
Una noche de luna llena pasó frente a mi ventana una joven de piernas lechosas manchadas de barro a la altura de las pantorrillas. Llevaba consigo un espejo de cristal biselado y marco de oro, lo llevaba de costado y en la claridad de la noche sus senos de pezones rosados se balanceaban suavemente. Ocultábale el rostro un velo que la confundía con la Virgen o con ciertos excesos de Venecia, no estaba claro aquello. Abrí la ventana y estiré la cabeza lo más que pude; era todo tan paradisiaco en aquellos años, mi casa se erguía en medio del bosque, había un lago del que me llegaba el rumor de sus aguas cristalinas y un hogar de fuego crepitante y brasas perfectas. Shostakovich no se conocía aún en Occidente, de modo que la melancolía de los atardeceres lluviosos era acompañada con los 24 preludios de Chopin y las sonatas de Schubert en discos de vinilo. Cada día una mujer diferente colmaba mis apetitos y yo en ese tiempo las prefería burdas, vulgares, faltas de seso. Me gustaba que no se dieran cuenta, las engañaba con subterfugios baratos a pesar de tener todo el poder sobre ellas. Me eran enviadas cada mañana por Salomón Velasco, el poderoso del pueblo. El pueblo se llamaba Villa Rica y no era lo que es ahora, un montón de hoteles, hostales, residenciales, campings, restaurantes, casas de cambio, supermercados, oficinas de turismo aventura. Villa Rica era una pura calle con una bomba de bencina. Yo tenía la costumbre de mandarlas a buscar leña a lo más húmedo del bosque para que volvieran sucias y así las pudiera meter a la bañera. Ellas intentaban convencerme de que se podían bañar solas y a mí eso me gustaba porque mi razonamiento las dejaba mudas. Esto les decía: "Si entras caminando se manchará el piso". Entonces las levantaba en brazos y las sentaba en mi pene mientras ellas se desvestían. Yo les aseguraba que había cerrado los ojos y no veía nada, pero los tenía abiertos y ellas no se daban cuenta porque estaban de espaldas. Cuando terminaban de sacarse la ropa las metía al agua y las dejaba solas. A veces inventaba que tenían mal olor y las mandaba al baño a lavarse y yo miraba por un hoyito porque sabía que el chorro del vidé les gustaba bastante.
Era una joven de belleza serena, su cuerpo no emitía casi ruido al desplazarse entre los arbustos y bambúes acorralados por las lengas. Se parecía a Diana, la diosa lunar, y era demasiado ilógico que portara un espejo de tan hermosa factura. Fijé mi vista en el cristal y me maravillé de lo que vi: no mi figura sino el retrato de mis crímenes. Yo nunca temblé al cometerlos pero ahora temblaba ante la terrible lista. ¿Era eso ser malo? ¿Era temblar ante los crímenes cometidos? Pero cometerlos no era ser malo, ¿o era sádica, provechosa, la maldad?
No es que me estuviera arrepintiendo, sólo temblaba. La diosa lunar se había perdido entre los matorrales pero me quedaba aún la imagen del espejo. Era todo tan raro, ¿cómo pude ver ese retrato si ella estuvo siempre en movimiento? Tal vez fue el espejismo de una noche de verano en Villa Rica. Porque alucinación de curado no fue; esa noche no había tomado pisco.
Era una joven de belleza serena, su cuerpo no emitía casi ruido al desplazarse entre los arbustos y bambúes acorralados por las lengas. Se parecía a Diana, la diosa lunar, y era demasiado ilógico que portara un espejo de tan hermosa factura. Fijé mi vista en el cristal y me maravillé de lo que vi: no mi figura sino el retrato de mis crímenes. Yo nunca temblé al cometerlos pero ahora temblaba ante la terrible lista. ¿Era eso ser malo? ¿Era temblar ante los crímenes cometidos? Pero cometerlos no era ser malo, ¿o era sádica, provechosa, la maldad?
No es que me estuviera arrepintiendo, sólo temblaba. La diosa lunar se había perdido entre los matorrales pero me quedaba aún la imagen del espejo. Era todo tan raro, ¿cómo pude ver ese retrato si ella estuvo siempre en movimiento? Tal vez fue el espejismo de una noche de verano en Villa Rica. Porque alucinación de curado no fue; esa noche no había tomado pisco.
(Ilustración: Sergio Mardones)