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martes, enero 22, 2008

El caminante

Me acerqué con temor y lo abracé antes de que dijera nada. Mi primera impresión fue la de estar abrazando a una estatua de mármol. Estaba frío, pero además no reaccionaba de ninguna forma a mi abrazo. Ni me rechazaba ni me aceptaba; no había emoción en su mirar, aunque sus ojos se dirigían al centro de mi alma, si es que una mirada profunda a las pupilas pudiera significar eso. Comprendí entonces que había un abismo de diferencia entre nuestros mundos; mientras yo permanecía en la orilla, él me observaba desde la profundidad.
Siempre he pensado -la mayoría de las veces con pruebas a la vista- que mi forma de ver las cosas y las personas es de una superficialidad que excede el candor y cae francamente en la ramplonería. En ese abrazo esta sospecha se convirtió en certeza. No deseo dar más explicaciones, pues cada palabra que escribo me mete más hacia el centro del pantano. Sólo quería testimoniar la sensación de inferioridad que se experimenta al estar, de pie y desnudo, frente a un hombre superior.
¿Era realmente superior a mí?
No hay modo científico de verificarlo. No dio pruebas de ello; guardó su talento, lo acumuló durante años y no alcanzó a brotar; se diría que quedó dentro de sus ojos. Pero sus breves frases -chispazos, correazos eléctricos- bastaron para marcar la diferencia. El simple ejercicio de analizar una película entre ambos me ubicaba naturalmente a mí en la orilla y a él en la profundidad.
Como suele suceder, se termina odiando secretamente a las personas de esa laya. Se busca inconscientemente perjudicarlas, hacerles zancadillas. Hay algo sexual, incluso, que hace nacer ganas de matar.
¿Por qué entonces acercarse, abrazarlo, rendirle tributo silencioso?
Porque se está protegido. Porque el anuncio de su próxima muerte lo coloca inesperadamente a uno por primera vez en la posición de privilegio.
Se va a morir, es verdad. Yo estoy sano. Abrazarlo es, al tiempo que un homenaje, una burla melancólica.
Me recuerda la parábola del filósofo peripatético que despertó un buen día y tras recorrer parte del sendero que lo llevaba de un pueblo a otro, descubrió que no se había topado con ningún insecto. Decir ninguno es pecar de avaricia de lenguaje. La realidad es que a su alrededor no había absolutamente ningún bicho. Nada de nada.
El pobre estúpido se obsesionó a tal grado con su descubrimiento que iba levantando cada una de las piedras del camino, mirando el revés y el derecho de cada hoja de cada arbusto, observando cada centímetro de hierba a ras de piso, sólo para acentuar su desesperación, que ya se hacía metafísica.
Al oscurecer se dio cuenta de que desde el momento de su descubrimiento y la puesta del sol no había avanzado más de diez a doce pasos. Loco de terror, buscó una caverna cercana en el cerro donde pasar la noche o quitarse la vida, le daba lo mismo.
Pero no fue capaz de entrar: desde lo más profundo de la cueva, miles de millones de ojillos luminosos, todos los insectos del mundo concentrados en un metro cúbico, lo observaban con frialdad hermética. Ni un solo gesto desde el fondo, ningún movimiento, ninguna emoción.
Al día siguiente, repuesto de su ataque de nervios, llegó al villorrio más cercano y ofreció sobre los sucesos de las últimas horas la siguiente versión:
-Ocurrió un día -dijo- que todos los insectos que habitaban la tierra se replegaron para protegerse de la mano del hombre y buscaron una caverna donde sobrevivir. Allí se fueron reproduciendo sin medida, hasta que la situación se volvió insostenible. Cuando el espacio se les hizo exiguo se vieron obligados a salir de nuevo al mundo a procurarse el alimento.
Mientras hablaba, una nube de langostas oscurecía el cielo.

jueves, enero 17, 2008

El hombre metafórico (versión esencial)

Desde este paradero, la vida fluye más allá de lontananza, donde alados dragones, sultanes eróticos, sirenas sumergidas en los mares del norte. El tiempo, el eterno tiempo me retorna a los orígenes y soy feliz, asombrado de mi melancolía. Pero aquí cerca qué hay: hospitales, la morgue, el cementerio. Se quiere esperar lo que dicta el candor, no lo que vendrá.

miércoles, enero 16, 2008

El hombre metafórico (versión sintetizada)

Un hombre se transformó en bebé. Se llama Germán Arellano Silva. La ciencia escarba aún entre decenas de teorías para explicar el fenómeno. Dice la primera de ellas que casos como el de don Germán son característicos de las personas que padecen el mal de Alzheimer. Al olvido se suma un misterioso proceso que sufre la memoria, la que se devuelve a los días tempranos. No es momento de dar detalles técnicos; baste solamente lo dicho. La transformación sería entonces interna, mental.
Una segunda teoría, que contradice enteramente a la primera, sostiene que el retorno ha sido físico. Se apoya en la prueba de una guagua hallada días atrás en el paradero del Transantiago ubicado en la esquina de Santa María con Enrique Soro. El bebé llevaba en la muñeca una cinta con las iniciales G.A.S. Como es sabido, Germán Arellano Silva acostumbra a tomar la locomoción en ese paradero. Es más: desde que apareció el bebé no se sabe nada de él.
La tercera versión, de naturaleza poética, afirma que la transformación es metafórica. Quienes la sustentan se atreven a proclamar, incluso, que el mismo don Germán no es otra cosa que un hombre metafórico. Don Germán representaría a la eterna esperanza, que lleva no al final de los días, como se cree, sino a sus inicios. Arellano Silva, el hombre metafórico, habría visualizado su destino mientras esperaba la micro. La espera se le hizo eterna y en la ensoñación que se tejió en aquella esquina durante ese indefinido lapso de tiempo pudo visualizar las etapas postreras del individuo, asociadas al dolor de la muerte. Vio hospitales, servicios de urgencia, vio cementerios, intuyó el horrendo paso por la morgue que les aguarda a unos pocos antes de descender a la última morada. Las visiones le habrían hecho preguntarse: ¿Para esto he nacido? ¿Es ésta mi verdad? Toma en aquel instante, en consecuencia, la decisión de regresar a su estado primigenio. Pero se trata de una decisión metafórica: don Germán depende realmente del paso de un microbús por una esquina de Santiago.
Hay otras teorías, pero éstas son las tres más importantes.

lunes, enero 14, 2008

Un héroe de nuestro tiempo


Dicen que el héroe de nuestro tiempo es un hombre sencillo, cortés y respetuoso, amante de su familia, democrático y anónimo, que entrega modestamente su vida por los demás o por una causa superior, que bien podría ser su pequeña comuna. El sacrificio no tomaría entonces la forma de un acto suicida violento e irrefrenable sino aquella de un permanente teclear ante una máquina que registra, por ejemplo, las cotizaciones previsionales de los trabajadores. Antes habría sido este héroe uno de tantos; hoy se hace difícil hallar a alguien así. Los grandes héroes de antaño arrastraban naciones enteras en pos de sus quimeras. Daban la vida con arrobamiento por su tierra y de su sangre derramada ésta se alimentaba y renacía. Los poetas les cantaban a los héroes, mas a menudo, por deformación terminaban convirtiéndose ellos mismos en los héroes. Sabido es que los héroes no escriben: actúan; mientras que los poetas recogen y escriben. También sabido es que las personas escriben sobre lo que mejor conocen. Así, gran parte de las novelas y cuentos trata de las angustias de los propios escritores; muchas películas se basan en los sentires de guionistas, actores o directores, ¡incluso productores millonarios!; demasiados pintores usan y abusan del autorretrato. Hay quienes, incluso, han utilizado las iniciales de su propio nombre para componer música. De modo que detrás del héroe clásico puede haber mucha contaminación, partiendo por la más peligrosa de todas: la contaminación política, que en su tiempo pintó de héroes a Napoleón, Julio César, Hitler, Stalin, Pinochet. Habría que analizar sesudamente quiénes de ellos lo fueron realmente.
No se ofenderán las musas, por lo tanto, si hablo de un verdadero héroe de nuestro tiempo, a quien por razones de cercanía tuve la desgracia de haber conocido.
Era un ejemplar cuidador de autos conocido en el barrio como Il Postino, por su parecido físico con el malogrado actor italiano del filme de igual título.
La verdad es que nunca le he preguntado su nombre. Podría hacerlo, pues vive aún, pero es como si ya estuviera muerto. Il Postino es un héroe en el ocaso. Ya libró su última batalla y hoy sólo le queda recoger los despojos de un honor que en vida se le negó. Está a la espera de que el Ángel de la muerte baje del firmamento, lo alce entre sus brazos y lo conduzca a ignotas tierras, batiendo las alas sin sonido alguno, más allá de las nubes.
Los héroes se caracterizan por perder batallas antes que por ganarlas. ¡Cuánta experiencia pervive en su rostro bronceado por el sol de la espera!
Una noche Il Postino le hacía señas a un vehículo para que saliera de su puesto y se integrara pacíficamente al tránsito callejero. La propietaria, viendo que no disponía de monedas, a cambio lo insultó de grosera forma. Il Postino le pidió disculpas. Hace un par de semanas unos ladrones destrozaron la ventana del auto de turno para llevarse la radio. Il Postino vio la escena de lejos y corrió para impedir el robo, pero los malvados, que eran varios y musculosos, festinaron con su humanidad desgarbada, flaca y miserable, y su cuerpo rodó en la acera. El epílogo no fue menos aciago: el dueño del auto lo acusó del robo e Il Postino fue a dar a la comisaría, donde quedó libre a los tres días, por falta de pruebas en su contra. Pero esos tres días en el calabozo, qué terribles fueron, y nadie lo supo, sólo él.
Volvió a su trabajo, pero ya no era el mismo: la gente desconfiaba. “Lo metieron a la cárcel”, decían unos; “porque se robó un auto”, decían otros que hacían de la verdad un rumor, con las graves implicancias para la dignidad del afectado que supone aquello; “éstos terminan todos igual”, comentaba una señora honorable, con acento piadoso pero ya montada y al galope en el rumor; “se gasta la plata en vino”, decía el propietario de un restaurante de las cercanías, quien parecía conocer algunos detalles de su vida, pues añadió que “con los golpes le volvió la epilepsia”.
Curiosamente, la razón se esconde en el fondo de las palabras de cada comentarista de su pasar, pues la vida del héroe se nutre de mitos.
Pero así también lo han ido rematando, entre todos. Il Postino de hoy no tiene nada que ver con Il Postino de hace tan solo dos años. El anterior lucía el rostro lozano, afeitado, brillante. Las curvas del hueso de la calavera le otorgaban a su semblante un aire itálico, de galán melancólico. Las ondas del cabello acentuaban dicho aire y qué decir de sus ojos claros, misericordiosos. Il Postino era el buen servidor del barrio, siempre agradecido, aunque sus manos quedaran vacías detrás del tubo de escape envenenado.
Ayer lo vi echado al sol abrasador de este verano, delante de un negocio de arte. La dueña salió a mirar y al hacerlo se le salió una exclamación de horror ante la vista de esos harapos rellenos que olían a alcohol putrefacto. Me fijé en sus ojos turbios: Il Postino miraba hacia un punto indefinido del cielo, y sus labios sonreían.

viernes, diciembre 28, 2007

El hombre metafórico

Esto no es un cuento. De hecho, si lo fuese, los sucesos se presentarían de tal modo que terminarían alineándose en torno a un tema, como sucede con todos los cuentos, aún los aparentemente caóticos, que son los más cercanos a la vida. Un cuento supone un reordenamiento de la realidad, un truco artístico destinado la mayor parte de las veces a dar desahogo a los caprichos más insensatos del artista, a sus pasiones escondidas, sus represiones, sus sueños. Ni Chejov ni Maupassant, grandes reporteros de la literatura, escapan de eso. Si yo eligiese escribir un cuento, naturalmente debería tomar cierta distancia de los personajes o escoger una personalidad más adecuada, canónica (de haber resuelto usar la primera persona). Como no sé hacerlo -y de ello dan prueba mis decenas de manuscritos vertidos en el tacho de la basura por los jurados de los concursos de cuentos- decido presentar, en cambio, hechos que realmente sucedieron, o que yo creí que sucedieron, en dos días. Habrá quienes los interpreten como una ironía sobre nuestro sistema de transportes; otros verán en ellos una metáfora del hombre contemporáneo, otros el retrato de una persona de carne y hueso, otros las angustias de un escritor frustrado. Temo sin embargo que la mayoría llegue solamente hasta este párrafo, aburrida de leer insensateces, como aquella de proclamar que la vida es en sí misma un caos y que eso explicaría su florecimiento por doquier.
Aún así, quien persista en la lectura y desee buscarle un orden, un sentido, una lógica -a la vida y a este relato- se topará con muros insólitos, como los que me salieron al paso en aquellos dos días.
Pero basta. No es que desee hablar de don Germán Arellano Silva; son las circunstancias las que me obligan a volver a él.
Ya lo he mencionado antes en mis Parábolas y en estas Memorias; hasta me di el lujo de robarle el argumento de una monja enana que anduvo por ahí prestándose a ciertas perversas bajezas. Aquella vez no dijo nada, digo nada malo sino al contrario, me colmó de alabanzas. Nunca dice don Germán nada malo de los demás: es asombrosa su capacidad de transformar la ira -que en cualquier mortal nacería de una situación proclive a dicho sentimiento- en gestos o reflexiones poéticas, absurdas, acompañadas desde luego de improperios, chilenismos escalofriantes. En otras palabras, se burla de su suerte. Pensaba, antes de conocerlo mejor, que esa conducta suya escondía una picardía criolla de la que es conveniente resguardarse, so pena de terminar acuchillado a mansalva por el néctar de la venganza oral durante una tertulia que no lo tenga a uno por asistente; o tal vez, también pensé, ayudado por otros antecedentes acerca de su vida, que dicha conducta escondía una baja autoestima. Ahora me he convencido de la falsedad de lo primero. Y si fuese cierto lo segundo, es menos importante que la verdadera causa de sus desvelos: don Germán Arellano Silva, tal como ansío hacerlo yo, es un hombre que avanza a pasos agigantados hacia la niñez. La diferencia es que él avanza realmente, en tanto que yo sólo aspiro a hacerlo. Este estilo que asumo ahora mismo, por ejemplo, ya me traiciona, es un retroceso que se puede entender también como un progreso hacia el estado de estupidez que alcanza la mayor parte de los adultos. En cambio cada uno de sus nuevos poemas sí que son un avance, avance en el sentido de retorno.
Las circunstancias son de lo más extrañas. Paso por un momento de mi vida que se me antoja decisivo. Nada muy novedoso viéndolo desde afuera; agitado y revolucionario si se le examina por dentro. Los hechos objetivos, palpables, son que entrando a la bajada del vaivén de los cincuenta mi cuerpo comienza a dar señales verdaderas, no hipocondriacas, de declive. Me duelen las manos, surgen síntomas de artrosis, hace unos días me han brotado unas vergonzosas várices; la caída del cabello progresa a paso constante, al igual que las canas que van ganando el territorio del cráneo que se resiste a despoblarse. En el bus ya me han dado dos veces el asiento y en mi trabajo no queda casi nadie que no me trate de usted. Duermo menos, pero sueño repetidamente con un niño de poco más de un año que me mira con una sonrisa graciosa, inocente, pura. A mis hijos los veo tarde mal y nunca, de mi esposa me cuidaré de hablar...
Y fue dentro de estas circunstancias de mi vida -las he comentado porque ciertamente ejercerán un efecto dramático en el relato- que a don Germán le aconteció lo que pasaré a narrar.
Era de noche, cerca de las dos. Yo esperaba en mi puesto, casi el único ocupado en el potrero de computadoras en que se transformó de un tiempo a esta parte la oficina. Esperaba que don Germán cumpliera con su oficio un día más; es decir, terminara de leer la última prueba de página que le quedaba por corregir. Una vez que lo hubo hecho y el papel volvió a mis manos, incorporé las correcciones y al grito lúdico de ¡página! traspasé la responsabilidad de la edición al diseñador, quien envió de un teclazo su contenido a las rotativas. El diario ya estaba listo y sólo restaba que el cierre fuese confirmado por el reloj, instrumento que a pesar de lo que le estaba sucediendo a nuestro corrector-poeta, se resistía a dejar su papel de rector de almas del Siglo XXI.
Cuando los relojes marcaron efectivamente las dos campanadas apagué el computador, eché llave al escritorio, me levanté del asiento y me fui. Al darle las buenas noches, don Germán me agarró del brazo, lo que me hizo concentrarme en su mano, de la que extrañé la ausencia de sus clásicas manchas.
-No se vaya aún, por favor -me pidió.
Le pregunté si faltaba algo que despachar. Entonces me fijé en sus ojos: brillaban como luces venidas de un túnel infinito. La tersura de su piel era envidiable, como la de ciertas mujeres que se embetunan el rostro con esas famosas cremas destinadas a lucirse en las fiestas.
-Tengo un poco de miedo, señor Mardones... me está pasando... algo.
No hablaré más de mí y me concentraré en su situación. Había un café abierto en la esquina siguiente; se caracterizaba por atender a jóvenes y a turistas extranjeros. La ebullición nacida del alcohol salpicaba las carcajadas con oleadas de frenesí; dicho ambiente no era el mejor para escuchar el angustiante lamento de un poeta, mas no había posibilidad de elección: era el único café abierto a esa hora en cuadras a la redonda.
-Le ruego que me escuche y no me interrumpa -me rogó. Accedí.
Estas fueron sus palabras.
Hablan los poetas, habla toda la poesía del mundo de tres o cuatro cosas, más no. El tiempo, la muerte, la carne, el amor, la espera, sobre todo la espera. Puede uno imaginar las cosas más disparatadas mientras aguarda, tanto a su amada como su turno en la fila para pagar la cuenta del agua. La espera es la madre de la mentira piadosa, que es el arte. La espera, al contrario de lo que se cree, no regala visos de futuro sino que hace retroceder al alma, pues ésta se nutre de la memoria y la memoria es recuerdo, pasado. Fue así como Keats pudo ver al otoño dormitando bajo un árbol y el difunto mister Elvesham estuvo en un tris de lograr el acceso a la fuente de la eterna juventud a través del mecanismo del traspaso del hilo eterno de un ser a otro. Así también Wordsworth reencontró al niño que dormía en el padre, Blake abrumó a la conciencia con el rugido de un tigre indomable, Carpentier hizo a un hombre viajar a su semilla, Cernuda vio nubes aún no habiéndolas en el cielo infernal que aprisionaba su alma y yo, afiebrado de fiebre de espantosa espera, me aferré a mi balneario de Constitución, de donde jamás he podido salir. Pero éstas son metáforas, señor Mardones, fantasías, ansias de belleza en una tierra ansiosa de descalabros. Si mi vida hubiese seguido transcurriendo metafóricamente, como hasta el día de ayer, todo sería más llevadero. Las deudas me abrumarían, el trabajo de corrector de pruebas se me haría insoportable, los trucos para escabullirme de la presión de las admiradoras que leen mi blog me quitarían el sueño, la fría y solitaria pieza en que tiendo mis huesos cada noche se parecería a la habitación de Raskolnikov con su atmósfera cargada de culpa. ¡Ah, qué plácido y bello era todo aquello, mi pasar!, y no me daba cuenta. Hoy, en cambio, una bruma que conduce a los estados primigenios me traga a una velocidad desconocida y me siento a merced de dichas fuerzas y eso no me pone contento, como debería ser, porque la angustia que acompaña a esa sensación palpable no la puedo manejar.
Pero déjeme retroceder en la historia... ¡ah, retroceder... el retorno! (tragaba vasos enteros de agua; cada vez que pasaba Claudio, el mozo, le pedía otro). ¡Pero si todo comenzó apenas ayer por la tarde!... y antes... mi vida... ¡no me daba cuenta!... ¿Volverá a ser la misma?... ¡La añoro, sí, la añoro y no deseo que vuelva! Pero usted no entiende la contradicción, de seguro... ¡ay, si estuviera en mi pellejo!... ¡cómo entendería! ¡Y cómo se apoderaría de usted esta angustia insoportable! (un inesperado gallito le hizo agachar la cabeza, presumiblemente de vergüenza, hasta que ésta tocó su pecho agitado y se quedó en silencio, uno, dos, tres largos minutos. Luego secó el vaso y prosiguió).
Hay momentos en que me parece estar días y días en el paradero, esperando el Transantiago. Como usted bien sabe, antes, cuando había muchas líneas disputándose las calles, esto no era así.
(Se agitó más aún, hizo un largo paréntesis y continuó).
Ayer salí de mi casa después de almuerzo y me instalé en la esquina de Domingo Santa María con Enrique Soro a esperar la B-17. Me había resignado a esperar unos 40 minutos. De hecho, salí intencionalmente de mi casa con 40 minutos de anticipación. Pasó entonces el verdulero del barrio en su triciclo. Iba a despachar una mercadería y aunque le costaba un poco pedalear, levantó la mano para saludarme. Al rato lo vi pasar de vuelta. ¡Don Germán!, ¿todavía aquí?, me volvió a saludar. Yo no dije nada; me limité a mirarlo. Bien entrada la tarde lo vi venir de nuevo con una nueva carga de frutas y verduras. ¡Por Dios!, dijo, solamente. Esa vez temió saludarme y yo traduje su exclamación más bien como un gesto de piedad. Entre tanto, resultaba increíble comprobar como transcurrían las horas, una tras otra, mecánicamente, sin remedio, con esa fría objetividad que las caracteriza. Comencé a pensar entonces si la B-17 no sería una línea fantasma, si la B-17 no sería el remedo de una ficticia variante A-16. Usted sabe que la mente poética es así, señor Mardones, juega con lo que hace sufrir, convierte las desgracias en fantasía y así se libera del mal que el mundo y la naturaleza le van metiendo en la mollera, en el entendido de que la mente esté en la mollera. Pero me distraigo. Déjeme continuar, por favor... sí, déjeme continuar... más agua, por favor... gracias, muchas gracias. Le decía que habrían pasado horas, unas tres o cuatro; comenzaba a impacientarme, no surgían nuevas metáforas, se acababa la imaginación. Entonces sucedió algo muy grande y revelador, cuyo análisis dejo a su criterio, pues me temo que este retorno le está haciendo mal a mi memoria. Desde mi asiento en el bus fui testigo de una secuencia tenebrosa, aparte de lógica. Ante mis ojos desfilaron, una a una, las más diversas funerarias. "Cristo es la roca", "Hogar de Cristo", "Cristo luz del mundo", "Funerarias La Unión", "Hermanos Carrasco"... Eran las mismas de siempre, naturalmente, y sin embargo me abrían el espíritu, me invitaban a un descenso plagado de horror y dolores. Habiendo visto la última de ellas, la calle me regaló a continuación visiones de torturas medievales. "Hospital San José"... "Servicio de urgencia de adultos"... ¡"Instituto nacional del cáncer"! (aquí lo traicionó otro gallito). Como si no bastaran las funerarias, los centros de salud me hicieron ver que el único estado posible del hombre es la enfermedad, que conduce inexorablemente a la muerte. Los enajenados que circulaban por el sector pidiendo monedas para adquirir cigarrillos anunciaban a pocos metros, como si fuera poco, la estructura decadente del hospital siquiátrico y las familias enteras vestidas de negro que se veían dentro de ciertos vehículos que enfilaban por avenidas paralelas no podían dirigirse sino al lugar más tétrico de todos: la morgue. Entonces vi pasar ante mis ojos el Cementerio israelita, señal de que ya estaba próximo a la avenida Recoleta, embudo a cuya boca van a dar a su hora los habitantes de Santiago: el Cementerio general. Pero al mismo tiempo de que me sucedía lo que le acabo de narrar circulaba por tercera vez el verdulero con un nuevo encargo en su triciclo. Si no lo hubiese mirado tres veces no lo habría reconocido: ¡era un despojo del anterior!, un fantasma envejecido por los años, un hombre en el ocaso para el que el pedaleo se había convertido en una tortura, un castigo del Señor. Me pregunté si en esas condiciones no sería mejor estar muerto, pues, ¿de qué le valía ganarse la vida? o mejor, ¿para qué se la estaba ganando? Entonces me desperté por completo: yo seguía en el paradero, nunca había viajado ese día y lo que mis ojos habían visto eran anuncios, profecías venidas de la realidad, pues sabe usted perfectamente, señor Mardones, y ya lo he dicho, que por Santa María, Vivaceta, Bezanilla y Recoleta se hallan efectivamente esos lugares y edificios que le he descrito... sí... más agua, por favor... muchas gracias... pero lo que me despertó por entero no fue la constatación de ese hecho delirante; fue otra cosa, fue el haber tomado conciencia de que el verdulero me miró fijamente, sin saludarme. Tardé unos momentos en comprender que no me había reconocido. Y si no me había reconocido no era porque el farol de la esquina no alumbrara bien mi rostro -al contrario, lo encendía vivamente- sino porque mis rasgos no eran ya los mismos. ¿No lo nota, señor Mardones, no es capaz de notarlo? ¿No tiene ojos acaso? ¡Me estoy devolviendo a la infancia y usted no se da cuenta!
Nunca había sido testigo de una borrachera con agua de la llave, pero a juzgar por sus palabras, don Germán estaba enteramente borracho. ¿Retorno a la niñez? Está bien decirlo en un sentido metafórico, poético, pero ¿desafiar las leyes del tiempo y volver de verdad a los orígenes? Es imposible, no hay casos así ni los habrá jamás. Era verdad que sus manos, las manos de esa noche, eran manos juveniles; también era cierto que su piel estaba tersa, que su rostro no exhibía arrugas, que de su frente no brotaban pliegues, que su misma voz era casi una voz adolescente, lo que refrendaban los gallitos, pero, ¿volver a la infancia? Mucha lectura, mucho Quijote, demasiado Scott Fitzgerald, pensé.
Aún así, el suyo me pareció un discurso deslumbrante. Por lo mismo, no reparé cuando se levantó para ir al baño. Demasiada agua le pasó la cuenta, concluí. Transcurrieron diez minutos y no volvía; empecé a preocuparme. Decidí ir a buscarlo: el baño estaba abierto y adentro no había nadie. Aproveché de orinar yo mismo, ríos y ríos de orina. ¿Se había ido sin avisarme? Don Germán no era capaz de algo así. Volví al asiento, llamé a Claudio y le pedí la cuenta. La suma era ridícula. El agua no se cobra, me explicó, sólo el derecho a asiento, y como usted es cliente antiguo... Le pregunté entonces por don Germán. Claudio hizo una mueca, como si bebiera aceite de bacalao. ¿Se encuentra bien?, me preguntó. Me siento perfectamente, Claudio, le dije, pero me gustaría saber dónde se fue mi compañero de mesa. ¿Qué compañero de mesa? Don Germán Arellano, ¿lo ubica? ¿Don Germán? Claro que lo ubico. ¿No es ese amable señor de lentes, el corrector de pruebas de su diario? Él mismo. ¿Y qué hay con él? Nada, es que quiero saber dónde se fue. Usted vino solo, señor Mardones, convénzase. Sí, Claudio, je, je, era una broma, gusto de verlo y pórtese bien. Espere, señor Mardones, se le queda este papel...
No era momento para digresiones. Volví al diario y pregunté por don Germán. Los guardias hicieron un llamado a su sección y me confirmaron lo que me temía:
-No vino. Está en su día libre.
Volví a la calle. El principio de artrosis, la calvicie galopante eran bagatelas. La vejez me estaba haciendo su primera gran jugada. Esa vieja vestida con harapos que va de puerta en puerta anunciado la hora a todo el mundo me entregaba la primera señal a través de las palabras de mi amigo, invisible para todos, no para mí. El verdadero retorno no sólo es real sino dramático, angustiante. Don Germán me lo advirtió y no le entendí su mensaje cifrado, pero ahora se me abría la mente, igual que a él, ayer por la tarde.
Paré un taxi y le ordené que me llevara a la esquina de Santa María con Enrique Soro. Le rogué que encendiera la luz interior para examinar el papel. Era un poema, nacido indiscutiblemente de la mano genial del poeta moribundo. Decía así:

Un tiempo deslumbrante

Había en el ayer inciertas batallas
que destellaban en la maleza.
Había inexorables pasos en busca del mar,
de hundidos espacios cruzados por bellos artilugios,
de truenos,
del Edén que se soñaba eterno,
de matices y fantasmas.
Había un tiempo deslumbrante.
Y sólo los audaces regresaban,
cada noche,
a los torrentes,
a los bellos artilugios,
a los muslos en llamas,
a las inciertas batallas
que destellaban en la maleza...

¡Acelere! -le ordené. El taxista me hizo caso, pero sólo hasta un límite razonable, lo que juzgué casi como una traición y se lo hice ver.
-¿Usted me paga el parte? -protestó, fulminándome levemente a través del espejo retrovisor.
-¡Yo se lo pago! ¡Y le pago diez partes, si quiere! -reaccioné, fuera de mis cabales.
El chofer me dejó en la esquina, recibió su dinero y se marchó, ahora sí que apurado.
Desconocidos habían destruido la luminaria situada frente al paradero, a juzgar por los vidrios dispersos en la calzada, sin aplastar aún por los vehículos. El paradero estaba vacío, salvo por una especie de frazada arrinconada en el asiento. El humilde ropaje protegía el cuerpo de un bebé, un bebé de horas, se parecía tanto al de mis sueños, un bebé rozagante, hambriento, lleno de aire en los pulmones. Al acercarme, la criatura se agitó levemente y tendió a levantar su cabecita hacia arriba. Consiguió sacar sus manitas de la frazada y las estiró en mi dirección. Sus ojos negros brillaron en la oscuridad y juro que antes de largar el llanto me sonrieron. Lo tomé en mis brazos y lo acogí con todo el cariño que mi estado de incredulidad pudo darle, antes de llevarlo a la comisaría más cercana.
"Cuídenmelo, por fabor", se leía en una nota adosada a las iniciales del nombre escrito en su muñeca: G. A. S.
Pero no puedo terminar esta secuencia sin sacar de ciertas dudas, que naturalmente se les habrán despertado, a mis escasos lectores. Yo mismo, como lector, prefiero los finales cerrados a los abiertos. No me agrada darle al relato una dirección que el autor tal vez no imaginó. Aquello me huele a traición, a desequilibrio de intelectos. Pero qué digo, ya me alejo otra vez de la gran quimera...
Al día siguiente aparecí como siempre en el diario. Allí estaba, también como todos los días, don Germán, quien se levantó de un salto para decirme que me había visto en las noticias. Otros colegas hicieron lo mismo. Odio ser el centro en cualquier grupo humano, pero ayer tuve que soportar dicha sensación durante varios minutos; mejor dicho, hasta que conté el caso una y otra vez. Luego de que el apetito fue satisfecho pude recién sentarme en mi puesto e iniciar la jornada.
Tarde en la noche, durante un paréntesis, me acerqué a don Germán y le confesé que todo había sido por su culpa.
-¡No me diga, fíjese que yo lo adiviné! -exclamó, dejando por un momento la página que corregía. Acto seguido me enseñó un nuevo poema escrito en su blog, sembrado de comentarios femeninos. De pronto me lo imaginé dentro del féretro, marmóreo, imponente, intraducible, atrapado para siempre en la materia, impedido de evadirse a las orillas del Ganges o a los confines de Alemania.
-Usted habrá de morir un buen día -le advertí- y yo también. Nada de lo que hemos conocido nos estará esperando en la otra orilla. Nuestros sueños quedarán aquí y la ansiada niñez volverá al polvo de donde surgió. Hoy da lo mismo entrar en la sombría urna que estallar en llanto en el paradero de la micro; da lo mismo escaparse sin aviso de un café que ir a dejar a la comisaría más cercana a un bebé recién nacido con sus iniciales en la muñeca, ¿y dejarlo para qué? ¡Para salir en las noticias! De todos modos da lo mismo, porque esas imágenes son el producto de nuestras fantasías. Pero mañana no será igual, don Germán, mañana será otra cosa, muy diferente, y si tiene a bien aceptarme un pequeño consejo, le ruego encarecidamente que viva usted, que ame hasta lo imposible, que se desgarre de dolor por la virtud ausente, que cante serenatas ridículas ante una ventana cerrada...
-La pura verdad, señor Mardones -me dijo antes de volver a su página y luego a su poema adornado de perfumes. Era obvio que se burlaba de mis aires pontificadores; o tal vez no hacía otra cosa que refugiarse en su esencia, que es la esencia del alma del poeta: la sagrada mediación entre Dios y los hombres a través de la palabra.

jueves, diciembre 13, 2007

"¡Llévame!"

La vida dejó de ser interesante. La vida era interesante cuando una emoción intensa se apoderaba del alma, cuando esa emoción nublaba el diario acontecer y le hacía creer a uno que la vida era eso, la emoción.
La vida era interesante cuando uno daba rienda suelta a su naturaleza profunda, viciada. Se convertía uno en uno mismo, a pesar de la moral y de la ley. Esa descarga imprecisa de energía que llevaba a los infiernos permitía ver fuegos vedados. Era la vida interesante del cínico, del descreído.
Dicen que hay la vida interesante del santo: la negación del yo, el desprendimiento de la ambición la hace interesante. Se verían resplandores sagrados mientras el cuerpo entra en éxtasis, al momento de la levitación.
El artista combate la angustia existencial creando. El adicto se droga. Los locos son internados brutalmente por los médicos. Tres enfermos de desinterés que enfrentan esa realidad cada uno a su manera.
¿Por qué habría de ser la vida interesante si no existe emoción, si no hay maldad, si no hay bondad, si el amanecer se ve a través del velo de una cortina, como sé que hacen dos amigos?
Anoche mi esposa y yo despertamos al unísono. Eran las tres de la mañana. Del edificio de enfrente surgía un grito desgarrador, el que nos había despertado. Nos levantamos, nos asomamos al balcón. Pensamos que se trataba de un asalto, de una pelea entre cuatro paredes. El grito se repetía una y otra vez; venía de uno de los departamentos de arriba, quinto, sexto piso. Grito de mujer madura, voz ronca, ronca de dolor. Un gran quejido.
Concluimos que se trataba del lamento de un moribundo y volvimos a la cama. No era aún nuestra hora. El grito decayó. Luego resurgió con más ímpetu y remató en una palabra estremecedora: "¡Llévame!".
¿Llevarla? ¿Adónde? ¿A la clínica? ¿Al cementerio? ¿Al cielo? ¿Dónde se lleva a los que están muriendo?
Ese lamento nocturno es la única verdad de esta vida tan poco interesante. Campanada que dobla desde nuestro nacimiento, pero que nos negamos a escuchar, echando la vista hacia el costado, haciendo como que disfrutamos.

jueves, diciembre 06, 2007

El álamo

Siempre un árbol se escapa. Hay que estar atento a su sombra. Lo dejas de mirar un segundo y ya es otro.
Tanto que caminamos esas vacaciones para llegar a él. Hacía calor en el campo y no daban ganar de coger moras. De vez en cuando nos inclinábamos a beber en el arroyo, pero era una misión difícil la que había emprendido mi padre, nosotros detrás de él.
Cuando llegamos sacó el cortaplumas y marcó el tronco. Era un tronco delgado, de álamo nuevo. Era un álamo entre tantos álamos, era difícil de recordar.
Al año siguiente emprendimos el mismo viaje: de la casa de campo al pie de la montaña, al bosque de álamos. Refrescándonos en el arroyo, cogiendo moras.
Se inició en el bosque una especie de juego de escondidas, en este caso de encontradas. Al final, uno de nosotros dio con el árbol marcado. Creo que fue mi padre o tal vez mi primo Julio, que era el más despierto. Se produjo una algarabía en torno al esquivo ejemplar. A mí me dio una especie de malestar estomacal causado por la emoción: la marca estaba tan arriba, había crecido tanto el álamo.
Nos descuidamos un segundo y casi lo perdimos.
Al tercer año no hubo vacaciones en el campo. Algo pasó.
Al cuarto año tampoco hubo vacaciones. Estuvimos mirándonos las caras en la casa de Rancagua el verano entero. Eran días largos, larguísimos. Duraban más que los días del campo.
Al trigésimo año las vacaciones fueron en un lago de la zona central. Aparté dinero de la gratificación y llevé a los niños de camping. Éramos relativamente felices. A veces me daban ataques de angustia. Una tarde mis hijos estaban al borde del lago y yo tomé una piedra, casi una roca, y por jugar la lancé al agua. La mano se me fue y la piedra pasó rozando la cabeza de mi hija. Me dio un susto terrible. De regreso pasamos a alojar a la casa de mis padres. Mi mamá nos recibió con un bistec con ensalada de tomates y cerveza helada. Mi padre no dijo nada, pero puso cara de satisfacción.
Al cuadragésimo quinto año fuimos con mi mujer a un lago del sur. Alojamos en un hotelito, cerca de Frutillar. Los niños se quedaron en Santiago. Prefirieron disfrutar con sus amigos.
Anoche tuve un sueño extraño. Desde la ventana de nuestro hotel en el cuarto piso mirábamos a Putin, el Presidente de Rusia, que hablaba desde el edificio de enfrente, elegante, también cuarto piso. Estábamos al mismo nivel. A su lado, flameaba la bandera. Me incliné y miré hacia abajo: el líder de la oposición gesticulaba en la calle. Cortaba la calzada una barricada de autos. Más allá, los soldados iban y venían con sus armas y desde el horizonte surgían luces como de fuegos artificiales. Por la televisión Jerry Lewis daba a conocer los acontecimientos de Rusia. Alguien en nuestra pieza dijo de pronto que la bomba estallaría en cualquier momento. Entonces me encogí.

martes, noviembre 27, 2007

En honor a Wordsworth

De niño, casi todo lo que siempre vi fue tristeza y soledad. No hablo por hablar. No pretendo esta vez crear belleza de lo oscuro. Son sensaciones, de las que me ha costado desprenderme, sensaciones que traje siempre conmigo, o al menos desde que tuve uso de razón.
Donde había un campo yo veía una extensión sin gran sentido, un arroyo turbio, carbón, humareda, botellas, presas de pollo, risas bravas, algo a lo que había que llegar no sin sacrificios, y de lo que debía uno alejarse avanzada la sombría tarde. El campo era la parte del día cuya hora final amenazaba al espíritu, angustiaba.
Donde había un bosque yo veía plantaciones de eucaliptus, que son los árboles más inquietantes que pueda uno imaginar. Los eucaliptus no son fuertes, no son nobles, no protegen de nada. Al revés, emergen alargados y sus hojas parecen cuchillos. Casi siempre debajo de ellos hay tierra dura y pasto seco. Todo esto que describo transmitía al niño que era yo mensajes arcaicos, silencios de muerte. El viejo mito pasaba a ser materia visible y el niño en el bosque, el niño en el campo, terminaba siendo un niño abandonado, a merced de los planes de los grandes.
¿Qué sentían los otros, digo los demás niños? Me parecía en esos momentos que no sentían. Se dedicaban a vivir una especie de paroxismo irresponsable. No se formulaban preguntas, no almacenaban, no cuidaban lo poco que tenían. Cuando se detenían en algo interesante era por segundos, pensando siempre qué provecho podrían sacarle, qué posibilidad tenían de matar, qué peligros implicaba. Luego corrían en busca de otras emociones, otros placeres, otros peligros.
¡Cuántos de ellos murieron, inocentes!
¿Había que detenerse a pensar que se sentía? ¿No habría sido natural haber sido como ellos? ¿O es que mi naturaleza no era natural?
Toda mi vida ha consistido en emprender el tortuoso camino que lleva a la niñez. Hoy puedo afirmar, sin temor a equivocarme y sin el menor aspaviento, que soy más niño que cuando lo fui. Pero aún me falta demasiado trecho para intuir qué hay más allá. La contaminación lo cubre todo, hay capas pegajosas de las que no me puedo desprender. Cálculos matemáticos. Miedos. Miedo a la enfermedad, a perder el trabajo, a quedarme sin dinero, a fallar en las pruebas que me dicta la vida. Deseos insanos de la carne. Siguen alojados como lombrices enfermas, se resisten a abandonar el cuerpo. Vienen de muy atrás, de antes de la niñez, es casi imposible hacerles frente. Pero esa es mi lucha, lo declaro, y estoy orgulloso de darla y que eso me cueste la vida.
Lo comprendí hoy, gracias a una oda de Wordsworth. A él le agradezco haberme abierto los ojos con apenas tres versos:

The child es father of the man
And I could wish my days to be
Bound each to each my natural piety

(El niño es padre del hombre
Y podría desear que mis días estuvieran
Unidos uno al otro por afectos naturales)

Traducción: profesor Rodolfo Rojo B.

viernes, noviembre 23, 2007

Canto fúnebre por Judy Yadlin

Ha muerto Judy. La enterraron ayer.
Era tan linda. Su pelo rubio, rubio de nieve, rubio de fiordos noruegos, su pelo rubio prometía blancura; mas un drama presagiado fluía desde el fondo de sus ojos verdes.
Virgen fragancia despedía su cuerpo, perfume americano. Esas piernas perfectas, blancas, curvilíneas, se me vienen a la mente. Hoy duermen rígidas en una caja de madera. Se desharán con el tiempo; las otroras columnas de mármol devendrán en huesos, se podrá roer en ellos. Ya iniciaron la marcha al lugar de donde vinieron.
Era tan bonita, tan irrealmente inteligente, tan castigado su Yo.
De lo que supe de ella, de lo que logré saber, de lo poquísimo que supe, me quedó su inclinación por los fantasmas, su admiración por el talento que surge y vence al mundo, el cigarrillo en los labios, las palabrotas divertidas, la voz frágil, las ansias de anotarlo todo, el optimismo de mentira, su eterno apuro, ¿apuro de qué? ¿Acaso adonde ibas te han salido a recibir? ¿O es que de verdad hay algo, allí?
Habrá dicho más de uno que era insana. Se habrán burlado de ella a sus espaldas. Lo habrán debatido susurrando hasta en su hermético círculo.
No era insana. Era el Siglo Diecinueve trasplantado a nuestros días, al Santiago ciego. Al imperio del dinero. No hay aquí sitios para Judy, Judys ni otras Judys.
Hoy la lloran. Una página de llantos. Mas, ¿la lloraron cuando había que llorar? ¿No estaban esperando el desenlace? ¿No se preparaban con cálculo para dividir sus restos? ¿No estaban ya repartidos en vida? ¿No era acaso un estorbo, tan linda, un estorbo?
Ayer no la lloré, pero hoy la lloro. Creí en su voz, vislumbré un futuro, me acerqué al gran muro, me propuse escalarlo, pero al rozar la fría textura de la piedra decaí. Vi un día su cuerpo en la piscina. Ese día ella me quiso y se fue. No halló en mis formas la forma del destino. Comprendió mi candor y se marchó. Me perdonó, me dejó vivir.
Fue aquello en los albores del amor. El amor estaba despertando y traía novedades, traiciones, sufrimiento, esperanzas y pasión. Renacían los grandes mitos para el representante del género humano que venía en la lista; el espíritu se manchaba de vida terrenal. Se creía en lo imposible, se despedía a la inocencia, se entraba en aquel desfiladero de la vida del que se sale desnudo, pobre, hambriento de nostalgia y de recuerdos.
La besé aquella tarde en un prado alfombrado de margaritas. Fue todo. Apenas un beso.
¿Era así el amor, antes?
Sí. El amor era un beso que sobraba, que servía de ornamento. No era vital. Vital era el latido, la pérdida, la añoranza. Se podía vivir sin besos. No sin corazón.
Te quise a mi modo, me quisiste. Durante un guiño de la eternidad, el titilar de una estrella, nos quisimos, nos cruzamos, nos dimos un beso y nos marchamos.
Tuviste hijos, yo también. Pasaron tantas cosas, ¿para qué recordarlas en esta sombría hora? ¿Te haría revivir el pasado doloroso, daría consuelo a tu morada última? ¿Se es feliz, por fin, allí, Judy? Dímelo en el sueño, dime que estás contenta, que ya no más dolor, que ya no más tormentos nacidos de la carne, dime que sólo alma, brisa, levedad...

lunes, octubre 01, 2007

Conversaciones con una momia

Entré a la fosa una noche en que Pisagua estaba oscura y Playa Blanca, vacía de picapedreros, policías y curiosos. Había luna nueva y las tenues lucecillas del puerto eran míseros candiles que no proyectaban ni una sombra. En Playa Blanca sólo se intuia un leve cambio en la tonalidad de las mareas, se veía apenas el espumoso vaivén que pisa las uñas del desierto desde hace miles de años. Pero no se escuchaba nada, ni siquiera el graznido de las gaviotas que me sobrevolaban.
Caminé por dentro del enorme receptáculo, sobrecogido por el silencio. Pisaba la tierra blanca, recién removida, cuando sentí un ruido y un aliento a mis espaldas.
-No busque más, amigo, se los llevaron a todos -me susurró una voz de hombre.
Era una voz ajada, de madera apolillada y jirones de tela, acompañada de un aliento a tierra seca. Como la voz de un muerto desenterrado y el hálito que desprenden las fauces subterráneas de los museos.
Me volví bruscamente para ver a ese hombre, pero sólo pude contemplar su silueta. Correspondía a la de una persona de mediana estatura, cabellos desgreñados y ropas gastadas, casi diría pasadas de moda. Las solapas de su vestón se intuian anchas. Las piernas del pantalón eran patas de elefante.
-Perdone usted, andaba curioseando -le expliqué.
-No se le dé nada; mire tranquilo, amigo, pero ya se los llevaron a todos. Aquí no queda nadie -respondió.
-¿Mucho tiempo que se los llevaron?
-No ha mucho. Unos días.
-¿Usted los vio?
-Claro, estaban sequitos, pero se conservaban bien.
-Perdone mi indiscreción -me atreví- pero ¿quién es usted?
-Un guardia...
El hombre parecía querer decirme algo. Nos habíamos quedado parados en medio de la fosa, la misma que durante años escondió tantos cadáveres de fusilados a raíz del golpe militar. Su lenguaje, tan lacónico, me enviaba ráfagas de imágenes alucinantes y violentas. Sentía, cada ciertos segundos, un estallido de balas y una opresión en el tórax, un pañuelo en la frente y un sudor frío detrás de las orejas. A través de esa voz intuia remolinos de miedo que volaban por el aire seco de la fosa.
Miedo. Aquel ente prehistórico que no tiene forma de nada y que acecha nuestro pasado y nuestro futuro, los únicos tiempos que son.
-Venga, amigo, por aquí -me dijo el hombre.
Salimos de la fosa y caminamos en dirección al cementerio. Antes de llegar se paró en un promontorio y me indicó:
-Aquí hay más...
Le pregunté:
-¿Está seguro?
-Venga mañana -me dijo, y siguió hacia el camposanto, nunca tan oscuro como esa noche...
Yo volví a la fosa. Algo atraía a mi alma hasta esa matriz geográfica. Nuevamente en su interior reparé en una falla lateral pobremente disimulada por una superficie circular de cartón. Apenas la retiré hubo un ligero derrumbe que dejó al descubierto un orificio paralelo, un pequeño túnel más negro que la oscuridad de la noche, y que sin embargo se adivinaba largo y sinuoso. Entré y me arrastré muchas horas por las profundidades de la tierra, pero no logré dar con nada en el otro extremo.
A la noche siguiente me encontré nuevamente con el hombre. Estaba cavando en el promontorio y llevaba muy avanzada su tarea. Desde arriba se escuchaban las suaves paladas. La tierra subía como un rocío de bellotas que volaban para depositarse nuevamente en el suelo, en declive. El hombre advirtió mi presencia en un descanso de su labor, y me llamó:
-Venga, amigo, ya casi llego...
Bajé, más bien salté a la nueva fosa, y traté de ayudarle; pero no había más palas. Y en ese momento las palmas de mis manos no servían. En la profundidad de la noche, el desconocido intentó darme ánimo:
-No importa, amigo. Sigo solo. Yo sé que hay más, debe haber más.
Lo interrumpí:
-Perdone usted. Acompáñeme a la otra fosa.
-¿Sabe algo? -preguntó.
-Creo que descubrí un túnel -le dije.
Ya en la fosa le mostré el orificio, mucho más pequeño de lo que recordaba. Él intentó penetrar, pero las articulaciones de sus piernas se lo impidieron. Echó una humilde maldición y se devolvió. Tomó la pala y comenzó a agrandar la circunferencia del túnel.
-Usted no es un guardia -me aventuré a reprocharle, al reparar en la obsesión con que desarrollaba su tarea.
-¿C-cómo lo sabe?
-No sé, no lo parece.
-Es cierto -admitió-. Llevo mucho tiempo aquí.
-¿Cómo dice?
-Aquí debe estar la sangre de mi sangre.
Comprendí.
-¿Su hijo?
-Mi hijo.
-¿No apareció en la fosa?
-No venía entre los cuerpos.
Dicho esto siguió excavando, con serena furia, con porfía, hasta que se vislumbró, más allá de la negra camanchaca, el frío amanecer.
No lo volví a ver durante varias jornadas y supe que había abandonado su imposible misión. Pero una noche, de repente, me llamó desde la otra fosa:
-¡Amigo, venga, toco algo!
Corrí hasta el hueco improvisado.
-Hay un cofre, ayúdeme a sacarlo -me pidió.
Bajé y traté de asir la caja de metal, pero resultó muy pesada para mí. El hombre, que tenía fuerza, se la robó a la tierra y el armatoste se posó en el suelo, levantando una cortina de polvo. Abrió la caja y extrajo un montón de papeles sin valor y unas viejas cajas de fósforos. En su interior no había nada más.
-¡Cómo!, ¿no lo advierte? -le pregunté.
-¿Qué?
-Están abajo, hay cuatro cuerpos.
Qué extraño, el hombre no reparaba en ello y yo los veía claramente debajo de la tierra, a unos pocos centímetros de nuestro alcance. Al borde de uno de los cuerpos se hallaba el otro extremo del largo túnel.
Escuchaba sus lamentos a flor de tierra. "Sácame, sácame, sácame, que quiero descansar", suplicaban.
-Siga cavando -le pedí.
-No, amigo, yo llego hasta aquí.
-Siga, por favor.
Por primera vez lo advertí irritado.
-Mire, amigo, no sé quién es usted, pero yo hasta aquí no más llego. Si sigo en este hoyo me voy a volver loco, me voy a chalar. Continúe solo, si quiere; tome, aquí tiene la pala.
En la profundidad de la noche, el hombre me pasó la pala y la pala cayó a la tierra. No la tomaron mis manos y el hombre percibió aquello.
-¿Dónde está, dónde se ha ido, amigo? -preguntó, nervioso.
Tomó un fósforo y encendió uno de los papeles sacados del cofre. De su rostro me saltaron facciones conocidas, familiares. Él, a su vez, alumbró mi cara. Mi alma retrocedió. Por instinto, diría.
El hombre desfiguró su rostro ante la visión de mi falso cuerpo y lanzó un horroroso grito. Salió de dos zancadas de la fosa y se perdió más allá de las tumbas del cementerio, en dirección a la carretera. Intenté alcanzarlo y le grité: "¡Espere un poco, lléveme con usted!". Pero se trataba de una persecución imposible. Mi radio tiene un límite, del que no puedo apartarme demasiado. La fosa, hasta hoy, sigue siendo mi centro de gravedad.
Ahora sigo esperando que alguien aparezca y me haga descansar. Mientras no suceda eso mato el tiempo comentando con los demás el lento paso de las noches. Reflexionamos sobre el graznido sordo de las gaviotas y el invisible ondular de las mareas. Nos preguntamos si más allá también se percibirán esas sensaciones. A veces nos desplazamos por el túnel. Unos con otros. Vamos y venimos como centellas, como fuegos fatuos, sin levantar una sola partícula de polvo. Si pudiésemos dormitar aunque fuese un par de segundos al año, todo sería tan diferente. Pero tal parece que mientras no nos saquen de aquí eso es mucho pedir...

miércoles, septiembre 26, 2007

Chocolate y kuchen de arándanos

Vargas le hizo un gesto a su mujer y al llegar a una capilla se salió del camino. El automóvil ingresó por un sendero de gravilla y se estacionó al fondo, frente a un café. Afuera hacía frío y llovía.
Bajaron y caminaron hacia el local. Era una casa de madera nativa. Aún no daban las once de la mañana y en cierto modo ya estaban cansados. Venían de inspeccionar terrenos que se acomodaran al último sueño de Vargas. Desde hacía un año se le había antojado terminar sus días en una parcela del sur, una parcela frente al lago, una parcela que tuviera una casa blanca de dos pisos, con una gran chimenea, piso de tabla, alfombras, música y un escritorio, su escritorio, por fin, donde nacerían para el mundo las más grandes de sus creaciones. Era un futuro de felicidad madura, de intelecto y arte, de severa mirada del mundo desde un perdido pueblito de la zona de los lagos. Su mujer, a quien la idea no le terminaba de fascinar, lo acompañaba en este periplo, aunque ya le había adelantado que si la compra se materializaba no se iría con él más que unos meses en el año, los meses de verano, idea que tácitamente pareció agradarles a ambos en aquel momento.
Entraron al café. Los recibió la música de un disco de Camilo Sesto. Eran los únicos clientes, nada raro para un día de semana de invierno del sur, camino a Ensenada, pero eso no les agradó. Desde siempre, y aún hoy, relacionaban los alegres cafés repletos de gente hablando y riendo con tazas humeantes y aromas exquisitos. Hubo de transcurrir un largo minuto para que un muchacho, de seguro hijo de los dueños, apareciera desde una pieza interior y les llevara la carta. La leyeron con cierto desdén y ordenaron chocolate caliente y kuchen de arándanos. Al centro de la sala las lenguas de fuego de la chimenea de doble cámara rebotaban furiosas contra el vidrio y transmitían un calor que después de unos minutos se les hizo sofocante.
Miraban ambos la lluvia, el césped brillante de agua y la capilla. No tenían gran cosa que decirse. El chocolate estaba demasiado dulce y de rebote, tibio. Las semillas de los arándanos se le metieron a Vargas entre las muelas y se exasperó. El muchacho leía una revista. Al pedir la cuenta descubrieron que la suma excedía con creces lo que habían imaginado. Vargas pagó de mala gana y su mujer se retiró del lugar murmurando. Subieron al auto y continuaron buscando terrenos. Pocos kilómetros al oriente un obrero vestido de amarillo los hizo parar con un disco rojo. Estuvieron detenidos hasta que el disco giró y se hizo verde. El hombre les hizo un saludo con la mano y ambos continuaron el trayecto. Otros trabajadores con sus palas y picotas los miraron desde la orilla y la vida siguió.
Dos meses después, una noche cualquiera, Vargas recordó esa escena mientras contemplaba el antejardín desde la ventana de su casa, en Santiago. A esa hora no había mucho que ver, salvo las ligustrinas, el farol callejero y las ventanas iluminadas de los edificios contiguos. Su mujer aún no llegaba. De vez en cuando el paso de un transeúnte alborotaba a su perrita, que se lanzaba ansiosa hacia la reja. Allí paraba las patas en el soporte y meneaba la cola. Luego volvía a sus asuntos.
No es que ahora estuviese en el infierno, ni mucho menos. Descansaba en su hogar luego de una jornada más de trabajo. Ya había cenado y se sentía satisfecho; sobre la mesa de centro reposaba una copita de menta que Vargas hacía durar. No es que estuviera malhumorado, ni ansioso, ni desganado, ni deprimido. No era nada de eso. Se sentía bastante bien, dentro de todo, a pesar de esa ligera intranquilidad que le brotaba de los celos. Pero al recordar esa mañana, ¡esa mañana!, tuvo la sensación de haber rozado la felicidad. Y recién ahora lo comprendía perfectamente.
Volvió con su memoria a ese día en el sur. Adentro, la calidez de un espacio cerrado, de un café amigable, hecho para ellos. Él y su mujer, únicos clientes, tomados de la mano, sin nada que decirse. Un muchacho detrás de la barra, leyendo una revista. Él y ella inmersos en un tiempo detenido, buscando sin prisa el terreno donde habrán de edificar una casa. Una paz, un silencio abrumadores.
Recordó detalles que en ese momento le habían parecido insignificantes: la araña que salía de su nido en la altura para aprovechar las ondas de calor de la chimenea, las manos tibias de su esposa, la carta de precios usada y manoseada tantas veces, el sosiego del joven, el sabor del chocolate en la boca, la textura del pastel, las migas en la mesa, el picor de la soda al entrar a la garganta. Afuera, una capilla vacía de paredes blancas unida a un minúsculo cementerio de lápidas grises, limpias, mojadas. Y la naturaleza, la naturaleza salvaje que se les ofrecía en una y mil formas: la de una enredadera que subía por el tronco del árbol nativo hasta disputarle sus primeras ramas, la del césped cubierto por gotitas que despedían brillos titilantes como de estrellas en una noche de luna nueva, la de un gallo chico y fantoche que daba órdenes de sultán a sus hembras en el pequeño corral, la de un perro resignado a guarecerse bajo el alero de la bodega, la del agua gris del lago unida por las nubes con el cielo, la de la gama de grises de las nubes, la del viento que mecía suavemente las copas de los pinos. La vida se les manifestaba con toda su sencillez y su grandeza, tanto adentro como afuera, pero Vargas no había sido capaz de interpretar ese mensaje. Había necesitado tiempo y perspectiva para eso.
Estuvo al lado de la felicidad, pudo rozarla, olerla y disfrutarla y no lo hizo. Ahora que la recordaba pensó si aquello que vivió había sido lo real o lo real era esto, el recuerdo. El vaso medio lleno le decía que la felicidad existe y que sólo basta darse cuenta de que se está inmerso en ella para sentirla. El vaso medio vacío le decía que la felicidad es un espejismo, que nada de lo que se vive puede constituir dicha, que nada es perfecto, paradisiaco, que el paraíso sólo está en el inicio de los libros sagrados y en el inicio, en el anteinicio de la vida.
La vida es demasiado compleja para contener además un paraíso, concluyó provisoriamente al inclinar su cuerpo hacia la mesa para tomar la copita, echando de paso una mirada de reojo hacia la calle.

lunes, septiembre 24, 2007

Un día en la vida de Ulises Pereira

La mañana

A las ocho diez de la mañana Ulises Pereira levantó la cabeza y miró hacia el despertador, ubicado en el velador de su mujer. Juzgó conveniente no seguir durmiendo más de dos minutos, pues ya era hora de levantarse. Su mujer se había marchado al colegio al menos 20 minutos antes. Cuando volvió a mirar el reloj eran las ocho y cuarto. Me pasé en tres minutos, pensó y de un movimiento quedó sentado al borde de la cama. Hacía meses que se ponía de pie en dos tiempos: el primero para decirle adiós al descanso nocturno, si se podía llamar descanso, y el segundo para dirigirse al baño sin sentir mareos ni ver puntitos negros. Una vez, no hace mucho, se levantó de un salto y vio puntitos negros.
No había sido, efectivamente, una buena noche. Al insomnio entre las cuatro y las cinco de la mañana, que ya se estaba tornando habitual, se le había agregado una imagen más que habitual: la de la araña de rincón que se le interpone bruscamente ante sus ojos, le cierra el paso, amenaza con írsele encima o derechamente le aterriza en la cara. Pesadillas de amanecida que lo despertaban con esa sensación de inquietud inscrita desde su nacimiento en su escudo de armas.
Tras meterse al baño se sentó en la taza y esperó: de lo que sucediera entonces dependería su día entero. No había que apurarse; se podía estar atrasado, pero para aquello necesitaba todo el tiempo que fuese necesario. De pronto los intestinos le respondieron, no como hubiese querido, pero le respondieron. Tiró la cadena y se miró al espejo el cuerpo desnudo, como todas las mañanas. No había señales nuevas de nada, las cosas estaban más o menos en su lugar. Persistía la puntada al costado del estómago, pero si no hubiese estado pensando en ella desde que se levantó no la habría percibido. El fin de semana sí que estuvo fuerte, recordaba una y otra vez.
El día de Ulises Pereira estaba comenzando con la esperanza de que aún le quedaba un buen poco de vida. Las señales se disipaban, los colores eran buenos, pero ya venían repitiéndose demasiadas señales falsas, pensó frente al espejo; hay algo que realmente no anda bien.
Su mano derecha se le fue al sexo. Jugueteó un poco. Aún hay tiempo, pensó, maniobrando, pero como tardaba más de la cuenta abrió la ducha para terminar allí lo iniciado. Para obtener el alivio hubo de recurrir a su colección de fantasías, que se reducían más y más. Al momento del orgasmo tensó los glúteos y abrió los ojos para observar el color del semen que brotaba. Estaba bien. Más que una acción masturbatoria se parecía a un examen médico. La observación del color de la orina al caer a la tina corroboró esta vocación de laboratorista descubierta en el último tiempo.
Duchado, afeitado y vestido bajó a la cocina. En una mano llevaba la ropa usada el día anterior, que dejó en un canasto de mimbre, y en la otra una bolsita con los papeles sucios del inodoro, que su mujer y sus hijos se empeñaban en arrojar dentro de un tacho en vez de echarlos a la taza. Él jamás hacía eso; los echaba a la taza y tiraba la cadena. ¿Por qué limpiar la basura de otros? Y sin embargo lo hacía todas las mañanas y no le molestaba hacerlo.
Camino a la cocina miró la pieza del primer piso y vio que su hija menor dormía. A esa hora debía estar en clases. Furioso, la despertó. Ella miró el reloj. Él la recriminó por floja. Ella le dijo que le dolía el estómago y que entraría más tarde. Pereira le respondió que era una mentirosa; le recordó que el sábado le había mentido a su madre, yéndose sin decir la verdad a la casa de un chico.
En la cocina estrujó un pomelo y se lo sirvió de un trago; luego comió cereales, lo único capaz de regularle medianamente la digestión. Echó un vistazo a la pieza y comprobó que su hija se había levantado. Pensó que una buena retada les hace bien a veces a los adolescentes, pero era evidente que su hija no creía lo mismo. Pasó por la cocina con su mochila, abrió el portón y desapareció de su vista.
Sus dos hijos mayores también dormían. Eso tampoco le gustaba, pero a estas alturas no los podía recriminar. Si ambos habían elegido profesiones artísticas alguna culpa tendría él mismo de ello, eternamente pensando, hablando o intentando hacer algo de arte. Pero ser artista no necesariamente es ser bohemio; el mundo de hoy exige más acción, más sacrificio. Eso era lo que lo ponía inquieto.
Salió a la calle en un estado de inquietud, que le nacía de dos hechos: como todos los días, iba atrasado a su trabajo unos minutos, sólo unos minutos, los suficientes para ponerlo intranquilo; y como casi todos los días iba a la aventura. Nada grave, nada que no pudiera remediarse por ahora; todo relativamente manejable, mas a Pereira se le antojaba de pronto como si él fuese San Cristóbal llevando en hombros a Jesús, lo que equivale a decir un peso descomunal, inapropiado para su pobre humanidad de cristiano pecador. Caminaba hacia el paradero del microbús bajo unos gigantescos castaños mientras desfilaban ante su vista vecinos paseando a sus perros y empleadas domésticas yendo a sus trabajos. Él lo veía todo pero no sentía nada, salvo el maravilloso frescor de la mañana, al que no le dio importancia. Desde la mente le surgían punzantes aguijonazos acerca del destino incierto de la jornada laboral por comenzar, combinados con el acorde inicial del concierto para violín de Korngold, del que hace varios días no se podía despegar. No eran sensaciones placenteras. La música no es placentera sino cuando se la escucha con los problemas solucionados. La música puede ser un premio o una evasión. Para él, en ese momento, era una pobre evasión.
Desde el paradero observó la mueblería. Le llamaba la atención el sofá detrás de la vidriera, un sofá blanco de brazos redondeados y patas de madera, repetido exactamente en el frontis del local por un artista anónimo. Ambas obras estaban a no más de dos metros una de la otra, pero no lograba entender por qué la pintura era más bella que el objeto que la había inspirado.
Hizo parar un bus, pero la máquina pasó de largo. Algún día le haría frente a esa displicencia de los conductores ubicándose en la calle misma con su brazo levantado, para que éstos aprendieran la lección de una vez por todas. El chofer de turno, ante la visión del peatón loco, tendría que desviar la dirección en el último segundo, para no atropellarlo, pero eso le costaría un choque con los vehículos que vendrían del otro lado de la calzada, un choque con heridos, tal vez con un par de muertos. En la comisaría diría que un imbécil se le atravesó en la calle. Pereira respondería que tuvo que hacerlo para que el bus se detuviera. El juez, adivinó de antemano, lo dejaría preso a él y liberaría de cargos al conductor. ¡Esas son las cosas que tienen mal a este país! -se dijo, internamente. Si existe una norma claramente establecida y la gente la infringe como si nada, el perjudicado, el modesto ciudadano, no podrá hacerse justicia por sus manos porque entonces le caerá "todo el peso de la ley" encima. Aún así, algún día se las ingeniaría para darles su merecido a los reyes de las calles.
Subió y marcó su tarjeta, justo cuando la máquina hizo un giro imprevisto que lo obligó a agarrarse de lo que tuviera a mano. Al tomar asiento se recordó agarrado a la manilla y esa imagen ridícula de sí mismo lo sumió en hondo desaliento. Hacía ya un buen tiempo que las caras y contornos que le devolvían el espejo, las fotos, las cámaras de vigilancia, las vidrieras, no eran las que hubiese deseado. Acaso por eso mismo le estaba pasando que a menudo, en un lugar cualquiera, tomaba conciencia de sus expresiones decadentes sin espejo alguno que las reflejara, como si fuese otra persona la que lo estuviera observando. Entonces se sentía muy próximo a la desintegración.
En el microbús había puestos vacíos. Estaba de suerte. Comenzó a contemplar la vida desde un asiento al lado de la ventana y entonces, de la nada, le surgió una sensación reconfortante, acaso la primera del día, a la segunda o tercera cuadra de andar: su mujer y sus hijos eran buenos, su familia a pesar de todo era una familia buena; con problemas como todas las familias, pero esencialmente buena, de buenos sentimientos. Nadie de los suyos pasaría de largo frente a un pasajero en la calle si fuese chofer, ninguno de sus hijos se enriquecería ilícitamente, a nadie en su casa se le cruzaría por la cabeza aserrucharle el piso a un compañero para conseguir un ascenso laboral. El estricto era él, era Pereira; la culpa de que el ambiente se enrareciera a su alrededor -o de que él lo percibiese siempre así- era sólo suya. Y eso volvió a hundirlo en una leve sombra porque, concluyó, a esa altura de la vida las cosas ya no se pueden cambiar.
A su lado iba una mujer rubia, de unos 60 años, bien vestida, probablemente una extranjera. Sus ojos azules se concentraban en las páginas de un libro. Pereira miró sus arrugas y le entraron ganas de enamorarse de ella; también de sacar su propio texto del portadocumentos. Tenía tres para elegir: "Las nubes", de Cernuda, que llevaba siempre consigo, como un tesoro; "Relatos españoles de piratas", que acababa de pedir a préstamo en el Café Literario, de donde era socio; y "Diario de un loco", de Akutagawa, que había comprado días atrás, habiendo devorado ya de dicho escrito la Carta a un viejo amigo, donde el escritor japonés anuncia su suicidio. Optó por dejarse llevar por la agradable sensación de ir sentado en una micro en un día de primavera, al lado de una rubia que leía, mirando él por la ventana, ignorando al mundo, concentrado en sí mismo, en los mensajes que llegaban a su cuerpo y a su mente. La mujer bajó, como casi todos, en la avenida Providencia. Tenía un culo más voluminoso de lo que se imaginó en un principio, un culo que a pesar de su relleno alargado y un tanto rectangular no le restaba elegancia a su figura de escandinava culta. ¿La volvería a ver? ¿La habría visto antes? ¿Si la viera de nuevo, la reconocería? ¿Sería capaz de hablarle alguna vez, de intentar enamorarla? Eran preguntas que se había hecho tantas veces, casi a diario, preguntas por hacerse preguntas, ya que la única respuesta a todas ellas la conocía desde la niñez: las mujeres atractivas son sujetos de temer, a los que da susto acercarse porque pueden hacer algo, hacer un daño inmenso, irreparable, un daño que consiste en ignorar, menospreciar, burlarse de uno. Las mujeres atractivas son sujetos para ser vistos de lejos o de cerca con disimulo, sujetos para ser espiados, para ser deseados a la distancia, por último para ser comprados. La conquista de la mujer es una empresa mayor que sólo habrá de acometerse con prudencia y cálculo y sobre todo sin dar pasos en falso, ya que es demasiado lo que está en juego: el amor propio, y a fin de cuentas, la dignidad, lo único que parece tener valor en esta vida. ¡Ay de los rechazados, de los humillados, que de ellos será el reino de los cielos y sobre ellos caerán en la tierra los tormentos del infierno!
Le extrañó volver a pensar en ello, siendo él esposo de una mujer atractiva, padre de dos hijas atractivas y abuelo de una nieta atractiva. Su historia era la de un hombre que ha vivido rodeado de mujeres atractivas, comenzando por su difunta madre. Y sin embargo ellas seguían siendo un misterio insondablemente... atractivo.
Tocó el timbre y esperó. Si estaba de suerte el rojo del semáforo haría detener al microbús en la Plaza Italia y el chofer le abriría la puerta como un favor; de otro modo le pararía en la cuadra siguiente. Cara: semáforo en rojo. Sello: paradero. Fue cara. La segunda parte de la mañana comenzaba bien. Bajó y cruzó casi corriendo otros dos semáforos y el puente Pío Nono. Pasó frente a la Escuela de Derecho, les miró las piernas a las muchachas sentadas en la escalinata y llegó al último semáforo. Sólo faltaba cumplir un ritual y ya estaría adentro. Calculó que la saliente de metal ubicada en la vereda estaba para el taco de su zapato derecho y marchó confiadamente hacia ella, pero unos 20 pasos antes de llegar se sintió incómodo. Intuía que llegaría con el otro pie y la intuición se hizo realidad a unos tres o cuatro metros del puntito brillante de fierro, lo que lo obligó a modificar groseramente el ritmo del desplazamiento, aún a riesgo de que lo quedaran mirando. El taco de goma del zapato derecho registró el momento diario, el momento de la buena suerte, y así, ansioso pero no tanto, dominador del mundo con su par de ojos, expresamente encorvado para dar la apariencia de cansancio, de derrota, de insecto que se hace el muerto para engañar a sus depredadores naturales, Ulises Pereira ingresó a su trabajo, como todos los días, sin novedad.

La tarde

El saludo de los guardias, que como siempre lo trataron de "Don", le prestó a su figura un aire que interiormente estaba lejos de asumir. Por fuera, un cuerpo satisfecho y algo cansado. Por dentro, un atado de nervios. ¡Qué sabían los guardias! ¿Se imaginarían que estaba escrito que en cualquier momento su nombre iba a ser pronunciado en voz alta por una secretaria, quien lo conduciría suavemente y hasta con gracia al cadalso para depositar su cabeza debajo de la guillotina? ¿Osarían pensar que, como suele suceder, sería uno de sus mejores amigos el que antes de cerrar la breve conversación con palmotazos y parabienes de rigor haría rodar la cabeza, la contemplaría con sincera compasión, la envolvería en un paño y la mandaría a dejar a su casa acompañada de una nota inteligente y sensible? Había, desgraciadamente, tantas razones en la vida para ser desconfiado y actuar siempre alerta, que su actitud de hombre que se hacía el satisfecho casi le pareció inocente, cándida. Le bastaron cinco pasos desde que entró para comprender que tras el saludo respetuoso, aquellos cerebros vestidos de uniforme pensaban realmente -y como si fuera poco- al unísono: hombre muerto.
De manera tal que cuando ascendió por las escalas y se ubicó finalmente en esa especie de anfiteatro en que habían convertido su trabajo, lo que habrían mirado los demás, si se hubiesen tomado la molestia de hacerlo, era efectivamente un cadáver ambulante.
Presa de una ciega ansiedad no visible agarró desde una máquina un vaso de plástico y lo llenó de agua fría, que bebió mientras se dirigía al único punto que le daba un poco de seguridad en todo ese potrero sembrado de computadores: su escritorio, su silla, su pc. Saludó como si lo hiciese al viento y encendió el aparato mágico. Llenó la pantalla de ventanas, abrió todos los correos y esperó a ver los mensajes: nada. Actualizó: nada. Mala señal, mala antesala de lo que se aprestaba a vivir, que era el momento crucial de la jornada, el momento que lo aterraba desde hacía tal vez 15, 20, 28 años: el momento de la orden. Hubiese sido mejor haber hallado un mensaje de cariño para enfrentar ese episodio, algo que le otorgara fuerzas extras. Actualizó: nada. Veía en tanto cómo en los demás escritorios otros proponían, jugaban a trabajar, con bromas y sonrisas. Ulises Pereira se sentía tan lejano a esa forma de enfrentar las cosas que se imaginaba que muchos de sus colegas captaban el mensaje que su cuerpo les enviaba y lo iban aislando, como al elefante viejo de la manada. "Viejo leproso, se autoflagelaba, ya tienes demasiadas canas, pasó tu tiempo, qué haces aún aquí, vives de prestado".
Habría sido fácil levantarse y proponer un tema para el día. Después de todo, su mente era un torbellino de ideas. Pero el caso era que no deseaba proponer nada. El caso era, como hace tantos años, el caso era que ansiaba que le propusieran algo fácil, un tema que le tomara poco tiempo, que además lo gratificara y que encima le devolviera su autoestima. Ulises Pereira era periodista, y por milésima vez esa palabra que tanto amaba le pasó la cuenta y por eso la maldijo en voz baja. ¿Qué es ser periodista, hoy por hoy? ¿Estar atrozmente informado, conocer al dedillo lo que pasa en Chile y el mundo, partiendo de la base de que lo que pasa es lo que algunos provocan con malas artes que pase? ¿Recordar hechos acaecidos hace semanas, meses, años, con nombres y apellidos? ¡Al diablo, a la mierda el periodismo! Yo sólo quiero el café de la mañana, yo sólo quiero hablar y escribir de la gente y de sus vidas, yo sólo quiero escribir de mi propia vida, la única punta de iceberg que conozco, pensaba mientras lo mandaban llamar, a él, al rebelde Ulises, al que nunca agacha el moño, al que escribe con trampas y camina por el filo de la navaja y encanta a los lectores, al loco Ulises...
El diálogo fue breve y cortante: una sugerencia amistosa del tema que reportearía ese día y una propuesta de entrevista a un personaje del mundo político para el fin de semana. "Bien, manos a la obra", respondió luego de intentar un par de alcances inteligentes que le hicieran ver al editor no sólo que conocía el tema sino que además tenía sumo interés en él. Volvió entonces a su nido de araña con una leve sensación de bienestar. La orden le había sido dada y no resultaba tan dolorosa: debía cubrir una conferencia de prensa. La suerte estaría echada antes de almuerzo. No habría necesidad de pisar el asfalto caliente ni de bostezar en largas antesalas, ni de pegarse plantones, ni de correr tras un divo escurridizo, ni de lanzar manotazos al aire ante un caso peliagudo, ni de contradecir a nadie, ni de pedirle majaderamente opiniones a un entrevistado que no desea hablar. Sólo debía tomar un radiotaxi, llegar al lugar de los hechos, colocar su grabadora en la mesa de la conferencia, hacer dos preguntas, observar algo de los muros, las voces y las ropas y luego, por la tarde, escribir sobre aquello "con su maestría habitual".
Acudió al lugar, hizo lo que había que hacer y quedó desocupado minutos antes del mediodía. Por primera vez en la jornada experimentó una intensa felicidad. Tan intensa, que al tomar conciencia de ella se le cruzó como un rayo una sensación de angustia, que nubló por unos segundos su oasis aparecido como espejismo en el centro de Santiago.
En la barra del café se unió a su grupo de siempre, conformado por hombres brillantes, descreídos, románticos, apasionados y perdedores. Cada uno busca la horma de su zapato, concluyó con inesperada autocomplacencia, y mientras pensaba le brotó una especie de necesidad de amor y de servicio, que se reflejaba en palabras juguetonas a la mesera, divertidas a sus amigos. Estaba disfrutando del mejor momento del día y quería prolongarlo a como diera lugar, pero el café se iba consumiendo dramáticamente y la conversación comenzaba a derivar hacia tópicos que no le interesaban en lo más mínimo, de modo que bebió el último trago, amargo, sin azúcar, se despidió y se marchó a darle un mejor destino a esta hora muerta. Fue así como al minuto siguiente miraba con ojos hipnóticos títulos de obras y autores en el salón clásico de la Feria del Disco. No era una rutina diaria, pero el hecho de que lo saludaran no bien hacía su entrada indicaba claramente que Pereira era un buen cliente del local.
La felicidad había desaparecido y una nueva sensación se instalaba en sus sienes, que eran las que le avisaban los cambios. Era una sensación de "castigo estético", que venía de eludir el trabajo con la excusa de la evasión en el mundo de las artes. Contribuía a ella el refinado y silencioso ambiente, en el que sólo se escuchaban las notas del cello de Jacqueline du Pre, la finada mujer de Barenboim, acompañadas de pasos en la alfombra. No era el silencio salpicado de ecos de una iglesia en penumbras, sino un silencio seco y severo de sala académica. En la estantería se sumergió en Bach. "La pasión según san Mateo", de Herreweghe, lo venía provocando durante meses, pero Ulises, mejor dicho el bolsillo de Ulises, conseguía escapar del llamado de esa sirena. Saltó a Schumann, Schubert y Shostakovich. Buscó el concierto de violín de Korngold, la Cuarta de Dvorak y el opus 65 de Prokofiev, música para niños. No los halló, pero en cambio se topó a boca de jarro con Elisabeth Schwarzkopf y la legendaria versión de las "Cuatro últimas canciones" y otros lieder, bajo la dirección de George Szell. Se puso los lentes y cuando llegó al número 13 su corazón dio un salto. ¡Morgen!... ¡Morgen!... Cuánta dulzura, melancolía le despertaba ese título, esa promesa de amor, acaso la única capaz de sacarle una lágrima, porque sabía en el fondo que era una promesa vana, la promesa de ver, mañana, sólo ver, aunque fuese ver, ni siquiera tocar, apenas ver, a una maravilla de poeta, a una quimera que le abrió el cielo una tarde desde la isla del país de Nunca jamás.
Fue a la caja y pagó el disco. Salió del local con una vaga tristeza, que por profunda que fuera se fue quedando en un lugar indeterminado entre los cientos de transeúntes que se le cruzaban por el paseo Ahumada y el paseo Huérfanos, entre colores de vestidos, taconazos y frases como "yo le dije que le dijera a su mamá, pero no le dijo...", "la cuantía de la inversión...", "se nota que te gusto...", "me duelen las rodillas...", "como a las nueve puede ser..." y otras que iba captando por la calle, como si sus oídos fuesen el fondo de un caleidoscopio o una placa radiográfica de la sociedad. Las frases escuchadas al pasar, descubrió, dicen más que las noticias, y con ese convencimiento entró al Dominó y ordenó un completo ají verde y una Fanta bien helada.
Cuando volvió al nido de araña y redactó el informe que contenía su propuesta de tema se dio cuenta enseguida de las debilidades que exhibía su noticia: una sola fuente, declaraciones rimbombantes pero vacías, intrascendentes y lo peor, ya a esas alturas, apenas tres horas después de hechas, extemporáneas. Había caído una vez más en la trampa que él mismo había urdido y los hechos no tardaron en darle el martillazo de la razón: una voz cálida y firme le comunicó atentamente que la noticia, su noticia, no iría en la edición del día siguiente. No se publicaría. Ni en esa edición ni en ninguna. No se publicaría nunca. Ni siquiera serviría para envolver pescado. El suyo había sido trabajo perdido.
Ulises Pereira lo tomó con naturalidad, como diciendo "gajes del oficio, comprendo perfectamente; es más, esperaba algo así", pero por dentro se sentía aniquilado. Otra vez en la basura, de nuevo pisoteado por gusanos trepadores que se iban alimentando de su savia para llegar al cielo. Otro porrazo del maestro. Del maestro chasquilla.
Con el odio y el resentimiento a flor de piel comenzó a idear primero escapatorias, luego temibles venganzas. Abrió sus blogs, ese vicio que carcomía su espíritu reporteril desde hacía dos años y que le estaba resultando tan caro -considerando el único aspecto de su imagen dentro de la empresa- y se largó... metafóricamente hablando. Mientras los demás escribían para la merluza, la reineta y la corvina, Él, Ulises Pereira, el hombre superior, aprovechaba este regalo de la Compañía para echarse a volar por mundos ficticios que algún día serían expuestos como la luz del paraíso a lectores descuidados, negligentes, mundos que sólo una imaginación como la suya era capaz de concebir. ¡Ah, qué manera de gozar!, de revolcarse en el barro de la náusea, qué de sufrimientos se precisaban para hacer nacer del reino de las letras un feto deforme, resbaloso pero ¡tan oscuramente bello!
Sin embargo, Pereira sabía perfectamente que el acto de escribir ficción en pleno trabajo era un boomerang de vuelta larga pero de vuelta al fin y al cabo. Todo el mundo en la oficina reparaba en su hobby, como al pasar, como si se tratara de un hecho sin importancia. Mientras escribía le iba naciendo al mismo tiempo la certeza de que algun día, junto con los palmotazos y parabienes de rigor antes de envolverle la cabeza en un paño, su jefe superior le recordaría entre otras realidades y con esa amabilidad que le caracteriza estas jornadas dedicadas a la literatura. De modo que la ficción de Ulises no era una ficción limpia y literaria sino una ficción llena de culpa, de tropiezos y angustias, una ficción cuasi terapéutica tanto así que a esas alturas, desatada la pequeña paranoia típica de las tardes vacías, se le hacía imposible escribir de otra cosa que de sí mismo. Sus tramas en desarrollo se replegaron y entonces surgió, como si fuese lo más natural del mundo, el argumento de un relato en que el protagonista sería él, pero no en una situación ficticia sino en su detalle más ínfimo y banal, él en su vida diaria, él viviendo un día completo, mañana, tarde y noche, como el Ulises de Joyce; sí, como el Ulises de Joyce, que con su grandeza polimorfa y su genialidad rebajarían aún más a Ulises Pereira, como persona y aspirante a literato. Se preguntó entonces hasta dónde cabía escribir y qué cosas se debían esconder; en otras palabras, dónde terminaba el artista y dónde comenzaba su entorno. Se masturbaba como todo el mundo, era verdad, pero, ¿debía decirlo? ¿Y su mujer debía saberlo? Odiaba el sector y rango al que había sido confinado luego de brindarle sus mejores años a la Compañía, pero ¿era ésa la forma de notificárselo a sus jefes, quienes tarde o temprano accederían a sus escritos, aunque fuese por una suerte de curiosidad enfermiza ante el personaje tambaleante de la oficina, ante el elefante que camina rumbo al cementerio? Y aquellos pecados, aquellas fantasías que inundaban incluso las verdes zonas de lo permitido y lo sagrado, convirtiéndolas en ciénagas, ¿debían emerger a la luz, desnudándolo y liberándolo por fin de tan lóbregas amarras? Ulises dudaba, como también dudaba acerca del barniz que merecía recubrir al personaje: ¿lastimero?, ¿seco?, ¿cínico?, ¿piadoso?... En el fondo se estaba enjuiciando él mismo y el juicio no era ya el de sus 20 años, sus 30, sus 40, incluso sus 50. Descubrió entonces, nada más escrita la tercera línea del relato, que a estas alturas de su vida empezaba a tenerse un poco de afecto. A pesar de todo. Tal vez incluso se amara en sus bajezas y en sus cándidas esperanzas, en su neurosis ególatra y en sus aspiraciones de justicia; tal vez se amara como supuso que se amaría cualquiera de los mortales con los que se había cruzado ese día, con un amor desconocido para todos menos para el que lo siente y lo vive internamente, un amor al estilo del que predicaba el Maestro en los evangelios, un amor que anunciaba un destino, una grandeza personal que sólo uno y nadie más que uno podía adivinar, del mismo modo que los padres y sólo los padres pueden captar la belleza de sus hijos.
Imposibilitado de continuar escribiendo, preso de una emoción repentina, de una necesidad de dar y recibir amor, Ulises se levantó del escritorio e invitó a uno de sus viejos colegas a compartir un momento en la cafetería de enfrente, invitación que fue aceptada de inmediato, en el entendido de que ese momento rompía la monotonía de una tarde que parecía no acabar.
La taza de café y la conversación de su amigo lo pusieron nuevamente en su sitio: si se quería era porque tres minúsculas líneas lo habían dejado satisfecho. Eso era todo. No era amor lo que sentía hacia sí mismo. Lo que amaba era su capacidad, su talento. Pero bastaba que aflorara un talento superior, como el de su colega, para que él volviera a sentirse humillado. No querido. Bastaba un café, un par de datos ingeniosos y desconocidos para él, venidos de otra mente, para que se convirtiera otra vez en un insecto, una barata chica de pisada fácil. Y tal como al mediodía, el último sorbo del café se le hizo amargo y con él, el resto de tiempo que pasó en la oficina, un tiempo, si se pudiera decir, engañoso, vacío, inútil, que a la manera de "La montaña mágica", transcurrió con la vertiginosa velocidad que le brinda lo conocido, la rutina.
 
La noche

Abatido, guardó sus enseres profesionales en el cajón del escritorio (una grabadora, una libreta de apuntes y un lápiz pasta), cerró con llave, miró de reojo al despacho de sus jefes, se levantó y se fue. ¿Para qué despedirse? ¿Acaso había existido para ellos? ¿Había cruzado una palabra, una sola, con ellos? No. Ulises Pereira había sido durante toda la jornada el Hombre invisible que deja pasar los rayos luminosos para que la gente importante pueda mirar a través de su grasa, sus músculos y sus huesos. Las decisiones que habían afectado a sus colegas y en lo más íntimo de su ser a él habían sido tomadas entre cuatro paredes (por muy de vidrio que fuesen, seguían siendo paredes) y las personas encargadas de ejecutarlas habían sido informadas a través del conducto regular encarnado en la figura del recadero. Y así, con la sensación vergonzosa -ininteligible para los que gobiernan- de haberse ganado el jornal sin haber escrito una miserable línea en una profesión denominada justamente escribidor de líneas, el bueno de Ulises, el viejo de Ulises, el abatido Ulises caminó entre el potrero de computadoras con el mismo falso aplomo con que había entrado en la mañana, intuyendo que le restaba lo más difícil de la jornada: el retorno al hogar.
Los guardias lo miraron también con la misma respetuosa displicencia con que lo recibieron, a pesar de que no se trataba de los mismos custodios, ya que el turno de ellos había cambiado a las tres de la tarde. Al traspasar el umbral y sumergirse en la vorágine de la ciudad les dedicó un último pensamiento: "Cuídense de mí, que mañana me verán de nuevo", pensamiento que lo llevó a otro relacionado -"¿en qué consistirá el día más provechoso del guardia, el gran día del guardia? ¿Será aquél en que entregó su turno sin novedad o será, por el contrario, ése en que debió enfrentar heroicamente a una pandilla de borrachos y drogadictos que pretendía rayar los muros exteriores de la empresa?"- idea que quedó sin desarrollo, pues se fue desvaneciendo hasta ser fagocitada por los mil estímulos nuevos que recibía su mente.
El aire fresco, primaveral, le golpeó el rostro y terminó llevándose de golpe su jornada laboral. Se sintió bien, repentinamente, aunque la saliente roma de metal que ahora pasó de largo, sin pisar, le obligó a repasar la jornada. ¿Había sido un día de suerte? ¿Le sirvió de algo esa cábala? No, pensó con un dejo de lástima y sarcasmo hacia sí mismo. Sin embargo, bien miradas las cosas, al menos seguía vivo y eso ya era algo bueno, ¿o no?
Al atravesar la calle Pío Nono, rumbo al puente que cruza el Mapocho, le pareció haber vivido un día entre fantasmas que no eran ni espíritus demoníacos ni serafines, sino simplemente fantasmas, formas borrosas, sombras incorpóreas incapaces de hacer daño. Al tomar conciencia de esa sensación se ruborizó. ¿Soy de verdad tan débil como para dejarme abatir por ese tipo de seres?, se decía mientras llegaban a su olfato los olores que trasladaba el río. Una mujer que cruzaba en sentido contrario lo miró intensamente a los ojos y sus labios sonrieron al mismo tiempo: los suyos y los de ella. Cuánto habría dado Ulises por una pasión violenta, instantánea, cómo necesitaba ahora mismo un poco de consuelo y cómo se le iba el cuerpo entero hacia esos labios, pero se aferró a su mástil. Ya había pasado la hora de las aventuras con sirenas y hechiceras y debía enfrentar la realidad del retorno.
En el microbús lo atacó una ráfaga de pánico. Cuando le dio por primera vez, haría unos 25 años, creyó que se volvería loco. Fue una noche en que postergó la hora del reposo para engañarse a sí mismo frente a la pantalla de TV, mirando una película que empezaba con una ambulancia desbocada, médicos de la posta de urgencia en plan de acción y un enfermo grave que trasladaban en camilla al hospital. Diez minutos después decidió irse a dormir. Al acostarse sintió de pronto los pies de su mujer junto a los suyos. El roce le provocó una oleada de terror, sin mediar motivo alguno. Al minuto siguiente su corazón latía con desenfreno y una sudoración intensa lo bañaba por entero. Se horrorizó de la nada y quiso huir de la pieza. Se contuvo, estudió la situación. Concluyó que no había nada que estudiar y decidió que lo mejor era esperar que la sensación se fuera y le diera paso al sueño. "Mañana será otro día", pensó esa vez, pero al despertar el pánico seguía más vivo que nunca. Esa gracia venida del cielo le costó dos años de tratamiento siquiátrico, que culminaron al menos con una conclusión positiva: no era de los que se vuelven locos de repente. Lo demás se resumió en otros dos años, destinados a cubrir las deudas con la institución de salud. Ahora, cada vez que le sucedía algo así, sabía que había que esperar, igual como se espera con cautela y temor que pasen los temblores y los terremotos. Y así como iba el de esta ocasión en la micro su diagnóstico le hablaba de un sismo grado 2 a 3 en la escala de Mercalli. Con una cabezadita podía pasar, de modo que inclinó la barbilla sobre el pecho, cerró los ojos y se entregó al sueño ligero que sobreviene en los asientos de la locomoción colectiva cuando se tiene la suerte de no viajar de pie. En cosa de segundos se le apareció una extraña morada con relojes antiguos que marcaban al unísono un monótono tic tac. Ulises los contempló con la confusa fascinación propia de los sueños, corrió a mirarlos por detrás, de modo que sin querer su cuerpo se ubicó dando la espalda a una ventana abierta. Afuera había un terreno recién cultivado sobre el que descansaba un caballo de tiro amarrado a un palo. El caballo se acercó a la ventana y le relinchó al oído. Ulises Pereira saltó en el asiento, miró a su vecina y le pidió disculpas con un gesto. La mujer sonrió y volvió la vista a la ventana. Por las calles todo iba de un lado a otro, todo se movía y lo poco que se estaba quieto eran la materia muerta utilizada por el hombre para levantar ciudades y los mendigos que dormían a deshora echados en el suelo; lo demás era una sinfonía de movimiento, no un movimiento frenético ni alocado sino un movimiento que se le antojaba en cierta medida melancólico: el movimiento nocturno del recogimiento, de la vida que intuye que se apaga a pesar de que prácticamente el mundo entero a su alrededor diga lo contrario. Tomó conciencia entonces de que la sensación que lo embargaba era de una vaga tristeza, pero no de pánico: la cabezadita había servido de algo.
Somos un montón de fórmulas misteriosas, de ácidos y compuestos circulando por la sangre como los vehículos circulan por las arterias de la ciudad; de moléculas y átomos que giran sin cesar con el único propósito de mantenerse unidos, cambiando segundo a segundo pero unidos, unidos hasta el momento en que todos juntos pasen a mejor vida, unidos por la desesperación de ignorar qué otra cosa hacer, concluyó al bajarse de la máquina y emprender el último trayecto a casa, notablemente el más hermoso. Miró hacia el oriente: pequeñas nubes ocultaban a medias el inmenso globo amarillento que salía desde la Cordillera de los Andes, macizo imponente cuando se está con los ojos bien abiertos para admirarlo. Los castaños de siempre le abrieron el paso y le ofrecieron sus brazos. Sí, se dijo entonces, es posible la mesa de diálogo con los hermanos vegetales, aunque parta coja. Ellos nos contemplan desde arriba con envidia mientras nosotros envidiamos su destino sedentario. Ellos nos piden sólo agua; nosotros les pedimos belleza, frescor y oxígeno; qué mal inclinada esa balanza, pero aún así no hay críticas ni marchas ni revoluciones, ni siquiera llantos ni lamentos. Intuyen que el mundo se ha construido hablando, gritando y destruyendo y ellos no hablan, gritan ni destruyen: sólo están.
Dos mujeres rubias, las mismas de siempre a esa hora paseando a su perrito lanudo, lo sacaron de su estado y le recordaron lo cerca que estaba de su hogar. Desde los ventanales más diversos de los edificios le llegaba el choque de tenedores y cucharas con platos de loza, acompañados de aromas húmedos, tibios, salados y eso le despertó el apetito. Apresuró el paso y cuando escuchó ladrar a su perra, que lo había reconocido 30 metros antes de llegar, sintió que ya estaba allí.
La noche se había apoderado de todo y las luces de su casa estaban encendidas, pero eran demasiadas. La de la cocina, sin ocupantes; la del comedor, sin ocupantes. Adivinó que su mujer ya se había recogido al dormitorio y que su hija menor escribía en el computador del segundo piso. Cada diez segundos le llegaba desde arriba el típico acorde del sistema messenger, acompañado a veces de frescas carcajadas. Se lavó las manos, subió a saludar a su mujer, la saludó con un suave beso en los labios; ella se quejó de cansancio y le comenzó a contar su extenuante jornada. Ulises sintió un poco de envidia y de rabia. Su mujer había trabajado mucho, era cierto. Había sido útil a la sociedad por un día. Él no había hecho nada. Pero por otro lado su mujer, sentía él, lo ignoraba una vez más. ¿No tenía razón para irritarse si al entrar al hogar nadie se preocupaba un comino de la que había sido su suerte? ¿O es que él era espantosamente sensible a esos gestos?
La atmósfera de distanciamiento ya estaba instalada de nuevo entre ambos. Ulises Pereira escuchó las quejas y problemas de su esposa, que intuyó, sin ironía alguna, eran el prólogo de lo que podía llegar a ser una linda conversación entre marido y mujer. Pero no estaba de ánimo para comprobarlo: dijo "ah", hizo un par de comentarios y bajó al living, dejándola casi con las palabras en la boca. Abrió el refrigerador, sacó el gin y se sirvió una copa. La llevó a la sala de estar, la dejó en la mesa de centro, abrió la revista del cable y se puso a revisar la programación del día. El primer sorbo lo sorprendió leyendo la sección de filmes y el segundo, la de arte y música clásica. Descartó la TV y escogió un disco: sonatas tardías de Beethoven.
El hambre se le había instalado en el centro del estómago; el órgano aquel gobernaba ahora todas sus acciones, con cierta prisa. Entró de nuevo al refrigerador y seleccionó con cautela, pensando en el pecado de los kilos y en esas horribles profecías científicas que han sabido instalar los nutriólogos en la cabeza de la gente. Queso de cabra y nada más. De la despensa, nueces, almendras, maní. Para completar la dieta, tres hojas de lechuga y dos rebanadas de pepino que devoró allí mismo, sin aliño, "por cumplir". Fue entonces a la panera y la halló vacía. Eso era sagrado: el pan. Recordó el primer día que volvió a casa, el primer día luego de la luna de miel. Aquella vez, hace más de 30 años, fue también a la panera y la halló vacía. Discutieron, ella intentó disculparse, él fue duro. Hubo un asomo de llanto y las cosas se arreglaron a medias, pues algo inconcluso quedó flotando en el ambiente, un problema tan pendiente que ya se prolongaba por más de 30 años en la vida de Ulises Pereira; y no era la falta de pan al regresar a casa, o bien sí era, acompañada de la sensación permanente de que él no interesa, él es un punto vago en la vida familiar, un proveedor de alimento, techo y bienes materiales, una persona de la que incluso en ocasiones se burlan, alguien indigno de la menor consideración, del menor detalle de amor. ¿No había sido toda su vida así, en todos los aspectos? ¿No se había sentido mínimo y abandonado desde la más tierna infancia, desde aquella vez en que fue injustamente reprendido y se escondió en su dormitorio, en su pieza oscura que daba a un naranjo que le tapaba el sol, ese dormitorio que compartía con su hermano menor y en el que los rayos podían colarse de manera oblicua solamente las tardes de invierno en que la brisa movía las ramas? ¿No se encerró allí ese lejano día y lloró bajito, y no sólo lloró, sino que se juró a sí mismo que de ahí en adelante lloraría bajito ante las injusticias del mundo; las que aguantaría estoicamente pero sólo en la apariencia, pues por dentro gritaría de rabia, como lo hizo esa vez y como lo hacía ésta de hoy?
-¡No hay pan! -gritó hacia el segundo piso.
-¡Ay, ya empezaste! -le contestaron.
Estaba ofuscado, pero comprendió que a esa hora, con las panaderías cerradas, no había nada que hacer. Sentado en el sofá intentó pasar el trago amargo. El gin empezaba a hacer sus efectos, que se fueron hacia el lado del bienestar, no de la camorra. Buen signo. Las nueces y las almendras no necesitan pan, el queso de cabra sí, pero puede obviarse su ausencia. Y Beethoven le recordaba a cada momento las vicisitudes, las contradicciones, la tragedia y la belleza de la vida. Comiendo y bebiendo, oyendo, se sintió inesperadamente bien. Pasaron el disgusto y el rencor y vino una sensación de placer sensorial que se concentró en la lengua, el paladar, el oído, la emoción. Rellenó el vaso, no sin antes reflexionar sobre si realmente debía hacerlo, y luego de arrasar con la comida se concentró en las notas tocadas por Kempff. Cogió un libro y abrió sus páginas. Eran las fábulas de La Fontaine. ¡Los genios tenían tanto que enseñarle! Verdades ocultas pero a la vista de todos, notas musicales que descifraban los aspectos más oscuros e inalcanzables de la existencia, estados anímicos que deben superarse en pro del ideal superior, que es el triunfo sobre la muerte a través del amor. A medida que leía, su cerebro se disparaba a mil por hora. De las imágenes y argumentos del francés le iban naciendo sus propias historias, algo absurdas pero propias, únicas. La gota y la araña se transformó en El hombre y la araña. Imaginó que un hombre leía un libro y una araña salida de sus páginas lo mordía y le causaba la muerte. El hombre ordenaba que se escribiera en su lápida: El gran enemigo es fuerte y el pequeño es venenoso. Buscó un papel y anotó primero esta última frase, antes de olvidarla. Luego escribió la idea central de su propia fábula. Un hombre muere víctima de la lectura y se da cuenta de que los verdaderos enemigos, los venenosos, son los pequeños, los que no se ven, los que no se toman en cuenta. ¿A qué enemigo pequeño no le estaba prestando atención Ulises Pereira? O mejor dicho, ¿a qué le estaba prestando atención, además de a sí mismo? ¿No había en su vida demasiados enemigos venenosos, no había llegado la hora de limpiar las páginas de su círculo vital, si realmente quería vivir unos años más?
Un sentimiento de amor venido de la nada lo inundó, por primera vez en el día. No se asociaba a la pérdida, como en su Morgen de la casa de discos, sino a la constancia de que él formaba parte del todo, era aceptado y bienvenido por el todo. Sí, ¡lo vio tan claro! Ulises no era el niño abandonado, burlado, menor, sucio, pecador, solitario. Ulises Pereira era ese granito, esa célula individual que hacía que las estrellas brillaran un poquito más cada noche, que el cansado sol acumulara ganas de salir a dar la batalla diaria de la luz, que sus hijos tuvieran sueños, que él mismo soñara con un mundo diferente, completo, perfecto, con ese mundo irreal de gelatina que raras veces se le aparecía, verdoso y transparente, en sus propios sueños.
Había, pues, un mundo verdadero. Y se encontraba en este rinconcito de la noche, al que tanto le había costado llegar y del que tan fácilmente podía desviarse. Amar era lo bello y lo más noble. Amar era la dulce exigencia y quien amaba así como él lo hacía ahora estaba no sólo protegido de cualquier enemigo -de carne o de hierro, de espíritu o de materia, vivo o muerto- sino en paz. Amar lo era todo. Amando, todo era perdonable. La estupidez humana, digna de piedad. La estupidez propia, objeto de cariño. Los pecados del mundo, mochila que cargar con alegría. Todo esto lo hizo concluir que, no necesitando razones, el amor alojado en el alma no era una consecuencia de la voluntad. Amar era un estado de gracia, amar incluso podía ser el engañoso resultado de una porción de alcohol en la sangre. Eso implicaba una tragedia. ¿Podía ser realmente, pues, este sentimiento la única verdad durante el día de la vida de un hombre? ¿No se reducía, como Ulises lo había detectado, tan complacido antes, tan engañado, a un minúsculo par de minutos? ¿No era el amor en buenas cuentas sólo el éxtasis del amor?
Apagó la radio, apagó las luces, se lavó los dientes y se metió a la cama. Su mujer refunfuñó, cambió de postura y volvió a dormirse. El mañana era incierto; el presente, felicidad que se esfumaba con la misma velocidad con que movía la cabeza en la almohada para quedarse dormido: de un lado a otro, con una regularidad pasmosa, directo al abismo del sueño, sin marcha atrás. En el torbellino desfilaron entonces las imágenes más importantes del día, la casa de discos, Las nubes de Cernuda, la mujer del puente, la gota y la araña, la araña y el hombre. Los ojos cerrados, el vaivén en la almohada, la pierna derecha fuera de las sábanas, todo hacía que su mundo se fuese apagando. De las tinieblas surgieron voces, aullidos de mujeres saliendo de una cueva en la montaña, imprecaciones de un dictador en un teatro gigantesco. Grandes enfrentamientos, batallas nunca antes vistas, motocicletas imposibles, respiraciones agitadas, antesalas del cielo y del infierno, todo fenómeno era esperable y deseable en aquel momento crítico, definitivo, en el que por fin Ulises Pereira se desnudaba, disuelta ya su unión con el vigilante que lo mantenía alerta, para entregarse a lo desconocido.