Pocas veces este año, mejor dicho, creo que ninguna, he leído un libro poco menos que sentado en la punta del asiento, como mirando una película de suspenso, sin querer que termine y devorando las páginas con los ojos. Me asombra que en toda mi vida jamás haya oído hablar de John Edward Williams, el autor, y le agradezco a mi amigo Miguel Ángel Castillo, maestro de fuste, el habérmelo revelado. Resulta evidente que eso se debe a mi pobre cultura literaria, al hecho de leer al tuntún, sin método alguno, sin base académica. También sde me hizo evidente, a las pocas páginas, darme cuenta por qué me lo recomendó.
Al leer Stoner pareciera que escribir es fácil y dan ganas de imitarlo. Sucede lo mismo con Borges, con Kafka. A poco andar se descubre que son inimitables. Williams tiene la gracia de jugarse el pellejo en cada capítulo, en el que describe una situación específica de la vida de Stoner. No cae en la tentación de mezclar, a sabiendas de que la vida es mezcla. Él separa. Disecciona. Vierte su talento en el problema de turno, obliga al lector a concentrarse en esa etapa, y el lector se lo agradece. Todo aquello lo hace con una extraña humanidad, acaso reflejo de la piedad que sentía por el ser humano, tal vez por sí mismo, algo que no se ve en muchos escritores. Una novela como esa, que se alimenta de emociones, corría el riesgo de despeñarse hacia el viscoso terreno del melodrama. Williams atraviesa con éxito la cuerda floja, amenazado página a página por la tentación sentimentaloide.
Leí Stoner antes, durante y después de la elección presidencial que le dio el triunfo a José Antonio Kast. El suceso (el mazazo a la izquierda, los vientos de cambio, la paliza republicana) pasaron a segundo plano en mi diario vivir.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario