Destacaban en el grupo tres curiosos habitantes. Era uno de ellos un maestro que luego de jubilar había decidido vivir sus últimos años en esas tierras. Era, desde ese punto de vista, un nortino, un hombre de ciudad, un forastero. La desconfianza inicial que le regaló el villorrio pronto fue rota por la templanza y calidez de su carácter, que aunque sacaba a relucir una cólera soberbia cuando era agredido, sobresalía en general por su grandeza de corazón, propia de aquellas almas que desarrollaron un apostolado que acumuló dulzura de sobra en sus vidas.
Hízose amigo el profesor casi de inmediato de un hombre pequeño, de maneras caballerosas y sobresaliente discurso, aunque repleto de fuego interno alimentado por el rencor y las pasiones. Era una especie de jefe de la isla, nunca se supo exactamente bien su cargo; el hecho es que el verdadero dueño, que vivía en la zona central del país, le había encomendado administrar el insignificante territorio. El hombre minúsculo debía rendirle cuentas de su hacienda una vez al año.
Completaba el trío un habitante originario de la isla, hombre tosco pero no rudo, terco mas no imbécil, imbuido de esas ansias de conocimiento que solo se dan entre quienes viven encerrados dentro de un cuadrado. Trabajaba para el hombre minúsculo y su labor era contarle diariamente sobre "las cosas de la isla", definición ambigua que -tras contratarlo en calidad de informante- su superior le formuló se diría que a propósito. En la isla muchos rumoreaban que el informante era una especie de soplón que se había ganado el cariño del patrón a punta de llevarle datos, confidencias, cahuines y hasta mentiras y calumnias; otros tantos lo exculpaban argumentando que hacía su trabajo decentemente. Y había quienes lo apreciaban de verdad.
Cada noche el tabernero disponía una botella de vino para ellos. La hacían durar generalmente hasta cerca de las doce de la noche y no pocas veces pedían una segunda y hasta una tercera, que dejaban marcada cuando el tabernero comenzaba a carraspear; entonces pedían la cuenta, se ponían de pie y se iban, cada uno guardando sentimientos diferentes en su corazón. El maestro se marchaba satisfecho y como caminaba algo entonado, solía rozar la vegetación de los bordes del sendero y llegar a su casa con los pantalones empapados de arriba abajo, a pesar del impermeable, lo que no pocas veces desembocaba en afectuosas reprimendas de su mujer. El hombre minúsculo se retiraba cabizbajo, a veces risueño, otras airado. Si la negrura de la noche no hubiese sido completa, definitiva, de vez en cuando se le habría visto dar golpes al aire con los puños cerrados. El informante, en cambio, retornaba con una gran ansiedad originada en la insatisfacción, pues sus dudas crecían a medida que iba tomando conocimiento de ciertas cosas que antes ignoraba.
Durante el día cada habitante de la isla hacía lo suyo. La mayoría se arriesgaba a desafiar al mar, eran pescadores temerarios que gozaban del placer infame de la adversidad. Normalmente su premio consistía en descargar desde los botes róbalos, merluzas, congrios, corvinas y sardinas, que le vendían al tabernero o preparaban para ellos mismos y las demás familias a módico precio, o ahumaban para los tiempos difíciles del invierno, aquellos en que el mar les cerraba la puerta con grosería desde la misma playa. Muy de tarde en tarde el premio era absoluto. De cinco botes volvían cuatro. Las mujeres, que oteaban desde un acantilado estratégico, siempre angustiadas, distinguían con sus vistas de águila, por ausencia, el bote faltante y entonces abrazaban a la nueva viuda, a quien intentaban consolar con un extraño pésame. "Recibió el beso del mar, el niño está crecido". De ese modo el pueblo daba por iniciado el ceremonial de reemplazo del pescador por su hijo, ceremonial que tras el funeral simbólico culminaba por la noche, cuando el niño, vestido de pantalón largo, entraba a la taberna y compartía un vaso de aguardiente con los mayores, quienes bebían de pie, a su salud.
Otros pescadores, los menos arriesgados, vivían de lo que les entregaban los roqueríos y las profundidades accesibles; vale decir de locos, machas, ostras, jaibas, choros y peces de orilla. A diferencia de sus hermanos de mar adentro, que lucían pieles bronceadas y limpias, aunque resquebrajadas por el sol, el viento y la sal, los de orilla ostentaban vistosas cicatrices producto de sus contínuos choques contra las rocas, a raíz de la fuerza de las mareas que se veían obligados a enfrentar. Eran marcas de fuego que cultivaban inconscientemente, para que no los llamaran cobardes.
Había unos pocos cazadores; se internaban isla adentro y volvían varios días después con pájaros que mataban con hondas, más alrededor de una docena de conejos que caían en sus trampas. Bien vistas las cosas era el oficio menos peligroso de todos, pero gozaban de la secreta admiración de las mujeres, por ser aventureros; es decir, minoría.
Las mujeres se dedicaban a la casa y cultivaban hortalizas en invernaderos cuyas protecciones de plástico debían reponerse al menos cada dos semanas debido a las ventoleras que azotaban la costa.
El día del terremoto encontró a los tres amigos en la taberna. Eran cerca de las dos de la mañana cuando la tierra empezó a temblar. Al principio se miraron entre todos, sin hablarse. Era noche de sábado, la taberna estaba llena. Cuando se hizo evidente que la fuerza era superior, atávica, unos pocos se arrimaron a la puerta y otros salieron a la intemperie y vieron con sus propios ojos cómo las altísimas copas de los árboles se batían a duelo entre ellas; en tanto, el tabernero se abrazaba a la estantería de los licores, tratando de salvar los que pudiera, a riesgo de que le cayeran las botellas y el mueble entero encima. Terminado el movimiento, que duró entre dos y tres minutos, vino la hora de las decisiones. Allí se comprobó que el hombre minúsculo no había nacido para lidiar con casos como el que por su rango le estaba tocando dirigir. Entró en demasiadas contradicciones, no hallaba por dónde empezar ni cómo organizar a la gente. El informante hubo de recordarle que la naturaleza le había enseñado a la isla que luego de un terremoto como ese sobreviene un maremoto aún más dañino. Apenas el maestro escuchó esta frase corrió a buscar a su mujer, pues su casa, junto a las de los pescadores de orilla, estaba ubicada cerca de la playa, contradiciendo la antigua costumbre de edificar en el bosque que subía hasta el acantilado, para protegerse tanto del mar como del viento. Alcanzó a llegar minutos antes de que se produjera la catástrofe. Halló a su mujer tiritando, con la Biblia en las manos. La tomó suave pero resueltamente del brazo y se la llevó hacia las alturas. Caminaron más rápido de lo que jamás hubiesen imaginado y cuando lograron acceder al promontorio donde se reunía el pueblo entero fueron testigos de una visión apocalíptica: el mar se había recogido unos tres kilómetros y en su lugar, iluminado por la luna, surgía el destello escamoso de miles de peces que se revolcaban en la arena, a punto de la asfixia. Reinaba un silencio desconocido para los árboles de la isla, que no agitaban una sola rama, permitiendo oír un ronquido extraño y profundo que emanaba desde lejos. Era la voz del mar que anunciaba su regreso, como si volviera a consumar una venganza contra los atrevidos que lo habían expulsado abruptamente, lo habían obligado a recogerse, a humillarse ante las demás fuerzas de la naturaleza. El mar arrasó con todo lo que halló a su paso y los peces pudieron reintegrarse a su ambiente natural, mezclados con tablas y techos de alerce, sillas, salamandras y zapatos de cuero.
Hubo dos muertos y tomó varios meses reconstruir el muelle, los senderos más bajos y las casas desaparecidas. La ensenada adoptó una nueva forma y los pescadores de orilla procedieron, contumaces, a levantar sus viviendas casi a ras de mar, pensando que no antes de cien años la isla padecería el azote de otro maremoto. El maestro y su mujer, en tanto, optaron por arrendar una pequeña casa en el bosque, que había quedado vacía cuando la viuda que la ocupaba decidió irse a vivir con su hermana menor. En las labores de reconstrucción de la isla el hombre minúsculo sí que desempeñó un papel sustancial. A su cerebro le venía de perillas la planificación reposada y como desde el continente llegó ayuda material, pronto el trabajo conjunto y sabiamente organizado convirtió las huellas del terremoto y maremoto en unas pocas marcas, visibles expresamente para conservar la memoria histórica.
Ese año la isla vivió su otro gran fenómeno. Un crucero de lujo recaló a unos dos kilómetros de la costa y los turistas descendieron en botes a conocer tan escondido territorio que, luego se supo, el capitán les describió como "una isla virgen, sin contacto con la civilización, una isla de salvajes". Tras la natural desilusión de los norteamericanos, japoneses y europeos que viajaban en la nave, al ver que los habitantes se parecían a cualquier otro ser humano, vino una oferta del mismísimo capitán, que encendió los ánimos de los isleños jóvenes. Les ofreció siete cupos laborales en el crucero, tres para ayudantes de cocina, dos para el aseo, uno para la percusión secundaria del grupo musical y uno para servicios varios. Los muchachos, que jamás habían pensado salir del lugar, entraron en ebullición y rápidamente organizaron un concurso interno para llenar las vacantes. Ni se les ocurrió que antes necesitaban de la aprobación del Consejo y cuando chocaron las dos fuerzas, la juvenil resultó superior, pero con el tiempo eso produjo catastróficos resultados. Los seleccionados se embarcaron por la tarde y prometieron escribir. Los que se quedaron adoptaron un aire de resignación y hasta de alegría, mas con los días muchos de ellos, la mayoría, comenzaron a entrar al unísono en una condición que el hombre minúsculo inmediatamente diagnosticó como de depresión profunda. Hechas las entrevistas correspondientes a los afectados y a sus padres llamó a sus dos amigos a discutir el tema en la taberna. Así entonces, cuando los tres se reunieron esa noche, había una misión que analizar y discutir.
El tabernero, vivamente interesado en el tema, pues dos de sus hijos habían escuchado el canto de las sirenas, siendo uno de ellos arrastrado por ellas y el otro sumido en la tragedia del fracaso por culpa de ese mismo canto, quiso emitir opinión. El trío decidió escucharlo para aumentar las posibilidades de remedio del problema, pero pronto se dieron cuenta de que sólo oían lamentos de padre que, por muy sinceros que fuesen, no contribuirían en nada a sacar a la isla de su nuevo estado, estado que se balanceaba entre la recesión y la revolución; o sea, entre la pesadumbre y la ira, fenómenos ambos causados por la frustración. El tabernero les hablaba con el corazón; en aquellos momentos resultaba el órgano más inapropiado para resolver el puzzle planteado por el capitán y su crucero. Sin embargo fue escuchado y consolado. El maestro le hizo ver que el hijo viajero enfrentaría nuevos mundos que le abrirían los ojos y que el hijo derrotado aprendería tarde o temprano de su fracaso. Nada estaba escrito en esas dos vidas y bien pudiera ser que al final el más exitoso resultara ser el derrotado. El hombre minúsculo le agregó que escribiría al dueño de la isla para que éste se comunicara con la compañía propietaria del crucero, de manera de hacer que la nave volviera cada dos o tres años a renovar la cuota de isleños que a partir de ese momento conformarían la tripulación, estableciendo una especie de sistema de becas que serviría para aumentar el prestigio mundial de la firma naviera. El informante, que lo conocía no mejor, sino más, se limitó a palmotearle la espalda. El tabernero les sirvió la segunda botella con una expresión de melancolía que ellos nunca habían visto en su rostro, y luego retornó a la barra a atender a los demás clientes.
Esa noche los tres amigos se habían sentado en el rincón más apartado para hablar con mayor libertad de este crucial tema, el de las consecuencias que arrojaría la apertura del horizonte en los jóvenes isleños. Cuando el informante iba a tomar la palabra la taberna entera escuchó un grito desgarrador proveniente del bosque. Era una mujer, anunciaba que habían empezado las reyertas y que un muchacho de pantalones cortos estaba botado a la orilla del camino principal, echando sangre por la boca entre estertores. Algunos pescadores bajaron a mirar, pensando en sus propios hijos. El joven ya había muerto. Lo rodeaban unos siete chicos, varios de ellos de pantalones largos, y la versión resumida por ellos fue una sola: él tuvo la culpa, todos tuvimos la culpa, nadie tuvo la culpa. El velorio fue más triste que todos los anteriores, porque el pueblo adivinó que esa muerte no cerraba capítulo alguno, sino que abría una historia de alcances inimaginables. Hubo además un pacto. Esa muerte y las que probablemente vendrían no saldría de los límites de su territorio. El hombre minúsculo aceptó el trato con gran incomodidad; lo aceptó porque no tenía otra salida. Lo habían obligado a jurar poniendo una mano en la Biblia. El hombre minúsculo tuvo esa vez la primera señal de que había dejado de ser el mandamás. Desde ese momento pasaba a ser un rey de papel.
Los funerales del muchacho se realizaron a la noche siguiente. No fue sepultado sino arrojado al mar desde el acantilado, envuelto en una bolsa con piedras. Cayó medio a medio de las olas, entre dos inmensos roqueríos. Casi toda la isla se hizo presente y la oportunidad de evadirse del ritual fue aprovechada por los tres amigos, quienes vieron luz en la taberna y entraron, decididos a retomar el grave asunto que había quedado inconcluso la víspera. Se sentaron de nuevo en el lugar más apartado, esta vez como prueba inequívoca para el tabernero de que no querían ser molestados. El tabernero les llevó la botella marcada poco más abajo del cogote, sirvió tres copas y se retiró con aire resentido. Había aprendido la lección, pero le dolía que la pena que lo embargaba a él mismo pasara a engrosar el mundo de los recuerdos olvidados y que esos tres clientes, entre los que se contaban un forastero, un rey de papel y un eventual soplón (pensaba en esas características con resquemor), se concentraran en sus propios asuntos, sin siquiera intentar un consuelo. Todo eso que sentía el tabernero lo adivinó el informante de una ojeada, pero se mantuvo fiel al grupo.
Inició la conversación, como siempre, el informante. Haciendo preguntas, ya se sabe. Al recordar el cambio provocado por el paso del crucero preguntó qué iba a ser del pueblo. Tanto el maestro como el hombre minúsculo entendieron que la pregunta se refería, en lo inmediato, a la muerte del muchacho a manos de sus amigos, de modo que fue el maestro quien dio su parecer a continuación. Tras beber un largo sorbo y comentar que el vino había mejorado con el transcurso de las horas, tal vez por haber "respirado lo suficiente", lamentó con sinceridad la tragedia del joven, a quien meses atrás había enseñado una lección. El hombre minúsculo se interesó vivamente por el caso y quiso saber detalles. El maestro les pasó a contar que meses atrás caminaba por uno de tantos senderos que llevan a la playa, en uno de sus acostumbrados paseos matinales, cuando sorprendió al muchacho masturbándose detrás de unos arbustos. El muchacho se dio cuenta y huyó, avergonzado. Días después se encontraron en la playa y el maestro lo saludó cortesmente. El chico le dio las gracias y volvió a huir. A la semana siguiente se toparon en la playa y el joven de nuevo le dio las gracias. Esta vez el maestro lo detuvo y le preguntó a qué se debía su extraña conducta, eso de dar las gracias y escapar. Costó unos buenos minutos sacarle al muchacho la verdad, porque estaba cohibido. Finalmente le confesó que el primer día había pensado que él lo acusaría a sus padres y que eso lo aterrorizaba. Cuando comprendió que el maestro no había abierto la boca se sintió en deuda y por eso actuó así. Ahora que se lo revelaba sentía alivio. El maestro sonrió, lo abrazó con ternura y le explicó que ese día él no había hecho nada malo y que su único pecado fue no haber tomado mayores precauciones. Con gran delicadeza se fue internando en la esencia del problema, que parecía ser el terror que al muchacho le inspiraban sus padres. Éste le confesó que se sentía culpable de causarles la mínima incomodidad, debido a que ellos lo daban todo por él, al menos eso era lo que veía. Su madre trabajaba el día entero en la casa, cocinando, limpiando, lavando, cuidando la huerta, alimentando a las gallinas; su padre era uno de los más viejos pescadores de mar adentro y cualquier día el mar le cobraría el crédito a largo plazo. Como ese día no llegaba el muchacho se sentía cada vez más culpable, porque no se podía poner los pantalones largos y seguía siendo un niño para su familia y para la isla. Era el hijo mayor y sus hermanitos ya comenzaban a burlarse de él. El maestro entendió que el tema era serio, ya que lo que en realidad deseaba el joven era que su padre muriera, para dejar de ser un lastre, mas ese solo pensamiento le retorcía los intestinos y lo tenía en un estado difícil. El maestro entonces cargó sus dos manos en los hombros del muchacho, lo miró fijamente y le explicó que el destino dispone un tiempo para que se cumplan sus designios y que ese tiempo no pertenece a la naturaleza humana, sino a la naturaleza divina, de modo que si él hacía lo posible por satisfacer los sueños de sus padres, como de hecho ocurría, podía dormir tranquilo, mientras el destino no lo llamara "a jugar un nuevo papel en el carrusel de la vida". El hombre minúsculo sonrió levemente al escuchar la última frase pronunciada por el maestro con una pequeña traba en su lengua, se hizo un nuevo brindis y se ordenó otra botella, acompañada esta vez de un róbalo escabechado con papas cocidas. El informante contó que el muchacho había muerto en una apuesta, fue todo lo que logró saber, porque los demás jóvenes se empeñaban en guardar el secreto. Antes de que el tabernero les sirviera el pescado, y quizás por la felicidad que le provocó la perspectiva de la cena con vino y amigos, el informante se sintió abatido y enclaustrado; de pronto se levantó y declaró que tenía que salir un momento al aire libre. El hombre minúsculo y el maestro le preguntaron si le pasaba algo y el informante les contestó una vaguedad; ambos lo miraron con preocupación cuando salió de la taberna.
El informante bajó trotando hacia el muelle; era un camino que ordinariamente le tomaba diez minutos pero que esta vez hizo en cinco. No sabía exactamente lo que buscaba, pero al llegar lo tuvo claro. A pesar del frío y de unos goterones que anunciaban noche variable -las nubes se iban combinando, revolviéndose y separándose con el correr de los minutos, dejando ver cada tanto la luna creciente y el paso de aves nerviosas que se recortaban sobre ella- se desnudó y se arrojó al mar, dispuesto a aguantar lo que le permitiera su carne. Nadó por necesidad, para entrar en calor. Cuando estuvo a unos cien metros del muelle, entre los dos inmensos roqueríos que le servían de puntos de orientación, sintió un estruendo: era la bolsa con piedras que contenía el cuerpo del muchacho y que caía al mar desde el acantilado. La bolsa intentó flotar y se hundió lentamente. Dos pájaros levantaron vuelo, el informante nadó en torno al espacio donde cayó la bolsa y regresó a tierra firme, mientras desde el cielo se desataba una tormenta. Ascendió lleno de bríos y ánimo renovado, cubierto de mar y lluvia. Cuando llegó a la taberna la luz estaba apagada y sus amigos se habían ido.
En las semanas que siguieron la isla no experimentó novedades de tipo social. Un temporal inacabable dejó en suspenso el gran cambio que se gestaba. Los frentes se sucedían uno tras otro, con lluvias torrenciales y vientos espantosos que arrancaban árboles de cuajo; es un decir, siempre se dice lo mismo, pero así es la memoria, olvida fácilmente la crisis o le parece que cada nueva crisis es superior a las anteriores. En este sentido debe levantársele un monumento a la experiencia del miedo, una de las pocas a las que el cuerpo no se logra acostumbrar, a pesar de que cuando la sensación se acaba la mente aterriza y coloca al momento vivido en su sitio verdadero en el ránking del recuerdo. Aun así los tres amigos, los únicos que se atrevían a desafiar al tiempo, se las arreglaron para reunirse en la taberna, ya que su necesidad de vivir la amistad era irracional y más grande que todo. Las puertas de la taberna se abrieron sólo para ellos y el tabernero los recibió con unos ojos explosivos, los ojos de alguien que está a punto de volverse loco por el encierro. Encendió fuego en el horno, amasó el pan y mientras se cocinaba bajó de la viga un pescado ahumado que sirvió con cebollas crudas aliñadas con sal gruesa, vinagre de manzana y aceite de oliva. Enseguida descorchó una botella "por cuenta de la casa" y se largó a hablar como un río correntoso, sin que nadie lo pudiera parar, durante unos veinte minutos. Tenía el alma hinchada de pensamientos y necesitaba eliminarlos. Los tres amigos entendieron su problema y lo escucharon atentamente, mientras el pescado y el vino iban desapareciendo ante su vista. Cuando el pan estuvo listo el tabernero pareció volver a sus cabales. Fue al armario, sacó un trozo de queso, un salame, bajó otro pescado de la viga y descorchó la segunda botella. Entonces hablaron del temporal, de "la maldita isla", de los mares australes y cada uno recordó asuntos que se le vinieron a la cabeza. El tabernero, que poco a poco se sentía mejor, dando paso su amabilidad compulsiva de los primeros instantes a una alegría cálida y sincera, contó que su vivencia más extraordinaria la tuvo en su época de juventud, cuando era pescador. Cierta madrugada, echada la red, de pronto vio venir un temporal. Era una sola nube negra, sin matices, como muralla de edificio que empezó a cubrir el cielo. Recogió la red, apenas contenía unos cuantos peces, y remó hacia la playa con todas sus fuerzas, pero algo lo hizo darse vuelta. Era una enorme ballena azul que salía a la superficie, a pocos metros de su embarcación. Justo entonces desde el cielo, ya completamente negro, nació un rayo que recorrería por lo menos un kilómetro, sino más, para caer sobre el lomo del cetáceo, carbonizándolo al instante. El tabernero, todavía asombrado por el recuerdo, comentó que en el último segundo el rayo, que venía hacia él, se había desviado hacia el peso mayor, de modo que concluyó, convencido, que la ballena le había salvado la vida.
El hombre minúsculo dijo, asombrado de veras, que le parecía una historia increíble, pero que por ningún motivo se atrevería a dudar de ella y ofreció un brindis por el tabernero. Los cuatro alzaron sus copas y bebieron al seco. Luego las copas se volvieron a llenar. El hombre minúsculo relató a continuación su propia experiencia imborrable relacionada con la lluvia, "bastante menos espectacular que la de nuestro anfitrión", se disculpó con elegancia, obligando a los demás a presionarlo para que contara su anécdota, con frases de apoyo. De esta manera pasó a narrar que hace unos doce años, mucho antes de llegar a la isla, y desempeñándose como jefe de comunicaciones de una gran compañía salitrera, le correspondió organizar una gira periodística a las plantas de María Elena y Pedro de Valdivia, en pleno desierto de Atacama. Con su habitual maestría adornó el relato con descripciones de personajes y ambientes, que eran las que les daban el verdadero sabor a sus historias. Dijo, por ejemplo, que la primera noche y por indicación suya al momento de cursar la invitación, todos los periodistas debían reunirse al momento de la cena vestidos de terno y corbata. Y así se hallaban en esa oportunidad, en efecto, alrededor de una vieja mesa ovalada de roble dispuesta en el centro del salón, siguiendo la tradición de los antiguos dueños ingleses de la salitrera. Las cortinas estaban corridas; desde el salón se advertían frondosos tamarugos, únicos árboles en aquella zona del desierto. Estaban dispuestos a hacerle honor a la abundante cena cuando el hombre minúsculo notó que faltaba un comensal. Era un joven reportero que compartía habitación con otro que trabajaba para la televisión y que al ducharse se había pasado a llevar la frente con la regadera, ocasionándose una herida sobre cuyas características todos bromearon que a la vuelta no iba a saber justificar ante su esposa. Comisionado por el grupo, el herido fue a la habitación a apurar a su compañero. Cuando entró lo halló sentado en la cama, los codos apoyados en las rodillas y las manos en la cara, con una expresión de general decaimiento. Le hizo ver que la cena estaba servida, pero el joven reportero no le contestó. Le preguntó qué le sucedía y tras unos momentos de indecisión éste se atrevió a contarle que la maleta se la había hecho su mamá y que dentro de ella no venía ninguna corbata, por más que buscó, como en efecto lo delataba un alto de ropa sobre la cama, de modo que le pedía por favor que pretextara ante el grupo que estaba sufriendo una indisposición gástrica. El herido volvió al salón, relató la historia, se produjo una risotada y el asunto se resolvió en segundos, cuando otro periodista fue a su habitación y sacó una corbata de repuesto, que le ofreció gentilmente, aceptándola el joven reportero con mucho gusto, ya que su apetito había crecido ostensiblemente.
El maestro le insinuó al hombre minúsculo que, por lo que había entendido, su historia trataba de una lluvia. Este le dijo "para allá voy" y continuó el relato. Contó entonces que a la mañana siguiente el grupo salió temprano a conocer las plantas salitreras, comenzando por la de Pedro de Valdivia y terminando en la de María Elena. Había visto tantas veces lo mismo, con otras delegaciones, que mientras los periodistas oían la disertación de uno de los gerentes, provistos de cascos y ubicados en una esquina de un galpón lleno de polvillo blanco, él sintió la necesidad de escaparse. Tomó un vehículo y llegó a un barranco desde el cual se veía, a unos 300 metros de distancia, una serpiente de agua que cruzaba el desierto: era el río Loa. Bajó y al llegar al río, que es como decir un arroyo cualquiera en otro punto del país, se sacó la ropa y se bañó en un pequeño pozo creado naturalmente por una conjunción de rocas. El agua era cristalina y estaba increíblemente helada, pero arrastraba unos componentes químicos que le ensuciaron la piel, quedando como si se hubiera echado barro amarillo. Entonces, de la nada, comenzó a llover. Caía el agua del cielo como gasa húmeda; luego distinguió las gotas y al rato era una lluvia común y corriente para su recuerdo de oriundo del valle central, pero extraordinaria para los antecedentes históricos del desierto de Atacama, lluvia que se mantuvo durante todo el día, dañando buena parte de los caminos y obligándolo a modificar la agenda del programa: las visitas de la tarde se suspendieron y la delegación se concentró en la casa de huéspedes, donde mataron la tarde bebiendo whisky, jugando a las cartas y contando anécdotas.
El maestro se disponía a relatar su propia historia cuando el hombre minúsculo lo interrumpió suavemente para indicarle que su recuerdo no terminaba allí. En ese instante se ordenó una tercera botella y el tabernero corrió a buscarla, tratando de no perderse detalle de lo que faltaba del relato, aunque no fue necesario que parara tanto la oreja, ya que el hombre minúsculo decidió esperarlo a él y a la botella. Se descorchó, se llenaron las copas, el maestro comentó que le parecía que el vino estaba más áspero que el anterior, siendo de la misma marca y cosecha, y el hombre minúsculo reinició su historia. Dijo entonces que unos seis a ocho meses después de ese acontecimiento le correspondió acompañar a una nueva delegación al mismo lugar, y que se maravilló al encontrar el desierto tapizado de flores. Era como si un avión hubiese lanzado chorros de pintura de los más diversos colores, alfombrando la tierra hasta la base de la cordillera de los Andes y dejando únicamente dos serpientes azules que se arrastraban entre la paleta de colores: eran el río y la carretera de asfalto. Había sido un testigo privilegiado del desierto florido y en homenaje a aquel día de lluvia en que se bañó en el Loa, acabada por la noche la cena "de terno y corbata", abrió dos botellas de whisky etiqueta azul para sus invitados.
El informante tomó la palabra antes que el maestro y pasó a contar que la experiencia vivida por el hombre minúsculo le recordaba una que había vivido él mismo días antes, en la isla. Al igual que su amigo, él también sintió la necesidad urgente de escaparse, pero no se atrevió a confesárselas, ni en ese momento ni después. Lo que lo asombraba, trató de precisar, relativamente alterado, era que el hombre minúsculo tomara esa necesidad de huir de su grupo de invitados a las salitreras como algo natural, en circunstancias que él traducía su experiencia de esa noche en la taberna como algo extraño, casi enfermizo, digno de guardar en secreto. El maestro y el hombre minúsculo sonrieron al unísono ante esta candorosa confidencia y comentaron que ya les parecía que esa noche algo raro le había pasado, aunque no le dieron mayor importancia. El informante les explicó que a su juicio las personas deben tratar de conservar la calma y no dar a conocer sus emociones, aun si están entre amigos, porque la vida privada es de cada uno y las cosas de la mente cuesta explicarlas, de modo que esa noche bajó a la playa a nadar porque quería darle una salida a su inesperada angustia y no halló forma mejor que esa para hacerlo. Los amigos entendieron su hipótesis, aunque no la compartían, y los tres bebieron otra copa. El tabernero solo escuchaba; daba la impresión de que le aburría el relato del informante. Este culminó la narración contándoles lo que había visto en medio de las olas; es decir, la caída del cuerpo envuelto en la bolsa con piedras. El clímax de su relato resultó apresurado y la historia acabó abruptamente, sin estilo. Tras contarla el informante se sintió ansioso, como en desacuerdo consigo mismo, como si quisiera seguir hablando, pero sin saber de qué. Los amigos comentaron algo sobre las casualidades y entonces el maestro tomó la palabra. Refirió una anécdota fallida, ya que partió de la base errada de que sus dos amigos conocían al personaje y la circunstancia que lo envolvía, de modo que la falta de contexto la tornó poco menos que indescifrable. Trataba de alguien, al parecer un amigo al cual le debía un antiguo favor y a quien había invitado a pasar una temporada en su departamento en la playa. Dijo así: un día mi amigo intentó hacerse el simpático y le quiso dar una tierna sorpresa a mi mujer, llevándole a la cama la bandeja con el desayuno. Mi mujer despertó de repente y al ver frente a ella al bobalicón mirándola fijamente a los ojos soltó un alarido y estiró los brazos en afán de defensa, derramando el contenido de la bandeja sobre la colcha. El informante le preguntó si se trataba de ese amigo chicoco colorín del que hablaba a veces y el maestro respondió a media voz que sí, tratando de no ofender al hombre minúsculo por el asunto de la estatura. El informante le preguntó si había algún antecedente erótico en el historial de ese amigo; el profesor terminó por molestarse y lo trató de tonto, le dijo que nunca entendía nada. El informante protestó por la descalificación de que había sido objeto y buscó la complicidad del hombre minúsculo, pero éste solidarizó tácitamente con el profesor, a juzgar por las carcajadas que le dedicó al informante. Éste insistió en que faltaban detalles para formarse un juicio cabal sobre la historia. El profesor hundió más el dedo en la llaga y declaró que "el inteligente no precisa detalles de lo que no le fue revelado, los intuye". El informante contraatacó reclamando que la historia del profesor no trataba de lluvia alguna, ante lo cual el profesor le echó la caballería encima, replicándole que jamás habían acordado hablar de lluvia, lo que en estricto rigor era cierto. El hombre minúsculo sonreía y atribuyó la diferencia entre sus amigos a las tres botellas, lo que también en estricto rigor era cierto. En ese momento el informante levantó su copa y dijo brindo por el curagüilla, mirando de reojo al profesor. El tabernero avisó que cerraba, para evitar peleas.
Esa noche se produjo el primer quiebre entre los tres amigos y cada cual se marchó por su propio sendero. Aunque no había recibido más que un pullazo, y de rebote, a esa hora el hombre minúsculo era el más nervioso de todos. Resolvió abruptamente desviar su camino al sentir el llamado y pasó a ver a la mujer del bosque, a la que todos consideraban loca. Era una viuda de unos 45 años, quien como tantas había perdido a su marido en el mar, pero que a diferencia de las demás no se había resignado a seguir la suerte del resto, que era soportar la viudez mientras no hubiese consenso popular sobre el reemplazante en el lecho. Esta mujer vivía sola en una vivienda descuidada en medio del bosque y en sus noches de celo emitía un aullido suave, que imitaba el ulular del viento, para dar a entender que podía ser visitada por cualquiera, fuese hombre o mujer. Como en el pueblo alguien había corrido la voz sobre unas supuestas infecciones que transmitía su vagina, sus llamados no eran obedecidos públicamente por nadie, menos aún en noches de tormenta como la de esa ocasión, de modo que el hombre minúsculo se dirigió confiadamente al nido de amor y tocó a la puerta. La mujer lo reconoció por el modo de golpear la madera y salió de inmediato, semidesnuda, ya sabía lo que le gustaba a él. El hombre minúsculo la agarró violentamente de la cintura y con una fuerza desmedida la arrojó al barro acumulado entre la hierba, donde la montó como animal, sin que la viuda opusiera la menor resistencia. Luego ambos se lavaron en una charca formada por la lluvia y el hombre minúsculo siguió su camino, furibundo. Antes de entrar a su casa lanzó varias veces los puños al aire. Los golpes tenían el objetivo de alejar su frustración, pero esta vez lo que lograron fue abrir sus heridas. El hombre minúsculo veía cómo pasaba el tiempo y no conseguía ascender. Concluyó por enésima vez que las cosas no eran como el dueño de la isla le había asegurado al darle la misión. No lo enviaba para administrar ese pedazo de tierra como otros no habían sabido hacer, sino que lo nombraba jefe a secas para sacárselo de encima. Así eran las cosas y esa noche la llaga abierta le volvía a recordar que necesitaba más poder; que la isla no le era suficiente, que la isla lo desterraba y lo estaba enloqueciendo. Al entrar encendió la luz y se agachó para mirarse en el espejo de medio cuerpo instalado sobre un pisito, mas de pronto se dio cuenta de la ridiculez que había fabricado para engañarse a sí mismo y quebró el vidrio de una patada. Pensó con angustia cuándo asumiré mi baja estatura, cuándo asumiré mi baja estatura. Puso los restos del espejo sobre la pared a una altura normal, se miró lo que pudo verse y se echó a dormir con la ropa puesta sobre la cama, cubriéndose con tres frazadas de lana de oveja.
La mañana siguiente fue radiante; el sol resplandecía y las mujeres iban por allí mirando hacia la hierba mojada, para no dañarse la vista. El día anterior el cielo estaba cubierto; hoy se veía completamente azul, de lado a lado. Era de esos días totales en que el viento filudo se metía por cualquier resquicio de la piel. Los pescadores habían salido al mar como alienados, llevaban demasiados días metidos en sus casas mirándoles las caras a sus hijos, quienes no se cansaban de pedir comida; desde el acantilado la escena se parecía a una carrera de botes. Los cazadores se internaron en el bosque y el informante notó que no había jóvenes, que los jóvenes habían desaparecido, que tal vez se habían reunido en algún lugar secreto para debatir el asunto que los martirizaba, de modo que recorría las casas buscando datos que lo llevaran a su paradero. Como esta vez nadie se los quiso dar, aduciendo los más ingenuos pretextos, como por ejemplo una mujer que le dijo que debía volver a la cocina porque se iba a subir la leche, se dirigió a la capilla, donde solía pasar las horas cuando no tenía mucho que hacer. Y allí estaban todos, debatiendo a puerta cerrada. Se escondió entre los árboles, ya que si se pegaba a las paredes más de alguien lo vería, tan carcomidas y separadas estaban las tablas del recinto consagrado a Dios. Adentro había mucho movimiento, una vibración de pasos y voces que hacían resonar el piso y ensanchar y reducir las formas de la capilla, como si ésta fuese un corazón. Al informante, sin embargo, le resultaba casi imposible diferenciar las palabras que salían de esa masa de madera y carne; la única palabra que se repetía constantemente era crucero, crucero, pero no había forma de entender el contexto en que se pronunciaba, lo que se estaba tramando. Más tarde salieron todos y se dispersaron; a los pocos días las reyertas dieron paso a los incendios selectivos.
Cuando se le preguntó por la noche, en la taberna, el informante recordó la reunión secreta pero no dijo nada, sino que al día siguiente volvió a la capilla, para buscar señales. Entró y la examinó; se hallaba tal como siempre, derruida, agonizante, aunque pudo sentir el soplo de vida dejado por los jóvenes. La vieja foto de una pintura que representaba a Cristo estaba donde mismo, en la pared tras el altar, sostenida con clavos oxidados. Le pareció que había envejecido un poco más. Para el informante esa foto era la única manera segura de comprobar el paso del tiempo, la fragilidad del pasado. Siempre que entraba a la capilla le notaba algún cambio; en esta ocasión se había producido una fisura casi invisible en el margen superior izquierdo. En el mismo sentido, el conjunto de los tonos de la foto continuaba su marcha hacia la degradación. Mas lo que lo alertó en el sentido sociológico fue una cruz milimétrica en los pies de Cristo, hecha a propósito por alguno de los jóvenes. El informante la describió con el máximo detalle a la noche siguiente, ante sus amigos, tratando de llevarlos a la conclusión de que había sido una acción menor, inofensiva, motivada por el aburrimiento o el afán lúdico del autor presente en esa extraña reunión conspirativa. Pero era evidente que el hombre minúsculo no pensaba lo mismo, tampoco el maestro. Y hasta el informante se convenció de que él tampoco pensaba eso.
Según el maestro, la cruz era una prueba más de la revuelta que germinaba entre los jóvenes, sumada a la pérdida de sus valores. El hombre minúsculo rebatió su argumento y presentó una hipótesis que hablaba de la inexistencia de valores supremos; decía que éstos cambiaban con el tiempo y que no había que asustarse de ello. Con la imprudencia que lo caracterizaba, el informante le preguntó cuál era entonces su misión como jefe de la isla, momento en que el maestro y el hombre minúsculo intercambiaron miradas con altanería, dejándolo al margen de ese guiño intelectual. Conocí un país, dijo el maestro, en que un burro quiso entender un crucero, subrayó la palabra, y no halló nada mejor que subir por la pasarela y meterse a la sala de máquinas para dar con la clave de su funcionamiento. El hombre minúsculo rió a carcajadas y agregó que cuando entró a la sala de máquinas el burro se encontró con el fogonero, quien lo distrajo de su misión a tal punto que el crucero zarpó con el burro adentro. Reían ambos, no así el informante, quien aparte de no comprender la fábula sospechó que estaba dirigida a su persona. El maestro ordenó otra botella, pero el hombre minúsculo pretextó un dolor de estómago y se retiró casi sin despedirse. Cuando entró a su casa se sirvió un agua de menta y se sentó a estudiar la situación, bastante más intranquilo de lo que había aparentado minutos antes con sus amigos. Los incendios se sucedían con un ritmo desconocido y aunque por el momento resultaban todos controlables, le parecía que en dos o tres semanas como máximo la crisis terminaría llegando a oídos del continente, con la consiguiente pérdida para su imagen.
Cuando el buque Cirujano Videla ancló frente a la isla los jóvenes experimentaron una desilusión subterránea. En primera instancia, la gigantesca forma metálica velada por la tiniebla matutina se les antojó que correspondía al mítico crucero. Luego, al comprobar la verdad, sintieron que el temor les coartaba las ansias de expresión. Todos los demás, en cambio, sintieron alegría y de pronto salieron a relucir ante los miembros de la delegación los achaques más insospechados. Viajaba en el buque, en efecto, un cuerpo sanitario que integraban tres médicos generales, un dentista, un oftalmólogo, enfermeros y asistentes. Se improvisó una especie de clínica en la capilla, la que se dividió en cuatro para que se pudiera examinar a toda la gente de la isla que requiriera de atención, en el menor tiempo posible. Mientras sucedía esto el hombre minúsculo y el capitán, acompañado de un hombre de mediana estatura y sonrisa fácil, se reunían en la oficina del hombre minúsculo. El capitán le presentó al hombre de sonrisa fácil como su reemplazante en la gobernación de la isla. El desconocido le dio la mano y le extendió además una carta enviada por el dueño. El hombre minúsculo la leyó a la velocidad del rayo y experimentó una sensación de júbilo y decaimiento sicológico que apenas pudo disimular. Sus clamores habían sido escuchados, el dueño lo llamaba al continente para confiarle una misión más elevada. Pero también le comunicaba que su reemplazante asumía el poder de la isla con el título de Gobernador Plenipotenciario, título que él nunca tuvo. Sin embargo primó en él la alegría de la partida y sin pensarlo dos veces abrió una botella de whisky que mantenía en el aparador, sacó tres vasos y los tres brindaron por los nuevos tiempos. Con astucia, el hombre minúsculo llevó entonces la conversación hacia el tópico que le interesaba y confirmó sus esperanzas: al parecer, nadie fuera de la isla había sabido de las reyertas y los incendios. Durante el día en que tuvo lugar el cambio de mando el hombre minúsculo se cuidó muy bien de que se filtrara la menor arista de la crisis. Más tarde todo quedaría en manos del hombre de sonrisa fácil, harina de otro costal.
De modo que al atardecer el hombre minúsculo se hallaba en la orilla del muelle con sus pertenencias, pensando por qué el nuevo jerarca era portador de ese título. Eso daba a entender que algo se sabía, que a sus espaldas alguien le había ido con cuentos al dueño y que podría suceder perfectamente que el supuesto ascenso fuese figurado, especie de antesala de un próximo despido ignominioso. Mientras aguardaba la aparición del zodiac que lo trasladaría a la nave se encontró con el maestro y su mujer. También traían maletas. Los dos amigos dejaron a la mujer a cargo de las maletas y se retiraron a un rincón a conversar. El hombre minúsculo le contó de su ascenso; el maestro lo felicitó sinceramente y le confidenció que a instancias de su esposa esa mañana había accedido a examinarse la próstata, debido a que estaba teniendo problemas para orinar. El médico se la encontró desproporcionada y lo instó a dirigirse de inmediato a un centro de salud de alta complejidad, pues lo más probable era que padeciera de cáncer, aunque en esta etapa el pronóstico era alentador, le aseguró. El maestro había tomado la noticia con tristeza, pero pronto se formó la idea de que el mal era tratable y de que con fe, obediencia y dedicación saldría adelante. Volvieron al sitio donde estaba la mujer del maestro con las maletas y se encontraron con el informante, quien se enteró de las dos noticias prácticamente cuando sus amigos subían al zodiac. Apenas alcanzaron a despedirse; el informante tuvo la ingenuidad de declarar a media voz que los echaría de menos, pero era obvio que sus amigos estaban pensando en otra cosa.
El zodiac se alejó y a la distancia los vio subir al barco con cierta dificultad, por una escalera lateral. El barco hizo sonar la sirena y zarpó a su destino último, el continente. En la isla la situación había quedado revuelta; los jóvenes se dirigieron espontáneamente a la capilla para debatir. A los pocos días se desataban nuevos incendios, que resultaban sumamente difíciles de controlar para el flamante Gobernador Plenipotenciario. Como nadie lo llamaba, el informante se percató de que tendría que presentarse por sí mismo ante la nueva autoridad. Cuando lo hizo, mostrando el contrato vigente, reparó en que, salvo su talento, del que sólo él tenía una relativa seguridad, nada le garantizaba la mantención de su puesto. El hombre de sonrisa fácil lo escuchó atentamente y lo recontrató, pero rebajándolo de grado. Al abandonar su oficina para ir en busca de datos que ya no serían claves para la marcha de la isla, porque el Gobernador Plenipotenciario también había contratado a tres personas más para desempeñar las mismas funciones, tan acogotado se sentía ante las críticas circunstancias en que se veía envuelto, el informante sintió rabia hacia el hombre minúsculo y también hacia el maestro; le pareció que lo habían dejado abandonado en el momento menos oportuno, descubrió con amargura que él nunca saldría de la isla y que la amistad que el trío decía profesarse se había sustentado en meras circunstancias del destino. Luego, cabizbajo, comprendió que estaba especulando sobre fantasías personales y que lo único cierto, ahora muy visible, era que durante todo este tiempo, años completos, había descuidado imperdonablemente a su propia mujer y a sus hijos. Se dio cuenta de que ellos ni siquiera le ocupaban una parte de su pensamiento, a pesar de que vivía para mantenerlos, esa estaba resultando ser su gran contradicción. De modo que por la noche entró más temprano que nunca a su casa a tratar de recomponer las cosas.
Fin