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domingo, marzo 30, 2008

El faro

A Fani Labra

En aquellos postreros días, vigoroso aún, el destino me ofreció un trabajo bien remunerado. Vivía ya entonces de mi pensión, que satisfacía todas mis necesidades; verdaderamente no precisaba más ingresos. Sin embargo acepté la extraña oferta, en parte por la naturaleza del trabajo, en parte porque nadie en su sano juicio es capaz de sustraerse a la tentación de ganar dinero bien habido si la labor que habrá de desempeñar a cambio no le es desagradable. Bastantes ya lo hacen escupiendo al suelo o arriesgando su pellejo ante la ley. Con sobrada razón mi rechazo se hubiese prestado para comentarios maldicientes.
Consistía la ocupación en atender y mantener un faro histórico situado en la ribera del Golfo de Penas. Apenas lo vi desde el mar me prendé de él. La torre blanca se divisaba desde unas 12 millas náuticas y su luz intermitente me hacía guiños matemáticos que se me antojaron un alegre saludo de bienvenida a la distancia. Cuando desembarcamos en la distante playa de acceso, ayudada por dos mocetones, mi madre lanzó un par de divertidas palabrotas. Por la noche, mientras yo asumía la responsabilidad del faro y revisaba el inventario para darle el visto bueno final, ella se metió a la cocina y nos preparó una sopa de róbalo, que acompañamos con pan amasado, queso, fiambres y una botella de vino. La nave zarpó al día siguiente, llevándose a los viejos fareros. En el lugar quedamos sólo mi madre y yo.
Recuerdo tan claramente esa noche inicial. Mientras mi madre dormía a placer me encaminé al faro y subí a reconocer la torre. Abrí la portezuela y contemplé el mar desde la altura. El viento me desestabilizaba y de no ser por mis manos, agarradas como las de un halcón a la baranda de metal, su fuerza me habría despedido por el aire. La lluvia me corría sobre la capa amarilla de servicio, que protegía mi cuerpo de pies a cabeza. La furia de Neptuno resplandecía en las crestas de las olas y de su voz eólica brotaban versos definitivos, inefables en su negro misterio. Estremecido de goce, volví a la seguridad interior de la torre, me saqué la capa, me puse cómodo y en ese momento, viendo otra vez el mar, pero ahora desde una civilizada perspectiva, sentí como si aquél fuera el comienzo de unas largas vacaciones. Y viví intensamente y traté de hacer durar ese segundo eterno detenido en el tiempo, y reuní en él todas las formas imaginables de mi goce: el océano siempre igual y cambiante, la sinfonía de la tempestad, la visión desde la torre, el graznido de las aves nocturnas, los copas de los árboles oscilando con el viento, la leña consumiéndose en la salamandra, la seguridad del buen hogar, el guiso humeante, el licor y el vino, el estante repleto de libros, la provisión de discos, el papel y los lápices de dibujo, el aroma de la moledora de café, el computador encendido y mi madre, mi madre... hasta el fin de los tiempos.

Entonces, inevitablemente, ocurrida la experiencia de sentir y la experiencia de pensar; no pudiendo rehacerla, aunque me forzara a ello, pues lo que es ya había sido, el faro se me fue haciendo familiar, rutinario, ya visto. Y con esa sensación parecida a la de haber vislumbrado el paraíso bajé a echar mis huesos a la cama.
El primer día lo dedicamos a humanizar la casa de concreto que se hallaba junto al faro y ordenar nuestras habitaciones. Ella exigió que yo utilizara el dormitorio más amplio, "por mis obligaciones". Yo contraargumenté con la evidencia de que sus años le exigían una habitación cómoda. Tras absurdos dimes y diretes decidí imponer mi autoridad de guardafaro. Ese hecho bastó para que declinara en su insistencia. No pude dejar de advertir en su gesto un aire de orgullo por la misión que cumplía su hijo. Semanas, meses y hasta años más tarde no se cansaría de recordarme lo acertado de mi golpe de mando, ya fuera por la proximidad del baño, ya por el espacio para la cocinilla, ya por el rincón sagrado que reservó para su lugar de oración. El reclinatorio, en efecto, se le transformó en una necesidad diaria -matutina y nocturna- desde el temprano día en que yo surgí del bosque con la pequeña sección de un alerce derribado alguna vez por un rayo y, tras arduo esfuerzo, convertí ese pedazo de tronco en herramienta para su alimento espiritual. Mis manos quedaron callosas por un tiempo, pero la felicidad que me proporcionaron el serrucho, el cepillo, el martillo, la pintura y el barniz las cuento entre las más intensas de esos años. Al culminar el día la veía retirarse a su pieza, desde donde nacían dulces susurros acompasados, que duraban unos veinte minutos. Luego salía a darme las buenas noches y volvía a recogerse. Su beso en la mejilla terminaba con el mismo diálogo:
-Ya recé por usted, hijo.
-Gracias, mamá.
-No trabaje tanto, hijo. Buenas noches.
-Buenas noches...
Ordenada la casa, al segundo día comenzó mi tarea. Atender el faro era cosa fácil. En realidad, no había que hacer casi nada. La señal se programaba sola, de acuerdo con los husos horarios. Mi misión consistía en que el mecanismo automático funcionara y, de vez en cuando, en cargar una de las baterías o reemplazar alguna placa de energía solar. Una vez al año había que revisar las cañerías y cada dos años, repintar los muros exteriores, labor que me tomaba un buen par de meses. Mi madre se encargaba del aseo y de la cocina; yo lavaba la loza y una vez a la semana enceraba el piso de madera. Las vituallas y encargos especiales llegaban cada seis meses, por la vía marítima. Dicho esto, se comprenderá que para cualquier espíritu aventurero y movedizo tal trabajo habría equivalido a una condena a muerte; pero para mi madre y para mí esto era lo más parecido al edén. Todo consistía en confeccionar una rutina y cumplirla. La cena era a las nueve y yo la acompañaba con dos copas de vino. Ella sólo comía una fruta y antes de recogerse a cumplir con el rito de sus oraciones nocturnas gustaba una taza de té hecho por mi mano, que siempre hallaba "delicioso". En mis horas de soledad frente al computador, avanzada la noche, me permitía un vaso de brandy o de bourbon, no más, aunque siempre quedaba con deseos de beber el segundo. Para que no se piense que mi capacidad de control es envidiable, he de confesar hoy que esta última rutina llevaba implícito el autoengaño de la doble y acaso triple medida. En pequeñas y saludables ocasiones, sin embargo, nos saltábamos la norma. La noche de Año Nuevo abríamos champaña, aunque no éramos capaces de beber toda la botella. Lo que hicimos entonces, a contar del segundo año, fue lanzar el corcho y la burbujeante espuma del ávido chorro desde lo más alto de la torre hacia el océano: era mi homenaje a los dioses del mar y para ella, el brindis con su Padre Bueno. Y aunque ya lo he dicho, no está de más reafirmarlo: mi madre era creyente, católica de una devoción admirable hacia la Virgen. En otras palabras, católica desde el punto de vista dulcemente bondadoso con que se puede adoptar esta religión, pues el otro es el de la fría autoridad centrada en el temor de Dios. En su cándido espíritu provinciano no cabían dudas metafísicas de ninguna especie: Dios existía, el diablo trataba de hacerle sombra, los hombres buenos al morir se iban al cielo, los malos al infierno y el resto, que éramos casi todos, podíamos pasarnos unos dos mil a tres mil años en el purgatorio. La vida era para ella un continuo asombro, vivía el momento como no lo recuerdo en otro ser. Para proclamarlo de modo terminante, y si tuviera que atenerme a la definición que Montaigne recoge de Platón, diría que mi madre encarnaba sobradamente los tres requisitos de la auténtica filosofía: firmeza, fe y sinceridad.
Me levantaba tarde, pasadas las nueve y media. Mi madre, en pie desde temprano, insistía con majadería en llevarme el desayuno a la cama y me urgía a comer el pan recién salido del horno, con mantequilla, jamón, queso y huevos revueltos, sabiendo que mi rutina consistía en un café amargo, un bizcocho y un vaso de jugo, nada más. Aquel momento se constituyó en un diario motivo de disputa, al que a veces ponía fin con mi clásico golpe de mando, aunque en otras ocasiones me dejaba tentar, lo que ella íntimamente consideraba un triunfo; he allí el porqué de su hábito. De todos modos, había una batalla que siempre le ganaba: el desayuno se tomaba luego de que yo saliera del baño, duchado y rasurado, y siempre en el comedor de diario, ubicado frente a la cocina a leña, que servía de estufa. Hablábamos superficialidades mientras generalmente afuera llovía a chuzos; ella me comentaba sobre el estado del tiempo, mas no lo hacía por romper el silencio o iniciar un tema de conversación: de verdad la impresionaba ese clima inhóspito, al que no estaba acostumbrada. Solía preguntarse si la estructura del faro aguantaría esos vientos o si un rayo no nos terminaría por caer en la cabeza, frases que remataba con una tranquilizadora noticia de indulgencia que le había entregado su Padre Bueno en la oración de la mañana, y que me incluía a mí. "Así que si nos revienta un rayo estamos salvados", bromeaba usando esos giros brutales que tan bien le conocía, pero yo permanecía en silencio, pues a esa hora lidiaba con mi mal genio matutino. Luego levantaba la mesa y lavaba la loza. Mi madre volvía a las labores de cocina y se entregaba a la tarea del almuerzo. Entonces me gustaba salir. Si el día había sido bendecido por la presencia del sol dejaba la casa con pocos resguardos y me internaba en el bosque, a veces caminando y otras en una bicicleta de montaña. Entre el faro y la playa las generaciones anteriores habían abierto un sendero de unos ocho kilómetros. Lo flanqueaban árboles nativos que por trechos metían sus raíces en el camino y lo ocultaban a los ojos. Transcurridas unas dos horas, si cumplía el trayecto a pie, llegaba al desembarcadero, que era la playa de arena, protegida del viento en todas sus direcciones. Allí tomaba el bote amarrado en la orilla y me internaba en el mar unos centenares de metros a la pesca de róbalos, congrios y merluzas. Cuando el viento y las nubes me aconsejaban desistir de tomar riesgos innecesarios me sentaba en la arena, no mucho rato, a meditar y sentir pasar la vida, sin esperar nada a cambio. Al momento de advertir que mis meditaciones no me llevaban a ninguna parte y que los huesos empezaban a reclamar acción, me levantaba y emprendía el camino de regreso. Llegaba al faro pasadas las tres de la tarde. Mi madre me estaba esperando con la cerveza helada, que bebía luego de cambiarme de ropa y mientras estiraba las piernas en la sala de estar, frente a la salamandra, inmerso en el mundo musical de Shostakovitch, Bartok, Ravel, mis preferidos para la hora del almuerzo, por su intensidad y desparpajo. El almuerzo consistía en una entrada y un plato de fondo, acompañados de vino. El postre podía ser flan, leche nevada, sopaipillas pasadas, budín de pan u otras exquisiteces salidas de sus manos. Una estancia de esas características exigía surtida despensa. Al firmar el contrato con la empresa que me encargó la misión llegamos al acuerdo de que ésta me proveería de todo lo esencial, incluyendo fruta, carne y verdura congeladas, además del vino. En la cava, pues, se contaban aproximadamente 150 botellas, unas cien de vino tinto y 50 de blanco, renovables cada seis meses, aunque de una calidad mediana. Dada esa realidad complementé el número con una cantidad nada despreciable de vinos de cierta categoría, que solía gustar en la cena. A nuestro cargo quedaron además los licores y otras delicatessen que alegraban nuestra charla del aperitivo, que se podía considerar sagrada, ya que era el momento que daba inicio a lo más importante de mi jornada, pero ya iré a eso.
Si el tiempo estaba malo, que era lo habitual, la salida se restringía a unos pocos kilómetros y me obligaba a vestir impermeable y botas. Paradójicamente, los mares encrespados se prestaban para la buena pesca de orilla. La caña y los anzuelos solían capturar hermosos ejemplares de lenguados que mi madre limpiaba y guardaba para la cena. En todo caso, fueran los peces que fueran, su exclamación inevitable al verme entrar con ellos al hombro era de admiración.
Antes de que llegara el primer verano deslizó la idea de que un huerto nos proporcionaría hortalizas frescas, "que hacen muy bien a la salud, hijo". Tomé la sugerencia como una orden y al cabo de dos semanas habilité el invernadero, a unos cien metros de la casa, en un claro del bosque. El espacio protegido del viento, el frío y la lluvia se transformó en su hobby de las mañanas y desde entonces se hicieron habituales las verduras frescas en las comidas e incluso, en ocasiones, las flores en la mesa.
Mi sueño de esos días postreros era ser mago. La satisfacción espiritual se me daba al demostrar mi extraño poder, un poder mágico, revestido de belleza, un poder hasta cierto punto mentiroso, pues no había base sólida alguna en el que se sustentara. Dicha conducta se orientaba especialmente a captar la atención del sexo opuesto y de las personas que realmente ostentaran poder. Desde luego no actuaba así con mi madre, puesto que hacia ella lo natural era amarla, atenderla y complacerla. Ahora que lo pienso, sin embargo, creo que tal vez ese deseo de querer encandilar con luces artificiales al mundo entero, especialmente a las mujeres, se originara en la temprana relación entre mi madre y yo. Pudo ser que cuando muy pequeño la viese tan gigante y poderosa que, indigno de captar su atención, decidiera iniciarme en las artes de la magia. Pero aquella hipótesis freudiana no tenía la menor importancia en el faro, salvo en lo que se refiere al uso del computador. En el faro el norte de mis días eternos fueron la sencillez, la verdad, el amor. Digo fueron porque hasta los días eternos dan paso a otros días y hasta las vacaciones más largas llegan a su fin. Así es el tiempo, la única verdad que gobierna nuestros días.
El computador y la noche daban paso, en efecto, a un modo distorsionado, perverso de ver las cosas. No me bastaban la sencillez, la verdad ni el amor que me entregaba mi madre. Algo anterior a mí me exigía cumplir ciertas acciones que condujeran a la insatisfacción. A través de la vía satelital hablaba con desconocidas mujeres de todas partes del mundo, a quienes intentaba seducir con la palabra. De las teclas se desprendía un fuego, una pasión que no podían entenderse sino como la más sublime expresión de la derrota, puesto que en mi fuero íntimo yo percibía que esos mensajes eran una desesperada estrategia destinada a ser tomado en cuenta. Así, el amor lejano, imposible, y la unión momentánea con otro cuerpo despertaban sueños y fantasías pero también tristeza, desánimo, melancolía. No puede existir el paraíso sin aquellos nobles sentimientos. No basta la alegría, no basta el amor. El hombre no fue hecho para ser ciego ni para ser perfecto.
Lo había instalado en la torre del faro. Cuando no me dedicaba al dibujo, allí escribía noches enteras y daba rienda suelta a unas ansias que se extraviaban del sendero que templaba mis acciones el resto del día. Sí, entonces yo era otro, una especie de átomo que pugnaba por salir del núcleo para estallar y confundirse con las estrellas del cielo austral. Ni mejor ni peor que el del día, y sin embargo oculto por pudor a los ojos de mi madre, quien desde el sueño contenía mis actos, impedía que la noche se trastornara y me depositaba en serenas playas al clarear el alba.
Escribía de mis ansias, de mis apetitos reprimidos, creo que en el fondo escribía de mis ganas de amar. Eran éstas unas ganas que sobrepasaban el amor sagrado que le profesaba a mi madre, el que siendo esencial y bueno era no obstante incompleto, ya que no incluía esa enorme sombra, ese lado malvado y violento que contenía mis inclinaciones sádicas y mis besos profundos. Más que eso no diré, pues no viene al caso. Por lo demás, de sexo ya he hablado demasiado.
Las noches que dedicaba al dibujo eran las noches serenas. Me sentaba en la mesa del comedor, ubicaba una lámpara a mi izquierda y hacía correr el lápiz sobre el papel granulado. Cerca mío reposaba el bourbon; a mano quedaba el café. Mi madre me dejaba galletas horneadas antes de acostarse. El calor de la salamandra llenaba la habitación y empañaba los vidrios. La música lo volvía todo aun más agradable. Afuera arreciaba la tormenta y la furia del viento en ocasiones hacía volar ramas que terminaban su viaje golpeando alguna de las ventanas. Ese ruido, que para otros puede ser intimidante y desagradable, a mí se me tornaba divino al unirse a la música. Ya algo así dijo una vez Glenn Gould. Mientras dibujaba rayas que se iban convirtiendo en formas y luego en historias, las notas me transmitían timbres y colores que en ninguna otra circunstancia he sido capaz de percibir. El violín de las partitas de Bach adquiría ribetes laberínticos y se prestaba magistralmente para escenas de habitaciones y de bosques. Las Variaciones Goldberg se mezclaban tan perfectamente con los trazos, los relieves y las sombras que nacían del grafito que terminaban siendo una sola cosa, generalmente una cosa vulgar y violenta, al estilo de las atmósferas de Dostoievski; me refiero desde luego al producto que salía de los lápices. El segundo concierto para piano de Bartok, paradójicamente, llenaba el papel de campiñas y paisajes horizontales, débiles, evanescentes, en contraste con ese fuego que despiden el piano y los timbales. La tercera sinfonía de Mahler, con sus aires militares, resultaba ideal a la hora de colorear los grandes espacios de una viñeta, punto por punto, hasta acabar ambos, la viñeta y el primer movimiento, luego de 40 minutos. Dicen que la música distrae. En mi caso, no existe algo que me concentre más, mientras dibujo, que la música.
El resultado de mis ambiciones estéticas, sin embargo, solía ser desastroso. Nunca he sido capaz de resumir una obra en una sola escena; no tengo ese poder. Para escribir un poema necesito contar una historia, de modo que si dibujo, las hojas involuntariamente se van dividiendo en pequeños cuadros que encierran acciones, miradas, ambientes. En el faro, las historias iban naciendo cuadro a cuadro, sin proyecto previo. Comenzaba con trazos burdos y gruesos; luego, si me entusiasmaba, el estilo se iba volviendo prolijo. Al terminar la noche el cerebro se transformaba en un amasijo de detalles obsesivos. Cuando me levantaba de la mesa para observar el trabajo a la distancia, el desaliento me hacía beber el contenido del vaso de un solo trago. Salía entonces a empaparme con la lluvia -una especie de protesta contra Dios o en otras palabras, contra la cárcel de los talentos- y luego me encerraba en el cuarto y me dormía.
A veces pienso que yo soy como mis dibujos: suelto y relajado, al principio; abrumado por la responsabilidad, al final. Dos cosas que no se dan bien en un solo hombre.
Mi madre me observaba y creo que lo entendía todo, pero no decía nada. Se limitaba a servirme, llenarme de cariños, atender la huerta y la cocina, orar y en sus momentos de ocio, devorar las novelas policiales de Agatha Christie y George Simenon y las obras de autores pasados de moda como Romain Rolland, Maxence van der Meersch, Somerset Maugham, Lajos Zilahy y Pearl Buck, sus preferidos junto con los estandartes del boom latinoamericano, Vargas Llosa y García Márquez. Más de una vez, en tiempos muy diversos, la vi sentada frente a la salamandra, concentrada en "La buena tierra". Al hacerle ver que esa novela ya la había leído me respondía con divertida pasión que la estaba repasando, lectura que inevitablemente desembocaba en "Hijos" y para completar la trilogía, en "Un hogar dividido". Lo malo era que el solo hecho de que yo le hablara durante su lectura la hacía levantarse del sofá y disponerse a atenderme; su espíritu de renuncia a sí misma era exagerado. Por eso, cuando la veía leer o dormitar me cuidaba mucho de hacer ruido.
La primera señal de que el paraíso se acercaba a su fin y de que ambos seríamos despedidos se dio, estoy seguro, la noche estrellada en que la invité a la torre y le pedí que observara el mar desde la altura, apoyada en la baranda. Nunca debí hacerlo.
-¿Lo ve, mamá? ¿Ve el mar? -le pregunté.
Ella me dijo:
-Sí, hijo, lo veo.
-¿Lo ve bien?
-Sí, hijo.
-Y ahora, ¿lo ve mejor?
-¡Hijo, por Dios! -exclamó, sobresaltada.
Había apagado la luz del faro y por un momento quedamos indefensos ante la inmensidad. Todo se intensificó ante nosotros: el ulular del viento, el choque de las olas con los roqueríos y su bramido mar adentro, el brinco de las ballenas, el titilar de las estrellas. Vibraba el océano como un campo de trigo grisáceo, pero a la vez cristalino. Bajo el agua no se apreciaba nada con los ojos, pero con mi madre podíamos adivinar profundidades prohibidas a la vista y el baile de los peces, las sombras que dejaban los albatros al pasar y las carreras de los cangrejos sobre la arena sumergida. De no haber sido por ese falo gigante, a la vez que útero cálido y luminoso de concreto, nuestros cuerpos y nuestras almas se habrían confundido con las tinieblas del origen, porque ante tamaño espectáculo simplemente desaparecimos, no fuimos nada. La prueba fue que bastó la falta de la luz frente a los elementos naturales para que nos sumiéramos en la angustia. La suya, pasajera e inocente; la mía, profunda y desviada.
A lo lejos, una nave invisible nos disparó sus propias luces en señal de alerta. Sorprendido en falta, volví a encender el faro y todo pareció retornar a la normalidad. Volvimos adentro de la torre, cerramos la ventana, bajamos la escala y entramos a la casa.
Al día siguiente me llegó un correo electrónico. Decía así: "Favor responder reporte barcaza Guaitecas III acusando falta funcionamiento faro entre 05:43 y 05:47 GMT, momento surcaba Latitud: 46° 49’ 18’’ Sur. Longitud: 75° 37’ 18’’ Weste gracias".
Respondí a la oficina en Talcahuano que la involuntaria desconexión de una de las baterías había dejado sin energía a la lámpara por unos minutos.
Días después el violento choque de un cuerpo contra el ventanal de la sala de estar nos interrumpió uno de nuestros momentos de ocio. Mi madre terminaba una de sus novelas y yo dormía la siesta. El ruido me despertó y salí de la casa. Había una gaviota muerta bajo la ventana que daba al norte; esto es, a la luz del sol. No eran usuales esos choques; en nuestros años fuimos testigos sólo de otros dos. Sin embargo el de esta vez era especial. Una pequeña flecha blanca atravesaba a la gaviota, misterio absoluto pues, que supiera, nadie más habitaba el lugar en decenas de kilómetros a la redonda. La examiné cuidadosamente. La flecha había ingresado por el lomo y salido por el pecho, lo que aumentaba el misterio. Denotaba que quien disparó el arco probablemente lo había hecho desde un nivel superior al de la gaviota. El tubo de la flecha no era de madera sino de carbono. Aquello quería decir que un cazador experto rondaba nuestros dominios. La intención del disparo no podía explicarse de otro modo que como un mero ejercicio, dado que a una gaviota no se le saca provecho, aunque en mi mente comenzó a rondar la idea de la advertencia, el escarmiento.
Extraje la flecha y la lancé al bosque. Arrojé la gaviota al mar, para que los lobos marinos la despedazaran entre los roqueríos. Volví a la casa y fingí que no había pasado nada. Mi madre nunca supo nada de esto.
La angustia tiene fácil solución: basta que acontezca aquello que la provoca para que ésta se vaya. A la salida de la consulta del dentista se experimenta una absurda alegría, la misma que se apodera del niño después de que le han colocado una inyección. Si hay que improvisar unas palabras delante de una asamblea, el nervio deja de retorcer el estómago apenas se oyen los aplausos que cierran la reunión. Pero la angustia no suele mostrar su horizonte cuando no se conoce su causa y por lo tanto, su remedio. En mi caso, una noche estrellada a merced de los elementos dentro de un faro apagado, el descubrimiento de una pequeña falta desde la lejanía o el flechazo a una gaviota bien podrían constituirse en las causas concretas de la angustia que me dominaba y ya casi no me dejaba dormir, pero, ¿qué remedio había para eso? Mi madre advertía el cambio de conducta, pero no me preguntaba nada; se limitaba a redoblar sus cariños, aumentar el tiempo de sus rezos e insistir con majadería en hacerme comer. Yo trataba de disimular la situación, pero mis actos no hacían más que subrayarla. A veces le levantaba la voz, otras me sumía en un mutismo sádico. Sin ofrecerle explicación alguna, desarmé el invernadero y le prohibí salir de la casa. Ella no emitió una sola queja, pero se paseaba en las noches por su habitación, a puerta cerrada, y en esas ocasiones sí me parecía escuchar de sus labios un leve murmullo quejumbroso. Como se vio privada de su hobby me pidió que le enseñara el manejo del computador para usarlo en mis horas de ausencia. Por mi parte, dejé de escribir e intenté dibujar, sin éxito, de modo que mi hábito diario, tan matemático, se trastrocó en interminables caminatas hacia las profundidades del bosque, anhelando dar en una de ellas con el extraño arquero de las flechas de tubo de carbono, como si enfrentándolo aunque fuese a mano limpia pudiese deshacerme de la angustia, que era mi verdadero cazador.
Sentado en medio de la selva sentía cómo me recorría el cuerpo y se instalaba por fuera de todo; era ésa su gracia. Me resultaba imposible capturar el sentimiento y asfixiarlo, porque no estaba dentro de mí, no formaba parte de mí, lo aseguro. Como inverso campo de fuerza, la angustia convertía lo que me rodeaba y lo que sentía por aquello que me rodeaba en una masa muerta, desprovista de alma y sentido. No se puede amar a los muertos, se ama el recuerdo de ellos cuando estaban vivos. No se puede amar al mundo si está muerto, si la energía de la angustia lo mata. No se puede amar a Dios si hasta esa fuerza palidece ante esta serpiente venenosa. Inmerso en la inhóspita selva, entonces, sentía la muerte alrededor mío y rezaba, sí, rezaba a un Dios muerto para que la tenebrosa vibración me dejara de una vez en paz.
Para quien no la ha vivido, es difícil explicar esa desesperación de ver con los propios ojos que todo está igual que antes, y sin embargo está muerto. Como no se halla la causa del estado, ninguna acción que uno acometa lo sacará de esa prisión. Querrá entonces la mente fabricar planes de evasión y todos conducirán al mismo punto. Aumentará la obsesión de salir de esa caja sellada y el riachuelo de pensamientos turbios que la alimenta conducirá sin excepción sus brazos al mismo punto; y así llegará el momento, diría el momento triunfal, en que el alma se dará cuenta de que el muerto no es el mundo sino uno y su espíritu, vacíos de Dios. La pregunta brotará, espontánea, y la decisión quedará por fin en manos propias. ¿Deseo ser parte del mundo o deseo permanecer en esta forma de muerte? Cualquiera de las dos opciones incluirá la causa de la angustia, que al ser descubierta deberá promover el retorno de la sensación a la bruma de donde salió. Pero no será una victoria fácil. Si se opta por la muerte, ya no habrá más Dios con nosotros y el resto de vida que nos quede se nos irá en la contemplación del vacío. Si se opta por el mundo, la angustia, al alejarse, nos traerá de vuelta a Dios. Ambas opciones implicarán el destierro, pues no se podrá vislumbrar el paraíso desde el vacío. Y con Dios vendrá inevitablemente la expulsión, ya que un mundo con un Dios gobernando en los cielos es un mundo de vida y agonía.
Fue una tarde borrascosa de invierno cuando volví del bosque con la decisión tomada: aunque me pesara, viviría en esa forma de muerte, inmerso en la nada, dejando que la vida pasara, sin pensar siquiera en la esperanza de la evasión, menos aún la redención. Abandonaría toda forma de placer, todo sustituto de la muerte y me concentraría sólo en la muerte, la esperaría desde ya, aunque mi cuerpo estuviese sano; la esperaría como a fin de cuentas la esperamos todos, aunque sin reconocerlo. Sería a partir de ese momento el ejemplo perfecto del hombre sin fe, sin tristeza, sin ambición, pleno de entendimiento. La locura y la magia dejarían de guiar mis actos, los que tomarían el camino de la contemplación de las cosas, contemplación ociosa, que no aprehende sino deja ser, saca del mundo. El faro desnudo de adornos humanos sería mi único origen, mi única verdad.
En el faro me esperaba mi madre con un inefable gesto de dolor y una gaviota en las manos, atravesada por una flecha. Varios mocetones investigaban en las cercanías el origen del disparo, pero al cabo de una hora regresaron derrotados. El capitán de la nave examinaba los registros del faro y no se movió cuando entré a la casa. Habían vuelto sin aviso, antes de la fecha del aprovisionamiento. ¿Para qué? Con el rabillo del ojo observé a un matrimonio de mi edad que reconocía las habitaciones. Un hombre y una mujer sumamente silenciosos. Luego de revisar en detalle el libro de novedades el capitán me invitó discretamente al faro y allí me comunicó que se había dispuesto mi relevo. Me pasó el inventario, ya chequeado, y lo firmé. Al preguntarle por la causa de la decisión, sospechando de antemano que me sacaría en cara la audacia de esa noche estrellada, giró su cabeza sin motivo a todos lados y luego habló resueltamente, mirándome a los ojos, como si me estuviera regañando:
-¿Es que no se ha dado cuenta? Su madre está muy enferma. Creo que padece un tumor ramificado y en tales condiciones es preferible que se la lleve a morir al continente.

lunes, marzo 17, 2008

El punto débil del axioma de Cerval

Basado en un hecho real

Cerval partió de la siguiente nota policial perdida entre las páginas del diario: un chiquillo enviado por su madre a comprar al almacén de la esquina ha sido interceptado a la salida por una pandilla que le roba el poco dinero que lleva de vuelto. El chico, aterrado por el asalto del que ha sido víctima, le cuenta el percance a su mamá y ésta, sin medir las consecuencias, sale a buscar a los autores. La historia ha sido tomada por Cerval para un filme que ya se anuncia en cartelera. Dirigió John Murdo.
Días atrás Edgardo Rocca tuvo la oportunidad de asistir a la première de la película, merced a su alta posición en el concierto empresarial universitario. Como se dio la casualidad de que había leído la noticia en la prensa la pudo comparar con el guión de Cerval y al final de cuentas con el filme. Resultó que la ficción superaba a la realidad en acción, profundidad y suspenso. Se lo comentó a su socio al día siguiente en el café y éste rebatió su impresión. Hizo notar que si Rocca pensaba eso era porque había comparado un guión cinematográfico con una nota policial publicada por un diario. Como en ninguna de las dos latía la cruda realidad, lo más probable era que el guión superara a la nota en acción, profundidad y suspenso. Un razonamiento sencillo y efectivo. Aun así, el debate los mantuvo en el café más tiempo del presupuestado. Rocca llamó a la oficina y avisó que se retrasaría media hora. No había mensajes de importancia, le informó Diana, salvo el del señor Butronich, avisando que en la encomienda quincenal figuraban importantes novedades. La secretaria no repitió, pero recalcó las dos últimas palabras, elevando seriamente el tono de su voz. A Rocca se le secaron los labios y se vio en la disyuntiva de suspender la discusión mediática o dejar para después el informe de su detective privado, que tanto ansiaba conocer. Su socio jugaba con el lápiz sobre la servilleta. ¿Estaría su nombre en el informe? Al cerrar el celular descubrió que estaba cazado en su propia red, de modo que su réplica fue débil; se notaba que quería dar por terminada la cita.
-Es verdad lo que dices, si no fuera porque una nota periodística habla mucho más de la realidad que un guión cinematográfico. Mientras éste justamente tiene por misión eliminar baches, seleccionar la sustancia de la historia y adornarla luego al amaño del autor, la noticia suele ser brutalmente sensacional, en el sentido de que despierta los sentidos, más todavía si está mal escrita: deja a la imaginación del lector el detalle de las cosas, el momento mismo del crimen, la última mirada que le da la víctima a su asesino, el frenesí del horror. Eso no es comparable con un crimen recreado; o sea, vuelto a cometer, no por un observador que despliega en sus manos las páginas de un diario sino por un guionista que quiso pensar como él y finalmente como todos aquellos que acuden a la sala de cine. En consecuencia, si te digo que la historia del guionista supera a la del diario en acción, profundidad y suspenso no estoy diciendo que sea más verídica o provoque emociones más intensas, sino sólo que está mejor narrada, estéticamente hablando.
Antes de que su colega esgrimiera el argumento triunfal, que despedazaría al anterior, Rocca se levantó de la mesa y se despidió sin dar lugar al contraataque. Había vislumbrado en un segundo el talón de Aquiles escondido en sus palabras. No estaba acostumbrado a perder. El poder radica en la brutalidad y la sorpresa, recordó a tiempo y se marchó a conocer las novedades que le tenía el detective. Éstas, por lo demás, ocupaban el centro de su vida desde que su mujer le confesara amoríos de juventud.
Cuando llegó a la oficina le ordenó a Diana que no le pasara llamadas. Con el paquete entre sus manos involuntariamente temblorosas se encerró en su despacho. Lo abrió: había una nota y un video. La nota decía "Llameme, don Edgardo". La falta de tilde no lo inmutó; Cerval habría reparado en ello y sacado conclusiones acerca de la personalidad, la prolijidad y la educación del detective. Antes de echar a andar el aparato su pulso se aceleró. El video contenía imágenes de una mujer rubia, presumiblemente su mujer, saliendo de la casa que ya tan bien conocía y que había llegado a odiar con todas sus fuerzas. La despedía con un beso en la mejilla el propietario, un hombre de avanzada edad. Era todo; no más de dos minutos. Mientras observaba la acción por primera vez sintió una pulsión sexual derivada del dolor que provoca la humillación. La sensación venía desde lo más profundo de su ser, pero siendo intensa no le era suficiente: necesitaba más datos. Repasó las imágenes una y otra vez, sólo para aumentar su creciente frustración: necesitaba más. Necesitaba llegar al detalle, a la entrega final, al momento supremo del éxtasis de su mujer con el Otro, necesitaba llegar aún más allá de los hechos, necesitaba meterse en el cuerpo de ella, navegar corriente arriba por sus venas y desembocar en esa ajena laguna cerebral en la que tendría que bucear obligatoriamente hasta toparse en su fondo pantanoso con el esquivo tesoro, ignorado y misterioso, que desde hacía tanto tiempo le era vedado y que, estaba completamente seguro, escondía la gran verdad acerca de sí mismo, no de ella, porque ella era sólo el instrumento, el camino para llegar a su verdad.
De modo que llamó a Butronich y al hacerlo fue al grano.
-¿Es ella? -le preguntó.
El detective quiso dilatar la conversación, pero Rocca le cortó el paso.
-Dime si es ella.
-Sí, don Edgardo, es ella.
-¿Estás seguro?
-En un 99,9 por ciento, don Edgardo.
-¡Maldito gusano! ¡Cuántas veces te he repetido que yo pago por cien de cien!
Estaba descontrolado. Al hablar daba puñetazos en la mesa.
-Pero don Edgardo, estamos hablando del 99,99 por ciento, que es lo mismo que cien.
-¿Es exactamente lo mismo?
-Prácticamente lo mismo, don Edgardo.
-Vente altiro a la oficina.
-Voy volando, don Edgardo.
Mientras revisaban el video juntos, el detective le enseñaba detalles de la figura femenina. El tono rubio del pelo, el vestuario, el modo de caminar. Rocca no decía nada. Pero le inquietaba que la imagen estuviese borrosa. Luego de unos minutos de silencio, sumamente incómodos para el detective, quien sólo atinaba a mirar el marco y la foto en el escritorio de su cliente, Rocca habló de nuevo, nervioso.
-¿Y ahora, qué vamos a hacer?
-Usted dirá, don Edgardo.
Hizo una pausa breve, no más de ocho a diez segundos. Luego dijo, con voz áspera:
-Lo vamos a matar.
El detective palideció. No esperaba una frase tan brutal, tan apartada de la ley. Sólo atinó a balbucear en forma casi infantil:
-¿A... ella?
Rocca se enfureció y lo echó de la oficina. Qué curioso, odiaba con toda su alma a los traidores, pero los odiaba porque inconscientemente les admiraba su amoralidad y desparpajo. Sin embargo, a rastreros e ineptos como Butronich los despreciaba a tal punto que no podía dejar de experimentar un ligero temblorcillo de satisfacción cuando los humillaba en público. Diana vio pasar cabizbajo y sonrojado al enigmático personaje mientras su jefe lo despedía a viva voz:
-¡Ven a buscar tu plata el lunes!
Conque era dinero, pensó la chica. Eso contenía el sobre que el señor Butronich retiraba quincenalmente a cambio de sus encomiendas. Lo había sospechado siempre; ahora tenía la certeza. Pero le faltaba el motivo. ¿Por qué no se disponía para él un depósito en una cuenta corriente, como a los demás proveedores? ¿Es que se trataba de un proveedor especial? ¿Quién era, qué hacía Dante Butronich? ¿Qué contenían las encomiendas? Hubiese deseado ser detective para averiguarlo y por una vez lamentó la sagrada discreción de su oficio.
Rocca volvió a su hogar un poco antes de la hora acostumbrada. Su mujer notó de inmediato el brillo en sus ojos. Era el mismo de otras veces, afiebrado, rojizo, brillo de pupilas dilatadas que le encendía la mirada, lo dotaba de extraña fuerza y pasión. Las primeras veces le habían gustado las consecuencias de ese brillo, porque luego de un breve paroxismo remataban en caricias y promesas dulces. Pero desde hacía un tiempo aquella forma de presentarse por la noche estaba derivando nuevamente en delirantes discusiones centradas en la idea del engaño, que le rompían su frágil equilibrio.
Cenaron en silencio. Él se puso el pijama, se lavó los dientes y se acostó. Ella se sentó al tocador. Al apagar la luz del velador, él le dijo:
-Lo volviste a ver.
Ella respondió, cansada, pero temerosa, sin dar vuelta la cabeza:
-Ya empezaste...
Él le dijo:
-El viejo se va a arrepentir.
He tenido la suerte de acceder al nuevo trabajo de Cerval. A diferencia del trato dado al asunto de la madre que persigue a los asaltantes de su hijo, en el que luego de poner durante todo el filme el acento en el suspenso remata inesperadamente en una orgía de horror y brutalidad que pulveriza los valores más sagrados que laten en el alma del ser humano, esta vez su mirada se detiene en la compasión por la miseria humana.
Cerval nos anticipa la furia del protagonista en la gran escena inicial del mar estrellándose incesantemente contra los roqueríos, toma eterna y estática y sin embargo pletórica de acción en la espuma que salta, las gaviotas que se elevan para caer en picada, la bandada de pelícanos que desfila militarmente a ras de agua, el bote que aparece y desaparece a lo lejos entre el vaivén de las olas. De pronto la cámara se aleja y la pantalla se llena con un muro y luego con la forma arquitectónica que le da sentido: la casa en que se cometerá el crimen. Enseguida se dirige al sol, al fuego del sol, que se pierde en el océano.
Es magistral, asimismo, la resolución de la escena del clímax. Un viejo que dormita en el sofá en la comodidad de su hogar, sin imaginar que le quedan minutos de vida. Afuera, ruidos de motores que se apagan, puertas que se cierran, pasos, el timbre. El viejo, que les abre la puerta de par en par a sus asesinos. Los ojos de Rocca, aquellos que tan bien conoció su mujer. La sonrisa de Rocca, su voz de caballero ansioso. Luego -en tiempo real y con el asesino siempre visto de frente y en contrapicado; o sea, enfocado casi desde el suelo- la bencina derramada en la habitación, el golpe eléctrico a la víctima, la chispa maldita que enciende la pieza en un segundo, el plan fallido, la serie de torpezas que le hacen descender los escalones envuelto en llamas y huir de la casa entre aullidos escalofriantes.
Es imposible graficar en imágenes los sentimientos de un personaje si el espectador no se ha compenetrado e incluso adueñado de la personalidad de éste. He allí el mérito de Cerval: nos convierte en celópatas y en asesinos dentro de la sala de cine a través de tomas claves. Lleva la realidad más allá del que la vive y la inserta en nuestras vidas. Nos mete dentro de un pensamiento ajeno, tal como Rocca se metía en las venas de su mujer para navegar corriente arriba en busca de su propia verdad.
Tal vez la verdad está en los demás, no en nosotros. Tal vez nosotros somos solamente depósitos de verdades que vuelan en el universo y de pronto se nos incrustan, así como las gaviotas se hunden vertiginosamente en el mar. Cerval convierte dicha hipótesis en axioma; esa y no otra sería para mí la interpretación de la escena final, tan eterna como la que da inicio a la película. Rocca, cubierto de vendas, siente transcurrir los días en la clínica, uno tras otro, aguijoneado por un dolor inenarrable, entre tremendas agitaciones internas, incrustaciones de picos de gaviotas en cada molécula de su cuerpo. Ni un solo agregado a esa imagen descarnada, nada de música: sólo Rocca y sus vendas y la luz, que crece, inunda la pieza, lo baña de rayos de sol, se debilita, se hace suave, lo arrulla, da paso a la tiniebla, a la oscuridad, a la noche, entonces a un nuevo amanecer. La cámara fija, instalada en el techo, nos invita a inundarnos de esa luz y de esa oscuridad, a vivir las fases que vive Rocca, a sentir su dolor en nuestra carne, los picotazos de las gaviotas, el momento de la huida por la escala encendidos en llamas, el dolor de su fuego en nuestra piel, el dolor de los celos en nuestra mente, el momento del beso y del supuesto engaño en nuestra imaginación, el estertor de la desesperación en nuestra carne, y todo ello gracias a la imagen de un moribundo que se agita imperceptible en la cama y que nuestro pensamiento traduce en insoportable destino. Por unos minutos el dolor, nuestro dolor, se hace tan desagradable que desconcierta: es lo más que nos hemos logrado acercar al sufrimiento de otro hombre. La butaca nos cansa, cambiamos de postura de la misma forma en que cambiamos de postura al leer estas líneas que se alargan en forma innecesaria. Cerval lo intuye muy bien, extremadamente bien: sabe que no hay otra manera de profundizar en la experiencia del otro que machacándola, reiterándola, repitiéndola hasta el cansancio, aún a costa de la fea redundancia y del sacrificio estético. Pero nosotros, los espectadores, no tenemos por qué saberlo; ni siquiera lo sospechamos. De allí que apenas la palabra fin aparece en la pantalla nos regocijamos de volver a ser quienes somos y en ese instante, aquel en que transitamos lentamente hacia la luz en una especie de procesión adornada con restos de cabritas y latas vacías, la fallida apropiación del dolor ajeno troca en compasión por el otro y con esa sensación abandonamos la sala. Cerval es tan diabólico que me temo que ha calculado el último paso de su axioma; diríase la debilidad de su axioma. A pesar de la fuerza demoledora de las imágenes, creo que puede haber de parte suya un goce exhibicionista de su fracaso a través de nuestras reacciones. Es como si él estuviera proyectando en su mente esa verdadera escena final, la de la retirada del público de la sala de cine. Y es que si la verdad estuviera efectivamente en el universo y sus pruebas se nos incrustasen e hicieran de nosotros meros receptáculos, creo que Cerval apuesta finalmente, diciéndolo de modo tácito, por la idea de que únicamente nosotros, cada uno de nosotros, cada ser único en su individualidad y humanidad puede sentir como siente. Y ésa es más que una migaja de la vida: es la vida misma. De allí que en este filme haya decidido darnos un último regalo a la salida de la sala: el alivio que nos proporciona la piedad ante el dolor ajeno. No me cansaré de agradecérselo.

martes, marzo 04, 2008

Una vaga inquietud

Un día soleado. La luz les llega suavemente, casi atardece. Antes de bajar a la laguna, Vargas se cerciora de que todo marche bien. Revisa sus papeles, vuelve la vista atrás, le toma la mano a su mujer. Efectivamente, todo marcha bien. No falta nada.
Está llegando su hora, aquella que todo mortal consciente espera desde que tiene uso de razón.
Hoy es su día de suerte. Nunca se le había pasado por la cabeza que el acto de morir fuese tan dulce: un atardecer a orillas de una laguna que no se parece en nada a la tenebrosa Estigia, una mujer, la suya, acompañándolo en el trance. La vestimenta, impecable. La barba, rasurada. Agua de colonia en la solapa.
Bajan a la laguna y caminan por su ribera urbanizada. Árboles podados y faroles les van abriendo el paso. A estas alturas, es muy poco lo que resta conversar.
-¿Estás bien?, le pregunta su mujer.
-Sí, me siento bien.
-¿Estás preparado?
-Sí. Ahora sólo me queda esperar.
La muerte no aparece. El aviso no se concreta. No hay forma de saber el modo en que llegará. Desde el punto de vista romántico, Vargas tendría que haber expirado en el momento anterior, pero ambos siguen sentados en el escaño que da a las quietas aguas.
Revisa mentalmente sus asuntos. Todo está solucionado. Le asalta entonces una leve duda, que crece con esa sutileza propia de los crepúsculos provincianos. "Mi hijo -piensa-, qué será de él, mi pobre hijo desolado y frágil, inmerso en un mundo tan complejo, sin mí para apoyarlo". Siente por vez primera que quizás emprende este viaje con demasiada anticipación, siente que pudiese haber algo de egoísmo en esta muerte dulce que el destino ha dispuesto para él.
Pero aunque quisiera cambiar las cosas, los dados ya fueron echados. No les queda más que esperar, ignorantes del vestido que cubrirá a La Figura al momento de las presentaciones.
Por la cuesta sur aparece una camioneta destartalada. El rechinar de fierros y los estallidos del motor sugieren un desperfecto técnico.

viernes, febrero 22, 2008

La literatura

Entonces no había árboles; había un sólo árbol de tronco liso y ramas cortas que se levantaba de adorno frente a la ventana, en un cuadrado de tierra dura. Yo era un niño y estudiaba demasiado, sentía demasiado y soñaba demasiado, aunque a esas alturas quedaba poco y nada por hacer.
Más tarde, durante los días verdes, me puse a cavilar. A diario me atacaba el torturante pensamiento de transitar por el camino equivocado. Las energías se me iban en plantearme la duda, echar pie atrás y reemprender la marcha por la senda que creía correcta. Así, hasta divisar la nueva bifurcación a la vuelta de la esquina. Recuerdo que al llegar la noche acababa exhausto, sumido en un enredo fenomenal. ¿Había obrado bien o había dado pasos de ciego? Los signos del día eran ambiguos; se prestaban para las más diversas interpretaciones. Me atormentaba especialmente la medición intelectual con los de mi edad. Sobrepasaba a varios, pero los menos andaban a tranco seguro, ya eran famosos y destacaban, no así yo. No creo que haya sido un tema de vanidad, sino un sentimiento nacido en el ansia de afirmación del propio valor a través de la demostración de dicho valor a la persona que ejercía influencia sobre mí, que seguía siendo mi madre, pero ya con otros rostros, principalmente de hombres, e incluso un rostro abstracto, el rostro del mundo.
Hoy tiendo a pensar que voy por el camino correcto y esa autocomplacencia me ha permitido vivir mejor. Descartando fórmulas hallé ésta, que ha hecho mi vida más llevadera. Es la fórmula de la resignación ante la vejez, pero también la de la cosecha de los frutos que conducen a la muerte.
Si ha de extraérseme sin aplicación de corriente una confesión sincera, ésta sería la siguiente: sin duda alguien me protege desde la altura para que nadie descubriera mi truco de haber engañado a medio mundo durante 30 años simulando que trabajaba. Y si no me han descubierto -o se han hecho los lesos-, tal vez se deba a que la gente en su mayoría actúa igual o parecido a mí: hacemos de mala gana cosas para los demás; lo que realmente nos llena es lo que hacemos para nosotros mismos, sea gratuito o recompensado. Hasta los santos puede que piensen y obren así.
Mi vida es actualmente más artificial que real, y curiosamente ese estilo me hace más feliz. No he llegado aún a ese estado de felicidad que se desprende de la contemplación, el vacío y la renuncia. Abrigo la esperanza de que ése sea mi último derrotero en este planeta. Por ahora, no teniendo nada más que demostrarle al mercado, me he dedicado a inventar cuentos. Mi mente vive en función de los cuentos y no de las exigencias del mercado, absurdas y fáciles de satisfacer. (Mi mente vive también en función de los apetitos de la carne, pero ese tema me desviaría de lo que quiero decir hoy). Me he sorprendido varias veces riendo solo en la calle ante la ocurrencia de alguno de mis personajes, o temblando de angustia ante un crimen inevitable que teje mi mente. Demasiado a menudo vago malhumorado por las avenidas a raíz de un relato defectuoso. He allí un problema sumamente grave. Durante mi corta vida de escritor he comprobado con rigor casi científico que un relato que nace defectuoso morirá defectuoso, por más mutaciones que experimente, de modo que ese mal humor sólo puede aplacarse con un nuevo relato, siempre que éste último resulte feliz desde el principio, lo que es de rarísima ocurrencia.
Mi conclusión pasajera, en lo que a literatura respecta, es que un relato perfecto es aquél que me divirtió sobremanera mientras lo escribí y que además dejó una pizca de verdad, o sea, algo honesto y sincero acerca de mi propia vida. ¿Cómo diferenciarlo del relato defectuoso? Al parecer éste último está hecho a partir de una idea que se me antoja trascendente, pero que en última instancia esconde el deseo de impactar a los demás u obtener un reconocimiento. Es en el fondo un problema personal, el dilema de mi infancia, mi adolescencia y mi vida entera; un autoengaño muy difícil de detectar.
He comenzado esta divagación con un recuerdo espiritual de mi infancia. Eso me llevó a la eterna duda de estar transitando por el camino equivocado. Luego de una leve digresión sobre el trabajo desemboqué en el tema literario. Creo que es el momento de detener este enredo fenomenal.

martes, enero 22, 2008

El caminante

Me acerqué con temor y lo abracé antes de que dijera nada. Mi primera impresión fue la de estar abrazando a una estatua de mármol. Estaba frío, pero además no reaccionaba de ninguna forma a mi abrazo. Ni me rechazaba ni me aceptaba; no había emoción en su mirar, aunque sus ojos se dirigían al centro de mi alma, si es que una mirada profunda a las pupilas pudiera significar eso. Comprendí entonces que había un abismo de diferencia entre nuestros mundos; mientras yo permanecía en la orilla, él me observaba desde la profundidad.
Siempre he pensado -la mayoría de las veces con pruebas a la vista- que mi forma de ver las cosas y las personas es de una superficialidad que excede el candor y cae francamente en la ramplonería. En ese abrazo esta sospecha se convirtió en certeza. No deseo dar más explicaciones, pues cada palabra que escribo me mete más hacia el centro del pantano. Sólo quería testimoniar la sensación de inferioridad que se experimenta al estar, de pie y desnudo, frente a un hombre superior.
¿Era realmente superior a mí?
No hay modo científico de verificarlo. No dio pruebas de ello; guardó su talento, lo acumuló durante años y no alcanzó a brotar; se diría que quedó dentro de sus ojos. Pero sus breves frases -chispazos, correazos eléctricos- bastaron para marcar la diferencia. El simple ejercicio de analizar una película entre ambos me ubicaba naturalmente a mí en la orilla y a él en la profundidad.
Como suele suceder, se termina odiando secretamente a las personas de esa laya. Se busca inconscientemente perjudicarlas, hacerles zancadillas. Hay algo sexual, incluso, que hace nacer ganas de matar.
¿Por qué entonces acercarse, abrazarlo, rendirle tributo silencioso?
Porque se está protegido. Porque el anuncio de su próxima muerte lo coloca inesperadamente a uno por primera vez en la posición de privilegio.
Se va a morir, es verdad. Yo estoy sano. Abrazarlo es, al tiempo que un homenaje, una burla melancólica.
Me recuerda la parábola del filósofo peripatético que despertó un buen día y tras recorrer parte del sendero que lo llevaba de un pueblo a otro, descubrió que no se había topado con ningún insecto. Decir ninguno es pecar de avaricia de lenguaje. La realidad es que a su alrededor no había absolutamente ningún bicho. Nada de nada.
El pobre estúpido se obsesionó a tal grado con su descubrimiento que iba levantando cada una de las piedras del camino, mirando el revés y el derecho de cada hoja de cada arbusto, observando cada centímetro de hierba a ras de piso, sólo para acentuar su desesperación, que ya se hacía metafísica.
Al oscurecer se dio cuenta de que desde el momento de su descubrimiento y la puesta del sol no había avanzado más de diez a doce pasos. Loco de terror, buscó una caverna cercana en el cerro donde pasar la noche o quitarse la vida, le daba lo mismo.
Pero no fue capaz de entrar: desde lo más profundo de la cueva, miles de millones de ojillos luminosos, todos los insectos del mundo concentrados en un metro cúbico, lo observaban con frialdad hermética. Ni un solo gesto desde el fondo, ningún movimiento, ninguna emoción.
Al día siguiente, repuesto de su ataque de nervios, llegó al villorrio más cercano y ofreció sobre los sucesos de las últimas horas la siguiente versión:
-Ocurrió un día -dijo- que todos los insectos que habitaban la tierra se replegaron para protegerse de la mano del hombre y buscaron una caverna donde sobrevivir. Allí se fueron reproduciendo sin medida, hasta que la situación se volvió insostenible. Cuando el espacio se les hizo exiguo se vieron obligados a salir de nuevo al mundo a procurarse el alimento.
Mientras hablaba, una nube de langostas oscurecía el cielo.

jueves, enero 17, 2008

El hombre metafórico (versión esencial)

Desde este paradero, la vida fluye más allá de lontananza, donde alados dragones, sultanes eróticos, sirenas sumergidas en los mares del norte. El tiempo, el eterno tiempo me retorna a los orígenes y soy feliz, asombrado de mi melancolía. Pero aquí cerca qué hay: hospitales, la morgue, el cementerio. Se quiere esperar lo que dicta el candor, no lo que vendrá.

miércoles, enero 16, 2008

El hombre metafórico (versión sintetizada)

Un hombre se transformó en bebé. Se llama Germán Arellano Silva. La ciencia escarba aún entre decenas de teorías para explicar el fenómeno. Dice la primera de ellas que casos como el de don Germán son característicos de las personas que padecen el mal de Alzheimer. Al olvido se suma un misterioso proceso que sufre la memoria, la que se devuelve a los días tempranos. No es momento de dar detalles técnicos; baste solamente lo dicho. La transformación sería entonces interna, mental.
Una segunda teoría, que contradice enteramente a la primera, sostiene que el retorno ha sido físico. Se apoya en la prueba de una guagua hallada días atrás en el paradero del Transantiago ubicado en la esquina de Santa María con Enrique Soro. El bebé llevaba en la muñeca una cinta con las iniciales G.A.S. Como es sabido, Germán Arellano Silva acostumbra a tomar la locomoción en ese paradero. Es más: desde que apareció el bebé no se sabe nada de él.
La tercera versión, de naturaleza poética, afirma que la transformación es metafórica. Quienes la sustentan se atreven a proclamar, incluso, que el mismo don Germán no es otra cosa que un hombre metafórico. Don Germán representaría a la eterna esperanza, que lleva no al final de los días, como se cree, sino a sus inicios. Arellano Silva, el hombre metafórico, habría visualizado su destino mientras esperaba la micro. La espera se le hizo eterna y en la ensoñación que se tejió en aquella esquina durante ese indefinido lapso de tiempo pudo visualizar las etapas postreras del individuo, asociadas al dolor de la muerte. Vio hospitales, servicios de urgencia, vio cementerios, intuyó el horrendo paso por la morgue que les aguarda a unos pocos antes de descender a la última morada. Las visiones le habrían hecho preguntarse: ¿Para esto he nacido? ¿Es ésta mi verdad? Toma en aquel instante, en consecuencia, la decisión de regresar a su estado primigenio. Pero se trata de una decisión metafórica: don Germán depende realmente del paso de un microbús por una esquina de Santiago.
Hay otras teorías, pero éstas son las tres más importantes.

lunes, enero 14, 2008

Un héroe de nuestro tiempo


Dicen que el héroe de nuestro tiempo es un hombre sencillo, cortés y respetuoso, amante de su familia, democrático y anónimo, que entrega modestamente su vida por los demás o por una causa superior, que bien podría ser su pequeña comuna. El sacrificio no tomaría entonces la forma de un acto suicida violento e irrefrenable sino aquella de un permanente teclear ante una máquina que registra, por ejemplo, las cotizaciones previsionales de los trabajadores. Antes habría sido este héroe uno de tantos; hoy se hace difícil hallar a alguien así. Los grandes héroes de antaño arrastraban naciones enteras en pos de sus quimeras. Daban la vida con arrobamiento por su tierra y de su sangre derramada ésta se alimentaba y renacía. Los poetas les cantaban a los héroes, mas a menudo, por deformación terminaban convirtiéndose ellos mismos en los héroes. Sabido es que los héroes no escriben: actúan; mientras que los poetas recogen y escriben. También sabido es que las personas escriben sobre lo que mejor conocen. Así, gran parte de las novelas y cuentos trata de las angustias de los propios escritores; muchas películas se basan en los sentires de guionistas, actores o directores, ¡incluso productores millonarios!; demasiados pintores usan y abusan del autorretrato. Hay quienes, incluso, han utilizado las iniciales de su propio nombre para componer música. De modo que detrás del héroe clásico puede haber mucha contaminación, partiendo por la más peligrosa de todas: la contaminación política, que en su tiempo pintó de héroes a Napoleón, Julio César, Hitler, Stalin, Pinochet. Habría que analizar sesudamente quiénes de ellos lo fueron realmente.
No se ofenderán las musas, por lo tanto, si hablo de un verdadero héroe de nuestro tiempo, a quien por razones de cercanía tuve la desgracia de haber conocido.
Era un ejemplar cuidador de autos conocido en el barrio como Il Postino, por su parecido físico con el malogrado actor italiano del filme de igual título.
La verdad es que nunca le he preguntado su nombre. Podría hacerlo, pues vive aún, pero es como si ya estuviera muerto. Il Postino es un héroe en el ocaso. Ya libró su última batalla y hoy sólo le queda recoger los despojos de un honor que en vida se le negó. Está a la espera de que el Ángel de la muerte baje del firmamento, lo alce entre sus brazos y lo conduzca a ignotas tierras, batiendo las alas sin sonido alguno, más allá de las nubes.
Los héroes se caracterizan por perder batallas antes que por ganarlas. ¡Cuánta experiencia pervive en su rostro bronceado por el sol de la espera!
Una noche Il Postino le hacía señas a un vehículo para que saliera de su puesto y se integrara pacíficamente al tránsito callejero. La propietaria, viendo que no disponía de monedas, a cambio lo insultó de grosera forma. Il Postino le pidió disculpas. Hace un par de semanas unos ladrones destrozaron la ventana del auto de turno para llevarse la radio. Il Postino vio la escena de lejos y corrió para impedir el robo, pero los malvados, que eran varios y musculosos, festinaron con su humanidad desgarbada, flaca y miserable, y su cuerpo rodó en la acera. El epílogo no fue menos aciago: el dueño del auto lo acusó del robo e Il Postino fue a dar a la comisaría, donde quedó libre a los tres días, por falta de pruebas en su contra. Pero esos tres días en el calabozo, qué terribles fueron, y nadie lo supo, sólo él.
Volvió a su trabajo, pero ya no era el mismo: la gente desconfiaba. “Lo metieron a la cárcel”, decían unos; “porque se robó un auto”, decían otros que hacían de la verdad un rumor, con las graves implicancias para la dignidad del afectado que supone aquello; “éstos terminan todos igual”, comentaba una señora honorable, con acento piadoso pero ya montada y al galope en el rumor; “se gasta la plata en vino”, decía el propietario de un restaurante de las cercanías, quien parecía conocer algunos detalles de su vida, pues añadió que “con los golpes le volvió la epilepsia”.
Curiosamente, la razón se esconde en el fondo de las palabras de cada comentarista de su pasar, pues la vida del héroe se nutre de mitos.
Pero así también lo han ido rematando, entre todos. Il Postino de hoy no tiene nada que ver con Il Postino de hace tan solo dos años. El anterior lucía el rostro lozano, afeitado, brillante. Las curvas del hueso de la calavera le otorgaban a su semblante un aire itálico, de galán melancólico. Las ondas del cabello acentuaban dicho aire y qué decir de sus ojos claros, misericordiosos. Il Postino era el buen servidor del barrio, siempre agradecido, aunque sus manos quedaran vacías detrás del tubo de escape envenenado.
Ayer lo vi echado al sol abrasador de este verano, delante de un negocio de arte. La dueña salió a mirar y al hacerlo se le salió una exclamación de horror ante la vista de esos harapos rellenos que olían a alcohol putrefacto. Me fijé en sus ojos turbios: Il Postino miraba hacia un punto indefinido del cielo, y sus labios sonreían.

viernes, diciembre 28, 2007

El hombre metafórico

Esto no es un cuento. De hecho, si lo fuese, los sucesos se presentarían de tal modo que terminarían alineándose en torno a un tema, como sucede con todos los cuentos, aún los aparentemente caóticos, que son los más cercanos a la vida. Un cuento supone un reordenamiento de la realidad, un truco artístico destinado la mayor parte de las veces a dar desahogo a los caprichos más insensatos del artista, a sus pasiones escondidas, sus represiones, sus sueños. Ni Chejov ni Maupassant, grandes reporteros de la literatura, escapan de eso. Si yo eligiese escribir un cuento, naturalmente debería tomar cierta distancia de los personajes o escoger una personalidad más adecuada, canónica (de haber resuelto usar la primera persona). Como no sé hacerlo -y de ello dan prueba mis decenas de manuscritos vertidos en el tacho de la basura por los jurados de los concursos de cuentos- decido presentar, en cambio, hechos que realmente sucedieron, o que yo creí que sucedieron, en dos días. Habrá quienes los interpreten como una ironía sobre nuestro sistema de transportes; otros verán en ellos una metáfora del hombre contemporáneo, otros el retrato de una persona de carne y hueso, otros las angustias de un escritor frustrado. Temo sin embargo que la mayoría llegue solamente hasta este párrafo, aburrida de leer insensateces, como aquella de proclamar que la vida es en sí misma un caos y que eso explicaría su florecimiento por doquier.
Aún así, quien persista en la lectura y desee buscarle un orden, un sentido, una lógica -a la vida y a este relato- se topará con muros insólitos, como los que me salieron al paso en aquellos dos días.
Pero basta. No es que desee hablar de don Germán Arellano Silva; son las circunstancias las que me obligan a volver a él.
Ya lo he mencionado antes en mis Parábolas y en estas Memorias; hasta me di el lujo de robarle el argumento de una monja enana que anduvo por ahí prestándose a ciertas perversas bajezas. Aquella vez no dijo nada, digo nada malo sino al contrario, me colmó de alabanzas. Nunca dice don Germán nada malo de los demás: es asombrosa su capacidad de transformar la ira -que en cualquier mortal nacería de una situación proclive a dicho sentimiento- en gestos o reflexiones poéticas, absurdas, acompañadas desde luego de improperios, chilenismos escalofriantes. En otras palabras, se burla de su suerte. Pensaba, antes de conocerlo mejor, que esa conducta suya escondía una picardía criolla de la que es conveniente resguardarse, so pena de terminar acuchillado a mansalva por el néctar de la venganza oral durante una tertulia que no lo tenga a uno por asistente; o tal vez, también pensé, ayudado por otros antecedentes acerca de su vida, que dicha conducta escondía una baja autoestima. Ahora me he convencido de la falsedad de lo primero. Y si fuese cierto lo segundo, es menos importante que la verdadera causa de sus desvelos: don Germán Arellano Silva, tal como ansío hacerlo yo, es un hombre que avanza a pasos agigantados hacia la niñez. La diferencia es que él avanza realmente, en tanto que yo sólo aspiro a hacerlo. Este estilo que asumo ahora mismo, por ejemplo, ya me traiciona, es un retroceso que se puede entender también como un progreso hacia el estado de estupidez que alcanza la mayor parte de los adultos. En cambio cada uno de sus nuevos poemas sí que son un avance, avance en el sentido de retorno.
Las circunstancias son de lo más extrañas. Paso por un momento de mi vida que se me antoja decisivo. Nada muy novedoso viéndolo desde afuera; agitado y revolucionario si se le examina por dentro. Los hechos objetivos, palpables, son que entrando a la bajada del vaivén de los cincuenta mi cuerpo comienza a dar señales verdaderas, no hipocondriacas, de declive. Me duelen las manos, surgen síntomas de artrosis, hace unos días me han brotado unas vergonzosas várices; la caída del cabello progresa a paso constante, al igual que las canas que van ganando el territorio del cráneo que se resiste a despoblarse. En el bus ya me han dado dos veces el asiento y en mi trabajo no queda casi nadie que no me trate de usted. Duermo menos, pero sueño repetidamente con un niño de poco más de un año que me mira con una sonrisa graciosa, inocente, pura. A mis hijos los veo tarde mal y nunca, de mi esposa me cuidaré de hablar...
Y fue dentro de estas circunstancias de mi vida -las he comentado porque ciertamente ejercerán un efecto dramático en el relato- que a don Germán le aconteció lo que pasaré a narrar.
Era de noche, cerca de las dos. Yo esperaba en mi puesto, casi el único ocupado en el potrero de computadoras en que se transformó de un tiempo a esta parte la oficina. Esperaba que don Germán cumpliera con su oficio un día más; es decir, terminara de leer la última prueba de página que le quedaba por corregir. Una vez que lo hubo hecho y el papel volvió a mis manos, incorporé las correcciones y al grito lúdico de ¡página! traspasé la responsabilidad de la edición al diseñador, quien envió de un teclazo su contenido a las rotativas. El diario ya estaba listo y sólo restaba que el cierre fuese confirmado por el reloj, instrumento que a pesar de lo que le estaba sucediendo a nuestro corrector-poeta, se resistía a dejar su papel de rector de almas del Siglo XXI.
Cuando los relojes marcaron efectivamente las dos campanadas apagué el computador, eché llave al escritorio, me levanté del asiento y me fui. Al darle las buenas noches, don Germán me agarró del brazo, lo que me hizo concentrarme en su mano, de la que extrañé la ausencia de sus clásicas manchas.
-No se vaya aún, por favor -me pidió.
Le pregunté si faltaba algo que despachar. Entonces me fijé en sus ojos: brillaban como luces venidas de un túnel infinito. La tersura de su piel era envidiable, como la de ciertas mujeres que se embetunan el rostro con esas famosas cremas destinadas a lucirse en las fiestas.
-Tengo un poco de miedo, señor Mardones... me está pasando... algo.
No hablaré más de mí y me concentraré en su situación. Había un café abierto en la esquina siguiente; se caracterizaba por atender a jóvenes y a turistas extranjeros. La ebullición nacida del alcohol salpicaba las carcajadas con oleadas de frenesí; dicho ambiente no era el mejor para escuchar el angustiante lamento de un poeta, mas no había posibilidad de elección: era el único café abierto a esa hora en cuadras a la redonda.
-Le ruego que me escuche y no me interrumpa -me rogó. Accedí.
Estas fueron sus palabras.
Hablan los poetas, habla toda la poesía del mundo de tres o cuatro cosas, más no. El tiempo, la muerte, la carne, el amor, la espera, sobre todo la espera. Puede uno imaginar las cosas más disparatadas mientras aguarda, tanto a su amada como su turno en la fila para pagar la cuenta del agua. La espera es la madre de la mentira piadosa, que es el arte. La espera, al contrario de lo que se cree, no regala visos de futuro sino que hace retroceder al alma, pues ésta se nutre de la memoria y la memoria es recuerdo, pasado. Fue así como Keats pudo ver al otoño dormitando bajo un árbol y el difunto mister Elvesham estuvo en un tris de lograr el acceso a la fuente de la eterna juventud a través del mecanismo del traspaso del hilo eterno de un ser a otro. Así también Wordsworth reencontró al niño que dormía en el padre, Blake abrumó a la conciencia con el rugido de un tigre indomable, Carpentier hizo a un hombre viajar a su semilla, Cernuda vio nubes aún no habiéndolas en el cielo infernal que aprisionaba su alma y yo, afiebrado de fiebre de espantosa espera, me aferré a mi balneario de Constitución, de donde jamás he podido salir. Pero éstas son metáforas, señor Mardones, fantasías, ansias de belleza en una tierra ansiosa de descalabros. Si mi vida hubiese seguido transcurriendo metafóricamente, como hasta el día de ayer, todo sería más llevadero. Las deudas me abrumarían, el trabajo de corrector de pruebas se me haría insoportable, los trucos para escabullirme de la presión de las admiradoras que leen mi blog me quitarían el sueño, la fría y solitaria pieza en que tiendo mis huesos cada noche se parecería a la habitación de Raskolnikov con su atmósfera cargada de culpa. ¡Ah, qué plácido y bello era todo aquello, mi pasar!, y no me daba cuenta. Hoy, en cambio, una bruma que conduce a los estados primigenios me traga a una velocidad desconocida y me siento a merced de dichas fuerzas y eso no me pone contento, como debería ser, porque la angustia que acompaña a esa sensación palpable no la puedo manejar.
Pero déjeme retroceder en la historia... ¡ah, retroceder... el retorno! (tragaba vasos enteros de agua; cada vez que pasaba Claudio, el mozo, le pedía otro). ¡Pero si todo comenzó apenas ayer por la tarde!... y antes... mi vida... ¡no me daba cuenta!... ¿Volverá a ser la misma?... ¡La añoro, sí, la añoro y no deseo que vuelva! Pero usted no entiende la contradicción, de seguro... ¡ay, si estuviera en mi pellejo!... ¡cómo entendería! ¡Y cómo se apoderaría de usted esta angustia insoportable! (un inesperado gallito le hizo agachar la cabeza, presumiblemente de vergüenza, hasta que ésta tocó su pecho agitado y se quedó en silencio, uno, dos, tres largos minutos. Luego secó el vaso y prosiguió).
Hay momentos en que me parece estar días y días en el paradero, esperando el Transantiago. Como usted bien sabe, antes, cuando había muchas líneas disputándose las calles, esto no era así.
(Se agitó más aún, hizo un largo paréntesis y continuó).
Ayer salí de mi casa después de almuerzo y me instalé en la esquina de Domingo Santa María con Enrique Soro a esperar la B-17. Me había resignado a esperar unos 40 minutos. De hecho, salí intencionalmente de mi casa con 40 minutos de anticipación. Pasó entonces el verdulero del barrio en su triciclo. Iba a despachar una mercadería y aunque le costaba un poco pedalear, levantó la mano para saludarme. Al rato lo vi pasar de vuelta. ¡Don Germán!, ¿todavía aquí?, me volvió a saludar. Yo no dije nada; me limité a mirarlo. Bien entrada la tarde lo vi venir de nuevo con una nueva carga de frutas y verduras. ¡Por Dios!, dijo, solamente. Esa vez temió saludarme y yo traduje su exclamación más bien como un gesto de piedad. Entre tanto, resultaba increíble comprobar como transcurrían las horas, una tras otra, mecánicamente, sin remedio, con esa fría objetividad que las caracteriza. Comencé a pensar entonces si la B-17 no sería una línea fantasma, si la B-17 no sería el remedo de una ficticia variante A-16. Usted sabe que la mente poética es así, señor Mardones, juega con lo que hace sufrir, convierte las desgracias en fantasía y así se libera del mal que el mundo y la naturaleza le van metiendo en la mollera, en el entendido de que la mente esté en la mollera. Pero me distraigo. Déjeme continuar, por favor... sí, déjeme continuar... más agua, por favor... gracias, muchas gracias. Le decía que habrían pasado horas, unas tres o cuatro; comenzaba a impacientarme, no surgían nuevas metáforas, se acababa la imaginación. Entonces sucedió algo muy grande y revelador, cuyo análisis dejo a su criterio, pues me temo que este retorno le está haciendo mal a mi memoria. Desde mi asiento en el bus fui testigo de una secuencia tenebrosa, aparte de lógica. Ante mis ojos desfilaron, una a una, las más diversas funerarias. "Cristo es la roca", "Hogar de Cristo", "Cristo luz del mundo", "Funerarias La Unión", "Hermanos Carrasco"... Eran las mismas de siempre, naturalmente, y sin embargo me abrían el espíritu, me invitaban a un descenso plagado de horror y dolores. Habiendo visto la última de ellas, la calle me regaló a continuación visiones de torturas medievales. "Hospital San José"... "Servicio de urgencia de adultos"... ¡"Instituto nacional del cáncer"! (aquí lo traicionó otro gallito). Como si no bastaran las funerarias, los centros de salud me hicieron ver que el único estado posible del hombre es la enfermedad, que conduce inexorablemente a la muerte. Los enajenados que circulaban por el sector pidiendo monedas para adquirir cigarrillos anunciaban a pocos metros, como si fuera poco, la estructura decadente del hospital siquiátrico y las familias enteras vestidas de negro que se veían dentro de ciertos vehículos que enfilaban por avenidas paralelas no podían dirigirse sino al lugar más tétrico de todos: la morgue. Entonces vi pasar ante mis ojos el Cementerio israelita, señal de que ya estaba próximo a la avenida Recoleta, embudo a cuya boca van a dar a su hora los habitantes de Santiago: el Cementerio general. Pero al mismo tiempo de que me sucedía lo que le acabo de narrar circulaba por tercera vez el verdulero con un nuevo encargo en su triciclo. Si no lo hubiese mirado tres veces no lo habría reconocido: ¡era un despojo del anterior!, un fantasma envejecido por los años, un hombre en el ocaso para el que el pedaleo se había convertido en una tortura, un castigo del Señor. Me pregunté si en esas condiciones no sería mejor estar muerto, pues, ¿de qué le valía ganarse la vida? o mejor, ¿para qué se la estaba ganando? Entonces me desperté por completo: yo seguía en el paradero, nunca había viajado ese día y lo que mis ojos habían visto eran anuncios, profecías venidas de la realidad, pues sabe usted perfectamente, señor Mardones, y ya lo he dicho, que por Santa María, Vivaceta, Bezanilla y Recoleta se hallan efectivamente esos lugares y edificios que le he descrito... sí... más agua, por favor... muchas gracias... pero lo que me despertó por entero no fue la constatación de ese hecho delirante; fue otra cosa, fue el haber tomado conciencia de que el verdulero me miró fijamente, sin saludarme. Tardé unos momentos en comprender que no me había reconocido. Y si no me había reconocido no era porque el farol de la esquina no alumbrara bien mi rostro -al contrario, lo encendía vivamente- sino porque mis rasgos no eran ya los mismos. ¿No lo nota, señor Mardones, no es capaz de notarlo? ¿No tiene ojos acaso? ¡Me estoy devolviendo a la infancia y usted no se da cuenta!
Nunca había sido testigo de una borrachera con agua de la llave, pero a juzgar por sus palabras, don Germán estaba enteramente borracho. ¿Retorno a la niñez? Está bien decirlo en un sentido metafórico, poético, pero ¿desafiar las leyes del tiempo y volver de verdad a los orígenes? Es imposible, no hay casos así ni los habrá jamás. Era verdad que sus manos, las manos de esa noche, eran manos juveniles; también era cierto que su piel estaba tersa, que su rostro no exhibía arrugas, que de su frente no brotaban pliegues, que su misma voz era casi una voz adolescente, lo que refrendaban los gallitos, pero, ¿volver a la infancia? Mucha lectura, mucho Quijote, demasiado Scott Fitzgerald, pensé.
Aún así, el suyo me pareció un discurso deslumbrante. Por lo mismo, no reparé cuando se levantó para ir al baño. Demasiada agua le pasó la cuenta, concluí. Transcurrieron diez minutos y no volvía; empecé a preocuparme. Decidí ir a buscarlo: el baño estaba abierto y adentro no había nadie. Aproveché de orinar yo mismo, ríos y ríos de orina. ¿Se había ido sin avisarme? Don Germán no era capaz de algo así. Volví al asiento, llamé a Claudio y le pedí la cuenta. La suma era ridícula. El agua no se cobra, me explicó, sólo el derecho a asiento, y como usted es cliente antiguo... Le pregunté entonces por don Germán. Claudio hizo una mueca, como si bebiera aceite de bacalao. ¿Se encuentra bien?, me preguntó. Me siento perfectamente, Claudio, le dije, pero me gustaría saber dónde se fue mi compañero de mesa. ¿Qué compañero de mesa? Don Germán Arellano, ¿lo ubica? ¿Don Germán? Claro que lo ubico. ¿No es ese amable señor de lentes, el corrector de pruebas de su diario? Él mismo. ¿Y qué hay con él? Nada, es que quiero saber dónde se fue. Usted vino solo, señor Mardones, convénzase. Sí, Claudio, je, je, era una broma, gusto de verlo y pórtese bien. Espere, señor Mardones, se le queda este papel...
No era momento para digresiones. Volví al diario y pregunté por don Germán. Los guardias hicieron un llamado a su sección y me confirmaron lo que me temía:
-No vino. Está en su día libre.
Volví a la calle. El principio de artrosis, la calvicie galopante eran bagatelas. La vejez me estaba haciendo su primera gran jugada. Esa vieja vestida con harapos que va de puerta en puerta anunciado la hora a todo el mundo me entregaba la primera señal a través de las palabras de mi amigo, invisible para todos, no para mí. El verdadero retorno no sólo es real sino dramático, angustiante. Don Germán me lo advirtió y no le entendí su mensaje cifrado, pero ahora se me abría la mente, igual que a él, ayer por la tarde.
Paré un taxi y le ordené que me llevara a la esquina de Santa María con Enrique Soro. Le rogué que encendiera la luz interior para examinar el papel. Era un poema, nacido indiscutiblemente de la mano genial del poeta moribundo. Decía así:

Un tiempo deslumbrante

Había en el ayer inciertas batallas
que destellaban en la maleza.
Había inexorables pasos en busca del mar,
de hundidos espacios cruzados por bellos artilugios,
de truenos,
del Edén que se soñaba eterno,
de matices y fantasmas.
Había un tiempo deslumbrante.
Y sólo los audaces regresaban,
cada noche,
a los torrentes,
a los bellos artilugios,
a los muslos en llamas,
a las inciertas batallas
que destellaban en la maleza...

¡Acelere! -le ordené. El taxista me hizo caso, pero sólo hasta un límite razonable, lo que juzgué casi como una traición y se lo hice ver.
-¿Usted me paga el parte? -protestó, fulminándome levemente a través del espejo retrovisor.
-¡Yo se lo pago! ¡Y le pago diez partes, si quiere! -reaccioné, fuera de mis cabales.
El chofer me dejó en la esquina, recibió su dinero y se marchó, ahora sí que apurado.
Desconocidos habían destruido la luminaria situada frente al paradero, a juzgar por los vidrios dispersos en la calzada, sin aplastar aún por los vehículos. El paradero estaba vacío, salvo por una especie de frazada arrinconada en el asiento. El humilde ropaje protegía el cuerpo de un bebé, un bebé de horas, se parecía tanto al de mis sueños, un bebé rozagante, hambriento, lleno de aire en los pulmones. Al acercarme, la criatura se agitó levemente y tendió a levantar su cabecita hacia arriba. Consiguió sacar sus manitas de la frazada y las estiró en mi dirección. Sus ojos negros brillaron en la oscuridad y juro que antes de largar el llanto me sonrieron. Lo tomé en mis brazos y lo acogí con todo el cariño que mi estado de incredulidad pudo darle, antes de llevarlo a la comisaría más cercana.
"Cuídenmelo, por fabor", se leía en una nota adosada a las iniciales del nombre escrito en su muñeca: G. A. S.
Pero no puedo terminar esta secuencia sin sacar de ciertas dudas, que naturalmente se les habrán despertado, a mis escasos lectores. Yo mismo, como lector, prefiero los finales cerrados a los abiertos. No me agrada darle al relato una dirección que el autor tal vez no imaginó. Aquello me huele a traición, a desequilibrio de intelectos. Pero qué digo, ya me alejo otra vez de la gran quimera...
Al día siguiente aparecí como siempre en el diario. Allí estaba, también como todos los días, don Germán, quien se levantó de un salto para decirme que me había visto en las noticias. Otros colegas hicieron lo mismo. Odio ser el centro en cualquier grupo humano, pero ayer tuve que soportar dicha sensación durante varios minutos; mejor dicho, hasta que conté el caso una y otra vez. Luego de que el apetito fue satisfecho pude recién sentarme en mi puesto e iniciar la jornada.
Tarde en la noche, durante un paréntesis, me acerqué a don Germán y le confesé que todo había sido por su culpa.
-¡No me diga, fíjese que yo lo adiviné! -exclamó, dejando por un momento la página que corregía. Acto seguido me enseñó un nuevo poema escrito en su blog, sembrado de comentarios femeninos. De pronto me lo imaginé dentro del féretro, marmóreo, imponente, intraducible, atrapado para siempre en la materia, impedido de evadirse a las orillas del Ganges o a los confines de Alemania.
-Usted habrá de morir un buen día -le advertí- y yo también. Nada de lo que hemos conocido nos estará esperando en la otra orilla. Nuestros sueños quedarán aquí y la ansiada niñez volverá al polvo de donde surgió. Hoy da lo mismo entrar en la sombría urna que estallar en llanto en el paradero de la micro; da lo mismo escaparse sin aviso de un café que ir a dejar a la comisaría más cercana a un bebé recién nacido con sus iniciales en la muñeca, ¿y dejarlo para qué? ¡Para salir en las noticias! De todos modos da lo mismo, porque esas imágenes son el producto de nuestras fantasías. Pero mañana no será igual, don Germán, mañana será otra cosa, muy diferente, y si tiene a bien aceptarme un pequeño consejo, le ruego encarecidamente que viva usted, que ame hasta lo imposible, que se desgarre de dolor por la virtud ausente, que cante serenatas ridículas ante una ventana cerrada...
-La pura verdad, señor Mardones -me dijo antes de volver a su página y luego a su poema adornado de perfumes. Era obvio que se burlaba de mis aires pontificadores; o tal vez no hacía otra cosa que refugiarse en su esencia, que es la esencia del alma del poeta: la sagrada mediación entre Dios y los hombres a través de la palabra.

jueves, diciembre 13, 2007

"¡Llévame!"

La vida dejó de ser interesante. La vida era interesante cuando una emoción intensa se apoderaba del alma, cuando esa emoción nublaba el diario acontecer y le hacía creer a uno que la vida era eso, la emoción.
La vida era interesante cuando uno daba rienda suelta a su naturaleza profunda, viciada. Se convertía uno en uno mismo, a pesar de la moral y de la ley. Esa descarga imprecisa de energía que llevaba a los infiernos permitía ver fuegos vedados. Era la vida interesante del cínico, del descreído.
Dicen que hay la vida interesante del santo: la negación del yo, el desprendimiento de la ambición la hace interesante. Se verían resplandores sagrados mientras el cuerpo entra en éxtasis, al momento de la levitación.
El artista combate la angustia existencial creando. El adicto se droga. Los locos son internados brutalmente por los médicos. Tres enfermos de desinterés que enfrentan esa realidad cada uno a su manera.
¿Por qué habría de ser la vida interesante si no existe emoción, si no hay maldad, si no hay bondad, si el amanecer se ve a través del velo de una cortina, como sé que hacen dos amigos?
Anoche mi esposa y yo despertamos al unísono. Eran las tres de la mañana. Del edificio de enfrente surgía un grito desgarrador, el que nos había despertado. Nos levantamos, nos asomamos al balcón. Pensamos que se trataba de un asalto, de una pelea entre cuatro paredes. El grito se repetía una y otra vez; venía de uno de los departamentos de arriba, quinto, sexto piso. Grito de mujer madura, voz ronca, ronca de dolor. Un gran quejido.
Concluimos que se trataba del lamento de un moribundo y volvimos a la cama. No era aún nuestra hora. El grito decayó. Luego resurgió con más ímpetu y remató en una palabra estremecedora: "¡Llévame!".
¿Llevarla? ¿Adónde? ¿A la clínica? ¿Al cementerio? ¿Al cielo? ¿Dónde se lleva a los que están muriendo?
Ese lamento nocturno es la única verdad de esta vida tan poco interesante. Campanada que dobla desde nuestro nacimiento, pero que nos negamos a escuchar, echando la vista hacia el costado, haciendo como que disfrutamos.

jueves, diciembre 06, 2007

El álamo

Siempre un árbol se escapa. Hay que estar atento a su sombra. Lo dejas de mirar un segundo y ya es otro.
Tanto que caminamos esas vacaciones para llegar a él. Hacía calor en el campo y no daban ganar de coger moras. De vez en cuando nos inclinábamos a beber en el arroyo, pero era una misión difícil la que había emprendido mi padre, nosotros detrás de él.
Cuando llegamos sacó el cortaplumas y marcó el tronco. Era un tronco delgado, de álamo nuevo. Era un álamo entre tantos álamos, era difícil de recordar.
Al año siguiente emprendimos el mismo viaje: de la casa de campo al pie de la montaña, al bosque de álamos. Refrescándonos en el arroyo, cogiendo moras.
Se inició en el bosque una especie de juego de escondidas, en este caso de encontradas. Al final, uno de nosotros dio con el árbol marcado. Creo que fue mi padre o tal vez mi primo Julio, que era el más despierto. Se produjo una algarabía en torno al esquivo ejemplar. A mí me dio una especie de malestar estomacal causado por la emoción: la marca estaba tan arriba, había crecido tanto el álamo.
Nos descuidamos un segundo y casi lo perdimos.
Al tercer año no hubo vacaciones en el campo. Algo pasó.
Al cuarto año tampoco hubo vacaciones. Estuvimos mirándonos las caras en la casa de Rancagua el verano entero. Eran días largos, larguísimos. Duraban más que los días del campo.
Al trigésimo año las vacaciones fueron en un lago de la zona central. Aparté dinero de la gratificación y llevé a los niños de camping. Éramos relativamente felices. A veces me daban ataques de angustia. Una tarde mis hijos estaban al borde del lago y yo tomé una piedra, casi una roca, y por jugar la lancé al agua. La mano se me fue y la piedra pasó rozando la cabeza de mi hija. Me dio un susto terrible. De regreso pasamos a alojar a la casa de mis padres. Mi mamá nos recibió con un bistec con ensalada de tomates y cerveza helada. Mi padre no dijo nada, pero puso cara de satisfacción.
Al cuadragésimo quinto año fuimos con mi mujer a un lago del sur. Alojamos en un hotelito, cerca de Frutillar. Los niños se quedaron en Santiago. Prefirieron disfrutar con sus amigos.
Anoche tuve un sueño extraño. Desde la ventana de nuestro hotel en el cuarto piso mirábamos a Putin, el Presidente de Rusia, que hablaba desde el edificio de enfrente, elegante, también cuarto piso. Estábamos al mismo nivel. A su lado, flameaba la bandera. Me incliné y miré hacia abajo: el líder de la oposición gesticulaba en la calle. Cortaba la calzada una barricada de autos. Más allá, los soldados iban y venían con sus armas y desde el horizonte surgían luces como de fuegos artificiales. Por la televisión Jerry Lewis daba a conocer los acontecimientos de Rusia. Alguien en nuestra pieza dijo de pronto que la bomba estallaría en cualquier momento. Entonces me encogí.

martes, noviembre 27, 2007

En honor a Wordsworth

De niño, casi todo lo que siempre vi fue tristeza y soledad. No hablo por hablar. No pretendo esta vez crear belleza de lo oscuro. Son sensaciones, de las que me ha costado desprenderme, sensaciones que traje siempre conmigo, o al menos desde que tuve uso de razón.
Donde había un campo yo veía una extensión sin gran sentido, un arroyo turbio, carbón, humareda, botellas, presas de pollo, risas bravas, algo a lo que había que llegar no sin sacrificios, y de lo que debía uno alejarse avanzada la sombría tarde. El campo era la parte del día cuya hora final amenazaba al espíritu, angustiaba.
Donde había un bosque yo veía plantaciones de eucaliptus, que son los árboles más inquietantes que pueda uno imaginar. Los eucaliptus no son fuertes, no son nobles, no protegen de nada. Al revés, emergen alargados y sus hojas parecen cuchillos. Casi siempre debajo de ellos hay tierra dura y pasto seco. Todo esto que describo transmitía al niño que era yo mensajes arcaicos, silencios de muerte. El viejo mito pasaba a ser materia visible y el niño en el bosque, el niño en el campo, terminaba siendo un niño abandonado, a merced de los planes de los grandes.
¿Qué sentían los otros, digo los demás niños? Me parecía en esos momentos que no sentían. Se dedicaban a vivir una especie de paroxismo irresponsable. No se formulaban preguntas, no almacenaban, no cuidaban lo poco que tenían. Cuando se detenían en algo interesante era por segundos, pensando siempre qué provecho podrían sacarle, qué posibilidad tenían de matar, qué peligros implicaba. Luego corrían en busca de otras emociones, otros placeres, otros peligros.
¡Cuántos de ellos murieron, inocentes!
¿Había que detenerse a pensar que se sentía? ¿No habría sido natural haber sido como ellos? ¿O es que mi naturaleza no era natural?
Toda mi vida ha consistido en emprender el tortuoso camino que lleva a la niñez. Hoy puedo afirmar, sin temor a equivocarme y sin el menor aspaviento, que soy más niño que cuando lo fui. Pero aún me falta demasiado trecho para intuir qué hay más allá. La contaminación lo cubre todo, hay capas pegajosas de las que no me puedo desprender. Cálculos matemáticos. Miedos. Miedo a la enfermedad, a perder el trabajo, a quedarme sin dinero, a fallar en las pruebas que me dicta la vida. Deseos insanos de la carne. Siguen alojados como lombrices enfermas, se resisten a abandonar el cuerpo. Vienen de muy atrás, de antes de la niñez, es casi imposible hacerles frente. Pero esa es mi lucha, lo declaro, y estoy orgulloso de darla y que eso me cueste la vida.
Lo comprendí hoy, gracias a una oda de Wordsworth. A él le agradezco haberme abierto los ojos con apenas tres versos:

The child es father of the man
And I could wish my days to be
Bound each to each my natural piety

(El niño es padre del hombre
Y podría desear que mis días estuvieran
Unidos uno al otro por afectos naturales)

Traducción: profesor Rodolfo Rojo B.

viernes, noviembre 23, 2007

Canto fúnebre por Judy Yadlin

Ha muerto Judy. La enterraron ayer.
Era tan linda. Su pelo rubio, rubio de nieve, rubio de fiordos noruegos, su pelo rubio prometía blancura; mas un drama presagiado fluía desde el fondo de sus ojos verdes.
Virgen fragancia despedía su cuerpo, perfume americano. Esas piernas perfectas, blancas, curvilíneas, se me vienen a la mente. Hoy duermen rígidas en una caja de madera. Se desharán con el tiempo; las otroras columnas de mármol devendrán en huesos, se podrá roer en ellos. Ya iniciaron la marcha al lugar de donde vinieron.
Era tan bonita, tan irrealmente inteligente, tan castigado su Yo.
De lo que supe de ella, de lo que logré saber, de lo poquísimo que supe, me quedó su inclinación por los fantasmas, su admiración por el talento que surge y vence al mundo, el cigarrillo en los labios, las palabrotas divertidas, la voz frágil, las ansias de anotarlo todo, el optimismo de mentira, su eterno apuro, ¿apuro de qué? ¿Acaso adonde ibas te han salido a recibir? ¿O es que de verdad hay algo, allí?
Habrá dicho más de uno que era insana. Se habrán burlado de ella a sus espaldas. Lo habrán debatido susurrando hasta en su hermético círculo.
No era insana. Era el Siglo Diecinueve trasplantado a nuestros días, al Santiago ciego. Al imperio del dinero. No hay aquí sitios para Judy, Judys ni otras Judys.
Hoy la lloran. Una página de llantos. Mas, ¿la lloraron cuando había que llorar? ¿No estaban esperando el desenlace? ¿No se preparaban con cálculo para dividir sus restos? ¿No estaban ya repartidos en vida? ¿No era acaso un estorbo, tan linda, un estorbo?
Ayer no la lloré, pero hoy la lloro. Creí en su voz, vislumbré un futuro, me acerqué al gran muro, me propuse escalarlo, pero al rozar la fría textura de la piedra decaí. Vi un día su cuerpo en la piscina. Ese día ella me quiso y se fue. No halló en mis formas la forma del destino. Comprendió mi candor y se marchó. Me perdonó, me dejó vivir.
Fue aquello en los albores del amor. El amor estaba despertando y traía novedades, traiciones, sufrimiento, esperanzas y pasión. Renacían los grandes mitos para el representante del género humano que venía en la lista; el espíritu se manchaba de vida terrenal. Se creía en lo imposible, se despedía a la inocencia, se entraba en aquel desfiladero de la vida del que se sale desnudo, pobre, hambriento de nostalgia y de recuerdos.
La besé aquella tarde en un prado alfombrado de margaritas. Fue todo. Apenas un beso.
¿Era así el amor, antes?
Sí. El amor era un beso que sobraba, que servía de ornamento. No era vital. Vital era el latido, la pérdida, la añoranza. Se podía vivir sin besos. No sin corazón.
Te quise a mi modo, me quisiste. Durante un guiño de la eternidad, el titilar de una estrella, nos quisimos, nos cruzamos, nos dimos un beso y nos marchamos.
Tuviste hijos, yo también. Pasaron tantas cosas, ¿para qué recordarlas en esta sombría hora? ¿Te haría revivir el pasado doloroso, daría consuelo a tu morada última? ¿Se es feliz, por fin, allí, Judy? Dímelo en el sueño, dime que estás contenta, que ya no más dolor, que ya no más tormentos nacidos de la carne, dime que sólo alma, brisa, levedad...

lunes, octubre 01, 2007

Conversaciones con una momia

Entré a la fosa una noche en que Pisagua estaba oscura y Playa Blanca, vacía de picapedreros, policías y curiosos. Había luna nueva y las tenues lucecillas del puerto eran míseros candiles que no proyectaban ni una sombra. En Playa Blanca sólo se intuia un leve cambio en la tonalidad de las mareas, se veía apenas el espumoso vaivén que pisa las uñas del desierto desde hace miles de años. Pero no se escuchaba nada, ni siquiera el graznido de las gaviotas que me sobrevolaban.
Caminé por dentro del enorme receptáculo, sobrecogido por el silencio. Pisaba la tierra blanca, recién removida, cuando sentí un ruido y un aliento a mis espaldas.
-No busque más, amigo, se los llevaron a todos -me susurró una voz de hombre.
Era una voz ajada, de madera apolillada y jirones de tela, acompañada de un aliento a tierra seca. Como la voz de un muerto desenterrado y el hálito que desprenden las fauces subterráneas de los museos.
Me volví bruscamente para ver a ese hombre, pero sólo pude contemplar su silueta. Correspondía a la de una persona de mediana estatura, cabellos desgreñados y ropas gastadas, casi diría pasadas de moda. Las solapas de su vestón se intuian anchas. Las piernas del pantalón eran patas de elefante.
-Perdone usted, andaba curioseando -le expliqué.
-No se le dé nada; mire tranquilo, amigo, pero ya se los llevaron a todos. Aquí no queda nadie -respondió.
-¿Mucho tiempo que se los llevaron?
-No ha mucho. Unos días.
-¿Usted los vio?
-Claro, estaban sequitos, pero se conservaban bien.
-Perdone mi indiscreción -me atreví- pero ¿quién es usted?
-Un guardia...
El hombre parecía querer decirme algo. Nos habíamos quedado parados en medio de la fosa, la misma que durante años escondió tantos cadáveres de fusilados a raíz del golpe militar. Su lenguaje, tan lacónico, me enviaba ráfagas de imágenes alucinantes y violentas. Sentía, cada ciertos segundos, un estallido de balas y una opresión en el tórax, un pañuelo en la frente y un sudor frío detrás de las orejas. A través de esa voz intuia remolinos de miedo que volaban por el aire seco de la fosa.
Miedo. Aquel ente prehistórico que no tiene forma de nada y que acecha nuestro pasado y nuestro futuro, los únicos tiempos que son.
-Venga, amigo, por aquí -me dijo el hombre.
Salimos de la fosa y caminamos en dirección al cementerio. Antes de llegar se paró en un promontorio y me indicó:
-Aquí hay más...
Le pregunté:
-¿Está seguro?
-Venga mañana -me dijo, y siguió hacia el camposanto, nunca tan oscuro como esa noche...
Yo volví a la fosa. Algo atraía a mi alma hasta esa matriz geográfica. Nuevamente en su interior reparé en una falla lateral pobremente disimulada por una superficie circular de cartón. Apenas la retiré hubo un ligero derrumbe que dejó al descubierto un orificio paralelo, un pequeño túnel más negro que la oscuridad de la noche, y que sin embargo se adivinaba largo y sinuoso. Entré y me arrastré muchas horas por las profundidades de la tierra, pero no logré dar con nada en el otro extremo.
A la noche siguiente me encontré nuevamente con el hombre. Estaba cavando en el promontorio y llevaba muy avanzada su tarea. Desde arriba se escuchaban las suaves paladas. La tierra subía como un rocío de bellotas que volaban para depositarse nuevamente en el suelo, en declive. El hombre advirtió mi presencia en un descanso de su labor, y me llamó:
-Venga, amigo, ya casi llego...
Bajé, más bien salté a la nueva fosa, y traté de ayudarle; pero no había más palas. Y en ese momento las palmas de mis manos no servían. En la profundidad de la noche, el desconocido intentó darme ánimo:
-No importa, amigo. Sigo solo. Yo sé que hay más, debe haber más.
Lo interrumpí:
-Perdone usted. Acompáñeme a la otra fosa.
-¿Sabe algo? -preguntó.
-Creo que descubrí un túnel -le dije.
Ya en la fosa le mostré el orificio, mucho más pequeño de lo que recordaba. Él intentó penetrar, pero las articulaciones de sus piernas se lo impidieron. Echó una humilde maldición y se devolvió. Tomó la pala y comenzó a agrandar la circunferencia del túnel.
-Usted no es un guardia -me aventuré a reprocharle, al reparar en la obsesión con que desarrollaba su tarea.
-¿C-cómo lo sabe?
-No sé, no lo parece.
-Es cierto -admitió-. Llevo mucho tiempo aquí.
-¿Cómo dice?
-Aquí debe estar la sangre de mi sangre.
Comprendí.
-¿Su hijo?
-Mi hijo.
-¿No apareció en la fosa?
-No venía entre los cuerpos.
Dicho esto siguió excavando, con serena furia, con porfía, hasta que se vislumbró, más allá de la negra camanchaca, el frío amanecer.
No lo volví a ver durante varias jornadas y supe que había abandonado su imposible misión. Pero una noche, de repente, me llamó desde la otra fosa:
-¡Amigo, venga, toco algo!
Corrí hasta el hueco improvisado.
-Hay un cofre, ayúdeme a sacarlo -me pidió.
Bajé y traté de asir la caja de metal, pero resultó muy pesada para mí. El hombre, que tenía fuerza, se la robó a la tierra y el armatoste se posó en el suelo, levantando una cortina de polvo. Abrió la caja y extrajo un montón de papeles sin valor y unas viejas cajas de fósforos. En su interior no había nada más.
-¡Cómo!, ¿no lo advierte? -le pregunté.
-¿Qué?
-Están abajo, hay cuatro cuerpos.
Qué extraño, el hombre no reparaba en ello y yo los veía claramente debajo de la tierra, a unos pocos centímetros de nuestro alcance. Al borde de uno de los cuerpos se hallaba el otro extremo del largo túnel.
Escuchaba sus lamentos a flor de tierra. "Sácame, sácame, sácame, que quiero descansar", suplicaban.
-Siga cavando -le pedí.
-No, amigo, yo llego hasta aquí.
-Siga, por favor.
Por primera vez lo advertí irritado.
-Mire, amigo, no sé quién es usted, pero yo hasta aquí no más llego. Si sigo en este hoyo me voy a volver loco, me voy a chalar. Continúe solo, si quiere; tome, aquí tiene la pala.
En la profundidad de la noche, el hombre me pasó la pala y la pala cayó a la tierra. No la tomaron mis manos y el hombre percibió aquello.
-¿Dónde está, dónde se ha ido, amigo? -preguntó, nervioso.
Tomó un fósforo y encendió uno de los papeles sacados del cofre. De su rostro me saltaron facciones conocidas, familiares. Él, a su vez, alumbró mi cara. Mi alma retrocedió. Por instinto, diría.
El hombre desfiguró su rostro ante la visión de mi falso cuerpo y lanzó un horroroso grito. Salió de dos zancadas de la fosa y se perdió más allá de las tumbas del cementerio, en dirección a la carretera. Intenté alcanzarlo y le grité: "¡Espere un poco, lléveme con usted!". Pero se trataba de una persecución imposible. Mi radio tiene un límite, del que no puedo apartarme demasiado. La fosa, hasta hoy, sigue siendo mi centro de gravedad.
Ahora sigo esperando que alguien aparezca y me haga descansar. Mientras no suceda eso mato el tiempo comentando con los demás el lento paso de las noches. Reflexionamos sobre el graznido sordo de las gaviotas y el invisible ondular de las mareas. Nos preguntamos si más allá también se percibirán esas sensaciones. A veces nos desplazamos por el túnel. Unos con otros. Vamos y venimos como centellas, como fuegos fatuos, sin levantar una sola partícula de polvo. Si pudiésemos dormitar aunque fuese un par de segundos al año, todo sería tan diferente. Pero tal parece que mientras no nos saquen de aquí eso es mucho pedir...