿Cómo descifrar el placer que siente ante esa imagen una mente infantil obsesionada en repetirla y repetirla antes de dormirse? Dulces sueños, travesuras, asomarse a lo desconocido desde una helada superficie y que cauce todo esto un animal que habla se me antoja un puzzle de imposible solución.

martes, octubre 09, 2012

Ángel Arias, el gran fabulador

Ángel Arias tiene un alter ego que no le favorece. Se llama Nicomedes Mendes y fue visto en las páginas de una oscura revista de comics que circuló a la mala en los tiempos de la dictadura, revista que fundó el alter ego de Nicomedes Mendes, cuyo nombre es Ángel Arias, más que un nombre un personaje, un visionario sin destino en esta tierra, un gran fabulador.
Nicomedes Mendes era tremendamente depresivo, más que la tinta negra con que Ángel Arias le daba triste vida en esas tristes jornadas de los tristes años 80. El autor de estas líneas y otros tres o cuatro amigos participamos en esa revista, "Tiro y retiro". Paradójicamente, casi me atrevería a decir milagrosamente, cada vez que nos reuníamos a planificar el número siguiente irradiaba de nosotros un aura de entusiasmo insólito, que surgía al vaciarse tantas quimeras sobre la mesa de trabajo: la expresión libre, la búsqueda de la belleza como arma redentora, la fama que nos daría el sustento económico. En las veredas había más cesantes que colillas de cigarros; lo veíamos con nuestros propios ojos al subir a la pobre oficina de la calle Nataniel, que alguien nos prestaba de pura buena gente. Acabada la junta las esperanzas nos acompañaban un buen rato al bajar de nuevo al mundo real, entrada la noche, hasta que se perdían en alguna alcantarilla. En esa pieza o en alguna otra parecida conocimos las aventuras de Nicomedes Mendes, el romántico perdedor de tercera categoría que paseaba por las calles del centro a la hora del crepúsculo en busca de una dama de cierta edad a la que ansiaba convertir en princesa. Las historias de Nicomedes terminaban indefectiblemente en la soledad, entendida ésta como castigo, fracaso. En la viñeta que incluía la palabra FIN, Nicomedes Mendes desaparecía hasta el próximo número envuelto por un manto negro como las sombras de los cuadros de Rubens, mientras fluia desde su figura vista de espaldas un desánimo invisible, el más profundo de todos, el que se arrincona en el último cuadro de una página destinada a ser leída por apenas un poco más que nadie.
En más de una ocasión, siempre ante un plato de algo, de preferencia pernil, prietas con puré picante, riñones al jerez, arrollado huaso, porotos con rienda o lo que fuese, Ángel me habló de un Nicomedes Mendes de verdad que pululaba por el Paseo Ahumada. Consistía la estrategia de ese tercer eslabón de la cadena, de ese otro Nicomedes, de ese viejo de bigote negro vestido a lo cantor de tangos, zapato blanco, sombrero y abrigo al brazo, consistía su estrategia en elegir con pinzas a su víctima, perseguirla discretamente, sin apuro, plantársele de pronto a media voz en el rincón de una vidriera donde la dama admiraba un par de zapatos, una chalina, una hervidora eléctrica, y enseguida mostrarle el interior del diario que contenía un par de bifes adquiridos en la carnicería de su barrio. Mordido el anzuelo, el viejo la invitaba a su cuchitril a servirse algo, donde terminaba el día haciéndola suya entre suspiros.
-¿Pero cómo sabes todo eso, lo has visto de verdad, lo has seguido? -le inquiría.
-Muchas veces -me aseguraba Ángel, mirando de reojo el plato vacío, y yo ansiaba creerle, inundar mi conciencia con sus fantasías.
Es notable, rayano en lo increíble, que un hedonista voluptuoso y sibarita como Ángel Arias contenga un alma tan sensible como la del viejo Nicomedes Mendes -el de sus comics o el que asegura haber seguido-. Aun así sostengo que su alter ego no lo favorece.
Cierto amigo que atribuía la existencia de Ángel Arias a un personaje salido de mi galería ficticia concluyó, tras conocerlo, que no era más que un orate fabulador. Lo vio una sola vez, lo escuchó y no le creyó nada. A mi juicio, no supo apreciar el tesoro que precisamente escondían sus palabras, bañadas de una picaresca brillante que cala en lo más hondo de la naturaleza humana. Pues Ángel Arias es un fiel exponente de esa tradición oral perdida del contador de cuentos. Allí radica su mérito, tanto mayor que el del viejo Nicomedes con su sensibilidad crepuscular.
Oír historias de este hombre sobrepasado por su apetito voraz, de este ansioso que vislumbra permanentemente la derrota a través del sudor de sus manos, oír historias contadas por Ángel Arias -en lo posible junto a un plato de lentejas con longaniza acompañado de una botella de vino tinto- supera al placer de dar vueltas y vueltas en la rueda de Chicago, ver Psicosis por primera vez o leer un cuento de Salinger, sumadas incluso las tres experiencias. Recuerdo con sus detalles más sordidos la del voyerista que fue traicionado por su excitación al contemplar por una rendija la autosatisfacción de una mujer que estaba tendida en su cama, en la pieza de al lado: los cabezazos que se daba involuntariamente contra la madera alertaron a la dama en pecado y acabaron con el banquete del mirón. Suya es también la historia de los nuevos locos que transitan por las calles de Santiago, cada uno de ellos representado en su relato mejor que si hubiesen salido de la mano de Dickens. Suyos son también los consejos para conquistar a una desconocida secretaria en los días previos a las Fiestas Patrias, que no tendré la tupé de revelar, ya que no son de mi autoría. Y suyas son las mil historias urbanas de un tal Guillermo Montecinos, de las cuales extracto la siguiente, salida de sus labios una noche de pichanga y pipeño:
"A Montecinos lo tenía loco un huevito que veía todos los días en la calle, como abandonado frente a un pasaje. Averiguó a quién pertenecía el vehículo y un día me pidió que lo acompañara y me pusiera detrás suyo. Entramos al pasaje, tocó un timbre y pronunció su discurso a un hombrecito que nos salió a recibir. Mire, señor -le advirtió- somos inspectores municipales y si usted no retira de inmediato ese huevito de la calle nosotros lo requisaremos y le daremos diez mil pesos".
-¡Compró un huevito en diez mil pesos! -lo interrumpí.
-No -aclaró-. Montecinos se quedó con los crespos hechos porque el dueño metió el huevito en el pasaje, ante la ira de todos sus vecinos, que apenas podían transitar por el hueco que quedó".
Unos seis meses atrás me topé con Ángel en el Café Haití. Me relató su última aventura, como todas inverosímil pero con una chispa de credibilidad. Había sido reclutado por una especie de organización secreta denominada "Los soldados del amor". Las tazas iban en la mitad y de sus palabras me iba formando la idea de un nuevo sueño del pibe. Arias acudía cada cierto tiempo al domicilio de alguna mujer solitaria que requiriera de sus servicios. Satisfacía sus necesidades carnales, las de ella y las suyas, no cobraba un centavo y alivianaba un alma femenina del peso y las urgencias de la libido. El amor no se veía por ninguna parte, mas le concedí que definiera su tarea como un apostolado, en aras del relato. Sin embargo, cuando el café se acabó y las tazas quedaron vacías me confesó que su espada de soldado estaba perdiendo filo.
-¿Dejaron de llamar? -le pregunté.
-No, llaman cada vez más seguido, ¡pero cada adefesio! A la última le faltaba un ojo y encima quería toda la noche.
¿Historias verdaderas o falsas? Qué importa. Lo bueno es saber que en algún rincón de Santiago -una dudosa picada, un paseo peatonal, un taller de imprenta, una sala de clases universitaria- hay un gran fabulador que las cuenta y una suma de almas, entre las que me cuento, que las absorbe como esponja. Sospecho que de esta revoltura surge nada menos que la sustancia del progreso humano.




domingo, septiembre 30, 2012

La puerta

Cuántas noche me dormí esperando el ruido de las llaves, no recuerdo cuántas por lo innúmeras, lo lejanas, esperando el inconfundible sonido de los zapatos de mi padre, los enérgicos pasitos de mi madre, a veces los dos juntos regresando del cine, el llavero saliendo del bolsillo, la llave girando en la cerradura. Cualquiera de esos anticipos valía más que la caricia de un ángel y si los alcanzaba a oír me dormía al instante de alegría, de un suspiro, de lo contrario entraba al sueño inquieto, con el pecho apretado, el Vitorio abandonado a su suerte en la otra cama y todo el peso de la noche sobre nuestra pieza modesta.
Cuántas noches alguien imitó sus pasos y el suspiro se esfumó cuando pasaron de largo.
Esos zapatos de taco de suela de mi padre, que resonaban al chocar contra los muros de las casas de la cuadra, esas tapillas de fierro de mi madre que se clavaban en los ladrillos a la vista no tenían la menor conciencia de su valor, como locos inocentes que transitan por la vida. Y los pies que los calzaban, y las piernas que se alejaban remontándose hacia el resto del cuerpo, a la cabeza, qué podían saber de las ansiedades de un niño sino apenas presentirlas, como yo mismo presentía las acciones de mis padres con un dejo de rencor que se deshacía en amor apenas la llave se incrustaba medio a medio dentro de la cerradura mágica.
Cosa parecida y diferente era la partida a deshora, anunciada con gestos intraducibles pero certeros, de una sola lectura. Ni siquiera se necesitaban las palabras, las decisiones confesadas; bastaba un paseo irracional por los límites internos de la casa, incluso una triquiñuela de buena voluntad para darse cuenta del acto seguido. La puerta se abriría irremediablemente y luego se cerraría por fuera con la máxima suavidad posible para no desatar el odio de los que se quedaban adentro. Pero ya en ese trance odiar era lo de menos; lo que importaba era aprender a  morir, enfrentar dignamente la angustia y olvidar el paso del tiempo, dejar de mirar a cada rato los punteros del reloj.
Dicen que los sonidos no desaparecen, he oído decir que su frecuencia viaja por el infinito como nave a la deriva, siempre disminuyendo, haciendo creer que el mensaje que contiene se ha desvanecido. He escuchado hablar también de una variante que dice relación con ciertos ruidos que se infiltran en la batidora del cerebro y rebotan y rebotan atrapados para siempre, como ratones desesperados, sin lograr huir. Me atrevería a dar fe de esto.

lunes, septiembre 24, 2012

Pedro Soto

El convoy se detuvo en el túnel. Por la ventana vio a los pasajeros del otro tren. Inmóviles, silenciosos y arrogantes, parecían fantasmas atrapados en el momento en que fueron sorprendidos por la eternidad. Desde su asiento se veían más largos que de costumbre, pálidas columnas amarillentas que iban a dar todas juntas al mismo cielo.
Nadie se hablaba, a nadie le importaba su vecino, tal como sucede entre los verdaderos habitantes del cementerio.
Fugaz visión la del testigo, fugaz entendimiento, la suerte del espejo.
El trabajo anónimo ha de ser recompensado con el tiempo, aunque éste sobrepase a la esperanza.
El observador reinició su marcha hacia el destino; los fantasmas no hicieron un solo gesto con el cuerpo, ni para bien ni para mal. Solos en su soledad permanecieron clavados dentro del carro, carro que se redujo a mancha difusa en la negrura del túnel.
A esa misma hora moría Pedro Soto.

domingo, septiembre 23, 2012

La naturalidad


¿Hay algo más difícil que la naturalidad, en el entendido de que se habla de dos personas que se conocen  hace mucho tiempo y que en un arranque del corazón desean entregarse el uno al otro?
Pues de todo acto se sospecha y cada avance lleva de antemano a un destino.
He allí el drama del matrimonio mal avenido.

viernes, septiembre 14, 2012

Una casa en el campo

A los 15 años seguía siendo un niño cándido y culposo. Cuando practicaba el onanismo me dormía inquieto y amanecía con ansiedad, con miedos que duraban dos o tres días, hasta que volvía a caer en la perdición. Inútilmente buscaba el perdón en el seno de la Jec, la Juventud Estudiantil Católica, a la que pertenecía. El padre Caviedes nunca sentenció que esa costumbre fuese mala, tampoco buena. Yo, que ansiaba no ser sólo bueno sino realmente un santo, necesitaba la absolución rotunda, porque íntimamente me sentía culpable de un pecado mortal. Los consejos sacerdotales, en cambio, iban por el lado de que ese hábito se podía y hasta se debía evitar en casos especiales. Subrayaba entre los casos especiales el de un muchacho que se había vuelto loco a raíz de la incesante repetición del acto.
Cuando hablábamos de chicas con mis compañeros de curso no era raro que yo asumiera posiciones fundamentalistas. Encasillaba el más leve contacto, la más ingenua o instintiva relación en la antesala del matrimonio, lo que no me impedía juntarme con ellos para fumar a escondidas o ver revistas de mujeres piluchas. Era la mía una disputa entre la fuerza de la virtud y los albores del vicio, que comenzaba a avizorar.
En ese contexto fue que un sábado fui a parar con mis papás a una casa de campo en las afueras de San Vicente de Tagua. La dueña de casa había sido compañera de mi mamá en un curso de perfeccionamiento del magisterio, su esposo era un fanático radioaficionado y vivía con ellos una sobrina. Mi mamá y su amiga le dieron a la lengua y el radioaficionado invitó a mi papá a su estudio, para mostrarle su joya de equipo. Apenas estuvieron adentro inició una comunicación con un par invisible instalado en su propio taller, a miles de kilómetros de distancia, para que mi papá se maravillara; y de hecho mi papá se maravilló, lo justo hasta que llegó la hora de servirse algo. En cuanto a mí, escuché el primer intercambio de mensajes pero luego me aburrí, al constatar que se decían las mismas cosas o aun más banales las que uno podía escuchar en cualquier parte. Volví al living y entonces la sobrina me invitó al patio.
Ella no me había causado ninguna impresión. No era ni bonita ni fea. Era delgada, de pelo negro y largo y carecía de curvas. Tendría dos años más que yo. Su principal característica la descubrí horas después, cuando paseábamos, lejos de su casa, pero ya llegaré a esa parte.
Estando ambos en el patio me señaló una esquina. Instaló un piso, se subió a la pandereta y me instó a pasar a la otra casa.
-Ven -me dijo-, no hay nadie. Salieron.
Subí y salté al otro lado. Efectivamente, la casa vecina estaba vacía. Y ella me estaba esperando.
¿Qué pueden hacer dos adolescentes en una casa vacía? ¿Qué debe hacer un hombre al que una mujer conduce a una casa vacía? No tenía la menor idea. A diferencia de mis compañeros de curso, en ese tipo de ocasiones mi sentimiento era elevado y no ofrecía resquicio alguno por donde se pudiera colar el deseo de la carne. A los 15 años seguía siendo un niño.
Ella se metía a las piezas más oscuras, siempre ordenándome que la siguiera. Luego permanecimos sentados uno al lado del otro, conversando, hasta que nos llamaron a comer. En su honor debo admitir que si se me insinuó no lo hizo con vulgaridad; de otro modo me habría dado cuenta.
Después de almuerzo me invitó a caminar. Nos perdimos por los sembradíos primaverales y al atardecer enfilamos por el camino de ripio que llevaba de vuelta a su casa. En el intertanto mi corazón iba incubando la posibilidad de un pololeo; de pronto le tomé la mano y no dijo nada.
Entonces sucedió algo terrible. Una camioneta frenó bruscamente, haciendo volar piedras, y retrocedió hasta quedar junto a nosotros. El conductor, un hombre mayor, abrió la puerta del copiloto, agarró de la muñeca a mi compañera y la metió adentro, a la fuerza. Ingenuamente, me dispuse a subir; él apretó el acelerador y ambos se perdieron detrás de la polvareda.
Volví, agitado, y conté con horror la escena. Los tíos se miraron y sonrieron con malicia.
-Esta chiquilla tiene loco a ese hombre -se resignó a comentar la amiga a mi mamá, en voz baja. Enseguida cambiaron de tema.
¿Eran así las relaciones sentimentales? ¿Así debía tratar el hombre a la mujer?
Al regresar, desde mi ventanilla de la micro que nos llevaría a Rancagua y que recibía a sus pasajeros por goteo, miraba hacia afuera, desconcertado, pensando en las cosas de la vida. Abajo, a punto de abordar la máquina, una mujer de mediana edad discutía con un ciclista, un hombre de bigotes, camisa blanca y rasgos duros. Ella le elevaba la voz, furiosa, los insultos eran visibles pero no lograban traspasar el vidrio de la ventana. El hombre pasaba el trago amargo en silencio. Parecía una disputa sentimental de tantas, cuando de repente él la agarró del moño y la levantó casi en el aire hasta sentarla en el marco de la bicicleta, donde la apretó con un brazo, la echó hacia atrás y la besó con violencia, sin soltarle el moño. Ella abrió la boca y cerró los ojos, desfalleciente.
La micro partió y la bicicleta nos acompañó hasta la esquina, donde el raptor y su pareja doblaron en otra dirección.

lunes, agosto 13, 2012

Hombre, mujer

El hombre debe tomar la iniciativa. Es su naturaleza, está escrito en la historia, pero sé de sobra que aplicada a mi conducta diaria no es propia de mí tal característica. Sin embargo, hasta hoy no había hecho la analogía. Si ser hombre es conquistar, emprender, tomar la iniciativa, entonces con vergüenza debería admitir que yo exhibo más tintes femeninos que masculinos.
Las verdaderas mujeres desean a los verdaderos hombres. ¿Por qué no son honestas con quienes no siguen el patrón? ¿Y qué decir de las mujeres-hombres que no reconocen la vulgaridad, la ostentación de que hacen gala al aparentar lo que no son?
Es tan difícil asumir un papel ajeno. Se arrastra el propio como abrigo largo, como pena que deriva en amargura. Se quisiera ser de otra manera, pero jamás se renunciará a la original. Dije tantas veces de mí mismo que siempre me he sentido como un barquito de papel sobre las olas, navegando de un lado a otro, aceptando los desafíos encomendados en cada ensenada, procurando cumplirlos con brillantez. Lo decía con un cierto grado de orgullo; hoy me debilita confirmar esa verdad y tal vez allí se aloje el cuesco de mis sueños.
Las sociedades socialistas son femeninas; las capitalistas, masculinas.
Cuándo soy un hombre de verdad, cuando escribo. Allí me hago salvaje en mi mundo mío y propio, abro senderos, asumo riesgos, levanto catedrales de fantasía. Y sin embargo de qué escribo: de mi interioridad, de cómo soy. Lo reconozco a estas alturas con un dejo de humor.
Cuando más hombre soy es cuando hablo de mi pasividad.

jueves, agosto 09, 2012

Despertar

¿Cómo despiertas? ¿Feliz? ¿Por qué no despiertas feliz?
Cuando despiertas en medio de la noche luego de haber tenido un sueño confuso, menos que una pesadilla pero mucho menos que una ensoñación, en momentos en que todo está oscuro y la calle no emite un solo ruido y no se oye el canto de los pájaros y las hojas de los árboles hibernan esperando la primera brisa de la mañana para iniciar su baile, ¿en qué piensas entonces? ¿En el presente, en el pasado o en el futuro?
Y luego de que te levantas, luego de meterte a la ducha, de vestirte, cuando vas por la calle, ¿por qué te olvidas de lo que sentiste al despertar? ¿Por qué te obligas a olvidar? ¿Piensas que es demasiado el peso de la imagen o atribuyes ese estado que se esfuma a una mera cena que no hizo caso de la hora y se dejó tragar con ansias evasivas?

miércoles, julio 18, 2012

La felicidad

Si la felicidad es la ausencia de problemas, entonces no existe. O es, como se dice, instantes.
Vaivenes de la mente.
Hay quienes no pueden vivir sin problemas; se los fabrican para sentirse infelices. O los andan buscando para resolverlos y sentirse felices.
Yo no soy ni fu ni fa; los ando buscando para rubricar mi sino.
Veo tanto corazón inadvertido ignorando su trampa, marcado su destino desde mucho antes de la hora de la luz; un coro de innúmeros niños marchando ilusos al acantilado.
Ese sino marcado es también el mío; mi desgracia es comprenderlo.
Y mil hombres vestidos de blanco entrarán profanando el altar.
Pueblos enteros se entregaron al destino. Corrió sangre como ríos de invierno. Rodaron las cabezas de los reyes y las almas muertas mostraron su faz por un instante, y entonaron un himno de venganza. Vino la paz, el sosiego, trayendo apenas diez años, cien de felicidad. Y luego del rincón de las arañas volvieron los problemas que se creían superados.
Nada es tuyo, hermano, nada te pertenece. Heredaste tus bienes de otros y otros los recibirán. Nunca lograré entender cómo engañaste al remolino del misterio para llegar hasta nosotros, pero sí entiendo que al misterio volverás, inerte, vaporoso. Creaste riqueza, vana vanidad. El mundo no ha prosperado una milésima, se mantiene quieto y asustado como hoja amarilla de álamo de abril entre las grúas mecánicas y las mezcladoras de cemento.
No habrá paz en la tierra mientras yo esté vivo.

martes, julio 17, 2012

Signos

Los primeros signos se pierden en el tiempo, mas aquellos que retiene la memoria se presentan siempre como fenómenos relacionados con la ternura. Lo han dejado a uno pensando, se ha sonreído uno un poco y luego la tierra ha seguido girando en torno al sol.
Cuando se produce el colapso, la mente se hace la pregunta y no halla explicación. De pronto reaparecen los signos; se dibujan en la abstracta memoria y todo parece calzar. Incluso surgen signos equívocos que se unen a este nuevo clan, a este nuevo orden. El caos momentáneo ha dado paso a un sistema.
En ese instante de las cosas la ternura ha desaparecido y en su lugar se ha instalado el horror. Lo que antes provocaba ilusión hoy genera rechazo. Cunde el desaliento y se andan mirando con extrema desconfianza las sombras que aparecen del otro lado de la esquina.
Pero todo sistema tiene sus grietas y aun este lóbrego rompecabezas debe su forma a los cambios. Desde su centro caótico, plagado de signos contaminados, brota un día cualquiera la razón y renace la esperanza, al emerger nuevamente el amor desde el abismo al que se lo había confinado. Dicha así la última frase parece manida, poco profunda y hasta poco importante, pero se me ocurre que es la forma más sencilla de expresar la idea.

viernes, julio 13, 2012

Superada la primera edad

Superada la primera edad
cómo haber sido tan necio
cómo no advertí la trampa
de ser como yo era.
Mirada así la historia
suena a último deseo
en el patíbulo
a despertar de curado
pero no.
Es simplemente darse cuenta un poco tarde de las cosas
y como no cabe otro remedio
vertirlo en el papel.
Lo que imaginé haber sido
no lo fui
los verdaderos asesinos son
Hombres con mayúscula
compadritos de Borges
que viven en el sur.
Yo soy de la provincia
de corazón minero y
vociferaciones; grito acaballado
fuegos fatuos
fantasmas asesinos.
Un día me descubrí desde un rincón
alguien me vería, mas nadie lo anotó
cerré el puño
me rebelé en la sala de clases
desfilé por la calle Independencia
salté panderetas
fui a dar a la basura;
y el sol se puso como cada tarde.
Los dioses me enseñaron
no a golpes
objetivamente
así como enseña el tiempo
inofensivamente cruel, religiosamente;
había siempre una balanza
sobre la que me hacían caminar
y la balanza siempre se inclinaba
para acá o para allá
era un milagro matemático
nunca falló, como la ley de gravedad.
¿Qué sacaba con matar
si los gendarmes
brillaban por su ausencia
y las víctimas supuestas
a carcajadas reían
en la sala de espera del dentista
olvidando que no después de unos minutos
abrirían con terror la boca?
Qué sacaba con sentir el poder de dar la muerte
si el destino me lo había negado
qué sacaba con esos aires
de fortaleza que no hacían más que descubrir
mi gran debilidad.
Los dioses se aliaron con la gente
levantaron puentes levadizos
casas comerciales rascacielos
estatuas polvareda naves espaciales
inventaron el Big Mac y la singular
pasta de dientes.
Preocupados de sus propios asuntos
me habían olvidado
pasó la vieja para mí
hongo valía.
Entonces comprendí
que me había llegado la hora
de la resignación
y empecé a ver de otra manera
sacando raras veces las sobras de guadaña
que los años me alojaron
entre las vértebras del cuerpo
restos que la muela del molino fue moliendo
como muelen las vértebras el tiempo
y a uno lo enanizan.
Adiós bravuconadas
instintivas quimeras infantiles
Lucifer enmascarado.
Entró a mi hogar
una diosa velada
efluvio de pantano
fúnebre esperanza

lunes, julio 09, 2012

Cumplí lo encomendado

Si el problema se enunciara así:
CUMPLÍ LO ENCOMENDADO
De dónde la amargura
la cuesta, el bajo, la rodada

Atravesaba el río
YO ERA PARTE DE LA GENTE
Y la gente espejo falso
De mi andar confuso

De pronto ¡Eureka!
ME ENCARGABAN IGNORANDO
Nadie sabe era la instrucción subliminal
Enciende la luz ábrete camino

Lo quiero para ayer
GÁNATE EL ALMUERZO
Háceme el trabajo
Estamos en Chile ubicaté

Exigí detalles majaderamente
ME CRUCIFIQUÉ YO MISMO
Ya te dije sólo hazlo, cosecha
Fresas de amargura

Esto traje mostré un canasto a medias
EMPEZARON LOS DOLORES DE CABEZA
No era así la cosa
Cómo entonces no sé de otra manera

Obediente adelantado
ANSIOSO DE DAR EN EL GUSTO
Soporté al tarado tal por cual máximo jefe
Recibiendo una galleta de perro a cambio

Ya he cruzado el río
NO QUIERO QUE MIS HIJOS SEAN ASÍ
Los deseo libres de ataduras
Y que hagan lo que les ordene el alma

Aun si les va mal
NO PUEDE SER PEOR QUE LA OBEDIENCIA
Mi hermano nunca estudió para una prueba
Y su departamento tiene vista al río

Lo que se sabe de las cosas
TODO LO HA HECHO UN ALMA LIBRE
Enturbiamos el Mapocho
Los que cruzamos el puente

viernes, junio 22, 2012

El último salto

Jugábamos a subirnos a los techos del fondo. Antes que eso hubo dos galpones, un galpón claro y un galpón oscuro. El galpón claro era una ruina romana. Cuatro pilares, un millar de ladrillos tendidos y dos ventanas que miraban el cielo, sin entenderlo. Desde el galpón oscuro, donde había tejado, nos pasábamos al techo del galpón del vecino. Eran juegos peligrosos; mirábamos por una rendija y veíamos los huevos que ponía la gallina en un rincón del piso de tierra, entre herramientas y cachureos. Dejábamos caer piedritas; los huevos se rompían con un lamento seco y  arrancábamos, quebrando tejas. Con los años el vecino levantó una muralla gigantesca que impidió toda aspiración de fisgoneo, pero para ese tiempo ya no había galpones y ya no había niñez en la casa de la abueli, de modo que si supongo motivos de carácter plumífero o nutritivo en su proyecto, concluyo que se trató de un derroche de cemento. Esa especie de pedazo de Muro de Berlín o fracción ridícula de la Muralla china en medio de una cuadra del centro de Rancagua no le hizo bien a nadie.
En el galpón oscuro me quebré el brazo; más de la mitad de su espacio lo ocupaban tablas y listones acostados contra la pared, todos listos para tomar la forma de habitaciones nuevas. Esos maderos nunca se clavaron; se fueron carcomiendo y se usaron como leña.
Casi la mitad de la obra humana es inútil, juicio compasivo. Cada vez que veo en el campo una casa abandonada vislumbro risas, fiebres, traiciones, aniversarios, velas. Duerme el reflujo y queda la obra, resto absurdo de paredes rayadas y suelos plagados de papeles amarillentos y caca seca. 
Detrás de cada molino sin rueda se esconde una aspiración trágica.
Los dos galpones se echaron abajo; vinieron otros cobertizos. Uno se levantó sobre el muro del vecino de al lado y el techo le sirvió de descanso a las ramas de una higuera; el otro sirvió para cubrir parte del gallinero dispuesto al otro lado del patio de la casa. El espacio del fondo, el que ocupaban los galpones, quedó vacío.
La abueli murió. Años después Miguel, mi primo menor, que ya ganaba un sueldo, edificó al fondo una pieza de arriendo, que efectivamente se arrendó dos años. Hoy se usa para ensayos de música. El gallinero, en tanto, desapareció con todas sus gallinas. En su lugar se habilitó una pieza para guardar herramientas y cachureos. El otro cobertizo desapareció, al igual que la higuera que le hacía sombra. Todo ha cambiado y sin embargo se mantiene casi exactamente igual.
El árbol crece hasta donde puede, la araña vive de su tela y no le sobra nada. La mente humana trabaja con demasiado apuro.
Pero a qué voy. A que un día subí al techo de la higuera y entreví mi destino.
Percibir el destino no tiene nada de extraordinario. De hecho, uno lo percibe al menos una docena de veces cada día. Lo ve al apagar la luz, dentro de la cama; al cruzarse con un verso prodigioso, al admirar sin ser admirado, al elevar la voz a un niño, al mentir y pillarse en la mentira, tantas cosas. Pero hay ocasiones, como aquella de ese día, en que se distingue diáfano. Es como si un velo cubriera todos los fenómenos que están siendo en el espacio y dejara uno solo, para deleite de la melancolía.
Nadie me acompañaba y no es que me hubiese aburrido de estar allí. Miraba con gusto las hojas de la vid como si fueran la alfombra del patio de la casa, las vigas del parrón semiescondidas debajo de las hojas, las brevas al alcance de la mano, la ventana del living a lo lejos, el misterio que encierra un silencioso patio ajeno. Todo aquello me provocaba la misma fascinación de siempre, aumentada de vez en cuando por un hilo blanco de volantín a las pailas que rozaba mis manos y seguía su andar llevado por el viento. En ese mismo sitio el Julio había encumbrado su propio volantín, corriendo de espaldas hasta que se le terminó el techo, pasó entre las nervudas parras y acabó en el suelo, magullado.
El techo de la higuera de ese instante de ese día me ordenó recordar que hay cosas que no se harán ya más; que aún a mis cortos años había llegado el momento de morir, de soltar una capa de piel y tenderla sobre el zinc para que el sol la resecara hasta hacerla polvo. Era mi última vez en ese techo, pero aunque no fuera así, habría una última vez en ese techo y a menos que en un desesperado esfuerzo me volviera barón rampante, mis días de niñez estaban contados. Eso entreví.
Entonces me arrojé al suelo. Salté, caí parado, se me doblaron las piernas, miré hacia arriba, vi el oleaje del zinc, sobre él la majestuosa higuera, surqué el patio pasando uno a uno los pilares, entré a la casa. La abueli me esperaba en el mesón de la cocina.
Hartos años después, durante una visita de domingo, a la hora del tedio, fui discretamente al fondo, subí la escala y caminé sobre el techo de la higuera, por el puro gusto de torcerle la mano al destino. Algunos llaman a eso ironía, otros tozudez; hay un cuento, incluso, que refiere la historia de un cándido alemán y su sofá. Pero mejor cierro aquí el recuerdo, porque esto no es un chiste y aunque quisiera, yo no soy alemán.



miércoles, junio 20, 2012

El buen poema

Original no es declarar que el buen poema es resta; miles lo cantaron ya con palabras escondidas, pero el caso es otro, la repentina conciencia de una flor que nos acompañó toda la vida y nunca marchitó.
Dicen que el buen poema es restar palabras
dejar las mínimas
y que la ausencia evoque.
Es como un truco
una seña en laberinto
un acercamiento al hombre que detrás de todo el artificio
resplandece.
No hay soberbia en este ardid
más bien yo veo un desnudo disfrazado, un infantil empeño
una feroz necesidad de abrazo
al compañero de ruta
al hermano a la hermana
que viajan en la misma barca por el mismo río
hacia el mismo mar.
Es como esa mujer que pasa por la calle
vigilando el celular
unas ganas locas de hablar de cosas simples
de tocarse, de reír, de tomar café con leche
y dejar a los dioses lo demás.

lunes, junio 18, 2012

Carlos J. Veloso, distribuidor de almas

Soy reportero y no podría definir de otra manera mi vida profesional que como el intento de querer traducir los múltiples fenómenos que el ojo tiene a la vista, todos con un antes y un después; o en palabras más realistas, el intento de perseguir una quimera. Andando el tiempo reparé en que la única forma de acercarme al objetivo consistía no en un trabajo de dispersión, sino de concentración, y como tal de reconocimiento y aceptación de mi propia naturaleza, que es la de un ser marginal guiado por el miedo. De allí que naturalmente me inclinara por recolectar personajes menores, inofensivos, estrambóticos, lo que indujo de temprano a mis jefes a encasillarme en las lindes del oficio -y yo me atrevería a asegurar además que a tildarme de mal necesario-. Conocí al hombre que todo lo reducía al número cero, al falso doctor Mortis, al inventor de la bicicleta ecológica, a la perrita que quería estudiar leyes y al matemático que predecía con meses de anticipación si el año sería lluvioso o seco; el destino me regaló a un contactado con Gabriel arcángel, al vampiro Yiró, a una iluminada que hablaba perfectamente el idioma castellanéts y al taxista que edificó un búnker dentro de un cerro para esperar el fin del mundo. Frente a mi extravagante juicio desfilaron también el cicerone de la cárcel, el maquillador de cadáveres, la dama del bar Harry's, el mago Palito y sus mentiras, el chef que le preparó la comida a los fabricantes de la bomba atómica, cual de todos poseedores de la historia más insólita.
Ninguno como Carlos J. Veloso, distribuidor de almas.
¿Cuándo y dónde lo conocí? ¿Qué impresión inicial me dejó? ¿Cómo llegué a enterarme de la tarea que lo mantuvo en estado de desasosiego hasta el día en que dejé de verlo? Todavía me resisto a correr el velo de esta trama que, al contrario de mis otros personajes, no se me aparece enteramente ficticia. Estirado al máximo el elástico de mi credulidad sigo pensando que Veloso pudo ser realmente el hombre que decía ser, sobre todo si no dispongo de pruebas en contra.
Lo que me llamó la atención de este personaje y de su entorno fue el desorden que reinaba en su local. De no ser por eso -y por el letrerito tan extraño colgado en la puerta: "Carlos J. Veloso Distribuidor de almas"- no habría entrado. El caos era mayúsculo; en su escritorio apenas cabía espacio para poner las manos y eso no aparecía como lo peor al golpe de vista: las rumas de carpetas montadas unas sobre otras desde el piso hasta casi llegar al techo daban a ese espacio el tono del día anterior a una mudanza. A poco andar me contó, sin embargo, que el local llevaba años así, "aunque ahora todo está un poco más ordenado". Añadió que no se pensaba cambiar, ya que el barrio, el pasaje y su habitáculo le resultaban "cómodos, agradables, suficiente". Usaba las palabras sin pasión; entendí que en ese momento pensaba en otros asuntos.
Carlos J. Veloso es de esas personas que eternamente parecen estar atiborradas de trabajo, trabajo que a los ojos de los demás no rinde. Es de aquellos que ve más allá de su miseria, lo que no hace otra cosa que agravarla. Cada nueva misión equivale para él nada menos que a la tarea de reorganizar el planeta, frase que cuando la escuché me hizo soltar una risa compasiva, pero que al aprehenderla me provocó escalofríos. Durante toda la entrevista, sin embargo, me dio la impresión de no estar ante el carácter abrumado que exigiría la naturaleza de su oficio, sino ante un espécimen menor, indolente, de aquellos que afrontan los asuntos más trascendentales con cansada resignación.
Le hice ver que me había intrigado el cartelito puesto en la vitrina y le pregunté si no tenía inconvenientes en que lo entrevistara para mi diario. No le llamó la atención gran cosa el hecho de ser un potencial sujeto digno de publicación, lo que interpreté como una leve negativa, de modo que, con más empeño que al inicio, trasladé a mis lectores el interés que despertaba su vida. Eso debió de convencerlo, uso un término exagerado, ya que Carlos J. Veloso no parece estar convencido de nada, pues da la impresión de que nada le importa demasiado, ya lo he sugerido.
Esa tarde conversamos una buena hora, hasta que la cinta de la grabadora se completó por los dos lados. Mientras él hablaba le iba dando el visto final a la carpeta que tenía entre sus manos, que luego colocaba dentro de una caja (lo habrá hecho en unas veinte ocasiones). Al golpearla dos veces con el puño, la caja subía automáticamente por un ducto, me imagino que tirada por una cuerda. Cada vez que hacía esa maniobra se disculpaba, diciéndome que no podía perder un solo minuto. La entrevista se volvía a interrumpir cuando la caja vacía caía y golpeaba la cubierta de la mesa, sin elegancia alguna. Era como si desde el acantilado alguien arrojara un desperdicio contra las rocas.
Comprendí al retirarme que a pesar de lo declarado, Veloso me había dejado más o menos donde mismo, un fenómeno inusual para mí. Muchos de mis entrevistados agotan el manantial de la novedad a los quince minutos; no fue su caso, de modo que le anticipé que lo visitaría al día siguiente. Veloso hizo un gesto que interpreté como de asentimiento y de inmediato se abocó a la revisión de más carpetas. Oscurecía y hacía frío.
No había caminado media cuadra cuando un penoso incidente callejero me detuvo. Una multitud pateaba a un viejo ladrón sorprendido in fraganti. El pobre hombre había recibido tanto castigo que ya no era capaz de defenderse y de pronto alguien advirtió que estaba muerto. La masa se dispersó rápidamente; ya había consumado su venganza y era momento de volver al anonimato. De la nada apareció Veloso. Se agachó, buscó entre sus ropas hasta dar con sus documentos, encendió una linterna del tamaño de un bolígrafo, anotó un par de datos en una carpeta, igual a las miles que yo había visto, y se levantó.
-De todas maneras me iba a llegar, pero siempre conviene adelantarse. Usted ya sabe cuánto trabajo pendiente hay en mi local -se excusó. Le pregunté si no necesitaba otro ayudante, pero no pareció entender del todo la pregunta.
-Lo he estado pensando. Si quiere, mañana cuando venga me trae sus datos, pero le digo al tiro que no podría pagarle más que el sueldo mínimo, y con dificultad -dijo.
El día siguiente, como me suele ocurrir, no llegó. Tampoco el subsiguiente. No me mando solo; vivo al arbitrio de mis editores, quienes tienen mejores ideas que las mías. Hube de viajar a cubrir una protesta regional; el viaje se prolongó más allá de lo normal y al regreso ese tema me continuó consumiendo desde Santiago. Debo confesar, además, que me había olvidado por completo de Carlos J. Veloso, lo que no es de extraña ocurrencia en este oficio que se caracteriza por atrapar súbitos resplandores que no duran sino unas pocas horas.
Fue mi hijo quien me hizo ver la falta. Una de esas noches, mientras compartíamos una cerveza con el fondo musical de alguno de sus jazzistas preferidos, dijo echar de menos mis "crónicas humanas". Le conté entonces sobre Carlos J. Veloso y se entusiasmó, tal vez demasiado, porque al requerir detalles me terminó confundiendo y eso me molestó. Le prometí que visitaría nuevamente al entrevistado y que pronto le tendría la historia completa. Él no dijo nada, lo debí de ofender sin darme cuenta.
Al otro día volví, o me pareció volver, a su gabinete, y no lo hallé; me refiero al local, qué decir de su dueño. Sin mentir, visité al menos seis pasajes en el área en que me pareció que se emplazaba el puesto de Veloso; ninguno de ellos le destinaba ahora espacio. No había anotado ni su dirección ni su teléfono y lo peor era que no poseía mayores puntos de referencia que una sección de ocho a diez cuadras céntricas. Regresé a casa evitando a mi hijo; con la sensación de haber limitado demasiado la búsqueda, a pesar de que sabía que más allá de esas fronteras no podía ubicarse. Dormí penosamente, con la obsesión naciente de estar olvidando detalles de la realidad; sospechando que de los olvidos, el mío era un hermanastro de la fantasía y como tal, de la locura. Recorrí dos, tres, cuatro veces los mismos pasajes de siempre, las mismas tiendas de chucherías y baratijas, las peluquerías sin clientes, los cafés de mala muerte, las compraventas de oro, los bazares, las librerías de artículos de oficina, santerías, locales de comida al paso, remendadoras de calzado, puestos de internet, de fotocopias. Con los días mis preguntas terminaron inquietando a los locatarios, lo que dio por concluido el interrogatorio. Por lo demás, nadie recordaba a Carlos J. Veloso, ni su figura ni la naturaleza de su local, lo que no era mucho decir de una raza subterránea sumida en la indiferencia, que no era capaz de ver más allá de dos oficinas de distancia. Tampoco saqué gran cosa de los espacios que se ofrecían en arriendo. Al preguntar por cada uno de ellos la respuesta del vecino correspondiente era casi sin variaciones la misma: llevan meses vacíos, señor, aquí la gente no se viene, de aquí la gente se va.
Había dado, en suma, con un pedazo moribundo de Santiago, del que Carlos J. Veloso venía a ser su emblema: una especie de fantasma, de invención o de recuerdo de la conciencia. Y sin embargo era real, había hablado con él, lo había entrevistado, guardaba sus palabras en una cinta por lado y lado.
Mi última tentativa lógica consistió en una ronda de preguntas a mis colegas de la sección policial, por si se acordaban del caso del delincuente ajusticiado por la multitud, que indirectamente me podía dar las coordenadas de su establecimiento. Pero Vega había estado con licencia el mes entero, Diéguez no me prestó demasiada atención y con Parraguez no se puede hablar; lo echa todo a la broma. Horas después, al entrar al turno de la noche, Sartori me escuchó y echó mano a su agenda.
-Aquí lo tengo, Lamordes. Lonton Viscaya, 64 años, ladrón de poca monta, linchado a las 19:35 horas en Morandé, casi al llegar a Huérfanos. Un crimen sin juicio ni culpables. Como el gráfico no llegó, redujimos la nota a dos col en la página 8.
Retorné al sector mencionado con nulas esperanzas; comprobé en efecto que ni los pasajes interiores ni los subterráneos de la cuadra se habían escapado a mi anterior empadronamiento.
¿Quién es y a qué se dedica Carlos J. Veloso? De lo que le creí entender desde el principio, él vendría siendo el encomendado por una especie de inteligencia superior para cumplir la misión de distribuir almas en la tierra, pero ciertas almas, almas comprobadamente buenas; esto es, conservadoras, uso sus palabras. Misión descabellada, desde luego, de allí mi escepticismo original, que en la entrevista maticé con toques de humor, guiños de ternura. El hombre decía las cosas con la ingenuidad de un niño, como si declarase algo que no tenía la menor importancia, puesto que lo realmente importante a su entendimiento era otro asunto. Y así es; de sus palabras se desprende que Carlos J. Veloso vive en una constante, inacabable tensión, lo que ha terminado por insensibilizar su carácter y sus aspiraciones, a sabiendas de que la suya es una misión imposible, pero que debe acometer porque le ha sido destinada.
Al principio pensé que tenía un ayudante; con los meses estoy cada vez más convencido de que el hombre que sube la caja es su empleador, pero de esto no poseo prueba alguna. También puede que esta última hipótesis no sea más que una de tantas chifladuras que salen de mi pluma, porque cada vez que entré a un local a preguntar por Veloso miré el techo de reojo y me fijé que ninguno de ellos poseía altillo. De este modo, hasta es bien probable que el hombre que sube la caja no exista y que ésta se eleve mediante un mecanismo que no me fue dado preguntarle al entrevistado, lo que reafirma que las mejores preguntas de una entrevista son las que no se hacen, las que se desprecian por insignificantes.
El gran problema de Carlos J. Veloso, al menos el que me manifestó en la conversación, consiste en un asunto indescifrable, diría diabólico, aunque me parece que ese término es inapropiado para el contexto en que se desenvuelve esta trama. Cito sus palabras:
"Es un asunto matemático, señor Lamordes. Si están naciendo más personas de las que mueren, entonces llegará el momento en que no dispondré de almas para distribuir a todo el mundo, teniendo en cuenta además que las almas muy jóvenes no cuentan, a menos que sean recicladas. Me temo que se están sumando por miles, por millones, los seres que debutan en el orbe a la que te criaste".
He allí la fuente de su tensión y al mismo tiempo de su indolencia. Carlos J. Veloso debe reasignar el alma que ha vivido dentro de algún cuerpo humano de cierta edad que habita el planeta, una vez que muere, a otro cuerpo que, por recurrir a un lugar común, entra a la pelea. Si existiese una millonésima probabilidad de que esta idiotez fuese verdad surgiría de inmediato la pregunta: ¿cuántos como Carlos J. Veloso se reparten en cada comuna, en cada ciudad, en cada país para siquiera pensar en llevar a cabo esta misión demencial?
Quiso el destino que me lo topara en medio de un incendio al que fui enviado de emergencia durante un turno. El fuego había arrasado tres casas en la población El Cortijo; los vecinos se ayudaban unos a otros. Cuando las cosas parecieron haberse calmado una mujer obesa echó de menos a la tontita del segundo piso, una niña que sólo era vista cuando se asomaba a la ventana enrejada para gritar incoherencias. ¡La tontita! -gritó, aterrada- ¡Salven a la tontita!
Los bomberos la hallaron abrazada a su abuela, ambas calcinadas. Entre los voluntarios advertí a Carlos J. Veloso, vestido de uniforme.
-¿Se acuerda de mí? -le pregunté, ansioso. Fue lo único que atiné a preguntarle.
-No mucho -dijo-, pero me es cara conocida. ¿Nos hemos visto en otro incendio?
-No, amigo Veloso, yo fui el que lo entrevisté hace un tiempo.
-Ah -recordó- lo estuve esperando varios días. Ahora debo irme. Tengo que incorporar estos datos de aquí a mañana.
-No se vaya -le rogué, pero era una petición imposible de cumplir. El capitán reunió a los bomberos dentro de un perímetro cerrado y procedió a pasar revista a la compañía antes de que el vehículo iniciara el trayecto al cuartel.
-¡Cuántos hay como usted! -le grité. A Veloso le era imposible escucharme con el ulular de la sirena- ¡Cuántos hay como usted!
-Qué dice...
Esa noche reflexioné seriamente sobre si valdría la pena andar a la siga de accidentes fatales, como lo hacen los participantes del negocio de la muerte, o sea detectives de la Brigada de Homicidios, peritos fotógrafos, vendedores de las pompas fúnebres, camilleros de ambulancias; o si por el contrario no resultaría más sano olvidarme para siempre de la posibilidad de volver a encontrarme con Carlos J. Veloso. Elegí lo segundo, dejando tal posibilidad en manos del azar.
La historia se publicó, meses después, con las imperfecciones propias de un reporteo a medias, de un trabajo mal hecho desde la base. Aun así mereció algunos elogios, los mismos de siempre, colegas envidiosos de mi pluma, colegas que sin embargo no se sentían amenazados por alguien situado en las lindes del oficio. Les agradecí con esa sensación de malestar propia del secreto inconfesado; a la mañana siguiente de publicada mi crónica -lo afirmo sin ánimo irónico- la imagen de Carlos J. Veloso envolvería pescado y al día subsiguiente otro personaje llenaría su lugar en mi espectro de candidatos a la inmortalidad. Pero aunque lo deseara, esto último no era cierto. Las palabras de Veloso me habían provocado un ligero remezón interno, creciente, que me indujo a acudir a una iglesia.
Fui a una cualquiera, en efecto, y me arrodillé ante el confesonario. El sacerdote parecía odiar los prolegómenos e insistía en oír mis pecados, de modo que cambié de estrategia, le di en el gusto y dejé para el final lo que me interesaba. Le conté entonces que desde hacía un tiempo se me había metido en la cabeza la creencia que las almas se reencarnaban. Me preguntó si yo era católico; le dije más o menos. Usted se ha equivocado de religión, ¿vive por casualidad en el barrio de la Estación Mapocho? No Padre. Prosiga. Le confieso Padre que tengo mis dudas sobre la reencarnación de las almas. Ya me lo dijo. ¿Me puede orientar Padre? Mire, esa duda que tiene es harto grande, me va a hacer dudar a mí... No Padre, lo último que se me ocurriría. Entonces confiese que se arrepiente. Me arrepiento Padre, pero ¿acaso el alma de los católicos no puede reencarnarse? Su voz me suena un poco, ¿viene seguido a misa? No tanto Padre. ¿Pero viene a esta iglesia? Es que no lo ubico. No Padre, voy a una de avenida Matta. Mire, señor, le voy a dar un consejo: vaya donde los locos de Teatinos, pero antes rece un Avemaría y un Padrenuestro.
¿Qué me quiso decir? Salí a la calle y quise buscar una segunda opinión, pero a esa hora costaba hallar otra iglesia abierta; de hecho terminé la jornada sentado en la barra de una fuente de soda, ante un lomito palta y una Escudo no lo suficientemente helada. Me carga la Escudo natural, más aún si me la bebo en estado de insatisfacción; me desagrada el exceso de espuma.
Días más tarde decidí completar la tarea pendiente. Era sábado, mi mujer había ido a un bingo en su colegio y no volvería hasta el atardecer. Recordé que cerca del cuartel central de la PDI había otro templo, o por ahí cerca, bastante más pequeño y menos concurrido que el anterior; siempre me habían llamado la atención sus paredes celestes, pero lo que no me gustó nada, cuando ya estaba adentro, fue ese revoloteo de moscas que aprovechaban el haz de luz en la nave central.
Una mujer de la limpieza se me acercó sin diplomacia alguna.
-¿Qué se le ofrece, mister?
-¿A qué hora confiesa el Padre?
-Ya está por empezar. Póngase a la filita.
-Una iglesia tan chica y ya hay gente haciendo fila...
-¿Que usted no es de por aquí?
-Claro que no, señora. Soy del barrio Santiago Poniente.
-¿Y por qué viene a confesarse con el cura, si usted es hombre? Le diré que vienen de todas partes, pero casi puras mujeres. Para mí que vienen porque el cura es califa y encima se hace el sordo, así que tienen que acercarse harto para que escuche. Mire la sartalá de viejas copuchentas esperando a la orilla de la pared, todas pintás, ji ji ji...
-Tiene razón, señora, pero no es manera de expresarse así de los fieles.
-Yo tengo chipe libre, mister. Al cura lo pillé culiando y me paga sueldo mensual. Gano doscientas lucas. ¿Me invita a una chela?
-Qué se ha imaginado, señora. ¿No se da cuenta de que estamos en la iglesia?
-Bah, ¿y qué?
-¿Qué hace usted aquí? ¿Qué labor desempeña?
-¿Que no me ve? Barro, paso el plumero, vigilo lo que haiga que vigilar, cambio las velas. ¿Y qué le tengo que andar dando explicaciones? Ya po, no sea malito, invíteme a una chela, ¿no ve que a eso de las doce la lengua parece que fuera de zapato?
El sacerdote ya había comenzado. Las mujeres se arrodillaban delante de él y le hablaban al oído. El religioso asentía y al inclinar su rostro sacaba a relucir su enorme papada rojiza y brillante, recién afeitada. De vez en cuando brotaba una lágrima, se oía un suspiro. El cura entonces apoyaba la mano en el hombro de la sufrida pecadora, la consolaba con ternura. Defraudado de una escena que sentí ajena a mi persona, intuyendo las palabras que me dirigiría el sacerdote cuando llegara mi turno, me salí de mi puesto, que ya no era el último, y enfilé hacia la salida. Entonces me pareció reconocer a Carlos J. Veloso. Caminaba con paso cansino en dirección a la escalera de caracol que conectaba el primer piso con el espacio destinado al coro y al órgano; sus zapatos producían ese ruido molesto del desplazamiento de la planta de goma en la baldosa. Era notable el parecido, no podía ser otro hombre. Aún así me sobrecogió la mella que escasos meses habían provocado en su figura. Estaba sumamente encorvado; siendo delgado lucía barriga y su pelo raleaba, emblanquecido. Se desplazaba con dificultad, lo que desde luego atribuí no tanto a su desmedrada condición como al peso de las carpetas que apenas podía afirmar con sus manos, unidas por debajo. La auxiliar impertinente se cruzó con él pero ni siquiera lo miró; entró con la escoba y el plumero a una sala lateral y desapareció.
Veloso comenzó a ascender por la escalera; lo seguí sin que se diera cuenta, lo que no me resultó nada difícil. Yo iba unos cinco escalones más abajo. Cuando depositó las carpetas sobre una mesa al costado del órgano, resoplando, le hablé.
-Qué tal, amigo Veloso, ¿me recuerda?
Me miró de reojo. Pocas veces he visto a un hombre tan cansado. Al mismo tiempo me sorprendió que se acordara de inmediato de mí, al contrario de lo ocurrido en nuestro último encuentro.
-Ah, sí, es usted.
-Veo que sigue en lo mismo. Pero le confieso que nunca pude dar con su local. Fui un montón de veces al barrio y no lo pude ubicar.
-Leí su historia -me dijo, y mi vanidad me traicionó en el acto, aunque cuando abrí la boca me di cuenta de que sus palabras llevaban implícito el tono de la advertencia.
-¿Le gustó?
-No estaba mal escrita... pero hubo equivocaciones... usted no entendió del todo o yo no me supe explicar... y eso me... culpa mía... culpa mía... eso me ocasionó problemas...
Llenaba cada interrupción con una profunda bocanada de aire. Le pregunté si padecía de asma, desviando la atención, rehuyendo el grado de responsabilidad que me pudiese corresponder en esos problemas presuntamente originados por mi nota. Veloso pareció no escucharme.
-Me llamaron... no me retaron, pero me previnieron... culpa mía... esto es bastante secreto... esa vez no se lo dije... debí decirle...
-¿Tuvo que cerrar?
-No, estamos donde siempre, pero ya no atendemos público... no era necesario... tiempo perdido... nadie iba... ni a ofrecer ni a pedir...
-¿Y cómo... entonces? -mi paréntesis no obedecía al asma. Deseaba no alterar su ánimo con una palabra inapropiada. Ya que la conversación comenzaba a fluir juzgué mejor dejar trunca la frase.
-Pero no importa -continuó- no se preocupe... estas cosas son así... ¿se sirve? Son de menta.
Sacó una pastilla para él, se la echó a la boca y me ofreció del cartucho arrugado. Estaban vencidas; mi paladar no se recubrió de un aroma a menta, sino más bien de un sabor amargo. Veloso aspiró todo el aire que pudo, volvió a cargarse de carpetas y caminó hacia un rincón.
-Si me disculpa... -anunció.
Había una pequeña puerta entreabierta, que yo no había visto, de una altura tal vez de un metro, o poco menos. La abrió con el pie y se metió adentro con extrema dificultad; por un momento temí que se cayera y desparramara su valioso tesoro. Lo seguí hasta que sin aviso la puerta se cerró en mis narices.
Me hallaba en una encrucijada. Se me antojó que volver a la calle en ese momento clave habría sido una actitud cobarde; penetrar a un espacio privado, un acto de arrojo extraño a mi historial de vida. Luego de pensarlo un par de minutos -y de darle tiempo a Veloso para que se alejara- elegí lo segundo.
La puerta se abrió con facilidad; me sumergí en una boca de lobo, como se dice. Adentro olía a polvo, moho y encierro; me pareció oír la carrera sigilosa de un roedor, pero no le presté atención al ruido; mis sentidos se concentraban en no tropezar con los objetos que interrumpían el paso -por abajo algo así como listones y pedazos sueltos de madera; a media altura mesas o mesones, creo que una enceradora, también una lavadora, una radioelectrola, en suma, cachureos especiales para un desván; y arriba, lámparas que colgaban como si se tratara precisamente de una tienda de lámparas-. Di al fin con una baranda, la baranda de una escalera. Subí diez, veinte, ciento veinte escalones; bajé otros tantos, volví a subir, doblé a la izquierda en ángulo recto, bajé luego por la derecha. La escalera se angostaba y se ensanchaba; llegué a pensar incluso que se bifurcaba, mas, avanzado un trecho, no me atreví a desandar lo andado para comprobarlo. Ya que me encontraba en ese trance debía continuar hasta dar con una salida que lo aclarara todo. Veloso, todo rastro suyo, se había esfumado. Para mí, en ese momento, el mundo era una tiniebla, la oscuridad antes del caos.
No sé cuánto tiempo estuve allí; dudo incluso si alguna vez estuve, dudo de todo lo que sucedió luego de esa pastilla de menta que me dio a saborear Carlos J. Veloso. El anodino distribuidor de almas parece tener más recursos de los que le asignó mi estrecha mente reporteril. Es más, si todo esto no fuese más que una afiebrada fantasía originada en un dulce envenenado, si esta historia que me tocó conocer y reportear no fuese otra cosa que una alegoría de la estupidez colectiva, le concedo al personaje el mérito de haber dedicado buena parte de su existencia -parto por creer en el contenido de esa cinta grabada- a una contienda perdida de antemano.
Llegando a mi hogar le conté el final de la historia a mi mujer, pero admito con embarazo que ella apenas me escuchó, cansada como estaba luego de su día de bingo.
-Traigo noticias.
-¿Sí?
-Al fin di con Veloso.
-Ah.
-¿Te acuerdas de Veloso?
-No.
-El distribuidor de almas.
-Algo me acuerdo...
-Lo vi en la iglesia.
-¿En una iglesia?
-En una iglesia de Teatinos.
-¿Y qué estaba haciendo en una iglesia? ¿Distribuyendo almas?
-Llevaba sus carpetas. Subió al segundo piso, lo seguí, me ofreció un dulce...
-¿Es de los que ofrecen dulces?
-No... sí... no... déjame continuar.
-Continúa.
-Me cortas la inspiración.
-Sigue, te escucho.
-Lo seguí, me ofreció un dulce, entró a una pieza oscura, lo seguí, se me perdió y ¿sabes dónde lo volví a encontrar después de una eternidad?
-No.
-En una oficina de la iglesia.
-¿Y qué?
-Le entregaba las carpetas a una auxiliar, una vieja semianalfabeta que estaba sentada detrás de la mesa. La vieja decía esta sí, esta no, esta no, esta sí, esta no. Veloso miraba al suelo, de pie, avergonzado. La vieja ni siquiera le ofreció asiento.
-¿Y qué hacía la mujer con las carpetas?
-Las que le servían las metía a una caja de cartón, las otras las tiraba al suelo. El pobre hombre tuvo que agacharse a recogerlas y devolverse con ellas, quizás dónde.
-¿Quieres comer algo? Hay pollo asado en el horno. Sírvete.
-No te interesa lo que te estoy contando.
-Sí, es que estoy cansada.
-¿Cómo te fue en el bingo?
-Bien, pero no terminaba nunca.
-¿Tú no vas a comer?
-Ya comí.
A menudo ocurre que las crónicas que publico evolucionan, pero solo ante mi vista; para el lector pertenecen a ese cementerio coleccionable al que va a dar la palabra escrita. No es posible crear una crónica perfecta, redonda, completa, como sí sucede con el universo que refleja una obra literaria. En el ejercicio del periodismo, el pacto de sangre que se establece entre el autor y su personaje real excede los límites de la ficción. Ni siquiera la eventual muerte del entrevistado es capaz de ponerle el punto final a su historia; me temo que mi propia muerte sí. Expongo lo anterior sin ánimo didáctico sino a propósito del esquivo e inefable Carlos J. Veloso y a raíz de que hoy cayó en mis manos un investigador de fenómenos paranormales, seudorreligiosos y satánicos, Juan Domingo Bravo. Lo entrevisté, hablamos de su especialidad y me reveló las verdades freaks que el anzuelo afiebrado de mi mente gusta de atrapar, quedando así inscrito en el borrador correspondiente de su candidatura a la inmortalidad. Tras la entrevista, apagada la grabadora, se me vino a la mente esa extraña frase que escuché del cura que me confesó, "los locos de Teatinos". Se la comenté para hacer tiempo mientras me venía a recoger el radiotaxi. Bravo los conocía perfectamente, o parecía ubicarlos.
"Has oído hablar, me imagino, del CCC, el Código Conservador Católico", me inquirió, con la pipa en la boca.
"La Confabulación Conservadora de Chile", le comenté, dándomelas de listo al usar la deformación que las redes sociales hacen de la sigla.
-No te rías -me interrumpió-. Esto es algo serio. ¿Fuiste por casualidad a la Capilla de las ánimas de Teatinos con San Pablo?
Le dije que sí.
-Ya me parecía. No te asustes, pero puede que estés quemado. Cuéntame cómo fue eso.
Le hablé de Carlos J. Veloso, le relaté lo que recordaba.
Bravo me tranquilizó; según su análisis no alcancé a dar el último paso, vaya uno a saber a qué se refería, no quise ahondar en el tema. Sin embargo él mismo, apasionado por ese tipo de historias, me brindó sus conjeturas.
De acuerdo con su modo de ordenar las cosas, en aquella iglesia se aloja la médula, el centro de operaciones del CCC, y su fuerza reside justamente en la mofa o el descrédito que las fuerzas progresistas hacen de la organización. "Se burlan hasta con un dejo de lástima de ella y la suponen fuera de época y como tal, inofensiva", opinó con una seguridad abismante, nunca abandonando la pipa de sus dientes.
"Tú has estado adentro y sospechas que las cosas ya no son como creías, Lamordes. El CCC da la lucha; Carlos J. Veloso es su peón y alguien de esa iglesia, su jefe. Me queda claro, según tu relato, que Veloso recolecta las almas conservadoras que aún perviven en Chile y las inyecta, por decirlo así, en los cuerpos que van naciendo, no en todos, cada vez en menos, debido al desequilibrio de fuerzas; mas no hay otro modo de dar la batalla. Quizás descubriste en medio de esa oscuridad que alguna vez llegará el día en que por arte de magia la balanza se inclinará y para el CCC comenzarán a vivirse tiempos mejores. Mientras, no les queda otra solución que recolectar e inyectar. Es un asunto de traspaso, de una transferencia cuya sustancia corre el riesgo de irse apagando con los años, es un asunto de almas abrumadas por el peso de la masa, a las que les cuesta mantener sus principios, dejando una incierta herencia que el raciocinio de tu Carlos J. Veloso no siempre dictamina a favor de la organización, llegado el momento".
Le pregunté si no podría ser que hubiese almas pasadas de moda y almas de avanzada, lo que echaría por tierra la hipótesis del CCC.
-Ideas e ideologías añejas siempre han existido, amigo mío, y son aquellas que van siendo cubiertas por el manto renovador, el cual, sin ir más lejos, inflama hoy a buena parte del alma de los chilenos y los conduce ciegamente hacia un destino incierto. Una cosa, sin embargo, es el tono con que una sociedad asume su presente; esto es, la suma de pensamientos individuales que se arremolinan en torno a un núcleo pleno de energía que desplaza al anterior; otra es fusionarlo con algo tan complejo, debatible y probablemente inexistente como el alma. No obstante, en este espacio inexpugnable me cabe la certeza de que tu Carlos J. Veloso combate en favor de las costumbres pasadas de moda y por consiguiente, en favor del Código Conservador Católico, de las viejas almas, de aquellas que se apegan a los antiguos valores, que no por ser antiguos se hallan obsoletos y no por estar pasadas de moda han perdido su vigencia. A Carlos J. Veloso se le ha encomendado la penosa misión de salvar las ruinas que los hombres del mundo pisotean como chiquillos juguetones, sin tomar en cuenta de que viven sobre ellas. Me temo, sin embargo, que Carlos J. Veloso, nuestro Carlos J. Veloso, ha debido de ser un revolucionario extremista para quienes distribuyeron almas antes que él. Me imagino que esas almas en pena hoy se revuelven en sus tumbas, renegando de aquel a quien entregaron la posta, lo que me lleva a plantear tres grandes preguntas: ¿Quiénes fueron antes que Veloso? ¿Qué organismo, qué secreta institución le inyectó el alma a la sangre que corre por tus venas y las mías? ¿O acaso guardas la ilusoria esperanza de que tus pensamientos nacen de ti mismo?
Lo miré perplejo, sin atinar a responder.
-Son las preguntas que no me has hecho, y que yo no sabría responder.