Le he preguntado repetidas veces qué le atrae, o le molesta, de la escena, y no sabe explicarlo con palabras, aunque sus gestos revelan incomodidad, nerviosismo, cierta sudoración. Le pido que me describa nuevamente al personaje y se le sale el calificativo de "pelado gordito".
-¿Es esa la razón de su intranquilidad? -le pregunto.
No dice nada.
-Por favor, trate de contarme de nuevo la historia y veremos qué se puede hacer.
Guarda silencio y comienza:
-Eran cerca de las cuatro de la tarde, en las inmediaciones de la Estación Central. El hombre que de pronto comenzó a destacar entre la demás gente que llenaba a esa hora el sector no lo hizo por su apariencia...
-Me acaba de decir que era un pelado gordito.
-Pero eso no quiere decir mucho.
-Mas, a usted le ha llamado la atención.
-No eso, sino su actitud.
-Entonces no es importante que sea un pelado gordito.
-Es insólito que lo sea, así lo veo yo.
-¿Qué es lo insólito?
-Que un hombre como ese adopte esa actitud.
-No le veo lo raro. Conozco varios pelados gorditos que son homosexuales.
-Es que este pelado gordito no tiene la pinta de ser un maricón. Pero se está comportando como si lo fuera.
-¿Me quiere decir por qué? Usted ni siquiera le ha visto la cara. Él siempre le ha dado la espalda.
-Yo creo que me estoy equivocando de nuevo. Ahora que lo pienso mejor, tal vez sea su vestimenta lo que no concuerde con la escena.
-Me ha dicho que viste igual que todos.
-Esa es la cuestión. Viste una camisa de franela arremangada, a cuadros azules y blancos, y unos pantalones negros bien afirmados a la cintura, que acentúan su culo gordo.
-¿Hace ostentación de...?
-Ninguna.
-¿Es totalmente calvo?
-Tiene cabellos sobre las sienes y en la base de la nuca. Yo lo describiría como un hombre de campo. Un hombre del campo que ha venido a la ciudad. No lo sé; estoy dudando nuevamente. No lleva maleta, no lleva nada. Sólo camina en dirección contraria a la mía.
-¿A cuánta distancia se encuentra usted de él?
-Creo que a unos 20 metros. Quizás 30...
-De lo que me ha relatado, no hay nada que haga pensar que ese hombre es maricón.
-Eso es justamente lo que me ha traído hasta aquí. Quiero saber por qué me ha chocado tanto la escena.
-¿Por qué usted afirma que el pelado gordito es maricón?
-Al caminar ha dado una especie de salto infantil, nada relevante, pero no es normal que la gente ande a saltitos. Han sido dos o tres, y más que saltitos, yo los calificaría de ondulaciones de su cuerpo, movimientos para llamar la atención.
-¿Lo logra?
-Al principio no, pero luego de un momento la gente comienza a mirarlo con extrañeza. Yo mismo fijo mi vista en él. No es miedo ni rechazo. Es la rareza que da ver a alguien haciendo algo inusual.
-Tantas veces que vemos locos. Hablan solos, hacen gestos extraños, amenazan a interlocutores invisibles...
-¿Me entiende? Uno mira a esos locos al principio con sorpresa, pero enseguida entiende la situación y los deja actuar.
-Y seguimos cada cual nuestro camino...
-Exacto. Y ya que usted lo ha dicho, y se lo agradezco, pudo haber sido un loco, no un maricón.
-Existen los locos homosexuales, por si no lo sabía.
-No lo había pensado. Este pudo ser el caso.
-Me imagino que dice que pudo ser un loco debido a los saltitos.
-Sí, creo que sí, aunque no lo parezca. Pero... ¿sabe lo que me tortura? Ahora creo estar viendo mejor...
-¿Qué?
-Es una sensación como de asco, al ver que alguien se está ofreciendo públicamente.
-¿Cómo sabe que se está ofreciendo?
-Porque lo sé.
-Hay mujeres que se ofrecen todas las noches en las calles.
-Es su oficio. No se siente asco de ellas.
-Pero sí del pelado gordito.
-Porque no cuadra. Un hombre así no puede andar ofreciéndose, a la vista de medio mundo. Un hombre así debe guardar la compostura. Por último, si tiene una necesidad, hay formas y formas de llevarlas a cabo.
-Lo que me quiere decir, advierto, es que hay conductas para la publicidad y otras para la privacidad.
-¿Me entiende? No está permitido que hagamos todo lo que deseamos hacer, pero sí se nos permite hacerlo entre cuatro paredes, guardando las apariencias.
-Lo que a usted parece molestarle tanto es que él no guarde las apariencias.
-¡Se ofrece a los hombres a vista y paciencia! Eso es algo que no había visto nunca.
-No ha caminado usted por calles tortuosas por las noches.
-Si lo hiciera, no me llamaría la atención encontrarme con una escena así. Esperaría ver algo parecido.
-Le molesta que la gente desnude su alma en situaciones inadecuadas.
-Me molesta la falta de respeto al pudor ajeno.
-¿Le molesta que el pelado gordito haya expresado sus más oscuros deseos?
-Sí.
-¿Son esos sus propios deseos?
-¡Por favor! No lo creo. No puede desear uno algo que le provoque repugnancia.
-Se asombraría si supiera la cantidad de pacientes que acuden a verme por esa causa.
-Yo sé lo que pienso y lo que siento. No puedo adivinar lo que no siento. Muchas veces he pensado que ustedes ansían convencernos de asuntos sobre los que no estamos en absoluto de acuerdo. Influenciados por oscuras teorías nos transforman en objetos de estudio para demostrar supuestas verdades.
-Yo busco ayudarlo. No siempre las cosas suceden como usted dice. Me atrevería a asegurar que la gente no sabe lo que piensa y no sabe lo que siente. Usted mismo se encuentra agitado, sin conocer la razón. Yo intento guiarlo, para que usted halle el camino. Pero me temo que por esta vez el camino se ha extraviado y tendremos que recomenzar su búsqueda en la próxima sesión.
-No puedo irme aún. Debo terminar de contarle la historia. Si no lo hago saldré de aquí profundamente insatisfecho.
-Le daré cinco minutos más. Hay más pacientes que esperan.
-Está bien. Se lo agradezco.
-Termine. El pelado gordito se ofrece a vista y paciencia...
-Hay una sensación de protesta y de rechazo en el ambiente. Se arma un pequeño alboroto y alguien intenta llamar a los Carabineros. El pelado gordito se empieza a bajar los pantalones y de la multitud surge un hombre que lo sigue. Viste un chaquetón raído de cotelé color ladrillo y está mal afeitado. Es a todas luces un hombre de ademanes vulgares, lo demuestran sus manos grasientas. Pertenece a esa clase necesitada que toma al vuelo lo que se le ofrece. De la esquina opuesta aparece un grupo de carabineros seguido por un uniformado a caballo. Se dirigen velozmente al lugar de los hechos, detrás de un buzón de Correos, donde la pareja está a punto de consumar la cópula. Cuando llegan, el hombre del chaquetón está arrodillado detrás del pelado gordito y se muerde la uña del pulgar izquierdo, con los ojos cerrados.
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
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viernes, junio 10, 2011
jueves, junio 02, 2011
La muerte del bombero
En el centro el comentario obligado era la muerte del bombero. Todos hablaban de ello; muy pocos lo vieron morir. Un muchacho joven participaba en una maniobra nocturna en el Liceo de Niñas cuando perdió el equilibrio y cayó al vacío. Las mujeres lo describían con piedad no exenta de detalles escabrosos. Mi madre las escuchaba, agregaba su comentario y yo miraba desde abajo. Ciertas voces lo identificaban por su pelo rojizo, pero otras decían que era rubio y otras, negro azabache.
El voluntario atravesaba un puente hecho con una escalera. Ante sus ojos tenía la Catedral con sus dos torres. Detrás, la cornisa del liceo. Abajo, la multitud expectante y los focos que le daban un aire cinematográfico a la escena.
El muchacho no estaba hecho para ser bombero. Sus manos no se apretaban como garras a lo que fuera. Sus sentidos solían extraviarse hacia cualquier cosa que llamara la atención. Su corazón palpitaba demasiado velozmente ante el vértigo de la altura. Su sed de futuro era incapaz de calcular el valor del presente.
Perdió el equilibrio y se vino abajo y lo recibió el pavimento de la calle, pobrecito, decían las mujeres y luego venía el tema del funeral, también de noche, y yo me imaginaba a todos los bomberos vestidos de rojo entrando al camposanto alumbrados con antorchas, mientras el carrobomba ululaba en la calle, como hace el perro cuando echa de menos a su amo.
Por esos días, junio de 1957, en todo Rancagua se respiraba incertidumbre. La muerte había calado hondo entre las vecinas y los hombres perdían la seguridad en sí mismos. Aún quedaban rastros de sangre en la Plaza de los Héroes, epicentro de la tragedia, que las máquinas no habían podido borrar. Muchos escogían vías alternativas en sus viajes al centro, aunque los más torcían su destino con el expreso propósito de acercarse a una historia de la que no pudieron ser testigos. El mártir era una mancha que ofrecía su enseñanza desde el suelo, puesto que no había sabido hacerlo desde las alturas.
El voluntario atravesaba un puente hecho con una escalera. Ante sus ojos tenía la Catedral con sus dos torres. Detrás, la cornisa del liceo. Abajo, la multitud expectante y los focos que le daban un aire cinematográfico a la escena.
El muchacho no estaba hecho para ser bombero. Sus manos no se apretaban como garras a lo que fuera. Sus sentidos solían extraviarse hacia cualquier cosa que llamara la atención. Su corazón palpitaba demasiado velozmente ante el vértigo de la altura. Su sed de futuro era incapaz de calcular el valor del presente.
Perdió el equilibrio y se vino abajo y lo recibió el pavimento de la calle, pobrecito, decían las mujeres y luego venía el tema del funeral, también de noche, y yo me imaginaba a todos los bomberos vestidos de rojo entrando al camposanto alumbrados con antorchas, mientras el carrobomba ululaba en la calle, como hace el perro cuando echa de menos a su amo.
Por esos días, junio de 1957, en todo Rancagua se respiraba incertidumbre. La muerte había calado hondo entre las vecinas y los hombres perdían la seguridad en sí mismos. Aún quedaban rastros de sangre en la Plaza de los Héroes, epicentro de la tragedia, que las máquinas no habían podido borrar. Muchos escogían vías alternativas en sus viajes al centro, aunque los más torcían su destino con el expreso propósito de acercarse a una historia de la que no pudieron ser testigos. El mártir era una mancha que ofrecía su enseñanza desde el suelo, puesto que no había sabido hacerlo desde las alturas.
lunes, mayo 30, 2011
Canasta
Al atardecer, acabada la once, despejábamos la mesa y sacábamos el naipe inglés. No era algo de todos los días, sino de contadas ocasiones. Hoy lo recuerdo como un regalo interesado que nos ofrecía el destino para esa tarde, tan mezquino que lo dejaba inmediatamente anotado en su cuenta. Los ingredientes se unían como por arte de magia: ánimo sereno y optimista, ningún panorama por delante, gas en la estufa, ausencia de tareas y de pruebas para el día siguiente, y mi padre en casa.
Sabida era la buena disposición de mi madre para todo tipo de asuntos; cuando a ésta se le unía la de mi padre podíamos cantar victoria.
Disponíanse las parejas al azar, pero de forma dirigida, como en el fútbol, de tal modo que un chico fuera pareja de un grande. Mi papá ponía un long play y nos sentábamos a jugar. El disco podía ser "Carrera de éxitos número 1", "Carrera de éxitos número 2", "Las cinco monedas", "Concierto en ritmo" o todos juntos. No pecaría de mentiroso si denominara ahora mismo a esos discos como el canto del cisne. Correspondían, al menos en mi pueblo, a la última música que el mundo destinó a los adultos, y que por esos días le ganaba aún los espacios en la radio a la Nueva Ola. No mucho después Bert Kaempfert y compañía se cayeron a pedazos y sus vinilos fueron destinados a los rincones de las disquerías, reemplazados por Los Beatles y su propuesta que lo desorganizó todo, pues fue tomada en serio, al contrario del rock de Elvis Presley y Bill Halley, anterior, de fines de los cincuenta, mal definido como una barrabasada de coléricos y calcetineras, ruidosa advertencia de unos nuevos tiempos que nunca habrían de llegar, tan seguros se sentían los mayores de su poderío.
De modo que esa tarde los discos iban cayendo al plato uno a uno, y así llegaba la noche.
Sobre la mesa no había nada más que los naipes, una hoja y un lápiz. En esos tiempos no se usaba el picoteo. No se conocían la pichanga, los quesos en sus diversas variedades, las galletitas, el jamón, el salame, las papas fritas, las aceitunas, el paté, las rodajas de pan integral. Eso era propio de ricos, una ofensa a la austeridad de la clase media. Si había un momento para el cóctel, éste correspondía al día domingo, antes del almuerzo, una vez al mes. En esas ocasiones mi papá preparaba su famoso trago Serma, bautizado así en honor a su propio nombre y apellido. Era una variante del trago Mave, patentado por el tío Mario, cuyo apellido era Venegas. Mi papá lo hacía con Americano Gancia mezclado con clara de huevo, jugo de naranja y un agregado especial que le daba un sabor diferente, riquísimo, inolvidable. Lo tomábamos alrededor de la mesa de centro, acompañado de un paquete de papas fritas. La palabra delicatessen aún no había llegado a Rancagua. Por ejemplo, la once consistía en una taza de Milo con leche, pan con mantequilla y dulce de membrillo. De modo que al momento de jugar a la canasta la mesa estaba limpia y así el juego se tornaba más apasionado.
Durante el transcurso de la tarde se iban visualizando y al final, exagerando, las diferencias de caracteres. Si mi hermano o yo hablábamos, mi madre nos recordaba que el naipe lo habían inventado los mudos. Si hablaba mi mamá, mi papá la hacía callar de un grito que dejaba temblando las paredes. Si nos daba por bromear repetía su grito aun más fuerte, haciéndonos comprender que estábamos acometiendo una tarea severa y formal.
El Vitorio era ambicioso y decidido. Le gustaba ganar siempre y por eso, apenas se le presentaba la oportunidad, se robaba los pozos, aunque fuesen mínimos, apenas ocho a diez cartas recién acumuladas. Armaba canastas limpias y sucias sin distinción. Todo era bueno para él, porque iba sumando. En esas ocasiones nos contagiaba con su estilo y los juegos resultaban livianos, rápidos y agradables.
Pero si el pozo se iba acumulando crecía la ansiedad en los cuatro jugadores, como sucede al aproximarse uno a la esquina que supuestamente esconde al bandido. El simple hecho de robar y botar nos paralizaba el corazón y cualquier transeúnte que hubiese levantado la cabeza para mirar la escena por la ventana se habría topado con un cuarteto del terror. Cada carta abierta que se arrojaba a la mesa equivalía a una bomba de tiempo que aumentaba la altura del pozo. Sólo perdía su poder cuando el jugador la despreciaba, para preferir la misteriosa, la tapada, la que disminuía el mazo. ¿Era la que necesitaba para bajarse y hacer suyo el pozo? ¿No? Decepción de uno, alivio de tres y nuevamente el alma en un hilo, al momento de botar, seguir engrosando el mazo y esperar la reacción del próximo jugador.
Mi mamá era expresiva y alegre, tenía esa capacidad de sorprenderse de todo, y cuando la suerte le sonreía anunciaba su triunfo a viva voz, lo que presagiaba tormenta. Mi padre estallaba en cólera y a menudo las cartas volando por el comedor daban por terminada la sesión de un zuácate. Por eso yo tenía la costumbre de ganar sin gran ostentación, si era su contrario, y de no cometer errores infantiles si me tocaba por pareja.
Cuando la fortuna premiaba a mi papá, se le atragantaba la voz y casi no podía articular palabra por los nervios. Prácticamente se olvidaba del mundo con las decenas de cartas que le habían llegado del cielo, y al exhibir su espacio en la mesa repleto de canastas limpias, canastas por armar y una que otra canasta sucia se reía solo, con la vista fija en el tesoro. Luego, apenas acabado ese juego, se deleitaba explicándonos su hazaña. Cómo aguardé con paciencia. La angustia que me vino cuando del otro lado lanzaron una carta que necesitaba. Y esa jugada en que desprecié el pozo, por considerarlo chico. Nosotros lo escuchábamos porque nos gustaba verlo alegre, adorábamos esa alegría infantil que le venía tan de tarde en tarde. Mi madre sonreía a medias, picada.
Si la primera partida culminaba de manera civilizada había un entretiempo en el que nos preparábamos café batido, una moda que en ese tiempo imperaba en Rancagua y que consistía en batir el Nescafé de la tacita con poquísima agua -más de media cucharada y menos de tres cuartos- cantidad precisa que hacía surgir una densa mezcla blanquecina que al momento del relleno quedaba convertida en sabrosa espuma. Con las cuatro tacitas en la mesa iniciábamos una nueva canasta y así se nos iba el día, hasta que el reloj daba las diez y terminaba el juego. Separábamos el naipe en dos, echábamos cada mazo en su correspondiente envase y las cartas desaparecían dentro del cajón del escritorio. Las luces se apagaban, mis padres se iban a acostar a su cama de plaza y media, nosotros a nuestro dormitorio y por lo general un rosario de pedos de mi padre, acompañado de la inútil protesta de mi madre, le corrían la cortina al día.
Sabida era la buena disposición de mi madre para todo tipo de asuntos; cuando a ésta se le unía la de mi padre podíamos cantar victoria.
Disponíanse las parejas al azar, pero de forma dirigida, como en el fútbol, de tal modo que un chico fuera pareja de un grande. Mi papá ponía un long play y nos sentábamos a jugar. El disco podía ser "Carrera de éxitos número 1", "Carrera de éxitos número 2", "Las cinco monedas", "Concierto en ritmo" o todos juntos. No pecaría de mentiroso si denominara ahora mismo a esos discos como el canto del cisne. Correspondían, al menos en mi pueblo, a la última música que el mundo destinó a los adultos, y que por esos días le ganaba aún los espacios en la radio a la Nueva Ola. No mucho después Bert Kaempfert y compañía se cayeron a pedazos y sus vinilos fueron destinados a los rincones de las disquerías, reemplazados por Los Beatles y su propuesta que lo desorganizó todo, pues fue tomada en serio, al contrario del rock de Elvis Presley y Bill Halley, anterior, de fines de los cincuenta, mal definido como una barrabasada de coléricos y calcetineras, ruidosa advertencia de unos nuevos tiempos que nunca habrían de llegar, tan seguros se sentían los mayores de su poderío.
De modo que esa tarde los discos iban cayendo al plato uno a uno, y así llegaba la noche.
Sobre la mesa no había nada más que los naipes, una hoja y un lápiz. En esos tiempos no se usaba el picoteo. No se conocían la pichanga, los quesos en sus diversas variedades, las galletitas, el jamón, el salame, las papas fritas, las aceitunas, el paté, las rodajas de pan integral. Eso era propio de ricos, una ofensa a la austeridad de la clase media. Si había un momento para el cóctel, éste correspondía al día domingo, antes del almuerzo, una vez al mes. En esas ocasiones mi papá preparaba su famoso trago Serma, bautizado así en honor a su propio nombre y apellido. Era una variante del trago Mave, patentado por el tío Mario, cuyo apellido era Venegas. Mi papá lo hacía con Americano Gancia mezclado con clara de huevo, jugo de naranja y un agregado especial que le daba un sabor diferente, riquísimo, inolvidable. Lo tomábamos alrededor de la mesa de centro, acompañado de un paquete de papas fritas. La palabra delicatessen aún no había llegado a Rancagua. Por ejemplo, la once consistía en una taza de Milo con leche, pan con mantequilla y dulce de membrillo. De modo que al momento de jugar a la canasta la mesa estaba limpia y así el juego se tornaba más apasionado.
Durante el transcurso de la tarde se iban visualizando y al final, exagerando, las diferencias de caracteres. Si mi hermano o yo hablábamos, mi madre nos recordaba que el naipe lo habían inventado los mudos. Si hablaba mi mamá, mi papá la hacía callar de un grito que dejaba temblando las paredes. Si nos daba por bromear repetía su grito aun más fuerte, haciéndonos comprender que estábamos acometiendo una tarea severa y formal.
El Vitorio era ambicioso y decidido. Le gustaba ganar siempre y por eso, apenas se le presentaba la oportunidad, se robaba los pozos, aunque fuesen mínimos, apenas ocho a diez cartas recién acumuladas. Armaba canastas limpias y sucias sin distinción. Todo era bueno para él, porque iba sumando. En esas ocasiones nos contagiaba con su estilo y los juegos resultaban livianos, rápidos y agradables.
Pero si el pozo se iba acumulando crecía la ansiedad en los cuatro jugadores, como sucede al aproximarse uno a la esquina que supuestamente esconde al bandido. El simple hecho de robar y botar nos paralizaba el corazón y cualquier transeúnte que hubiese levantado la cabeza para mirar la escena por la ventana se habría topado con un cuarteto del terror. Cada carta abierta que se arrojaba a la mesa equivalía a una bomba de tiempo que aumentaba la altura del pozo. Sólo perdía su poder cuando el jugador la despreciaba, para preferir la misteriosa, la tapada, la que disminuía el mazo. ¿Era la que necesitaba para bajarse y hacer suyo el pozo? ¿No? Decepción de uno, alivio de tres y nuevamente el alma en un hilo, al momento de botar, seguir engrosando el mazo y esperar la reacción del próximo jugador.
Mi mamá era expresiva y alegre, tenía esa capacidad de sorprenderse de todo, y cuando la suerte le sonreía anunciaba su triunfo a viva voz, lo que presagiaba tormenta. Mi padre estallaba en cólera y a menudo las cartas volando por el comedor daban por terminada la sesión de un zuácate. Por eso yo tenía la costumbre de ganar sin gran ostentación, si era su contrario, y de no cometer errores infantiles si me tocaba por pareja.
Cuando la fortuna premiaba a mi papá, se le atragantaba la voz y casi no podía articular palabra por los nervios. Prácticamente se olvidaba del mundo con las decenas de cartas que le habían llegado del cielo, y al exhibir su espacio en la mesa repleto de canastas limpias, canastas por armar y una que otra canasta sucia se reía solo, con la vista fija en el tesoro. Luego, apenas acabado ese juego, se deleitaba explicándonos su hazaña. Cómo aguardé con paciencia. La angustia que me vino cuando del otro lado lanzaron una carta que necesitaba. Y esa jugada en que desprecié el pozo, por considerarlo chico. Nosotros lo escuchábamos porque nos gustaba verlo alegre, adorábamos esa alegría infantil que le venía tan de tarde en tarde. Mi madre sonreía a medias, picada.
Si la primera partida culminaba de manera civilizada había un entretiempo en el que nos preparábamos café batido, una moda que en ese tiempo imperaba en Rancagua y que consistía en batir el Nescafé de la tacita con poquísima agua -más de media cucharada y menos de tres cuartos- cantidad precisa que hacía surgir una densa mezcla blanquecina que al momento del relleno quedaba convertida en sabrosa espuma. Con las cuatro tacitas en la mesa iniciábamos una nueva canasta y así se nos iba el día, hasta que el reloj daba las diez y terminaba el juego. Separábamos el naipe en dos, echábamos cada mazo en su correspondiente envase y las cartas desaparecían dentro del cajón del escritorio. Las luces se apagaban, mis padres se iban a acostar a su cama de plaza y media, nosotros a nuestro dormitorio y por lo general un rosario de pedos de mi padre, acompañado de la inútil protesta de mi madre, le corrían la cortina al día.
viernes, mayo 13, 2011
Copenhague
El telescopio y las sondas espaciales ya han dado buenas pruebas de que pueden robarle sus secretos al mundo desconocido. Desde la inmensidad del espacio se les ofrece a sus lentes una difusa esfera ensuciada por un sinfín de partículas cósmicas. Al aguzarse la observación surgen las nubes y los ciclones, las montañas, las torres y las amplias avenidas. Van apareciendo entonces los detalles, inesperados maceteros en ventanas melancólicas, mujeres con otras vestimentas, el piso plagado de desechos. Finalmente los instrumentos logran penetrar en la vida subterránea: las cloacas fluyen hacia el río que lleva sus aguas asquerosas a la mar. Los científicos tienen el deber de entregar la información, pero usualmente se la callan y la archivan en depósitos sellados. Del nuevo mundo se exhibe a la comunidad un prospecto idealizado de esperanza.
Bajé a la calle. Estaba en Copenhague, la nubosa Copenhague, plagada de graves reminiscencias. Ante mis ojos se abrió una plataforma de cemento y de silencio y deseé no haber estado solo. Me invadió una intensa angustia, esa que viene de pronto ante el vacío en un viaje de turismo. No conocía a nadie, salvo a mi admirada lectora, pero ella se hallaba tan lejos. Baudelaire no me sirvió de nada. Fue así que me las di de hombre y enfrenté el malestar con un paseo.
Se me figuró que la vida entera era un incesante ciclo de olas que rompen y se recogen, lo digo porque recordé, por experiencias anteriores, que este momento de melancolía inevitablemente habría de dar paso al otro. Nada es para siempre, ni siquiera el desaliento, al que tanto tememos, al punto de creerlo infinito.
Las sensaciones eternas sólo duran instantes.
Hubo quienes nacieron héroes; para ellos no existió el reposo. Lucharon por su pueblo y no tuvieron tiempo de pensar en sí mismos. Esa misión, la de pensar en sí mismos, la de hablar por ellos, se me asignó a mí, mas las críticas hacia mi trabajo arrecian. Los que entienden de estas cosas argumentan que me concentro demasiado en mí mismo, que no aludo a los demás y que hay otras formas de enfrentar los desafíos que impone el arte. Lo sé, no dejan de tener razón en eso, y sin embargo no me arrepiento de enfrentar al monstruo con mis armas. Alguien saldrá beneficiado de mis observaciones, tarde o temprano.
Los santos se entregan, los asesinos matan, los reos hacen volar su imaginación en las cuatro paredes de su celda y los pastores fijan la mirada en las ovejas. Cada cual hace lo suyo, lo que les viene mejor, lo que les nace del misterio del espíritu. No se trata de comparar santos con asesinos, sino de contarles lo que sucedió a continuación, en un abandonado galpón de Copenhague, y luego...
El frío me llevó hacia allá; las nubes, más y más bajas, presagiaban nieve. La edificación había servido para el almacenaje de la carga de las naves y, sospecho, se hallaba en tierra de nadie, a la espera de la remodelación que anunciaba un lienzo colgado en su frontis. No entendí nada lo que éste proclamaba, pero por las imágenes de gente joven leyendo, comiendo y bebiendo, me figuré que el espacio pasaría a ser una biblioteca o un centro gastronómico. Desde adentro, un ser humano sentado en el piso me gritó. No lo había visto, debido a la diferencia entre la escasa luz exterior y la casi completa oscuridad del recinto. Le contesté: "No entiendo su idioma" y corrió a abrazarme. Era chileno. Se llamaba Ismael Baeza y había llegado a Dinamarca huyendo de Pinochet. Ya tendría sus buenos sesenta años, muy mal conservados, se le notaban en las manos partidas y en las arrugas que le atravesaban el rostro en todas direcciones. Su hálito alcohólico delató su forma de vida. No hubiese querido encontrarme con un compatriota, con este tipo de compatriota y creo que con ningún tipo de compatriota. Inevitablemente hay que hacer las veces de altavoz y relatar hechos que no tienen la más mínima importancia para la víctima, cuyo papel desempeñaba yo en esas circunstancias. Sin embargo, le resumí los últimos logros de la selección, las protestas de moda, los escándalos locales y los avances urbanísticos de Santiago y Valparaíso, que era la ciudad que le interesaba, ya que de Quilpué no pude decirle gran cosa.
Estiró el brazo, alcanzó una botella de vodka y me instó a beber. Le di un sorbo, por complacerlo. Admito que la situación me estaba sacando del recogimiento y ya podía vislumbrar la rompiente. Aun así sentí el impulso de ser sensible; esto es, de ponerme en el lugar suyo, de escucharlo y de animarlo a vivir. Baeza se reía de mis palabras, luego descubrí que reía de gozo al rescatar desde el fondo de su cerebro chilenismos que creía olvidados.
Abrió un paquete grasoso y me ofreció arenques; el revuelo del vodka dentro de mi boca le dio un sabor delicioso a los pescados. Comí con ganas. Entonces una voz filuda me estremeció. No contaba con que hubiera alguien más, pero sí lo había. Más bien, la había. Era una chica danesa de unos 24 años, naturalmente rubia. Vestía parka, minifalda y botas y hablaba con ese tono cortante que más se parece al mago haciendo el número de los cuchillos alrededor de una figura humana que a un idioma europeo. Baeza la increpó en danés y de pronto se armó un jaleo descomunal, del que me desligué, corriendo a la salida. Pero afuera ya nevaba intensamente y me vi obligado a mirar la escena desde el portón, no sabiendo en definitiva si irme o volver. Baeza se había bajado los pantalones y la había agarrado, es el verbo correcto, de la cintura. La chica lo rasguñaba hasta que él la sentó en su miembro. De pronto ambos se anudaron y rodaron por el piso, volcando la botella y aplastando unos frascos de remedios, pensé en mi ingenuidad. Tal vez en el fragor de esa sucia pasión él le dijo algo al oído, porque de pronto la rubia me habló en español, con un timbre que reveló su estado mental y emocional. "¡Veing chileno! ¡Veing chileno!", me llamaba, perdiendo abruptamente el interés por su compañero, quien ahora parecía dormir o descansar, tumbado en el piso de cemento. La saludé, crucé la calle y me guarecí en un paradero de tranvía. Subí al primero que pasó y me bajé a unas dos cuadras del hotel. Llegué a duras penas, con los zapatos cubiertos de nieve; los botones corrieron a atenderme. Uno de ellos me llevó al bar y ordenó un vodka. Me lo tomé de un trago, sentado ante la chimenea, sumido en la sensación agradable que despierta un recuerdo desagradable que lo ha hecho a uno revivir. El fuego acariciaba pensamientos constructivos, edificantes, pero al mismo tiempo me anunciaba una nueva ola de recogimiento, como si profetizara que el placer merece un castigo. En el sofá de al lado, dos militares discutían acaloradamente en torno a una botella de whisky. Cada vez que examinaban unos planos surgían palabras de discordia, mas al fin conjeturé que mi impresión se debía al sonido de los vocablos. Tal vez sólo estuviesen dándole la última mirada a unos cuartos de regimiento, no había cómo saberlo. Una mujer que tenía carta libre para operar en este ambiente se me acercó. Al instante el barman le habló desde la barra y ella le pidió algo. Bien pronto tuvimos con nosotros una botella de champaña dentro de una hielera. Le serví y se tomó la copa echándoles el ojo a los militares. Masculló algo escabroso; éstos le concedieron apenas dos segundos y siguieron conversando. Ofendida, les dio la espalda y me apretó el muslo; sentí sus uñas y experimenté una ligera erección. Frotando el pulgar con el índice le pregunté por el valor de su servicio. Sacó un fajo de billetes y los contó delante de mí. Los militares volvieron la vista, hicieron un comentario y prosiguieron su apasionada charla.
Era demasiado dinero. Incliné mi rostro hacia la derecha, como lamentando no tanto lo caro que cobraba sino mi imposibilidad de cubrir aquella cifra. Entonces la bajó bruscamente y subimos a la habitación.
Luego de sucedido todo recordé la escena del galpón y me pareció increíblemente parecida a la que acabábamos de montar. Discurrí un par de estupideces y ella me confesó entonces en un pésimo español que durante las mañanas oficiaba de maestra de lenguas en un colegio para adolescentes. Me recitó de memoria varios versos de poetas latinos y una estrofa de "El poeta y la muerte", de Nicanor Parra.
Ella declamaba, yo repetía:
-Anti morrir tení
-Antes de morir tení
-Qui cham nai güen cach
-Quechame una güena cacha
-Lai puertak abrió dei golp
-La puerta se abrió de golpe
-Yak pas viej cuifuf
-Ya, pasa, vieja cufufa
-Ella k seim pelot
-Ella que se empelota
-Eil viej k selo enchuf
-Y el viejo que se lo enchufa
Le pregunté cómo interpretaba esos versos y me dijo que, por lo que había estudiado en la universidad, se trataba de una historia en que la muerte acosa a un poeta, acudiendo personalmente a su domicilio con el fin de seducirlo. Añadió que primero el poeta se rehúsa y a continuación cede a sus deseos y terminan haciendo el amor.
Me reí a gritos. No había entendido nada. Ella se sintió humillada y me insultó en danés, empequeñeciéndome. Me hizo saber con su lenguaje indescifrable que quien se encontraba en tierra extraña era yo. Es más, dejó claramente establecido que es arriesgado reírse de los daneses en su propio país. Marcó un número en su celular y no pasaron dos minutos antes de que golpearan la puerta. Tal como estaba vestida, con las medias rotas y los calzones sucios, sin sostenes y la falda tirada sobre la cama, así mismo se levantó y abrió. Yo había logrado entrar el baño y desde allí, por la ranura de la puerta, vi a dos agentes de la policía. Los invitó a pasar, pero no entraron. Le hicieron un par de preguntas, anotaron algo y se fueron. Ella los siguió por el pasillo, pero luego se devolvió, cerró la puerta y me llamó. Al momento de pagarle me exigió un monto bastante mayor que el acordado previamente. Contó el dinero sin ganas, se metió a la ducha y se vistió con prendas nuevas que sacó de la cartera. Las usadas las dejó en el tacho de la basura ubicado al costado de la cómoda. Se veía hermosa, con sus labios rojos brillantes. Me miró con dulzura, nos recostamos sobre el lecho, nos besamos y entrelazamos las piernas, sin parar de acariciarnos el cabello. Por primera vez llegó a mis narices la fragancia de su sexo. Luego se levantó y me deseó suerte. "Hasta la vista, chileno", dijo, como si deseara quedarse para siempre conmigo; así lo interpreté, porque al despedirme la apreté con una fuerza algo desmedida, lo que la hizo separarse de mi cuerpo y reír con ganas. Ahora le había tocado el turno a ella pues, con sus palabras filosas, parecía decirme: ¡Quien no entiende nada eres tú, hipócrita!
A la mañana siguiente ingresé al salón donde se ofrecía el seminario sobre turismo ecológico en Groenlandia. Había representantes gubernamentales y de agencias de viaje de toda Europa, Estados Unidos y Japón. Cuando entré exponía una señora del gobierno; usaba lentes y pelo corto, teñido de color cobrizo. Pedí audífonos, pero al momento de entregármelos, el caballero que atendía en la mesa me preguntó mi nombre y revisó una lista, no hallándome. Vino entonces un confuso diálogo en inglés sobre mi inscripción, mi país de residencia, el número de mi tarjeta de crédito. Antes de que el asunto se tornara delicado abandoné la sala, pero el caballero salió a buscarme. Insistía en querer solucionar mi problema. Vestía chaqueta verde y corbata anaranjada. Era extremadamente flaco; le sobresalía la nuez y me pareció que sus patillas excedían el tamaño convencional. Aun así no desentonaba del resto, y con esa sola impresión creo que he dado a entender el tipo de concurrencia que repletaba el salón.
La nieve cubría las angostas calles, los edificios lucían impecables, como recién hechos hace quinientos años, si cabe la figura. Venía hacia mí una multitud con el rostro enrojecido por la rabia. Vociferaban dos o tres conceptos claves; lo intuí porque el sonido era el mismo y se repetía como un mantra. Las construcciones servían de eco y ampliaban el griterío a un nivel fantasmal. Más que nunca pude percibir el silencio que reina en Copenhague; sólo era cosa de desatender la manifestación para darse cuenta: casi se podía oir a las olas lamiendo la roca de La Sirenita. Pasaron marchando, me invitaron a unirme a ellos y pronto se perdieron por una callejuela que llevaba al ayuntamiento.
A las dos de la tarde fui a buscar a mi esposa al aeropuerto. La cubrí de besos, pero venía muy cansada; el viaje agotador le había afectado las piernas y los riñones. En el hotel orinó sangre. Cuando dieron las seis le pedí al taxista que nos llevara a la sala de conciertos, a la función de las 6.30. Dirigía Esa-Pekka Salonen. A la salida caminamos del brazo hasta el hotel, a pesar de la nieve que aún cubría las calles. El cielo estaba despejado y se veía un recorte de luna. Cuando pasamos frente al galpón le conté que allí vivía un chileno y se sorprendió gratamente.
En el bar vi a la mujer. Me hice el desentendido; ella rió amargamente. Mi esposa pidió un jugo de naranja y yo un Martini seco; la mujer ordenó una copa de vino blanco y le dijo al barman, primero en pésimo español y luego en danés, que la cargara a mi cuenta. Pagué sin chistar y al momento de subir a la habitación escuchamos a nuestra espalda un grito como cuchillo de hielo:
-¡Qui cham nai güen cach!
"Está ebria", comentó mi mujer. "En todos los bares del mundo es igual", le hice ver. "Qué idioma más ácido", dijo ella.
En la pieza encendí la TV; mi esposa protestó. No es que deseara sexo, sino que odia ver TV en el dormitorio, siempre ha sido lo mismo.
Seis días después regresamos a Santiago.
Durante el vuelo aproveché de llevar la conversación hacia uno de mis tópicos favoritos, con la facilidad que da el tener al interlocutor prácticamente cautivo en el asiento de la ventana. Ella leía una revista y me respondía con monosílabos, pero de pronto la abandonó de entre las manos, hizo una pausa y admitió estar sintiendo una pequeña debilidad, repito sus palabras, por un compañero de oficina, nada importante. Se me heló la sangre y mi corazón se paralizó por un instante, pero al siguiente se lanzó furiosamente a recuperar el terreno perdido. Por fuera, la presioné con estilo, de modo que no se notara mi ansiedad. Terminó confesándome que precisamente mientras yo paseaba en Copenhague, usó el verbo con resentimiento, se había dejado acariciar. La apreté más; dijo que ese día fue a la oficina con ropa sexy, no sabía por qué lo había hecho, pero a partir de ese punto de la historia, que para mí era verdaderamente el punto de partida, no pude sacarle más detalles, aunque juro que lo intenté. El resto del vuelo casi no hablamos, estaba demasiado ocupado construyendo rompecabezas. Al aterrizar me tomó la mano y me besó en la mejilla. Del compartimiento superior bajamos los regalos de los niños, que nos estaban esperando junto a sus abuelos. Cuando nos vieron agitaron sus manitas, como locos.
Bajé a la calle. Estaba en Copenhague, la nubosa Copenhague, plagada de graves reminiscencias. Ante mis ojos se abrió una plataforma de cemento y de silencio y deseé no haber estado solo. Me invadió una intensa angustia, esa que viene de pronto ante el vacío en un viaje de turismo. No conocía a nadie, salvo a mi admirada lectora, pero ella se hallaba tan lejos. Baudelaire no me sirvió de nada. Fue así que me las di de hombre y enfrenté el malestar con un paseo.
Se me figuró que la vida entera era un incesante ciclo de olas que rompen y se recogen, lo digo porque recordé, por experiencias anteriores, que este momento de melancolía inevitablemente habría de dar paso al otro. Nada es para siempre, ni siquiera el desaliento, al que tanto tememos, al punto de creerlo infinito.
Las sensaciones eternas sólo duran instantes.
Hubo quienes nacieron héroes; para ellos no existió el reposo. Lucharon por su pueblo y no tuvieron tiempo de pensar en sí mismos. Esa misión, la de pensar en sí mismos, la de hablar por ellos, se me asignó a mí, mas las críticas hacia mi trabajo arrecian. Los que entienden de estas cosas argumentan que me concentro demasiado en mí mismo, que no aludo a los demás y que hay otras formas de enfrentar los desafíos que impone el arte. Lo sé, no dejan de tener razón en eso, y sin embargo no me arrepiento de enfrentar al monstruo con mis armas. Alguien saldrá beneficiado de mis observaciones, tarde o temprano.
Los santos se entregan, los asesinos matan, los reos hacen volar su imaginación en las cuatro paredes de su celda y los pastores fijan la mirada en las ovejas. Cada cual hace lo suyo, lo que les viene mejor, lo que les nace del misterio del espíritu. No se trata de comparar santos con asesinos, sino de contarles lo que sucedió a continuación, en un abandonado galpón de Copenhague, y luego...
El frío me llevó hacia allá; las nubes, más y más bajas, presagiaban nieve. La edificación había servido para el almacenaje de la carga de las naves y, sospecho, se hallaba en tierra de nadie, a la espera de la remodelación que anunciaba un lienzo colgado en su frontis. No entendí nada lo que éste proclamaba, pero por las imágenes de gente joven leyendo, comiendo y bebiendo, me figuré que el espacio pasaría a ser una biblioteca o un centro gastronómico. Desde adentro, un ser humano sentado en el piso me gritó. No lo había visto, debido a la diferencia entre la escasa luz exterior y la casi completa oscuridad del recinto. Le contesté: "No entiendo su idioma" y corrió a abrazarme. Era chileno. Se llamaba Ismael Baeza y había llegado a Dinamarca huyendo de Pinochet. Ya tendría sus buenos sesenta años, muy mal conservados, se le notaban en las manos partidas y en las arrugas que le atravesaban el rostro en todas direcciones. Su hálito alcohólico delató su forma de vida. No hubiese querido encontrarme con un compatriota, con este tipo de compatriota y creo que con ningún tipo de compatriota. Inevitablemente hay que hacer las veces de altavoz y relatar hechos que no tienen la más mínima importancia para la víctima, cuyo papel desempeñaba yo en esas circunstancias. Sin embargo, le resumí los últimos logros de la selección, las protestas de moda, los escándalos locales y los avances urbanísticos de Santiago y Valparaíso, que era la ciudad que le interesaba, ya que de Quilpué no pude decirle gran cosa.
Estiró el brazo, alcanzó una botella de vodka y me instó a beber. Le di un sorbo, por complacerlo. Admito que la situación me estaba sacando del recogimiento y ya podía vislumbrar la rompiente. Aun así sentí el impulso de ser sensible; esto es, de ponerme en el lugar suyo, de escucharlo y de animarlo a vivir. Baeza se reía de mis palabras, luego descubrí que reía de gozo al rescatar desde el fondo de su cerebro chilenismos que creía olvidados.
Abrió un paquete grasoso y me ofreció arenques; el revuelo del vodka dentro de mi boca le dio un sabor delicioso a los pescados. Comí con ganas. Entonces una voz filuda me estremeció. No contaba con que hubiera alguien más, pero sí lo había. Más bien, la había. Era una chica danesa de unos 24 años, naturalmente rubia. Vestía parka, minifalda y botas y hablaba con ese tono cortante que más se parece al mago haciendo el número de los cuchillos alrededor de una figura humana que a un idioma europeo. Baeza la increpó en danés y de pronto se armó un jaleo descomunal, del que me desligué, corriendo a la salida. Pero afuera ya nevaba intensamente y me vi obligado a mirar la escena desde el portón, no sabiendo en definitiva si irme o volver. Baeza se había bajado los pantalones y la había agarrado, es el verbo correcto, de la cintura. La chica lo rasguñaba hasta que él la sentó en su miembro. De pronto ambos se anudaron y rodaron por el piso, volcando la botella y aplastando unos frascos de remedios, pensé en mi ingenuidad. Tal vez en el fragor de esa sucia pasión él le dijo algo al oído, porque de pronto la rubia me habló en español, con un timbre que reveló su estado mental y emocional. "¡Veing chileno! ¡Veing chileno!", me llamaba, perdiendo abruptamente el interés por su compañero, quien ahora parecía dormir o descansar, tumbado en el piso de cemento. La saludé, crucé la calle y me guarecí en un paradero de tranvía. Subí al primero que pasó y me bajé a unas dos cuadras del hotel. Llegué a duras penas, con los zapatos cubiertos de nieve; los botones corrieron a atenderme. Uno de ellos me llevó al bar y ordenó un vodka. Me lo tomé de un trago, sentado ante la chimenea, sumido en la sensación agradable que despierta un recuerdo desagradable que lo ha hecho a uno revivir. El fuego acariciaba pensamientos constructivos, edificantes, pero al mismo tiempo me anunciaba una nueva ola de recogimiento, como si profetizara que el placer merece un castigo. En el sofá de al lado, dos militares discutían acaloradamente en torno a una botella de whisky. Cada vez que examinaban unos planos surgían palabras de discordia, mas al fin conjeturé que mi impresión se debía al sonido de los vocablos. Tal vez sólo estuviesen dándole la última mirada a unos cuartos de regimiento, no había cómo saberlo. Una mujer que tenía carta libre para operar en este ambiente se me acercó. Al instante el barman le habló desde la barra y ella le pidió algo. Bien pronto tuvimos con nosotros una botella de champaña dentro de una hielera. Le serví y se tomó la copa echándoles el ojo a los militares. Masculló algo escabroso; éstos le concedieron apenas dos segundos y siguieron conversando. Ofendida, les dio la espalda y me apretó el muslo; sentí sus uñas y experimenté una ligera erección. Frotando el pulgar con el índice le pregunté por el valor de su servicio. Sacó un fajo de billetes y los contó delante de mí. Los militares volvieron la vista, hicieron un comentario y prosiguieron su apasionada charla.
Era demasiado dinero. Incliné mi rostro hacia la derecha, como lamentando no tanto lo caro que cobraba sino mi imposibilidad de cubrir aquella cifra. Entonces la bajó bruscamente y subimos a la habitación.
Luego de sucedido todo recordé la escena del galpón y me pareció increíblemente parecida a la que acabábamos de montar. Discurrí un par de estupideces y ella me confesó entonces en un pésimo español que durante las mañanas oficiaba de maestra de lenguas en un colegio para adolescentes. Me recitó de memoria varios versos de poetas latinos y una estrofa de "El poeta y la muerte", de Nicanor Parra.
Ella declamaba, yo repetía:
-Anti morrir tení
-Antes de morir tení
-Qui cham nai güen cach
-Quechame una güena cacha
-Lai puertak abrió dei golp
-La puerta se abrió de golpe
-Yak pas viej cuifuf
-Ya, pasa, vieja cufufa
-Ella k seim pelot
-Ella que se empelota
-Eil viej k selo enchuf
-Y el viejo que se lo enchufa
Le pregunté cómo interpretaba esos versos y me dijo que, por lo que había estudiado en la universidad, se trataba de una historia en que la muerte acosa a un poeta, acudiendo personalmente a su domicilio con el fin de seducirlo. Añadió que primero el poeta se rehúsa y a continuación cede a sus deseos y terminan haciendo el amor.
Me reí a gritos. No había entendido nada. Ella se sintió humillada y me insultó en danés, empequeñeciéndome. Me hizo saber con su lenguaje indescifrable que quien se encontraba en tierra extraña era yo. Es más, dejó claramente establecido que es arriesgado reírse de los daneses en su propio país. Marcó un número en su celular y no pasaron dos minutos antes de que golpearan la puerta. Tal como estaba vestida, con las medias rotas y los calzones sucios, sin sostenes y la falda tirada sobre la cama, así mismo se levantó y abrió. Yo había logrado entrar el baño y desde allí, por la ranura de la puerta, vi a dos agentes de la policía. Los invitó a pasar, pero no entraron. Le hicieron un par de preguntas, anotaron algo y se fueron. Ella los siguió por el pasillo, pero luego se devolvió, cerró la puerta y me llamó. Al momento de pagarle me exigió un monto bastante mayor que el acordado previamente. Contó el dinero sin ganas, se metió a la ducha y se vistió con prendas nuevas que sacó de la cartera. Las usadas las dejó en el tacho de la basura ubicado al costado de la cómoda. Se veía hermosa, con sus labios rojos brillantes. Me miró con dulzura, nos recostamos sobre el lecho, nos besamos y entrelazamos las piernas, sin parar de acariciarnos el cabello. Por primera vez llegó a mis narices la fragancia de su sexo. Luego se levantó y me deseó suerte. "Hasta la vista, chileno", dijo, como si deseara quedarse para siempre conmigo; así lo interpreté, porque al despedirme la apreté con una fuerza algo desmedida, lo que la hizo separarse de mi cuerpo y reír con ganas. Ahora le había tocado el turno a ella pues, con sus palabras filosas, parecía decirme: ¡Quien no entiende nada eres tú, hipócrita!
A la mañana siguiente ingresé al salón donde se ofrecía el seminario sobre turismo ecológico en Groenlandia. Había representantes gubernamentales y de agencias de viaje de toda Europa, Estados Unidos y Japón. Cuando entré exponía una señora del gobierno; usaba lentes y pelo corto, teñido de color cobrizo. Pedí audífonos, pero al momento de entregármelos, el caballero que atendía en la mesa me preguntó mi nombre y revisó una lista, no hallándome. Vino entonces un confuso diálogo en inglés sobre mi inscripción, mi país de residencia, el número de mi tarjeta de crédito. Antes de que el asunto se tornara delicado abandoné la sala, pero el caballero salió a buscarme. Insistía en querer solucionar mi problema. Vestía chaqueta verde y corbata anaranjada. Era extremadamente flaco; le sobresalía la nuez y me pareció que sus patillas excedían el tamaño convencional. Aun así no desentonaba del resto, y con esa sola impresión creo que he dado a entender el tipo de concurrencia que repletaba el salón.
La nieve cubría las angostas calles, los edificios lucían impecables, como recién hechos hace quinientos años, si cabe la figura. Venía hacia mí una multitud con el rostro enrojecido por la rabia. Vociferaban dos o tres conceptos claves; lo intuí porque el sonido era el mismo y se repetía como un mantra. Las construcciones servían de eco y ampliaban el griterío a un nivel fantasmal. Más que nunca pude percibir el silencio que reina en Copenhague; sólo era cosa de desatender la manifestación para darse cuenta: casi se podía oir a las olas lamiendo la roca de La Sirenita. Pasaron marchando, me invitaron a unirme a ellos y pronto se perdieron por una callejuela que llevaba al ayuntamiento.
A las dos de la tarde fui a buscar a mi esposa al aeropuerto. La cubrí de besos, pero venía muy cansada; el viaje agotador le había afectado las piernas y los riñones. En el hotel orinó sangre. Cuando dieron las seis le pedí al taxista que nos llevara a la sala de conciertos, a la función de las 6.30. Dirigía Esa-Pekka Salonen. A la salida caminamos del brazo hasta el hotel, a pesar de la nieve que aún cubría las calles. El cielo estaba despejado y se veía un recorte de luna. Cuando pasamos frente al galpón le conté que allí vivía un chileno y se sorprendió gratamente.
En el bar vi a la mujer. Me hice el desentendido; ella rió amargamente. Mi esposa pidió un jugo de naranja y yo un Martini seco; la mujer ordenó una copa de vino blanco y le dijo al barman, primero en pésimo español y luego en danés, que la cargara a mi cuenta. Pagué sin chistar y al momento de subir a la habitación escuchamos a nuestra espalda un grito como cuchillo de hielo:
-¡Qui cham nai güen cach!
"Está ebria", comentó mi mujer. "En todos los bares del mundo es igual", le hice ver. "Qué idioma más ácido", dijo ella.
En la pieza encendí la TV; mi esposa protestó. No es que deseara sexo, sino que odia ver TV en el dormitorio, siempre ha sido lo mismo.
Seis días después regresamos a Santiago.
Durante el vuelo aproveché de llevar la conversación hacia uno de mis tópicos favoritos, con la facilidad que da el tener al interlocutor prácticamente cautivo en el asiento de la ventana. Ella leía una revista y me respondía con monosílabos, pero de pronto la abandonó de entre las manos, hizo una pausa y admitió estar sintiendo una pequeña debilidad, repito sus palabras, por un compañero de oficina, nada importante. Se me heló la sangre y mi corazón se paralizó por un instante, pero al siguiente se lanzó furiosamente a recuperar el terreno perdido. Por fuera, la presioné con estilo, de modo que no se notara mi ansiedad. Terminó confesándome que precisamente mientras yo paseaba en Copenhague, usó el verbo con resentimiento, se había dejado acariciar. La apreté más; dijo que ese día fue a la oficina con ropa sexy, no sabía por qué lo había hecho, pero a partir de ese punto de la historia, que para mí era verdaderamente el punto de partida, no pude sacarle más detalles, aunque juro que lo intenté. El resto del vuelo casi no hablamos, estaba demasiado ocupado construyendo rompecabezas. Al aterrizar me tomó la mano y me besó en la mejilla. Del compartimiento superior bajamos los regalos de los niños, que nos estaban esperando junto a sus abuelos. Cuando nos vieron agitaron sus manitas, como locos.
lunes, mayo 09, 2011
Informe fallido sobre el paso de una sombra
La cantidad inicial de dinero que se me puso sobre la mesa era desproporcionada, rayana en lo insólito. Acepté la misión, mas sabiendo de antemano que se trataba de una misión imposible. Debía seguir los pasos de una sombra, de una determinada sombra, y redactar un informe. No hablaré de quien me formuló el encargo; equivaldría a cambiarle el blanco al tiro. Por lo demás, la esencia del informe caería en falta si diera luces o versara sobre el motor, por no decir el cerebro de esta investigación.
En cuanto a la sombra... confieso que los primeros días la misión se me hizo más llevadera de lo que había imaginado. No era una sombra... diría... muy activa, movediza. Se desplazaba en torno a ciertos espacios, que con el tiempo marqué con detalle sobre el plano de la ciudad. Iba de su casa al trabajo, del trabajo al bar, del bar a su casa. Los fines de semana visitaba un supermercado, un parque, un cine, por las noches algún departamento. En muy contadas ocasiones se desvió por callejuelas tortuosas; dos veces la vi entrar al hipódromo. No me fue difícil averiguar que una vez al año se subía a un tren y partía al sur, y que a los 15 días exactos retornaba a su casa y a su rutina.
Dichas las cosas de este modo, todos afirmarán que me gané el dinero fácilmente. Cuán errados los necios incapaces de mirar bajo las aguas. Aún espero la remesa faltante y sé que no vendrá. Mi informe resultó vago; el cerebro vigilante exigió precisiones y al no poder entregárselas, no ha vuelto a dar señales de vida.
Y es que jamás logré saber realmente nada de esta sombra; ni siquiera puedo asegurar a estas alturas si es la misma sombra o son varias, millones de sombras que se camuflan entre ellas, comparten una carrera de postas.
La sombra salía efectivamente de su casa a cierta hora; pero ¿era ella, en circunstancias que por las noches, al apagar la luz para meterse a la cama, desaparecía?
La sombra, como toda sombra, vivía de la luz. Bastaba una leve nube, el más leve asomo de tiniebla para que dejara de existir. ¿Era mi sombra al volver el sol? ¡Cómo saberlo!
Había momentos en que se transformaba en dos sombras. Sucedía cuando se interponían en su esencia dos haces de luz. ¿Cuál era la verdadera? ¡Nunca lo supe!
En la multitud se me confundía, entre tantas parecidas. Cuántas veces, al bajar del Metro, perseguí a la que no era. ¿Cómo hablarle, cómo averiguar de propia fuente sus desvelos, cómo levantarla cual alfombra para observar sus pliegues ocultos? ¡Tarea obscena!
Ni siquiera logré saber cuándo nació, cuando se desprendió de su cuerpo físico. Eso hizo las cosas aun más complicadas pues, al no poder intercambiar palabra alguna con ella, jamás pude comprobar mis datos de primera fuente. Una noche la invité a la taberna; pensé que era abstemia o que temía que le hiciera una encerrona, porque entré y se quedó en la esquina, bajo el farol. Me arrimé a la chimenea y ordené una jarra de cerveza negra con dos vasos. Afuera hacía un frío que calaba los huesos. Al verme solo, el mozo me preguntó si esperaba a alguien. Le dije que el otro vaso era para mi invitada. La sombra entró a regañadientes, se hizo la sentida y no hubo modo de levantarla del suelo. Me enfurecí y le di un par de gritos que alertaron a los parroquianos. Se levantó y se fue contra la pared, como esos animales asustados que se cubren la cola. En la pared iba de un lado a otro; cuando pasó frente a la ventana me fijé que los vidrios estaban llorando. Me pareció de una brutalidad sin nombre continuar torturándola con preguntas estúpidas y abandoné mi afán. Antes de que me tomaran por loco salimos de la taberna; sabía que me venía siguiendo, ni siquiera miré hacia atrás. La sombra insistía en desplazarse como perro apaleado.
Alguna vez comprobé con mis propios ojos los segundos en que su forma se redujo a una suerte de enanismo grotesco, achaparrado; también la vi adoptar trazos dignos de El Greco. El último día que fui testigo de algo así se echó a volar, sin despegarse del suelo, hasta que la línea se estiró tanto que terminó por confundirse con la llovizna del invierno. Esa misma tarde redacté el informe.
En cuanto a la sombra... confieso que los primeros días la misión se me hizo más llevadera de lo que había imaginado. No era una sombra... diría... muy activa, movediza. Se desplazaba en torno a ciertos espacios, que con el tiempo marqué con detalle sobre el plano de la ciudad. Iba de su casa al trabajo, del trabajo al bar, del bar a su casa. Los fines de semana visitaba un supermercado, un parque, un cine, por las noches algún departamento. En muy contadas ocasiones se desvió por callejuelas tortuosas; dos veces la vi entrar al hipódromo. No me fue difícil averiguar que una vez al año se subía a un tren y partía al sur, y que a los 15 días exactos retornaba a su casa y a su rutina.
Dichas las cosas de este modo, todos afirmarán que me gané el dinero fácilmente. Cuán errados los necios incapaces de mirar bajo las aguas. Aún espero la remesa faltante y sé que no vendrá. Mi informe resultó vago; el cerebro vigilante exigió precisiones y al no poder entregárselas, no ha vuelto a dar señales de vida.
Y es que jamás logré saber realmente nada de esta sombra; ni siquiera puedo asegurar a estas alturas si es la misma sombra o son varias, millones de sombras que se camuflan entre ellas, comparten una carrera de postas.
La sombra salía efectivamente de su casa a cierta hora; pero ¿era ella, en circunstancias que por las noches, al apagar la luz para meterse a la cama, desaparecía?
La sombra, como toda sombra, vivía de la luz. Bastaba una leve nube, el más leve asomo de tiniebla para que dejara de existir. ¿Era mi sombra al volver el sol? ¡Cómo saberlo!
Había momentos en que se transformaba en dos sombras. Sucedía cuando se interponían en su esencia dos haces de luz. ¿Cuál era la verdadera? ¡Nunca lo supe!
En la multitud se me confundía, entre tantas parecidas. Cuántas veces, al bajar del Metro, perseguí a la que no era. ¿Cómo hablarle, cómo averiguar de propia fuente sus desvelos, cómo levantarla cual alfombra para observar sus pliegues ocultos? ¡Tarea obscena!
Ni siquiera logré saber cuándo nació, cuando se desprendió de su cuerpo físico. Eso hizo las cosas aun más complicadas pues, al no poder intercambiar palabra alguna con ella, jamás pude comprobar mis datos de primera fuente. Una noche la invité a la taberna; pensé que era abstemia o que temía que le hiciera una encerrona, porque entré y se quedó en la esquina, bajo el farol. Me arrimé a la chimenea y ordené una jarra de cerveza negra con dos vasos. Afuera hacía un frío que calaba los huesos. Al verme solo, el mozo me preguntó si esperaba a alguien. Le dije que el otro vaso era para mi invitada. La sombra entró a regañadientes, se hizo la sentida y no hubo modo de levantarla del suelo. Me enfurecí y le di un par de gritos que alertaron a los parroquianos. Se levantó y se fue contra la pared, como esos animales asustados que se cubren la cola. En la pared iba de un lado a otro; cuando pasó frente a la ventana me fijé que los vidrios estaban llorando. Me pareció de una brutalidad sin nombre continuar torturándola con preguntas estúpidas y abandoné mi afán. Antes de que me tomaran por loco salimos de la taberna; sabía que me venía siguiendo, ni siquiera miré hacia atrás. La sombra insistía en desplazarse como perro apaleado.
Alguna vez comprobé con mis propios ojos los segundos en que su forma se redujo a una suerte de enanismo grotesco, achaparrado; también la vi adoptar trazos dignos de El Greco. El último día que fui testigo de algo así se echó a volar, sin despegarse del suelo, hasta que la línea se estiró tanto que terminó por confundirse con la llovizna del invierno. Esa misma tarde redacté el informe.
martes, mayo 03, 2011
Engañarse a uno mismo
Irse apagando, descubrir valores, reconocerse. El tiempo cambia para bien. Revela la verdad. La verdad puede asumirse o combatirse. Hay culpa, deseo, goce y suplicio en medio; no es una decisión fácil.
Empantanarse en la locura. Aferrarse a los mitos. La historia de Tristán e Isolda es sublime, pero a fin de cuentas es sólo una ópera, estoy hablando de la ópera, de un espectáculo al atardecer, sentado en la butaca, echando una cabezadita ante la pesadez del drama.
Y de pronto un rayo, que lo pulveriza todo.
Engañarse a uno mismo. ¿Quién no se engaña? ¿Hasta dónde estoy seguro de lo que pienso? ¿Por qué me avergüenzo de mis pensamientos de joven sino porque eran ridículos? ¿O así era yo? No, así no era yo. Yo era más bien como soy ahora, pero tenía mucha cáscara. Ahora me queda aún la piel; espero que con el tiempo ésta se renueve o caiga y deje mi nervadura al desnudo.
La vida es tan corta; tengo la impresión de que su fin es la preparación para los últimos días, aquellos en que no cuentan la esperanza, la vanidad, los halagos ni los apetitos. El enfermo no se pregunta ¿para esto viví? Se pregunta ¿qué sentido tuvo lo que hice antes? En su lecho no valen los trabajos ni los triunfos. Sus diabluras de sano pasan por mentiras piadosas y la corte sólo está pensando muérete luego.
No es que ya esté enfermo, pero si no muero antes de estarlo, lo voy a estar. Entonces ya me habré hecho las preguntas, tendré ahorro acumulado y me quedará todavía un poco de tiempo para vivir la vida.
Empantanarse en la locura. Aferrarse a los mitos. La historia de Tristán e Isolda es sublime, pero a fin de cuentas es sólo una ópera, estoy hablando de la ópera, de un espectáculo al atardecer, sentado en la butaca, echando una cabezadita ante la pesadez del drama.
Y de pronto un rayo, que lo pulveriza todo.
Engañarse a uno mismo. ¿Quién no se engaña? ¿Hasta dónde estoy seguro de lo que pienso? ¿Por qué me avergüenzo de mis pensamientos de joven sino porque eran ridículos? ¿O así era yo? No, así no era yo. Yo era más bien como soy ahora, pero tenía mucha cáscara. Ahora me queda aún la piel; espero que con el tiempo ésta se renueve o caiga y deje mi nervadura al desnudo.
La vida es tan corta; tengo la impresión de que su fin es la preparación para los últimos días, aquellos en que no cuentan la esperanza, la vanidad, los halagos ni los apetitos. El enfermo no se pregunta ¿para esto viví? Se pregunta ¿qué sentido tuvo lo que hice antes? En su lecho no valen los trabajos ni los triunfos. Sus diabluras de sano pasan por mentiras piadosas y la corte sólo está pensando muérete luego.
No es que ya esté enfermo, pero si no muero antes de estarlo, lo voy a estar. Entonces ya me habré hecho las preguntas, tendré ahorro acumulado y me quedará todavía un poco de tiempo para vivir la vida.
jueves, abril 28, 2011
Los temas
¿De qué versa hoy una novela que se precie de tal? Los grandes temas en Chile: la pedofilia y las perversiones de los religiosos, las minorías sexuales, la infidelidad sin culpa, el matrimonio como fenómeno efímero, los mapuches, el daño a la naturaleza por parte de los grandes consorcios económicos, todo aquello que tenga que ver con la mujer, especialmente si tiene menos de 40 años, el rock de los 80 y los 90. Una novela que verse sobre alguno de estos tópicos, estando medianamente bien contada; esto es, sin demasiadas faltas de ortografía y con un par de polvos relativamente exóticos y crímenes entre medio (desarrollar: qué es lo exótico hoy en día), será éxito seguro.
Debo admitir que al pensar en estos temas me pongo a bostezar. Ustedes son testigos de que no suelen aparecer en mis escritos. Debe de ser porque tengo bastante más de 50 años, porque ya no marcho con la corriente, porque me da acaso lo mismo marchar con la corriente, casi diría que me apasiona marchar en contra de la corriente con cierta violencia; o porque, por el hecho de ser periodista, terminé por hastiarme de la noticia del día.
No me siento un ser social. He dicho alguna vez que me las he ingeniado para hacerme el adaptado, no siéndolo. Quienes me conocen personalmente se sorprenden de mis escritos. Quienes me leen se desilusionarían si me conocieran. Mi tarde ideal se compone de siesta, once con sopaipillas pasadas, un vaso de whisky al caer la noche y un paseo a la perrita con mi mujer. Mi relato ideal trataría sobre la inmensidad del absurdo en un extraño lugar creado por mi imaginación. Mis amigos hablan de mi doble personalidad; terminé por darles la razón. No tengo remedio. Lo bueno de ponerse viejo es aceptarse.
Y sin embargo estoy metido en esto, es lo malo. No puede uno evitar vivir en el mundo en el que vive. Si hubiere una guerra, tendría que alinearme. Agradezco a la paz del mismo modo en que agradezco a la rueda de la fortuna por haber girado a mi favor. Cuando estuvimos a punto de la guerra civil, me abandericé como todos. Habría tenido que matar a mis enemigos, si hubiese llegado la hora. Diariamente discutía con mis padres y mis tíos, ellos no me entendían, yo no los entendía. Había un abismo entre ambas posiciones. De esos días es la canción "Todos juntos", de Los Jaivas, a quien con tanta liviandad se les tilda hoy de izquierdistas. Esa canción no era ni izquierdista ni momia. Era para todos juntos. Por eso la cantaban unos y otros, pero sin creer en ella. "Todos juntos" no entendía lo que pasaba en Chile y Chile no entendía "Todos juntos". Ahora todos la entienden, porque a nadie compromete. Y por eso hoy es tan fácil condenar los crímenes de esos años. La sangre ya no salpica, se quedó en el cuerpo de las víctimas y sus victimarios. Hoy es más fácil ser joven.
Prefiero las cosas difíciles. Lo fácil no dura. Es inconsistente, no deja huella. ¿Qué queda tras una rica cena en el Barrio Bellavista? ¡Qué bien lo pasamos anoche!
Admiro a aquellos aun más complicados que yo; es decir, a los que se atreven a bucear en las profundidades abisales y a los bienaventurados románticos que se rigen por ideales supremos. A los que han leído mucho, a quienes han dedicado su vida a la lectura, a los pobres de situación y ricos de conocimiento, a los que me cuesta entender. A Vargas Llosa le tengo un enorme respeto por su peso intelectual, su palabra siempre certera, sus análisis profundos, su narración limpia y brillante, pero no lo admiro. En cambio admiro a Hoffmann con sus errores, el filo de Salinger, la audacia de Byron, incluso la honestidad del marqués de Sade. A Bolaño le tengo una envidia secreta, que hoy confieso. Somos del mismo año; él dio sus frutos, yo he dado poco y nada.
En cuanto al discurso, no me canso de dar las gracias por mi anonimato. Me permite escribir de lo que siento y me exime de hablar en público. No tengo que justificar tema alguno ni pasar por esos horrendos exámenes de ingenio que son las entrevistas. Elijo mis temas de acuerdo con mi estado de ánimo o para sacarme una espina que se me atravesó de repente, en el sueño, durante un descanso, mientras doy una caminata, al recordar, al mirar las nubes.
¿Está exento el artista de las prohibiciones a las que la sociedad somete al hombre común? No en los hechos, sí en la obra. La obra no es un hecho, la obra es un destello de la imaginación y así, debe sortear incólume el filtro de la censura. El que la historia registre tantas excepciones no invalida la regla.
Debo admitir que al pensar en estos temas me pongo a bostezar. Ustedes son testigos de que no suelen aparecer en mis escritos. Debe de ser porque tengo bastante más de 50 años, porque ya no marcho con la corriente, porque me da acaso lo mismo marchar con la corriente, casi diría que me apasiona marchar en contra de la corriente con cierta violencia; o porque, por el hecho de ser periodista, terminé por hastiarme de la noticia del día.
No me siento un ser social. He dicho alguna vez que me las he ingeniado para hacerme el adaptado, no siéndolo. Quienes me conocen personalmente se sorprenden de mis escritos. Quienes me leen se desilusionarían si me conocieran. Mi tarde ideal se compone de siesta, once con sopaipillas pasadas, un vaso de whisky al caer la noche y un paseo a la perrita con mi mujer. Mi relato ideal trataría sobre la inmensidad del absurdo en un extraño lugar creado por mi imaginación. Mis amigos hablan de mi doble personalidad; terminé por darles la razón. No tengo remedio. Lo bueno de ponerse viejo es aceptarse.
Y sin embargo estoy metido en esto, es lo malo. No puede uno evitar vivir en el mundo en el que vive. Si hubiere una guerra, tendría que alinearme. Agradezco a la paz del mismo modo en que agradezco a la rueda de la fortuna por haber girado a mi favor. Cuando estuvimos a punto de la guerra civil, me abandericé como todos. Habría tenido que matar a mis enemigos, si hubiese llegado la hora. Diariamente discutía con mis padres y mis tíos, ellos no me entendían, yo no los entendía. Había un abismo entre ambas posiciones. De esos días es la canción "Todos juntos", de Los Jaivas, a quien con tanta liviandad se les tilda hoy de izquierdistas. Esa canción no era ni izquierdista ni momia. Era para todos juntos. Por eso la cantaban unos y otros, pero sin creer en ella. "Todos juntos" no entendía lo que pasaba en Chile y Chile no entendía "Todos juntos". Ahora todos la entienden, porque a nadie compromete. Y por eso hoy es tan fácil condenar los crímenes de esos años. La sangre ya no salpica, se quedó en el cuerpo de las víctimas y sus victimarios. Hoy es más fácil ser joven.
Prefiero las cosas difíciles. Lo fácil no dura. Es inconsistente, no deja huella. ¿Qué queda tras una rica cena en el Barrio Bellavista? ¡Qué bien lo pasamos anoche!
Admiro a aquellos aun más complicados que yo; es decir, a los que se atreven a bucear en las profundidades abisales y a los bienaventurados románticos que se rigen por ideales supremos. A los que han leído mucho, a quienes han dedicado su vida a la lectura, a los pobres de situación y ricos de conocimiento, a los que me cuesta entender. A Vargas Llosa le tengo un enorme respeto por su peso intelectual, su palabra siempre certera, sus análisis profundos, su narración limpia y brillante, pero no lo admiro. En cambio admiro a Hoffmann con sus errores, el filo de Salinger, la audacia de Byron, incluso la honestidad del marqués de Sade. A Bolaño le tengo una envidia secreta, que hoy confieso. Somos del mismo año; él dio sus frutos, yo he dado poco y nada.
En cuanto al discurso, no me canso de dar las gracias por mi anonimato. Me permite escribir de lo que siento y me exime de hablar en público. No tengo que justificar tema alguno ni pasar por esos horrendos exámenes de ingenio que son las entrevistas. Elijo mis temas de acuerdo con mi estado de ánimo o para sacarme una espina que se me atravesó de repente, en el sueño, durante un descanso, mientras doy una caminata, al recordar, al mirar las nubes.
¿Está exento el artista de las prohibiciones a las que la sociedad somete al hombre común? No en los hechos, sí en la obra. La obra no es un hecho, la obra es un destello de la imaginación y así, debe sortear incólume el filtro de la censura. El que la historia registre tantas excepciones no invalida la regla.
lunes, abril 04, 2011
Mis compañeros de curso
No creo haber tenido amigos en mi segunda infancia. Por más que hago memoria no recuerdo a ninguno. He dicho en otras historias que hubo ciertos compañeros por los que sentí compasión, pero eso no es propiamente amistad. A uno de ellos lo llevaba a tomar once a Ibieta, advirtiéndole a la abueli que lo alimentara porque "este niño es pobre", frase que el aludido oía sin hacer el menor comentario. En realidad mi compañero pobre no hacía comentario sobre asunto alguno, dejaba que hablara yo solo y cuando había que tragarse el café con leche en la taza verde con estrías diagonales, se lo tragaba junto al pan con dulce de membrillo. Nos íbamos, llegábamos a la esquina de Bueras con Palominos y nos despedíamos hasta el otro día. Yo entraba a mi casa y él caminaba una cuadra, hacia la población Sewell. Eso era todo. Mi candidez era tan propia de mis siete u ocho años -y puede que haya sido aun más cándido que eso- que no sentía ninguna culpa de invitarlo a la casa de la abueli, no a la mía, algo que en Ibieta 732 se me hace ver hasta hoy. Pero en esos tiempos era la abueli quien llevaba la casa, y ella jamás puso reparo alguno en servirnos la once.
Ahora que escribo me doy cuenta de un detalle: nunca supe si realmente ese niño era pobre; yo fabriqué la imagen para desahogar un sentimiento guardado en mi corazón, en este caso la necesidad de sentir compasión. Lo aclaro porque todo lo que viene a continuación se basa en opiniones.
En primero preparatoria tenía un amigo al que admiraba. Era alto y bueno, de cursos superiores. Debí de inspirarle ternura porque en la Escuela 1, la escuela vieja, me buscaba para abrazarme, regalarme caramelos, jugar conmigo. Durante los recreos los niños hacíamos una larga fila y estirábamos nuestros jarros. El cocinero metía el cucharón dentro de una olla gigantesca y lo sacaba lleno de leche humeante. Mi amigo grande me ayudaba, para que la leche no se me cayera del jarro. Un día, al momento de retornar a las salas, yo de puro gusto salté y le di un beso. Algunos testigos de este hecho espontáneo me hicieron burla. No recuerdo nada más de esa breve amistad, pero si escribo sobre ella es porque el asunto me ha hecho reflexionar. Desde luego, existe alguna desconocida razón por la que la anécdota se me quedó grabada. No está en mi ánimo conjeturar de temas que desconozco, pero sí hacer una afirmación sobre algo que conozco muy bien y que viene a contradecir mi anterior juicio sobre la subjetividad de las opiniones: los niños distinguen perfectamente lo bueno de lo malo. La bondad del corazón de mi amigo no tenía dobleces y mi beso tampoco los tuvo. Mi beso fue una manifestación de auténtico cariño, que con los años debí ir reprimiendo, conforme a los dictados de la sociedad. Y así como distinguía a los buenos también distinguía a los malos. Ante las conductas de los niños es más o menos fácil hacer ese ejercicio; el problema está con los adultos. Hay adultos buenos-buenos, buenos-malos, malos-buenos y malos-malos, sin contar los más o menos.
De la Escuela 1, en su nuevo edificio y con mi nueva profesora, la señorita María Eugenia, tengo en la memoria al Herrera, al Aliaga, al guatón Berríos, al Ricarte Soto, al Fuenzalida, al Pierré, al Abud. Con uno que se llamaba Torres éramos compañeros de banco y leíamos las aventuras de Hipólito y Camilo. El Ricarte Soto era nieto del director. Entró al Segundo B igual que yo, pero a los 15 días desapareció. Después supimos que se había ido a Argentina con su papá, que era director de cine. El guatón Berríos tenía una habilidad extraordinaria para escribir composiciones. En eso siempre ganaba y se las hacían leer en los actos importantes de la escuela. Al escuchar las palabras que pronunciaba con tanta gracia desde el escenario pensaba en la pobreza de las mías, al tiempo que observaba que el buzo le quedaba chico y estrecho, y más encima se lo amarraba fuerte a la cintura. Cuánta profundidad y sentido de conjunto encerraba su prosa poética, qué cantidad de palabras bonitas se distribuían con acierto en la hoja. Nunca se me ocurrió pensar que se las pudieran haber escrito en la casa, aunque no creo, porque después se inclinó hacia el mundo de las letras y tengo entendido que finalmente se recibió de abogado. Era un auténtico genio del género de la composición y si ha de buscársele un parecido físico con alguien, para que se hagan una idea, el Berríos se parecía a Charles Laughton, pero de 9 años.
El Aliaga era el segundo mejor alumno del curso. No sé por qué, recuerdo algo burlesco en su semblante, como esas personas que aplastan a todo el mundo sin la menor sensibilidad. Se peinaba para atrás. Un completo cachetón. Nunca me cayó del todo bien. Debió ser empresario porque tenía la pasta, pero le perdí el rastro. El Herrera era el mejor de todos. Era hijo del doctor Herrera y por lo que sé, hoy es doctor. Nos hermanaba el mismo soplo al corazón, pero que yo recuerde, nunca hicimos un comentario del asunto. Me gustaba apegarme a él porque sus palabras me hacían entender muchas cosas. Era culto, inteligente, malo para la pelota y de una fealdad atractiva. Le sudaban las manos y siendo serio como lo era siempre, a toda hora, era un serio amable. El Fuenzalida también era hijo de doctor, del doctor Fuenzalida, pero la figura; es decir la metáfora, no era igual. Como su papá además jugaba de centrodelantero en el O'Higgins, él había salido excelente para la pelota. Tenía cara bonita y se peinaba a la moda, estilo cepillo, todo lo cual le daba un aire envidiable, que en un momento me hizo desarrollar una tirria hacia él, que desembocó en una pelea a la salida de la escuela. Perdí lejos.
El doctor Fuenzalida no debió ser muy bueno como médico, porque una vez atendió a mi papá y mi papá llegó a la casa contando que el doctor estaba angustiado porque creía que le habían hecho una brujería, de modo que mi papá terminó consolándolo, y eso que fue a pedir licencia por depresión.
Se me olvidaba el Abarca. Le gustaba usar las uñas largas y su caligrafía despertaba admiración. No hacía las letras bonitas porque se dedicara a eso; le salían bonitas naturalmente. Era delgado, no flaco, y se peinaba para el lado. Sin ser afeminado había algo extraño en él, una especie de serena delicadeza, en realidad una delicadeza impropia de lo que éramos a esa edad: una tropa de vándalos. En cuanto al Pierré, de partida ya era raro porque tenía apellido francés. Decían que su mamá era locutora de la radio Rancagua; a lo mejor, yo casi nunca escuchaba la radio Rancagua, mis preferidas eran la Corporación y la Minería, donde por las noches llegaban a actuar Los Cinco Latinos, Paul Anka, Dean Reed o los TNT como si nada, sin mencionar La Caravana del Buen Humor, con el Flaco Gálvez y Firulete. Yo los sintonizaba de muy lejos, con la luz apagada, y fue tanta la admiración que en mí despertaron Los Cinco Latinos que les escribí una carta a la radio. Traté de hacer la letra derechita pero se me fue para abajo. A las dos semanas me llegó la respuesta: una foto con dedicatoria escrita de puño y letra por los cinco, incluyendo a Estela Raval. A propósito, una vez un humorista de los famosos de entonces chocó, fue a dar al hospital de Rancagua y lo atendió el doctor Fuenzalida. Al otro día el Fuenzalida nos contó que el humorista andaba con las uñas de los pies pintadas y todos abrimos los ojos de par en par.
El Pierré era el más tímido del curso, y por eso se ganó el calificativo de guailón. Como en esos tiempos nadie sabía lo que era el bullying, cada uno debía soportar estoicamente las burlas de los otros cuando le correspondía el turno. Ya vendría el momento de la venganza. En el caso del Pierré, las burlas consistían en risotadas y chistes cuando lo llamaban a interrogación, porque se ponía a tiritar y no era raro que largara el llanto, cuyo efecto chistoso se multiplicaba en su figura alargada de nariz ganchuda y ojos finos con pestañas como de patas de araña y frente de luna llena. En momentos como esos la señorita María Eugenia se veía en la obligación de pararnos el carro:
-¡Ya comieron caca de mono! -gritaba y el curso volvía a guardar silencio, pero a medias.
Por ser el Abud el más despierto del curso agarró temprano el privilegio de ir al banco a pagarles las cuentas y cambiarles los cheques a la señorita María Eugenia. Otros que optaron a ese cargo nunca fueron elegidos. Yo respiraba aliviado cada vez que el Abud salía de la sala con los papeles en un sobre: si me hubiesen escogido a mí no habría hallado qué hacer. El Abud era alegre y bromista, sin ser pesado. Le relucían los cachetes y también le quedaba el buzo corto, lo que no constituía mérito alguno: en esos tiempos a todos nos quedaba el buzo corto, porque nos tenía que durar el año entero y hasta dos años.
Mis grandes amigos del colegio surgieron en humanidades. Al entrar a sexto preparatoria mi mamá me cambió de la Escuela 1 al Liceo de Hombres y el cambio me transformó por entero. Me puse aplicado, estudioso y ya en el primer trimestre obtuve el primer puesto, que no solté en todo el año, lo que me llenó de alegría porque impresionó a mi mamá. Desde luego, estudiar era un martirio, un trago amargo que sin embargo se recompensaba con creces cuando el señor Olavarría dictaba las notas en voz alta. Para sacarme un siete en las pruebas de historia leía la materia tres veces hasta que me la aprendía de memoria; de allí que mi fuerte siempre fuera historia. Pero como el calvario del estudio no bastaba, además me las ingeniaba para atrasar hasta el último minuto el momento de hundirme en el libro de Francisco Frías Valenzuela. Cuando llegaba la noche y la ansiedad ocupaba por entero mi pensamiento lo abría y empezaba a estudiar. El Vitorio, en la cama de al lado, dormía. Hay que ser un completo imbécil para tener ese sentido de la realidad, pero confieso que en esos años yo pensaba exactamente así. Los buenos tenían buenas notas, los flojos eran despreciables y el pololeo era una forma de malgastar el tiempo. Y si por casualidad yo también llegaba a caer en ese bajo pensamiento de carácter romántico averiguaba antes con el máximo detalle, pero tratando de no despertar sospechas, el promedio de la alumna.
Aun así, de miserable desconocido me puse popular. Al tiempo descubrí que el curso le tenía mala al mateo y que mi llegada lo había ensombrecido. El Plátano González no era mala persona. No se ufanaba de sus notas, parecía tener ese orgullo muy escondido. Tampoco era competitivo, pero ahora pienso que ocultaba ese rasgo. En todo caso, jamás me hizo daño alguno y hasta me invitó un domingo a su cumpleaños, al que falté con pesar, porque ese día jugaba Colo Colo con O'Higgins. Se peinaba para atrás con gomina y tenía linda letra, para el lado, una letra especial, entre nerviosa y ordenada, escribía la ge de una forma única, inimitable, no sé cómo la hacía. Al egresar entró a la universidad y estudió medicina. Y como si el curso hubiera querido sacarle pica al Plátano, ese año me eligió mejor compañero. De mejor compañero nunca tuve nada; es más, ese año ni siquiera hice amigos, absorto como estaba en la obsesión de las notas. Los amigos llegaron en primero humanidades, cuando me relajé. Bajé del primero al segundo puesto. Al año siguiente bajé al cuarto y sólo retomé el primero en sexto de Letras, cuando me volví a poner estudioso.
De estos nuevos tiempos fueron el Ogaz y el Juan Carlos González. El Ogaz usaba lentes poto de botella, tenía voz nasal, como de vieja, y se peinaba para el lado, con gomina. Lo que más envidiaba de mí no eran mis notas sino mi talento para el dibujo. Devoraba mis historietas. Su papá era carnicero, lo que no es poco decir, ya que en esos tiempos los carniceros ganaban mucha plata. Por eso el Ogaz siempre andaba con los bolsillos llenos y una vez que el curso fue a Santiago a ver "La niña en la palomera", a la vuelta abrió la ventana del tren y lanzó tres o cuatro billetes a la vía, uno tras otro, enloquecido de placer. Como a los seis meses de nuestra amistad me fijé que había empezado a dibujar caricaturas, que le salían bastante bien, aunque todas las caras se parecían. Le pregunté cómo lo había logrado y me contó que estaba siguiendo un curso por correspondencia. Para mi cumpleaños los invité a los dos, pero justo en la mañana nos peleamos en un recreo y les retiré la invitación. En venganza me mostraron los libros que me tenían de regalo, Ivanhoe y Colmillo Blanco, de gruesas tapas amarillas, y delante mío los regalaron a la biblioteca, con dedicatoria. Yo hervía de rabia. Del Juan Carlos me hice amigo porque me gustaba su hermana y tenía casa en la playa. Su papá era fabricante de baldosas y un día el Juan Carlos me enseñó a hacer baldosas; era fácil. Viajábamos a la playa en la parte de atrás de la camioneta del papá, con el Miguel Alea, pero con el tiempo descubrí que tenía costumbres que no compartía y me alejé de él.
En segundo humanidades estaba descansando en el gimnasio, al terminar la clase de educación física, cuando me fijé en el Tonyi y pensé: "Voy a ser amigo de ese". Me acerqué y nos hicimos amigos.
El Tonyi me enseñó la parte oscura de la vida, o sea, la realidad. Me enseñó a aspirar el cigarrillo, los rincones donde esconder las cajetillas en la casa, los lugares donde vendían cigarrillos importados, el salón de pool del Lucerna y cómo debía abordarse a una mujer. Era el más chico del curso y sumamente tímido, pero al conocerlo se revelaba en él un carácter maduro. No era mal alumno, pero las pruebas y sobre todo las interrogaciones orales lo bloqueaban y para los exámenes llegaba con un valium en el cuerpo. Su papá era el comisario de Investigaciones de Rancagua y un día lo subió y lo bajó porque entró a su oficina justo cuando entre dos detectives le estaban dando la fleta a un preso. Con él nos hermanaba el mismo calvario de tener papás buenos para el trago y gran parte de nuestras conversaciones versaban sobre eso. El Tonyi además me introdujo a su círculo de amigos, que se incorporaron a mi repertorio. No eran mateos, pero me ganaban lejos en experiencia vital. El Tatán Berríos ya se había desarrollado, de modo que lo admirábamos. Vivía en Freire, en una casa grande y oscura, sin calor de hogar. Trataba a su mamá a la patada y el combo delante de nosotros y se ufanaba de conquistar minas parándose en la puerta e invitándolas a entrar. Como su mamá vendía boletos en el cine San Martín, siempre estaba solo. Se sabía todas las películas, coleccionaba afiches y dominaba los repartos. A veces nos invitaba, no tantas como hubiésemos querido, y entrábamos gratis. En ese cine daban especialmente películas francesas de la nueva ola, que no se entendían. A la proyectora le faltaba más luz y por eso cuando abandonaba la sala lo hacía con una sensación de pena que no se me pasaba durante un buen rato. El Tatán nos aclaraba que esas películas eran "para pensar". No estudiaba nunca y al final quedó repitiendo. Años después, cuando él ya trabajaba en la mina El Teniente, ganando un sueldo muy superior al mío, nos encontramos en los billares. Me contó que acababa de ser papá. Lo felicité y le pregunté qué había sido la guagua. "Mujer, carne pal pico", me contestó, resignado, y seguimos jugando.
Me decían Mono o Pelao. El Tonyi con cariño, el Tatán con un aire irreverente y el Honeyman con cierto desprecio. De los tres, el Honeyman era lejos el más pesado. Fumaba Liberty o Capstan, andaba siempre con un abrigo pata de gallo, lucía su pelo rubio engominado como si fuera actor de cine y jugaba muy bien al básquetbol, pero no tanto como el Montes de Oca o mi primo el Lucho, las estrellas del Liceo. Pensaría que todo eso le daba derechos, mas jamás consiguió liderar el grupo. Allí el líder natural era el Tonyi, que fumaba Lucky. Un día fumábamos los cuatro en un escaño de la Plaza de los Héroes cuando vimos de lejos que el rector atravesaba la calle. Los tres apagaron sus cigarros y los aplastaron, pero yo apliqué la razón y me lo guardé encendido en el bolsillo, porque la posibilidad de que el rector nos dirigiera siquiera la vista era remotísma; pues no sólo nos miró sino que se acercó a conversar con nosotros. De repente me dijo: "Mardones, le está saliendo humo del bolsillo" y me vi forzado a reconocer la falta.
Si me decían Pelao o Mono era porque en estos tiempos acostumbraba cortarme el pelo estilo regular corto cada 15 días. Mi mamá decía que si el pelo empezaba a tapar la oreja había que aplicar tijera y como la peluquera era mi tía yo me pasaba bajo la máquina todo el tiempo, reconozco que voluntariamente, porque mi mamá me había convencido de su juicio y porque a nadie que tuviera el pelo largo le iba bien en el colegio. Lo peor eran los mordiscones y los pelos sueltos que quedaban todo el día en la espalda y a veces días enteros, porque en esos tiempos la costumbre era un baño de tina a la semana.
El Honeyman era tan cagado que para unas vacaciones fuimos al refugio que tenía el Liceo cerca de las Termas de Cauquenes, en Sauzalito, camino a Sewell, y el Honeyman se lució con un numerito que hasta hoy se recuerda. Éramos como cincuenta alumnos tomando once en una mesa larga, una mesa parecida a la de los apóstoles, pero con niños a ambos lados. Tomábamos el jarro de café con pan pelado que nos daban a esa hora cuando de pronto notamos que el Honeyman había escondido las manos debajo de la mesa: ¡El infeliz untaba para callado su pan de un tarro de manjar que tenía entre las piernas! En cambio, el Tani Suárez nos repartía las sardinas que su papá le mandaba del almacén. En todo caso, yo tampoco me destacaba como modelo de generosidad. Una vez el Tatán me pidió un cigarro y le dije que no podía convidarle porque sólo me quedaban 17 en la cajetilla.
El Loro Espinoza quería congraciarse con todos porque era fome. Los fomes viven exponiéndose; si guardaran silencio nadie les diría nada y la vida iría mucho mejor para ellos. Un día iba pasando por la calle el hijo de Germinal Hernández y el Loro Espinoza nos advirtió: "Le voy a hacer una broma". Con qué irá a salir, pensamos con vergüenza ajena anticipada. Le gritó ¡Germinalito! y cuando el niño se paró a escucharlo le dijo: ¡Flaco! Era muy fome, pero además, pésimo para la gimnasia, en un tiempo en que los héroes del curso eran los buenos para la gimnasia y los peludos. El Loro tampoco era peludo, el verdaderamente peludo era el Bencho Silva, le decían Manta de Castilla y subía la cuerda como un mono; en cambio el Loro apenas llegaba al nudo. Yo también era malo para subir la cuerda, pero era bueno para la pelota, las carreras y los saltos, aunque el caballete me daba un poco de susto. Eso sí que el Loro era súper esforzado, vivía intentando hacer la vela, la posición invertida y la vuelta de carnero, pero no le salía. Andando el tiempo pregunté por él y me contaron que se había recibido de profesor de educación física. Al Loro se le murió el papá y todos fuimos al velorio; se notaba en sus ojos que estaba agradecido. Tenía buenos sentimientos, pero cuando le daba por hacerse el gracioso la embarraba medio a medio. Ahí se ponía pesado y fome.
A medida que fui creciendo me fui poniendo espiritual. En una decisión de la que hasta el día de hoy me lamento, por lo injusta que fue para ellos, renegué del Tonyi y su grupo y me alisté en otro tipo de sociedad. Entré a la Juventud Estudiantil Católica, la Jec, y viré hacia el lado de los buenos. Cada vez que me hacía la paja corría a confesarme. En las reuniones de corazón abierto debatíamos sobre nuestra obligación, como cristianos, de ser faros que alumbraran al mundo. Otros grandes temas eran la amistad, los padres, la responsabilidad y los dilemas de Jesús. Allí me hice amigo del Carolo y paralelamente, del Rucio Medina, a quienes recibía casi a diario en mi casa. El Rucio vivía en el internado del Seminario Cristo Rey porque venía del campo y su única posibilidad de estudiar en el liceo era esa. Tal vez por lo mismo odiaba todo lo que oliera a cura. Utilizó los mecanismos que la Iglesia le dio para labrar su propio destino. Era dueño de una inteligencia y una tenacidad notables, que contrastaban con la tristeza que emanaba de sus ojos y sobre todo con la idealización casi patológica de las liceanas que le gustaban. Las mujeres eran para él o vírgenes o putas. Cuando sufría un desengaño; o sea, cuando ponía los pies en la tierra, caía en un estado del cual le tomaba semanas reponerse. Mas en lo que correspondía a sus deberes de estudiante, como tenía su camino absolutamente claro, nada ni nadie lo sacaba de sus afanes. Hoy es un acaudalado ingeniero y cumplió religiosamente con lo que en esos atardeceres de pobreza y desesperanza me prometió que iba a poseer: una casa con piscina, cancha de tenis y sala de billar. Del Carolo, en cambio, se me perdió la pista. Tanto o más pobre que el Rucio en su tiempo, estudió actuación, se recibió y se dedicó al teatro infantil. Vivía en un conventillo con su abuelita. El piso de la habitación era de tierra y la luz se colaba por un ventanuco cerca del techo. Sus demás hermanos y sus papás vivían en un edificio en la población Rancagua Norte. Un día murió uno de sus hermanitos y lo acompañé en el velorio. El niño estaba jugando a las bolitas a los pies del edificio y otro hermanito lanzó desde arriba un cenicero de metal que le cayó en la cabeza y lo mató. Esa vez noté que el Carolo estaba resignado. Siempre le sudaban las manos, igual que al Herrera, y cantaba en un cuarteto que imitaba al Clan 91, para lo cual el grupo se mandó a hacer camisas op art. Me decía Huguito y durante un año fue mi jefe en el grupo de la Jec. Yo lo encontraba tan criterioso al momento de tomar decisiones que no podía comprender que se sacara malas notas. Lo que más me gustaba de él era su desapego ante las cosas materiales. Yo, por ejemplo, si no tenía plata para comprar una cajetilla me desesperaba, pero él se podía pasar la tarde entera sin fumar, aunque bastaba que alguien le ofreciera un cigarrillo para que aceptara. El año que veraneamos en el campamento de la Jec él trabajó un mes en una panadería para andar con algo de dinero. Todos los días, al regresar desde la playa de Las Vegas de Pupuya al campamento, a la hora de almuerzo, pasábamos por una ramada y compraba dos cervezas, una para mí y otra para él. Después nos íbamos cantando, ligeramente achispados; él haciendo la primera voz y yo la tercera.
Creo que con el Rucio y el Carolo repetí inconscientemente mi candorosa conducta de la segunda infancia. Para mí, la pobreza constituía un valor a seguir y como nunca fui humilde, ni espiritual ni materialmente, soñaba con rozar ese estado de gracia aunque fuese a través de otros. Los verdaderos pobres, sin embargo, sólo ansiaban, ansían y ansiarán salir cuanto antes de su estado.
Y si de remontarme a las comparaciones con la segunda infancia se trata, la figura del Marco Puga vendría a completar el cuadro.
El Marco Puga fue otra de tantas versiones de ese compañero más grande del que hablé al principio, una especie de figura de padre que hasta hoy necesito, pero que ya no encuentro en nadie, porque, que se sepa, los abuelos no andan buscando padres. El Marco era grande y obeso, parecía Nerón o algo así, le faltaba la pura toga y los laureles para ser un emperador romano. Me atraía su sarcasmo, acompañado siempre de una sonrisa mefistofélica, porque delataba su diferencia con el resto. Mientras la masa de pequeños burgueses gastaba el tiempo pololeando o fumando a escondidas, mejor dicho pendejos burgueses, él leía filosofía, o se hacía el que leía. En el fondo, creo que se burlaba de todo el mundo, partiendo por mí. Una tarde en la Jec, haciendo gala de sus dotes actorales, emitió un quejido, se desplomó y luego de un minuto, ya recuperado, me tomó de los hombros y dijo, o más bien declamó: "¡Oh, amigo!, acabo de ver tu tumba. Es una cruz sobre la hierba con tu nombre. Allí reposarás antes de que termine el año 69". Me lo dijo un invierno de 1968. El infeliz me tuvo con depresión como tres meses y juro que la noche de año nuevo que dio paso al año 70 pensé, al dar los abrazos: ¡Me salvé!
Sin embargo, le reconozco sus méritos y pensándolo bien, sus palabras fueron las de un profeta que se adelantó a su tiempo. Por lo demás, me enseñó a Poe y me prestó el libro "Mil años de amor", que hasta hoy conservo. Además, el segundo cuento que escribí en mi vida nació tras una competencia entre los dos. Había que imaginar una historia sobre Dios. A mí me ocupó casi todo el día y el resultado fueron dos páginas a máquina de las que no recuerdo nada; él se debió tomar menos tiempo, porque llegó con una decepcionante reflexión de dos párrafos que carecía de argumento.
Y así he llegado al final de este monólogo. La historia de mis compañeros de curso, que no es otra cosa que la historia de una parte de mi vida, se cierra un luminoso día de diciembre de 1969, cuando los tres sextos de humanidades abandonamos el liceo rumbo a la plaza, el último día de clases. La gente que transitaba por el centro nos vio tomarnos la calle y aplaudió con entusiasmo al escucharnos cantar "Adelante, juventud". Por el camino se nos fue cerrando la garganta y al llegar a la ansiada plaza, meta provinciana, fumamos a vista y paciencia de todo el mundo, por fin libres; hicimos planes para el día siguiente y no habiendo otro motivo por el cual permanecer allí, nos fuimos cada uno a su casa.
Ahora que escribo me doy cuenta de un detalle: nunca supe si realmente ese niño era pobre; yo fabriqué la imagen para desahogar un sentimiento guardado en mi corazón, en este caso la necesidad de sentir compasión. Lo aclaro porque todo lo que viene a continuación se basa en opiniones.
En primero preparatoria tenía un amigo al que admiraba. Era alto y bueno, de cursos superiores. Debí de inspirarle ternura porque en la Escuela 1, la escuela vieja, me buscaba para abrazarme, regalarme caramelos, jugar conmigo. Durante los recreos los niños hacíamos una larga fila y estirábamos nuestros jarros. El cocinero metía el cucharón dentro de una olla gigantesca y lo sacaba lleno de leche humeante. Mi amigo grande me ayudaba, para que la leche no se me cayera del jarro. Un día, al momento de retornar a las salas, yo de puro gusto salté y le di un beso. Algunos testigos de este hecho espontáneo me hicieron burla. No recuerdo nada más de esa breve amistad, pero si escribo sobre ella es porque el asunto me ha hecho reflexionar. Desde luego, existe alguna desconocida razón por la que la anécdota se me quedó grabada. No está en mi ánimo conjeturar de temas que desconozco, pero sí hacer una afirmación sobre algo que conozco muy bien y que viene a contradecir mi anterior juicio sobre la subjetividad de las opiniones: los niños distinguen perfectamente lo bueno de lo malo. La bondad del corazón de mi amigo no tenía dobleces y mi beso tampoco los tuvo. Mi beso fue una manifestación de auténtico cariño, que con los años debí ir reprimiendo, conforme a los dictados de la sociedad. Y así como distinguía a los buenos también distinguía a los malos. Ante las conductas de los niños es más o menos fácil hacer ese ejercicio; el problema está con los adultos. Hay adultos buenos-buenos, buenos-malos, malos-buenos y malos-malos, sin contar los más o menos.
De la Escuela 1, en su nuevo edificio y con mi nueva profesora, la señorita María Eugenia, tengo en la memoria al Herrera, al Aliaga, al guatón Berríos, al Ricarte Soto, al Fuenzalida, al Pierré, al Abud. Con uno que se llamaba Torres éramos compañeros de banco y leíamos las aventuras de Hipólito y Camilo. El Ricarte Soto era nieto del director. Entró al Segundo B igual que yo, pero a los 15 días desapareció. Después supimos que se había ido a Argentina con su papá, que era director de cine. El guatón Berríos tenía una habilidad extraordinaria para escribir composiciones. En eso siempre ganaba y se las hacían leer en los actos importantes de la escuela. Al escuchar las palabras que pronunciaba con tanta gracia desde el escenario pensaba en la pobreza de las mías, al tiempo que observaba que el buzo le quedaba chico y estrecho, y más encima se lo amarraba fuerte a la cintura. Cuánta profundidad y sentido de conjunto encerraba su prosa poética, qué cantidad de palabras bonitas se distribuían con acierto en la hoja. Nunca se me ocurrió pensar que se las pudieran haber escrito en la casa, aunque no creo, porque después se inclinó hacia el mundo de las letras y tengo entendido que finalmente se recibió de abogado. Era un auténtico genio del género de la composición y si ha de buscársele un parecido físico con alguien, para que se hagan una idea, el Berríos se parecía a Charles Laughton, pero de 9 años.
El Aliaga era el segundo mejor alumno del curso. No sé por qué, recuerdo algo burlesco en su semblante, como esas personas que aplastan a todo el mundo sin la menor sensibilidad. Se peinaba para atrás. Un completo cachetón. Nunca me cayó del todo bien. Debió ser empresario porque tenía la pasta, pero le perdí el rastro. El Herrera era el mejor de todos. Era hijo del doctor Herrera y por lo que sé, hoy es doctor. Nos hermanaba el mismo soplo al corazón, pero que yo recuerde, nunca hicimos un comentario del asunto. Me gustaba apegarme a él porque sus palabras me hacían entender muchas cosas. Era culto, inteligente, malo para la pelota y de una fealdad atractiva. Le sudaban las manos y siendo serio como lo era siempre, a toda hora, era un serio amable. El Fuenzalida también era hijo de doctor, del doctor Fuenzalida, pero la figura; es decir la metáfora, no era igual. Como su papá además jugaba de centrodelantero en el O'Higgins, él había salido excelente para la pelota. Tenía cara bonita y se peinaba a la moda, estilo cepillo, todo lo cual le daba un aire envidiable, que en un momento me hizo desarrollar una tirria hacia él, que desembocó en una pelea a la salida de la escuela. Perdí lejos.
El doctor Fuenzalida no debió ser muy bueno como médico, porque una vez atendió a mi papá y mi papá llegó a la casa contando que el doctor estaba angustiado porque creía que le habían hecho una brujería, de modo que mi papá terminó consolándolo, y eso que fue a pedir licencia por depresión.
Se me olvidaba el Abarca. Le gustaba usar las uñas largas y su caligrafía despertaba admiración. No hacía las letras bonitas porque se dedicara a eso; le salían bonitas naturalmente. Era delgado, no flaco, y se peinaba para el lado. Sin ser afeminado había algo extraño en él, una especie de serena delicadeza, en realidad una delicadeza impropia de lo que éramos a esa edad: una tropa de vándalos. En cuanto al Pierré, de partida ya era raro porque tenía apellido francés. Decían que su mamá era locutora de la radio Rancagua; a lo mejor, yo casi nunca escuchaba la radio Rancagua, mis preferidas eran la Corporación y la Minería, donde por las noches llegaban a actuar Los Cinco Latinos, Paul Anka, Dean Reed o los TNT como si nada, sin mencionar La Caravana del Buen Humor, con el Flaco Gálvez y Firulete. Yo los sintonizaba de muy lejos, con la luz apagada, y fue tanta la admiración que en mí despertaron Los Cinco Latinos que les escribí una carta a la radio. Traté de hacer la letra derechita pero se me fue para abajo. A las dos semanas me llegó la respuesta: una foto con dedicatoria escrita de puño y letra por los cinco, incluyendo a Estela Raval. A propósito, una vez un humorista de los famosos de entonces chocó, fue a dar al hospital de Rancagua y lo atendió el doctor Fuenzalida. Al otro día el Fuenzalida nos contó que el humorista andaba con las uñas de los pies pintadas y todos abrimos los ojos de par en par.
El Pierré era el más tímido del curso, y por eso se ganó el calificativo de guailón. Como en esos tiempos nadie sabía lo que era el bullying, cada uno debía soportar estoicamente las burlas de los otros cuando le correspondía el turno. Ya vendría el momento de la venganza. En el caso del Pierré, las burlas consistían en risotadas y chistes cuando lo llamaban a interrogación, porque se ponía a tiritar y no era raro que largara el llanto, cuyo efecto chistoso se multiplicaba en su figura alargada de nariz ganchuda y ojos finos con pestañas como de patas de araña y frente de luna llena. En momentos como esos la señorita María Eugenia se veía en la obligación de pararnos el carro:
-¡Ya comieron caca de mono! -gritaba y el curso volvía a guardar silencio, pero a medias.
Por ser el Abud el más despierto del curso agarró temprano el privilegio de ir al banco a pagarles las cuentas y cambiarles los cheques a la señorita María Eugenia. Otros que optaron a ese cargo nunca fueron elegidos. Yo respiraba aliviado cada vez que el Abud salía de la sala con los papeles en un sobre: si me hubiesen escogido a mí no habría hallado qué hacer. El Abud era alegre y bromista, sin ser pesado. Le relucían los cachetes y también le quedaba el buzo corto, lo que no constituía mérito alguno: en esos tiempos a todos nos quedaba el buzo corto, porque nos tenía que durar el año entero y hasta dos años.
Mis grandes amigos del colegio surgieron en humanidades. Al entrar a sexto preparatoria mi mamá me cambió de la Escuela 1 al Liceo de Hombres y el cambio me transformó por entero. Me puse aplicado, estudioso y ya en el primer trimestre obtuve el primer puesto, que no solté en todo el año, lo que me llenó de alegría porque impresionó a mi mamá. Desde luego, estudiar era un martirio, un trago amargo que sin embargo se recompensaba con creces cuando el señor Olavarría dictaba las notas en voz alta. Para sacarme un siete en las pruebas de historia leía la materia tres veces hasta que me la aprendía de memoria; de allí que mi fuerte siempre fuera historia. Pero como el calvario del estudio no bastaba, además me las ingeniaba para atrasar hasta el último minuto el momento de hundirme en el libro de Francisco Frías Valenzuela. Cuando llegaba la noche y la ansiedad ocupaba por entero mi pensamiento lo abría y empezaba a estudiar. El Vitorio, en la cama de al lado, dormía. Hay que ser un completo imbécil para tener ese sentido de la realidad, pero confieso que en esos años yo pensaba exactamente así. Los buenos tenían buenas notas, los flojos eran despreciables y el pololeo era una forma de malgastar el tiempo. Y si por casualidad yo también llegaba a caer en ese bajo pensamiento de carácter romántico averiguaba antes con el máximo detalle, pero tratando de no despertar sospechas, el promedio de la alumna.
Aun así, de miserable desconocido me puse popular. Al tiempo descubrí que el curso le tenía mala al mateo y que mi llegada lo había ensombrecido. El Plátano González no era mala persona. No se ufanaba de sus notas, parecía tener ese orgullo muy escondido. Tampoco era competitivo, pero ahora pienso que ocultaba ese rasgo. En todo caso, jamás me hizo daño alguno y hasta me invitó un domingo a su cumpleaños, al que falté con pesar, porque ese día jugaba Colo Colo con O'Higgins. Se peinaba para atrás con gomina y tenía linda letra, para el lado, una letra especial, entre nerviosa y ordenada, escribía la ge de una forma única, inimitable, no sé cómo la hacía. Al egresar entró a la universidad y estudió medicina. Y como si el curso hubiera querido sacarle pica al Plátano, ese año me eligió mejor compañero. De mejor compañero nunca tuve nada; es más, ese año ni siquiera hice amigos, absorto como estaba en la obsesión de las notas. Los amigos llegaron en primero humanidades, cuando me relajé. Bajé del primero al segundo puesto. Al año siguiente bajé al cuarto y sólo retomé el primero en sexto de Letras, cuando me volví a poner estudioso.
De estos nuevos tiempos fueron el Ogaz y el Juan Carlos González. El Ogaz usaba lentes poto de botella, tenía voz nasal, como de vieja, y se peinaba para el lado, con gomina. Lo que más envidiaba de mí no eran mis notas sino mi talento para el dibujo. Devoraba mis historietas. Su papá era carnicero, lo que no es poco decir, ya que en esos tiempos los carniceros ganaban mucha plata. Por eso el Ogaz siempre andaba con los bolsillos llenos y una vez que el curso fue a Santiago a ver "La niña en la palomera", a la vuelta abrió la ventana del tren y lanzó tres o cuatro billetes a la vía, uno tras otro, enloquecido de placer. Como a los seis meses de nuestra amistad me fijé que había empezado a dibujar caricaturas, que le salían bastante bien, aunque todas las caras se parecían. Le pregunté cómo lo había logrado y me contó que estaba siguiendo un curso por correspondencia. Para mi cumpleaños los invité a los dos, pero justo en la mañana nos peleamos en un recreo y les retiré la invitación. En venganza me mostraron los libros que me tenían de regalo, Ivanhoe y Colmillo Blanco, de gruesas tapas amarillas, y delante mío los regalaron a la biblioteca, con dedicatoria. Yo hervía de rabia. Del Juan Carlos me hice amigo porque me gustaba su hermana y tenía casa en la playa. Su papá era fabricante de baldosas y un día el Juan Carlos me enseñó a hacer baldosas; era fácil. Viajábamos a la playa en la parte de atrás de la camioneta del papá, con el Miguel Alea, pero con el tiempo descubrí que tenía costumbres que no compartía y me alejé de él.
En segundo humanidades estaba descansando en el gimnasio, al terminar la clase de educación física, cuando me fijé en el Tonyi y pensé: "Voy a ser amigo de ese". Me acerqué y nos hicimos amigos.
El Tonyi me enseñó la parte oscura de la vida, o sea, la realidad. Me enseñó a aspirar el cigarrillo, los rincones donde esconder las cajetillas en la casa, los lugares donde vendían cigarrillos importados, el salón de pool del Lucerna y cómo debía abordarse a una mujer. Era el más chico del curso y sumamente tímido, pero al conocerlo se revelaba en él un carácter maduro. No era mal alumno, pero las pruebas y sobre todo las interrogaciones orales lo bloqueaban y para los exámenes llegaba con un valium en el cuerpo. Su papá era el comisario de Investigaciones de Rancagua y un día lo subió y lo bajó porque entró a su oficina justo cuando entre dos detectives le estaban dando la fleta a un preso. Con él nos hermanaba el mismo calvario de tener papás buenos para el trago y gran parte de nuestras conversaciones versaban sobre eso. El Tonyi además me introdujo a su círculo de amigos, que se incorporaron a mi repertorio. No eran mateos, pero me ganaban lejos en experiencia vital. El Tatán Berríos ya se había desarrollado, de modo que lo admirábamos. Vivía en Freire, en una casa grande y oscura, sin calor de hogar. Trataba a su mamá a la patada y el combo delante de nosotros y se ufanaba de conquistar minas parándose en la puerta e invitándolas a entrar. Como su mamá vendía boletos en el cine San Martín, siempre estaba solo. Se sabía todas las películas, coleccionaba afiches y dominaba los repartos. A veces nos invitaba, no tantas como hubiésemos querido, y entrábamos gratis. En ese cine daban especialmente películas francesas de la nueva ola, que no se entendían. A la proyectora le faltaba más luz y por eso cuando abandonaba la sala lo hacía con una sensación de pena que no se me pasaba durante un buen rato. El Tatán nos aclaraba que esas películas eran "para pensar". No estudiaba nunca y al final quedó repitiendo. Años después, cuando él ya trabajaba en la mina El Teniente, ganando un sueldo muy superior al mío, nos encontramos en los billares. Me contó que acababa de ser papá. Lo felicité y le pregunté qué había sido la guagua. "Mujer, carne pal pico", me contestó, resignado, y seguimos jugando.
Me decían Mono o Pelao. El Tonyi con cariño, el Tatán con un aire irreverente y el Honeyman con cierto desprecio. De los tres, el Honeyman era lejos el más pesado. Fumaba Liberty o Capstan, andaba siempre con un abrigo pata de gallo, lucía su pelo rubio engominado como si fuera actor de cine y jugaba muy bien al básquetbol, pero no tanto como el Montes de Oca o mi primo el Lucho, las estrellas del Liceo. Pensaría que todo eso le daba derechos, mas jamás consiguió liderar el grupo. Allí el líder natural era el Tonyi, que fumaba Lucky. Un día fumábamos los cuatro en un escaño de la Plaza de los Héroes cuando vimos de lejos que el rector atravesaba la calle. Los tres apagaron sus cigarros y los aplastaron, pero yo apliqué la razón y me lo guardé encendido en el bolsillo, porque la posibilidad de que el rector nos dirigiera siquiera la vista era remotísma; pues no sólo nos miró sino que se acercó a conversar con nosotros. De repente me dijo: "Mardones, le está saliendo humo del bolsillo" y me vi forzado a reconocer la falta.
Si me decían Pelao o Mono era porque en estos tiempos acostumbraba cortarme el pelo estilo regular corto cada 15 días. Mi mamá decía que si el pelo empezaba a tapar la oreja había que aplicar tijera y como la peluquera era mi tía yo me pasaba bajo la máquina todo el tiempo, reconozco que voluntariamente, porque mi mamá me había convencido de su juicio y porque a nadie que tuviera el pelo largo le iba bien en el colegio. Lo peor eran los mordiscones y los pelos sueltos que quedaban todo el día en la espalda y a veces días enteros, porque en esos tiempos la costumbre era un baño de tina a la semana.
El Honeyman era tan cagado que para unas vacaciones fuimos al refugio que tenía el Liceo cerca de las Termas de Cauquenes, en Sauzalito, camino a Sewell, y el Honeyman se lució con un numerito que hasta hoy se recuerda. Éramos como cincuenta alumnos tomando once en una mesa larga, una mesa parecida a la de los apóstoles, pero con niños a ambos lados. Tomábamos el jarro de café con pan pelado que nos daban a esa hora cuando de pronto notamos que el Honeyman había escondido las manos debajo de la mesa: ¡El infeliz untaba para callado su pan de un tarro de manjar que tenía entre las piernas! En cambio, el Tani Suárez nos repartía las sardinas que su papá le mandaba del almacén. En todo caso, yo tampoco me destacaba como modelo de generosidad. Una vez el Tatán me pidió un cigarro y le dije que no podía convidarle porque sólo me quedaban 17 en la cajetilla.
El Loro Espinoza quería congraciarse con todos porque era fome. Los fomes viven exponiéndose; si guardaran silencio nadie les diría nada y la vida iría mucho mejor para ellos. Un día iba pasando por la calle el hijo de Germinal Hernández y el Loro Espinoza nos advirtió: "Le voy a hacer una broma". Con qué irá a salir, pensamos con vergüenza ajena anticipada. Le gritó ¡Germinalito! y cuando el niño se paró a escucharlo le dijo: ¡Flaco! Era muy fome, pero además, pésimo para la gimnasia, en un tiempo en que los héroes del curso eran los buenos para la gimnasia y los peludos. El Loro tampoco era peludo, el verdaderamente peludo era el Bencho Silva, le decían Manta de Castilla y subía la cuerda como un mono; en cambio el Loro apenas llegaba al nudo. Yo también era malo para subir la cuerda, pero era bueno para la pelota, las carreras y los saltos, aunque el caballete me daba un poco de susto. Eso sí que el Loro era súper esforzado, vivía intentando hacer la vela, la posición invertida y la vuelta de carnero, pero no le salía. Andando el tiempo pregunté por él y me contaron que se había recibido de profesor de educación física. Al Loro se le murió el papá y todos fuimos al velorio; se notaba en sus ojos que estaba agradecido. Tenía buenos sentimientos, pero cuando le daba por hacerse el gracioso la embarraba medio a medio. Ahí se ponía pesado y fome.
A medida que fui creciendo me fui poniendo espiritual. En una decisión de la que hasta el día de hoy me lamento, por lo injusta que fue para ellos, renegué del Tonyi y su grupo y me alisté en otro tipo de sociedad. Entré a la Juventud Estudiantil Católica, la Jec, y viré hacia el lado de los buenos. Cada vez que me hacía la paja corría a confesarme. En las reuniones de corazón abierto debatíamos sobre nuestra obligación, como cristianos, de ser faros que alumbraran al mundo. Otros grandes temas eran la amistad, los padres, la responsabilidad y los dilemas de Jesús. Allí me hice amigo del Carolo y paralelamente, del Rucio Medina, a quienes recibía casi a diario en mi casa. El Rucio vivía en el internado del Seminario Cristo Rey porque venía del campo y su única posibilidad de estudiar en el liceo era esa. Tal vez por lo mismo odiaba todo lo que oliera a cura. Utilizó los mecanismos que la Iglesia le dio para labrar su propio destino. Era dueño de una inteligencia y una tenacidad notables, que contrastaban con la tristeza que emanaba de sus ojos y sobre todo con la idealización casi patológica de las liceanas que le gustaban. Las mujeres eran para él o vírgenes o putas. Cuando sufría un desengaño; o sea, cuando ponía los pies en la tierra, caía en un estado del cual le tomaba semanas reponerse. Mas en lo que correspondía a sus deberes de estudiante, como tenía su camino absolutamente claro, nada ni nadie lo sacaba de sus afanes. Hoy es un acaudalado ingeniero y cumplió religiosamente con lo que en esos atardeceres de pobreza y desesperanza me prometió que iba a poseer: una casa con piscina, cancha de tenis y sala de billar. Del Carolo, en cambio, se me perdió la pista. Tanto o más pobre que el Rucio en su tiempo, estudió actuación, se recibió y se dedicó al teatro infantil. Vivía en un conventillo con su abuelita. El piso de la habitación era de tierra y la luz se colaba por un ventanuco cerca del techo. Sus demás hermanos y sus papás vivían en un edificio en la población Rancagua Norte. Un día murió uno de sus hermanitos y lo acompañé en el velorio. El niño estaba jugando a las bolitas a los pies del edificio y otro hermanito lanzó desde arriba un cenicero de metal que le cayó en la cabeza y lo mató. Esa vez noté que el Carolo estaba resignado. Siempre le sudaban las manos, igual que al Herrera, y cantaba en un cuarteto que imitaba al Clan 91, para lo cual el grupo se mandó a hacer camisas op art. Me decía Huguito y durante un año fue mi jefe en el grupo de la Jec. Yo lo encontraba tan criterioso al momento de tomar decisiones que no podía comprender que se sacara malas notas. Lo que más me gustaba de él era su desapego ante las cosas materiales. Yo, por ejemplo, si no tenía plata para comprar una cajetilla me desesperaba, pero él se podía pasar la tarde entera sin fumar, aunque bastaba que alguien le ofreciera un cigarrillo para que aceptara. El año que veraneamos en el campamento de la Jec él trabajó un mes en una panadería para andar con algo de dinero. Todos los días, al regresar desde la playa de Las Vegas de Pupuya al campamento, a la hora de almuerzo, pasábamos por una ramada y compraba dos cervezas, una para mí y otra para él. Después nos íbamos cantando, ligeramente achispados; él haciendo la primera voz y yo la tercera.
Creo que con el Rucio y el Carolo repetí inconscientemente mi candorosa conducta de la segunda infancia. Para mí, la pobreza constituía un valor a seguir y como nunca fui humilde, ni espiritual ni materialmente, soñaba con rozar ese estado de gracia aunque fuese a través de otros. Los verdaderos pobres, sin embargo, sólo ansiaban, ansían y ansiarán salir cuanto antes de su estado.
Y si de remontarme a las comparaciones con la segunda infancia se trata, la figura del Marco Puga vendría a completar el cuadro.
El Marco Puga fue otra de tantas versiones de ese compañero más grande del que hablé al principio, una especie de figura de padre que hasta hoy necesito, pero que ya no encuentro en nadie, porque, que se sepa, los abuelos no andan buscando padres. El Marco era grande y obeso, parecía Nerón o algo así, le faltaba la pura toga y los laureles para ser un emperador romano. Me atraía su sarcasmo, acompañado siempre de una sonrisa mefistofélica, porque delataba su diferencia con el resto. Mientras la masa de pequeños burgueses gastaba el tiempo pololeando o fumando a escondidas, mejor dicho pendejos burgueses, él leía filosofía, o se hacía el que leía. En el fondo, creo que se burlaba de todo el mundo, partiendo por mí. Una tarde en la Jec, haciendo gala de sus dotes actorales, emitió un quejido, se desplomó y luego de un minuto, ya recuperado, me tomó de los hombros y dijo, o más bien declamó: "¡Oh, amigo!, acabo de ver tu tumba. Es una cruz sobre la hierba con tu nombre. Allí reposarás antes de que termine el año 69". Me lo dijo un invierno de 1968. El infeliz me tuvo con depresión como tres meses y juro que la noche de año nuevo que dio paso al año 70 pensé, al dar los abrazos: ¡Me salvé!
Sin embargo, le reconozco sus méritos y pensándolo bien, sus palabras fueron las de un profeta que se adelantó a su tiempo. Por lo demás, me enseñó a Poe y me prestó el libro "Mil años de amor", que hasta hoy conservo. Además, el segundo cuento que escribí en mi vida nació tras una competencia entre los dos. Había que imaginar una historia sobre Dios. A mí me ocupó casi todo el día y el resultado fueron dos páginas a máquina de las que no recuerdo nada; él se debió tomar menos tiempo, porque llegó con una decepcionante reflexión de dos párrafos que carecía de argumento.
Y así he llegado al final de este monólogo. La historia de mis compañeros de curso, que no es otra cosa que la historia de una parte de mi vida, se cierra un luminoso día de diciembre de 1969, cuando los tres sextos de humanidades abandonamos el liceo rumbo a la plaza, el último día de clases. La gente que transitaba por el centro nos vio tomarnos la calle y aplaudió con entusiasmo al escucharnos cantar "Adelante, juventud". Por el camino se nos fue cerrando la garganta y al llegar a la ansiada plaza, meta provinciana, fumamos a vista y paciencia de todo el mundo, por fin libres; hicimos planes para el día siguiente y no habiendo otro motivo por el cual permanecer allí, nos fuimos cada uno a su casa.
lunes, marzo 28, 2011
El billete
La abuela Ángela tenía fama, más que de avara, de cuidadosa con su dinero. Cuando el abuelo Isidoro abandonó el hogar, por motivos desconocidos, ella se hizo cargo del quiosco y asumió la tarea de sacar adelante la casa con sus cuatro hijos incluidos, a quienes crió con filosofía espartana. Tanto fue así que, cada vez que tomaba sus copas, que era bien seguido, mi padre recordaba que no había tenido infancia y que debía vender diarios a pie pelado en pleno invierno, "y no un diario cualquiera, sino uno que no leía nadie y que tenía que ofrecérselo a los curaditos que tomaban en las cantinas, porque había que volver al quiosco con los diarios vendidos y ellos eran los únicos que me lo compraban, por lástima", agregaba, echando sus lagrimones, yo creo que tanto por esos curaditos como por el niño que vendía diarios, lo que su alma traducía como dos imágenes de sí mismo en distintas etapas de su vida. La cantinela de la venta de diarios a pie pelado me enfurecía. Lo juzgaba duramente: lo hallaba cobarde y débil por entregarse tan fácilmente a la bebida y por lamentarse de su suerte, que no era mala. Muchas veces pensé, caminando hacia el liceo, que nuestro hogar iría mejor si él faltara; o sea, si estuviera muerto. Nunca he terminado de arrepentirme de haber sentido así. Mi padre fue un hombre bueno y realmente sabía de lo que estaba hablando.
Para las navidades y los cumpleaños, la abuela Ángela nos regalaba dinero contante y sonante, que era lo que ella más apreciaba, ya que lo natural, aunque no lo deseable, es hacer regalos al gusto de uno. Mi papá adoptó esa costumbre a medias y un par de veces recibí de él un sobre con un suculento monto, que hizo más entretenidas mis vacaciones. Pero la Navidad que se fijó en mi mente, no tanto por la Navidad sino por el regalo, incluso no tanto por el regalo sino por las consecuencias que tuvo, fue aquella en que la abuela Ángela nos regaló al Vitorio y a mí un billete a cada uno, pero de una suma desproporcionada para la edad que teníamos. Lamentablamente mi mala memoria me obliga a hacer aquí un paréntesis. Lo que recuerdo es que era un billete azul de 50 pesos. La realidad me dice que si hubiese sido así estaría hablando del año 1959, de un billete más bien verdoso y que tanto valor no tenía, y del Vitorio con apenas 4 años y yo con seis. Pudo haber sido entonces un billete de cien escudos de 1960 o 1961, que sí era azul, pero bastante más grande de lo que recuerdo y, sobre todo, carísimo para cualquier bolsillo. Curiosamente, lo que más se asemeja a mi recuerdo es el billete azul de 5 pesos, que ya en esa época no valía casi nada. Cualquiera que escribe o que lee sobre el asunto se dará cuenta de lo difícil que es hablar de montos de dinero en un relato. Por eso me quedo con mi vago recuerdo: era un billete azul que representaba una suma desproporcionada para nosotros. Y por eso no fue raro que a partir del 26 de diciembre mi mamá empezara a advertirnos la importancia que tenía ese billete y el cuidado que debíamos darle. Eso quería decir derechamente que no se nos ocurriera gastarlo. Hoy pienso que simplemente debió retener los dos billetes o depositarlos en el banco; así habrían estado más seguros a costa de un breve momento de pesar por parte nuestra, ya que, todos saben, los verdaderos niños no se apasionan por los billetes.
Pero no lo hizo así y todos los días amanecían en los veladores.
A seis cuadras de nuestra casa, lo que se dice desde Bueras 129 a Independencia con Astorga, estaba la librería Cervantes, peligro público para las fantasías infantiles. En marzo exhibía cuadernos, lápices, gomas y libros de asignaturas, pero el resto del año sus dueños se veían obligados a ocupar la vitrina con cualquier cosa, pistolas, espadas romanas, autitos a fricción, rompecabezas, pelotas, naves interplanetarias, revólveres con estuche y fulminante, trenes eléctricos con sus casitas y estaciones, armónicas pequeñas, medianas y profesionales, colecciones de estampillas, un cuantuay. Cada visita al centro resultaba un martirio para nosotros y a mi mamá, siempre apurada, le costaba despegarnos de esa vitrina. A regañadientes la obedecíamos y entrábamos con ella al banco, un lugar tan diferente, tan extraño, tan frío, lleno de mármoles, personas silenciosas de corbata, mujeres de taco alto, otra Rancagua en esas limpias paredes de colores grises y techos diría incluso más altos que las naves de la catedral. Allí pasábamos bostezando buena parte de la mañana, hasta que la atendían. A la salida siempre le quedaban dos o tres diligencias, ya que el viaje al centro había que aprovecharlo.
Los billetes, durmiendo.
Una de esas mañanas saqué mi billete y le propuse al Vitorio que hiciera lo mismo y fuéramos a la librería Cervantes a ver juguetes, solo a ver. Él me obedeció al instante y partimos, muy alegres ante la perspectiva que nos deparaba el día. Y en efecto, apenas llegamos nos quedamos clavados ante la vitrina unos buenos 15 minutos, tratando de abarcar toda la variedad de objetos que se exhibían ante nuestros ojos. Recuerdo que solo una vez en mi vida volví a sentir algo parecido y fue en otra librería, ante un afiche que capturó mi mente y que anunciaba un circo que pasaba por Rancagua. Debido a un extraño segundo de encantamiento, los números del espectáculo se me iban revelando como si fuese la primera vez que los conociera. Mix y Max, la traviesa pareja de canes dotados de inteligencia superior que desafían mortales anillos de fuego. Glotón y Zenón, ¡los increíbles osos basquetbolistas de Siberia! Desde lo más profundo de la selva africana, ¡Rex, temible león asesino y su corte de fieras! Razhán el ilusionista hindú que desafía a la muerte. Los hermanos Ramírez Roldán y su increíble Cristo Humano Aéreo. La mujer de brazos de goma. El asombroso malabarista ciego. El circo se llamaba naturalmente "Las águilas humanas" y en ese estado de fascinación que dominaba mis sentidos el nombre fue el colmo de la maravilla: ¡hombres alados surcando las alturas!, rozando la carpa con las plumas. En ese momento desperté de la hipnosis y me di cuenta de que era el mismo circo de todos los años. Cada palabra del afiche, sobre todo cada adjetivo, volvió a su sentido ordinario, gastado, y terminó la magia.
Así pasó con la vitrina de la librería Cervantes. La magia terminó en el momento en que habíamos asimilado las posibilidades que ofrecían todos los juguetes.
A mí me había gustado sobre todo una pistolita negra de fulminante, como las que usaban los gángsters de las películas, y cuando regresábamos a la población le pregunté al Vitorio si también le había gustado. Me dijo que sí. Le propuse que nos compráramos una cada uno y aceptó de inmediato, de modo que no habíamos andado ni media cuadra cuando ya estábamos de nuevo frente a la vitrina. La pistola valía el equivalente a la décima parte de cada billete. Dudamos un par de minutos, por la vergüenza que daba entrar a la librería a comprar, y al final entramos. Preguntamos por las pistolitas y mostramos nuestros billetes. El dependiente no se hizo ningún problema. Al salir me di cuenta de que comprar era fácil. Bastaba ordenar el producto, pasar el dinero y recibir el vuelto. ¡Y todavía nos quedaba tanta plata!
Volvimos felices a la casa, pero un imán nos arrastró ansiosamente a la librería. En fin, cada entrada y cada salida nos fue llenando el bolsillo izquierdo de juguetes y vaciando el derecho de dinero. Salimos por última vez del local con dos bolsitas de juguetes y cuatro chauchas en los bolsillos.
La felicidad era completa, pero íntimamente sentía que algo no marchaba como reloj. Solo cuando mi mamá nos preguntó de dónde habíamos tantas cosas fue que empecé a preocuparme. Le conté nuestra aventura y no le pareció nada bien. Pronunció una filípica sobre el dinero y su significado, esas cosas que dicen los papás cuando tratan de enseñar con palabras, y remató advirtiendo que esto lo sabría mi papá a la hora de almuerzo. No recuerdo si nos castigaron, no recuerdo que jamás nos hayan castigado realmente, salvo en una graciosa ocasión, pero eso quedará para otra historia. Creo que ese día bastó la profunda desilusión que mi mamá demostró hacia mi persona. De ahí en adelante el dinero fue para mí algo más valioso que lo que se puede comprar con él, una especie de seguro de vida, un fajo de papeles que es mejor tener que no tener, un fajo de papeles que deben esconderse, ahorro, mezquindad, contención, cálculo, prudencia, nunca dar el paso decisivo porque siempre el paso siguiente puede ser el realmente importante, la felicidad está en las cosas materiales, palabras y pensamientos que se me quedaron pegados y de los que ya no me logré zafar, porque los viejos no renuevan la piel, solo van parchando las cáscaras maduras que se les desprenden del cuerpo con el tiempo.
Para las navidades y los cumpleaños, la abuela Ángela nos regalaba dinero contante y sonante, que era lo que ella más apreciaba, ya que lo natural, aunque no lo deseable, es hacer regalos al gusto de uno. Mi papá adoptó esa costumbre a medias y un par de veces recibí de él un sobre con un suculento monto, que hizo más entretenidas mis vacaciones. Pero la Navidad que se fijó en mi mente, no tanto por la Navidad sino por el regalo, incluso no tanto por el regalo sino por las consecuencias que tuvo, fue aquella en que la abuela Ángela nos regaló al Vitorio y a mí un billete a cada uno, pero de una suma desproporcionada para la edad que teníamos. Lamentablamente mi mala memoria me obliga a hacer aquí un paréntesis. Lo que recuerdo es que era un billete azul de 50 pesos. La realidad me dice que si hubiese sido así estaría hablando del año 1959, de un billete más bien verdoso y que tanto valor no tenía, y del Vitorio con apenas 4 años y yo con seis. Pudo haber sido entonces un billete de cien escudos de 1960 o 1961, que sí era azul, pero bastante más grande de lo que recuerdo y, sobre todo, carísimo para cualquier bolsillo. Curiosamente, lo que más se asemeja a mi recuerdo es el billete azul de 5 pesos, que ya en esa época no valía casi nada. Cualquiera que escribe o que lee sobre el asunto se dará cuenta de lo difícil que es hablar de montos de dinero en un relato. Por eso me quedo con mi vago recuerdo: era un billete azul que representaba una suma desproporcionada para nosotros. Y por eso no fue raro que a partir del 26 de diciembre mi mamá empezara a advertirnos la importancia que tenía ese billete y el cuidado que debíamos darle. Eso quería decir derechamente que no se nos ocurriera gastarlo. Hoy pienso que simplemente debió retener los dos billetes o depositarlos en el banco; así habrían estado más seguros a costa de un breve momento de pesar por parte nuestra, ya que, todos saben, los verdaderos niños no se apasionan por los billetes.
Pero no lo hizo así y todos los días amanecían en los veladores.
A seis cuadras de nuestra casa, lo que se dice desde Bueras 129 a Independencia con Astorga, estaba la librería Cervantes, peligro público para las fantasías infantiles. En marzo exhibía cuadernos, lápices, gomas y libros de asignaturas, pero el resto del año sus dueños se veían obligados a ocupar la vitrina con cualquier cosa, pistolas, espadas romanas, autitos a fricción, rompecabezas, pelotas, naves interplanetarias, revólveres con estuche y fulminante, trenes eléctricos con sus casitas y estaciones, armónicas pequeñas, medianas y profesionales, colecciones de estampillas, un cuantuay. Cada visita al centro resultaba un martirio para nosotros y a mi mamá, siempre apurada, le costaba despegarnos de esa vitrina. A regañadientes la obedecíamos y entrábamos con ella al banco, un lugar tan diferente, tan extraño, tan frío, lleno de mármoles, personas silenciosas de corbata, mujeres de taco alto, otra Rancagua en esas limpias paredes de colores grises y techos diría incluso más altos que las naves de la catedral. Allí pasábamos bostezando buena parte de la mañana, hasta que la atendían. A la salida siempre le quedaban dos o tres diligencias, ya que el viaje al centro había que aprovecharlo.
Los billetes, durmiendo.
Una de esas mañanas saqué mi billete y le propuse al Vitorio que hiciera lo mismo y fuéramos a la librería Cervantes a ver juguetes, solo a ver. Él me obedeció al instante y partimos, muy alegres ante la perspectiva que nos deparaba el día. Y en efecto, apenas llegamos nos quedamos clavados ante la vitrina unos buenos 15 minutos, tratando de abarcar toda la variedad de objetos que se exhibían ante nuestros ojos. Recuerdo que solo una vez en mi vida volví a sentir algo parecido y fue en otra librería, ante un afiche que capturó mi mente y que anunciaba un circo que pasaba por Rancagua. Debido a un extraño segundo de encantamiento, los números del espectáculo se me iban revelando como si fuese la primera vez que los conociera. Mix y Max, la traviesa pareja de canes dotados de inteligencia superior que desafían mortales anillos de fuego. Glotón y Zenón, ¡los increíbles osos basquetbolistas de Siberia! Desde lo más profundo de la selva africana, ¡Rex, temible león asesino y su corte de fieras! Razhán el ilusionista hindú que desafía a la muerte. Los hermanos Ramírez Roldán y su increíble Cristo Humano Aéreo. La mujer de brazos de goma. El asombroso malabarista ciego. El circo se llamaba naturalmente "Las águilas humanas" y en ese estado de fascinación que dominaba mis sentidos el nombre fue el colmo de la maravilla: ¡hombres alados surcando las alturas!, rozando la carpa con las plumas. En ese momento desperté de la hipnosis y me di cuenta de que era el mismo circo de todos los años. Cada palabra del afiche, sobre todo cada adjetivo, volvió a su sentido ordinario, gastado, y terminó la magia.
Así pasó con la vitrina de la librería Cervantes. La magia terminó en el momento en que habíamos asimilado las posibilidades que ofrecían todos los juguetes.
A mí me había gustado sobre todo una pistolita negra de fulminante, como las que usaban los gángsters de las películas, y cuando regresábamos a la población le pregunté al Vitorio si también le había gustado. Me dijo que sí. Le propuse que nos compráramos una cada uno y aceptó de inmediato, de modo que no habíamos andado ni media cuadra cuando ya estábamos de nuevo frente a la vitrina. La pistola valía el equivalente a la décima parte de cada billete. Dudamos un par de minutos, por la vergüenza que daba entrar a la librería a comprar, y al final entramos. Preguntamos por las pistolitas y mostramos nuestros billetes. El dependiente no se hizo ningún problema. Al salir me di cuenta de que comprar era fácil. Bastaba ordenar el producto, pasar el dinero y recibir el vuelto. ¡Y todavía nos quedaba tanta plata!
Volvimos felices a la casa, pero un imán nos arrastró ansiosamente a la librería. En fin, cada entrada y cada salida nos fue llenando el bolsillo izquierdo de juguetes y vaciando el derecho de dinero. Salimos por última vez del local con dos bolsitas de juguetes y cuatro chauchas en los bolsillos.
La felicidad era completa, pero íntimamente sentía que algo no marchaba como reloj. Solo cuando mi mamá nos preguntó de dónde habíamos tantas cosas fue que empecé a preocuparme. Le conté nuestra aventura y no le pareció nada bien. Pronunció una filípica sobre el dinero y su significado, esas cosas que dicen los papás cuando tratan de enseñar con palabras, y remató advirtiendo que esto lo sabría mi papá a la hora de almuerzo. No recuerdo si nos castigaron, no recuerdo que jamás nos hayan castigado realmente, salvo en una graciosa ocasión, pero eso quedará para otra historia. Creo que ese día bastó la profunda desilusión que mi mamá demostró hacia mi persona. De ahí en adelante el dinero fue para mí algo más valioso que lo que se puede comprar con él, una especie de seguro de vida, un fajo de papeles que es mejor tener que no tener, un fajo de papeles que deben esconderse, ahorro, mezquindad, contención, cálculo, prudencia, nunca dar el paso decisivo porque siempre el paso siguiente puede ser el realmente importante, la felicidad está en las cosas materiales, palabras y pensamientos que se me quedaron pegados y de los que ya no me logré zafar, porque los viejos no renuevan la piel, solo van parchando las cáscaras maduras que se les desprenden del cuerpo con el tiempo.
martes, marzo 01, 2011
La chiquilla furiosa
En un lugar del mundo, del cual sólo se puede agregar que está ubicado exactamente en los confines, vive la chiquilla furiosa. Quienes han tratado de definirla han muerto en el acto, por lo que yo tomaré mis precauciones, de modo que a partir de este momento no diré nada más de ella. Sí me referiré a ciertas imágenes que han permanecido, han quedado en el aire, como se dice. Un estudiante de actuación declaró que durante un ensayo la chiquilla furiosa lo hizo caminar en cuatro patas por el escenario, se le montó sobre la espalda y le clavó los talones en las costillas hasta sacarle sangre. Al fijarse en sus pies notó que estaban cubiertos de alambres de púas.
Un caballero me relató que al toparse bruscamente con ella a la vuelta de una esquina cayó hacia atrás. Se salvó de romperse la nuca porque la chiquilla furiosa saltó y lo acogió en su seno, rodeándole el cuello con el brazo derecho. Le consulté si en dicha oportunidad había demostrado su furia; me dijo que no, que la había advertido solícita y muy dulce, profunda en su manera de razonar, pero que al despedirse se marchó gritando insensateces, totalmente fuera de sí. Le hice ver que el suyo era un testimonio contradictorio. Lo pensó un momento y me halló la razón, jurándome que no se había dado cuenta de lo que había dicho y de que sólo había reparado en su contradicción al oír mis palabras.
No hay más testimonios sobre ella, al menos en esta parte del mundo. Quizás allá en los confines se la ensalce por sus virtudes, su belleza y la enorme sensibilidad de su inteligencia; acá se la recuerda como la chiquilla furiosa. La vida está llena de equívocos de este tipo. Por la experiencia o la impresión de unos pocos se forja el mundo una imagen errónea de sus héroes.
Y no habiendo más que decir no me resta más que acabar con esta hoja.
Un caballero me relató que al toparse bruscamente con ella a la vuelta de una esquina cayó hacia atrás. Se salvó de romperse la nuca porque la chiquilla furiosa saltó y lo acogió en su seno, rodeándole el cuello con el brazo derecho. Le consulté si en dicha oportunidad había demostrado su furia; me dijo que no, que la había advertido solícita y muy dulce, profunda en su manera de razonar, pero que al despedirse se marchó gritando insensateces, totalmente fuera de sí. Le hice ver que el suyo era un testimonio contradictorio. Lo pensó un momento y me halló la razón, jurándome que no se había dado cuenta de lo que había dicho y de que sólo había reparado en su contradicción al oír mis palabras.
No hay más testimonios sobre ella, al menos en esta parte del mundo. Quizás allá en los confines se la ensalce por sus virtudes, su belleza y la enorme sensibilidad de su inteligencia; acá se la recuerda como la chiquilla furiosa. La vida está llena de equívocos de este tipo. Por la experiencia o la impresión de unos pocos se forja el mundo una imagen errónea de sus héroes.
Y no habiendo más que decir no me resta más que acabar con esta hoja.
lunes, febrero 28, 2011
La vida interior
Si los demás juzgaran mi vida por lo que me conocen, el comentario sería tan breve como breves en número serían los demás. "Los demás", objetivamente, son muy pocas personas, de lo que se desprende que mi figuración ha sido mínima. Lo que he aportado ha dejado una huella que se expande en un radio social reducido, confinado al entorno familiar, al de las amistades y a la esfera laboral. Cuando muera alguién dirá "¿supiste que murió Sergio?" y otro contestará "no puede ser, si lo vi la semana pasada" y ahí quedará todo.
Me sorprendo al constatar con qué indiferencia o con qué extraño tipo de curiosidad observo a las personas que pasan por mi lado. ¿Qué podría decir de cada una de esas vidas? Apenas un par de palabras sobre su edad, sus vestimentas, la expresión de sus rostros. Incluso la posición que ocupan en la sociedad me indicaría poco y nada de ellas. De alguna tal vez podría aventurar que se conformó con poco, de otra que ha reinado en ella la ambición, de otra, que no se quiere demasiado a sí misma, de otra, que padece alguna patología mental. "Los demás" podrían aventurar cosas parecidas acerca de mí; de seguro se equivocarán. La paradoja es que al final de cuentas los demás vienen siendo yo mismo, mas no estoy en condiciones de entrar a un terreno filosófico como ese.
Rendidos tanto los demás como yo ante la mala evidencia, sospecho que sólo nos queda refugiarnos en nuestra vida interior. Pero, ¿qué viene a ser realmente la vida interior, pequeño tesoro guardado con tanta avaricia que hasta lo llevamos con nosotros a la tumba? Como desconozco casi absolutamente las vidas interiores de los demás, sólo me queda hablar de la mía. ¿Qué hay en mi vida interior, tan preciada para mí?
Hay recuerdos, miles y miles de recuerdos. Todo lo que veo me recuerda a algo, aun lo que veo por primera vez. No puedo asegurar si algún día vi algo que nunca hubiese visto. Mis recuerdos son voluntarios, pero la inmensa mayoría son involuntarios y operan como una cadena. Si yo fuese un observador podría acercarme a la vida interior de las personas escuchando lo que dicen, pues aquello que dicen probablemente ha sido gatillado por un recuerdo, voluntario o involuntario. Sabría entonces que han estado pensando en algo o en alguien y de allí podría desprender ciertas conductas o ciertos pensamientos de dichas personas, aún los más reservados.
Unidas a los recuerdos están las obsesiones, los miedos, las angustias, los terrores, los deseos y los vicios, todos ellos habitantes del gran pantano de la mente. Imaginemos un bote, surcando ese pantano. Es tan extenso que la orilla se vislumbra en un leve resplandor que recuerda al amanecer. Mientras remo, noto que unas algas se le adhieren a la quilla y no lo dejan avanzar. Me desprendo de unas y aparecen otras, y así en todo el trayecto. Son mis obsesiones. Como si con las algas no tuviese suficiente, cada cierto trecho diviso bajo las aguas extrañas serpientes eléctricas que amenazan con incendiar la nave. Son mis miedos, que de tanto aparecer y desaparecer se convierten en tranquilos enemigos. Mas a veces me topo con las angustias, arbustos retorcidos, enraizados en el légamo, que ensombrecen todo aquello que surca bajo sus ramas. Navego entonces en estado de máxima alerta, porque ya he aprendido que muy cerca de esas sombras habita el terror, un monstruo marino que salta, engulle a la mente, se la lleva a las profundidades del pantano y casi de inmediato la devuelve, porque la mente es una sustancia repulsiva para la bestia. Con el alivio de la salvación temporal a cuestas guío la pequeña nave hacia la zona de los deseos y sus hermanos menores, los vicios. Allí suspendo el viaje, me baño en las aguas pegajosas y sin darme cuenta he llegado hasta la orilla, ya estoy fuera del pantano. Antes de continuar el viaje miro hacia atrás: el pantano es un lago de aguas cristalinas, un espejo en una tarde de verano, pero a poco andar caigo en otro pantano, tan inmenso como el anterior. Es asombrosa la cantidad de tiempo que ocupa mi mente cada día en salir de allí. Yo no sé si "los demás" son así. Luego de leer algo sobre el tema pienso que no.
Nunca dejo de maravillarme cuando constato la existencia de personas de mentes blancas. Ya sea que simplemente no piensan, ya sea que relegan los baches de la mente a los basurales del cerebro, terminando por expulsarlos de su alma, lo que veo en ellas es una completa transparencia, casi ausente de cartografía. Su vida interior es su lenguaje. A veces también veo mentes negras, por lo general peligrosas, pues utilizan su vida interior para sacar provecho personal, cumpliendo, me imagino, el mandato sagrado que las arrojó al mundo. Ante ellas necesariamente hay que tomar providencias y la mayor de todas, lo he comprobado, es abrir la propia mente, dando la sensación de que es una mente infantil o ingenua. Se mimetiza la mente ante el mundo cruel hasta adquirir la apariencia de un animal inofensivo frente al cual la mente peligrosa pasa de largo, pues si decide matarla, lo que podría decidir y hacer, asumiría para sí una carga gratuita de crueldad, que implicaría probablemente un castigo social. Así pasa el peligro.
Las cargas, los fardos sobre la espalda, en este caso sobre la mente, poseen el defecto de desequilibrar mi rutina. Puedo estar gozando de un momento agradable, puedo estar rodeado de elementos que conducen a la felicidad, y de pronto la bruja traidora saca un fardo y éste se deja sentir. Imperceptiblemente para mí (si soy capaz de darme cuenta ahora es porque pienso en el fenómeno) mis facciones experimentan un leve cambio, se contraen y asoma un semblante malhumorado. Sé positivamente que hay personas que viven como Sísifo, cargando eternos rollos de fardos que jamás las dejan en paz. En mi vida interior, la que estoy viviendo actualmente, las cargas son sorpresivas y momentáneas. Se limitan a problemas económicos, aunque si me pongo exquisito y combino los fantasmas y ángeles que pueblan mi vida interior, podría llegar a una conclusión diferente. Las cargas serían entonces las obsesiones y los miedos, el miedo al futuro y el miedo a mí mismo, a los fantasmas que viajan colados arriba de los fardos. Desde esa perspectiva no serían ni sorpresivas ni momentáneas, más bien habituales, pero sobrellevables.
He experimentado el miedo a la muerte un par de veces. Debe de ser la carga más penosa de todas, porque cuando sucedió me sentí angustiado, rendido y falto de deseo por todas las cosas y emociones que brinda el mundo. Comprendo perfectamente la mirada de los enfermos. Son de las pocas personas capaces de ver más allá, pero me temo que lo que ven no es nada bueno.
La esperanza alimenta mi día, sin ella prácticamente no podría vivir, o viviría como los presos condenados a cadena perpetua, y aun así pienso que éstos me llevarían una leve ventaja, la del proyecto cotidiano. En mi vida interior actúa como contrapeso de los fardos; a menudo la balanza se inclina en favor de la primera. En sí misma es el rey de los fantasmas, el fenómeno más inmaterial y absurdo de los que habitan en mi mente. A diferencia del futuro, la esperanza se deja ver una que otra vez, pero cuando lo hace viene moribunda. Al descubrirse finalmente en todo su esplendor, despidiendo rayos fulgurantes, ya es un cadáver luminoso.
Los mundos imposibles son una forma de fuga hacia mí mismo, una forma de protesta invisible y solitaria contra el mundo real que me tocó vivir. Creo que en el fondo es mi forma de dibujar mi vida interior, de informarles a todos que He Venido, He Visto, He Vivido. Para los estudiosos de la mente eso pasaría a ser una suerte de neurosis del artista, satisfacción de la vanidad y el ego o aun más: el mensaje del ser humano que vive inserto en una sociedad sin Dios. Sin embargo para mí los mundos imposibles son bastante más que eso. Representan lo más cercano a la esencia de mi vida interior, que es a su vez lo más cercano a la esencia de mi vida entera.
Las sensaciones me acompañan segundo a segundo. Me conectan con el mundo exterior y con el interior; es decir, con los mensajes que me va entregando mi cuerpo. Son filamentos que alimentan los recuerdos, las obsesiones, las cargas y las esperanzas.
En lo más profundo de mi vida interior habita la tristeza, bajo dos formas: la tristeza que gatillan el amor y la belleza y la tristeza donde anida el desamparo. Cuando alguna vez estas formas se fundieron mi vida interior se vio revolucionada y creo que por un tiempo perdí la razón. La euforia se transformaba en dolor en cosa de segundos y no podía pensar ni hablar de otro asunto que no fuese el de mi ardiente locura. No deseaba nada más que vivir dentro de esa vida interior, pero la sensación resultaba insostenible. Es muy curioso que este fenómeno, visto así, parezca falso; no obstante juro que cuando lo viví estuve convencido de que era lo único realmente verdadero, el único motivo por el cual valía la pena vivir.
Los pensamientos, que también habitan en mi vida interior, me resultan inexplicables, salvo que se trate de aquellos que surgen como meros disfraces de los otros componentes de mi interioridad, ya enunciados. En ese caso estoy ante falsos pensamientos, espejismos de razón. Creo que los pocos verdaderos surgen de una zona de mi vida interior que es insondable y desconocida, y que está aún más abajo o más adentro de lo más profundo. Y si existiere una pequeñísima contribución que condicionalmente pudiera haber hecho a la humanidad, buena o mala, ésta ha salido de allí, a mi pesar, de modo que realmente no sé si dicha zona me pertenece o es literalmente patrimonio de la humanidad. Como se trata de un espacio inefable, solo puedo definirlo con una sola palabra: el vacío.
Me sorprendo al constatar con qué indiferencia o con qué extraño tipo de curiosidad observo a las personas que pasan por mi lado. ¿Qué podría decir de cada una de esas vidas? Apenas un par de palabras sobre su edad, sus vestimentas, la expresión de sus rostros. Incluso la posición que ocupan en la sociedad me indicaría poco y nada de ellas. De alguna tal vez podría aventurar que se conformó con poco, de otra que ha reinado en ella la ambición, de otra, que no se quiere demasiado a sí misma, de otra, que padece alguna patología mental. "Los demás" podrían aventurar cosas parecidas acerca de mí; de seguro se equivocarán. La paradoja es que al final de cuentas los demás vienen siendo yo mismo, mas no estoy en condiciones de entrar a un terreno filosófico como ese.
Rendidos tanto los demás como yo ante la mala evidencia, sospecho que sólo nos queda refugiarnos en nuestra vida interior. Pero, ¿qué viene a ser realmente la vida interior, pequeño tesoro guardado con tanta avaricia que hasta lo llevamos con nosotros a la tumba? Como desconozco casi absolutamente las vidas interiores de los demás, sólo me queda hablar de la mía. ¿Qué hay en mi vida interior, tan preciada para mí?
Hay recuerdos, miles y miles de recuerdos. Todo lo que veo me recuerda a algo, aun lo que veo por primera vez. No puedo asegurar si algún día vi algo que nunca hubiese visto. Mis recuerdos son voluntarios, pero la inmensa mayoría son involuntarios y operan como una cadena. Si yo fuese un observador podría acercarme a la vida interior de las personas escuchando lo que dicen, pues aquello que dicen probablemente ha sido gatillado por un recuerdo, voluntario o involuntario. Sabría entonces que han estado pensando en algo o en alguien y de allí podría desprender ciertas conductas o ciertos pensamientos de dichas personas, aún los más reservados.
Unidas a los recuerdos están las obsesiones, los miedos, las angustias, los terrores, los deseos y los vicios, todos ellos habitantes del gran pantano de la mente. Imaginemos un bote, surcando ese pantano. Es tan extenso que la orilla se vislumbra en un leve resplandor que recuerda al amanecer. Mientras remo, noto que unas algas se le adhieren a la quilla y no lo dejan avanzar. Me desprendo de unas y aparecen otras, y así en todo el trayecto. Son mis obsesiones. Como si con las algas no tuviese suficiente, cada cierto trecho diviso bajo las aguas extrañas serpientes eléctricas que amenazan con incendiar la nave. Son mis miedos, que de tanto aparecer y desaparecer se convierten en tranquilos enemigos. Mas a veces me topo con las angustias, arbustos retorcidos, enraizados en el légamo, que ensombrecen todo aquello que surca bajo sus ramas. Navego entonces en estado de máxima alerta, porque ya he aprendido que muy cerca de esas sombras habita el terror, un monstruo marino que salta, engulle a la mente, se la lleva a las profundidades del pantano y casi de inmediato la devuelve, porque la mente es una sustancia repulsiva para la bestia. Con el alivio de la salvación temporal a cuestas guío la pequeña nave hacia la zona de los deseos y sus hermanos menores, los vicios. Allí suspendo el viaje, me baño en las aguas pegajosas y sin darme cuenta he llegado hasta la orilla, ya estoy fuera del pantano. Antes de continuar el viaje miro hacia atrás: el pantano es un lago de aguas cristalinas, un espejo en una tarde de verano, pero a poco andar caigo en otro pantano, tan inmenso como el anterior. Es asombrosa la cantidad de tiempo que ocupa mi mente cada día en salir de allí. Yo no sé si "los demás" son así. Luego de leer algo sobre el tema pienso que no.
Nunca dejo de maravillarme cuando constato la existencia de personas de mentes blancas. Ya sea que simplemente no piensan, ya sea que relegan los baches de la mente a los basurales del cerebro, terminando por expulsarlos de su alma, lo que veo en ellas es una completa transparencia, casi ausente de cartografía. Su vida interior es su lenguaje. A veces también veo mentes negras, por lo general peligrosas, pues utilizan su vida interior para sacar provecho personal, cumpliendo, me imagino, el mandato sagrado que las arrojó al mundo. Ante ellas necesariamente hay que tomar providencias y la mayor de todas, lo he comprobado, es abrir la propia mente, dando la sensación de que es una mente infantil o ingenua. Se mimetiza la mente ante el mundo cruel hasta adquirir la apariencia de un animal inofensivo frente al cual la mente peligrosa pasa de largo, pues si decide matarla, lo que podría decidir y hacer, asumiría para sí una carga gratuita de crueldad, que implicaría probablemente un castigo social. Así pasa el peligro.
Las cargas, los fardos sobre la espalda, en este caso sobre la mente, poseen el defecto de desequilibrar mi rutina. Puedo estar gozando de un momento agradable, puedo estar rodeado de elementos que conducen a la felicidad, y de pronto la bruja traidora saca un fardo y éste se deja sentir. Imperceptiblemente para mí (si soy capaz de darme cuenta ahora es porque pienso en el fenómeno) mis facciones experimentan un leve cambio, se contraen y asoma un semblante malhumorado. Sé positivamente que hay personas que viven como Sísifo, cargando eternos rollos de fardos que jamás las dejan en paz. En mi vida interior, la que estoy viviendo actualmente, las cargas son sorpresivas y momentáneas. Se limitan a problemas económicos, aunque si me pongo exquisito y combino los fantasmas y ángeles que pueblan mi vida interior, podría llegar a una conclusión diferente. Las cargas serían entonces las obsesiones y los miedos, el miedo al futuro y el miedo a mí mismo, a los fantasmas que viajan colados arriba de los fardos. Desde esa perspectiva no serían ni sorpresivas ni momentáneas, más bien habituales, pero sobrellevables.
He experimentado el miedo a la muerte un par de veces. Debe de ser la carga más penosa de todas, porque cuando sucedió me sentí angustiado, rendido y falto de deseo por todas las cosas y emociones que brinda el mundo. Comprendo perfectamente la mirada de los enfermos. Son de las pocas personas capaces de ver más allá, pero me temo que lo que ven no es nada bueno.
La esperanza alimenta mi día, sin ella prácticamente no podría vivir, o viviría como los presos condenados a cadena perpetua, y aun así pienso que éstos me llevarían una leve ventaja, la del proyecto cotidiano. En mi vida interior actúa como contrapeso de los fardos; a menudo la balanza se inclina en favor de la primera. En sí misma es el rey de los fantasmas, el fenómeno más inmaterial y absurdo de los que habitan en mi mente. A diferencia del futuro, la esperanza se deja ver una que otra vez, pero cuando lo hace viene moribunda. Al descubrirse finalmente en todo su esplendor, despidiendo rayos fulgurantes, ya es un cadáver luminoso.
Los mundos imposibles son una forma de fuga hacia mí mismo, una forma de protesta invisible y solitaria contra el mundo real que me tocó vivir. Creo que en el fondo es mi forma de dibujar mi vida interior, de informarles a todos que He Venido, He Visto, He Vivido. Para los estudiosos de la mente eso pasaría a ser una suerte de neurosis del artista, satisfacción de la vanidad y el ego o aun más: el mensaje del ser humano que vive inserto en una sociedad sin Dios. Sin embargo para mí los mundos imposibles son bastante más que eso. Representan lo más cercano a la esencia de mi vida interior, que es a su vez lo más cercano a la esencia de mi vida entera.
Las sensaciones me acompañan segundo a segundo. Me conectan con el mundo exterior y con el interior; es decir, con los mensajes que me va entregando mi cuerpo. Son filamentos que alimentan los recuerdos, las obsesiones, las cargas y las esperanzas.
En lo más profundo de mi vida interior habita la tristeza, bajo dos formas: la tristeza que gatillan el amor y la belleza y la tristeza donde anida el desamparo. Cuando alguna vez estas formas se fundieron mi vida interior se vio revolucionada y creo que por un tiempo perdí la razón. La euforia se transformaba en dolor en cosa de segundos y no podía pensar ni hablar de otro asunto que no fuese el de mi ardiente locura. No deseaba nada más que vivir dentro de esa vida interior, pero la sensación resultaba insostenible. Es muy curioso que este fenómeno, visto así, parezca falso; no obstante juro que cuando lo viví estuve convencido de que era lo único realmente verdadero, el único motivo por el cual valía la pena vivir.
Los pensamientos, que también habitan en mi vida interior, me resultan inexplicables, salvo que se trate de aquellos que surgen como meros disfraces de los otros componentes de mi interioridad, ya enunciados. En ese caso estoy ante falsos pensamientos, espejismos de razón. Creo que los pocos verdaderos surgen de una zona de mi vida interior que es insondable y desconocida, y que está aún más abajo o más adentro de lo más profundo. Y si existiere una pequeñísima contribución que condicionalmente pudiera haber hecho a la humanidad, buena o mala, ésta ha salido de allí, a mi pesar, de modo que realmente no sé si dicha zona me pertenece o es literalmente patrimonio de la humanidad. Como se trata de un espacio inefable, solo puedo definirlo con una sola palabra: el vacío.
sábado, febrero 26, 2011
Cables de la Embajada al Departamento de Estado
(Cable del secretario adjunto de la Embajada al Departamento de Estado. Agosto de 1976).
Al cóctel asistieron el Cardenal y el Jefe de la Dina. Ambos se saludaron fríamente. No da la impresión el Cardenal de ser un hombre de oración. Si este país estuviera en democracia sería candidato a Presidente; en un momento de nuestra conversación se me reveló como un político sagaz; luego supe que la profesión original de este hombre fue la de abogado. Los políticos son personas que están por sobre la verdad y el Cardenal es una de ellas. Luego de hablar con él me surgieron dudas acerca de qué es realmente la verdad. Porque si es católico, si es el máximo representante de la Iglesia en este país... pero, ¿no fue así también Cristo? ¿No fue un consumado político? Sus parábolas no eran otra cosa que discursos políticos, la entrada a Jerusalén recuerda esas giras, esas concentraciones masivas, las bodas de Caná... mas me desvío de lo esencial, pero estoy tratando de ejemplificar para hacer más claro el mensaje de este cable.
Al Cardenal le preocupa el Dictador, está obsesionado con la imagen del Dictador. El Cardenal sabe perfectamente que él es el único hombre capaz de hacerle frente al Dictador. Desde este punto de vista observa las atrocidades que están ocurriendo en este país como atrocidades políticas antes que humanas, penoso es admitirlo, pero luego de nuestra conversación fue esa la idea que quedó en mi mente. En nuestra reservada conversación durante el cóctel, todo lo reservada que puede ser una conversación bajo dichas circunstancias, surgieron nombres de líderes sindicales, de líderes políticos en las sombras, de ciertos hombres buenos capaces de enderezar el camino. El nombre del señor Frei salió varias veces de sus labios; yo le mencioné el del señor Letelier, pero el Cardenal no pareció darle mucha importancia. Aun así, me temo que si la relevancia de cualquiera de los nombrados adquiriera ribetes que le hicieran la menor sombra al Dictador, éste los barrería con su escoba en un dos por tres.
El Cardenal se me reveló además como un sibarita; su paladar es exquisito, en lo que concierne a vinos me dejó con la boca abierta por la amplitud de sus conocimientos. Este dato debe ser tomado sumamente en cuenta cuando nos reunamos a solas con él. Cosas como esas son las que hacen cambiar al mundo.
En cuanto al jefe de la Dina, el pobre no es más que un gordo estúpido, bobalicón, fantoche, completamente inofensivo. Sin temor a equivocarme, diría que aquí los crímenes se cometen a pesar de él.
(Cable del secretario adjunto de la Embajada al Departamento de Estado. Octubre de 1976).
Pido disculpas. El gordo se las traía. Al menos nuestros informantes me aseguran que detrás del atentado en Washington estuvo su mano. Sugiero una estrecha vigilancia a su asesor en materia de explosivos, un hombre de iniciales M.T., quien cuenta con pasaporte americano y parece tener vinculaciones con algunas de nuestras oficinas.
(Cable del secretario adjunto de la Embajada al Departamento de Estado. Octubre de 1978).
La situación es más compleja de lo que se visualiza en Washington. Sugiero no tomar parte en el conflicto que se avecina. He podido conocer a ambos dictadores y, aunque mi opinión parezca descabellada, el crédito del de este país se me antoja más sólido, a pesar de la imagen sanguinaria que arrastra. Inclinar la balanza en su contra podría acarrear consecuencias nefastas para la región. Puedo dar fe de que la junta de gobierno del país vecino es una mezcla de ambición, crueldad, soberbia y corrupción. No puede esperarse gran cosa de ellos y no sería extraño que luego de entrar en esta eventual guerra y ganarla quisieran apoderarse de unas minúsculas islas del Atlántico Sur de las que nuestro aliado mayor es soberano. Al menos mis informes así me lo indican.
Al cóctel asistieron el Cardenal y el Jefe de la Dina. Ambos se saludaron fríamente. No da la impresión el Cardenal de ser un hombre de oración. Si este país estuviera en democracia sería candidato a Presidente; en un momento de nuestra conversación se me reveló como un político sagaz; luego supe que la profesión original de este hombre fue la de abogado. Los políticos son personas que están por sobre la verdad y el Cardenal es una de ellas. Luego de hablar con él me surgieron dudas acerca de qué es realmente la verdad. Porque si es católico, si es el máximo representante de la Iglesia en este país... pero, ¿no fue así también Cristo? ¿No fue un consumado político? Sus parábolas no eran otra cosa que discursos políticos, la entrada a Jerusalén recuerda esas giras, esas concentraciones masivas, las bodas de Caná... mas me desvío de lo esencial, pero estoy tratando de ejemplificar para hacer más claro el mensaje de este cable.
Al Cardenal le preocupa el Dictador, está obsesionado con la imagen del Dictador. El Cardenal sabe perfectamente que él es el único hombre capaz de hacerle frente al Dictador. Desde este punto de vista observa las atrocidades que están ocurriendo en este país como atrocidades políticas antes que humanas, penoso es admitirlo, pero luego de nuestra conversación fue esa la idea que quedó en mi mente. En nuestra reservada conversación durante el cóctel, todo lo reservada que puede ser una conversación bajo dichas circunstancias, surgieron nombres de líderes sindicales, de líderes políticos en las sombras, de ciertos hombres buenos capaces de enderezar el camino. El nombre del señor Frei salió varias veces de sus labios; yo le mencioné el del señor Letelier, pero el Cardenal no pareció darle mucha importancia. Aun así, me temo que si la relevancia de cualquiera de los nombrados adquiriera ribetes que le hicieran la menor sombra al Dictador, éste los barrería con su escoba en un dos por tres.
El Cardenal se me reveló además como un sibarita; su paladar es exquisito, en lo que concierne a vinos me dejó con la boca abierta por la amplitud de sus conocimientos. Este dato debe ser tomado sumamente en cuenta cuando nos reunamos a solas con él. Cosas como esas son las que hacen cambiar al mundo.
En cuanto al jefe de la Dina, el pobre no es más que un gordo estúpido, bobalicón, fantoche, completamente inofensivo. Sin temor a equivocarme, diría que aquí los crímenes se cometen a pesar de él.
(Cable del secretario adjunto de la Embajada al Departamento de Estado. Octubre de 1976).
Pido disculpas. El gordo se las traía. Al menos nuestros informantes me aseguran que detrás del atentado en Washington estuvo su mano. Sugiero una estrecha vigilancia a su asesor en materia de explosivos, un hombre de iniciales M.T., quien cuenta con pasaporte americano y parece tener vinculaciones con algunas de nuestras oficinas.
(Cable del secretario adjunto de la Embajada al Departamento de Estado. Octubre de 1978).
La situación es más compleja de lo que se visualiza en Washington. Sugiero no tomar parte en el conflicto que se avecina. He podido conocer a ambos dictadores y, aunque mi opinión parezca descabellada, el crédito del de este país se me antoja más sólido, a pesar de la imagen sanguinaria que arrastra. Inclinar la balanza en su contra podría acarrear consecuencias nefastas para la región. Puedo dar fe de que la junta de gobierno del país vecino es una mezcla de ambición, crueldad, soberbia y corrupción. No puede esperarse gran cosa de ellos y no sería extraño que luego de entrar en esta eventual guerra y ganarla quisieran apoderarse de unas minúsculas islas del Atlántico Sur de las que nuestro aliado mayor es soberano. Al menos mis informes así me lo indican.
martes, febrero 22, 2011
Nubes de ácido
Son como nubes de ácido
Que se cuelan en tu mente
Te queman... y fracasas
Esa es la explicación técnica
Que dan los que saben de estas cosas
La mente no es nada
Las nubes lo son todo
¿Debe ser así?
¿Debes renunciar
Aplastado bajo montañas de ácido?
Daremos la lucha, viejo hermano
Te prestaremos toda nuestra ropa
Tenderemos a tu alrededor mallas de kiwi
Para atrapar el ácido
De las nubes
Que se infiltran
En tu mente
Te mataron tantas veces
Se agruparon como brujas de Macbeth
Para impedir tu resurrección
En buen chileno lo que sucedía era que
Temían a sus propias sombras
Tú fuiste nuestro ejemplo
Jamás considerado, invisible y barrigón
Algún día se hablará de ti
Dirán ese fue
El que sucumbió bajo las nubes de ácido
Loor al Viejo Hermano
Al viejo angustiado que se derritió en ácido
Nosotros estaremos allí, ofreciendo los discursos
Apelotonados ante tu sepulcro de hierro
En medio de la tormenta
Llorando a mares
Fracasados como tú, las mallas a la orilla del camino
Rotas por el tiempo y los pájaros que
Las atravesaron en su vuelo
Lágrimas de ácido atravesarán el hierro
Y se alojarán gota a gota en la médula de tus huesos
Y en el Quitapenas
Como seres desgraciados en un mundo
Que nos echa como perros a la calle
A las tinieblas de ácido
Diremos Salud Viejo Hermano Descansa en Paz
Hubo grandes poetas que contaron esta misma historia
Con otras palabras, eso sí
Qué pasó con ellos
Pasó que los resucitaron
Las brujas hicieron una ronda
Y les dedicaron temas, doctorados
Viajaron a su costa
Cruzaron el Charco, la isla, qué sé yo
Manhattan, Barcelona
Hablando cosas lindas mientras tú
Mientras nosotros
Aquí en el Quitapenas a puros trabalenguas
No llores, Viejo Hermano
Ya moriste, ya estás muerto
Los muertos no lloran
Las lágrimas son de nosotros
Verte así en la tumba
Anónima basura
Qué injusticia más grande
Chorreada que da gusto de puro ácido
A las cuatro de la tarde del domingo de Pentecostés
Que se cuelan en tu mente
Te queman... y fracasas
Esa es la explicación técnica
Que dan los que saben de estas cosas
La mente no es nada
Las nubes lo son todo
¿Debe ser así?
¿Debes renunciar
Aplastado bajo montañas de ácido?
Daremos la lucha, viejo hermano
Te prestaremos toda nuestra ropa
Tenderemos a tu alrededor mallas de kiwi
Para atrapar el ácido
De las nubes
Que se infiltran
En tu mente
Te mataron tantas veces
Se agruparon como brujas de Macbeth
Para impedir tu resurrección
En buen chileno lo que sucedía era que
Temían a sus propias sombras
Tú fuiste nuestro ejemplo
Jamás considerado, invisible y barrigón
Algún día se hablará de ti
Dirán ese fue
El que sucumbió bajo las nubes de ácido
Loor al Viejo Hermano
Al viejo angustiado que se derritió en ácido
Nosotros estaremos allí, ofreciendo los discursos
Apelotonados ante tu sepulcro de hierro
En medio de la tormenta
Llorando a mares
Fracasados como tú, las mallas a la orilla del camino
Rotas por el tiempo y los pájaros que
Las atravesaron en su vuelo
Lágrimas de ácido atravesarán el hierro
Y se alojarán gota a gota en la médula de tus huesos
Y en el Quitapenas
Como seres desgraciados en un mundo
Que nos echa como perros a la calle
A las tinieblas de ácido
Diremos Salud Viejo Hermano Descansa en Paz
Hubo grandes poetas que contaron esta misma historia
Con otras palabras, eso sí
Qué pasó con ellos
Pasó que los resucitaron
Las brujas hicieron una ronda
Y les dedicaron temas, doctorados
Viajaron a su costa
Cruzaron el Charco, la isla, qué sé yo
Manhattan, Barcelona
Hablando cosas lindas mientras tú
Mientras nosotros
Aquí en el Quitapenas a puros trabalenguas
No llores, Viejo Hermano
Ya moriste, ya estás muerto
Los muertos no lloran
Las lágrimas son de nosotros
Verte así en la tumba
Anónima basura
Qué injusticia más grande
Chorreada que da gusto de puro ácido
A las cuatro de la tarde del domingo de Pentecostés
lunes, febrero 21, 2011
Historia del aventurero que fue tragado por una víbora
El brujo me redujo al tamaño de una cucaracha; me vi obligado a efectuar grandes caminatas, por nada. Hubo un día en que anduve un kilómetro completo. Mis pies se resintieron y terminé la jornada con las plantas jugosas, porque se me formaban ampollas y sobre la misma se me iban reventando. Era tanta mi sed que aprovechaba el líquido caliente para bebérmelo. Esa noche dormí a los pies de un espino, tapado por pasto seco, prácticamente con un solo ojo, ya que los animales más peligrosos para mi escasa humanidad salían a cazar apenas caía el atardecer. Con el frío sentía como si mi cuerpo se volviera de un acero amargo.
En el día el calor del desierto era insoportable; me deshidrataba en minutos y sufría un estado de fatiga permanente, próximo a la debacle. Debía buscar raíces para sacarles algunas gotas de agua y cubrirme del sol con dos hojas amarradas al cuello y la cintura, y así sobreviví, pero sabía que eso no podía durar mucho.
Apenas oí el cascabel y divisé a la mole multicolor que se arrastraba con malicia por la tierra ardiente me saqué las hojas y salté para que me viera. Vino hacia mí como un relámpago y me tragó de un bocado: era lo que yo buscaba. Ya adentro habría tiempo para pensar, sin la amenaza del calor ni del frío. Tomé el hule que me quedaba en el bolsillo y me recubrí con él, dejando solo un par de orificios para la respiración. En pocos segundos me había convertido en un huevo indigerible.
Al deslizarme por el cuerpo de la víbora escuché a otros como yo, que no habían tenido la misma suerte. Sus lamentos resultaban desgarradores, especialmente los de las jovencitas. Creí reconocer el de mi primera novia, la inflexión de la voz era la misma, pero luego recordé que ella había muerto hace años. Los cuerpos se iban deshaciendo en el ácido, los quejidos eran la última manifestación de vida; habría jurado que la serpiente les conservaba la boca y la garganta para que pudieran gritar a su antojo. Sin embargo el animal estaba intranquilo, no insatisfecho. Mi estado le producía dolores y si bien por fuera era una serpiente más recostada en la arena bajo el sol, por dentro el torrente huracanado resultaba catastrófico. Los ácidos no lograban hacer su trabajo y redoblaban la tarea, la serpiente entraba en la desesperación y por momentos enroscaba y desenroscaba la cola, dando latigazos a las ramas.
Así habrán pasado una tarde, dos, tres tardes, iba perdiendo la cuenta. Sentí un ruido de motor y las típicas pisadas humanas, esas que calzan bototos de explorador con planta de goma y que con tanta ridiculez intentan pasar inadvertidas para los animales, sus presas. La víbora había entrado en un estado de estrés indefinible: a su sensación interna se le sumaba un peligro mayúsculo: los gigantes venían por ella, la querían cazar. Siguió una leve sacudida, un ligero terremoto y luego el animal se calmó y la producción de ácidos disminuyó. Por fin pude dormir unas horas en mi viaje hacia la libertad.
La sensación de estar atrapado en una cárcel me hizo despertar bruscamente. El hechizo había llegado a su fin y mi cuerpo, al recobrar su tamaño, iba desgarrando las paredes internas de la víbora, que luchaban vanamente por contenerme. Al salir a la superficie me hallé dentro de una caja de vidrio cuya tapa había ido a dar al suelo, haciéndose añicos. La víbora estaba muerta, parecía un neumático viejo, pero alrededor de ella había dos más, que practicaban elásticamente el juego de la muerte. El laboratorio a oscuras me dio la señal de que la gente descansaba. Ambas me mordieron los pies y sus colmillos atravesaron el cuero de mis zapatos, pero con el tiempo averigüé que esa misma tarde los agentes les habían extraído el veneno para producir anticuerpos.
Huí por una ventana; antes dejé tapada la caja con una tabla. Volví donde el mago y cuando comprobé su exacto paradero, para lo cual le pagué a un soplón, atravesé la isla en un barco y me instalé lo más lejos posible, fuera de su radio de alcance. Así he logrado mantenerme con vida hasta hoy.
Apenas oí el cascabel y divisé a la mole multicolor que se arrastraba con malicia por la tierra ardiente me saqué las hojas y salté para que me viera. Vino hacia mí como un relámpago y me tragó de un bocado: era lo que yo buscaba. Ya adentro habría tiempo para pensar, sin la amenaza del calor ni del frío. Tomé el hule que me quedaba en el bolsillo y me recubrí con él, dejando solo un par de orificios para la respiración. En pocos segundos me había convertido en un huevo indigerible.
Al deslizarme por el cuerpo de la víbora escuché a otros como yo, que no habían tenido la misma suerte. Sus lamentos resultaban desgarradores, especialmente los de las jovencitas. Creí reconocer el de mi primera novia, la inflexión de la voz era la misma, pero luego recordé que ella había muerto hace años. Los cuerpos se iban deshaciendo en el ácido, los quejidos eran la última manifestación de vida; habría jurado que la serpiente les conservaba la boca y la garganta para que pudieran gritar a su antojo. Sin embargo el animal estaba intranquilo, no insatisfecho. Mi estado le producía dolores y si bien por fuera era una serpiente más recostada en la arena bajo el sol, por dentro el torrente huracanado resultaba catastrófico. Los ácidos no lograban hacer su trabajo y redoblaban la tarea, la serpiente entraba en la desesperación y por momentos enroscaba y desenroscaba la cola, dando latigazos a las ramas.
Así habrán pasado una tarde, dos, tres tardes, iba perdiendo la cuenta. Sentí un ruido de motor y las típicas pisadas humanas, esas que calzan bototos de explorador con planta de goma y que con tanta ridiculez intentan pasar inadvertidas para los animales, sus presas. La víbora había entrado en un estado de estrés indefinible: a su sensación interna se le sumaba un peligro mayúsculo: los gigantes venían por ella, la querían cazar. Siguió una leve sacudida, un ligero terremoto y luego el animal se calmó y la producción de ácidos disminuyó. Por fin pude dormir unas horas en mi viaje hacia la libertad.
La sensación de estar atrapado en una cárcel me hizo despertar bruscamente. El hechizo había llegado a su fin y mi cuerpo, al recobrar su tamaño, iba desgarrando las paredes internas de la víbora, que luchaban vanamente por contenerme. Al salir a la superficie me hallé dentro de una caja de vidrio cuya tapa había ido a dar al suelo, haciéndose añicos. La víbora estaba muerta, parecía un neumático viejo, pero alrededor de ella había dos más, que practicaban elásticamente el juego de la muerte. El laboratorio a oscuras me dio la señal de que la gente descansaba. Ambas me mordieron los pies y sus colmillos atravesaron el cuero de mis zapatos, pero con el tiempo averigüé que esa misma tarde los agentes les habían extraído el veneno para producir anticuerpos.
Huí por una ventana; antes dejé tapada la caja con una tabla. Volví donde el mago y cuando comprobé su exacto paradero, para lo cual le pagué a un soplón, atravesé la isla en un barco y me instalé lo más lejos posible, fuera de su radio de alcance. Así he logrado mantenerme con vida hasta hoy.
viernes, febrero 18, 2011
Beverly Hills
Dedicado a E. T. A. Hoffmann
Un hombre maduro de modales nice, tal vez demasiado bronceado, me da la bienvenida a la mansión en que habitas a contar del verano pasado; todo es enorme, luminoso, salvo los chihuahuas que corren a saltitos por el borde de la piscina, como niños asustados ante la voz de Beverly Sills, que canta el aria de Zerbinetta en tono más alto que el original. Me siento tan pequeño como ellos y por ende, humillado. Casi puedo sentir las pisadas de las novias de rojo sobre mis omóplatos. Resplandecen las lámparas de cristal y los mozos van y vienen con bandejas repletas de extraños pescaditos enviados desde los mares de Japón en aviones frigoríficos, bocados franceses e italianos, caviar ruso. Otras bandejas portan deliciosos vinos, pero cuando estiro el brazo saco inconscientemente un jugo de naranja. Quiero estar lúcido y lo estoy cuando llega el momento tan esperado por mí durante años. Ahora la soprano entona la Barcarola, mas pocos se detienen a escucharla.
Te diviso de lejos, entre la multitud enloquecida por la charla, la bebida y, supongo, alguna droga discretamente tolerada por el dueño de casa. No eres exactamente como te recuerdo en aquella foto a la salida de la ducha. El peinado te ha redondeado la faz, y con ese look la inclinación de tus ojos se acentúa.
-Me alegro tanto de verte, estás en tu casa.
La frase suena dulce, nostálgica, suavemente adolorida. Basta para que de inmediato caiga rendido a tus pies, como en los inicios de nuestro... a qué seguir.
-Gracias, Martha... me enseñaste a Chopin; lo miraba en menos. Me enseñaste a mirar al cielo, me enseñaste Morgen, ya es mucho decir. Hoy te ves... pero ¿es esto lo que deseas? -respondo, enfurecido sin saber por qué. Hago un leve y frustrado intento de tomarte la mano y llevarte a un rincón donde haya pocos invitados, ninguno en lo posible, para besarte una eternidad con los ojos no abiertos y el corazón galopante, no aspiro a más en este momento. Tu respuesta está en tu voz, que suena con una superficialidad espantosa.
-¡Jack! ¡Peggy Sue! ¡Qué bueno que vinieron!
Corres al encuentro de una pareja que baja de un Porsche gris, les brillan los dientes. El valet toma el vehículo y lo lleva a la cochera; no sé si reparas en una sombra que se desliza entre las palmeras y se pierde en la curva, como si quisiera confundirse con las flores holandesas y los matorrales dibujados por las tijeras de un experto.
-¿Todo bien, Julia? -pregunto al pasar.
-Sí, amor... todo va de maravillas.
-¿Quién era ese que se fue?
-¿No lo reconociste?
-No.
-Eras tú.
jueves, diciembre 16, 2010
La abueli Amanda y la abuela Ángela
La abuela Ángela era portadora de algo invisible, sombrío y profético que nos impedía acercarnos mucho a ella. Su figura representaba el temor de Dios; de lejos parecía como si un vestido largo y ancho se nos viniera encima, una mole compacta de la cual no se podía huir, porque nos había cazado con la mirada. De cerca uno le sentía los pelos de la pera al besarla en la mejilla. Ella no era de muchas palabras y su intención final era conducirnos a Dios a través de la religión evangélica. Era la suegra de mi mamá y mi mamá, que era católica, accedía a enviarnos a la escuela dominical que se impartía en el culto que quedaba a los pies de la casa, a sabiendas de que al Vitorio y a mí no nos convencerían, porque en el fondo la religión era un asunto social. Y como los evangélicos eran los de la población Sewell y los católicos eran los de la población Rubio, no había dónde perderse.
La abueli Amanda, en cambio, era adorable, siendo tan viejita como ella, pero más chica. Un día me llevó a la matiné del cine Rex, a una función que habían organizado los bomberos. Me compró pastillas de anís y vimos el Zorro. A la hora de once me servía pan con dulce de membrillo y café con leche en una taza verde. Yo varias veces le llevé a un compañero de curso que vivía en la población Sewell y le pedí que lo alimentara bien porque era pobre. Mi amigo no se ofendía; era de naturaleza dócil. La abueli vivía en Ibieta, de su jubilación de maestra, con la Mirita y mis tres primos. El tata Lucho y el tío Octavio ya se habían muerto y el día del pago la abueli llegaba con pasteles de la Reina Victoria. Como el patio era tan grande servía de cancha de fútbol. Un día tiré un pelotazo y ella iba pasando y le llegó en la cara. Meses después le dio una trombosis y se murió.
En el culto los evangélicos se reunían una vez al mes a pasar la noche rezando y llorando. Confesaban sus pecados a grito pelado y a nosotros nos daba terror. Una noche me levanté a cerrar la ventana y saltó un gato que se había metido a la casa y me pasó rozando. Detrás de aquellas imágenes fantasmagóricas estaba la abuela Ángela, donante del terreno en que se levantó el templo, de modo que se podría decir que esa era la razón por la que desprendía un aura como de los Diez Mandamientos. Vivía al lado de nosotros y cuando mi papá se tomaba unos tragos ella se daba cuenta y lo pasaba a ver. Lo metía a la pieza y de afuera sentíamos los correazos y las cachetadas. La resistencia de mi papá era decir no madre, no madre, no madre; después la abuela Ángela salía bien tranquila y él se quedaba dentro de la pieza. A veces, si estábamos solos y nos oía pelear, llegaba y nos leía la Biblia. Entonces con el Vitorio nos dábamos un abrazo y prometíamos ser mejores hermanos y ella volvía a su casa.
La abueli dormía largas siestas, dentro de la cama y con camisa de dormir. Le gustaba sobre todo descansar, porque era madrugadora y pasaba el día entero en la cocina. La abuela Ángela se enfermó de cáncer y le dio una hemorragia que la hizo vomitar sangre, y después se murió. A su casa no entraba la luz y nunca hubo allí una fiesta. Los funerales de mis dos abuelas fueron con carrozas con caballos con crespones negros.
Con el tiempo descubrimos que el tata Lucho era como diez años menor que la abueli, pero esa diferencia nunca fue tema de conversación porque no tenía importancia y el tata Lucho a esas alturas ya era un recuerdo.
Al abuelo Isidoro no lo conocimos nunca porque se fue temprano de la casa y dejó sola a la abuela Ángela y a sus cuatro hijos, vaya uno a saber por qué. Era contador y escribía poemas, aunque la abuela Ángela no le iba a la zaga. Para mi cumpleaños me regaló esta poseía, que conservo en mi memoria:
En Bueras con Palominos
A Huguito Mardones vi
Jugando con la pelota
Y me dije para sí
Este es el niño que busco
Para hacerlo feliz
La abueli Amanda, en cambio, era adorable, siendo tan viejita como ella, pero más chica. Un día me llevó a la matiné del cine Rex, a una función que habían organizado los bomberos. Me compró pastillas de anís y vimos el Zorro. A la hora de once me servía pan con dulce de membrillo y café con leche en una taza verde. Yo varias veces le llevé a un compañero de curso que vivía en la población Sewell y le pedí que lo alimentara bien porque era pobre. Mi amigo no se ofendía; era de naturaleza dócil. La abueli vivía en Ibieta, de su jubilación de maestra, con la Mirita y mis tres primos. El tata Lucho y el tío Octavio ya se habían muerto y el día del pago la abueli llegaba con pasteles de la Reina Victoria. Como el patio era tan grande servía de cancha de fútbol. Un día tiré un pelotazo y ella iba pasando y le llegó en la cara. Meses después le dio una trombosis y se murió.
En el culto los evangélicos se reunían una vez al mes a pasar la noche rezando y llorando. Confesaban sus pecados a grito pelado y a nosotros nos daba terror. Una noche me levanté a cerrar la ventana y saltó un gato que se había metido a la casa y me pasó rozando. Detrás de aquellas imágenes fantasmagóricas estaba la abuela Ángela, donante del terreno en que se levantó el templo, de modo que se podría decir que esa era la razón por la que desprendía un aura como de los Diez Mandamientos. Vivía al lado de nosotros y cuando mi papá se tomaba unos tragos ella se daba cuenta y lo pasaba a ver. Lo metía a la pieza y de afuera sentíamos los correazos y las cachetadas. La resistencia de mi papá era decir no madre, no madre, no madre; después la abuela Ángela salía bien tranquila y él se quedaba dentro de la pieza. A veces, si estábamos solos y nos oía pelear, llegaba y nos leía la Biblia. Entonces con el Vitorio nos dábamos un abrazo y prometíamos ser mejores hermanos y ella volvía a su casa.
La abueli dormía largas siestas, dentro de la cama y con camisa de dormir. Le gustaba sobre todo descansar, porque era madrugadora y pasaba el día entero en la cocina. La abuela Ángela se enfermó de cáncer y le dio una hemorragia que la hizo vomitar sangre, y después se murió. A su casa no entraba la luz y nunca hubo allí una fiesta. Los funerales de mis dos abuelas fueron con carrozas con caballos con crespones negros.
Con el tiempo descubrimos que el tata Lucho era como diez años menor que la abueli, pero esa diferencia nunca fue tema de conversación porque no tenía importancia y el tata Lucho a esas alturas ya era un recuerdo.
Al abuelo Isidoro no lo conocimos nunca porque se fue temprano de la casa y dejó sola a la abuela Ángela y a sus cuatro hijos, vaya uno a saber por qué. Era contador y escribía poemas, aunque la abuela Ángela no le iba a la zaga. Para mi cumpleaños me regaló esta poseía, que conservo en mi memoria:
En Bueras con Palominos
A Huguito Mardones vi
Jugando con la pelota
Y me dije para sí
Este es el niño que busco
Para hacerlo feliz
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