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viernes, octubre 13, 2006

Retratos de hombres solitarios

"Retratos de hombres solitarios", exposición a la que tuve el gusto de asistir días atrás en la galería Atlas, del pasaje Matte.
"Escritor ansioso". Se ve en el cuadro a un hombre de barba, unos 55 años, rasgos de Bogart, sentado ante un computador. En la mesa no hay cenicero y sí un estuche de lápices. Su pieza es amplia y oscura. De fondo puede apreciarse un equipo de música. Una lucecita verde delata que el equipo está encendido. La ansiedad se expresa en la mirada, fija en la pantalla. La mano izquierda le afirma la barbilla; la derecha descansa a un costado del teclado.
"El caminante". Un hombre bajo y semicalvo camina por una amplia oficina, hacia la puerta. Uno de sus hombros está ligeramente más inclinado que el otro. Se aprecia tranquilo, relajado, absolutamente seguro de sí mismo, pero ello es el producto de la genialidad del trazo del artista, quien, tras una segunda visión de la pintura, nos revela un dato fundamental, apenas perceptible: el hombre va mirando hacia el suelo. La tranquilidad troca en hondo dramatismo, en presagio de una tragedia.
"El parroquiano". Un hombre barbado y de lentes se toma un cortado en el Café Haití. Está solo en la barra, pareciera esperar a alguien. En el lienzo aparece junto al café un vaso de soda a medio consumir. Retratado en perspectiva aérea se van viendo a lo lejos los demás personajes del local: un anciano con sombrero alón y corbata multicolor, un hombre con bigote a lo Hitler, un empresario del boxeo, una pareja conformada por un hombre bajo y canoso y una rubia despampanante y algo entrada en años, un grupo compuesto por un hombre rubio de ojos verdes, otro alto y algo barrigón (con un bolso al hombro) y un tercero regordete, con lentes de mucho aumento y sandalias en vez de zapatos. Afuera, la gente desfila por el paseo peatonal.
"El lector compulsivo". Un hombre cercano a los 40 años, completamente calvo, de rostro aguzado, lee en un rincón de un restaurante. Es la hora del almuerzo y a su lado se puede apreciar a un grupo de oficinistas que comen y ríen. El lector afirma el libro con su mano izquierda en la cubierta de la mesa mientras con la derecha trincha un pedazo de carne, que en la imagen aparece a medio camino entre el plato y su boca, que aún está cerrada. Del cuadro parecen emerger ondas sonoras, correspondientes a carcajadas estentóreas y ruidos de tenedores y cuchillos sobre la loza, sensación que vuelve aún más solitario y diríase despectivo hacia el mundo entero el acto de leer.
"La película". Contra el fondo de una pantalla desmejorada que exhibe Lo que el viento se llevó se recorta la silueta de un espectador, uno solo, en medio de la vieja sala. El pintor se concentra en los rostros gigantescos de Clark Gable y Vivien Leigh, rayados con hilillos negros. Del espectador sólo se muestran sus hombros y la cabeza, levemente inclinada hacia arriba. En la pantalla no se lee ningún subtítulo. Al costado derecho de la sala se dibuja en rojo intenso la palabra exit dentro de un letrerito mínimo. La cortina, debajo del cartel, más que verse, se adivina.
"Reo rematado". Detrás de unos barrotes, que ocupan la mayor parte de la tela, el artista nos regala el ojo hambriento de un reo de alta peligrosidad en su celda solitaria. Las paredes están cubiertas de mensajes escritos con tiza, lápiz de pasta, lápiz grafito y hasta con caca parece que estuviese dibujado un par de ellos. El instinto asesino del preso queda al descubierto por el brillo del ojo: es desmesurado para la luz del ambiente.
"El aprendiz de romántico". Un hombre de unos 50 años lee un mensaje que le ha escrito su amada. Está de espaldas y unos audífonos cubren sus oídos. El fondo del cuadro es la pantalla del pc en la que priman los colores azules y celestes. Hay publicidad en los bordes y el correo parece ser hotmail. No se aprecia remitente, pero sí el contenido del mensaje, escrito en letras mayúsculas: YO TAMBIÉN TE EXTRAÑO.

martes, octubre 10, 2006

Dos actores frente a frente

Hoy vi al Doctor Mortis. Me estiró los brazos desde su cama de hospital. Parecía un pájaro ansioso de cariño, atado a la cama con una correa que le impedía escaparse, como hubiese deseado hacerlo cuando el cuerpo le respondía, no hoy.
Dijo que me amaba y quiso llorar.
Recordé a Martin Landau emulando a Bela Lugosi; yo era el dr. Vicious emulando a Tim Burton. Dos actores frente a frente, él menos actor que yo o más, si ser actor es compenetrarse tanto del papel que uno se olvida que actúa.
Él no actuaba, yo sí.
Pero yo, ¿actuaba o siempre he sido así, cariñoso y calculador? ¿Es eso actuar? ¿Actúa el asesino, juega un papel cuando mata o sólo mata? ¿Es el mundo entero una reunión de actores que se las baten a medio morir saltando con sus roles?
Tal vez cuando muera, el Doctor Mortis se llevará a la tumba un buen recuerdo de su tocayo el dr. Vicious; mas me temo que tal como lo proclamó en su cama de hospital, ni la muerte ni la vida existan y haya sido él la suma de una conjunción de planetas olvidada en el tiempo.

miércoles, septiembre 13, 2006

Haciendo el bien

(Una esquina de un pueblo de provincia. Está a punto de llover.)
-Levántate, gusano.
-¿Ah?
-¡Levántate, levanta el cuello de una vez!
-Perdón...
-Pareces un jorobado.
-Sí, es verdad...
-Pareces un caracol que se arrastra por el suelo.
-A veces encuentro billetes, soy especial para eso.
-¿Te hiciste millonario encontrando billetes?
-No, me han servido a lo más para gastarlos en hot-dogs.
-Mírame a mí. Échale un vistazo a mi saldo de Redbanc. ¿Lo ves? ¿Te fijaste? ¿Sabes el secreto?
-¿Mirar siempre al cielo?
-No, imbécil. Mirar hacia el frente... ¡Enderézate!
-Me cuesta. Me enderezo y no sé cómo, pero ya estoy encogido otra vez. Me sienta mejor andar así, ya me acostumbré. Es que, ¿sabe? No me hallo erguido, me imagino que soy creído, y yo no soy creído.
-Naciste looser y morirás looser. No vayas a salirme con que no te lo advertí.
-Gracias... sí... es verdad... usted no ha sido el único... gracias... trataré.
-¡Trata! Camina como yo. ¡Trata de verdad! ¡Verás que lo puedes lograr!
-Gracias... sí... trataré... lo prometo... trataré.
-Así me gusta. La próxima vez que te encuentre en la calle te cobraré la palabra. Ay de ti si te pillo gibado, ¿entendiste?
-Sí, je, je... gracias... sí entendí... gracias... así lo haré.
-Me voy, debo ir al banco... ¡Eh, no te vayas todavía, espera un poco!
-¿Sí?
-¿Te quedó claro? ¿Tomaste nota del consejo? ¡Es un consejo sano!
-Sí... sí... tomé nota... por supuesto.
-Bien. Ensaya desde ahora mismo... ¡Y ahora, vete!
-....
-¡¡¡Enderézate, gusano!!!
-... Sí.... sí...
(Ése no va a cambiar nunca. ¿Qué saco con gastar mi tiempo haciendo el bien?)

martes, septiembre 12, 2006

En la cuerda floja

Querida hija. Te juro que esto que te relataré a continuación es la pura y santa verdad. Sucedió en la primavera de 1957 y me lo contó una persona de fiar. Como te decía, tuvo lugar en la Plaza de los Héroes de Rancagua durante la primavera de 1957, la fecha exacta no la tengo, pero debió ser cargada para octubre. La cuerda floja unía la torre oeste de la Catedral con la azotea del Liceo de Niñas en su borde norponiente y según la persona de la que te hablo, tu tío Antonio (Q.E.P.D.) quien estuvo allí y fue testigo fiel de los sucesos acaecidos, la cuerda estaba más tensa que floja. Y no hablemos de tensa, hablemos de súper tensa. Era como una línea de fierro que subía desde el Liceo a la Catedral.
Zach Colino cumplía una semana de visita en Chile, promoviendo una película circense cuyo nombre no logro recordar, creo que se llamaba "El gran circo", con las actuaciones estelares de Victor Mature, Vincent Price, Rhonda Fleming y otras estrellas. La breve gira de Zach Colino por el país había incluido Viña del Mar, Valparaíso, Quillota y la provincia de O'Higgins, escogidas por el productor seguramente por ubicarse todas cerca de Santiago. Al día siguiente Zach Colino debía viajar a Lima desde el aeropuerto de Los Cerrillos.
Pues bien, a esa hora de las ocho de la noche, en el momento en que toda la gente pensaba que Zach Colino comenzaría a subir por la cuerda floja hacia la Catedral, una mujer mayor de edad con una faldita de ésas que usan las tenistas se le adelantó. Las opiniones se repartieron entre el público. Hubo quienes aseguraron que se trataba del "aperitivo" de la jornada. Se lo hicieron ver a sus hijos y aplaudieron efusivamente. Otros especularon con la hipótesis de un escándalo destinado a causar sensación; decían que la idea que los organizadores querían dejar flotando en el ambiente era que la artista rancagüina le estaba robando el show a Zach Colino. Era Zingarella, ¿la recuerdas, hijita, esa que actuaba en el circo Frankfurt? Finalmente hubo también quienes pensaron en un número especial, un dúo en la cuerda floja, y los hechos casi les dieron la razón a éstos últimos, aunque según el tío Antonio el asunto nunca se llegó a aclarar.
Salió Zingarella y la sorpresa se convirtió en murmullo y luego en gesticulaciones, codazos entre la gente. Era de noche, como te decía, pero un foco se encargaba de iluminar a los artistas. Y justamente por ese efecto de rayo que disparaba desde abajo, los espectadores de todas las edades, que subían del millar, notaron con toda claridad que a Zingarella le faltaba su prenda más íntima. Las especulaciones se desviaron entonces hacia la depravación o su alternativa, el simple olvido producto del nervio.
En esos tiempos, como recordarás, hija mía, las mujeres no se depilaban sus vergüenzas, porque a nadie le cabía en la cabeza mirar con desparpajo esa zona de sus cuerpos, salvo a sus maridos o a sus amantes, y dentro del lecho. De modo que la visión de Zingarella en las alturas, desde la calle, se convirtió en un inesperado festín para el público, pero un festín que debió reglamentarse con rapidez. Todo fue tácito, no hubo necesidad de palabras. Las mujeres les taparon los ojos a sus pequeños y se los llevaron de inmediato para la casa, vociferando palabras que denotaban sensaciones de odio, desprecio y amargura. Unas pocas lograron arrear a sus maridos. De aquéllos, sólo algunos volvieron la vista. Los que se quedaron no hicieron mofa de los que tuvieron que irse; no había tiempo: el show estaba calculado para durar unos tres minutos, lo que dura la travesía en cuerda floja desde el Liceo a la Catedral.
El tío Antonio contó que a su parecer Zigarella estaba bebida, no tanto como para no poder cruzar, pero sí lo suficiente como para hacerlo con demasiada lentitud. De un rincón surgieron los primeros caballazos. Los piropos se fueron transformando en insultos procaces, la multitud se iba enardeciendo y desde lejos, a unas cuadras de distancia de la plaza, las madres y sus hijos escuchaban el eco de un griterío parecido al que generan las rechiflas en el estadio Braden durante un partido del O'Higgins. Zingarella no parecía estar consciente del fenómeno que estaba provocando 18 metros más abajo, lo que demostraría que lo suyo había sido simple descuido.
Hasta el momento he sido muy cuidadoso en el relato, hija mía. Trataré de extremar mis cuidados para contarte lo que viene. Te aseguro que las cosas sucedieron así. Tú sabes que el tío Antonio nunca fue dado a exagerar ni a mentir.
No se supo por qué, pero el hecho fue que Zingarella no había cumplido ni la mitad del recorrido cuando Zach Colino pisó la cuerda y avanzó hacia la Catedral. Llevaba la vara típica en sus manos y vestía un pantalón blanco ceñido al cuerpo, similar al de los bailarines de ballet. Su tórax al desnudo, su bigotillo y su peinado a la gomina resaltaban su figura varonil. El público, ya enfervorizado por el espectáculo que les regalaba Zingarella, aulló de placer con la entrada del hombre. Zach Colino exhibía una destreza sin igual en el arte de caminar por la cuerda floja, de manera que pronto, y sin pretenderlo, se fue acercando a la artista rancagüina. Para colmo, la súper tensión de la cuerda resultó ser en todo caso bastante inferior a la fuerza de gravedad: el peso de los cuerpos los acercaba naturalmente a ambos y de ello Zach Colino y el público se daban cuenta; Zingarella, no tanto.
Hija mía, presta oídos a los hechos que el tío Antonio me narró a continuación pero no oses desprender de aquéllos una enseñanza que los relacione y los formule a través de una conducta personal, pues si bien el instinto es la verdadera madre de todos los vicios en un animal inteligente, lo que lo convierte en pecado no es su conocimiento sino sucumbir a su llamado de una manera razonada.
Pudo ser el desgaste por el uso o acaso la excitación ante lo que sus ojos contemplaban delante de él, que eran las nalgas voluptuosas de Zingarella, lo cierto fue que de pronto el pene, sí, el pene de Zach Colino saltó hacia la noche de la Plaza, debido a un resquicio en la costura del pantalón blanco. Los bramidos de la multitud llegaron a decibeles impensados para una ciudad de provincia; algunos de los presentes se fueron detrás de unos árboles y se entregaron a bajos deseos, pero siempre mirando hacia arriba; otros alentaban al dúo a la unión carnal y había quienes contemplaban en silencio; el tío Antonio entre éstos últimos, si se les da fe a sus palabras. El foco ahora reunía a los dos artistas, muy cerca el uno del otro; la primera bastante más alta que el segundo.
Cuando Zingarella sintió el primer roce, como de una pelotita de carne entre sus nalgas, trató de controlar su paso para no caer, al tiempo que se le deslizó un gritito agudo que pasó inadvertido para la multitud. La dotación del miembro viril de Zach Colino era la de una persona común y corriente, lo que alegró la siquis de los hombres rancagüinos, siempre tan acomplejados del tamaño de su ciudad respecto del porte de los grandes edificios de la capital. Desde abajo el falo erecto parecía un arco brillante y venoso, que paso a paso iba desapareciendo, iba siendo tragado por la matriz de Zingarella, contra la voluntad de la artista y la de Zach Colino, pues ni al uno ni al otro se les pasaba por la mente copular en público, menos aún concentrados como debían estar, segundo a segundo, en la línea que los aferraba a la vida en el océano de la muerte.
Pero veo que ya estás preparada, hija mía. Pasemos al confesonario o, si prefieres, lo podemos hacer en esta misma pieza. Arrodíllate y veamos lo que te ha traído de nuevo hasta mí...

domingo, agosto 27, 2006

El discurso de Waldo Mayorga

Pergenio Torrealba escuchaba con toda atención el testimonio arrebatador de Waldo Mayorga, su casual compañero en la barra del café. Ambos acudían coincidentemente a la misma hora y a ambos les placía ser atendidos por la misma azafata. No obstante lo anterior hubo de pasar un buen tiempo, cinco a seis meses, para que se dirigieran la palabra. Y nunca lo hubiesen hecho de no mediar la intermediación de un conocido común, que los presentó.
El discurso de Waldo Mayorga no por ser repetitivo dejaba de ser interesante. Mayorga, un hombre bajo de estatura, desplegaba acaso por esto mismo una energía y una creatividad avasalladoras, al menos siempre que se le veía en público. Mayorga era un conquistador de territorios. Odiaba los problemas, decía que le cansaban los problemas, que un buen día mandaría todo a la punta del cerro, pero poseía soluciones para todo embrollo que lo involucrase, fuese personal, económico, político o incluso aquéllos que no le atañeran en lo más mínimo. Una mañana alguien le hizo ver que, para él, un solo día sin un rompecabezas que completar le habría significado la muerte fulminante, punto con el que concordó, como siempre, mirando a los ojos a su interlocutor y luego a los cuatro rincones de la sala, pasando su mirada de alerta y satisfacción por la sala entera.
Pergenio Torrealba lo oía mientras pensaba para sus adentros cuánta distancia había entre los dos. Su mente atravesó el discurso. Imaginó que Mayorga despertaba temprano con una gran ansiedad; lo imaginó leyendo las noticias con la televisión encendida mientras desayunaba; tal vez dejaría el baño y la afeitada para después o tal vez sería lo primero que haría al levantarse; tal vez leería los diarios sentado en el inodoro. Lo que quedaba claro -y Mayorga lo había confirmado muchas veces- es que al salir de su casa ya se había fijado tres metas para el día, dos de ellas de carácter pecuniario. No era raro entonces que al momento de acostarse hubiese cerrado un par de negocios. Si uno resultaba ser malo y el otro bueno, a la larga su peculio tendría forzosamente que aumentar, esos eran sus cálculos y ése era hoy un hecho demostrable.
Por efecto comparativo pensaba entonces Pergenio Torrealba que las bases de su propia vida, al contrario de Mayorga, se habían fundado desde muy niño no en la expansión centrífuga sino en una especie de sentimiento de ahorro centrípeto que lo llevó a buscar cariño de reserva. Lo que en el fondo rehuía era la posibilidad de quedarse solo. Llegar a casa y no haber nadie que le abriera la puerta. Sin embargo (se rascó la cabeza sin darse cuenta, de su pelo cayó algo de caspa) había pasado la vida entera ansiando vivir en completa libertad y autonomía. "Hay quienes sueñan con expandirse sin límites: son los conquistadores -pensaba-. Hay otros como yo que viven para adentro, replegados, haciéndose querer". ¿Explicaba aquello su deseo de quedar bien con Dios y con el diablo? ¿Explicaba su constante tendencia a la infidelidad? ¿Explicaba el exagerado tiempo que invertía en demostrar antes que en simplemente hacer?
Nadie lo odiaba en demasía, nadie lo odiaba con la fuerza que algunos odiaban a Waldo Mayorga, es cierto, pero ¡cuánto deseó en ese instante ser odiado con la fuerza de un huracán! Habría sido sólo un momento, sin duda, un minúsculo momento en la barra de un café, pero le habría dado un respiro de alivio a su generación y a las cuatro que le antecedieron.

jueves, agosto 24, 2006

Tiempos nuevos, viejos tiempos

Nunca creí mucho en las obras, pero algo creí. En cambio de joven aborrecí la palabra escrita. Con el tiempo me fui dando cuenta de que las obras eran interpretadas a su antojo por unos y otros en tanto que la palabra escrita, a menos que alguien la tradujera a idiomas extraños o un deforme de nacimiento postulara elevarla a los altares, seguía siendo un conjunto mínimo, débil si se quiere pero a la vez inexpugnable de vocablos... o de meras palabras, dirán ustedes.
Mis mejores años los invertí en hablar, hacer, mas no escribí una sola línea. En mi delirio creí haber fundado una corriente filosófica. Tiempos ilusos. Hete allí que un borrico, discípulo no puedo llamarlo, me anduvo siguiendo y relató mis acciones. Las convirtió en palabras. ¿Con qué se quedaron los demás? Con una vaga sombra de los hechos y de los dichos, con una destartalada serie de hechos y dichos desfigurados, con una suma de palabras que ya no van a cambiar nunca. Las palabras quisieron ponerles la lápida a mis obras y a mis parábolas. Por eso, ahora que el descanso eterno me llama de a poco a su choza infecta me he visto obligado a enmendar la plana. Mi vida ha valido lo que vale mi palabra escrita. No hay otra explicación para estas memorias.

miércoles, agosto 09, 2006

El derecho a no recibir órdenes

Me pregunto, a veces, qué me podría llevar a ser objetivamente superior a unos e inferior a otros, si por superior se entiende el derecho a no recibir órdenes y por inferior, la obligación tácita o escrita que implica recibirlas. Basta hacerme la pregunta para caer en profundas depresiones, porque todo análisis que se materialice de un punto como aquél desembocará indefectiblemente en un estudio del pasado propio. Y el pasado es cruel, porque colecciona no tanto pensamientos como acciones: la mediocridad deslumbra entonces cual diamante.

lunes, agosto 07, 2006

Arranques de timidez

Vio al grupo de lejos y de inmediato advirtió a un miembro ocasional que lo intranquilizó. Intentó retrasar hasta lo indecible el acercamiento, pero al final éste tuvo que materializarse, ya que a esas alturas de la geografía urbana echar marcha atrás habría equivalido, más que a una muestra de desprecio, a un gesto de cobardía. Acercarse no era nada: había que saludar y después, hablar, decir algo. Y así lo hizo: se acercó, saludó y habló. Bien pronto se dio cuenta de que lo que él decía no le importaba a nadie o peor aún, lo que decía era interpretado por los demás exactamente de acuerdo con la imagen que guardaban de él, imagen que él mismo había contribuido a crear, pero que a todas luces era una imagen falsa; es decir, falsa en el sentido de que revelaba lo que él quería mostrar a los demás, lo que no correspondía con lo que él era en la realidad, si se entiende por realidad la verdad del alma.
Dentro de esta especie de lógica de tertulia de café en que yacía atrapado como en una telaraña -el grupo estaba efectivamente en el café- sus comentarios, los que fueron escuchados, fueron sometidos al escrutinio público y el resultado no se hizo esperar: la mofa, la sorna, la burla cayeron sobre él como caen los aguaceros en Chiloé y Valdivia: de arriba abajo y a todo pulmón. Era tan fácil reírse de él, porque a él le gustaba reírse de sí mismo. Sin embargo, esta vez todo estaba saliendo mal pues el miembro aquél que lo intranquilizaba y lo sacaba de su eje, y al que nunca miró a los ojos, transformaba la interpretación de las risas de sus amigos, de risas amables en dardos venenosos, en injurias y calumnias a su persona. Ante las bromas malsanas que recibía en descampado hubiese querido reaccionar dándoles de escobazos a todos, mas no juzgó prudente demostrar ese estado de ánimo y solo atinó a sonreír. No lograba asumir en propiedad, sin embargo, que ese miembro era tímido, más que él, y que las flechas que disparaba al aire surgían de su carácter. A contrapelo se fue dejando tragar entonces por el ambiente del café, sin hallar qué más decir.
Fue allí cuando acertó a pisar el local otro de los socios de esta peculiar agrupación, quien venía de bufanda. Pero éste fue más listo: vio a sus amigos con el rabillo del ojo y simuló responder un llamado a su celular. Dio media vuelta y se perdió en el paseo peatonal. Otro día pagaría esa cuenta, lo sabía, pues en los códigos que manejaba el grupo nada era gratuito. Le iba a salir bien cara, reían todos, incluso el miembro ocasional y el protagonista de la historia.

martes, agosto 01, 2006

Salut! Demeure chaste et pure

Suelo pasar frente a la misma ventana de una casa en ruinas en el barrio Brasil y suelo ver siempre a la misma mujer de pantuflas escuchando la misma canción. Es una casa descascarada, que pide clemencia a los edificios vecinos para que éstos no se le vayan encima y la echen abajo. Hoy eran las tres de la tarde y el sol de invierno ya iba pensando en recogerse. Miré hacia adentro, no cuesta mucho hacerlo, es preciso empinarse un poco y listo; miré y otra vez vi a la dama de pelo largo y blanco sentada en los despojos de un sofá, despojos dignos, pero no enteramente limpios, con las piernas recogidas, con su bata rosada de levantarse escuchando su disco de Gounod, posiblemente el único de una colección perdida. El tocadiscos estaba ubicado como de costumbre frente a ella, en una mesita de tres patas cuyo único adorno es un portarretratos con la foto de cuatro personas: un hombre, una mujer y dos niñitas vestidas de primera comunión. Cuántas veces ya he escuchado esa misma aria al transitar por el barrio, Salut! Demeure chaste et pure. A la dama no parece importarle demasiado la eterna repetición de las notas en la voz de Jussi Björling. La dama está en ruinas, pero conserva un brillo lejano en sus ojos acuosos que miran eternamente en dirección al tocadiscos. Cuando el aria acaba ella se levanta, vuelve la aguja al surco tres y retorna al sofá, con el cigarrillo entre los dedos. Detrás de la ventana el tiempo es una nebulosa originada en un tabaco pasado de moda, en un sofá desvencijado, en el recuerdo a medias de algo que pareciera encerrar cierta importancia.
Desde la ventana se puede ver la puerta que conduce al sótano. El candado está verdoso, oxidado, hace años que no se abre.

lunes, julio 17, 2006

Nada es perfecto

Este es el mundo de la imperfección y por lo tanto, de la tolerancia.
Nada es perfecto, como algunos osan afirmar por allí. Al contrario, todo es imperfecto. ¿Es una hoja perfecta? No, está llena de irregularidades. ¿Es un terreno perfecto? No, está lleno de anfractuosidades. ¿Es redonda la tierra? No es totalmente redonda. ¿Es el calor del sol regular? No, unos días calienta más que otros. ¿Tiene el año 365 días? No exactamente, tiene unas horas más que eso. ¿Empieza la primavera el 21 de septiembre? No, empieza un poco después. ¿Manejan los hombres en la ciudad a 50 kilómetros por hora? No, manejan a un poco más y bastante más que eso. ¿Hierve el agua a 100 grados? No, sólo a nivel del mar. ¿Las personas que tienen que entrar a trabajar a las ocho de la mañana, entran a las ocho de la mañana? No, generalmente entran a las ocho cinco, a las ocho diez y hasta a las ocho veinte. ¿Las leyes que se tienen que votar un martes, se votan un martes? No, casi siempre se votan el jueves o el martes siguiente o el año siguiente o simplemente no se votan. ¿La Corte que tiene que fallar un lunes, falla un lunes? No, deja el fallo en acuerdo (pendiente). ¿Los empresarios que tienen que pagarles las imposiciones a sus empleados, se las pagan? casi nunca: las dejan "para después". ¿Existe el año normal en términos de cantidad de lluvia caída? No, los milímetros nunca coinciden. ¿El hombre es fiel por completo? No. ¿La mujer es fiel por completo? No en el 95 por ciento de los casos. ¿Los curas son célibes? En el papel y los domingos en horario de misa. ¿Los motores de los autos fallan? Fallan. ¿Los aviones se caen? Se caen. ¿Las cartas llegan en la fecha acordada? No, llegan seis días más tarde. ¿El cuerpo humano es perfecto? No, falla y la gente se muere. ¿Dios es perfecto? No, porque la suma de errores no puede dar como resultado la perfección. ¿Los pies están hechos para caminar? No, porque cuando caminan mucho, duelen. ¿Las cuerdas vocales están hechas para hablar? No, porque cuando se usan mucho se gastan. ¿Los diarios informan todas las noticias? No, sólo las que ellos quieren. ¿Un penal es sinónimo de gol? No, y debiera serlo si la fórmula matemática de la velocidad del balón disparado en una dirección equis dividida por la velocidad de reacción del arquero fuese perfecta. ¿Lo que queda escrito no se borra? Falso, el tiempo lo borra todo. ¿Las pilas Duracell duran una eternidad? No, apenas una semana o un mes. ¿El pernil de chancho es la carne perfecta? Casi, si no fuera por la grasa.
Estos dos o tres ejemplos ilustran lo que nadie quiere ver. No hay nada perfecto. No hay hombres perfectos. No hay dioses perfectos. No hay reglas perfectas. Ni las matemáticas son perfectas.
Vivimos en la imperfección más descarada y el único remedio para combatir la imperfección es la tolerancia. Tolerar, tolerar, tolerar hasta que no demos más. Y cuando no demos más, cuando no demos más... habrá que idear la forma de desahogo perfecta, que es el crimen perfecto.
Ya he admitido en mis memorias alguno que otro crimen, como aquél de la prostituta de glúteos con textura de pelota de básquetbol. Ideo en noches de insomnio futuros crímenes perfectos. He hecho una lista:
Matar sin motivo alguno. He allí una buena idea para un crimen perfecto. No hay vínculo entre victimario y víctima.
Matar a los menesterosos. Se investiga muy poco aquellos casos. Al igual que los seres humanos, el detective por naturaleza es mediocre y propenso al ahorro de trabajo, ansioso de lucimiento, ambicioso de poder. Descubrir esos crímenes le aportan poco a su carrera.
Degollar con un trozo de hielo en un día de calor. A los pocos minutos no hay arma, desaparece la prueba del delito.
Empujar descuidadamente a la víctima a la línea del metro.
Me temo que ninguno de estos proyectos se lleve a cabo por ahora. Se necesita más estudio, es preciso repasar posibles errores, enmendar coartadas. Nada puede quedar en el aire. Hay algo que me inquieta, no sé qué es.

jueves, julio 13, 2006

Todos lo hacían

Todos lo hacían, todos lo hacían. Lo hacían de alguna manera. O derechamente. O discretamente. O usando la autoridad con desparpajo y cinismo. O a escondidas, pero lo hacían.
Yo lo hacía mentalmente, ni siquiera me atrevía a pedir permiso para hacerlo. Me lo habrían dado, pero eso qué importa a estas alturas.
Cuando la ocasión que daba origen al deseo pasaba y yo me quedaba con las ganas de hacerlo, entonces venía primero la frustración y luego el odio.
Cuántas vidas humanas han sufrido por causa de aquello, cuántos crímenes se podrían atribuir a esa semilla que no germinó, a esa trizadura del alma. Las estadísticas no hablan de esas cosas.

jueves, julio 06, 2006

El hombre que dudaba demasiado

De chico, el hombre que pensaba demasiado dudó de todo y quiso saber lo que había debajo de la trama. Por eso no creció nunca, porque nunca quiso ver la trama, sólo el revés. El revés lo que hacía era descubrirle problemas, mientras la trama brillaba, resplandecía ante todos, menos ante su estado de ánimo. Terminó sus días enredado en un nudo ciego.
Cuando tenía cinco años los problemas al hombre que dudaba demasiado lo aplastaban porque no lograba comprender sus mecanismos; más tarde le pasaron solamente por encima. Bien entrados los cuarenta sentíase ya preparado y les hacía frente justo en su momento. Ahora que está más viejo tiene la sensación de que los percibe antes de que comiencen. Tal vez a los 110 años sea capaz de tenerlos solucionados cuando ni siquiera se hayan generado los factores que den origen a ellos. Pero no habrá de llegar a esa edad porque casi sin darse cuenta ya empezó a meterse al nudo ciego.
Hokusai aspiraba a llegar a los 110 años para convertirse realmente en un artista. Decía que recién a esa edad, de cada uno de sus trazos fluiría vida. Eso es otra cosa.
Percibir las cosas antes de que sucedan otorga pequeñas ventajas y grandes inconvenientes, el más importante de los cuales es que los hechos, si uno los intuye, los termina fabricando. Al respecto, el hombre que dudaba demasiado ha descubierto en estos días algo que le ha llamado la atención: no se intuyen problemas, sino estados de ánimo.
No es que el problema no exista. Existe. O va a existir. Pero, ¿no es la comprobación del trágico destino que gobierna al hombre que dudaba demasiado el hecho de intuirlo? Esto, porque al ser parte del problema que intuye, ha sembrado una semilla con un gusano adentro. Distinta cosa sería si el hombre que dudaba demasiado intuyera problemas en los que no estuviese involucrado. ¿Es posible eso? ¿En qué no está involucrado? ¿En el lanzamiento de misiles de Corea del Norte? El hombre que pensaba demasiado tiene sus dudas al respecto.

lunes, julio 03, 2006

El campanario

Cuando subía las escalinatas para llegar al campanario se me vino a la mente la cinta de Hitchcock, especialmente el momento en que la monja se santigua y tañe la campana. Es una religiosa en las sombras, de bajísima estatura. Se asocian allí pecado, religión y tragedia. Asociación que hoy no provocaría desasosiego, sino curiosidad.
En la cima de la torre la campana me impresionó. Una paloma picoteaba en la tabla opaca del piso; la campana reposaba, no era su hora del día. Pesaría unas 13 toneladas, cuando menos. Era una atmósfera bella en la altura, bella y olvidada. Olía a santidad, una santidad no pestilente sino silenciosa, ausente de las cosas que pasan en la tierra. La paloma de la torre seguía picoteando.
Llegado el momento de actuar no tuve las fuerzas para hacerlo. No se actúa sólo por intención o deseo; se debe contar con medios y si éstos no están a la mano o no surgen de un fuego interno que les permita enfrentar con éxito lo que se les presente por delante es mejor no experimentar y abandonar la lucha, antes de darla siquiera. Eso fue lo que hice aquella vez.
Me admiraba de mi propia debilidad; meses atrás me hubiesen indicado con el índice como "el tipo que lo hizo", "el único que fue capaz de hacerlo". Ahora, en el campanario, no sabía si escabullirme como una rata o dar de patadas a un rincón, mas no a la campana, porque un solo golpe de zapato me habría dejado cojeando. Lo que sí deseaba, evidentemente, era liquidar a alguien. Buscar un culpable y hallarlo. Había muchos que merecían mi castigo, partiendo por mi propia persona. Los otros que me iban floreciendo en la cabeza eran hombres poderosos ante los cuales más de una vez debí inclinarme. El poder que ejercían era temporal, un poder que no dejaría historia, pero hacía daño.
Si reaccionaba coléricamente caería dentro de un corral de cerdos enlodados que chillan día y noche. Si me escabullía como una rata llevaría en mis espaldas el peso insoportable de la frustración.
Pero ya fue escrito: abandoné la lucha, antes de darla siquiera.

domingo, julio 02, 2006

Quién creó a quién

Lo que voy a decir me habría arrojado directo a las llamas hace tres siglos; hace cien años me habría mandado a la cárcel y hace diez habría motivado una carta al director. Como ahora va a pasar piola lo enuncio con todo desparpajo: así como el hombre no está en condiciones de hacer las cosas que hizo Dios, Dios no está en condiciones de hacer las cosas que ha hecho el hombre. Es la pura y santa verdad. Y que conste que hablo sin nada de soberbia.
Partamos con Dios.
Creó el Universo, es cierto. Nada fácil. Hizo que el polvo se convirtiera en materia sólida y que el fuego de las estrellas tomara forma. Estableció la variante planetaria, consistente en convertir los despojos de las estrellas en esferas rotatorias que tarde o temprano iban a dar origen a la vida, lo que a la postre sucedió. La gracia de Dios entonces fue aprovechar un resto que cualquier otro habría arrojado a la basura -los planetas- sacándole provecho gracias a su buen ojo. La otra gracia de Dios fue haber creado el tiempo y el espacio, todo un logro.
Bien, creo que hasta aquí llega Dios, salvo que se me hubiera olvidado algo, pero lo dudo. El asunto es que hace tiempo que Dios se echó a descansar porque todo lo que tenía que hacer ya lo hizo.
Veamos ahora al hombre.
Creó la televisión. ¿Son capaces de imaginarse ustedes cómo un hombre pasadito de peso que juega a la pelota en un estadio puede verse dentro de una caja de vidrio en las casas de todo el mundo? Y nótese que aquí va incluido otro invento: el satélite. O sea, mandar un cohete sin equivocarse fuera de la atmósfera y luego hacer que el aparato que lleva empiece a dar vueltas alrededor de la tierra, conectando señales que se le envían desde abajo. A mí no se me habría ocurrido nunca y es más, hago la siguiente apuesta: ¿cuántos inventos se perderían para siempre si el hombre tuviera que partir hoy de cero, por ejemplo luego de una guerra atómica? (otro invento, la bomba atómica).
El hombre creó las redes, los sistemas, ¡la computación, que es una cosa de otro planeta! Además logra que de un chorro de agua que cae a una turbina se alimente de energía eléctrica un país completo, y lo hace de tal forma que eso no puede fallar ni un segundo porque si falla queda la escoba.
Hace que una máquina de cuatro ruedas se mueva con sólo dar vuelta una llave y apretar un pedal. ¿Qué tal, sería capaz Dios de hacer eso?
Noto que mi locura está llegando a un grado tal que pronto podría asomarse la ambulancia. Bien, ahí tienen dos inventos más: con unas pastillas los doctores me pueden volver a la realidad y si no lo consiguen, con una simple forma de ordenar unas vendas me pueden inmovilizar y llevar al manicomio. Y ahora que efectivamente me llevan al hospital le hago la pregunta top al camillero, para que dirima: ¿Dios creó al hombre o el hombre a Dios?
-Lo que usted diga, amigo, lo que usted diga -contesta medio riéndose, pero noto que de pasada me roba el reloj.

viernes, junio 09, 2006

Forjando la mediocridad

Fui forjando mi mediocridad a punta de genialidades. Decían primero de mí: "Es aquél de las genialidades". Luego los mismos decían: "Es el loco de las genialidades". Después dijeron: "Aquél, el loco". Finalmente se reunieron en secreto y dictaminaron: "Ya está siendo la hora, pero no se lo digamos todavía".
Yo no he cambiado en toda la vida, he sido igual de chiquitito, desde que ansié superar en fama a Jesucristo. A mí lo que me hundió fue la repetición de originalidades. La gente se hastía de ver siempre lo mismo, quiere novedad. La novedad se llama juventud.
Pero me está salvando, si el término cupiera, el desprendimiento del ego. Cada mañana, al levantarme, queda en la bajada de cama una capa de piel escamosa. Al salir de la ducha me palpo las mejillas e intuyo que aún me quedan unas cuantas capas. Hay unos médicos que operan de una vez y el paciente sale a la calle menos que como Dios lo echó al mundo; sale como un atado de nervios. Yo soy de los que opina que es preferible entregarse al destino. Tal vez mi destino sea la celda 23 del patio 10 de la Penitenciaría. Pero eso, si está escrito, no se sabe.

sábado, junio 03, 2006

Detrás de una puerta de hierro oxidado

Mirados desde mi perspectiva actual, aquellos días no eran tan malos y sin embargo se me antojaban vacíos, débiles. Por las mañanas buscaba cariño, abría los ojos y me tomaba un café. Las tardes las pasaba sentado ante el computador y por las noches cenaba con música de Schubert. ¿Qué convertía en débiles y vacíos a esos días, insuperables días del recuerdo? (Ja!).
Había una mujer, muy lejos, que me provocaba cosquilleos. Cada cierto tiempo entrábamos en contacto y naturalmente nuestra gran pasión era una fantasía, un rascacielos de adobe. Tenía el poder de hacer sentir mis días vacíos, era toda una mujer.
Dejé de escribirle cuando me contó al pasar, asunto de rutina, que ese día había hecho el amor tres veces con su esposo. ¿Y yo qué soy, entonces, para qué me necesita?, pensé. Me sentía tan ridículo; apenas 24 horas antes le había dicho que la amaba. ¡Amor, ja!
Mis noches en el valle de Rapel pudieran ser mejores, pero no me quejo. Desde la colina se ve el río serpenteante, que poco más allá va a dar al mar. Por el camino pasan los autos con sus luces geométricas y sus ruidos de motor, sonidos agradables en el campo. En el día, un pescador rema hacia donde haya peces. Eso se ve desde acá arriba, un hombre en bote flotando lento, lento.
Donde yo vivo ahora está lleno de cruces olvidadas. Hay una puerta de hierro oxidado siempre abierta, que nadie traspasa. El pasto ha crecido y con él la maleza; nadie lo corta. Unos manzanos lánguidos de frutos verdes, amargos, me dan abrigo cuando cae la lluvia. Espero aquí mi hora, he dejado una orden al respecto.
Los días son largos, quisiera que fuesen más cortos. No se trata de exceso de luz solar, me estoy refiriendo a otra cosa, ¿se entiende?
Me aburro de esperar.
Pero el verdadero vacío no es éste. Dicho de otro modo, hay grandes mensajes que me han llegado desde que vivo en esta colina. La revelación mayor de todas, título y texto de algún libro iniciático, fundacional, es: "Las horas largas hablan y el silencio de su mensaje es la verdad".

lunes, mayo 29, 2006

Tensión


Vargas estaba tirado en la arena cuando su mujer le preguntó qué lo haría completamente feliz. Vargas se quedó pensando y se asombró de aquello. Siempre había considerado que esa respuesta era pan comido.
-Vivir en una casa frente al lago -dijo.
-O vivir en una casa frente a la playa -agregó.
-Escribir en el computador -agregó.
-Tomar al mediodía el café con mis amigos -agregó.
Ni una sola vez mencionó a su mujer, pero supuso que aquello estaba implícito en la respuesta. El sol invernal del norte grande los siguió calentando, pero llegaba la hora de retornar a Santiago. Antes de caminar al camarín a cambiarse de ropa, Vargas se hizo retratar. El tiempo lo habrá de mostrar para siempre como un cincuentón de barbilla doble y barriga blanca. Su bella mujer, que permanecía silenciosa, guardó la cámara y lo esperó paseando de un extremo a otro en la playa.
Vargas sintió que por la mente le rondaba una vaga tensión. Nunca había aprendido a distinguir la distancia que separaba la dicha del pánico; a veces dos o tres estímulos inmanejables bastaban para que pusiera un pie en el otro sendero. Esta vez se sentía bien, su cabeza no le zumbaba como el día anterior, su garganta ya no estaba inflamada, su aparato digestivo procesaba con normalidad, pero la pregunta... la pregunta... le volvió a la mente esa antigua y difusa intuición de no saber a ciencia cierta por qué vivía. Concluyó, tal vez erradamente, que era un hombre profundamente infeliz.
La tensión es parecida a la amenaza de ruina, equivale al momento anterior de la crisis epiléptica, cuando un aura de bienestar rodea la mente del paciente (Dostoievsky describe con bastante exactitud la antesala del ataque) para que segundos más tarde se desencadene una tempestad interna de relámpagos. En momentos de terror o de extrema tensión sobrevienen instantes de espera, ha dicho un escritor americano.
Vargas, a quien la inocente pregunta de su mujer lo lanzó de lleno a sus profundidades más lúgubres, pensaba en el camarín que sólo querría ser amable con ella, sólo desearía abrirle su corazón; en cambio una furia inexplicable se iba apoderando de él y le encendía otros deseos muy diferentes de los bellos que quiso imaginar ante la cuestión referida a su felicidad. A la salida, una parte de sí le imploraba decir palabras lindas, otra le ordenaba huir con rumbo desconocido, no estar allí, no estar en ninguna parte. Vivía un momento de tensión, sometido a la acción de fuerzas opuestas que lo atraían.
Ya vestido, listo para conducir el automóvil de alquiler que los habría de llevar al aeropuerto, escuchó la voz frágil de su mujer, que le dijo:
-Yo no soportaría vivir sola, no soportaría la oscuridad de la noche.
(Ilustración: Sergio Mardones)

domingo, mayo 21, 2006

Obsesiones malditas

La persistencia de la imagen en la mente es una patología que los expertos definen como "obsesión". Las obsesiones nacen de la nada o de estallidos. Las obsesiones que nacen de la nada son las más difíciles de tratar, pues denotan una anomalía endógena en el cerebro por causas desconocidas. Las que nacen de estallidos son tanto o más peligrosas que las anteriores y pueden llevar al suicidio. Recuerdo haber leído el caso de una joven que fue violada por un artesano contra los oscuros murallones de una feria, un domingo por la noche. El hombre le ofreció unos aros, la muchacha se los probó y el hombre la llevó al muro, la empujó contra el ladrillo y le tapó la boca con una mano mientras con la otra se bajaba el pantalón, le bajaba los calzones y la presionaba contra su cuerpo. Así estuvieron unos dos o tres minutos, ella intentando zafarse y él poseyéndola con bestialidad hasta que hubo consumado su deseo. Luego la dejó ir, lo que en buenas cuentas equivalió a perdonarle la vida, pues sabido es que los violadores no encuentran mejor salida para renegar de su acción que hacer desaparecer el objeto de su deseo.
Pero la joven fue incapaz de resistir la imagen tan potente que a cada momento se le cruzaba por la cabeza. Quería pensar en otra cosa, pero se le aparecía el hombre en los tres momentos del acto: al principio, cuando la miraba dulcemente y le ofrecía los aros; luego cuando la forzaba y finalmente cuando al dejarla ir le lanzaba una advertencia con una voz aguda, aún palpitante.
Le aparecía una y otra vez, además, la sensación del miembro masculino penetrando en su sagrada intimidad, y sobre todo el recuerdo de su propia e intensa lubricación y hasta de lo que alcanzó a intuir como la antesala de un goce inmenso, goce que no fue sólo por la rapidez con que acabó el artesano.
Se tomó un frasco de pastillas y quedó durmiendo para siempre. La obsesión desapareció junto con ella, aunque tal vez la acompañe de alguna forma por los desconocidos caminos de la eternidad de la muerte.

martes, mayo 16, 2006

El doble

Fue el martes o miércoles pasado, no recuerdo exactamente, cuando me volví a encontrar con mi doble. Lo noté viejo y cansado, algo obeso, barrigudo. Es increíble que todos los seres humanos tengamos un doble. Tanto escándalo que se hace hoy con la clonación, en circunstancias que desde que el hombre es hombre hay alguien igual a uno rondando por ahí y nadie dice nada.
No vayan a creer que mi doble es la imagen del espejo. Es en efecto la imagen del espejo. Pero también es un hombre de carne y hueso que camina, usa locomoción colectiva, entra a las oficinas y trabaja igual que uno.
Ese día, por ejemplo, lo vi clarito. Se bajó de la micro, miró la hora en el reloj de la esquina y apresuró el paso, porque iba atrasado. Cruzó semáforos con prudencia, para no ser atropellado, pisó por cábala el metal redondeado que sobresale de la baldosa en el paradero cercano a su oficina y entró a ésta con aire medio tranquilo medio apurado. Lo más divertido fue cuando justo al entrar se pasó la mano por el pelo, como si con eso quedara más presentable. No se daba cuenta de que nadie se interesaba en mirarlo al pobre y que el pelo le había quedado igual que siempre. Yo lo seguí para advertirle que esa mañana el jefe andaba de malas pulgas y que por eso no se le ocurriera pasar por delante de su cuchitril, pero ya era tarde: pasó delante de su cuchitril y le dijo buenos días pero no con la boca, sino con un gesto que nadie entendió y que pareció molestar sobremanera al temido Jefe, quien luego de unos segundos volvió a concentrarse en su trabajo.
Por la noche lo vi entrar a mi propia casa. Abrió la puerta con la llave y miró en derredor. El televisor estaba encendido y en el sofá mi mujer veía un programa del Discovery Channel con mis hijos. ¡El doble la besó en los labios y ella le correspondió! Era una infidelidad a toda prueba, y sin embargo yo callé la boca. Lo esperé en la cocina, a sabiendas de que vendría directo al refrigerador. Y lo hizo: abrió la puerta, sacó una Coca-Cola, la vertió en un vaso con dos cubos de hielo y luego le echó una buena dosis de pisco encima. Tomó el primer sorbo, dijo ¡ahhh! y preguntó, de lejos, ¿qué hay?, recibiendo por respuesta el mayor de los silencios.
Luego lo vi sentado ante el televisor, solo, cambiando canales mientras los demás dormían, y hasta pude observar sus sueños, que consistían en cosas tan simples que era incomprensible que nunca él se las confesara a nadie: tener un pasar tranquilo, amar y recibir amor, echarse una canita al aire, escribir historias. Pensamientos buenos y no obstante se empeñaba en subir el volumen del televisor, como haciéndose notar, como mandando un mensaje que sólo consiguió por respuesta un grito desde las profundidades del dormitorio, grito que redujo al doble a un montón de polvo que desapareció, presuroso, por la rendija hacia la noche.

miércoles, mayo 10, 2006

Las puertas del cielo

(Ilustración: Sergio Mardones)


Una noche brumosa me perdí y fui a dar a un lugar que nunca había visto en un sector pantanoso de Valdivia, cercano a San José de la Mariquina. En un claro del bosque me encontré de pronto frente a una puerta descomunal, mejor dicho bajo una puerta descomunal. Presumí que la inscripción en bronce del vocablo "Cielo" en un ángulo superior de la hoja derecha de la entrada era la metáfora ideada por un chiflado o el nombre de fantasía de alguna próspera empresa maderera que desconocía. El suelo despedía vapores de hojas en descomposición, la niebla se tornaba más y más densa con el correr de los minutos, haciendo que el paisaje redujera notablemente sus elementos: sólo la puerta, unos pocos arbustos, el murmullo del riachuelo, la sombra que no dejaba ver el bosque.
Había que hacer algo, pues obviamente a la intemperie no lograría sobrevivir ni siquiera una noche; tal era el frío y la lluvia que se había dejado caer a baldazos. La puerta se me hacía más alta no bien le dirigía la mirada, lo que trataba de evitar, ya que su sola visión me despertaba una inquietud infinitamente superior a la de la situación que vivía. Era una puerta maciza de alerce de dos hojas, como ya he dicho; una anchura de unos seis metros y una altura de unos 25 metros, digo 25 porque superaba a un edificio de seis pisos.
Con cierto alivio, si se pudiese usar ese término para describir la pesadilla que protagonizaba a mi pesar, recordé que lo que estuviese viviendo en ese instante, fuese realidad, sueño o ficción, era la experiencia de volver a estar ante las puertas del cielo, de modo que algo bueno podía salir de aquello. La primera vez que tuve la oportunidad de traspasar ese umbral fue a los ocho años, cuando me caí del parrón y perdí el conocimiento. Durante unos minutos un hombre de barba blanca me tomó de la mano y me condujo por un sendero que terminaba en una puerta como de sala de clases. La abrió un poco y me dijo: "Estas son las puertas del cielo. Observa con atención lo que hay más allá pero no entres, porque todavía no lo puedes hacer". Me asomé a mirar y una luz enceguecedora me despertó y no pude ver lo que había en el cielo: el doctor Dintrans alumbraba mis ojos con una linternita.
La segunda vez sucedió un otoño en que estuve en un tris de lanzarme con mi auto al río Maipo para poner fin a mis días. En ese momento vi de nuevo las puertas del cielo: eran verdosas, de un metal oxidado. Llegué a sentir el inmundo sabor de las aguas y el dolor de la fractura en el cráneo. Todo no fue más que un mal momento, un estallido que se frenó y dejó que gastara su energía en un incesante recorrido por la sangre hasta que volví a ser el de antes.
La noche que relato ha sido la última. Toqué dos veces y las puertas se abrieron de par en par sin que chirriaran los goznes. No se veía nada, el agua ya me llegaba a los talones y las ramas que arrastraba me herían las piernas; en el cielo no se oían voces, no se escuchaban oraciones ni notas de arpa. Pensé que San Pedro se haría presente junto a San Juan el Evangelista, Abraham, Moisés, Jesús, pero el aguacero era demasiado intenso y no se prestaba para la meditación ni para el perdón, ni siquiera para consultas o inscripciones en listas de espera. El agua ya me llegaba a las rodillas y me arrastraba hacia adentro, cada tres o cuatro pasos resbalaba y caía y tragaba un líquido pastoso, que me dejaba restos hilachentos en la garganta. Me vi obligado a nadar, las brazadas me llevaron a una cascada que me sumergió durante unos segundos en un agua espumosa, plagada de salmones que pugnaban por vencer la corriente, pasándome a llevar las orejas con sus aletas filudas. Era tal mi desesperación que me agarré a lo que pude y no lo solté: una raíz nervuda que me permitió ver un nuevo amanecer, cuando lo creía todo perdido...

martes, mayo 09, 2006

Tardecitas de domingo

Ahora me ha dado por ir al Parque Forestal. Los primeros días me los pasaba en la Plaza de Armas, no digamos que dándoles de comer a las palomas, porque sería como un cuento de jubilados, y éste no es un cuento de jubilados, ni siquiera es un cuento; sino que, como iba a decir, los primeros días me los pasaba mirando caras. Es tan curioso mirar caras. Uno puede sentarse y ver muchas caras, digamos unas 200 caras. Cada una es diferente, sin embargo uno se termina aburriendo y cuando ya las ha visto todas no queda otra cosa que levantarse y caminar.
Así lo hacía yo. Me sentaba en un escaño a mirar caras y cuando sentía el dolor en la espalda por esos palos tan disparejos que colocan los fabricantes de escaños me paraba y me iba. Tomaba mis bártulos, que nunca eran muchos, digamos una agenda y un libro, o sólo una agenda, y me ponía a recorrer las calles céntricas, silbando una canción de puro contento. Me sentía importante, protagonista de una fuga de película. Lo más curioso era que no estaba triste, sino apenas algo nervioso. Me decía: "Aquí voy caminando, solo, yo versus el mundo. Ahora puedo darme el lujo de descubrir Santiago y afilar de lo lindo".
¡Qué curioso! Nunca pensé que esta ciudad fuese nostálgica. Pero ese no es el tema, sino... ¿cuál es el tema?, ¿el de mi importancia? ¿el de mi fuga? ¿el de las minas de la plaza? Se me ocurre que estos tres tópicos podrían conformar un solo gran tema, el de las "Tardecitas de domingo", tema que comienza por supuesto todos los domingos, salvo que llueva, cuando me dejo caer por los caminitos del Parque Forestal. Llego temprano, tipo diez y media, con el diario bajo el brazo. Enciendo un cigarrillo y me gano en un banco, de frente al Mapocho. Siento sus olores pestilentes combinados con el humo del tabaco y los aromas de la brisa que pasa por entre las ramas de los árboles. Examino el diario, lo palpo, le tomo el peso y lo leo. Me gusta empezar de atrás para adelante. Abro la página de la cartelera y la programación de la TV. Aseguro el panorama de la postrimería fabricándome la idea de una noche con cervezas y papas fritas envasadas frente a la pantalla. Cuando no hay programas buenos me deprimo anticipadamente. Pero no es tan tremenda una depresión frente al Mapocho, mientras la brisa mueve las solapas del abrigo. Digamos que es preferible a encender de noche la TV y encontrarse con bodrios más grandes que los tres chanchitos. Después me paso al fútbol y a los crímenes. No hay noticias más entretenidas y completas que los crímenes. Tienen emoción, suspenso, horror; hablan de miserias humanas y almas enfermas. No se andan acartuchando y tienen la ventaja de estar protagonizadas casi siempre por gente pobre. Los pobres no se avergüenzan de lo que son; cuentan sus pesares como si dijeran la hora y no amenazan a la prensa (me puse filósofo, filósofo de banco. El doctor Escaño).
Cuando los palos del asiento, las noticias, la brisa, el hedor mapochino cansan, miro el reloj y me levanto. Hago hora para entrar a la fuente de soda de costumbre, en la que me está esperando la mina de siempre con el hot dog y la cerveza. Dejo la barra llena de servilletas manchadas, paso al baño a orinar y lavarme los dientes y me voy, con ese aire misterioso que la hará pensar (a ella, la mina de la barra) en el bebedor de cerveza, aquel cuento de Rojas.
Ha llegado entonces la hora estelar, la de las tardecitas de domingo. Camino hasta la Plaza de Armas y me siento a observar. Antes lo hacía por las mañanas, pero ahora cambié de estrategia, como lo dije al principio. Las mañanas, lo descubrí después, no eran apropiadas para lograr mi objetivo.
El periscopio doble se mueve de aquí hacia allá, hasta que da con la presa. La huevona se pasea nerviosa, con su traje negro dos piezas y su cartera blanca. La falda suele terminar con una rotura en el corte. Las uñas son rojas y cortas y los dedos, toscos, como recién lavados con Rinso. Los zapatos negros de taco medio tienen las tapillas gastadas y la mirada siempre se dirige a un costado bajo (no es una mirada de asesino; digamos que es la de un animal fuera de ambiente; o si lo prefieren, la de una empleadita con día libre). Como esto no es un cuento, lo repito, puedo darme el lujo de reproducir un bosquejo de diálogo, que bien pudiera tomarse como manual para conquistar chinas.
-Hola.
-...
-Tan calladita.
-...
-En el Roxy están dando la película de Luis Miguel.
-...
-Yo no le digo que la voy a invitar. Es por si usted la quiere ver con su amigo. Pero parece que no llegó. A lo mejor tuvo que quedarse en el jardín.
-¿Lo conoce?
(En mi puta vida he visto al huevón)
-Sí, una vez los escuché conversar en un banco. Perdone usted, mi querida dama, no fue mi intención. Pero verlos a ambos juntos me produjo cierta tristeza, porque yo me decía: "esta señorita tan linda sale con el jardinero, y el jardinero ni la infla..."
-¿Por qué dice...?
-Se notaba. Mire, señorita...
-Lucy...
-Mire, Lucy. Usted es demasiado para él. Es linda, romántica, no está para andar llenándose las manos de tierra. Permítame su mano. Mire, ésta es la mano de una dama, lo repito.
-Se está burlando...
-¿De usted? ¿Por qué lo dice? Me ofende.
-No, si no.
-Vamos, la invito a un jugo. Su amiguito ya no llegó.
La tomo del brazo y me la llevo, contemplando con el rabillo del ojo al culiado, que llega tarde y sudoroso a la cita del domingo. La apego un poco al cuerpo, rozándole el muslo con mis piernas al cruzar una calle, y la meto pronto a un local de medio pelo, donde despacho el jugo en pocos minutos (porque la tarde es corta). Luego me la llevo al cine. La abrazo a la entrada y la beso en la mejilla, lo que siempre provoca un rechazo y una risa (estas mierdas nunca se atreven a más, por la vergüenza que les causa el acomodador). Ya sentados, procedo con toda discreción.
-Lucy...
-Ya po.
-Huachita linda.
-Ya po.
-Es que es tan linda...
-Ya, déjese.
-Un puro besito.
-No.
-Uno solo.
-Me voy a ir.
(Beso)
-¿Ve que no era tan malo?
-Usted... ni lo conozco.
-¡Cómo! Aquí está mi carnet.
(Risas)
-Se la sabe por libro.
-Es que la quiero...
-Mentiroso.
-Verdad.
La beso y la aprieto. Le paso los dedos por las tetas y deslizo la otra mano debajo de la falda, hasta casi llegar a la zona prohibida. Ella comienza a excitarse, pero yo sé que en el teatro no se va a entregar. La llevo entonces a un "lugar más cómodo", en el que se deja sorprender por la decoración de fantasía y los espejos. Y allí, entre promesas de matrimonio y cariños tiernos, la doy vuelta a cachas toda la tarde.
Cuando las cortinas dejan de tragarse la luz del sol y los faroles se anuncian a lo lejos, como huevos de avestruz, la suelto y me voy a la ducha. Ella se viste, feliz de haber pasado una tarde de amor que podrá contar a sus envidiosas amigas en la cola de la panadería. Me tira un beso que apenas le respondo, por compasión y por si las moscas me la topo al domingo siguiente (el problema de estas maracas es que son todas iguales; uno se las afila una vez y ya creen que están de novias). La acompaño al paradero, le digo chao con la mano y saludos te mandó cagaste.
Los altos edificios resplandecen y las calles brillan de negrura y suciedad cuando regreso a pie a la pensión, sintiéndome importante, dueño de una gran pena. Son esos momentos, por los que todos pasamos, los que me castigan con imágenes que brotan como el pasto de invierno, llenándome la cabeza de ideas vagas y melancólicas. Veo una casa, un mueble desvencijado, la risa inocente de un niño de uniforme y cuello sucio, un cuadro viejo en la pared, un abrazo de Año Nuevo, una noche de brisca, una almohada tibia. Antes de naufragar entre recuerdos y de ponerme a... (¡puta, la huevadita que iba a decir!) entro a la botillería, aseguro las cervezas y el paquete de papas fritas y apuro el paso para no perderme el comienzo de la cinta.

viernes, abril 28, 2006

Partida de cartas

Duermo a sobresaltos. El verano entra por la ventana, con oleadas de calor seco. Las gatas van y vienen, los muebles crujen de vez en cuando y abajo, el inodoro lanza descargas automáticas que se asemejan a los malditos recordatorios de las campanadas de los relojes de iglesia (la-noche-avanza la-noche-avanza). Siento ruidos en la calle. Mi hijo abre la puerta de la reja, lo que instantáneamente me tranquiliza: ha llegado a casa.
Pero de pronto vuelve a salir. Corro al balcón y miro: es él.
-Dónde vas.
-...
Mi mente se llena de angustia. Creo que la angustia venía de antes, de algún sueño que tuve y no recuerdo, del sueño que ya no logro conciliar.
Hace tanto calor. Las narices se me tapan. Duermo desnudo. Trato de dormir. Me doy vueltas en la cama. Mi esposa gruñe, está intranquila.
Voy al baño a mear. Meo y tiro la cadena. Lavo mis manos y entonces me miro al espejo, pero lo que veo no es mi cara. Es la de Humberto, mi hijo, que ríe absurdamente, con su barba descuidada.
Ahora no es angustia. Es una locura lúcida, porque esa cara no puede estar mintiendo ni mis ojos pueden estar mintiendo ni el impulso nervioso que transmite la imagen a mi cerebro puede estar faltando a la verdad. La única verdad es que en algún momento de la noche ha debido producirse una transposición.
Debo volver a la pieza. Pero ¿a cuál? A la de él, mejor dicho a la mía. ¿O a la de mi padre? Y si yo había salido, ¿cómo es que estoy aquí? Y entonces, ¿dónde está mi padre?
-¿Lo ha visto, mamá?
-Volvió a salir, hijo. No sé dónde. Acuéstate, hijo.
-No puedo, mamá.
-Qué te pasa.
-Tengo miedo. Recién me vi al espejo y me dio miedo.
-De qué tienes miedo, hijo.
-No sé, mamá. Tengo miedo. No puedo dormir. Quiero que vuelva mi papá...
-Espera un poco, hijo. Ya pronto va a amanecer.
-Sí. Amanecerá. Y qué saca con amanecer.
Sólo yo entiendo mis dichos. Y Fernández. Siempre que digo cosas como éstas se arregla el traje y me pregunta:
-Qué es la ley.
Juntos hemos aprendido a salir del paso. Yo hago las entrevistas, él toma las fotos. Si yo canto, él me sigue. Pero casi siempre es él quien lleva la iniciativa. Dice "semilichái" en vez de "no sé si me cachái". En los veranos, "lao laíto" en vez de "helado, heladito". En los inviernos, no sé.
Ahora está sentado en el banquillo blanco del comedor del edificio, con su traje gris, impecablemente vestido.
Mira la baldosa. No se siente bien. Me lo confiesa, me lo insinúa mirando el piso resbaloso, cubierto de colillas. Voy y lo consuelo. Pero los consuelos no sirven de mucho, porque no cambian el destino. Si ambos hemos llegado a esto será por algo. No importa que yo sea la visita y él, el paciente. O tal vez los dos estemos enfermos. Ni siquiera uno mismo puede cambiar el destino, de modo que lo mejor será que volvamos a la partida de cartas.
Yo: Angustia.
Fernández: Angustia...
Yo: No pasa.
Fernández: No pasa...
Yo: Semilichái.
Fernández: No sé si me cachái, loco.
Yo: Lao laíto.
Fernández: No. Hace frío.
Yo: Abre los ojos, Fernández.
Fernández: Abre los ojos, Fernández.
Yo: ¿Pánico, panico o panicó?
Fernández: Panico.
Yo: Esperanza.
Fernández: Esperanza gansa.
Yo: Píldora.
Fernández: No tomo.
Yo: No mienta.
Fernández: No miento.
Yo: Miente, Fernández.
Fernández: El facultativo me prohibió mentir.
Yo: Whisky.
Fernández: El facultativo me prohibió libar.
Yo: Cigarro.
Fernández: Ya.
Yo: Caso compra de disco para hacer asado.
Fernández: Me costó 90 mil.
Yo: Caso sección Fotografía.
Fernández: Caso sección Fotografía.
Yo: Caso viaje a Cuba.
Fernández: Caso viaje a Cuba.
Yo: Caso viaje a Cuba para que los niños aprendan pimpón.
Fernández: Caso viaje a Cuba para que los niños aprendan pimpón.
Yo: Profesor, ¿esto es una gran farsa?
Fernández: No me atrevo a dar un punto de vista respecto del tema mientras no veamos qué es lo que ocurre en el Q.T.H.
Yo: Qué es la felicidad.
Fernández: La felicidad es la ley. La ley es la felicidad.
Yo: ¿El ser humano no es menos feliz por ser infeliz?
Fernández: El ser humano por ser infeliz es más feliz... Lo dice la ley.
Yo: Qué es la demencia.
Fernández: La demencia es un estado de relajo y de alejamiento... frente a la ley.
Yo: Qué es la ley.
Fernández: Qué es la ley...
Fernández: ¡Qué es la ley!...
Fernández: ¡¡¡QUÉ ES LA LEY!!!
Salto en la cama ante el grito de Fernández. Pero es la puerta de la reja, que suena de nuevo. Es Humberto. Ha regresado.
-Qué te pasó, hijo.
-Nada, mamá.
-Acuéstate, hijo.
-Sí.
Ha sido vista un ave, un ave negra, gorda, de pico largo y aguzado, pata fina, ojo cruel.
Apareció de pronto en el espacio que siempre ocupa otra de plumaje gris, confiada. El ave gris vive escarbando en el pasto en declive hasta que da con gusanos. Un árbol la separa de la amenaza y el tronco del árbol impide una perfecta visión.
El ave negra se le va encima, advierten las voces. Surge una preocupación intensa, urgente. Recuerdan cuando su padre entraba a casa, borracho, siempre a punto de caer al suelo y azotarse la cabeza. El recuerdo se amplía a cuando quería abrazar a las voces, cuando lloraba por su pasado de pobreza y lo rechazaban con desprecio.
Una vaga inquietud. Un desasosiego ante la tragedia por venir.
El ave gris sigue escarbando, como hacen los animales con poco cerebro. El ave negra se le acerca y le lanza un picotazo. Nada suena, ha sido un picotazo anunciado, no hace frío ni calor; si hay brisa es invisible y si hay voces no se oyen.
Las voces se espantan contemplando la escena pero hay una suerte de esperanza, un duelo aceptado por la víctima, que le devuelve el picotazo con otro más artero, y es como si ambas estuviesen en un ring y las voces en un teatro.
Pero en el destino estaba escrito que se inventara el movimiento. Golpe a golpe el ave gris va cayendo desplomada mientras los picotazos le abren en dos el plumaje del lomo y comienza a ser visible una carne roja y colgajos hilachentos de tejidos que se traga sin apuro el ovíparo de lúgubre andar.
Esa vaga inquietud. Esa vibración interna para la que no hay palabras...
No hemos nacido para soñar, no hemos nacido para vivir. No hemos nacido para estar tranquilos. Los animales todo lo que hacen es buscar comida. Cuando estamos tranquilos es algo falso. Además, siempre hay una o varias de las miles de partes del cuerpo que molestan. Fíjense ustedes y siéntanlo en este mismo momento. ¿Están completamente tranquilos o algo del cuerpo les molesta, les duele, los tiene con los nervios?

martes, marzo 28, 2006

La impaciencia me irrita

Dos veces he tenido la oportunidad de estar dentro de un cementerio en calidad de éter. La primera vez fue un problema, pues me perdí en una avenida de piso de tierra que daba a una callejuela enormemente larga, alta y sombría. Ya iban a cerrar y la gente corría con las flores pero una vez que hube entrado en la callejuela todo se me hizo cuesta arriba y simplemente no volví a salir de allí.
Siempre que recuerdo esa escena me parece haberla vivido antes, uso el verbo de manera metafórica, desde luego. Hago memoria y trato de darle nombre al cementerio pero termino chocando con la misma callejuela de altas tumbas en hilera y la tensión de la gente con sus coronas y ramos. Había, recuerdo ahora por primera vez, una estrechez, una especie de paso escondido, casi un túnel que conectaba el cementerio con la ciudad, pero esa vez, esa única vez que estuve, estoy y estaré allí para siempre el paso me fue vedado a la vista, uso el sentido en forma metafórica, desde luego.
La segunda vez recorrí el camposanto y me instalé a sentir sobre una tumba ubicada en el sector central. Era una tumba hecha de granito, intacta en su estructura pero gastada por el tiempo; me recordó las construcciones alemanas. No leí nombre alguno de finado que ocupara el espacio de tierra cercado por el granito; sin embargo durante unos instantes me pareció haber conversado con mi primo Julio, quien permanecía en la superficie de la tumba, dentro de un canasto y sin uno de sus brazos. Se veía tranquilo, él sabía que se quedaría allí, de hecho sabía que estaba allí mientras todo el mundo atendía sus asuntos afuera, pero en el cementerio había una luz de tres de la tarde de día de domingo de otoño y no volaba una sola hoja. Por consiguiente no había motivos para preocuparse.
Quisiera que la verdad me fuese revelada de una vez; me cansa esperar de los sueños alguna respuesta coherente. Alguien dijo que saber que ignoramos lo que no sabemos es el mejor conocimiento, pero mi problema es la impaciencia, que me irrita.

domingo, marzo 26, 2006

Aires de otoño

Vi el otoño, fue una sensación fugaz, un golpe de conciencia que habrá durado entre uno y tres segundos.
Había algo en el color del muro de la casa de dos pisos que pasaba ante mi vista, en el rostro cabizbajo de la mujer con su hija. La luz era la luz inconfundible de las tardes de otoño, por qué, no lo sé; ese asomo de tristeza, ¿dónde me fue permitido intuirlo, internarme en su inefable secreto, en qué ángulo de la calle? La brisa estremecía en lo alto las verdes hojas de los castaños, que chocaban con el tendido eléctrico antes de caer, algunas; las hojas se empezaban a pudrir por dentro, era un anuncio pero nadie se interesaba en él.
Antes me creía poca cosa, hoy no me creo nada. Ahora acepto las brechas entre los hombres. A unos les gusta el rock y hablan de rock, ¿por qué mi amor por Borodin debiera ser amor más puro? Las nuevas generaciones hacen planes de juntarse a beber margaritas para conversar de sus asuntos; a mí no me nace acompañarlos. No soy inmortal, tardé en descubrirlo, soy un hombre perturbado que sufre de insomnio en las noches que se vuelven frescas anunciando el otoño.
El otoño me quita las ganas de matar.

miércoles, marzo 22, 2006

Lluvia de meteoritos

Debíamos protegernos de la lluvia de meteoritos en edificios endebles que dejaban a la vista esqueletos de madera de pino, ventanucos a medio cerrar, cielos falsos. Eran las tres de la tarde pero el fenómeno había oscurecido a la tierra por completo, más que un eclipse total de sol. Los meteoritos volaban sobre la calle a velocidades inauditas. Vistos desde el octavo piso del edificio eran miles de rayos cruzados que generaban una ventolera silenciosa. La multitud se apretujaba en las habitaciones, angustiada. No había nada que hacer. La ciudad estaba en ruinas.
Quise bajar entonces al subterráneo para salvar mi vida, pero no había subterráneo. En cualquier momento el edificio se vendría abajo. Nos lanzamos a la calle con otro hombre, pero un mar blanquecino y bravío nos atrapó y nos llevó hacia adentro. De casualidad pudimos agarrar la cresta de una ola: hubiese preferido no hacerlo. Desde esa altura nada de envidiable divisamos con horror una catarata con forma de embudo cuadrado, de una superficie aproximada a la de media cancha de fútbol. Era un hundimiento desmesurado de las olas e íbamos directo hacia allá. La fuerza de la corriente se adivinaba inmensamente superior a la de nuestras brazadas, pero he ahí que un afortunado repliegue de las olas nos lanzó violentamente a la orilla cuando ya nos dábamos por muertos.

(Ilustración: Sergio Mardones)

martes, marzo 21, 2006

El bandoneón maldito

La historia del bandoneón maldito comienza y termina en una misma noche y sucedió en San Felipe. Un poeta de apellido Serey, que se desempeñaba como garzón, dio el puntapié inicial, cuando se le ocurrió obsequiarme un librito de su cosecha, mientras bebíamos con el zorrito Ruiz, él una piscola, yo una cerveza pale ale. ¿Motivo del happy hour?: el encuentro con el viejo amigo luego mi visita a su cuidad, San Felipe, con fines profesionales.
-¡Es la noche del arte!, exclamó con una pasión contagiosa el zorrito Ruiz, quien, bien miradas las cosas, vendría siendo el zorrito del medio, pues los otros dos zorritos son, por orden cronológico, Ruiz Zaldívar, también llamado el zorro mayor; y Ruiz no más, o el zorrito chico.
-Sí, hoy sucederán cosas importantes, le respondí.
De esa noche, ya acaecida, ya empañada por el velo del presente, de esa noche fantasmal queda en el recuerdo la historia del bandoneón maldito.
Ruiz Zaldívar nos esperaba en su casa, sentado en un sillón de mimbre. Cuando entramos volteó la cabeza, porque la posición que ocupaba con respecto a la puerta era de perfil. Me llamaron la atención sus ojos grandes. No tardé en darme cuenta de que se debían al tremendo aumento de sus lentes ópticos.
Cualquiera a su edad se habría acostado sin esperarnos. Su esposa no se encontraba bien de salud y aquélla era una excusa más que suficiente para meterse en el sobre. Pero él nos esperó porque el zorrito del medio le había encendido la chispa del tango, que es una de las verdaderas y grandes razones que el zorro mayor tiene para vivir.
¿Qué decir de los tres zorros que lo resuma todo? Que a pesar de ser tan diferentes estén cortados por la misma tijera. El alcohol ayuda a clarificar las ideas. Para el zorro mayor, por ejemplo, el vino era sólo vino y servía para refrescar el gaznate y suavizar el carraspeo entre tango y tango. Para él lo único que importaban en ese momento eran los pensamientos tristes que se bailan, a los que les daba vida con sus cuerdas vocales; todo lo demás, incluso la enfermedad de su esposa, eran accidentes, adornos de ésos que a veces ni siquiera se toman en cuenta. Yo adivino el parpadeo... se le ofrecía como un mundo más urgente y pragmático que el mueble en desuso, la radio pasada de moda, el libro gastado en el estante. Se me antoja que al finalizar la noche, al acostarse en su lecho de anciano, ha quedado triste y desanimado, pero el zorrito Ruiz me asegura que no, que la felicidad de esa noche le ha dado energías para una semana entera.
Entre tanto el zorrito chico ha llegado con una botella de vodka bajo el brazo y se ha puesto a escuchar. Los ojos le brillan, más que por los tangos, por la noche, por lo que ofrece la noche, por el futuro de dramáticas perspectivas que para él significa la noche. A diferencia de sus mayores, la noche no es recuerdo ni melancolía, sino savia, promesas, rebelión de estrellas, revoluciones más trascendentales que la revolución rusa. Sólo en la noche es cuando el día se le revela tan limitado, tan pobre y falto de sustancia. Allí, entre tango y tango tantas veces escuchados de la voz de su abuelo, comprende que es un esclavo de un día que le ofrece mucho menos de lo que él es capaz de dar. Y por eso sufre con tanta alegría. Porque está encadenado al destino de los zorritos de San Felipe, que tanto han dado al mundo bajo el severo manto de la incomprensión.
Es necesario detenerse antes de pasar a narrar la historia del bandoneón maldito, en la figura del zorrito Ruiz, de la que poco y nada se ha dicho. El zorrito Ruiz es en efecto el eslabón del destino, la figura metafísica del presente, un presente angustiante, pleno de sinsabores y traspiés, de proyectos frustrados, proyectos por venir, relaciones rutinarias, compromisos a medias, un presente que es la realidad misma del mundo. El zorrito Ruiz es la metáfora de un tiempo que para el siberiano, el neoyorquino, el rancagüino y el vietnamita es el Presente. El zorrito Ruiz además, toca el bandoneón.
Sentado ante la mesa del hogar de la provincia pensaba yo, en mi calidad de dr. del vicio, cómo se podía vivir en un presente en que las cosas no se dan muy bien como para que se viva, por no decir que se dan muy mal, y he ahí entonces que como por arte de magia se me ofrece una interesante teoría filosófica: se vive el presente venciendo a la muerte con la voz, se vive el presente atacando el bandoneón que se resiste y termina entregándose a las manos del que lo estira y lo comprime, se vive el presente soñando que la noche es el verdadero día.
Fue en un paréntesis que el zorro mayor utilizó muy bien para beber de su copa en que el zorrito Ruiz intervino y me contó la historia del bandoneón maldito.
"Hubo en su tiempo dos bandoneones: éste, que es una joya, y el bandoneón negro, que no era tan bueno. Los dos fueron comprados en tiempos diferentes en pueblos apartados de Argentina. A pesar de que se nos insinuó que el negro no tenía un buen historial mi padre insistió en adquirirlo, ya que su idea era dejar éste para las grandes ocasiones y el negro para el trajín.
"Pero apenas el bandoneón negro llegó a la casa todo empezó a ir mal, e incluso el bandoneón café se taimó. Una noche tocamos Yuyo verde en un recital y fue espantoso, las notas no salían y el público no nos pifió de provinciano y comprensivo que era o porque se trataba de un recital gratuito.
"Comenzamos a pensar en la posibilidad de una maldición pero no le dimos más vueltas al asunto hasta que un día, en esta misma pieza, vimos con nuestros propios ojos como la caja del bandoneón negro corría por el suelo hasta situarse junto a su instrumento. Mi padre guardó el bandoneón negro y al día siguiente se lo vendió a un odontólogo. Pero vender es un decir, ya que prácticamente se lo regaló, lo liquidó. A contar de ese mismo día el bandoneón café recuperó su sonido y aquí lo tienes, haciendo maravillas".
-¿Y qué fue del otro? -le pregunté.
-El odontólogo nunca lo pudo tocar ¡porque a los tres meses se murió de cáncer!

martes, marzo 14, 2006

Emboscada

No sé por qué a mí siempre me pasan cosas divertidas y a los demás les pasan cosas serias. Pero los demás andan con la cara alegre y yo ando con la cara triste.
He ido al dentista. Ya sé que se van a reír, pero no puedo evitarlo. El doctor me dio mala espina desde la entrada, porque era joven y no tenía pelos en los brazos. Se llamaba El doctor Vilches.
Me ha pasado de lo peor. El doctor Vilches me hace preguntas mientras me tiene con la boca abierta, y son preguntas que requieren un desarrollo, no sólo un asentimiento o una negativa con la cabeza o la mano. Me preguntó qué opinaba de los últimos sucesos políticos del país, respuesta que tardé en preparar. Cuando llegó el momento del enjuague y me disponía a contestarle él empezó a hablar con su secretaria. Le recordó que le hiciera la reserva del hotel para el fin de semana en la playa. Luego volvió a mi silla, me hundió la cabeza en el respaldo, accionó un mecanismo y la silla pareció descender a los abismos.
-Qué calor, ¿eh?
-Ííí, oc-or.
-Abra más la boca.
-¡¡¡E... ué-e... oc-or... í-e!!!!
-¿Qué dice?
-Me duele doctor Vilches.
-No se queje. Abra la boca. Pinzas, Mónica.
-...
-Un amigo me contó que la Bachelet es pura pantalla. En La Moneda tienen una oficina especial donde se cocina todo...
-Aaa. E-inte-e-san-e...
-El otro día estuve con el Cote Morandé, el hermano del Kike, y me decía que le esá yendo re bien con el personaje de la gordita...
-Aaaa...
-Abra más la boca.
-O ueo... ¿A-í?
-No hable. Ahora tranquilito. Mónica, el alicate.
-¿E me a a-é?
-¿Qué dice?
-Qué me va a hacer.
-No hable.
-¿Doctor?
-¿Sí, Mónica?
-Afuera hay dos señores esperando al caballero.
(Efectivamente hay dos varones leyendo. Ambos son asesinos a sueldo. Es casi un ritual que cada vez que voy al dentista asesinos a sueldo me preparan una emboscada en la sala de espera. Si son los mismos del martes anterior estaré salvado, como lo prueba el hecho de que ahora esté vivo. Esos sicarios eran profesionales vanidosos, se mostraban entre sí las pistolas con silenciador y para vanagloriarse disparaban a los loros que hablaban en los árboles.)
-Doctor...
-Abra más la boca. ¿Sí, Mónica?
-De la conserjería avisan que están matando unos loros.
(Ah, puedo respirar tranquilo nuevamente; mi hora se resiste a llegar, estoy pasando otra dura prueba, qué fastidioso es esto de hacerles frente a las leyes naturales.)

viernes, marzo 10, 2006

El germen de la grandeza

En este momento calmo en que me sorprende el destino al iniciar un capítulo más de mis memorias, tal vez un capítulo esencial, desearía referirme a un convencimiento que se me pegó en la cabeza desde que tengo uso de razón y del que no me he podido desprender, a pesar de haber derramado la simiente en los lupanares más asquerosos del país, donde he convivido con los míos, con los que realmente son mis pares. Se trata de la sentencia siguiente: "Dentro de mí se aloja el germen de la grandeza, pero nadie se da cuenta".
Esta certeza ha convertido mi vida en una metáfora del resentimiento. ¿Logran percatarse, estimados radioescuchas, qué quiero decir con esto?
Tengo miedo, es verdad. A qué le temo.
A qué le teme el bebé que corre a nuestro encuentro en su andador, a qué le teme cuando abre sus brazos y sonríe. A nada le teme y no temiéndole a nada la vida se le ofrece en todo su esplendor. Pero yo le temo a casi todo y de casi todo desconfío y a casi todos desprecio. En esa creencia, pues, es donde debo descubrir el origen de mis temores.
He notado en el último tiempo que ansío ser de nuevo un bebé de andador.
Volvamos al problema primitivo luego de la siguiente cortina musical.
(Cortina musical)
Estamos en "La hora del vicio". Tiene usted nuevamente la palabra, doctor.
Todos pensamos que dentro de nosotros se aloja el germen de la grandeza y es posible que dentro de todos nosotros se aloje el germen de la grandeza, no sólo dentro de los poetas y de los sabios. La cuestión fundamental es cómo reconocer el germen, cómo demostrar que su existencia es algo objetivo, aunque no se manifieste externamente. Lo segundo es paradójico: si todos lo tienen, ¿por qué nadie lo descubre en los demás, sino solamente en sí mismos?
¿Cuál es su conclusión, doctor?
Mi conclusión es que el germen de la grandeza lo tengo sólo yo y si los demás no se dan cuenta de eso quiere decir que son unos chuchas de su madre.

miércoles, febrero 15, 2006

Instrucciones a un cerebro atrofiado para sacar un auto a la calle

Este es un documento que redacté por encargo del señor Rodríguez y de garajes Pluma Verde hace dos años. Por esos días trabajaba en el departamento de Español del Instituto Pedagógico. Hoy lo releo y me da un escalofrío. Helo aquí.
"Usted es un ser humano. Su cerebro está atrofiado. Los seres humanos son los únicos pertenecientes al reino animal capaces de sacar un vehículo desde la casa y hacerlo circular por la calle. Usted es uno de ellos. Si sigue estas instrucciones también podrá hacerlo, aunque su cerebro esté atrofiado. Lea bien este breve tratado y no tendrá problema alguno.
1.- Vehículo. Se llama vehículo y con mayor propiedad automóvil o simplemente auto a una máquina ideada por el hombre, que de ordinario posee un motor, cuatro ruedas, manubrio, diversos pedales y asientos. Tiene una altura promedio de menos de dos metros, un ancho de poco menos de dos metros y un largo de unos cuatro a cinco metros. Algunos poseen un monito de peluche que cuelga del espejo retrovisor, que es el espejo ubicado dentro del vehículo, en la parte delantera y central, que sirve para mirar hacia atrás. Tal como su nombre lo indica, el automóvil fue hecho para desplazarse por sí mismo gracias a la energía que le inyecta el combustible al motor (Auto: Propio o por sí mismo. Móvil: que se mueve), lo que demuestra una vez más las imperfecciones del idioma, ya que de no mediar acción humana sería imposible que la máquina andase.
2.- Ubique espacialmente las llaves del vehículo. Recuerde dónde las deja siempre. Muy posiblemente estarán allí. Si no estuviesen no se complique leyendo las demás instrucciones. Salga a la calle y haga parar a una micro en la esquina. No se olvide de llevar monedas. Si las llaves están donde siempre continúe con el punto tres.
3.- Camine con las llaves y salga de la casa. Revise con la mirada el antejardín o el patio. En alguno de los dos sitios deberá estar el automóvil.
4.- Diríjase al vehículo y ubíquese delante de la puerta delantera izquierda, que es aquella que está más cerca del manubrio. El manubrio es un arco de un diámetro aproximado de 35 centímetros con tres radios que convergen en un centro de aproximadamente 15 centímetros de diámetro. El manubrio siempre está ubicado frente al asiento que da a la puerta izquierda.
5.- Examine las llaves. Introduzca en la ranura la que le parezca adecuada, considerando su tamaño, y gírela. Puede que las llaves vayan acompañadas de un pequeño dispositivo a control remoto. En ese caso presiónelo. Si escucha dos o tres sonidos agudos mire enseguida los seguros de las puertas. Los seguros son pequeños cuerpos cilíndricos o rectangulares en forma de paralelepípedo ubicados en el interior de las puertas, en la parte inferior trasera del marco de las ventanas. Si se han levantado es señal de que el primer paso se ha completado. Presione entonces la manilla. La puerta deberá abrirse.
6.- Es posible que al accionar errada o anticipadamente el mecanismo anterior, ya sea con las llaves o con el dispositivo, suene una especie de molestosa sirena. Es la alarma del vehículo. Apriete el dispositivo nuevamente y deberá cesar el sonido.
7.- Siéntese e introduzca nuevamente la llave que le parezca más lógica en la ranura que está al costado derecho inferior del manubrio. La lógica es útil. Hay tratados de lógica en bibliotecas y librerías. La lógica es la ciencia que expone las leyes, modos y formas del conocimiento científico. Opera utilizando un lenguaje simbólico artificial y haciendo abstracción de los contenidos. Muy posiblemente la llave será la misma con que abrió la puerta. Gire la llave y apriete suavemente el pedal derecho. El automóvil deberá emitir un sonido similar a una explosión seguida de un ronroneo, que significará que el motor se ha encendido exitosamente.
8.- Mantenga el motor encendido, o sea, "ronroneando".
9.- Baje del auto con el motor encendido.
10.- Diríjase a la puerta que está frente al auto.
11.- Mire bien la puerta. Puede que le cuelgue un candado, tenga un cerrojo o una llave con seguro. Puede que vea una mezcla de estas fórmulas o que estén presentes todas juntas.
12.- Si sólo hay un cerrojo, córralo hacia el lado si está instalado en sentido horizontal y hacia arriba o hacia abajo, si fue puesto verticalmente.
13.- Si además le cuelga un candado, diríjase al interior de la vivienda, busque la llave correspondiente y hágala calzar en la ranura del candado hasta que el seguro afloje y el candado se abra.
14.- Si además la puerta está con llave, busque nuevamente la llave correspondiente, gírela dentro de la ranura del mismo modo que lo ha hecho con la puerta del auto, hasta que la puerta finalmente se abra.
15.- Abra la puerta de par en par, o muévala con la mano, si ésta ha sido instalada en un riel.
16.- Regrese a su vehículo e introdúzcase en él.
17.- Cierre la puerta del vehículo. Mantenga abierta la puerta que está frente al auto, a la que llamaremos "portón".
18.- Abajo a su derecha encontrará al alcance de la mano la palanca de cambios, de la que sobresale un brazo de pequeña extensión que remata en una especie de pelotita con números.
19.- Gire el brazo en la dirección que le indique el número 1 al mismo tiempo que su pie izquierdo presiona el pedal izquierdo. Importante: realice las dos maniobras al mismo tiempo.
20.- Retire el pie izquierdo al mismo tiempo que presiona el pedal derecho con el pie derecho. El auto deberá moverse.
21.- Condúzcalo a la calle. El manubrio le servirá para darle dirección a la máquina. Si lo gira a la izquierda, el automóvil doblará hacia la izquierda. Si lo gira a la derecha, el automóvil doblará a la derecha. Si no lo gira el automóvil avanzará hacia el frente.
22.- Estacione el vehículo a 15 centímetros de la calzada, frente a su casa. Oprima el pedal del medio con el pie derecho y el vehículo frenará. Inmediatamente después vuelva la palanca de cambios hacia el punto inicial. Puede que al realizar esta maniobra el vehículo se detenga con una especie de corcoveo. Querrá decir que no ha hecho el traspaso de pedales con la delicadeza que corresponde. Corcoveo es el salto que dan algunos animales encorvando el lomo. De todas formas no se preocupe, pues el vehículo se habrá detenido.
23.- Gire la llave a su posición inicial.
24.- Salga del vehículo y cierre el portón. Verifique además si ha quedado gente dentro de la casa. Si no ha quedado nadie cierre todas las puertas con llave. No deje las llaves del auto dentro del auto porque se lo pueden robar. El robo es un delito para el que lo comete y una desgracia para el que lo sufre. Si le roban el vehículo significará que lo ha perdido y muy posiblemente no lo vuelva a recuperar. La alarma se instala precisamente para evitar robos.
25.- Vuelva al auto, súbase a él y diríjase hacia donde su cerebro atrofiado ha decidido marchar. Muy posiblemente será hacia la oficina de emergencia de un lingüista, un filólogo o un filósofo cuyo tema obsesivo sea el misterio del lenguaje".
Vicious, candidato a Doctor

sábado, febrero 11, 2006

¡Vi al diablo! ¡Vi al diablo!

Hubo un tiempo en que tuve dinero y lo gastaba en putas. Karla era una negra venida de Colombia, me hablaba suavecito y luego del innoble acto se echaba a llorar de melancolía, recordando a John, su bebito dejado por necesidad en Medellín. Era tan pobre todo, la pieza tan estrecha, la colcha tan calipso, mi pene tan flácido, acechado por ansiedades y visiones de placeres ajenos, que volver a esa madriguera del vicio resultaba una obsesión y no debía uno reparar en gastos. Ella ansiaba ir a misa y que yo la acompañara, ansiaba poseer un discman para escuchar música romántica pero no se atrevía a pedírmelo derechamente.
-Con un disman podría pasar la penita -decía mirando al cielo.
-Ve a la Iglesia y reza. Dios te lo va a traer.
-¿El niño Dios o Papá Noel?
-Una mezcla de los dos.
-Voy a rezar -sonreía, pero a los pocos segundos ya estaba llorando de nuevo.
-Antes de una semana llegará Papá Noel y te lo entregará -le prometí.
La negra me recordaba a Fred, el personaje de Sartre que se prenda de una puta mientras ve colgar a un negro de un árbol. Había una asociación maligna que también me provocaba deseos. O tal vez era repasar dentro de mi mente el momento en que me agarraba la cabeza con las manos y me la empujaba hacia su vulva caliente como una tetera hirviendo.
-Ay, ay, ay -gritaba y levantaba su cabeza para mirarme, cuando ya no daba más.
Luego del estertor se abandonaba al vacío de la vida y cuando nos vestíamos le volvía la pena.
Decidí seguir el juego y días más tarde busqué por la calle a un viejo de barba que me mereciera confianza. Le propuse el negocio y aceptó. Entró al lupanar con un discman flamante en los bolsillos y el billete de banco para consumar el acto. Yo esperaba afuera. Salió a los 15 minutos.
-¿Estaba?
-Sí.
-¿Se lo diste?
-Sí.
-¿Qué dijo?
El viejo me miró aterrado e intentó huir. Lo agarré del brazo.
-¡Qué dijo!
Intentaba zafarse el muy cobarde, se ahogaba, pensé que iba a morir de un infarto.
-Socorro, un asalto -exclamaba con una voz apenas audible, fuera de sus casillas. La gente pasaba y nos miraba de reojo con sorpresa. Eran cerca de las nueve de la noche.
-¡Qué dijo! ¡Dímelo ya!
-¡Vi al diablo! ¡Vi al diablo! -respondió. Pero no quedaba claro si eran palabras de la negra o palabras del viejo dedicadas a mí.
-Cómo es el diablo.
-Cincuentón, estatura media, calvo, barba blanca, lentes ópticos -tiritaba al responder.
¡Se estaba describiendo él mismo!

jueves, enero 12, 2006

Grandes sensaciones

Las "Cartas a Théo" me llamaron la atención en su momento por lo que no contienen, que son las crisis de locura de Van Gogh. "Ya me siento mucho mejor...", o "tuve uno de esos episodios...", escribe, saltándose olímpicamente aquello que en parte lo hizo famoso. Ni una sola referencia a su oreja.
Cuando niño jugaba a la pelota por mi colegio. Yo era puntero derecho y la pelota me llegaba casi a las rodillas. Las veces que hice un gol y traté de recordar la jugada no pude: mi mente había quedado en blanco en el momento sublime. Tenían que contarme la acción para revivirla. Las sensaciones, cuando se viven realmente, parecen no dejar recuerdos.
Las dos veces que estuve en el sanatorio no conocí a ningún loco genial. Los baños olían a mierda y los dormitorios, a orina. Los enfermeros golpeaban con rabia el hule de las camas contra la baldosa y le arrojaban chorros de agua en manguerazos mientras los locos esperaban desnudos el "cambio de sábanas". Casi todos se replegaban en un rincón para que no les saltara el agua; uno o dos se atrevían a salir a los patios y se me acercaban mientras devoraba La Biblia.
-Qué está leyendo, doctor.
-La Biblia. La Biblia. La Biblia.
-Yo soy buena, yo voy a estudiar para monja. A mí me gusta barrer y limpiar, doctor.
-¿Por qué vive aquí con nosotros, buena madre?
-No me diga madre, doctor. Yo soy soltera y quiero estudiar para monja. Yo soy como Juana de Arco, porque me gusta barrer. Es bien buenmozo usted, doctor...
Pobre loca, estaba condenada de por vida a esta reclusión en Olivos con Avenida La Paz. Su historia había corrido de boca en boca, pero ella la ignoraba: cuando era joven y vivía en el campo degolló a sus tres hijos con un cuchillo carnicero. Otra de esas grandes sensaciones.
-¿Así te gusta, Juana de Arco?
-Eso, más adentro, perro asqueroso, Jesús María y José... muévete... Dios te salve María llena eres de gracia... ayyy... Dios te salve María llena eres de gracia el Señor es contigo... ayyy... maldito Satanás perro... Satanás perro...
En otras ocasiones me gustaba charlar con la doctora Cordero, quien parecía entender algo de mi patología y había prometido darme de alta pronto. Su oficina se ubicaba en un pabellón viejo de pintura descascarada color verde nilo. Había que bajar unos cuantos peldaños por el costado y se llegaba a la pieza, que de esa forma dispuesta en el plano quedaba casi en un subterráneo. Una tarde en que me dirigía hacia allá con una frase del Eclesiastés en la mente pasé delante de una pieza con la puerta abierta. Un hombre estaba sentado en una camilla y me miraba intensamente mientras una enfermera lo inyectaba. Venía llegando al manicomio, en el corredor lo esperaba su esposa; ambos lindaban los 45 años. Confieso que no me detuve. Seguí caminando, pero conservo la escena en mi mente con nitidez.
Me miraba intensamente con las pupilas dilatadas, las mismas que les he visto a los muertos, una intensa mirada hacia adentro, eso era casi todo; una especie de esbozo de sonrisa parecía querer anunciarse en su rostro. Vestía una camisa gris a cuadros de mangas cortas y las palmas de sus manos se apoyaban en los bordes de la camilla. La sensación del hombre era tan grandiosa que al pasar vi una ondulación que emanaba de su cuerpo y hacía vibrar la silenciosa habitación. Se estaba produciendo en ese momento un sismo grado 9, surgido de la gran falla de San Andrés proveniente de una recóndita grieta de su cerebro. Sentí cantar a Cohélet y clamé al cielo: "¡Polvo eres y en polvo te convertirás!"
Con el tiempo le pregunté a Carlos Castillo si se acordaba de ese momento. Me dijo que no.

miércoles, enero 04, 2006

Fuerzas inútiles

Una araña se mueve por el cielo rugoso de la habitación. Sus ocho patas de reducido largo corren tras un objetivo impreciso, como si el cuerpo estuviese desesperado por lograr tal finalidad. Avanza hacia un lado, se detiene un momento y luego se devuelve, no exactamente hacia el otro lado, sino casi exactamente. Parece que estuviera nerviosa o que le complaciera burlarse de la fuerza de gravedad, con su andar enrevesado. Es posible que sus movimientos insensatos, parecidos a los de los perros vagos que van y vienen por las calles, se deban a las bolas de billar que de tanto en tanto chocan abajo con rudeza, despidiendo secos sonidos a través del aire. Pero eso no lo sabe nadie. Yo creo que ni ella lo sabe.
De pronto comienza a bajar por un hilillo de tela igual como lo hacen los miembros de los grupos de rescate: avanzando rápido por la cuerda, frenando luego, avanzando otro poco. La araña queda suspendida a escasos centímetros de la lámpara que cuelga sobre la mesa y alumbra el paño verde. Han surgido tres elementos nuevos en su vida; ya no sólo existe el sonido de las bolas, sino también unas carcajadas agudas que la ponen nerviosa, la molesta luz de la ampolleta y el calor que ésta desprende (una forma de vibración que siempre ha buscado pero que ahora se le antoja peligrosa, quemante, según creo yo que ella siente). Como si su cerebro se pusiera a recapacitar sobre lo que ha hecho y descubriera que todo está mal y que aún es tiempo de arrepentirse, la araña arquea el abdomen y le da trabajo a sus patas, subiendo por el hilillo con una habilidad prodigiosa que le permite volver a la superficie rugosa del cielo de la habitación y estacionarse, rígida, antes de volver a correr, esta vez hacia una esquina.
Una bola blanca de marfil inicia una carrera enceguecida por una pradera lisa y suave de tela verde. La bola no tiene ojos, pero a través de la mano que le dio vida busca otra redondez, una de su misma naturaleza, que le dé sentido a su fuerza; busca algo que le robe su ímpetu y la haga detenerse a descansar luego del camino recorrido. Con una velocidad pasmosa va venciendo fácilmente al aire y al paño, que le oponen -por ahora, no digamos lo mismo más adelante- débil resistencia. La bola da de lleno en otra, una bola roja, pero en vez de reposar, ahora ambas comienzan un viaje de movimientos rectos sobre la mesa, como si no tuvieran otro destino que ir de un lado a otro del rectángulo, fabricando líneas inauditas, desangrándose por el puro placer que les provoca el periplo vacuo, mutilando sus pasiones, desgastando sus fuerzas hasta la invalidez absoluta; deseando ambas, antes de desembocar en la incertidumbre, darle vida a una tercera bola, que ya sin esperanza las contempla desde su sitio inmaculado en el paño, no ansiosa, sino indiferente, fría, no nacida.
Una mujer de tacos altos se inclina audazmente sobre la mesa de billar y con un movimiento imperfecto, pero violento, empuja el taco hacia la bola blanca. El golpe seco dispara la bola hacia la roja y eso le hace soltar a la mujer una ruidosa carcajada. El hombre que está detrás de ella, vestido de frac, ha visto por un momento lo que oculta la breve minifalda negra: unas voluptuosas, preciosas, perfectas, redondas y firmes nalgas que estarían desnudas, de no ser por un pequeño triángulo negro de encaje que surge muy arriba, casi en el lugar en que las sombras introducen el cuerpo de la mujer en una tibia oscuridad. El hombre inclina, agacha involuntariamente su cuello y observa atónito unos pelillos brillantes que se dibujan en la entrepierna de su compañera de juego. El hombre se excita e inicia un movimiento hacia la chica. Ha dejado el taco afirmado en el muro y ha debido tragar un poco de saliva, porque su boca se secó sin que él lo quisiera. Camina decididamente, pero con lentitud. En el trayecto piensa si será mejor dejar caer con fuerza su cuerpo sobre ella y tumbarla en la mesa, o rodearle la cintura con un brazo o posar viciosamente sus manos en las caderas o arrodillarse y abrazarla con pasión y humillación de enamorado. Ya va a llegar, ya va a tocarla, y aún no decide qué hacer. Todas las alternativas son correctas y él actuará según le dicte su último impulso. La mujer continúa inclinada, pues de esta escena sólo han transcurrido algunos segundos, quizás menos de diez. El hombre extiende una mano y casi le roza la cadera, pero después se retracta y se lleva la mano a su barbilla. Dobla el cuerpo hacia un costado, estira el otro brazo y toma un pequeño cubo de tiza. Ahora regresa hacia su taco y lo fricciona en la punta con la tiza, mientras la mujer, quien ya ha confirmado que su tiro no fue el correcto, desaparece de la luz baja de la lámpara y camina sensualmente alrededor de la mesa.