Visitas de la última semana a la página

miércoles, mayo 10, 2006

Las puertas del cielo

(Ilustración: Sergio Mardones)


Una noche brumosa me perdí y fui a dar a un lugar que nunca había visto en un sector pantanoso de Valdivia, cercano a San José de la Mariquina. En un claro del bosque me encontré de pronto frente a una puerta descomunal, mejor dicho bajo una puerta descomunal. Presumí que la inscripción en bronce del vocablo "Cielo" en un ángulo superior de la hoja derecha de la entrada era la metáfora ideada por un chiflado o el nombre de fantasía de alguna próspera empresa maderera que desconocía. El suelo despedía vapores de hojas en descomposición, la niebla se tornaba más y más densa con el correr de los minutos, haciendo que el paisaje redujera notablemente sus elementos: sólo la puerta, unos pocos arbustos, el murmullo del riachuelo, la sombra que no dejaba ver el bosque.
Había que hacer algo, pues obviamente a la intemperie no lograría sobrevivir ni siquiera una noche; tal era el frío y la lluvia que se había dejado caer a baldazos. La puerta se me hacía más alta no bien le dirigía la mirada, lo que trataba de evitar, ya que su sola visión me despertaba una inquietud infinitamente superior a la de la situación que vivía. Era una puerta maciza de alerce de dos hojas, como ya he dicho; una anchura de unos seis metros y una altura de unos 25 metros, digo 25 porque superaba a un edificio de seis pisos.
Con cierto alivio, si se pudiese usar ese término para describir la pesadilla que protagonizaba a mi pesar, recordé que lo que estuviese viviendo en ese instante, fuese realidad, sueño o ficción, era la experiencia de volver a estar ante las puertas del cielo, de modo que algo bueno podía salir de aquello. La primera vez que tuve la oportunidad de traspasar ese umbral fue a los ocho años, cuando me caí del parrón y perdí el conocimiento. Durante unos minutos un hombre de barba blanca me tomó de la mano y me condujo por un sendero que terminaba en una puerta como de sala de clases. La abrió un poco y me dijo: "Estas son las puertas del cielo. Observa con atención lo que hay más allá pero no entres, porque todavía no lo puedes hacer". Me asomé a mirar y una luz enceguecedora me despertó y no pude ver lo que había en el cielo: el doctor Dintrans alumbraba mis ojos con una linternita.
La segunda vez sucedió un otoño en que estuve en un tris de lanzarme con mi auto al río Maipo para poner fin a mis días. En ese momento vi de nuevo las puertas del cielo: eran verdosas, de un metal oxidado. Llegué a sentir el inmundo sabor de las aguas y el dolor de la fractura en el cráneo. Todo no fue más que un mal momento, un estallido que se frenó y dejó que gastara su energía en un incesante recorrido por la sangre hasta que volví a ser el de antes.
La noche que relato ha sido la última. Toqué dos veces y las puertas se abrieron de par en par sin que chirriaran los goznes. No se veía nada, el agua ya me llegaba a los talones y las ramas que arrastraba me herían las piernas; en el cielo no se oían voces, no se escuchaban oraciones ni notas de arpa. Pensé que San Pedro se haría presente junto a San Juan el Evangelista, Abraham, Moisés, Jesús, pero el aguacero era demasiado intenso y no se prestaba para la meditación ni para el perdón, ni siquiera para consultas o inscripciones en listas de espera. El agua ya me llegaba a las rodillas y me arrastraba hacia adentro, cada tres o cuatro pasos resbalaba y caía y tragaba un líquido pastoso, que me dejaba restos hilachentos en la garganta. Me vi obligado a nadar, las brazadas me llevaron a una cascada que me sumergió durante unos segundos en un agua espumosa, plagada de salmones que pugnaban por vencer la corriente, pasándome a llevar las orejas con sus aletas filudas. Era tal mi desesperación que me agarré a lo que pude y no lo solté: una raíz nervuda que me permitió ver un nuevo amanecer, cuando lo creía todo perdido...

martes, mayo 09, 2006

Tardecitas de domingo

Ahora me ha dado por ir al Parque Forestal. Los primeros días me los pasaba en la Plaza de Armas, no digamos que dándoles de comer a las palomas, porque sería como un cuento de jubilados, y éste no es un cuento de jubilados, ni siquiera es un cuento; sino que, como iba a decir, los primeros días me los pasaba mirando caras. Es tan curioso mirar caras. Uno puede sentarse y ver muchas caras, digamos unas 200 caras. Cada una es diferente, sin embargo uno se termina aburriendo y cuando ya las ha visto todas no queda otra cosa que levantarse y caminar.
Así lo hacía yo. Me sentaba en un escaño a mirar caras y cuando sentía el dolor en la espalda por esos palos tan disparejos que colocan los fabricantes de escaños me paraba y me iba. Tomaba mis bártulos, que nunca eran muchos, digamos una agenda y un libro, o sólo una agenda, y me ponía a recorrer las calles céntricas, silbando una canción de puro contento. Me sentía importante, protagonista de una fuga de película. Lo más curioso era que no estaba triste, sino apenas algo nervioso. Me decía: "Aquí voy caminando, solo, yo versus el mundo. Ahora puedo darme el lujo de descubrir Santiago y afilar de lo lindo".
¡Qué curioso! Nunca pensé que esta ciudad fuese nostálgica. Pero ese no es el tema, sino... ¿cuál es el tema?, ¿el de mi importancia? ¿el de mi fuga? ¿el de las minas de la plaza? Se me ocurre que estos tres tópicos podrían conformar un solo gran tema, el de las "Tardecitas de domingo", tema que comienza por supuesto todos los domingos, salvo que llueva, cuando me dejo caer por los caminitos del Parque Forestal. Llego temprano, tipo diez y media, con el diario bajo el brazo. Enciendo un cigarrillo y me gano en un banco, de frente al Mapocho. Siento sus olores pestilentes combinados con el humo del tabaco y los aromas de la brisa que pasa por entre las ramas de los árboles. Examino el diario, lo palpo, le tomo el peso y lo leo. Me gusta empezar de atrás para adelante. Abro la página de la cartelera y la programación de la TV. Aseguro el panorama de la postrimería fabricándome la idea de una noche con cervezas y papas fritas envasadas frente a la pantalla. Cuando no hay programas buenos me deprimo anticipadamente. Pero no es tan tremenda una depresión frente al Mapocho, mientras la brisa mueve las solapas del abrigo. Digamos que es preferible a encender de noche la TV y encontrarse con bodrios más grandes que los tres chanchitos. Después me paso al fútbol y a los crímenes. No hay noticias más entretenidas y completas que los crímenes. Tienen emoción, suspenso, horror; hablan de miserias humanas y almas enfermas. No se andan acartuchando y tienen la ventaja de estar protagonizadas casi siempre por gente pobre. Los pobres no se avergüenzan de lo que son; cuentan sus pesares como si dijeran la hora y no amenazan a la prensa (me puse filósofo, filósofo de banco. El doctor Escaño).
Cuando los palos del asiento, las noticias, la brisa, el hedor mapochino cansan, miro el reloj y me levanto. Hago hora para entrar a la fuente de soda de costumbre, en la que me está esperando la mina de siempre con el hot dog y la cerveza. Dejo la barra llena de servilletas manchadas, paso al baño a orinar y lavarme los dientes y me voy, con ese aire misterioso que la hará pensar (a ella, la mina de la barra) en el bebedor de cerveza, aquel cuento de Rojas.
Ha llegado entonces la hora estelar, la de las tardecitas de domingo. Camino hasta la Plaza de Armas y me siento a observar. Antes lo hacía por las mañanas, pero ahora cambié de estrategia, como lo dije al principio. Las mañanas, lo descubrí después, no eran apropiadas para lograr mi objetivo.
El periscopio doble se mueve de aquí hacia allá, hasta que da con la presa. La huevona se pasea nerviosa, con su traje negro dos piezas y su cartera blanca. La falda suele terminar con una rotura en el corte. Las uñas son rojas y cortas y los dedos, toscos, como recién lavados con Rinso. Los zapatos negros de taco medio tienen las tapillas gastadas y la mirada siempre se dirige a un costado bajo (no es una mirada de asesino; digamos que es la de un animal fuera de ambiente; o si lo prefieren, la de una empleadita con día libre). Como esto no es un cuento, lo repito, puedo darme el lujo de reproducir un bosquejo de diálogo, que bien pudiera tomarse como manual para conquistar chinas.
-Hola.
-...
-Tan calladita.
-...
-En el Roxy están dando la película de Luis Miguel.
-...
-Yo no le digo que la voy a invitar. Es por si usted la quiere ver con su amigo. Pero parece que no llegó. A lo mejor tuvo que quedarse en el jardín.
-¿Lo conoce?
(En mi puta vida he visto al huevón)
-Sí, una vez los escuché conversar en un banco. Perdone usted, mi querida dama, no fue mi intención. Pero verlos a ambos juntos me produjo cierta tristeza, porque yo me decía: "esta señorita tan linda sale con el jardinero, y el jardinero ni la infla..."
-¿Por qué dice...?
-Se notaba. Mire, señorita...
-Lucy...
-Mire, Lucy. Usted es demasiado para él. Es linda, romántica, no está para andar llenándose las manos de tierra. Permítame su mano. Mire, ésta es la mano de una dama, lo repito.
-Se está burlando...
-¿De usted? ¿Por qué lo dice? Me ofende.
-No, si no.
-Vamos, la invito a un jugo. Su amiguito ya no llegó.
La tomo del brazo y me la llevo, contemplando con el rabillo del ojo al culiado, que llega tarde y sudoroso a la cita del domingo. La apego un poco al cuerpo, rozándole el muslo con mis piernas al cruzar una calle, y la meto pronto a un local de medio pelo, donde despacho el jugo en pocos minutos (porque la tarde es corta). Luego me la llevo al cine. La abrazo a la entrada y la beso en la mejilla, lo que siempre provoca un rechazo y una risa (estas mierdas nunca se atreven a más, por la vergüenza que les causa el acomodador). Ya sentados, procedo con toda discreción.
-Lucy...
-Ya po.
-Huachita linda.
-Ya po.
-Es que es tan linda...
-Ya, déjese.
-Un puro besito.
-No.
-Uno solo.
-Me voy a ir.
(Beso)
-¿Ve que no era tan malo?
-Usted... ni lo conozco.
-¡Cómo! Aquí está mi carnet.
(Risas)
-Se la sabe por libro.
-Es que la quiero...
-Mentiroso.
-Verdad.
La beso y la aprieto. Le paso los dedos por las tetas y deslizo la otra mano debajo de la falda, hasta casi llegar a la zona prohibida. Ella comienza a excitarse, pero yo sé que en el teatro no se va a entregar. La llevo entonces a un "lugar más cómodo", en el que se deja sorprender por la decoración de fantasía y los espejos. Y allí, entre promesas de matrimonio y cariños tiernos, la doy vuelta a cachas toda la tarde.
Cuando las cortinas dejan de tragarse la luz del sol y los faroles se anuncian a lo lejos, como huevos de avestruz, la suelto y me voy a la ducha. Ella se viste, feliz de haber pasado una tarde de amor que podrá contar a sus envidiosas amigas en la cola de la panadería. Me tira un beso que apenas le respondo, por compasión y por si las moscas me la topo al domingo siguiente (el problema de estas maracas es que son todas iguales; uno se las afila una vez y ya creen que están de novias). La acompaño al paradero, le digo chao con la mano y saludos te mandó cagaste.
Los altos edificios resplandecen y las calles brillan de negrura y suciedad cuando regreso a pie a la pensión, sintiéndome importante, dueño de una gran pena. Son esos momentos, por los que todos pasamos, los que me castigan con imágenes que brotan como el pasto de invierno, llenándome la cabeza de ideas vagas y melancólicas. Veo una casa, un mueble desvencijado, la risa inocente de un niño de uniforme y cuello sucio, un cuadro viejo en la pared, un abrazo de Año Nuevo, una noche de brisca, una almohada tibia. Antes de naufragar entre recuerdos y de ponerme a... (¡puta, la huevadita que iba a decir!) entro a la botillería, aseguro las cervezas y el paquete de papas fritas y apuro el paso para no perderme el comienzo de la cinta.

viernes, abril 28, 2006

Partida de cartas

Duermo a sobresaltos. El verano entra por la ventana, con oleadas de calor seco. Las gatas van y vienen, los muebles crujen de vez en cuando y abajo, el inodoro lanza descargas automáticas que se asemejan a los malditos recordatorios de las campanadas de los relojes de iglesia (la-noche-avanza la-noche-avanza). Siento ruidos en la calle. Mi hijo abre la puerta de la reja, lo que instantáneamente me tranquiliza: ha llegado a casa.
Pero de pronto vuelve a salir. Corro al balcón y miro: es él.
-Dónde vas.
-...
Mi mente se llena de angustia. Creo que la angustia venía de antes, de algún sueño que tuve y no recuerdo, del sueño que ya no logro conciliar.
Hace tanto calor. Las narices se me tapan. Duermo desnudo. Trato de dormir. Me doy vueltas en la cama. Mi esposa gruñe, está intranquila.
Voy al baño a mear. Meo y tiro la cadena. Lavo mis manos y entonces me miro al espejo, pero lo que veo no es mi cara. Es la de Humberto, mi hijo, que ríe absurdamente, con su barba descuidada.
Ahora no es angustia. Es una locura lúcida, porque esa cara no puede estar mintiendo ni mis ojos pueden estar mintiendo ni el impulso nervioso que transmite la imagen a mi cerebro puede estar faltando a la verdad. La única verdad es que en algún momento de la noche ha debido producirse una transposición.
Debo volver a la pieza. Pero ¿a cuál? A la de él, mejor dicho a la mía. ¿O a la de mi padre? Y si yo había salido, ¿cómo es que estoy aquí? Y entonces, ¿dónde está mi padre?
-¿Lo ha visto, mamá?
-Volvió a salir, hijo. No sé dónde. Acuéstate, hijo.
-No puedo, mamá.
-Qué te pasa.
-Tengo miedo. Recién me vi al espejo y me dio miedo.
-De qué tienes miedo, hijo.
-No sé, mamá. Tengo miedo. No puedo dormir. Quiero que vuelva mi papá...
-Espera un poco, hijo. Ya pronto va a amanecer.
-Sí. Amanecerá. Y qué saca con amanecer.
Sólo yo entiendo mis dichos. Y Fernández. Siempre que digo cosas como éstas se arregla el traje y me pregunta:
-Qué es la ley.
Juntos hemos aprendido a salir del paso. Yo hago las entrevistas, él toma las fotos. Si yo canto, él me sigue. Pero casi siempre es él quien lleva la iniciativa. Dice "semilichái" en vez de "no sé si me cachái". En los veranos, "lao laíto" en vez de "helado, heladito". En los inviernos, no sé.
Ahora está sentado en el banquillo blanco del comedor del edificio, con su traje gris, impecablemente vestido.
Mira la baldosa. No se siente bien. Me lo confiesa, me lo insinúa mirando el piso resbaloso, cubierto de colillas. Voy y lo consuelo. Pero los consuelos no sirven de mucho, porque no cambian el destino. Si ambos hemos llegado a esto será por algo. No importa que yo sea la visita y él, el paciente. O tal vez los dos estemos enfermos. Ni siquiera uno mismo puede cambiar el destino, de modo que lo mejor será que volvamos a la partida de cartas.
Yo: Angustia.
Fernández: Angustia...
Yo: No pasa.
Fernández: No pasa...
Yo: Semilichái.
Fernández: No sé si me cachái, loco.
Yo: Lao laíto.
Fernández: No. Hace frío.
Yo: Abre los ojos, Fernández.
Fernández: Abre los ojos, Fernández.
Yo: ¿Pánico, panico o panicó?
Fernández: Panico.
Yo: Esperanza.
Fernández: Esperanza gansa.
Yo: Píldora.
Fernández: No tomo.
Yo: No mienta.
Fernández: No miento.
Yo: Miente, Fernández.
Fernández: El facultativo me prohibió mentir.
Yo: Whisky.
Fernández: El facultativo me prohibió libar.
Yo: Cigarro.
Fernández: Ya.
Yo: Caso compra de disco para hacer asado.
Fernández: Me costó 90 mil.
Yo: Caso sección Fotografía.
Fernández: Caso sección Fotografía.
Yo: Caso viaje a Cuba.
Fernández: Caso viaje a Cuba.
Yo: Caso viaje a Cuba para que los niños aprendan pimpón.
Fernández: Caso viaje a Cuba para que los niños aprendan pimpón.
Yo: Profesor, ¿esto es una gran farsa?
Fernández: No me atrevo a dar un punto de vista respecto del tema mientras no veamos qué es lo que ocurre en el Q.T.H.
Yo: Qué es la felicidad.
Fernández: La felicidad es la ley. La ley es la felicidad.
Yo: ¿El ser humano no es menos feliz por ser infeliz?
Fernández: El ser humano por ser infeliz es más feliz... Lo dice la ley.
Yo: Qué es la demencia.
Fernández: La demencia es un estado de relajo y de alejamiento... frente a la ley.
Yo: Qué es la ley.
Fernández: Qué es la ley...
Fernández: ¡Qué es la ley!...
Fernández: ¡¡¡QUÉ ES LA LEY!!!
Salto en la cama ante el grito de Fernández. Pero es la puerta de la reja, que suena de nuevo. Es Humberto. Ha regresado.
-Qué te pasó, hijo.
-Nada, mamá.
-Acuéstate, hijo.
-Sí.
Ha sido vista un ave, un ave negra, gorda, de pico largo y aguzado, pata fina, ojo cruel.
Apareció de pronto en el espacio que siempre ocupa otra de plumaje gris, confiada. El ave gris vive escarbando en el pasto en declive hasta que da con gusanos. Un árbol la separa de la amenaza y el tronco del árbol impide una perfecta visión.
El ave negra se le va encima, advierten las voces. Surge una preocupación intensa, urgente. Recuerdan cuando su padre entraba a casa, borracho, siempre a punto de caer al suelo y azotarse la cabeza. El recuerdo se amplía a cuando quería abrazar a las voces, cuando lloraba por su pasado de pobreza y lo rechazaban con desprecio.
Una vaga inquietud. Un desasosiego ante la tragedia por venir.
El ave gris sigue escarbando, como hacen los animales con poco cerebro. El ave negra se le acerca y le lanza un picotazo. Nada suena, ha sido un picotazo anunciado, no hace frío ni calor; si hay brisa es invisible y si hay voces no se oyen.
Las voces se espantan contemplando la escena pero hay una suerte de esperanza, un duelo aceptado por la víctima, que le devuelve el picotazo con otro más artero, y es como si ambas estuviesen en un ring y las voces en un teatro.
Pero en el destino estaba escrito que se inventara el movimiento. Golpe a golpe el ave gris va cayendo desplomada mientras los picotazos le abren en dos el plumaje del lomo y comienza a ser visible una carne roja y colgajos hilachentos de tejidos que se traga sin apuro el ovíparo de lúgubre andar.
Esa vaga inquietud. Esa vibración interna para la que no hay palabras...
No hemos nacido para soñar, no hemos nacido para vivir. No hemos nacido para estar tranquilos. Los animales todo lo que hacen es buscar comida. Cuando estamos tranquilos es algo falso. Además, siempre hay una o varias de las miles de partes del cuerpo que molestan. Fíjense ustedes y siéntanlo en este mismo momento. ¿Están completamente tranquilos o algo del cuerpo les molesta, les duele, los tiene con los nervios?

martes, marzo 28, 2006

La impaciencia me irrita

Dos veces he tenido la oportunidad de estar dentro de un cementerio en calidad de éter. La primera vez fue un problema, pues me perdí en una avenida de piso de tierra que daba a una callejuela enormemente larga, alta y sombría. Ya iban a cerrar y la gente corría con las flores pero una vez que hube entrado en la callejuela todo se me hizo cuesta arriba y simplemente no volví a salir de allí.
Siempre que recuerdo esa escena me parece haberla vivido antes, uso el verbo de manera metafórica, desde luego. Hago memoria y trato de darle nombre al cementerio pero termino chocando con la misma callejuela de altas tumbas en hilera y la tensión de la gente con sus coronas y ramos. Había, recuerdo ahora por primera vez, una estrechez, una especie de paso escondido, casi un túnel que conectaba el cementerio con la ciudad, pero esa vez, esa única vez que estuve, estoy y estaré allí para siempre el paso me fue vedado a la vista, uso el sentido en forma metafórica, desde luego.
La segunda vez recorrí el camposanto y me instalé a sentir sobre una tumba ubicada en el sector central. Era una tumba hecha de granito, intacta en su estructura pero gastada por el tiempo; me recordó las construcciones alemanas. No leí nombre alguno de finado que ocupara el espacio de tierra cercado por el granito; sin embargo durante unos instantes me pareció haber conversado con mi primo Julio, quien permanecía en la superficie de la tumba, dentro de un canasto y sin uno de sus brazos. Se veía tranquilo, él sabía que se quedaría allí, de hecho sabía que estaba allí mientras todo el mundo atendía sus asuntos afuera, pero en el cementerio había una luz de tres de la tarde de día de domingo de otoño y no volaba una sola hoja. Por consiguiente no había motivos para preocuparse.
Quisiera que la verdad me fuese revelada de una vez; me cansa esperar de los sueños alguna respuesta coherente. Alguien dijo que saber que ignoramos lo que no sabemos es el mejor conocimiento, pero mi problema es la impaciencia, que me irrita.

domingo, marzo 26, 2006

Aires de otoño

Vi el otoño, fue una sensación fugaz, un golpe de conciencia que habrá durado entre uno y tres segundos.
Había algo en el color del muro de la casa de dos pisos que pasaba ante mi vista, en el rostro cabizbajo de la mujer con su hija. La luz era la luz inconfundible de las tardes de otoño, por qué, no lo sé; ese asomo de tristeza, ¿dónde me fue permitido intuirlo, internarme en su inefable secreto, en qué ángulo de la calle? La brisa estremecía en lo alto las verdes hojas de los castaños, que chocaban con el tendido eléctrico antes de caer, algunas; las hojas se empezaban a pudrir por dentro, era un anuncio pero nadie se interesaba en él.
Antes me creía poca cosa, hoy no me creo nada. Ahora acepto las brechas entre los hombres. A unos les gusta el rock y hablan de rock, ¿por qué mi amor por Borodin debiera ser amor más puro? Las nuevas generaciones hacen planes de juntarse a beber margaritas para conversar de sus asuntos; a mí no me nace acompañarlos. No soy inmortal, tardé en descubrirlo, soy un hombre perturbado que sufre de insomnio en las noches que se vuelven frescas anunciando el otoño.
El otoño me quita las ganas de matar.

miércoles, marzo 22, 2006

Lluvia de meteoritos

Debíamos protegernos de la lluvia de meteoritos en edificios endebles que dejaban a la vista esqueletos de madera de pino, ventanucos a medio cerrar, cielos falsos. Eran las tres de la tarde pero el fenómeno había oscurecido a la tierra por completo, más que un eclipse total de sol. Los meteoritos volaban sobre la calle a velocidades inauditas. Vistos desde el octavo piso del edificio eran miles de rayos cruzados que generaban una ventolera silenciosa. La multitud se apretujaba en las habitaciones, angustiada. No había nada que hacer. La ciudad estaba en ruinas.
Quise bajar entonces al subterráneo para salvar mi vida, pero no había subterráneo. En cualquier momento el edificio se vendría abajo. Nos lanzamos a la calle con otro hombre, pero un mar blanquecino y bravío nos atrapó y nos llevó hacia adentro. De casualidad pudimos agarrar la cresta de una ola: hubiese preferido no hacerlo. Desde esa altura nada de envidiable divisamos con horror una catarata con forma de embudo cuadrado, de una superficie aproximada a la de media cancha de fútbol. Era un hundimiento desmesurado de las olas e íbamos directo hacia allá. La fuerza de la corriente se adivinaba inmensamente superior a la de nuestras brazadas, pero he ahí que un afortunado repliegue de las olas nos lanzó violentamente a la orilla cuando ya nos dábamos por muertos.

(Ilustración: Sergio Mardones)

martes, marzo 21, 2006

El bandoneón maldito

La historia del bandoneón maldito comienza y termina en una misma noche y sucedió en San Felipe. Un poeta de apellido Serey, que se desempeñaba como garzón, dio el puntapié inicial, cuando se le ocurrió obsequiarme un librito de su cosecha, mientras bebíamos con el zorrito Ruiz, él una piscola, yo una cerveza pale ale. ¿Motivo del happy hour?: el encuentro con el viejo amigo luego mi visita a su cuidad, San Felipe, con fines profesionales.
-¡Es la noche del arte!, exclamó con una pasión contagiosa el zorrito Ruiz, quien, bien miradas las cosas, vendría siendo el zorrito del medio, pues los otros dos zorritos son, por orden cronológico, Ruiz Zaldívar, también llamado el zorro mayor; y Ruiz no más, o el zorrito chico.
-Sí, hoy sucederán cosas importantes, le respondí.
De esa noche, ya acaecida, ya empañada por el velo del presente, de esa noche fantasmal queda en el recuerdo la historia del bandoneón maldito.
Ruiz Zaldívar nos esperaba en su casa, sentado en un sillón de mimbre. Cuando entramos volteó la cabeza, porque la posición que ocupaba con respecto a la puerta era de perfil. Me llamaron la atención sus ojos grandes. No tardé en darme cuenta de que se debían al tremendo aumento de sus lentes ópticos.
Cualquiera a su edad se habría acostado sin esperarnos. Su esposa no se encontraba bien de salud y aquélla era una excusa más que suficiente para meterse en el sobre. Pero él nos esperó porque el zorrito del medio le había encendido la chispa del tango, que es una de las verdaderas y grandes razones que el zorro mayor tiene para vivir.
¿Qué decir de los tres zorros que lo resuma todo? Que a pesar de ser tan diferentes estén cortados por la misma tijera. El alcohol ayuda a clarificar las ideas. Para el zorro mayor, por ejemplo, el vino era sólo vino y servía para refrescar el gaznate y suavizar el carraspeo entre tango y tango. Para él lo único que importaban en ese momento eran los pensamientos tristes que se bailan, a los que les daba vida con sus cuerdas vocales; todo lo demás, incluso la enfermedad de su esposa, eran accidentes, adornos de ésos que a veces ni siquiera se toman en cuenta. Yo adivino el parpadeo... se le ofrecía como un mundo más urgente y pragmático que el mueble en desuso, la radio pasada de moda, el libro gastado en el estante. Se me antoja que al finalizar la noche, al acostarse en su lecho de anciano, ha quedado triste y desanimado, pero el zorrito Ruiz me asegura que no, que la felicidad de esa noche le ha dado energías para una semana entera.
Entre tanto el zorrito chico ha llegado con una botella de vodka bajo el brazo y se ha puesto a escuchar. Los ojos le brillan, más que por los tangos, por la noche, por lo que ofrece la noche, por el futuro de dramáticas perspectivas que para él significa la noche. A diferencia de sus mayores, la noche no es recuerdo ni melancolía, sino savia, promesas, rebelión de estrellas, revoluciones más trascendentales que la revolución rusa. Sólo en la noche es cuando el día se le revela tan limitado, tan pobre y falto de sustancia. Allí, entre tango y tango tantas veces escuchados de la voz de su abuelo, comprende que es un esclavo de un día que le ofrece mucho menos de lo que él es capaz de dar. Y por eso sufre con tanta alegría. Porque está encadenado al destino de los zorritos de San Felipe, que tanto han dado al mundo bajo el severo manto de la incomprensión.
Es necesario detenerse antes de pasar a narrar la historia del bandoneón maldito, en la figura del zorrito Ruiz, de la que poco y nada se ha dicho. El zorrito Ruiz es en efecto el eslabón del destino, la figura metafísica del presente, un presente angustiante, pleno de sinsabores y traspiés, de proyectos frustrados, proyectos por venir, relaciones rutinarias, compromisos a medias, un presente que es la realidad misma del mundo. El zorrito Ruiz es la metáfora de un tiempo que para el siberiano, el neoyorquino, el rancagüino y el vietnamita es el Presente. El zorrito Ruiz además, toca el bandoneón.
Sentado ante la mesa del hogar de la provincia pensaba yo, en mi calidad de dr. del vicio, cómo se podía vivir en un presente en que las cosas no se dan muy bien como para que se viva, por no decir que se dan muy mal, y he ahí entonces que como por arte de magia se me ofrece una interesante teoría filosófica: se vive el presente venciendo a la muerte con la voz, se vive el presente atacando el bandoneón que se resiste y termina entregándose a las manos del que lo estira y lo comprime, se vive el presente soñando que la noche es el verdadero día.
Fue en un paréntesis que el zorro mayor utilizó muy bien para beber de su copa en que el zorrito Ruiz intervino y me contó la historia del bandoneón maldito.
"Hubo en su tiempo dos bandoneones: éste, que es una joya, y el bandoneón negro, que no era tan bueno. Los dos fueron comprados en tiempos diferentes en pueblos apartados de Argentina. A pesar de que se nos insinuó que el negro no tenía un buen historial mi padre insistió en adquirirlo, ya que su idea era dejar éste para las grandes ocasiones y el negro para el trajín.
"Pero apenas el bandoneón negro llegó a la casa todo empezó a ir mal, e incluso el bandoneón café se taimó. Una noche tocamos Yuyo verde en un recital y fue espantoso, las notas no salían y el público no nos pifió de provinciano y comprensivo que era o porque se trataba de un recital gratuito.
"Comenzamos a pensar en la posibilidad de una maldición pero no le dimos más vueltas al asunto hasta que un día, en esta misma pieza, vimos con nuestros propios ojos como la caja del bandoneón negro corría por el suelo hasta situarse junto a su instrumento. Mi padre guardó el bandoneón negro y al día siguiente se lo vendió a un odontólogo. Pero vender es un decir, ya que prácticamente se lo regaló, lo liquidó. A contar de ese mismo día el bandoneón café recuperó su sonido y aquí lo tienes, haciendo maravillas".
-¿Y qué fue del otro? -le pregunté.
-El odontólogo nunca lo pudo tocar ¡porque a los tres meses se murió de cáncer!

martes, marzo 14, 2006

Emboscada

No sé por qué a mí siempre me pasan cosas divertidas y a los demás les pasan cosas serias. Pero los demás andan con la cara alegre y yo ando con la cara triste.
He ido al dentista. Ya sé que se van a reír, pero no puedo evitarlo. El doctor me dio mala espina desde la entrada, porque era joven y no tenía pelos en los brazos. Se llamaba El doctor Vilches.
Me ha pasado de lo peor. El doctor Vilches me hace preguntas mientras me tiene con la boca abierta, y son preguntas que requieren un desarrollo, no sólo un asentimiento o una negativa con la cabeza o la mano. Me preguntó qué opinaba de los últimos sucesos políticos del país, respuesta que tardé en preparar. Cuando llegó el momento del enjuague y me disponía a contestarle él empezó a hablar con su secretaria. Le recordó que le hiciera la reserva del hotel para el fin de semana en la playa. Luego volvió a mi silla, me hundió la cabeza en el respaldo, accionó un mecanismo y la silla pareció descender a los abismos.
-Qué calor, ¿eh?
-Ííí, oc-or.
-Abra más la boca.
-¡¡¡E... ué-e... oc-or... í-e!!!!
-¿Qué dice?
-Me duele doctor Vilches.
-No se queje. Abra la boca. Pinzas, Mónica.
-...
-Un amigo me contó que la Bachelet es pura pantalla. En La Moneda tienen una oficina especial donde se cocina todo...
-Aaa. E-inte-e-san-e...
-El otro día estuve con el Cote Morandé, el hermano del Kike, y me decía que le esá yendo re bien con el personaje de la gordita...
-Aaaa...
-Abra más la boca.
-O ueo... ¿A-í?
-No hable. Ahora tranquilito. Mónica, el alicate.
-¿E me a a-é?
-¿Qué dice?
-Qué me va a hacer.
-No hable.
-¿Doctor?
-¿Sí, Mónica?
-Afuera hay dos señores esperando al caballero.
(Efectivamente hay dos varones leyendo. Ambos son asesinos a sueldo. Es casi un ritual que cada vez que voy al dentista asesinos a sueldo me preparan una emboscada en la sala de espera. Si son los mismos del martes anterior estaré salvado, como lo prueba el hecho de que ahora esté vivo. Esos sicarios eran profesionales vanidosos, se mostraban entre sí las pistolas con silenciador y para vanagloriarse disparaban a los loros que hablaban en los árboles.)
-Doctor...
-Abra más la boca. ¿Sí, Mónica?
-De la conserjería avisan que están matando unos loros.
(Ah, puedo respirar tranquilo nuevamente; mi hora se resiste a llegar, estoy pasando otra dura prueba, qué fastidioso es esto de hacerles frente a las leyes naturales.)

viernes, marzo 10, 2006

El germen de la grandeza

En este momento calmo en que me sorprende el destino al iniciar un capítulo más de mis memorias, tal vez un capítulo esencial, desearía referirme a un convencimiento que se me pegó en la cabeza desde que tengo uso de razón y del que no me he podido desprender, a pesar de haber derramado la simiente en los lupanares más asquerosos del país, donde he convivido con los míos, con los que realmente son mis pares. Se trata de la sentencia siguiente: "Dentro de mí se aloja el germen de la grandeza, pero nadie se da cuenta".
Esta certeza ha convertido mi vida en una metáfora del resentimiento. ¿Logran percatarse, estimados radioescuchas, qué quiero decir con esto?
Tengo miedo, es verdad. A qué le temo.
A qué le teme el bebé que corre a nuestro encuentro en su andador, a qué le teme cuando abre sus brazos y sonríe. A nada le teme y no temiéndole a nada la vida se le ofrece en todo su esplendor. Pero yo le temo a casi todo y de casi todo desconfío y a casi todos desprecio. En esa creencia, pues, es donde debo descubrir el origen de mis temores.
He notado en el último tiempo que ansío ser de nuevo un bebé de andador.
Volvamos al problema primitivo luego de la siguiente cortina musical.
(Cortina musical)
Estamos en "La hora del vicio". Tiene usted nuevamente la palabra, doctor.
Todos pensamos que dentro de nosotros se aloja el germen de la grandeza y es posible que dentro de todos nosotros se aloje el germen de la grandeza, no sólo dentro de los poetas y de los sabios. La cuestión fundamental es cómo reconocer el germen, cómo demostrar que su existencia es algo objetivo, aunque no se manifieste externamente. Lo segundo es paradójico: si todos lo tienen, ¿por qué nadie lo descubre en los demás, sino solamente en sí mismos?
¿Cuál es su conclusión, doctor?
Mi conclusión es que el germen de la grandeza lo tengo sólo yo y si los demás no se dan cuenta de eso quiere decir que son unos chuchas de su madre.

miércoles, febrero 15, 2006

Instrucciones a un cerebro atrofiado para sacar un auto a la calle

Este es un documento que redacté por encargo del señor Rodríguez y de garajes Pluma Verde hace dos años. Por esos días trabajaba en el departamento de Español del Instituto Pedagógico. Hoy lo releo y me da un escalofrío. Helo aquí.
"Usted es un ser humano. Su cerebro está atrofiado. Los seres humanos son los únicos pertenecientes al reino animal capaces de sacar un vehículo desde la casa y hacerlo circular por la calle. Usted es uno de ellos. Si sigue estas instrucciones también podrá hacerlo, aunque su cerebro esté atrofiado. Lea bien este breve tratado y no tendrá problema alguno.
1.- Vehículo. Se llama vehículo y con mayor propiedad automóvil o simplemente auto a una máquina ideada por el hombre, que de ordinario posee un motor, cuatro ruedas, manubrio, diversos pedales y asientos. Tiene una altura promedio de menos de dos metros, un ancho de poco menos de dos metros y un largo de unos cuatro a cinco metros. Algunos poseen un monito de peluche que cuelga del espejo retrovisor, que es el espejo ubicado dentro del vehículo, en la parte delantera y central, que sirve para mirar hacia atrás. Tal como su nombre lo indica, el automóvil fue hecho para desplazarse por sí mismo gracias a la energía que le inyecta el combustible al motor (Auto: Propio o por sí mismo. Móvil: que se mueve), lo que demuestra una vez más las imperfecciones del idioma, ya que de no mediar acción humana sería imposible que la máquina andase.
2.- Ubique espacialmente las llaves del vehículo. Recuerde dónde las deja siempre. Muy posiblemente estarán allí. Si no estuviesen no se complique leyendo las demás instrucciones. Salga a la calle y haga parar a una micro en la esquina. No se olvide de llevar monedas. Si las llaves están donde siempre continúe con el punto tres.
3.- Camine con las llaves y salga de la casa. Revise con la mirada el antejardín o el patio. En alguno de los dos sitios deberá estar el automóvil.
4.- Diríjase al vehículo y ubíquese delante de la puerta delantera izquierda, que es aquella que está más cerca del manubrio. El manubrio es un arco de un diámetro aproximado de 35 centímetros con tres radios que convergen en un centro de aproximadamente 15 centímetros de diámetro. El manubrio siempre está ubicado frente al asiento que da a la puerta izquierda.
5.- Examine las llaves. Introduzca en la ranura la que le parezca adecuada, considerando su tamaño, y gírela. Puede que las llaves vayan acompañadas de un pequeño dispositivo a control remoto. En ese caso presiónelo. Si escucha dos o tres sonidos agudos mire enseguida los seguros de las puertas. Los seguros son pequeños cuerpos cilíndricos o rectangulares en forma de paralelepípedo ubicados en el interior de las puertas, en la parte inferior trasera del marco de las ventanas. Si se han levantado es señal de que el primer paso se ha completado. Presione entonces la manilla. La puerta deberá abrirse.
6.- Es posible que al accionar errada o anticipadamente el mecanismo anterior, ya sea con las llaves o con el dispositivo, suene una especie de molestosa sirena. Es la alarma del vehículo. Apriete el dispositivo nuevamente y deberá cesar el sonido.
7.- Siéntese e introduzca nuevamente la llave que le parezca más lógica en la ranura que está al costado derecho inferior del manubrio. La lógica es útil. Hay tratados de lógica en bibliotecas y librerías. La lógica es la ciencia que expone las leyes, modos y formas del conocimiento científico. Opera utilizando un lenguaje simbólico artificial y haciendo abstracción de los contenidos. Muy posiblemente la llave será la misma con que abrió la puerta. Gire la llave y apriete suavemente el pedal derecho. El automóvil deberá emitir un sonido similar a una explosión seguida de un ronroneo, que significará que el motor se ha encendido exitosamente.
8.- Mantenga el motor encendido, o sea, "ronroneando".
9.- Baje del auto con el motor encendido.
10.- Diríjase a la puerta que está frente al auto.
11.- Mire bien la puerta. Puede que le cuelgue un candado, tenga un cerrojo o una llave con seguro. Puede que vea una mezcla de estas fórmulas o que estén presentes todas juntas.
12.- Si sólo hay un cerrojo, córralo hacia el lado si está instalado en sentido horizontal y hacia arriba o hacia abajo, si fue puesto verticalmente.
13.- Si además le cuelga un candado, diríjase al interior de la vivienda, busque la llave correspondiente y hágala calzar en la ranura del candado hasta que el seguro afloje y el candado se abra.
14.- Si además la puerta está con llave, busque nuevamente la llave correspondiente, gírela dentro de la ranura del mismo modo que lo ha hecho con la puerta del auto, hasta que la puerta finalmente se abra.
15.- Abra la puerta de par en par, o muévala con la mano, si ésta ha sido instalada en un riel.
16.- Regrese a su vehículo e introdúzcase en él.
17.- Cierre la puerta del vehículo. Mantenga abierta la puerta que está frente al auto, a la que llamaremos "portón".
18.- Abajo a su derecha encontrará al alcance de la mano la palanca de cambios, de la que sobresale un brazo de pequeña extensión que remata en una especie de pelotita con números.
19.- Gire el brazo en la dirección que le indique el número 1 al mismo tiempo que su pie izquierdo presiona el pedal izquierdo. Importante: realice las dos maniobras al mismo tiempo.
20.- Retire el pie izquierdo al mismo tiempo que presiona el pedal derecho con el pie derecho. El auto deberá moverse.
21.- Condúzcalo a la calle. El manubrio le servirá para darle dirección a la máquina. Si lo gira a la izquierda, el automóvil doblará hacia la izquierda. Si lo gira a la derecha, el automóvil doblará a la derecha. Si no lo gira el automóvil avanzará hacia el frente.
22.- Estacione el vehículo a 15 centímetros de la calzada, frente a su casa. Oprima el pedal del medio con el pie derecho y el vehículo frenará. Inmediatamente después vuelva la palanca de cambios hacia el punto inicial. Puede que al realizar esta maniobra el vehículo se detenga con una especie de corcoveo. Querrá decir que no ha hecho el traspaso de pedales con la delicadeza que corresponde. Corcoveo es el salto que dan algunos animales encorvando el lomo. De todas formas no se preocupe, pues el vehículo se habrá detenido.
23.- Gire la llave a su posición inicial.
24.- Salga del vehículo y cierre el portón. Verifique además si ha quedado gente dentro de la casa. Si no ha quedado nadie cierre todas las puertas con llave. No deje las llaves del auto dentro del auto porque se lo pueden robar. El robo es un delito para el que lo comete y una desgracia para el que lo sufre. Si le roban el vehículo significará que lo ha perdido y muy posiblemente no lo vuelva a recuperar. La alarma se instala precisamente para evitar robos.
25.- Vuelva al auto, súbase a él y diríjase hacia donde su cerebro atrofiado ha decidido marchar. Muy posiblemente será hacia la oficina de emergencia de un lingüista, un filólogo o un filósofo cuyo tema obsesivo sea el misterio del lenguaje".
Vicious, candidato a Doctor

sábado, febrero 11, 2006

¡Vi al diablo! ¡Vi al diablo!

Hubo un tiempo en que tuve dinero y lo gastaba en putas. Karla era una negra venida de Colombia, me hablaba suavecito y luego del innoble acto se echaba a llorar de melancolía, recordando a John, su bebito dejado por necesidad en Medellín. Era tan pobre todo, la pieza tan estrecha, la colcha tan calipso, mi pene tan flácido, acechado por ansiedades y visiones de placeres ajenos, que volver a esa madriguera del vicio resultaba una obsesión y no debía uno reparar en gastos. Ella ansiaba ir a misa y que yo la acompañara, ansiaba poseer un discman para escuchar música romántica pero no se atrevía a pedírmelo derechamente.
-Con un disman podría pasar la penita -decía mirando al cielo.
-Ve a la Iglesia y reza. Dios te lo va a traer.
-¿El niño Dios o Papá Noel?
-Una mezcla de los dos.
-Voy a rezar -sonreía, pero a los pocos segundos ya estaba llorando de nuevo.
-Antes de una semana llegará Papá Noel y te lo entregará -le prometí.
La negra me recordaba a Fred, el personaje de Sartre que se prenda de una puta mientras ve colgar a un negro de un árbol. Había una asociación maligna que también me provocaba deseos. O tal vez era repasar dentro de mi mente el momento en que me agarraba la cabeza con las manos y me la empujaba hacia su vulva caliente como una tetera hirviendo.
-Ay, ay, ay -gritaba y levantaba su cabeza para mirarme, cuando ya no daba más.
Luego del estertor se abandonaba al vacío de la vida y cuando nos vestíamos le volvía la pena.
Decidí seguir el juego y días más tarde busqué por la calle a un viejo de barba que me mereciera confianza. Le propuse el negocio y aceptó. Entró al lupanar con un discman flamante en los bolsillos y el billete de banco para consumar el acto. Yo esperaba afuera. Salió a los 15 minutos.
-¿Estaba?
-Sí.
-¿Se lo diste?
-Sí.
-¿Qué dijo?
El viejo me miró aterrado e intentó huir. Lo agarré del brazo.
-¡Qué dijo!
Intentaba zafarse el muy cobarde, se ahogaba, pensé que iba a morir de un infarto.
-Socorro, un asalto -exclamaba con una voz apenas audible, fuera de sus casillas. La gente pasaba y nos miraba de reojo con sorpresa. Eran cerca de las nueve de la noche.
-¡Qué dijo! ¡Dímelo ya!
-¡Vi al diablo! ¡Vi al diablo! -respondió. Pero no quedaba claro si eran palabras de la negra o palabras del viejo dedicadas a mí.
-Cómo es el diablo.
-Cincuentón, estatura media, calvo, barba blanca, lentes ópticos -tiritaba al responder.
¡Se estaba describiendo él mismo!

jueves, enero 12, 2006

Grandes sensaciones

Las "Cartas a Théo" me llamaron la atención en su momento por lo que no contienen, que son las crisis de locura de Van Gogh. "Ya me siento mucho mejor...", o "tuve uno de esos episodios...", escribe, saltándose olímpicamente aquello que en parte lo hizo famoso. Ni una sola referencia a su oreja.
Cuando niño jugaba a la pelota por mi colegio. Yo era puntero derecho y la pelota me llegaba casi a las rodillas. Las veces que hice un gol y traté de recordar la jugada no pude: mi mente había quedado en blanco en el momento sublime. Tenían que contarme la acción para revivirla. Las sensaciones, cuando se viven realmente, parecen no dejar recuerdos.
Las dos veces que estuve en el sanatorio no conocí a ningún loco genial. Los baños olían a mierda y los dormitorios, a orina. Los enfermeros golpeaban con rabia el hule de las camas contra la baldosa y le arrojaban chorros de agua en manguerazos mientras los locos esperaban desnudos el "cambio de sábanas". Casi todos se replegaban en un rincón para que no les saltara el agua; uno o dos se atrevían a salir a los patios y se me acercaban mientras devoraba La Biblia.
-Qué está leyendo, doctor.
-La Biblia. La Biblia. La Biblia.
-Yo soy buena, yo voy a estudiar para monja. A mí me gusta barrer y limpiar, doctor.
-¿Por qué vive aquí con nosotros, buena madre?
-No me diga madre, doctor. Yo soy soltera y quiero estudiar para monja. Yo soy como Juana de Arco, porque me gusta barrer. Es bien buenmozo usted, doctor...
Pobre loca, estaba condenada de por vida a esta reclusión en Olivos con Avenida La Paz. Su historia había corrido de boca en boca, pero ella la ignoraba: cuando era joven y vivía en el campo degolló a sus tres hijos con un cuchillo carnicero. Otra de esas grandes sensaciones.
-¿Así te gusta, Juana de Arco?
-Eso, más adentro, perro asqueroso, Jesús María y José... muévete... Dios te salve María llena eres de gracia... ayyy... Dios te salve María llena eres de gracia el Señor es contigo... ayyy... maldito Satanás perro... Satanás perro...
En otras ocasiones me gustaba charlar con la doctora Cordero, quien parecía entender algo de mi patología y había prometido darme de alta pronto. Su oficina se ubicaba en un pabellón viejo de pintura descascarada color verde nilo. Había que bajar unos cuantos peldaños por el costado y se llegaba a la pieza, que de esa forma dispuesta en el plano quedaba casi en un subterráneo. Una tarde en que me dirigía hacia allá con una frase del Eclesiastés en la mente pasé delante de una pieza con la puerta abierta. Un hombre estaba sentado en una camilla y me miraba intensamente mientras una enfermera lo inyectaba. Venía llegando al manicomio, en el corredor lo esperaba su esposa; ambos lindaban los 45 años. Confieso que no me detuve. Seguí caminando, pero conservo la escena en mi mente con nitidez.
Me miraba intensamente con las pupilas dilatadas, las mismas que les he visto a los muertos, una intensa mirada hacia adentro, eso era casi todo; una especie de esbozo de sonrisa parecía querer anunciarse en su rostro. Vestía una camisa gris a cuadros de mangas cortas y las palmas de sus manos se apoyaban en los bordes de la camilla. La sensación del hombre era tan grandiosa que al pasar vi una ondulación que emanaba de su cuerpo y hacía vibrar la silenciosa habitación. Se estaba produciendo en ese momento un sismo grado 9, surgido de la gran falla de San Andrés proveniente de una recóndita grieta de su cerebro. Sentí cantar a Cohélet y clamé al cielo: "¡Polvo eres y en polvo te convertirás!"
Con el tiempo le pregunté a Carlos Castillo si se acordaba de ese momento. Me dijo que no.

miércoles, enero 04, 2006

Fuerzas inútiles

Una araña se mueve por el cielo rugoso de la habitación. Sus ocho patas de reducido largo corren tras un objetivo impreciso, como si el cuerpo estuviese desesperado por lograr tal finalidad. Avanza hacia un lado, se detiene un momento y luego se devuelve, no exactamente hacia el otro lado, sino casi exactamente. Parece que estuviera nerviosa o que le complaciera burlarse de la fuerza de gravedad, con su andar enrevesado. Es posible que sus movimientos insensatos, parecidos a los de los perros vagos que van y vienen por las calles, se deban a las bolas de billar que de tanto en tanto chocan abajo con rudeza, despidiendo secos sonidos a través del aire. Pero eso no lo sabe nadie. Yo creo que ni ella lo sabe.
De pronto comienza a bajar por un hilillo de tela igual como lo hacen los miembros de los grupos de rescate: avanzando rápido por la cuerda, frenando luego, avanzando otro poco. La araña queda suspendida a escasos centímetros de la lámpara que cuelga sobre la mesa y alumbra el paño verde. Han surgido tres elementos nuevos en su vida; ya no sólo existe el sonido de las bolas, sino también unas carcajadas agudas que la ponen nerviosa, la molesta luz de la ampolleta y el calor que ésta desprende (una forma de vibración que siempre ha buscado pero que ahora se le antoja peligrosa, quemante, según creo yo que ella siente). Como si su cerebro se pusiera a recapacitar sobre lo que ha hecho y descubriera que todo está mal y que aún es tiempo de arrepentirse, la araña arquea el abdomen y le da trabajo a sus patas, subiendo por el hilillo con una habilidad prodigiosa que le permite volver a la superficie rugosa del cielo de la habitación y estacionarse, rígida, antes de volver a correr, esta vez hacia una esquina.
Una bola blanca de marfil inicia una carrera enceguecida por una pradera lisa y suave de tela verde. La bola no tiene ojos, pero a través de la mano que le dio vida busca otra redondez, una de su misma naturaleza, que le dé sentido a su fuerza; busca algo que le robe su ímpetu y la haga detenerse a descansar luego del camino recorrido. Con una velocidad pasmosa va venciendo fácilmente al aire y al paño, que le oponen -por ahora, no digamos lo mismo más adelante- débil resistencia. La bola da de lleno en otra, una bola roja, pero en vez de reposar, ahora ambas comienzan un viaje de movimientos rectos sobre la mesa, como si no tuvieran otro destino que ir de un lado a otro del rectángulo, fabricando líneas inauditas, desangrándose por el puro placer que les provoca el periplo vacuo, mutilando sus pasiones, desgastando sus fuerzas hasta la invalidez absoluta; deseando ambas, antes de desembocar en la incertidumbre, darle vida a una tercera bola, que ya sin esperanza las contempla desde su sitio inmaculado en el paño, no ansiosa, sino indiferente, fría, no nacida.
Una mujer de tacos altos se inclina audazmente sobre la mesa de billar y con un movimiento imperfecto, pero violento, empuja el taco hacia la bola blanca. El golpe seco dispara la bola hacia la roja y eso le hace soltar a la mujer una ruidosa carcajada. El hombre que está detrás de ella, vestido de frac, ha visto por un momento lo que oculta la breve minifalda negra: unas voluptuosas, preciosas, perfectas, redondas y firmes nalgas que estarían desnudas, de no ser por un pequeño triángulo negro de encaje que surge muy arriba, casi en el lugar en que las sombras introducen el cuerpo de la mujer en una tibia oscuridad. El hombre inclina, agacha involuntariamente su cuello y observa atónito unos pelillos brillantes que se dibujan en la entrepierna de su compañera de juego. El hombre se excita e inicia un movimiento hacia la chica. Ha dejado el taco afirmado en el muro y ha debido tragar un poco de saliva, porque su boca se secó sin que él lo quisiera. Camina decididamente, pero con lentitud. En el trayecto piensa si será mejor dejar caer con fuerza su cuerpo sobre ella y tumbarla en la mesa, o rodearle la cintura con un brazo o posar viciosamente sus manos en las caderas o arrodillarse y abrazarla con pasión y humillación de enamorado. Ya va a llegar, ya va a tocarla, y aún no decide qué hacer. Todas las alternativas son correctas y él actuará según le dicte su último impulso. La mujer continúa inclinada, pues de esta escena sólo han transcurrido algunos segundos, quizás menos de diez. El hombre extiende una mano y casi le roza la cadera, pero después se retracta y se lleva la mano a su barbilla. Dobla el cuerpo hacia un costado, estira el otro brazo y toma un pequeño cubo de tiza. Ahora regresa hacia su taco y lo fricciona en la punta con la tiza, mientras la mujer, quien ya ha confirmado que su tiro no fue el correcto, desaparece de la luz baja de la lámpara y camina sensualmente alrededor de la mesa.

jueves, diciembre 29, 2005

Vi crecer al Sol

Vi crecer al Sol una mañana de abril, creció en minutos y evaporó los mares; la gente se derritió, se deshizo tan rápido que la noticia ni siquiera alcanzó a aparecer en las pantallas. Un solo avión de las Fuerzas Armadas del Planeta alcanzó a despegar, pero en el cielo no halló qué hacer, era como un avión de goma. Peter J. Williams, el piloto, contempló la hecatombe desde lo alto y cayó víctima de la radiación. Ni las cucarachas se salvaron, como alguien había vaticinado en los libros. Napoleón, el caballo blanco de Napoleón, Jesucristo, Hamlet y Los Hermanos Arriagada fueron borrados del mapa en un santiamén. Se acabó por fin la vanidad y también se acabó la esperanza del sentido de la vida.
Yo me salvé porque Dios es grande. Me pude meter a una cueva en el sector del río Mataquito y salí a la superficie 123 días después, totalmente mimetizado, escamoso, malherido y chuñusco. Me quedaba poco más que la imaginación, la naturaleza hizo el resto: una mañana, al despertar, no sé cómo me salió un huevo por la boca, igual que a los magos, y así renació la especie, pero desde entonces todo ha sido diferente.
Doy fe de que esto sucedió realmente.

martes, diciembre 27, 2005

Un niño con pelos de lobo en las orejas


Pronto me di cuenta de que despertaba simpatía. Mi ambición era aplastar las culturas y las civilizaciones pero las diosas del Olimpo me veían como a un niño. Un niño escondido tras los arbustos, haciendo maldades, un niño con pelos de lobo en las orejas pero siempre un niño, no algo más importante que eso. Las noches de estío, en los bosques del sur, alzaba la vista al cielo y aullaba, renegando del poder de las deidades. La respuesta que bajaba hasta las raíces de las plantas, los vientres de las babosas y las patas de las cucarachas era siempre la misma: te protegemos, te abrazamos, te cuidamos de los verdaderos lobos.
Mahler, Mahler, Mahler, tan bien que te entiendo ahora. Loco violento, loco celoso y loco infantil, loco melancolía y loco brutalidad, loco ambiguo, tu música se parece a los electros que me tomaba el doctor Shiffrin, rayas insólitas que subían y bajaban entre las líneas armónicas de unas hojas cuadriculadas de color paquete de vela.
Mis memorias, si se leen bien, son memorias de niño chico.
Soy un dulce pajarillo que sueña con grandezas sólo para que los demás reconozcan su valía. Así no voy a destruir nada, debo analizar este aspecto de mi vida. Me prometo que desde ahora mismo seré enteramente malo, no como he sido hasta ahora, malo pusilánime, malo a medias, malo traidor, malo cobarde.
(Ilustración: Sergio Mardones)

martes, diciembre 20, 2005

La luz que agoniza

El ocaso de la estrella o la luz que agoniza.
Son tan evidentes las señales que advierten el fenómeno que resulta curioso que ningún cuerpo celeste les haga caso. Ya me ocuparé de ese hecho.
La primera y más potente es la intensidad de la luz. La estrella emite una radiación insólita, que enceguece a los que la miran de cerca y provoca comezón social a quienes la ven de lejos. Es sabido que la radiación intensa es dañina. Lo menos que causa es cáncer a la piel, pero la herida más profunda hiere gravemente el corazón de quien recibe esos rayos a cierta distancia. El músculo se rigidiza, se torna cauteloso. La radiación solar forma una solución diluida de ácido sulfúrico y ácido nítrico que aumenta la velocidad de esta reacción. El efecto a corto plazo es que el ácido transmitido por las venas cavas empieza a roer la aurícula derecha.
Cuando sobreviene la segunda señal ya es tarde para que la estrella adopte medidas de precaución y ni siquiera le cabe hacer poco más que algo. El músculo herido se ha defendido naturalmente y apeló a lo que tuvo a la mano para desviar el brillo, ya que le es imposible apagarlo, como desearía. Cómo lo hizo es todavía un misterio para la ciencia, pero la hipótesis menos rebatida, del dr. Juan Zabrisky, sostiene que la sanación parcial se logra mediante la unidad de desarmonías; esto es, la suma de músculos heridos o por herir, en una suerte de cadena de transmisión energética capaz de hacer frente y hasta de absorber la fuente irradiante.
La estrella ha llegado así a su ocaso. La luz agoniza víctima de su propia intensidad.
Cuando brilló, no tomó en cuenta ese factor. Cuando dejó de brillar su espíritu se fue apagando sin pasión, sin heroísmo, como alma ida.
Murió un buen día la que fue una gran estrella, inofensiva ante los músculos protegidos, ahora atentos al nacimiento de otra nueva amenaza.

jueves, diciembre 15, 2005

Megalómano

Megalomanía, la mierda que llenó el seso de los hombres y que me ha hecho ser como soy. ¿Cuándo decidí adherir a esta locura? Antes los hombres se consagraban a Dios; los románticos daban sus vidas por salvar a Grecia del ataque de los turcos, los bolcheviques enarbolaban rojas banderas y canjeaban sus almas por las escamas infinitas de un monstruo marino llamado Leviatán, corrientes barbadas así como ésas daban que pensar e insuflaban el espíritu de un aire raro, como de fiebre nocturna. Yo alcancé a conocer algo de aquello en mi juventud, pero ahora qué soy de verdad bajo mi abrigo negro, qué he sido siempre en el fondo: un megalómano, a eso he sido condenado, a que la sociedad me desgarre cada tarde las entrañas, luego de volver del supermarket con las compras del día. Esta sociedad que me transformó en pigmeo, en cabeza de aguja, en gota invisible de agua, en número, ahora me hace dios, Dios mío dónde estás si es que estás, si es que alguna vez estuviste, eso qué importa pero antes importaba y cuánto, qué inmenso era el temor de Dios, qué indudable su poder y qué pequeños y minúsculos se sintieron los hombres y con cuánta fe entregaron sus vidas en defensa de la causa que fuese, yo no, siempre fui un megalómano, pero hoy más, porque hoy ni siquiera hay Dios, todos somos pequeños dioses que lamemos nuestras heridas en los blogs, que son los reinos de la pacotilla, sin Dios la tierra se plagó de reyecillos inmortales pendientes del lengüetazo anónimo; ya no acuden a la iglesia a prosternarse, ya ni siquiera oran en la soledad de sus moradas, ¡ah, cuánto me hace sufrir esta vida!, a veces siento que no podré continuar, a veces me arrepiento de ser malo, de matar a diestra y siniestra, de regar campos y ciudades con vejigas de hiel, a veces quisiera ser bueno por un minuto, aunque fuese de mentira: pasar la mano por una mejilla tibia, sentir cómo una palabra mía hace brotar una lágrima de amor, ya estoy desvariando nuevamente, se nota que estoy en un mal día, no puedo caer en ese tipo de obscenidades, he jurado no hacerlo, la más oscura oscuridad, la más negra de todas es la voluntaria y el mejor paseo es aquél del oso pardo en el zoológico, ¿lo han observado como se pasea en su jaula? ¿Han ido últimamente al San Cristóbal? Vayan y lo verán caminar de un lado a otro, evitando chocar con el tronco que se le pone por delante, de un lado a otro día y noche hasta llegar al tronco y vuelta, aunque no haya niños ni grandes que lo aplaudan y le arrojen peras, aunque desfile bajo las estrellas mudas, caminar por vocación esquizofrénica, pasar la vida caminando encerrado en una jaula como lo hacen los megalómanos en sus reinos de cristal líquido...

miércoles, diciembre 14, 2005

Nostalgias de Odradek

Los charcos siempre dan la impresión de ser bajos. Además, la intuición les calcula la hondura. Pero hay charcos profundos. Se ha visto morir bueyes y hundirse carretas en charcos inocentes como niños; ahí la intuición del carretero falló. Hay libros de filosofía que se abren y resultan ser charcos; por fuera se veían limpiecitos e inofensivos. Hay mentes-charcos: al intuirlas parecen charcos profundos pero quien se mete en ellas descubre lo insólito: el charco es una tela de gelatina congelada y es casi jocoso comprobar la nada que hay debajo: un patito amarillo diciendo cua-cua.
Todo esto lo pienso mientras espero en el descanso de la escalera a mi Odradek, mi carrete de hilo que baja todos los días a esta hora por el pasamanos. Cuando lo logro agarrar le hago siempre preguntas como éstas y me contesta con esa voz tan particular que le viene de sus pulmones de hoja seca.
-¡Espera, no te vayas! ¿Pasamos o no pasamos el charco, Odradek?
-Eliminado.
A veces, muy pocas, me responde:
-Clasificado.
Como iba diciendo, esto de hacerse preguntas difíciles en circunstancias tan... ¡Iah! ¡Allá va mi Odradek! ¡se me pasó de nuevo!, por usar mal el tiempo libre. Deberé esperar hasta mañana a esta misma hora, pero ¿qué hago mientras? ¿Tendrá buen sabor el té? Pero el té de las cinco es un rito inglés y no estoy para bromas esta tarde.
-¡Odradek, vuelve, Odradek!
-...
-¡Vuelveeee!
(-¡Eliminado!)
Es increíble como su voz se escucha a pesar de todo. Da la impresión de que fuera una voz que viene de otra parte.

martes, diciembre 13, 2005

El caso de Lizardo Carrasco

Asimismo fue que al salir de la caverna vislumbré mi vida de otra forma, salpicado como estaba de sangre racional. Hasta el momento todo había sido muerte, todo conducía a la muerte, sobre todo los grandes placeres, ya fuese porque su intensidad es lo más cercano al desfallecimiento físico como porque lo que sigue de éstos en el plano temporal no puede ser tan bueno como lo que se acabó de vivir sino menos bueno; esto es, malo, entendida la maldad como negación de la vida espiritual. Tal perspectiva me tenía con los nervios cínicos. Recordé a San Agustín y me di cuenta, como dije a la salida de la gruta iniciática, de que no hay mal que por bien no venga, o de que no hay bien que por mal no venga, como corrige Don Hermógenes Pérez de Arce.
¿Y si todo condujera a la vida -al revés de lo que había pensando hasta entonces-, no era ésta una teoría posible, lícita, deseable, fácil de probar? ¿Qué eran mis movimientos? Vida. ¿Qué era mi muerte? Vida eterna. En último caso, vida de gusanos. ¿Qué era todo lo que conocían mis sentidos y mis fantasías? Vida.
La encrucijada era tortuosa, no cabía otra solución que ir a una casa de disfraces a probarme la sotana.
Afortunadamente Lizardo Carrasco me sacó de la problemática entrada la noche, en el caserío de San Vicente de Pucalán, donde el destino había dispuesto que pernoctara ese lluvioso día del 21 de agosto de 1971. El campesino asesinó a hachazos a su mujer de vuelta de la cantina, enloquecido por el alcohol. Yo tuve la penosa misión de esconderlo un par de días antes de que lo atrapara la policía. Su acción me reveló que la vida no era sinónimo de bondad ni santidad; la vida no era un problema moral. Y si no lo era Acá necesariamente no lo podía ser en el Más Allá.
Qué cosas pensaba en esos tiempos.

miércoles, noviembre 30, 2005

La comadreja voraz

Me dijeron que en las fondas se podía ver a la mariposa encantada y partí de mi casa en la mañana, como a las 11, rumbo al estadio municipal. Me colgué de un coche victoria y anduve a la mala como seis cuadras hasta que un viejo que iba fumando por la vereda gritó ¡huasca atrás! y el conductor largó un huascazo que me partió la cara. Llegué a la fonda sangrando. Como el día anterior había llovido a cántaros en Rancagua el barro casi no dejaba andar, menos al niño que yo era entonces.
Había borrachos durmiendo la mona; salía olor a anticuchos. No se veía movimiento en La mariposa encantada, las cortinas colgaban muertas sobre el tubo de fierro de la puerta, miré y adentro no había nada. Empecé a preguntar y me dijeron que parece que abría a las tres de la tarde, de modo que consideré estudiar otras opciones. Estaba el tiro al blanco con plumillas, el tiro a los patitos, la lotería y la argolla mágica, también el juego de la comadreja. Consistía éste en adivinar cuándo aparecería la comadreja y las mujeres hacían apuestas, arrojando sus fichas al aserrín que cubría el barro. Cuando aparecía un animalito en la pista se producía un gran barullo y las mujeres, fuera de sí por la emoción, no se daban cuenta de que los hombres les miraban las piernas con espejos ubicados en el empeine de los zapatos. El niño a cargo del juego retiraba las fichas perdedoras, ya que el primer animalito siempre era una lagartija amaestrada. Cuando todas las fichas habían sido jugadas el niño soltaba a la comadreja, que devoraba en segundos a la lagartija, a un par de ratones, a una rana y hasta a un conejo. El griterío era infernal, ahí sí que se corría mano.
Con los años vi algo parecido: se esperaba con ansias la llegada del general Charles de Gaulle, una especie de Gran Califa con gorrito militar. El pueblo reunido en el estadio el 2 de octubre, en su candor, creía que sería el primero en bajar del helicóptero. Nadie había previsto la existencia de la comitiva, aquélla que mucho antes del helicóptero le iba preparando el camino y que luego de guardarle las espaldas se quedaría recogiendo los cables. De Gaulle no era más que un destello, no podía ser otra cosa, de allí su endiosamiento y la reverencia mítica que se le prodigaba. Era una suerte increíble verlo alzar la mano derecha, la experiencia era motivo de conversación en los almuerzos familiares, los niños apenas podían tragar la sopa cuando escuchaban el relato de sus mayores.
Eso fue hace mucho tiempo. Ahora los grandes califas van a las ferias y la gente se alegra de verlos, pero al rato se olvida de ellos, apenas generan comentarios, incluso maliciosos.

martes, noviembre 22, 2005

El usurpador

Recién a los 30 años el sendero se me bifurcó. Un cartel marcaba hacia el norte la palabra Arte. Otro cartel marcaba hacia el sur la palabra Filosofía. Qué ridiculez más grande, broma de niño chico en un cerruco de la cordillera de la Costa. Arte versus Filosofía en un contexto de senderos que se bifurcan. Imaginación y estética versus predominio de la razón platónica. La Ilíada versus La República, qué insensatez. ¿Por qué no mejor Arte versus Conquista o Filosofía versus Ciencia?
Admito que ese día me di de cabezazos en torno a la bifurcación, incluso dormí por allí cerca, en una especie de guarida de oso, sin haber osos en aquella geografía. Pero fue como si los hubiera porque era una guarida amplia y hasta cómoda, se parecía a la Cueva de los Pincheira. No bien entré me llamaron la atención unos restos de comida abandonados pocas horas antes. Eran unas lentejas dentro de una choca de Nescafé. Estaban bien ricas. También había una botella de vino a medio consumir, marca Tres tiritones. No, es broma. La marca era Santa Carolina tres estrellas. El mosto estaba algo picado, pero la garganta no reclamó. Tras el festín me aprestaba a reflexionar sobre el futuro cuando de pronto me di cuenta de algo tan lógico: ¿no era esta cueva la morada del hombre? ¿No era yo entonces El usurpador?
Cuando entró, confiadamente, a continuar con su banquete, no reparó en la sombra que se iba levantando tras él hasta que lo cubrió por completo. No vio nada el desvalido, fue mejor así.

martes, noviembre 15, 2005

Una noche, en la taberna

Una noche, en la taberna, caí de bruces y me rompí la ceja derecha. La sangre brotaba como grifo de población y de pronto temí por mi vida, pero me reía. Me arrastré como culebra por el piso cubierto de pollos. La gente también se reía, sobre todo las maracas. Algunos borrachos escupían a mi paso y yo decía ya verán, ya verán. Fue así como llegué a la puerta, la abrí y salí, siempre arrastrándome.
He vivido la vida entera arrastrándome. De abajo es más fácil lanzar el guadañazo; la gente piensa que uno está indefenso y perdido. Las mujeres caminan sin reparar en que se les ve la zorra y cuando eso pasa el pico va creciendo lentamente. Se siente una corriente extraña de suavidad mientras crece. Las poetas cuchuflinas hablan del amanecer del miembro, del mástil vigoroso, del espolón. Yo digo simplemente el pico, porque para mí es y será siempre el pico.
Decía que esa noche en la taberna logré salir a la intemperie e incluso logré atravesar la transitada calle; detrás mío iba quedando la huella sanguinolenta, me transformaba de pronto en un héroe porque escuchaba a mis espaldas los ánimos que me daban los parroquianos y las maracas compasivas. Habría perdido ya dos, tres litros de sangre cuando me arrojé a la fuente de la plazuela y bebí, bebí agua hasta que la guata me quedó llena de agua. Luego me puse un parche curita en la ceja y la sangre dejó de emanar. Entonces pronuncié una de mis más hermosas parábolas, cuyo contenido he olvidado. Lo que me queda de esa noche es el piso resbaloso de tanto pollo y sobre todo ese pico creciendo, esa sensación suave y extraña.
Una puta se acercó al verme herido y me dijo guapo, llévame al hotel, a mí no me importa la sangre.
-¿Te gusta la sangre?
-Me gusta.
-Chúpame sangre.
Fuimos al hotel y ella quiso desnudarse pero yo la retuve en mis piernas con la chiva de que tenía el pico parado. La besé, le corrí mano hasta que se mojó.
-Chúpame sangre.
-No.
-Chúpame sangre.
-Bueno.
-Pollito pastando.
-Bueno.
Entonces se lo metí hasta el contre y me fui cortado. No duré ni un minuto y medio.

miércoles, noviembre 09, 2005

Vida en una grabadora

Vivía yo dentro de una grabadora; era un animalito plano y microscópico incorporado a la cinta, la que a veces giraba a velocidades impresionantes para detenerse bruscamente, sin aviso, al sonido de un clic. En los momentos álgidos cualquiera hubiese experimentado vahídos, náuseas. Yo me había habituado a ese trajín, incluso echaba de menos el rodaje cuando la grabadora se guardaba dentro del bolsón.
Un día la cinta salió de la grabadora y fue reemplazada por otra. Me pareció primeramente que se trataba de un malentendido; luego supuse que mi dueño enfrentaba una pequeña emergencia. Mi cinta era irreemplazable y yo era parte de ella. Con los días fui cambiando de opinión y comencé a admitir que me estaba gastando, que ya no era el mismo, que tantas vueltas alrededor del eje de la cinta habían hecho su trabajo.
Un rayo de esperanza me iluminaba en los momentos del derrumbe: tal vez era una cinta realmente irreemplazable y su contenido no podía ser modificado, de manera que si estaba dentro del bolsón se debía a que era tan valiosa que nadie podía utilizarla. Pero allí volvían las dudas. Si realmente era tan valiosa, ¿por qué entonces no se citaba a una comisión para certificar su contenido? Yo no escuchaba de citaciones, memorandums ni nada por el estilo; es más, sobre la cinta habían caído otros documentos ¡y hasta nuevas cintas! ¿Es que todas constituían material valioso? O, lo que me temo, ¿no serían la prueba del desorden mental que gobierna el cerebro de su dueño, nuestro dueño?
El drama es que solo yo me doy cuenta de todo esto. Las demás cintas, lejos de angustiarse, parecen descansar, diríase que les resultó cómodo alejarse del barullo.
Así están las cosas.

jueves, noviembre 03, 2005

A tres zancadas de la víctima, pero hay algo

Verdeaban los prados serenos al caer la tarde. Los espinos se recortaban entre arreboles mientras sus ramas filosas vibraban levemente al contacto de las avecillas que acudían a ese refugio para vivir el natural momento del descanso. El paisaje entero se tornaba plácido. Hasta el testigo más arrebatado o pendenciero, impaciente, tosco, vulgar, envidioso, soberbio, vanidoso, no habría experimentado ante esa puesta en escena otra sensación que la certeza de un mundo sin crimen ni maldad, un mundo en el cual todas las cosas que habrían de suceder, sucederían perfectamente de acuerdo con un orden superior.
Un movimiento en contra sólo habría reforzado tal idea. La decisión maldita aparecería a los ojos de la comunidad como la excepción forzada de la regla ideada por algún loco enfermo de soledad.
Yo estaba allí, lavándome los pies en el arroyo, concentrado en mis manos dentro del agua cristalina, placiente ante el reposo del músculo y del nervio, cuando vi pasar a una niña campesina. Volvía de la escuela a su casita de adobe. Vestía su jumper de colegial y una camisita blanca remendada. Tendría diez, once años, usaba trenzas y caminaba con paso suave, sin detenerse, sin mirar hacia atrás, como si no existiera nada, como si nada le llamara la atención. Meses después me enteré por casualidad de su nombre: Vitalia Vilches, natural de Quebrada Honda.
Era tan fácil exceptuar la regla, estaba a menos de tres zancadas de la víctima, a la niña aún le quedaban dos jorobas de cerro para divisar la casa; pero, ¿habría con ello de cambiar el mundo? Y si lo llegase a cambiar por un instante, si llegase a volar una pluma, ¿era mi propósito el hacer que fuera así?
No es que la paz me cautivara y me hiciera cambiar de opinión; de hecho mi búsqueda del pecado era y sigue siendo incansable. El pecado está en mi naturaleza y no puedo ir contra ella, vivir sin pecar sería no vivir y yo a pesar de todo quiero vivir. No es el agrado lo que me hace vivir, no es la búsqueda de la felicidad ni del placer, es sólo que vivir es un estado obligatorio, ausente de razonamiento.
Creo que aquella tarde simplemente no estaba de ánimo para cambiar el mundo. Creo que comenzaba a hacerme viejo. De modo que la dejé pasar.

viernes, octubre 28, 2005

Lengüitas de erizo

En el Mercado Central había un local que vendía pescado fresco, pero muy caro. Había lenguado a seis mil pesos el kilo y albacora a 4800 pesos el kilo, la docena de lenguas de erizo costaba tres mil pesos. Al lado una señora vendía jengibre a 500 pesos. Yo tenía ganas de comerme unas lengüitas de erizo con limón e ideé la forma de hacerlo. Consistió en pasar frente al local, pedir un plato de lenguas de erizo con limón y echármelas a la boca. El día estaba claro, pero frío. Cuando ordené la cuenta la vendedora me dijo tres mil pesos. Yo miré disimuladamente a la señora que vendía jengibre y le cerré el ojo. Ella no entendió. Se lo volví a cerrar. Pareció entender algo porque se asustó, traspasó una cortina vieja y desapareció. Detrás del mesón de la pescadería la otra vendedora seguía con la mano estirada, molesta. En ese sector del Mercado quedaba poca gente ya que el grueso del público disfrutaba metros más allá de los platos que ofrecía Donde Augusto. El oscuro pasillo de las pescaderías estaba libre y conducía a la calle.
Saqué tres billetes de mil pesos y se los di. Caminé al otro local, traspasé la cortina y partí a cachas a la vendedora de jengibre. Los gritos se escucharon hasta en la estación Mapocho y salí limpiándome los dientes.

viernes, octubre 21, 2005

La sombra en la baldosa

Me lavaba los dientes cuando de reojo vi pasar una sombra en la baldosa. Giré la cabeza y la sombra había desaparecido. Era algo contra lo que no se podía luchar, pero no alcanzó a horrorizarme. Estuve durante una semana mirando los rincones cada vez que entraba al baño. Finalmente olvidé el asunto.

miércoles, octubre 19, 2005

Grandes rabietas

Mi primera rabieta fue a los dos años y medio. Cuando descubrí el engaño me acosté en el piso de tabla del living en posición fetal y largué el pataleo y el llanto. La casa se estremeció y la tía, que ya cerraba la puerta dejándome solo, tuvo que devolverse. Me decía mentiras y el pataleo cesaba; cuando se iba se nuevo, el pataleo volvía. Mi segunda rabieta fue a los tres años y un mes. Largué un llanto más calculado, menos efectivo. Cuando reparé en que todo seguía girando en la casa me guardé el llanto y lo deposité en alguna zona del cuerpo, como se guarda la energía en una pila atómica. Esa rabieta ocurrió frente a la ventana que daba al naranjo que oscurecía mi dormitorio. En un ángulo superior de la habitación siempre había una araña de patas largas gobernando el teatro de operaciones.
Yo no sería nada sin mis rabietas. Los peores crímenes los cometí luego de grandes rabietas, no en medio. El ajusticiamiento del Raúl, un sabandija que vestía sotana y se hacía pasar por hermanito de La Salle, fue después de una gran rabieta, ocurrida doce años antes. Le rajé la sotana de arriba abajo y lo dejé en pelotas, con los cocos colgando y asomándose de los calzoncillos con los elásticos vencidos. A su esbirro, el maestro Fernández, lo obligué a chuparle la raja antes de ensartarle un plumero en el poto. ¡Esa sí que fue rabieta!
Hubo una rabieta romántica: nevé copiosamente una tarde de otoño frente a los acantilados de Escocia, fenómeno que encabritó a dos corceles salvajes que quisieron arrojarse a las olas desde la orilla. Tuve en ese tiempo la capacidad prodigiosa de domesticar y confundir a la naturaleza, la había heredado del poeta chino Gan Bao, quien a su vez la aprendió de los magos Xudang y Zhaobing. Pero era un talento extrasensorial que precisaba ejercicio constante y en ese momento mi obsesión eran las prédicas a través de parábolas. Cuando quise retomar el poder ya había pasado la vieja.

lunes, octubre 17, 2005

El mundo se lo debe todo a la mentira


Por desoladas tierras altiplánicas a la hora de la muerte de la tarde, cuando el calor se volvía frío y el frío hielo, así trotaba siempre, como caballo remolón, estuviese en Chungará o en Calama o en Visviri o en Tambo Quemado. El norte es engañoso. Uno se confía y el norte le da la espalda, lo deja a uno moqueando, tiritando, juntando mano con mano, indefenso ante la noche. La noche del norte no ofrece nada. Compañía, nada. Sólo millones de estrellas, pero yo nunca viví de estrellas, yo necesitaba vencer, yo necesitaba ver al mundo prosternado ante el fulgor de mis ojos, necesitaba ganarle a esa cuidada indiferencia a contraluz que provoca el hecho de saberse ignorado, de saberse menospreciado por los ojos grises y acuosos de los imbéciles que me rodean.
A nadie nunca le importó lo que yo dijera, fuesen palabras absurdas o sabias. Yo una vez dije que el mundo le debe todo su progreso a la mentira pues se sustenta en ella, dije que la verdad es sinónimo de muerte, descanso eterno, hasta que se descubre que la verdad es mentira y el mundo entonces da un paso adelante; de allí que no hay que tenerle miedo a la mentira y sí hay que desconfiar de la verdad, pero dije eso y a nadie le importó. Dije también que si las aves tiran caca a la tierra al volar eso era bueno para las aves, puesto que a nadie se le ocurriría que esperaran el momento de pasar al ñoba, como hacemos tantas veces nosotros. Dije eso y ni siquiera se rieron.
Ahora voy a repasar un capítulo desconocido de mis Memorias, aquél en que fui golpeado. Era una noche de invierno y yo esperaba micro en la Alameda, cerca de la Estación Central, para ir a Macul. Tiempos duros. Dos hombrones venían a lo lejos y le dijeron una vulgaridad a una damisela que pasó por su lado. Entonces me vieron y los vi. La mujer les respondió con otra vulgaridad y siguió su camino. Yo era muy joven para darme cuenta de que estaba en peligro. No se puede confiar en dos hombres que andan juntos cuando han sido puestos en estado de vergüenza pública. No me preparé para el golpe en el hocico que me dio uno de ellos al pasar frente a mí, con el bolso de pan que llevaba en la mano.
Han pasado muchos años de esto y no se me quita la sed de venganza. Si los tuviera ante mí los mataría sin piedad. Pero antes les haría un recordatorio por el puro placer de escuchar sus excusas; me encanta oír a los culpables cuando se declaran inocentes por la TV. Es lindo.
Si todas las verdades que conocemos son mentiras y lo que deseamos es el descanso eterno, hallar por fin la verdad, entonces la muerte no nos basta. La muerte no sería más que otra de tantas verdades que vienen desde lejos...
(Ilustración: Sergio Mardones)

viernes, octubre 14, 2005

Mi padre siempre quiso ser linyera

Los obreros arrastraban un vagón de ferrocarril hacia la maestranza; algo le había pasado a la locomotora que no podía hacer el trabajo y el capataz estaba presionado por una orden llegada desde arriba muy temprano: había que tener la estación de Rancagua despejada y radiante al mediodía, hora de arribo del Presidente de la República. En esos tiempos el Presidente era Jorge Alessandri Rodríguez y en dicha ocasión inauguraba el primer tramo electrificado de la vía sur. El traslado era lento porque el vagón pesaba 34 toneladas. No era posible hacerlo andar a más de tres kilómetros por hora, menos de lo que camina un hombre. Sergio Gaete, el capataz, sudaba de terror. Faltaban 20 minutos para las 12 y el vagón no conseguía aún tomar el desvío hacia la maestranza.
-¡Pero a qué pedazo de imbécil se le quedó durmiendo el vagón en la línea 1! -gritaba.
El jefe de estación era Vicente Vergara y yo vendía sustancias en un canasto de mimbre. Veía que Vergara se paseaba nervioso y se comunicaba con las estaciones. "¿Pasó Linderos ya?... ¿sí o no?... ¿sí?... ¿ahora sí?... ¡vaya, qué cerca está!", luego salía de la oficina y comentaba, para darse aires, ya pasó Linderos. La gente, que abarrotaba el recinto, suspiraba en alta voz y el director de orquesta volvía a formar al Orfeón de Carabineros, prestado para la ocasión.
Lo que no sabía Vergara era que el vagón ni pensaba hacerse humo; cuando lo supo se volvió loco y empezó a darle diariazos en la cabeza al capataz.
-¡Toma, toma! -le decía.
De pronto se acercó a mí, angustiado, y me clamó al oído: "¿Podría hacer algo, dr.?" Yo sentí un cosquilleo y un escalofrío por la potente agudeza de su voz y me quedó sonando un pitito. Le respondí en mi idioma de esos días: el silencio. Le dejé encargado el canasto de sustancias a la señora Eulalia Ramírez, que vendía chilenitos, y partí caminando hacia el vagón, pisando durmiente por medio. Me fui pensando que los durmientes no están hechos para las pisadas humanas, el pensamiento me brotó de la intranquilidad grande que nació en mi espíritu al momento de pisar los durmientes. Si es durmiente por durmiente el paso se achica y es insufrible; si es durmiente por medio, se alarga. Si es durmiente con ripio, se rompe el ritmo. La sensación general es algo espantoso y no creo que haya otro motivo que ése para las serias patologías mentales que uno detecta en los linyeras.
Cuando llegué al vagón sólo exclamé háganse a un lado chuchas de su madre. Los obreros se arremolinaron en torno a la figura del capataz y yo empujé solo el vagón, lo hice avanzar a una velocidad prodigiosa hasta desaparecer junto a él bajo el techo sombrío de la maestranza.
Mi padre siempre quiso ser linyera, pero vivió y murió prácticamente entre cuatro paredes.

martes, octubre 04, 2005

El sepulturero

Los asuntos no son tan aleatorios como quisiéramos que fuesen. Aquel día yo deseaba ir a ese lugar y él no podía hacer otra cosa que estar ahí. De modo que no fue casual que me topara con Mario Ramírez. Hablo de una experiencia ocurrida hace bastantes años, unos 15 tal vez. Yo entré a tropezones, había bebido demasiada cerveza y el cabrito al horno no bastó para hacer el equilibrio. Me molestaban los zapatos puntudos como nunca; además la garúa se tornaba insoportable. Mario Ramírez trabajaba en un foso. Le pregunté cómo se llamaba.
-Me llamo Mario Ramírez -me dijo, alzando la vista.
-Qué haces.
-Un encargo de la familia Peralta.
Me habían contado durante mi gira austral que la familia Peralta era una de las más ricas de Punta Arenas. Eso no concordaba con el trabajo que hacía Mario Ramírez. Una cosa de poca monta, no había que estar bueno y sano para advertirlo de inmediato.
-Pero es un simple hoyo en la tierra. ¿Quieres una cerveza?
Mario Ramírez miró su reloj, se asomó a la superficie, oteó bien el horizonte, como si lo vigilaran, y subió. Caminamos entre el desfiladero de pinos y nos fuimos al bar del frente, donde me contó su vida.
Me dijo que de niño había trabajado en el cementerio y que el oficio de sepulturero tenía sus bemoles y no lo desempeñaba cualquiera. "De entrada hay que tener cuero de chancho, dr. Vicious, porque a veces hay que echarle tierra a un niñito y las mamás no quieren dejarlo solo, y a veces se agarran hasta con las uñas al cajoncito blanco. Entonces yo tengo que tener paciencia y esperarlas un rato. Después me las arreglo para recibir una o dos luquitas mientras le doy a la pala". Otra cosa que me dijo fue que le gustaban las canciones de Ramón Aguilera y que había sufrido suficiente cuando se enteró de su muerte, tanto que lamentó no haber estado en comisión de servicio en el cementerio de El Monte para organizarle una sepultura de honor.
-Cómo es eso de la sepultura de honor.
-El mango de la pala se forra con género negro.
Como a la cuarta cerveza le reiteré que me había llamado la atención el hoyo que hacía. Entonces se acercó a mí y me contó un secreto, eso dijo, un secreto.
-Supiera usted dr. Vicious lo que estoy haciendo... estoy haciendo un laberinto, pero eso no lo puede saber nadie. Me pidieron que hiciera un laberinto subterráneo para casos de emergencia. El túnel empieza en la cripta de la familia Peralta y tiene que dar al patio de la mansión del señor Peralta. ¿Supo usted la tragedia del señor Peralta?
Le dije que algo había escuchado sobre el reciente suicidio de su bella hija. Asintió, echándose el vaso a la boca.
-Yo no sé por qué estoy haciendo esto, yo no debería contarle a usted, dr. Vicious.
Mario Ramírez se echó a llorar como un niño herido y tímido sobre la mesa, incluso casi derriba los vasos y las botellas; lloraba suavemente, sin consuelo, aterrado por la culpa de la complicidad. Intuia cuál era realmente su trabajo y su alma se agusanaba mientras el alcohol de la cerveza le aclaraba las ideas. El pecado resplandecía en la superficie de una mesa cubierta de botellas y vasos babosos de espuma. Yo me levanté despacito y le susurré al cantinero antes de volver a la calle:
-Él invitó.

jueves, septiembre 29, 2005

Mi amigo Harry

Harry el paralítico despertó cinco minutos más tarde de lo acostumbrado y se asustó mucho de eso. Cinco minutos es demasiado tiempo cuando las cosas deben andar bien. Como pudo bajó de la cama y se arrastró a la cocina, las huinchas del somier quedaron sonando y Harry estaba aterrorizado de sólo pensar en despertarlo. Encendió el hervidor eléctrico y se encaramó en el pisito para sacar la taza y el platillo pero con los nervios se vino abajo con piso, taza y platillo. Qué fue eso Harry, le preguntó una voz ronca desde el dormitorio. Lo eché todo a perder Brayan le contestó Harry con su voz de cañería hueca, a punto de ponerse a llorar. Te dije que no hicieras ruido, infeliz, la voz iba creciendo porque se iba acercando con cuerpo y todo, Harry lo vio del suelo y su instinto le ordenó taparse con las manos justo cuando el palo de la escoba le llegaba a la cabeza. Recoge y limpia, recoge y limpia infeliz, le daba otro palo menos violento, algo así como el palo del estribo, menos violento porque el hombre volvió sus pasos y se metió al baño. Harry debía tener la ropa limpia en la cama, los calcetines cada uno dentro de un zapato y el pan tostado con el huevo hervido a punto y la bolsa de té fuera de la taza. El sincronismo solía jugarle malas pasadas y era usual que Harry se llevara entonces la segunda frisca del día, lo que esta vez aconteció debido al humo que salió de la tostadora cuando el pan se empezó a requemar. Cuándo vái a aprender, huevón tonto. Brayan comía con la boca abierta y le mandó una cachetada en la sien, que Harry aguantó en silencio. Se echó un par de pedos mientras hojeaba una revista, Harry quiso contener la risa ante "la chistosa salida" de su amo pero no pudo. ¿De qué te reí chancho cochino, no veí que me dieron ganas de cagar? Pasa no más Brayan, ya saco altiro el tarro con los papeles, pasa a sentarte no más, está listo el baño.
Harry limpiaba la mesa cuando oyó vaciarse el agua del estanque. Sabía lo que venía.
-Ven a chuparme el pico, cojo culiado.
Harry se afirmó de los bastones y corrió al baño. Más rápido, mira que estoy atrasado, más rápido Harry más rápido; estando los bastones en el suelo se afirmaba en las caderas del hombre que a su vez le empujaba la cabeza hacia la pelvis...
-Límpiame la callampa con papel confort, me tení hasta la coronilla, cojo de mierda.
Brayan Órdenes se echó loción Williams en la barba recién afeitada y salió dando un portazo. No se dio cuenta de que la cocina se estaba incendiando ya que Harry la dejó encendida con el paño de platos sobre la tostadora. ¡Ah chucha se está incendiando la casa! gritaba Harry y se lanzó sobre el paño hasta que las llamas cesaron. Se echó crema Lechuga en las quemaduras y encendió la radio para escuchar a Pablo Aguilera mientras hacía el aseo. Cuando salió a la feria lo vio la señora Francia y le preguntó qué le había pasado. Nada señora Francia, me quemé un poco de tonto que soy. Vaya a ver al doctor Harry. Si no es nada. Cuídese de ese hombre, Harry. No diga eso señora Francia. Ese hombre es malo, Harry. No señora Francia, me cuida. Lo he visto con mujeres de mala vida Harry. No señora Francia, serán amigas. Lo he visto vendiendo paquetitos a los autos que se estacionan allá en la esquina. Imaginaciones suyas señora Francia. Yo qué me meto, yo le decía no más, no vaya a contarle a él.
A mi amigo Harry le pasan cosas así todos los días.
Una noche que llegué de improviso a visitar a Brayan, Harry estaba danzándole cubierto de tules, le bailaba La danza macabra y Brayan se reía de lo lindo porque Harry se había disfrazado de la muerte. Desde el sofá Brayan mandaba patadas al tuntún que hacían volar las muletas del bailarín, pero Harry seguía artisteando desde el suelo como una culebra maldita de Chretien de Troyes. Tenía las cejas pintadas como malo y un rojo bajo los ojos. Otra noche, era el mes de febrero, Brayan me invitó a cenar. Había varios amigos en la mesa y jugábamos Carioca.
-¿Dónde está Harry? -le pregunté.
Brayan palideció. Al despedirse me confesó que sólo yo sabía de su existencia y por eso en aquellas ocasiones lo metía al closet con prohibición estricta no sólo de hablar, sino de moverse.
Brayan era a pesar de todo no un mal tipo. Le gustaba el cuarteto de cuerdas de Borodin pero nunca se duchaba, de modo que el olor a sobaco en su minúsculo departamento de Miraflores era insoportable. Cuando se emborrachaba hacía escenas. Harry pensó un montón de veces lanzarse del séptimo piso pero su amor por Brayan era verdadero y ante eso no había nada que hacer.

miércoles, septiembre 21, 2005

Nunca tan débil y tan peligroso

Me hacían a un lado y era como si me amarraran con hilo de araña. Pretendiendo ignorarme o peor aún, resaltando el desprecio con pequeños gestos, pequeñas palabras, pequeñas sonrisas displicentes, me transformaban en un ser poderoso envuelto en algodón. Nunca tan débil y tan peligroso.
Partía todo con una opresión en el pecho, que pugnaba por bajar al estómago. Había una cierta sensación de falta de aire combinada con una cierta sensación de cansancio y ciertas ganas de llorar. El apetito se iba y yo quería salir de la tela pero en el fondo buscaba el descanso, el sueño.
No diré que entonces subía cerros para mirar el mundo desde lo alto y juzgar con rabia a los humanos. Si los subía era para que se fuera esa opresión física, para cansarme, sentirme vivo. Pero eso era casi nunca. Lo usual terminaba siendo el rotativo triple X con paja incluida, de manera tal que el moco cayera al parquet gastado. Me gustaba mover la mano con ostentación para causar escándalo entre los demás espectadores, tres o cuatro discretos voyeristas al pedo y algún marucho esperanzado.
Una noche me interné por la calle Phillips buscando angustiosamente un laberinto donde perderme para siempre, pero la calle Phillips no era como las callecitas de Siena y no habían pasado ni dos minutos, qué digo, ni medio minuto cuando salí a la Plaza de Armas. Había esa noche un pintor que aún exhibía sus lienzos frente a la Catedral, poco más al sur, casi al lado de unos humoristas de baja ley. Uno de los humoristas contaba el chiste del empleado de Ferrocarriles del Estado que de vacaciones iba todas las mañanas a la estación a esperar el convoy ordinario de mediodía. Se sentaba junto a Vergara, el jefe de estación, ambos se fumaban un Ópera de papel endulzado y entonces el humorista silencioso notaba que el grupo tendía a disolverse y le decía a su compañero ¡apúrate con el chiste conchetumadre que tengo que tomar el expreso a Chillán!. Eran noches de angustia. Pensaba qué sentiría el artista seco de imaginación y de todo cuando envolvía los lienzos en serie, los echaba a un carrito y partía a su casa. Pensaba si el artista verdadero no sería yo, entendido el arte como sufrimiento absurdo por lo que no tiene sentido ni destino y no como decía Lenin, cuando hablaba de tantas cosas.

lunes, septiembre 12, 2005

Ecos marciales


De niño quise ser militar; me sorprendía a mí mismo marchando detrás de las bandas con una guaripola. Una tarde se encabritó un caballo y el soldado cayó al pavimento y se azotó la cabeza en el borde de la acera. La ambulancia llegó a los pocos minutos, había un movimiento de curiosos, una marea de susurros, al caballo costó amansarlo, el oficial a cargo estuvo a punto de darle el tiro de gracia, los niños como yo estaban asustados, el desfile se suspendió durante 40 segundos en un hecho que fue calificado de histórico, los desfiles no suelen suspenderse por tan poco, el show debe continuar. Una tarde la Sinfónica de Chile bajo la conducción del maestro David del Pino Klinge debía interpretar la Habanera de Saint-Saens y justo uno de los violinistas de las filas de atrás se había suicidado en su casa minutos antes de tomar la micro para ir al concierto y el músico vocero dijo que en homenaje al violinista no iban a tocar la Habanera. En el intermedio hubo un gran revuelo, una marea de susurros que se dividieron entre los que aprobaban la decisión de los músicos de la orquesta y entre quienes decían el show debe seguir. La ambulancia llegó, pero tarde, pues el soldado había muerto, se llamaba cabo Germán Loyola y curiosamente era de la dotación de infantería, yo creo que por eso le pasó. El oficial a cargo condujo el caballo maldito a un garaje, pidió permiso para entrar, le dieron permiso y cuando estaban adentro lo sacrificó. Después llamó de un teléfono público al regimiento y mandó pedir un camión con techo de lona, para que no se notara. Después tomó un taxi y le ordenó al chofer que hiciera un rodeo de tal manera que el auto fuera a dar delante del desfile. Cuando la tropa pasaba por su lado salió de la multitud e hizo como que recogía un botón y tomó el mando de su batallón a paso parada entre grandes aplausos.
(Ilustración: Sergio Mardones)

miércoles, septiembre 07, 2005

Enjaulado


El verano de 1946, fue a fines de febrero, en Curarrehue, me hice una jaula de bambúes y así anduve, dentro de la jaula. Eran ocho cañas amarradas entre ellas con alambre de cuatro milímetros. El techo era de alambre de tres milímetros. Para poder caminar sin chocar con la jaula debía ponerme un cucurucho de cuero como esos que usan los monjes de los Himalayas. La punta del cucurucho se hundía en la trama de alambre y así se producía mi engarzamiento con la jaula. Al caminar, la jaula se movía atrás y adelante; más que la jaula me movía yo pero parecía como si la jaula se moviera más que yo. Si caminaba en forma absolutamente perpendicular al piso la jaula se desplazaba sin escándalo.
Fueron buenos días, ésos. Me sirvieron para ir aprendiendo. Para comer sacaba las manos por sendas ventanillas fabricadas sin ciencia alguna. Obtenía algo y me lo llevaba a la boca. Entonces comer no era importante, beber menos. Meras obligaciones.
El 5 de marzo de ese año entré al internado pero la jaula no cupo en la puerta y como me negué a entrar a la sala me llevaron a la inspectoría. Estuve allí toda la tarde y cada vez que el reloj marcaba la hora el señor Pino se reía de mí y me decía "cucú, cucú".
(Ilustración: Sergio Mardones)

martes, septiembre 06, 2005

Angustias

Llantos, llantos, lluvia de lágrimas, lloré, lloré, ¡lloré!, la flecha del sendero abierto me indica no el horizonte, ¡la sima me enseña! ¡Al abismo me empuja el camino! Pero, ¿saltar a ciegas, dañar, ser herido? Humillarme otra vez, desprotegido, en cueros, ya lo estoy sintiendo, maldita perra inmunda, te haré llorar de rabia, ramera barata. He vivido levantando piedras de las que salieran almas que cegaran la vista, he vivido buscando a mi madre. Oh, mamá mía, mi valor, mi llanto, eclipsar el sol, mamá mía, eclipsar la luna, ¡mi Diana, mi diosa lunar, mi poesía, mamá mía! ¿Estás allí? ¿Puedo besarte? ¿Puedo respirar tranquilo al fin en tu regazo? ¿Me quieres, mamá? Sí me quieres, lo sé, ¿o no me quieres? Mira mamá como salto y como cuelgo del parrón, mira la libreta de notas, no basta no basta no basta nunca basta, ya verás cómo haré del agua vino, ya lo verás aunque se me vaya la vida y muerda el polvo, qué digo, me arrastren, acabado y viejo, a la fosa común donde por fin... ah... ¡por fin! mis huesos se unirán a los tuyos, sin preguntas, sin angustias...